EPÍLOGO
He terminado de
escribir el último capítulo de este libro, y he sentido que faltaba
algo en él: explicarles cómo se gestó. Por lo inusual del caso,
merece que le dedique unas cuantas páginas. Seguramente, me lo
agradecerán.
EL ENCUENTRO
Málaga, comienzos de 1999
Hace menos de un año (no recuerdo ahora la
fecha exacta), me tropecé con Ramón Castillo en unos grandes
almacenes de Málaga. Debió de ser a finales de enero o a comienzos
de febrero. Sí recuerdo con exactitud que era sábado, a primera
hora de la tarde, y que curioseaba en la sección de discos,
haciendo tiempo hasta salir al encuentro de mi mujer, con la que
había quedado citado una hora después en el departamento de
electrodomésticos.
Me sentí realmente contento por verle de un
modo tan inesperado (una alegría íntima, diría yo, y no esa otra,
superficial, amenazada de inquietud, que se experimenta a menudo
cuando se cruza uno con un viejo conocido del que se intuye que
carece de la mínima sensibilidad para no entorpecer tus planes) en
la ciudad en la que ambos habíamos nacido, después de tantos años
en los que ni siquiera un christmas en Navidad nos había mantenido
en contacto, pues aunque habíamos estudiado juntos en la Facultad
de Medicina de Málaga, tengo que reconocer que le había perdido la
pista mucho tiempo atrás y no conocía con exactitud su paradero
actual. Lo único que sabía de él era que andaba por Jaén,
probablemente oficiando de médico titular en un pueblo de la
provincia, y era mi creencia que ningún vínculo le ataba ya a esta
ciudad, que habían abandonado sus padres sobre el año ochenta u
ochenta y uno para marchar a Madrid, aunque pude comprobar durante
nuestra conversación que me equivocaba: tras la jubilación de su
padre, en el noventa y uno, habían vuelto a vivir en Málaga, y
Ramón los visitaba con cierta regularidad, al menos hasta la muerte
de su madre.
Ramón y yo, junto con otros tres alumnos,
habíamos formado una panda (en realidad éramos un grupo de
prácticas y al tiempo, por pura conveniencia, una sociedad para la
compilación de apuntes) que nos mantuvo unidos durante cuatro años
aunque, después de todo, nuestra amistad estaba —cómo decirlo—
circunscrita al círculo universitario. Más tarde, por razones que
no acertó a explicarme o que yo no supe comprender, Ramón continuó
los estudios en Sevilla, y el grupo se renovó, a causa también de
que otro de sus integrantes se convirtió en repetidor.
Advertí en él el mismo sincero calor que yo
le presté a nuestro encuentro. No se contentó con un simple apretón
de manos; me abrazó e inmediatamente me asaeteó a preguntas
respecto a cómo me habían ido las cosas.
Y debo admitir, no sin vergüenza, que cierta
congoja sustituyó a mi sincero regocijo de los primeros instantes.
El verle en tan buena forma despertó mis complejos y, con ellos,
una envidia que detesto, porque, creyéndome libre, es la clase de
sentimientos que percibo a menudo en los demás. Su aspecto,
asombrosamente idéntico al que yo le recordaba de sus años de
estudiante, sugería que, como el Fausto de Goethe, debía de haber
sellado un pacto con el diablo. Ni rastro del típico abombamiento
abdominal, ni de esos cambios dolorosos (a la vista) en la
profundidad del tórax, que, a excepción de Mick Jagger y alguno de
sus secuaces, son una constante implacable cuando se rondan los
cuatro decenios, bien porque mi amigo es un fanático de la «vida
sana», bien porque cuenta, como se dice en el lenguaje de la
genética humana, hoy lamentablemente vulgarizado, con un envidiable
«mosaico» de cromosomas. Lo ignoro. Es verdad que sus ojos no
destellaban con la vivacidad de antaño. Imagino que como los míos,
que ocultan tras de sí un variado muestrario de decepciones
(algunas conmigo mismo), y batallas libradas y perdidas (las
ganadas tampoco detienen el tiempo ni sus huellas). Pero se le
hubiera reconocido sin ninguna dificultad mediante una foto hecha
veinte años atrás. Yo, en cambio, lo admito no sin pesar, había
engordado bastante, me cansaba con suma facilidad en cada conato de
práctica deportiva que me propusieran mis antiguos amigos (hoy
convertidos en enemigos de mi salud, no me cabe la menor duda, pues
si no fuera así, a qué honor retorcidamente absurdo podría atribuir
su empeño en que me haga papilla, siguiéndoles en sus insensatas
aventuras), y el escaso pelo que aún lucía había encanecido
drásticamente.
Tras permanecer unos minutos en pie, se
ofreció a invitarme a café en la cervecería del centro comercial,
ubicada en la planta inmediatamente inferior. Rehusé al principio,
pues prefería no alejarme del lugar en el que me había citado con
Clara (puesto que ambos detestamos los móviles, evito moverme hasta
que ella no viene a por mí). Ramón no insistió pero, por suerte,
Clara apareció cuando estábamos a punto de despedirnos. Se la
presenté y él aprovechó la circunstancia para reiterar su
invitación. Como todavía le faltaba encontrar unos zapatos y no
estaba dispuesta a prescindir de esa compra, quedamos en que luego
iría a buscarnos a la cervecería.
El local es amplio y acogedor, con profusión
de elementos decorativos en madera de caoba barnizada en brillo.
Por deseo de Ramón, nos acomodamos en una mesa alejada de la barra,
descartando una o dos en las que pretendí sentarme. Y me
habló.
Me sorprendió bastante que conociese mi
actividad de escritor. En realidad sólo uno de mis cuatro libros
—una novela—, había alcanzado una mínima difusión (tuve la fortuna
de que fuese elegida finalista en un certamen literario de
importancia más bien modesta, a pesar de lo cual, me vi obligado a
llamar a demasiadas puertas para que finalmente me la publicasen
con una tirada de cinco mil ejemplares). No obstante, conocía el
título y me aseguraba haberla leído recientemente. Fuese o no
cierto, el hecho en sí de que Ramón Castillo me hablase de
mi libro me llenó de orgullo. Y eso que
siempre he tenido los pies en el suelo respecto de esa otra faceta
mía a la que personalmente no concedo relieve o trascendencia
alguna: sólo es una afición para matar los ratos libres.
Al orgullo, lo confieso, se unió en el acto
cierto sentimiento de incomodidad y zozobra. Sabía, por la
correspondiente reseña en una revista profesional, que lo habían
galardonado con un premio de ámbito nacional que convocaba el
Consejo de Colegios Médicos, y me había abstenido hasta ese
instante, no sé muy bien por qué, de felicitarle. Tal vez porque,
de algún modo, hacerlo me hubiera recordado mi crónica incapacidad
para obtener algo (un reconocimiento científico) que secretamente
anhelaba.
He dicho que Ramón me habló y no que
hablásemos, pues yo me limité a escuchar, con creciente interés, su
relato. Y mentiría (por omisión) si no afirmara que una especie de
emocionado temblor se adueñó de mi voz en los breves contrapuntos
que interpuso a la suya.
Los hechos, que ocurrieron a lo largo de un
trimestre —«los tres meses más intensos de mi vida», afirmó él—, y
que Ramón fue relatándome con todo lujo de detalles, aunque con
notable capacidad de síntesis, conformaban una turbadora historia
de la que yo conocía algunos mimbres sueltos por las breves reseñas
que le había dedicado la prensa nacional y que tuve la fortuna de
leer. Pero, según recordaba, en ningún momento había relacionado a
mi amigo con los sucesos, y ni mucho menos sospechado, siquiera
remotamente, su protagonismo en los mismos, por una parte porque su
nombre no se mencionaba y, por otra, porque yo desconocía su
destino exacto, y no sabía que era médico titular en la localidad
donde habían tenido lugar.
Luego, sin concederse respiro, me propuso
abiertamente reflejarlos en un libro; que, por supuesto, yo
escribiría. «Tiempo, te sobra» me dijo con una sonrisa ligeramente
maliciosa, para añadir: «¡joder, tienes el trabajo que soñaría
cualquier médico escritor!». Confieso que
me cogió totalmente desprevenido y titubeé durante algunos segundos
(entre desconcertado y desarmado por esa mezcla de sorpresa y
atractivo que contenía su propuesta), lo que aprovechó él para
alimentar mi ego con una carga de sutiles y bien dosificados
halagos. Porque, además de hacer una referencia de pasada a la
evidente influencia de Robert Graves y Boris Pasternak en mi prosa
(«concomitancias», dijo él, aunque probablemente quiso decir
«reminiscencias») y, a pesar de ello, poseer la indiscutible
impronta de un estilo literario propio, sugirió que sólo un médico podría
entender su punto de vista y acercarse a su papel en el caso, lo
que era esencial para abordarlo. Aparte de alguna que otra alabanza
que hoy ya no recuerdo.
Aunque lo de Pasternak podía considerarse
como una referencia bienintencionada pero sinceramente peregrina,
debo reconocer que la mención a Graves me causó un ligero
escalofrío, ya que yo le consideraba como uno de mis maestros y,
desde luego, mi escritor preferido.
Nadie hasta entonces (incluyendo a los
críticos que, por lo general, se limitan a intentar casar de un
modo lo más coherente posible sus juicios preconcebidos y su
vademécum particular de cultismos, con las características
estilísticas y de fondo de los textos que llegan a sus manos) había
detectado tales similitudes. Evidentemente, tal observación hizo
diana en mí.
Pero me defendí.
Primeramente le hice ver que escribir una
obra acerca de un caso real exige un esfuerzo de documentación que
estaba fuera de mi alcance, y que, aunque él pudiese ayudarme a
reunir la mayoría de los datos, haría falta que nos mantuviésemos
en permanente contacto, algo que veía imposible o casi imposible
debido a nuestras respectivas obligaciones laborales. No supe, no
obstante, morderme oportunamente la lengua cuando Ramón se refirió
a Capote. Para sacarlo a colación de aquel modo, Ramón debía de
haber considerado con detenimiento que una aproximación literaria a
aquellos hechos guardaría cierta semejanza con el proceso en el que
se vio inmerso Truman Capote para escribir «A Sangre Fría». Creo
que fue ingenuo por mi parte darle la razón, porque le di a
entender al hacerlo que estaba refrendando la viabilidad de su
propósito. En segundo lugar, mi única incursión literaria se había
producido en el campo de la narrativa. Era, en consecuencia, un
principiante, y aquel asunto con todos sus matices y detalles
parecía más propicio a esas crónicas por capítulos que el
periodismo de investigación ha puesto de moda, donde la información
exhaustiva es una coartada de estilo para suscitar el interés del
lector.
Pero reconozco que, durante mi alegato,
cometí la torpeza de declararme interesado por la historia.
Y eso terminó por perderme.
La irresistible atracción que experimenté
por estos episodios trascendía en mucho el interés que lo divulgado
en los medios de comunicación había conseguido transmitir: una
sencillez aparente que era el simple disfraz de unos
acontecimientos sujetos a unos orígenes y a unos desencadenantes de
apasionante complejidad. Ramón me confesó que hacía ya tiempo que
acariciaba la idea de plasmarlos en un libro. Pero últimamente tal
idea se había comportado en su interior con la urgencia de un
impulso fisiológico, con el ansia apremiante de una —utilizando sus
propias palabras— «necesidad vital». Sólo faltaba hallar quien la
pusiese en práctica, ya que él se consideraba incapaz de acometer
la tarea. Y, en esas, había aparecido yo. Fue durante nuestra
conversación cuando adquirió la certeza de que reunía las
condiciones necesarias para erigirme en el candidato perfecto. Así
es como pudo adelantarse a mis dudas y temores: él no había pensado
que abordase los hechos como documentalista o historiador. Desde su
posición, ese empeño se convertiría en una segura fuente de
conflictos porque compartía aún vida y trabajo con varios de los
participantes en el caso. De ningún modo deseaba causar más dolor
hurgando en las viejas heridas sin cicatrizar, así que lo menos
traumático era incrustarlo en una supuesta ficción. Otra clase de
libro, estrictamente descriptivo, fiel a la cronología de los
hechos y a sus actores, causaría seguramente un impacto de
desagradables consecuencias.
Todo esto me lo planteó, lo recuerdo muy
bien, con una humildad desconcertante, dándome a entender que se
subordinaba a mi criterio.
Posteriormente, y mirándome con algo más que
un atisbo de esperanza a los ojos (empezaba a comprobar que sus
argumentos iban desarmando mi débil resistencia), se dedicó a
derribar los últimos peones de mi precaria posición: guardaba unas
notas (así calificaba en su modestia a los diarios) en las que
habían quedado reflejados los acontecimientos y, en ellas, a su
juicio, hallaría todos los datos que necesitaba. Por si ello no
fuera suficiente, daba además la casualidad de que se encontraba
disfrutando de un permiso especial que le mantendría disponible
durante dos meses. En realidad, su estancia en Málaga era debida a
su participación en un curso para la obtención del título de la
especialidad en Medicina Familiar y Comunitaria. Y aunque eso no
era estrictamente estar de vacaciones y, por tanto, libre de toda
atadura, sí al menos le permitía reunirse conmigo por las tardes
—que ambos teníamos libres— para ayudarme en la preparación del
libro.
Terminé por aceptar, a regañadientes.
Comencé entonces por advertirle que no le describiría en el libro
como el típico héroe de ficción, que lo retrataría como un ser de
carne y hueso, con sus manías, debilidades y defectos, y que si no
estaba de acuerdo, debía dejarlo claro desde el principio. No me
arriesgaría a la aventura de tomar mis propias decisiones,
desconociendo su actitud, porque no podía permitirme el lujo de
abandonar un trabajo de meses por unas postreras desavenencias con
el protagonista del libro, sobre cómo reflejar su personalidad.
Pero tampoco lo publicaría con su oposición. Yo opinaba que el
desenlace de un trabajo de colaboración como el que íbamos a
emprender no podía ser ése. Pese a que el libro fuese obra mía, no
sería honesto. «Me parece bien», me dijo. «En ese caso, ya puedes
empezar a contarme cómo eres, cuáles son tus fobias, por qué cosas
sientes predilección..., todo», le animé.
Acordamos comenzar a reunirnos de inmediato,
el lunes siguiente.
Y, para satisfacer su principal reserva
acerca de nuestro proyecto, pactamos no
utilizar ninguno de los nombres reales de los lugares o las
víctimas, incluido el suyo que no es el que he mencionado. Incluso
llegó a sugerirme el título, pero dejando bien claro que la
decisión última habría de ser mía. Su absoluta pertinencia me ha
sido finalmente revelada por el proceso de ensamblaje de los
hechos, así que, honestamente, he de advertir que nada tengo que
ver con la autoría de un título que me he limitado a acoger con
entusiasmo.
Se despidió antes de que apareciese Clara.
Ni siquiera me acordé de preguntarle dónde se alojaba, aunque era
lógico suponer que estuviese viviendo temporalmente con su padre,
en la casa de Pedregalejo Alto que yo conocí cuando ambos
estudiábamos primer curso y en la que nos reuníamos algunas veces
para preparar las pruebas prácticas de anatomía. Todavía conservo
en lugar preferente en mi memoria la fiesta de fin de curso que
celebramos en su minúsculo jardín y en la que cogí una monumental
cogorza, y comprendí, de paso, el significado de la expresión
«ponerse ciego» para describir el estado en el que uno se sume al
poco de empaparse de güisqui de garrafón.
Cuando el lunes, a la hora fijada, se
presentó en el mismo lugar (habíamos decidido que fuese aquel local
para ponernos a salvo de interrupciones indeseadas; además, no
había demasiado ruido, el ambiente era cálido y las mesas,
espaciosas), yo estaba con el ánimo un poco bajo, abrumado por la
responsabilidad que acababa de contraer.
Nunca antes había escrito nada por encargo:
temía fracasar y defraudar a Ramón. (Sinceramente, mi único temor
era el de defraudar mis propias expectativas.)
La calidad de los diarios constituyó otra
considerable sorpresa. Cronológicamente, partían de mucho tiempo
atrás de los sucesos, alrededor de un trimestre después de la
llegada de Ramón al pueblo. No indagué en las razones que le
impulsaron a iniciar su escritura, ni él me las reveló, pero me
interesaron en su totalidad. Me llevó dos días revisarlos, pues
ocupaban las dos caras de doscientas treinta y siete cuartillas
holandesas. Constaté inmediatamente su interés literario.
Sucedía que, además de revelar a Ramón como
un notable prosista y mantener una perfecta organización, los
personajes y las situaciones cobraban en ellos una dimensión y unos
matices del todo inesperados para mí, por su profundidad y riqueza.
En cierto modo, no eran sólo el relato de unos hechos determinados,
y ni siquiera habían sido escritos con esta finalidad: eran el
reflejo de unas vidas y unos sentimientos, a los que se había
asomado un ojo sagaz, desengañado y socarrón, una mirada que
escindía y clasificaba sus vicisitudes existenciales con precisión
quirúrgica. Pude ver que la mitad del trabajo estaba hecho.
Honradamente, el libro lo podía escribir él mismo y así se lo hice
entender.
Se negó a escucharme. No se sentía capaz de
trasladar a la escala narrativa una sucesión de «noticiarios
personales», como definió al cuaderno. Pecaría de soberbio si no
advirtiese que he entresacado de ellos no sólo el hilo narrativo de
este libro, sino el magma creador del que modelé el grueso del
texto. Obtuve al menos su completa aprobación para transcribir
íntegramente determinados fragmentos, que iban a insuflarle a la
historia la vitalidad necesaria. Sin ellos, corría el riesgo de
reducir su encargo a la resolución narrada de un acertijo. Y aun
con ellos, dudo de si he alcanzado mi objetivo. Por mis propias
limitaciones, no por las que me impuso Ramón, ninguna de las cuales
era de orden literario. De modo que los he ido incorporando a la
narración haciendo uso de la libre disposición que él me otorgó. La
mayoría, engarzados con mi propia prosa. Le noté reticente, sin
embargo, en la cuestión de la confidencialidad, debido a que
apreciaba una frontera imprecisa entre la caracterización de los
personajes y los juicios que le merecían sus vidas, sujetos de
alguna manera a cierto blindaje ético, al
haber sido su relación con algunos de ellos el fruto de una
experiencia impuesta por motivos puramente laborales. Por fortuna,
pude disipar sus dudas a este respecto, mediante el empleo de un
sencillo subterfugio: la transposición sistemática de tiempos,
lugares y personas, conservando, como es lógico, los hechos.
Por si no me había proporcionado suficientes
emociones hasta ese momento, mi amigo aún me reservaba otra
sorprendente revelación: su participación, debido a «un increíble
golpe de suerte» —ésas fueron sus palabras exactas— en el
esclarecimiento de unos crímenes que habían aterrado a la ciudad de
Sevilla a principios de los ochenta, hecho éste, según me aseguró,
oculto hasta la fecha bajo el manto de los intereses particulares
de diversas personas y estamentos. «De esto, puedes creerme, no he
hablado con nadie, a excepción de mi familia«, me dijo.
Aquello era ya demasiado. Naturalmente que,
al principio, pensé que me estaba tomando el pelo, a pesar de la
confianza que me inspiraba su persona; incluso sospecho que fui
incapaz de disimular tal gesto de escepticismo que Ramón debió de
suponer que bajo esa mirada de incredulidad se escondía la certeza
de estar asistiendo a la puesta en escena de una burla, planeada
hasta el más mínimo detalle. Los aspectos del caso, que desgranó
ante mis gestos de recelo, me convencieron al cabo de un rato de
que hablaba completamente en serio. «Puedes utilizarlo, si quieres.
Te escribiré un resumen», añadió, en cuanto estuvo seguro de que yo
le creía.
Aunque Ramón Castillo jura y perjura que
nuestro encuentro fue casual y que sólo
entonces pensó en ofrecerme la historia, aún hoy mantengo mis
dudas. Y a veces pienso que, por razones que se me ocultan, hubo
tanta premeditación por su parte como por la mía cuando cogí sin
permiso por vez primera el coche de mi padre.
En cuanto a la actitud desinteresada de mi
amigo, a su generosidad, a su deseo de no cobrar protagonismo en la
más que probable edición del libro, creo que es totalmente sincera.
Es más, estoy seguro de que en todo este asunto sólo busca saldar
una cuenta con su pasado.