22

 

 

La verdad siempre resplandece al final,
cuando ya se ha ido todo el mundo.
Julio Cerón
Junto al salón parroquial, anexo a la iglesia, hay una minúscula tienda donde es posible adquirir toda clase de pastelería elaborada artesanalmente en un obrador de Monterredondo: desde tortas de aceite hasta hojaldres con cabello de ángel, pasando por roscos de vino, buñuelos rellenos de chocolate, y, por supuesto, pan, pan maquinado de apetecible corteza rubia, que dura una eternidad mantenido en orza de barro, como lo hacían los viejos del lugar en la época en la que se amasaba en el horno de casa. Castillo compró una bandeja surtida de pasteles y se volvió a casa con el corazón algo encogido, pues las vacaciones de Sandra le habían dejado momentáneamente solo.
Había telefoneado a Osorio a primera hora de la tarde. Para aclarárselo todo, había preferido esperar a que las aguas se calmaran un poco. El anciano tenía ya información de primera mano de lo que le había ocurrido al «hijo del secretario», pero, incluso después de que Castillo le asegurase haberle oído confesar ser el responsable, todavía se resistía a aceptar que la cadena de muertes obedeciese al plan de éste para vengar el crimen que se cometió con la pequeña Marta. Castillo entendió de inmediato el porqué de su extraña reticencia: le costaba aceptar que todo por cuanto aún le merecía la pena seguir viviendo hubiese quedado reducido a la nada. El mismo día en que le conoció, Osorio fue un libro abierto para él. De todo aquel pasado de poder y protagonismo, intensa actividad investigadora y grandes responsabilidades, nada quedaba excepto su obstinación y la esperanza de seguir siendo útil. Aislado y forzosamente ajeno a su vida anterior, ahora se le desvanecía la que probablemente era su única razón para mantenerse mentalmente activo.
Al colgar el teléfono, Castillo sintió que le había arrebatado todo el futuro posible y se arrepintió de haberle contado la verdad.
Entró en casa pensando en el viejo. El pellizco en el estómago se hizo más fuerte. Se topó con la carta, depositada sobre la carcasa del televisor, al dejar el correo que acababa de retirar del buzón. En realidad, se topaba a todas horas con ella, desde que le llegó, tres días atrás.
Se dio cuenta de que le pasaba con la carta lo mismo que le había ocurrido de niño con la figura del Niño Jesús que había sobre la mesita de noche de su cuarto. Cuanta más conciencia adquiría de haber hecho alguna travesura, más la miraba sin quererlo, porque todo en él le incitaba a evitarla.
—Desde que conocí a Marta no he podido pensar en otra mujer. Sé que no es algo corriente, pero es la pura verdad —le había confesado Antonio la mañana de su muerte.
¿Por qué no iba a creerle?
Le asaltaba constantemente el recuerdo de su último encuentro con Antonio. Algunas cosas que hablaron dentro del despacho, después de que Hernando lo abandonase, se las había guardado para sí. Eran demasiado íntimas y dolorosas, demasiado escabrosas como para compartirlas, ni siquiera con la persona que se había apropiado del conjunto de sus emociones, ni siquiera con ella, se decía, reflexivo, pese a que esa persona se le había instalado en el interior del ser, para quedarse.
Hundido ante la evidencia de su fracaso, pero al mismo tiempo empapado por un aire de dignidad un tanto contradictorio, Antonio le había hablado de su matrimonio, confesándole lo anómalo de su relación conyugal, truncada por culpa del irreparable daño que en la psique de Marta habían dejado impreso aquellos desalmados. «Jamás la noté estremecerse, porque jamás sintió nada» Desde el primer contacto, ella había fingido las sensaciones que nunca llegaría a experimentar, el placer que le estaba vedado para siempre, y lo había hecho —Antonio estaba convencido de ello, aunque no se hubiese decidido a afrontarlo con Marta—, porque necesitaba mantenerlo a su lado y tenía miedo de decirle que era incapaz de gozar, de sentir nada.
Era evidentísimo que Antonio representaba (inconscientemente) para Marta la figura del padre que nunca ejerció como tal. Ésta fue la primera reflexión que tuvo al hilo de lo que Ladrón de Guevara iba confiándole. Lógicamente, ni ella misma sabía el porqué. Antonio pensaba que Marta no recordaba los abusos, o si los recordaba, no era realmente consciente de su significado; quizá se le representasen fragmentados e inconexos, a modo de extrañas pesadillas. Nunca los mencionó, aun cuando él intuyese que, detrás de aquellos inexplicables trances «catalépticos» que ella negaba obstinadamente padecer y que duraban tres o cuatro minutos, se escondía una experiencia aberrante en la que durante mucho tiempo prefirió no pensar, por simple cobardía. Nadie podía imaginar, siquiera remotamente, la tortura de sentirse tan cerca y a la vez tan lejos de la persona a la que uno ama con todo el ser, la frustración de no poder franquear nunca ese abismo, apretarla contra tu pecho para empezar desde cero. ¡Quién es capaz de entender una cosa así! Y, entremedias, las dudas, intermitentes, crueles, sobre si no es asco, sobre si no es sencillamente repugnancia de ti mismo, lo que oculta en realidad el corazón de la mujer que adoras. Hasta que descubres el verdadero motivo para esa actitud. La confesión de su suegro le sacudió las entrañas como si un rayo le hubiese alcanzado y atravesado de parte a parte. Entonces cobró sentido la extraña brecha emocional que siempre había existido entre Marta y Rodrigo, la frialdad que ella le dispensaba en el trato, inexplicable en apariencia. Marta parecía comportarse de modo cruel con aquel hombre de aspecto abandonado y tristón que mendigaba sin ningún éxito su afecto. Nunca le visitaba; y ni siquiera le llamaba por teléfono durante las navidades. Así había sido desde que se conocieron, pero con el transcurrir de los años las cosas fueron a peor. Finalmente, dejó de ponerse al teléfono y su suegro fue espaciando cada vez más las llamadas hasta perder completamente el contacto. Marta siempre se justificaba con que «su padre era muy raro» y con que «había hecho sufrir mucho a su madre». Aunque no se lo dijese expresamente (quizá le avergonzaba admitirlo), Antonio le había dado a Castillo pistas para suponer que el suicidio de Rodrigo no había sido tal. De ser así, de haber sido su muerte obra de Antonio (ahora, al reflexionarlo, se daba cuenta por los detalles —el paño recubriendo el alambre de acero— que era su estilo) el plan para «ajusticiar» a los culpables había sido pensado, elaborado, vuelto a pensar y madurado, en fin, durante ¡nueve años!
No tuvo otro remedio que preguntarle si Marta sabía lo que había estado haciendo, incluso si le había prestado ayuda; no podía quedarse con esa duda en su interior. Antonio se sintió ofendido ante semejante insinuación. «¡Por supuesto que no sabe nada!» —atronó, indignado.
Pero a continuación, ya más sosegado, le dijo que la actitud de ella a la largo de los últimos meses le había dado mucho en qué pensar.
Marta parecía intuir que algo no iba bien, como si su fijación por revolver en el pasado a medida que morían los verdugos hubiese abierto la puerta de la estancia en donde había permanecido a oscuras durante veintinueve años. Desde entonces, cada mención al asunto parecía proporcionar más luz al antiguo horror de su niñez, porque notaba como si ella se fuese distanciando lentamente, acurrucándose en una silenciosa pasividad. Apenas le hablaba, pero en sus ojos no se reflejaba ningún reproche, sólo un pasmo creciente, el estigma devastador de una revelación que daba sentido a su anterior angustia y desconcierto.
Únicamente la transformación de Marta había hecho dudar a Antonio sobre si debía o no concluir «la tarea». Después de encargarse de Lucio se sintió fuertemente tentado por la idea de abandonar su plan.
Y eso que era consciente del papel principal de Santos en la desgracia de ambos. Si en esos momentos ella le hubiese proporcionado una señal, por débil e incierta que fuese, de que su espíritu podría reencarnar espontáneamente en la pureza de la niña que no le dejaron ser, lo habría «perdonado».
Aquella carta le traía de cabeza. Desde que la recibió no había deseado otra cosa que ser capaz de romperla en mil pedazos, ignorando su contenido. Lo había considerado con estúpida fijación en varias ocasiones, como si esa acción pudiese liberarlo, como si al borrar su existencia se restaurara el bien anterior a la vorágine de muerte que la había inspirado. ¿Pero existió acaso ese bien absoluto; no era una fantasía disparatadamente ingenua el pensar que la maldad invade o sustituye a la bondad en lugar de formar parte de ella?
Si tenía que ser completamente sincero, meditaba, lo que hubiese querido era no haber recibido nunca esa carta, saber que no existía porque no había sido escrita en realidad, y que sólo la había imaginado esa parte de su conciencia que gobierna y administra los remordimientos. Para dejar de pensar en ella, conectó el equipo y cogió el periódico con la idea de distraerse, pero con el rabillo del ojo volvió a mirarla un par de veces más mientras llevaba a efecto la operación de cambiar el disco de Van Morrison. ¡Qué clase de cobardía era la suya!, opinó para sí, decepcionado consigo mismo.
Finalmente se rebeló. Tiró el periódico sobre el sillón que no usaba, se levantó del suyo y rompió el sobre por una de sus esquinas, no sin antes expirar profunda (y temblorosamente) el aire de sus pulmones.
Desplegó, con respiración entrecortada, el papel tamaño folio y comenzó a leer el texto, escrito a mano con bella y uniforme caligrafía: Perdona Ramón que me salte los saludos afectuosos con los que debe comenzar toda carta dirigida a un amigo pero en las actuales circunstancias no me es posible dirigirme a ti con afecto, principalmente por mi estado de ánimo. No te guardo rencor, si es eso lo que te preocupa, aunque es posible que imagines lo contrario a tenor de esta tragedia tan dolorosa. Sé perfectamente que tú no buscaste que fuese así. Supongo que te viste atrapado entre la lealtad y el deber a tu conciencia, y eso es lo que debe importarme, no el hacerte responsable de cosas que escapaban completamente a tu control.
Sería fácil para mí decirte ahora que yo sabía que esta historia acabaría mal, pero puedo jurarte por la memoria de mi marido que lo intuí desde el domingo en que estuviste en casa, del mismo modo que sabía que sería inútil inmiscuirme en lo que Antonio pudiese traerse entre manos. En realidad, tú no le conocías, no sabías del hombre absolutamente extraordinario que vivía dentro de él y no debes caer en la tentación de censurarlo por la aparente crueldad de sus actos. Eso es lo único que soy capaz de suplicarte.
Seguramente quedaría más vistoso decirte que lo siento por ellos, que lamento que muriesen, pero no sería sincera, te estaría engañando y eso es algo que no quiero hacer contigo, porque tú no lo mereces y porque lo que deseo realmente es que se pudran, como deseé que se pudriese el que ostentaba ante la ley y ante la naturaleza la condición de mi progenitor.
Ah: cuando recibas la carta, me habré marchado a Ciudad Real, donde una amiga ha prometido emplearme en una de sus librerías.
Si te pidiese que tratases de olvidarlo todo, tómalo como el deseo de una buena acción.
P.D.: El invierno está siendo singularmente frío, como tú sabes; es éste, uno de esos inviernos en los que apetece encender la chimenea a diario. El martes pasado, creo, mientras seleccionaba unos palos en la leñera, encontré, revuelta con los demás, una extraña pieza con aspecto de mazo (tenía un palo más delgado insertado en la parte central, en un orificio hecho a medida) y manchada de sangre por una de sus superficies de corte. ¿Sabes qué hice?
Echarla al fuego. Ardió estupendamente, como las otras, y me dio calor durante todo un día.
«¡Coño!» —exclamó quedamente. Luego, dobló el papel y lo rasgó por la mitad, y posteriormente juntó los trozos, para repetir la operación una vez y otra, hasta que el trozo más grande apenas llegaba a los cuatro centímetros de diagonal, y se fue hacia donde tenía el cubo de basura, pero a mitad de camino lo pensó mejor y arrojó todos los trozos al inodoro.
Después respiró tan hondo como pudo, y con enorme alivio cotejó que por primera vez en muchos días podía nuevamente experimentar la sensación de que sus pulmones se llenaban de aire hasta rebosar.
Lo celebraría fumándose un cigarrillo, se dijo animadamente. Pronto lo dejaría, quizá pasadas las navidades. Y esta vez, para siempre.
Se quedó despierto un buen rato, con la luz apagada, escuchando los sonidos de la oscuridad. Como la noche anterior, los perros ladraban furiosos en los aledaños del campo de fútbol.
Si lo que se decía respecto a esa conducta era cierto, en el plazo de una semana, como máximo, alguien de las cercanías habría muerto.