9

 

 

La vida es lo poco que nos sobra de la muerte
Walt Whitman
Después de algún conato fallido, Castillo finalmente consiguió verse con el forense la mañana del veinticinco, viernes, en las dependencias de los juzgados de Úbeda. Se había pedido el día libre con el propósito de realizar diversas gestiones: debía visitar una entidad bancaria para liquidar un fondo de inversión, comprar determinado material de ferretería que no encontraba en Portas, recoger unos impresos en la agencia tributaria y entrevistarse con el gerente de una compañía de seguros médicos. Calculaba que todo lo anterior le ocuparía la primera mitad de la mañana, por eso madrugó bastante, con la idea de estar en la ciudad con el coche aparcado sobre las nueve. Aún desconocía el resultado de las pruebas toxicológicas, si es que finalmente se le habían practicado a los restos de Valera. Asunción no le había llamado. Pero quizá pudiera enterarse de boca del forense. Carlos Talavera, el forense, le atendería probablemente sobre la una, según habían convenido ambos, el jueves anterior.
Era un día típico de otoño, algo ventoso y, a ratos, nublado, pero nada desapacible. Durante la hora que invirtió en cubrir la distancia entre Portas y Úbeda meditó acerca de todo cuanto chirriaba en el interior de su cabeza. No era una sola cosa, eran varios los detalles que le resultaban incongruentes. Valera se había desplomado muerto sobre la superficie de una acequia completamente seca, a pesar de que su estómago estaba repleto de agua (y alcohol). Lo sabía por el guarda. Si su libreta y su memoria no mentían. Estaba muy claro lo de las tandas: el riego en esa acequia se había dado, como mínimo, medio día después de ocurrir el fallecimiento. Puede que incluso más ¿Qué habría hecho inclinarse a aquel hombre agonizante en ese lugar? ¿Tratar de beber donde no había agua? ¿Por qué se habría sacado del bolsillo de la camisa el tabaco y el mechero? No para evitar que se le mojasen, a tenor de la cruda realidad con la que debió toparse, un contratiempo con el que no contaba. Aunque no podía adivinarse otro propósito para semejante acción, desde luego. El cuidado que había puesto en salvaguardar esos efectos suyos de la acción del agua, no eran propios de una persona que debería sentirse muy enferma en esos instantes. Pues se había molestado incluso en buscar la piedra adecuada, trasladándola hasta allí. ¿Habría sido víctima de un estado alucinatorio? Pero entonces, ¿cómo había llegado tanta agua a su estómago? ¿Antes, tal vez? ¿Tomada de un lugar cercano? Por allí no se atisbaba la existencia de arroyos o fuentes. ¿Su impulso por beber habría llegado a ser de tal magnitud que, a pesar de estar ahíto, le llevase a abalanzarse sobre un cauce seco? Le costaba imaginar una secuencia de acontecimientos parecida. Y lo que resultaba completamente imposible era que el agua se hubiera colado en su estómago después de muerto.
De camino a la delegación de Hacienda, se detuvo a desayunar en una cafetería de la calle Obispo Cobos. Había dejado el coche en las proximidades del Hospital de Santiago, mejor aparcado de lo que hubiese podido imaginar, dadas las dificultades de la zona, en la que se aglomeraban comercios, oficinas bancarias y delegaciones de diferentes organismos, como la misma agencia tributaria, a la que dirigiría sus pasos inmediatamente después de terminarse el café.
El trayecto hasta los juzgados, en la plaza Vázquez de Molina, debería cubrirlo a pie, pero la distancia era modesta; tardaría entre cinco y siete minutos. Justo cuando hacía señas a la camarera que servía las mesas, vio entrar a Ladrón de Guevara charlando animadamente con un hombre joven, bien trajeado, al que no conocía, ni recordaba haber visto anteriormente. Tenía pinta de abogado de bufete importante, las manos elegantemente ocultas en los bolsillos del pantalón, el pelo largo, cuidadosamente cortado, peinado al estilo de Aznar. Ésa fue su impresión al verle, aunque también se paró a considerar un momento lo disparatado de su cábala, y la irresistible inclinación que sentía a especular sobre ciertas cosas. Antonio llevaba un portafolios de piel, y ambos se dirigieron a una esquina de la barra.
En cuanto éste miró hacia donde se encontraba, advirtió su presencia allí. Entonces puso cara de sorpresa, dijo algo a su acompañante, y se acercó a la mesa.
—¿Qué haces aquí? —le saludó con cara de extrañeza.
—Desayunando.
Antonio era curioso por naturaleza. Sentía impaciencia por saber. No podía disimular cuánto le irritaban sus salidas por la tangente, las dilaciones a las que gustaba someter Castillo esa necesidad suya.
—¡Déjate de coñas!—dijo tratando de sonreír— ¿A qué has venido a Úbeda, dime?... Se me hace raro verte por aquí.
—Tengo que solucionar varias cosas... De papeles, sobre todo.
También he venido a hablar con el forense, acerca de la autopsia de Mañas.
—No me habías comentado nada —dijo poniéndose serio de pronto.
—Me extraña. Creo —dudó—... creo que te dije que lo había llamado dos veces.
Ladrón de Guevara giró la cabeza por encima de su hombro derecho con preocupación para comprobar qué hacía su acompañante, pero éste leía tranquilamente el periódico mientras daba sorbos al café, sin prestarles ninguna atención.
—Pero no que te habías citado con él.
—Mi idea era llamarte después de la reunión. Esta misma tarde...
Si sirve de algo —añadió.
Antonio se sentó de lado sobre el extremo de la silla, como haciendo una mínima escala, y dejó el portafolios sobre la mesa.
—Estoy un poco agobiado, Ramón. No paro entre los viajes y el trabajo de despacho. Pero tenemos que echar una tarde como sea... en ponernos al día. ¿De acuerdo?
Castillo asintió.
—¿Quién es ese?
—Es un notario de aquí —dijo Antonio saltando de la silla, al tiempo que cogía su brazo—. Ven para que te lo presente.
—Déjalo —se resistió Castillo—, que los dos tenemos prisa.
Ladrón de Guevara no insistió.
—Llámame —rogó él, mientras se alejaba hacia la barra.
Los juzgados estaban bastante tranquilos esa mañana. Llegaba un poco apurado a la cita, pues le habían entretenido demasiado en Hacienda para un trámite que resultó luego innecesario, ya que el impreso que debía entregar, en contra de lo que le habían informado por teléfono, se podía haber remitido mediante carta certificada. Además, el cerrojo de latón dorado, que le habían asegurado que encontraría en los almacenes Biedma, debía de ser una reliquia del pasado, si hacía caso a los dependientes de ese almacén de ferretería, y de otros dos que le recomendaron en cada una de las tiendas que decían no disponer de ese género. Por fortuna, al cuarto intento, halló uno que más o menos se adecuaba a lo que estaba buscando para asegurar la puerta de su casa. Menos mal que en la compañía de seguros le habían atendido de inmediato y que pudo solventar el asunto que tenía pendiente con ellos en diez minutos escasos.
Pese a las prisas, iba recitando mentalmente los primeros versos de un soneto de El Rayo Que No Cesa, que llevaba varios días metido en la cabeza.

 

Tengo estos huesos hechos a las penas,
y a las cavilaciones, estas sienes,
pena que vas, cavilación que vienes...

 

Era un poco extraño; parecía que en sus pensamientos confluían constantemente dos afluentes porque sí, por una parte, su mente mantenía unos versos o una melodía revoloteando, tampoco dejaba de pensar en lo que acababa de sucederle con Antonio, en cuestiones del trabajo, y sobre todo en cómo abordaría su encuentro con el forense, al que había descrito un conocido de ambos como una persona de carácter abierto, muy cordial y siempre dispuesta a colaborar en lo que se le pidiese. Eso le tranquilizaba.
—¡Con que de Portas, eh! —le saludó con una sonrisa franca Talavera. Las indicaciones del oficial le habían llevado directamente al despacho, sin equivocarse. Todo en el interior de los juzgados le pareció un poco tétrico, incluida aquella habitación, sombría y triste.
Todo, menos la persona que tenía ante sí, un hombre de unos treinta años, de mirada optimista, sonrisa fácil, ademanes enérgicos, un poco más bajo que él, delgado y atlético, con una vestimenta informal algo pasada de moda: jersey fino de cuello vuelto, americana azul, pantalones beige de pana. Tampoco el pelo, lacio y engominado, al estilo de los años cuarenta, contribuía precisamente a contrarrestar su estilo retro—. ¿Eres de allí?—le preguntó mientras le estrechaba la mano.
—Soy de Málaga.
—¡No me digas! ¡Yo también!—respondió entusiasmado.
Castillo sonrió con sincera satisfacción. Sintió que esa coincidencia servía a su propósito y, aparte, que siempre era agradable encontrarse con un paisano, lejos del terruño.
—¿Tu primer apellido es Talavera?
El forense emitió un gruñido parecido a un «sí» y volvió a sentarse.
Castillo le siguió maquinalmente, apercibiéndose en ese instante de que aquella habitación no olía a tabaco.
—El practicante nuestro era Talavera —explicó Castillo—. Mi padre y él eran muy amigos.
—¿Pepe Talavera?—le brillaron los ojos—. Que vive en El Rincón de la Victoria, ¿no?
—Sí.
—¡Si es mi tío, hombre!—exclamó, moviendo la banqueta del silloncito a un lado y otro con suaves impulsos de sus caderas.
Castillo meneó la cabeza para hacer honor a la singular coincidencia que unía a ambos.
—¿Cómo está?—preguntó con sincero interés—. No sé nada de él.
Sólo que Lola murió hace cinco o seis años.
—Está mal —su semblante cambió, desapareciendo la sonrisa que había mostrado en todo momento—. Ya no pisa la calle.
—Tendrá ochenta y seis u ochenta y siete... —aventuró Castillo. Y, acto seguido, miró su reloj a hurtadillas. El rumbo que estaba tomando la conversación no era el que había previsto. Tenía guardia localizada a partir de las tres de la tarde, y aunque le había pedido a José María que le cubriese hasta la cuatro, quería llegar con suficiente tiempo para que no se le atragantase la comida en la boca.
—Yo creo que va a cumplir noventa. En enero —añadió, tras pensárselo durante unos segundos—... Bueno, ¿pero qué te trae por aquí?, cuéntame.
Ramón Castillo cruzó las piernas. Había decidido hurtarle al forense la historia de Antonio. Le daría la misma excusa que a Párrizas.
—En realidad, yo quería que fueras tú el que me contase... Es acerca del hombre encontrado en el río. Resulta que ha habido otras dos muertes con las mismas características, y me interesa saber cuál ha sido la causa.
Había una calculada falta de concreción en las palabras de Castillo.
Talavera parecía descolocado por ellas.
—¿Dos muertes?—dijo extrañado—. Aclárame eso un poco, por favor.
—Sí, verás, el primer fallecimiento fue a primeros de septiembre, y me tocó a mí levantar el cuerpo. Tengo un extracto del informe de la autopsia, porque lo pedí al juzgado de Portas. No viene la firma, y no sé si la hiciste tú. En cuanto al segundo, ese fue del que te hablé por teléfono, ¿recuerdas? Mañas, se apellidaba el hombre. Y de él quiero, si es posible —dijo cauteloso—, que me cuentes lo que sepas. —Y sacó una pequeña agenda y un bolígrafo del bolsillo interior de la cazadora.
—El de primeros de septiembre no fue mío —aclaró Talavera—.
Eso, seguro... Pero, ¿por qué? Quiero decir, ¿qué tienen esas muertes, que te interese?
—Estoy haciendo un estudio sobre muerte súbita —volvió a mentir Castillo.
—Ah —suspiró Talavera, desapareciendo todo rastro de recelo en su cara—. Pues es difícil llegar a una conclusión. No observé nada anómalo, ni en el miocardio, ni en el cerebro, ni en el hígado —se levantó y rebuscó en un archivador tipo A-Z. Entresacó un folio y continuó su explicación mientras lo ojeaba—. Los riñones eran de aspecto normal. No había hemorragias internas... Nada raro, de verdad. Si acaso en los pulmones...—titubeó—. Tenían aspecto congestivo, como si hubiesen sufrido una anoxia breve.
—¿Y no orienta eso sobre la etiología?—preguntó Castillo, tras anotar dos palabras.
—No —aseguró el forense—. Podrían ser varias las causas: una enfermedad pulmonar previa, una disnea brusca... como consecuencia de una arritmia ventricular maligna, por ejemplo.
—Se hace mención al agua que había en el estómago. Eso me dijeron en el juzgado de Portas.
—Sí —releyó el folio—. Había agua y alcohol, además de algún resto alimenticio.
—Para que hubiese agua, debió ingerirla instantes antes de la muerte —apuntó Castillo.
El forense miró con curiosidad a Castillo. Tenía la intuición de que se estaba apartando de la mera encuesta científica.
—Evidentemente —asintió con la cabeza—. El agua y el alcohol se absorben con rapidez. Ocurre a menudo que en estas situaciones de muerte inminente hay un impulso de beber. No se sabe si es por verdadera sed, o porque el acto de deglutir un líquido aparece de forma refleja.
—Eso mismo tuvo que ocurrirle a Valera —musitó Castillo—. Perdona mi ignorancia, pero, ¿cuál es la costumbre? ¿Se toman muestras de tejido para estudio?
Carlos Talavera puso cara de entender algo que antes no se explicaba.
—Entonces, fuiste tú el que instó al juzgado de Portas a que reclamara unas pruebas toxicológicas... ¿Estoy en lo cierto?
—Me interesaba, es verdad.
El forense parecía aliviado.
—Pues te confieso que yo estaba un poco preocupado porque es que era una cosa muy rara —dijo animadamente—. A mí no me había pasado nunca eso de requerirme un estudio concreto del cadáver, a posteriori. Uno presenta su informe, y las aclaraciones, si te las piden, has de darlas pericialmente durante la fase de vista. Y que yo supiese, en este caso no se habían abierto diligencias siquiera. Fíjate que hasta llegué a pensar que podía haberme pillado los dedos. Claro, como tampoco me dieron tu nombre...
—Perdona; no tenía ni idea. ¿Es que esa clase de actuaciones no están incluidas en un protocolo? —preguntó extrañado.
La entonación de Talavera destilaba ahora pedagogía y seguridad en sí mismo.
—Sin una investigación policial o judicial en marcha, no se suelen pedir esas pruebas.
—¿Y nunca se hace por iniciativa del patólogo? No sé, me imaginaba que cada forense podría tomar esa decisión, según su propio criterio.
—En un caso así, no. Eso se hace cuando hay indicios de un envenenamiento o una intoxicación.
—¿También respecto al alcohol?
—Claro —sonrió Talavera—. Pero éste no es el caso. No había restos de vómito, ni en la ropa, ni en la piel. Las intoxicaciones etílicas que causan la muerte se asocian a vómitos, a veces violentos como tú sabes. Sólo en casos excepcionales, si la ingesta es desproporcionada y muy rápida, se ven muertes por colapso, sin emésis. Pero te repito que es rarísimo.
—¿De qué dirías que murió, entonces?—dijo con timidez Castillo.
Talavera pareció pensárselo un poco antes de responder.
—Yo me inclino por una arritmia ventricular —dijo al fin—. Es una conjunción de «eventos»: un poco de alcohol, un organismo predispuesto, fatiga excesiva... Ahí tienes esos casos que leemos casi a diario en los periódicos: esa gente que se desploma practicando deporte.
La misma suposición que en el caso de Valera. Garabateó en la agenda las siguientes anotaciones: eventos, absorción inmediata, ¿sed?, reflejo; no hay muestras de tejido; no enfermedad. Y, a continuación, se levantó.
—Bueno; no te entretengo más. Me alegro de conocerte y te agradezco mucho el tiempo que me has dedicado —dijo, tendiéndole la mano.
—No hay de qué —se la estrechó—. Ah, espera un momento. Se me olvidaba una cosa. A lo mejor te interesa para tu estudio —se levantó y se inclinó a coger algo de la estantería de su derecha—. Estas fotos —dijo abriendo una carpeta azul, y dándole la vuelta para mostrársela a Castillo— las tomé durante la autopsia. Si quieres, podrían servirte para sacar unas diapositivas.
Castillo guardó la agenda en el bolsillo de la cazadora y cogió el puñado de fotos, unidas por un clip rosa.
—Gracias —dijo, mientras retiraba la sujeción y comenzaba a estudiarlas una a una con interés. La segunda de ellas era una toma lateral izquierda del torso y la cara. Las livideces cadavéricas ocupaban extensas zonas de la piel de ese lado, amoratando el carrillo izquierdo.
Las siguientes eran variantes posturales de la anterior, conservando la distancia de enfoque. A la séptima, tomada de cerca y de frente del rostro de Mañas, le prestó una especial atención. Sobre el labio superior había una lesión redondeada, de color rojizo, como la base de una costra que acabase de ser repizcada y eliminada.
Talavera adivinó los pensamientos de Castillo.
—Eso del labio no era una herida, aunque lo parecía: era un herpes.
Me acuerdo de que tenía una lesión herpética grande —explicó.
Una idea relampagueante atravesó el cerebro de Castillo.
—Ya. Lo que confunde al herpes con una herida es que falta la costra —apuntó.
—Se le habría caído o quizá se la arrancó o se desprendió al rozarse con algo.
Castillo interiorizó el dolor, la insaciable quemazón, el escozor prolongado que sucedían al desprendimiento de esa clase de costras. Lo había sufrido en sus propias carnes en multitud de ocasiones.
—A nadie que tiene un herpes se le pasa por la cabeza arrancarse la costra. Puedes darlo por seguro.
—Quizá fue al quitarse un esparadrapo —especuló Talavera—.
Tenía restos de adhesivo, de los que deja el esparadrapo de tela, por encima de los labios.
Ramón hizo un leve gesto de escepticismo, sin atreverse a contradecir de palabra al forense. Pero se preguntó si habría una sola persona en el mundo con la costumbre de cubrir sus herpes con esparadrapo.
A unos cuatrocientos kilómetros de allí, en uno de los despachos de la primera planta, el inspector jefe de la brigada para delitos contra la propiedad, amonestaba severamente a Félix Montosa en esos momentos. El enfado del inspector iba adquiriendo tal magnitud, a medida que enumeraba las razones de su disgusto, que los ojos parecían querer salírsele de las órbitas. Una cosa, sin embargo, no casaba con el peligroso crecimiento de aquellos ojos: las palabras que manaban de su boca eran suaves, casi acariciantes, desprovistas de todo calificativo soez. Era extraño y cómico a un tiempo, el ver cómo conseguía controlar su lenguaje, mientras aquellos ojos amenazaban con contactar con el pobre de Félix y devorarlo. Tan ridícula era esa disociación entre mirada y lenguaje, que obligaba a Montosa a concentrar sus esfuerzos en no desmoronarse preso de un ataque de risa, porque, a decir verdad, la reprimenda de la que estaba siendo objeto le incomodaba incluso menos que la persistente fragancia de supermercado con la que se había regado generosamente la cabeza el inspector. Todo aquello tenía para él (para su vida futura) mucha menos gravedad y relevancia que la inminente decisión del juez sobre la custodia del pequeño Iván.
Eso sí le tenía sin apenas dormir desde hacía días. La bronca le importaba una mierda.
Había cierto revuelo en la Comisaría Del Distrito Sur de Sevilla, a cuenta de un asunto mal cerrado que había afectado al crédito de la Brigada. Los de Asuntos Internos se habían interesado mucho y todos temían que ya tuviesen decidido abrir una investigación oficial. A su superior le había disgustado bastante que no hubiesen sabido llevar las detenciones de la reciente operación contra la banda de «Los Butroneros» —especializada en asalto a grandes mansiones—, con el suficiente tacto político. Por un lado, estaba el asunto de la disputa con los compañeros de La UDYCO, por la absurda cuestión de las competencias, que había entorpecido la puesta a punto de la operación. Eran ellos, probablemente, los que, como venganza por habérseles marginado, habían filtrado a la prensa que a una de las mujeres detenidas le habían ofrecido «un trato especial» ante el juez (se rumoreaba que le habían propuesto reducirle los cargos a cambio de favores sexuales).
Luego, también habían sido aireadas en un reportaje periodístico las lesiones causadas a algunos de los nueve detenidos, cuando ya estaban inmovilizados, que si bien carecían de importancia, afectaban y en mucho a la reputación de la comisaría, particularmente de los jefes, que solían quedar marcados por ese tipo de hechos, con vistas a futuros ascensos y destinos.
Montosa era el último de los convocados. De uno en uno, habían sido advertidos de que no se tolerarían tales disfunciones ni nuevos comportamientos «inapropiados» y que, aunque finalmente no se adoptasen medidas disciplinarias ni se ordenase, por esa vez, la apertura de expedientes, los mandos no moverían un dedo a favor de ellos, si uno de los juzgados interesados en el caso optase por abrir una investigación e imputarles algún delito.
—Ya lo sabes —concluyó el inspector jefe.
Eran las dos y media de la tarde. Si alguno de sus compañeros de Brigada hubiese visto a Montosa al salir del despacho, con toda seguridad, habría atribuido su gesto consternado y rabioso al rapapolvo recibido instantes antes. Habría errado de lleno: la causa de la congoja y la ira de Félix, estaba mucho más relacionada con la entrevista que tenía pendiente esa tarde con su abogado —que quizá tuviese para entonces información fiable acerca de la postura del juez—, que con las posibles consecuencias de lo allí hablado. Montosa contaba con la ventaja que le daba su experiencia, y ésta le decía que todo el desafortunado asunto de la denuncia quedaría probablemente reducido a una amonestación verbal. En cambio, nada bueno esperaba de aquel juez; conocía sus últimas resoluciones en casos parecidos y le daban mal fario.
Llevaba varios días dándole vueltas y vueltas, y ahora que faltaban pocas horas, tenía los peores presentimientos En los últimos cinco meses, sólo había sido capaz de rumiar una cosa: impedir a toda costa que le diesen la custodia de «su hijo» a esa puta.
El sudor le acompañaba fiel, como el perro al mendigo, empapándole la frente y los pómulos, manchándole con cercos salinos las sobaqueras, estampando perennemente un triángulo oscuro en el espaldar de su camisa. El Betis y el sudor tenían en común que eran cosas propias a su persona, cosas de las que no podía desprenderse ni cuando dormía. Ambas cosas, entre otras, le habían cambiado considerablemente. Su cara había sufrido tal transformación en los últimos quince años, que a Castillo le hubiera costado reconocerlo. Apenas quedaba nada de aquel joven, delgado y algo encorvado, de aspecto siempre risueño. Tenía grandes bolsas oscuras en los párpados, se había dejado crecer una barba pelirroja y cana y, eso, en conjunción con sus ciento dos kilos y su uno ochenta y cuatro, le habían transfigurado en una especie de matón mafioso.
Victoria, sonriéndole, se lo dijo, al cruzárselo a la salida del ascensor:
—Te han dejado un recado.
Aquella voz funcionaba como un resorte, como el disparador de una cámara.
Al escuchar el inconfundible timbre agudo de esa voz, sólo pudo pensar primeramente en el redondo y prieto culo de Victoria. Eso hacía siempre que la veía, y muchas veces al recordarla moviéndose por los pasillos con aquellas caderas cimbreantes de medidas perfectas. Sentía envidia de la tortillera que se lo había apropiado. Aún no había aceptado del todo la idea de que a Victoria no le fuesen los hombres; no era el arquetipo de lesbiana que pululaba en su cabeza: machorra, de voz hombruna, cuello corto; cargada de hombros, y, sobre todo, fea, fea con avaricia.
Aún albergaba esperanzas para sí mismo.
Se interesó por el asunto inmediatamente después de decidir lo que le gustaría hacer con aquel culo.
—¿Qué es?—le devolvió la sonrisa.
—Un médico ha preguntado por ti. Un tal Castillo. Quiere que lo llames.
—¿Castillo?—preguntó con extrañeza.
Victoria se encogió de hombros mientras se alejaba hacia la salida.
—Dice que te conoce.
El teléfono estaba anotado en un post-it amarillo, junto al nombre y la palabra «llamar». Era la letra de Victoria. Y entonces lo recordó: no podía ser otro que Ramón.
—¡Quillo!
Félix se estiró, recostado en el sofá. Reconoció la voz de Ramón inmediatamente. Había intentado llamarle sin éxito desde la misma comisaría. Ahora, a las cuatro y diez, tenía un pequeño problema: la cita de las cinco y media con el abogado.
—¿Te has hecho del Sevilla?
—Tu puta madre.
—¡Quince años ya, eh! Pensé que habrías palmado.
—Estoy más vivo que mi polla —rió Félix, mientras el tufo de sus sobacos se le metía en el fondo de la nariz. Tendría que darse una ducha rápida.
—¿Cómo te va?
—Cojonudo, mi alma —mintió—. ¿Y a ti?
—Bastante bien.
—Me gustaría verte. ¿Vas con traje al trabajo?
—Se me notan mucho los huevos. Llevo falda.
—Ja, ja, ja —rió, tratando de hacerse una idea sobre el aspecto de Castillo vestido con una falda escocesa—. ¡Qué hijo de puta!
—Bueno, y tú ¿qué?, ¿te casaste? Seguro que la panza te cuelga por fuera de los pantalones.
Montosa ignoró la pregunta. Seguidamente se palpó los sobrantes de la barriga, amasándolos con la mano que tenía libre.
—Sé que estás en Jaén, por el prefijo, pero no en la capital. Allí los números, que yo sepa, no empiezan por cuarenta...
—Es de Portas, ¿te suena?... Está a una hora de Úbeda, al sureste —aclaró Castillo—. Cuéntame, hombre... ¿Cuántos quedáis de mi época?
Félix se atusó la punta de la barba, considerando el modo de acelerar el ritmo de la conversación.
—Que yo recuerde... nada más que Lima —dijo tras pensárselo un poco.
—¿Y Luis?... He preguntado por él y no sabían quién era.
—Ah, Bernal está en La Haya. Hace años que se pasó a la política.
Para Montosa, pasarse a la política era ir destinado a ministerios.
—Pero ¿qué hace allí?—preguntó confundido Castillo.
—No te lo vas a creer, quillo. Es uno de los jefes en EUROPOL —dijo Félix, imaginando a Bernal impartiendo órdenes en un gigantesco despacho de la planta veintitantos de un edificio de corte vanguardista, completamente acristalado. Echando a volar la imaginación aún más lejos, le suponía frente a una batería de modernos ordenadores, dispuestos en módulos alrededor de un llamativo y pulcro escritorio y con varias secretarias holandesas pelirrojas revoloteándole.
—¡No me digas!... Vaya con Luis —celebró Castillo— ¿Sabes cómo localizarlo?
—Sí, creo que sí. Tengo aquí su teléfono —dijo Félix, cambiándose el auricular a la oreja derecha, y alargando el brazo izquierdo hasta el velador. La agenda estaba desmenuzada por el uso en sus cuatro esquinas—. Apunta —le urgió—: ocho tres siete...ocho ocho cero cinco dos uno. ¿Lo tienes?
—Sí. —Y Castillo le repitió los números para cotejarlos.
—No te olvides de marcar antes el indicativo internacional y el prefijo del país —dijo Félix—. Es cero cero y luego treinta y uno.
—¿Es el del trabajo?
—No; éste es particular. En las oficinas no le pasan llamadas privadas... Te traes algo entre manos —apostó Félix—.Te conozco.
En la angostura de la travesía que une el callejón de la Fuente con el del mercado de abastos, se estaba dilucidando, ante los ojos algo entristecidos y nostálgicos de Castillo, el ganador de una mínima batalla cotidiana. La mujer que sostenía la bolsa de gusanitos parecía tener todas las de perder, pues el pequeño, dando alaridos de pura rabia, tiraba cada vez con más fuerza de una de las puntas, mientras su cuerpecito se estremecía en fuertes sacudidas y uno de sus pies se estrellaba contra el suelo con violencia creciente. Paco, el hierático tartamudo de Los Narcisos, pese a encontrarse a dos palmos de la pareja, parecía preso de una desconcertante imperturbabilidad, como si aquello no estuviese en realidad ocurriendo. Sentado en el único escalón del pasaje donde incidía aún el débil sol crepuscular, daba caladas a su cigarro, absorto en algún pensamiento seguramente relacionado con el vino o las cañas de cerveza con las que le recompensaba el dueño de uno de los restaurantes más frecuentados de Portas (contaba también con una discoteca anexa, muy popular en la comarca), por ayudarle a recoger las mesas y apilar las sillas. Las pequeñas gafas de sol reflectantes que ocultaban sus ojos, impedían a Castillo escudriñar el destino de su mirada, si es que tenía alguno. Suponía que por la cabeza de Paco se sucederían únicamente pensamientos primarios e ideas básicas; fugaces, aunque nítidas imágenes acerca de sus necesidades más perentorias. Con un cociente intelectual de setenta no se tienen reflexiones de más trascendencia que las ventajas de la ropa gruesa durante la época fría y de la ropa ligera en los meses calurosos. Cualquiera que no le conociese y observase su aspecto calmado, y un tanto ascético, se equivocaría de persona si creyese que alguien de carácter pacífico se ocultaba tras aquellas gafas baratas de mercadillo: un par de meses atrás, Paco había amenazado con un cuchillo de cocina a uno de los enfermeros que, en un exceso de celo, tuvo la ocurrencia de presentarse en su casa para recordarle que debía ponerse la inyección de Modecate (un potente fármaco para tratar la esquizofrenia y otros estados mentales análogos), después de comprobar que se había privado —por propia voluntad— de dos dosis consecutivas. Un reciente empeoramiento de su carácter levantaba ciertas sospechas sobre lo pernicioso que habría resultado para su estado mental el que llevase dos o tres años viviendo solo. Nada habían podido hacer al respecto los servicios sociales (Castillo recordaba haber realizado gestiones en coordinación con Pili), pues aunque alguno de sus hermanos había intentado llevárselo a casa o, al menos, proporcionarle comida caliente a diario, sus cuñadas (todos sus hermanos eran varones) terminaron por hartarse de sus modales en la mesa, de que les sembrara el suelo de gargajos, o de que eructase en medio de sus tartamudeos y se hurgase la dentadura delante de los comensales. Tenía por costumbre mostrarles el puente metálico acoplado a su maxilar superior, mientras lo expurgaba de restos de fibras de carne y pequeñas cortezas de pan. Todas ellas acabaron por echarle, aunque Paco, en venganza, defecaba de vez en cuando en la entrada de sus casas. En una ocasión, en que fue sorprendido en cuclillas, con los pantalones bajados hasta los tobillos, tuvo que refugiarse en la estación de autobuses, después de andar huyendo medio desnudo de los estacazos de su cuñada María Rosa por los descampados que circundaban la piscina municipal. El espectáculo había sido objeto posteriormente de una viñeta muy celebrada que fue publicada en el libro de festejos del noventa y cuatro.
Paco poseía el don de existir para sí mismo. En cierto modo, le envidiaba aquella increíble capacidad para abstraerse de lo que le rodeaba. La escandalosa disputa entre madre e hijo que finalmente se había decantado a favor del pequeño, tal como Castillo había previsto, carecía de todo sentido e interés para Paco.
La breve conversación con Bernal le había dejado sensaciones contradictorias. En parte, un regusto amargo, harto desagradable, de expectativa frustrada y de vieja amistad irrecuperable, una sensación de inesperado distanciamiento que traicionaba la añoranza de tiempos de entrañable camaradería. Fue al principio, cuando no pareció alegrarse de oírle después de quince años sin contactos. El tono frío, altivo, a la defensiva, sus escuetas respuestas, le había causado una honda decepción. ¿En qué se había convertido Luis? El ocupar un puesto importante, ¿podía haberle envanecido tanto? Casi no pudo reconocerlo, oculto tras aquella cortina de monosílabos y palabras convencionales con las que parecía querer dar por zanjada rápidamente la charla. Es verdad que, de inmediato, se había interesado por lo que había sido de él en estos años, pero fue incapaz de disimular un cierto malestar al saber que Félix le había proporcionado el teléfono. Luego, sin mediar razón, el tono cambió; comenzó a mostrarse más afable y cercano.
Justo cuando estaba a punto de desistir en pedirle que le prestase su ayuda. Comenzó por confiarle cosas personales. En el ochenta y ocho, se había casado con una abogada madrileña. Tenía tres hijos, que vivían con su madre en España, porque su matrimonio se había roto hacía dos años, al aceptar él la oportunidad que se le presentaba en La Haya. Pese a las dificultades, pues aquello se encontraba aún en estado embrionario, estaba ilusionado con su cometido en EUROPOL. Le escuchó, después, con aparente atención e interés, y, sí, se comprometió a echarle una mano. Tenía contactos influyentes en España. Movería los hilos necesarios para que le dejasen participar en la investigación. Le llamaría pronto para ponerle al corriente del resultado de sus gestiones.
«Acuérdate que todavía me debes lo de legal», le dijo al despedirse.
«¡Qué hijo de puta eres!», respondió él, sonriéndose por haber recuperado al Bernal que conoció en el ochenta y dos.
28 de Octubre
La verdadera naturaleza de la gente sigue siendo un gran misterio para mí.
Eso es incuestionable y el saberlo hace que tenga los pies en el suelo. Cuando crees que los conoces bien, de pronto descubres con sorpresa aspectos que pueden llegar a causarte escalofríos. Rechazo la idea de que hay instrumentos para hacer aflorar todos los rasgos de la personalidad, llámese grafología, psicoanálisis o cosa parecida. Nada permite conocer por completo a cualquier persona; estoy seguro de que nada absolutamente puede abrir en canal la conciencia de los seres humanos, todo lo más, causarle heridas profundas y graves por donde fluya quizá parte de su sustancia. Pero no toda. Nunca nadie conocerá la más recóndita, ni siquiera al someterla a tensiones extremas.
Juliana está físicamente incapacitada pero lúcida. Quiso vivir sola sus últimos años y se cobijó en el cuchitril que le sirve de casa: apenas quince metros cuadrados repartidos en dos piezas, más una cámara en la que no caben ni los ratones. ¿Por qué, si puede vivir en cualquiera de las casas bien acondicionadas de sus dos hijas? Es imposible saberlo. Yo se lo pregunté, pero únicamente me contestó: «Yo estoy bien así». Flora, la mayor de las dos, que la visita a menudo para limpiar un poco y llevarle de comer, se me echó a llorar el otro día. Su llanto parecía sincero, una consecuencia lógica de las crueles e inexplicables palabras de la vieja. «Déjame, arpía, no vengas más, que me queréis matar entre tú y tus hermanos» le dijo con ojos de odio. «Me queréis envenenar». Y se niega a comer lo que le llevan. Flora le pregunta entonces por qué se ha dejado crecer tanto la uña del meñique (yo me he fijado: es una uña ennegrecida, colosal y amenazadora, de unos cuatro centímetros), y le ofrece recortársela. Juliana se niega, justificándose con que es «para sacarte el corazón por la boca». «¿Por qué dice usted eso, madre?», replica sollozando Flora. «¡Ojalá que te salga un cáncer en la garganta que no puedas ni hablar!», es la única respuesta de la vieja.
... Si digo que me arrepiento de haber aceptado el «encargo» de Antonio, mentiría, pero me siento desorientado. Esa carta es fascinante en sí misma y, sin embargo, ahora mismo no sé qué hacer con ella. ¿Quién en Madrid puede manejar información acerca de estos hechos? ¿Sería mejor ir a la guardia civil?
Son tantos los interrogantes que noto que he empezado a no poder concentrarme en lo que hago a diario. Todo esto me sorbe completamente la atención.
Transito por la consulta en estado de estupor, como si acabase de golpearme en la cabeza. La gente me lo nota, lo sé, aunque no me dicen nada. Y para qué hablar de los compañeros. Suerte para mí que están a la gresca por las guardias; así se fijan menos en lo que me abstrae o deja de abstraerme.
Lo del herpes de Mañas, más que curioso es contradictorio, pero por más vueltas que le doy no le encuentro respuesta. ¿Un esparadrapo? En fin, que me tiene en ascuas. Ardo por dentro de ganas de aclararlo. Y mientras escribo estas notas veo con claridad que tengo que ir a Madrid. Si mezclo al cuartel en esto antes de que intervenga Luis, podría perder esa pista. No creo que vaya a meter la pata por acudir a esa cita; de momento nadie ha denunciado, pero las sospechas de Antonio merecen tenerse en cuenta.