De la RENOVATIO ROMANI IMPERII al primer humanismo
En lo que sí se distinguió la Edad Media fue en la concienciación de que la reivindicación histórica de los acontecimientos lejanos reportaba formidables ventajas políticas, sociales y religiosas en los tiempos presentes, y de que los estudios anticuarios cumplían para ello un rol importante. En realidad, entre los siglos IX y XV Europa asistió a diferentes renacimientos, los cuales apelaban a un retorno de la romanidad en una serie de campos. En el político, la instauración de un reino vigoroso, como lo fue el franco, que había derrotado a los lombardos, a los sajones, a los pueblos eslavos y a los musulmanes, reclamó la reinstauración del Imperio de Occidente, la Renovatio Romani Imperii. Esta recuperación del sueño imperial, teñida de pretendidos legitimismos, miraba a hacer del Imperio carolingio no el heredero del Estado decadente de Rómulo Augústulo, sino del esplendor de Augusto, de Trajano o de Constantino. La Renovatio se alimentaba de la traslación de los valores o de las tradiciones antiguas al imperio medieval del presente –fuese cual fuese en ese momento–, de la reproducción del arte grecorromano, de actos simbólicos. Así, en la Navidad del año 800, León III coronó a Carlomagno emperador de los romanos en la basílica de San Pedro, pero el sostén carolingio al trono vaticano ya se había producido con Adriano I (772-795). Este permitió a Carlomagno que excavara la Ciudad Eterna y Rávena en búsqueda de mármoles y columnas de bella talla con las que engalanar la capital, Aquisgrán, así como las abadías de Aix la Chapelle y de San Ricario. En aquella se emplazó incluso una loba de bronce, a imitación de la futura Capitolina, y una estatua ecuestre de Teodorico tomada de Rávena. Igualmente, los artífices carolingios revivieron aspectos inherentes al arte romano, como la fundición de esculturas en bronce o la producción de mosaicos. A su muerte, el emperador de Occidente se inhumó en un sarcófago clásico en el que figuraba el mito de Proserpina (el monumento funerario de Otón II, situado en el Vaticano, se componía de un sarcófago encontrado en el Mausoleo de Adriano). Los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico recogieron el testigo de la llama prendida por la dinastía carolingia: Otón III, nieto de Otón el Grande, primogénito del matrimonio entre Otón II y la princesa bizantina Teofania, asumió el Imperio en Roma en el 996 y convirtió la urbe en su capital.
Lo coronó el papa Gregorio V, primo del joven entronizado. Aquí, al modo de los antiguos césares, se asentó en un palacio del monte Palatino y se rodeó de una corte imbuida de ritualidad bizantina. Otro símbolo añadido: en el año 1000, Otón localizó los restos mortales de Carlomagno en la capilla del palacio real de Aquisgrán, y siguiendo la estela de Alejandro Magno, de Julio César, de Pompeyo y de Augusto, que gustaban de hacer suyas las armas y los despojos de los héroes, se apropió de la cruz de oro y de las vestiduras con las que el monarca franco había sido sepultado hacía casi doscientos años. A la vez santo, reliquia y curiosidad anticuaria, Carlomagno se utilizó como paradigma de la justificación del poder monárquico e imperial en Occidente, pues el revival antiguo no tenía por qué remitirse a la fuerza al legado clásico. En Inglaterra, Enrique II Plantagenet aprovechó el ciclo artúrico para usarlo como propaganda dinástica. Si los monarcas franceses se autonombraban los herederos de Carlomagno y exaltaban sus epopeyas, ¿por qué los Plantagenet no iban a efectuar lo mismo con la figura del rey Arturo? En 1191 mandó buscar los vestigios del caudillo bretón en la abadía de Glastonbury, la cual remontaba su ficticia antigüedad a un supuesto viaje atlántico de José de Arimatea, quien la habría fundado para alojar entre sus muros el Santo Grial. Los sondeos dieron pronto sus frutos, al toparse con un ataúd tallado en un tronco de árbol hueco que contenía el cadáver de un hombre de 2,4 metros de altura, y otro más menudo de una mujer. La inscripción latina de una cruz atribuía el sepulcro a Arturo y a su esposa Ginebra, por lo cual Glastonbury además se identificó con la mítica Ávalon. Todos resultaron beneficiados de esta exhumación amañada: los monjes de la abadía llenaron sus arcas gracias a la afluencia de los peregrinos, y la Casa Plantagenet se reafirmó en el trono. Inglaterra desbordaba de reliquias artúricas: en el castillo de Dover se guardaba la calavera de sir Gawain, y en el de Winchester, la Tabla Redonda, que aún se expone (data del siglo XIII y las pinturas que la adornan son posteriores; de hecho, el rey Arturo representado es Enrique VIII).
Habría que esperar hasta los siglos XVIII y XIX para extirpar los aspectos fantásticos de la historia y de la arqueología. La Edad Media aún atravesaba una de las tantas infancias de la humanidad, y como la naturaleza manda en toda fase pueril, los monstruos campaban a su albedrío. Cuando en el siglo XII apareció la guía monumental de Roma más importante hasta entonces, la anónima Mirabilia Urbis Romae (traducida al italiano y a otras lenguas vulgares, incluido el islandés, en el transcurso de la centuria, se erigió en modelo de las «guías turísticas» hasta el Renacimiento), las fábulas de base popular convivían con la descripción del patrimonio arqueológico de la ciudad. Su público, en esencia de peregrinos de escasa cultura, asumía como fidedignas explicaciones históricas sin demasiada atención a los datos cronológicos ni topográficos (Fidias y Praxíteles habrían sido dos adivinos del reinado de Tiberio, según este libro de las maravillas), que más bien conectaba personajes ilustres a las edificaciones que recorrería el visitante, lo cual, en conjunto, ha hecho suponer que su autor no manejó apenas las fuentes escritas. En el extremo opuesto, los escritorios monásticos de la época altomedieval inauguraron una dinámica de trabajo de recopilación textual, de traducción y de copia de códices griegos y latinos, que estableció los pilares de los estudios filológicos futuros y, por qué no, también anticuarios, tan apegados al documento. Ahora no se lograron las posibilidades de estudio de las bibliotecas renacentistas, pero los sabios y eclesiásticos medievales difundieron la cultura grecorromana y se iniciaron en el desciframiento de los epígrafes que adornaban las iglesias. Aunque en esencia reducido a un minúsculo núcleo elitista y erudito, el coleccionismo de antigüedades clásicas daría sus primeros pasos a lo largo del siglo XII: se sabe que el cardenal Giordano Orsini exhibió una selección de piezas romanas abierta al público, sobre todo forastero, en su palacete, y que Henry de Blois, obispo de Winchester, adquirió en Italia una serie de estatuas femeninas que importó a su país. En el 1250 se extinguió la vida de un emperador filósofo y políglota, Federico II, cuya propaganda gubernativa había retomando tantos matices del mundo romano (la moneda, la arquitectura, la iconografía) que se aficionó no únicamente a la compra de antigüedades, sino a los escudriñamientos arqueológicos en demanda de piezas coleccionables.
El mundo material, los objetos, las inscripciones, las ruinas y los monumentos comenzaban a cobrar vida ante los ojos de quienes se interesaban en la civilización de los antiguos romanos, y la visita a Roma se consolidó entre los poetas que reedificaban con su lírica la gloria de los días pasados inspirándose en su realidad tangible. Fueron humanistas incipientes como Petrarca (1304-1374) quienes marcaron la diferencia respecto a los sabios de pensamiento continuista que los precedieron: el poeta de Arezzo sí se percató de que se hallaba inmerso en un escenario histórico inferior, culturalmente diverso a lo que los autores griegos y latinos habían registrado en sus obras. Él se zambulló de pleno en los hechos que narraban, viajó a la capital de los césares con las fuentes en la mano en 1337 y en 1341 (en esta ocasión fue galardonado con la corona de laurel dorado en una ceremonia literaria celebrada en el Campidoglio), manifestó sus opiniones acerca de tal o cual estatua, casi siempre errando, escaló las estructuras de las Termas de Diocleciano… Las maravillas cantadas en las Mirabilia Urbis, suficientes para el peregrino, no colmaban las expectativas de cientificismo del humanista, primero italiano y luego europeo. Boccaccio o Giovanni Dondi abogaron por la experiencia del viaje de estudios como método para aproximarse desde una perspectiva crítica a los relieves narrativos de los arcos y de las columnas honoríficas, a las monedas, a las inscripciones que hablaban de las grandes empresas y de la vida cotidiana, incluso a los compendios técnicos sobre las artes y la arquitectura, el de Vitruvio sobre todo. En 1347, una multitud se congregó en la plaza del Capitolio, en Roma, para escuchar las palabras del «dictador» Cola di Rienzo (1313-1354). Un año atrás había descubierto en la basílica de San Juan de Letrán una tabla de bronce con el texto de la Lex de Imperio, con la cual se investía al emperador Vespasiano de todos sus poderes por la voluntad del pueblo romano, y ahora ejecutaba su lectura pública ante la población moderna. En este auténtico mitin político convenció a los asistentes de la supremacía de los súbditos al conferir a la figura imperial de sus atribuciones (y por ende, de su preponderancia sobre el pontificado), y arguyó la necesidad de instaurar una república romana. El fracaso de su experimento es otra historia. Lo fundamental es que había sabido interrogar al objeto arqueológico y, prosiguiendo más allá, aventurar una interpretación, si bien esta satisficiese un evidente cálculo político. Sucedió así que, a partir de estas premisas, el humanista se convirtió también en anticuario.