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La verdad siempre
resplandece al final,
cuando ya se ha ido
todo el mundo.
Julio Cerón
Junto al salón parroquial, anexo a la
iglesia, hay una minúscula tienda donde es posible adquirir toda
clase de pastelería elaborada artesanalmente en un obrador de
Monterredondo: desde tortas de aceite hasta hojaldres con cabello
de ángel, pasando por roscos de vino, buñuelos rellenos de
chocolate, y, por supuesto, pan, pan maquinado de apetecible
corteza rubia, que dura una eternidad mantenido en orza de barro,
como lo hacían los viejos del lugar en la época en la que se
amasaba en el horno de casa. Castillo compró una bandeja surtida de
pasteles y se volvió a casa con el corazón algo encogido, pues las
vacaciones de Sandra le habían dejado momentáneamente solo.
Había telefoneado a Osorio a primera hora de
la tarde. Para aclarárselo todo, había preferido esperar a que las
aguas se calmaran un poco. El anciano tenía ya información de
primera mano de lo que le había ocurrido al «hijo del secretario»,
pero, incluso después de que Castillo le asegurase haberle oído
confesar ser el responsable, todavía se resistía a aceptar que la
cadena de muertes obedeciese al plan de éste para vengar el crimen
que se cometió con la pequeña Marta. Castillo entendió de inmediato
el porqué de su extraña reticencia: le costaba aceptar que todo por
cuanto aún le merecía la pena seguir viviendo hubiese quedado
reducido a la nada. El mismo día en que le conoció, Osorio fue un
libro abierto para él. De todo aquel pasado de poder y
protagonismo, intensa actividad investigadora y grandes
responsabilidades, nada quedaba excepto su obstinación y la
esperanza de seguir siendo útil. Aislado y forzosamente ajeno a su
vida anterior, ahora se le desvanecía la que probablemente era su
única razón para mantenerse mentalmente activo.
Al colgar el teléfono, Castillo sintió que
le había arrebatado todo el futuro posible y se arrepintió de
haberle contado la verdad.
Entró en casa pensando en el viejo. El
pellizco en el estómago se hizo más fuerte. Se topó con la carta,
depositada sobre la carcasa del televisor, al dejar el correo que
acababa de retirar del buzón. En realidad, se topaba a todas horas
con ella, desde que le llegó, tres días atrás.
Se dio cuenta de que le pasaba con la carta
lo mismo que le había ocurrido de niño con la figura del Niño Jesús
que había sobre la mesita de noche de su cuarto. Cuanta más
conciencia adquiría de haber hecho alguna travesura, más la miraba
sin quererlo, porque todo en él le incitaba a evitarla.
—Desde que conocí a Marta no he podido
pensar en otra mujer. Sé que no es algo corriente, pero es la pura
verdad —le había confesado Antonio la mañana de su muerte.
¿Por qué no iba a creerle?
Le asaltaba constantemente el recuerdo de su
último encuentro con Antonio. Algunas cosas que hablaron dentro del
despacho, después de que Hernando lo abandonase, se las había
guardado para sí. Eran demasiado íntimas y dolorosas, demasiado
escabrosas como para compartirlas, ni siquiera con la persona que
se había apropiado del conjunto de sus emociones, ni siquiera con
ella, se decía, reflexivo, pese a que esa persona se le había
instalado en el interior del ser, para quedarse.
Hundido ante la evidencia de su fracaso,
pero al mismo tiempo empapado por un aire de dignidad un tanto
contradictorio, Antonio le había hablado de su matrimonio,
confesándole lo anómalo de su relación conyugal, truncada por culpa
del irreparable daño que en la psique de Marta habían dejado
impreso aquellos desalmados. «Jamás la noté estremecerse, porque
jamás sintió nada» Desde el primer contacto, ella había fingido las
sensaciones que nunca llegaría a experimentar, el placer que le
estaba vedado para siempre, y lo había hecho —Antonio estaba
convencido de ello, aunque no se hubiese decidido a afrontarlo con
Marta—, porque necesitaba mantenerlo a su lado y tenía miedo de
decirle que era incapaz de gozar, de sentir nada.
Era evidentísimo que Antonio representaba
(inconscientemente) para Marta la figura del padre que nunca
ejerció como tal. Ésta fue la primera reflexión que tuvo al hilo de
lo que Ladrón de Guevara iba confiándole. Lógicamente, ni ella
misma sabía el porqué. Antonio pensaba que Marta no recordaba los
abusos, o si los recordaba, no era realmente consciente de su
significado; quizá se le representasen fragmentados e inconexos, a
modo de extrañas pesadillas. Nunca los mencionó, aun cuando él
intuyese que, detrás de aquellos inexplicables trances
«catalépticos» que ella negaba obstinadamente padecer y que duraban
tres o cuatro minutos, se escondía una experiencia aberrante en la
que durante mucho tiempo prefirió no pensar, por simple cobardía.
Nadie podía imaginar, siquiera remotamente, la tortura de sentirse
tan cerca y a la vez tan lejos de la persona a la que uno ama con
todo el ser, la frustración de no poder franquear nunca ese abismo,
apretarla contra tu pecho para empezar desde cero. ¡Quién es capaz
de entender una cosa así! Y, entremedias, las dudas, intermitentes,
crueles, sobre si no es asco, sobre si no es sencillamente
repugnancia de ti mismo, lo que oculta en realidad el corazón de la
mujer que adoras. Hasta que descubres el verdadero motivo para esa
actitud. La confesión de su suegro le sacudió las entrañas como si
un rayo le hubiese alcanzado y atravesado de parte a parte.
Entonces cobró sentido la extraña brecha emocional que siempre
había existido entre Marta y Rodrigo, la frialdad que ella le
dispensaba en el trato, inexplicable en apariencia. Marta parecía
comportarse de modo cruel con aquel hombre de aspecto abandonado y
tristón que mendigaba sin ningún éxito su afecto. Nunca le
visitaba; y ni siquiera le llamaba por teléfono durante las
navidades. Así había sido desde que se conocieron, pero con el
transcurrir de los años las cosas fueron a peor. Finalmente, dejó
de ponerse al teléfono y su suegro fue espaciando cada vez más las
llamadas hasta perder completamente el contacto. Marta siempre se
justificaba con que «su padre era muy raro» y con que «había hecho
sufrir mucho a su madre». Aunque no se lo dijese expresamente
(quizá le avergonzaba admitirlo), Antonio le había dado a Castillo
pistas para suponer que el suicidio de Rodrigo no había sido tal.
De ser así, de haber sido su muerte obra de Antonio (ahora, al
reflexionarlo, se daba cuenta por los detalles —el paño recubriendo
el alambre de acero— que era su estilo)
el plan para «ajusticiar» a los culpables había sido pensado,
elaborado, vuelto a pensar y madurado, en fin, durante ¡nueve
años!
No tuvo otro remedio que preguntarle si
Marta sabía lo que había estado haciendo, incluso si le había
prestado ayuda; no podía quedarse con esa duda en su interior.
Antonio se sintió ofendido ante semejante insinuación. «¡Por
supuesto que no sabe nada!» —atronó, indignado.
Pero a continuación, ya más sosegado, le
dijo que la actitud de ella a la largo de los últimos meses le
había dado mucho en qué pensar.
Marta parecía intuir que algo no iba bien,
como si su fijación por revolver en el pasado a medida que morían
los verdugos hubiese abierto la puerta de la estancia en donde
había permanecido a oscuras durante veintinueve años. Desde
entonces, cada mención al asunto parecía proporcionar más luz al
antiguo horror de su niñez, porque notaba como si ella se fuese
distanciando lentamente, acurrucándose en una silenciosa pasividad.
Apenas le hablaba, pero en sus ojos no se reflejaba ningún
reproche, sólo un pasmo creciente, el estigma devastador de una
revelación que daba sentido a su anterior angustia y
desconcierto.
Únicamente la transformación de Marta había
hecho dudar a Antonio sobre si debía o no concluir «la tarea».
Después de encargarse de Lucio se sintió
fuertemente tentado por la idea de abandonar su plan.
Y eso que era consciente del papel principal
de Santos en la desgracia de ambos. Si en esos momentos ella le
hubiese proporcionado una señal, por débil e incierta que fuese, de
que su espíritu podría reencarnar espontáneamente en la pureza de
la niña que no le dejaron ser, lo habría «perdonado».
Aquella carta le traía de cabeza. Desde que
la recibió no había deseado otra cosa que ser capaz de romperla en
mil pedazos, ignorando su contenido. Lo había considerado con
estúpida fijación en varias ocasiones, como si esa acción pudiese
liberarlo, como si al borrar su existencia se restaurara el bien
anterior a la vorágine de muerte que la había inspirado. ¿Pero
existió acaso ese bien absoluto; no era
una fantasía disparatadamente ingenua el pensar que la maldad
invade o sustituye a la bondad en lugar de formar parte de
ella?
Si tenía que ser completamente sincero,
meditaba, lo que hubiese querido era no haber recibido nunca esa
carta, saber que no existía porque no había sido escrita en
realidad, y que sólo la había imaginado esa parte de su conciencia
que gobierna y administra los remordimientos. Para dejar de pensar
en ella, conectó el equipo y cogió el periódico con la idea de
distraerse, pero con el rabillo del ojo volvió a mirarla un par de
veces más mientras llevaba a efecto la operación de cambiar el
disco de Van Morrison. ¡Qué clase de cobardía era la suya!, opinó
para sí, decepcionado consigo mismo.
Finalmente se rebeló. Tiró el periódico
sobre el sillón que no usaba, se levantó del suyo y rompió el sobre
por una de sus esquinas, no sin antes expirar profunda (y
temblorosamente) el aire de sus pulmones.
Desplegó, con respiración entrecortada, el
papel tamaño folio y comenzó a leer el texto, escrito a mano con
bella y uniforme caligrafía: Perdona Ramón que
me salte los saludos afectuosos con los que debe comenzar toda
carta dirigida a un amigo pero en las actuales circunstancias no me
es posible dirigirme a ti con afecto, principalmente por mi estado
de ánimo. No te guardo rencor, si es eso lo que te preocupa, aunque
es posible que imagines lo contrario a tenor de esta tragedia tan
dolorosa. Sé perfectamente que tú no buscaste que fuese así.
Supongo que te viste atrapado entre la lealtad y el deber a tu
conciencia, y eso es lo que debe importarme, no el hacerte
responsable de cosas que escapaban completamente a tu
control.
Sería fácil para mí
decirte ahora que yo sabía que esta historia acabaría mal, pero
puedo jurarte por la memoria de mi marido que lo intuí desde el
domingo en que estuviste en casa, del mismo modo que sabía que
sería inútil inmiscuirme en lo que Antonio pudiese traerse entre
manos. En realidad, tú no le conocías, no sabías del hombre
absolutamente extraordinario que vivía dentro de él y no debes caer
en la tentación de censurarlo por la aparente crueldad de sus
actos. Eso es lo único que soy capaz de suplicarte.
Seguramente quedaría
más vistoso decirte que lo siento por ellos, que lamento que
muriesen, pero no sería sincera, te estaría engañando y eso es algo
que no quiero hacer contigo, porque tú no lo mereces y porque lo
que deseo realmente es que se pudran, como deseé que se pudriese el
que ostentaba ante la ley y ante la naturaleza la condición de mi
progenitor.
Ah: cuando recibas la
carta, me habré marchado a Ciudad Real, donde una amiga ha
prometido emplearme en una de sus librerías.
Si te pidiese que
tratases de olvidarlo todo, tómalo como el deseo de una buena
acción.
P.D.: El invierno está
siendo singularmente frío, como tú sabes; es éste, uno de esos
inviernos en los que apetece encender la chimenea a diario. El
martes pasado, creo, mientras seleccionaba unos palos en la leñera,
encontré, revuelta con los demás, una extraña pieza con aspecto de
mazo (tenía un palo más delgado insertado en la parte central, en
un orificio hecho a medida) y manchada de
sangre por una de sus superficies de corte. ¿Sabes qué
hice?
Echarla al fuego. Ardió
estupendamente, como las otras, y me dio calor durante todo un
día.
«¡Coño!» —exclamó quedamente. Luego, dobló
el papel y lo rasgó por la mitad, y posteriormente juntó los
trozos, para repetir la operación una vez y otra, hasta que el
trozo más grande apenas llegaba a los cuatro centímetros de
diagonal, y se fue hacia donde tenía el cubo de basura, pero a
mitad de camino lo pensó mejor y arrojó todos los trozos al
inodoro.
Después respiró tan hondo como pudo, y con
enorme alivio cotejó que por primera vez en muchos días podía
nuevamente experimentar la sensación de que sus pulmones se
llenaban de aire hasta rebosar.
Lo celebraría fumándose un cigarrillo, se
dijo animadamente. Pronto lo dejaría, quizá pasadas las navidades.
Y esta vez, para siempre.
Se quedó despierto un buen rato, con la luz
apagada, escuchando los sonidos de la oscuridad. Como la noche
anterior, los perros ladraban furiosos en los aledaños del campo de
fútbol.
Si lo que se decía respecto a esa conducta
era cierto, en el plazo de una semana, como máximo, alguien de las
cercanías habría muerto.