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Una idea no peligrosa
no vale la pena de ser llamada idea.
Oscar Wilde
Prudencio Moreno —Malas Lenguas por línea
paterna— tuvo la extraña y alarmante sensación de que el corazón se
le subía a violentos impulsos hasta la garganta, y luego sintió que
sus piernas flojeaban de tal modo que creyó desplomarse en
cualquier momento.
Durante el tiempo en que permaneció como
paralizado, atenazado por sentimientos de desconcierto y miedo,
únicamente tuvo conciencia de que la cabeza en la que se
arremolinaban un enjambre de moscas era la de su vecino Lucio El
Chato.
Se apartó del camino principal, todavía
palpitándole con fuerza el corazón y flaqueándole las piernas, y
rodeó la montaña de estiércol que ocultaba parcialmente el cuerpo
de su vecino. «¿Qué le habrá pasado?», murmuró para sí, negándose a
dar un paso más. No le hacía falta ser médico para saber que Lucio
ya estaba en el otro mundo. Lo confirmaban esa serie de signos
indirectos que hacen inconfundible a la muerte: las moscas de la
carne, el color de la piel... y esa inmovilidad tan extraña que
muestran los cadáveres, tan incómoda para los vivos...
El que ha visto animales muertos,
abandonados en el campo, sabe muy bien cuándo lo está un ser
humano.
Desde el camino y hasta donde le alcanzaba
la vista no divisaba a nadie. Ansiaba la compañía de otra persona.
La excitación le había secado tanto la boca que su primer intento
de llamar la atención a voz en grito se saldó con un jadeo ahogado.
Carraspeó para gritar con más fuerza la palabra «aquí». Nada. No
hubo respuesta. En la lejanía, reconoció el ruido de un tractor en
marcha, en plena tarea a juzgar por ese ruido intermitente del
motor que señala el final de una tira de tierra y el comienzo de la
siguiente. Pero no podía contar con que el conductor le oyese, así
que dejó de vocear y, por primera vez desde que tropezó con el
cuerpo, tuvo arrestos suficientes para detenerse a pensar.
Aunque la primera idea que se le pasó por la
cabeza la juzgó absurda y hasta irrespetuosa, decidió ponerla en
práctica. Cogió una piedra de mediano tamaño y, desde unos cuantos
metros de distancia (no se atrevía a acercarse más), la arrojó
sobre el cuerpo. No hubo ninguna reacción. ¿Por qué había hecho tal
cosa? Sintió vergüenza: era casi una profanación.
En las pequeñas lomas que tenía enfrente (la
gente del lugar las había elevado a la categoría de lomas pese a
que apenas eran unas suaves ondulaciones) comenzaba a deshacerse
una tímida niebla. La mañana era bastante fría, como suele
corresponder en la comarca de Portas a la entrada del «mes de los
santos», un tiempo en el que hay grandes diferencias de temperatura
entre la madrugada y el repunte del día, si el sol luce con fuerza
y no sopla viento del norte. El rocío, como una sábana líquida sin
bordes ni límites visibles, se había depositado en cada átomo de
materia; su reflejo irisado bajo la luz blanca de la mañana recién
alumbrada disfrazaría con brevedad el monte y el llano.
Prudencio comenzó a experimentar ligeros
estremecimientos, los que suceden a una fuerte impresión o una
inesperada tragedia de la que uno ha salido indemne. También le
castañeteaban los dientes.
Presa del nerviosismo, se puso a dar vueltas
alrededor de su motocultor, sin saber muy bien qué hacer.
Comprendía lo obligado que estaba a comunicar a la autoridad cuanto
antes el suceso, pero se resistía a salir corriendo, porque
mantenía la esperanza o la expectativa razonable de que muy pronto
alguien pasase por allí. Pensaba que lo más correcto era no
abandonar el cuerpo de su infortunado vecino (nadie en su situación
hubiera podido establecer si el origen de esa idea residía en una
formación religiosa tradicional o en el empleo intuitivo de la
lógica más sencilla) hasta que se lo llevaran al depósito.
Hasta ese preciso instante, Malas Lenguas
estaba seguro de poder dominar una situación así. La muerte de
Picogordo le hizo tomar conciencia de que algún día podría
enfrentarse a algo parecido. Pero llegado el momento, estaba solo.
Y por allí no pasaba ni un alma.
Qué casualidad, pensó, desencantado con su
poco espíritu. A intervalos percibía un ligero olor a carne
descompuesta. Se alejó un poco más.
Por fin, prácticamente incapaz de sujetar el
manillar del motocultor, debido a los fuertes temblores que
sacudían sus manos, tomó el camino del pueblo en busca de la
Guardia Civil.
Hacía rato que Castillo no cesaba de
consultar el reloj. Pasaban de las doce y media y aún podía
escuchar un fuerte murmullo en la sala de espera, algo
verdaderamente inusual en esa época del año en la que Portas, a
causa de una masiva emigración temporal a hoteles de montaña y
principalmente a Suiza, quedaba semivacío. Empezaba a sentirse
presa del malhumor, pero sabía cómo contenerse. Además, la bondad
casi incorpórea (la fragilidad de su ser le inspiraba este
pensamiento) de la vieja Adelaida tenía siempre un efecto balsámico
sobre su espíritu.
—¿Qué voy a decirle yo?—insistía la
anciana—. Lo que usted haga está bien hecho.
Castillo inspeccionaba los pequeños tumores
cutáneos, duros como nueces sin descascarillar y trataba de
localizar, ayudándose de los dedos, las vértebras responsables del
dolor que consumía a la anciana.
Mientras hacía cábalas sobre posibles plazos
de supervivencia, envuelto por un halo de pesadumbre, frustrado por
un fracaso inexorable y desnudo de abalorios, el del médico frente
a la muerte (un fracaso del todo ilícito por no admitir el
beneficio del perdón ni la recompensa de una reparación justa),
adoptó la decisión de instaurar una pauta con morfina oral. Todo lo
que restaba era mantener una charla a solas con la hija y
explicarle claramente su manejo.
Sonó el teléfono.
—Un momento, por favor —se disculpó el
médico, abandonando la exploración y dirigiéndose a la mesa. Al
otro lado del hilo telefónico la voz bitonal de Párrizas,
pronunciando su apellido—. Dime.
—¿Sigues todavía con ese estudio? —dijo
Martín, secretamente alumbrado por una esperanza de
beneficio.
—¿Qué estudio?
Castillo escuchó un suspiro de impaciencia,
y a continuación la voz cambió de tono, se tornó imperativa,
cortante.
—El de muerte súbita —aclaró su
compañero.
—Sí... Claro —confirmó, aún azorado por
haber estado a punto de traicionar su antigua mentira.
—Entonces —aventuró Martín— te interesará
ir por mí. Hay otro levantamiento.
—¿Sí? ¿Qué es?
Párrizas se apresuró a proporcionar a
Castillo la información indispensable, ansioso por desembarazarse
del asunto.
—Un muchacho que se llama Lucio Beltrán.
Puede que lo conozcas. Lo han encontrado en La Hoya del Almendro.
Tengo a la Guardia Civil aquí.
Otro cadáver: ya eran tres. La «serie» de Antonio. Tenía una idea
aproximada de dónde estaba ese lugar; no lejos del pueblo, quizá a
menos de un kilómetro. Sintió una irresistible curiosidad mezclada
con inquietud, una suerte de zozobra que se extendía en su interior
como un gas.
La noticia se había difundido con notable
rapidez. Cuando despidió precipitadamente a la anciana y salió al
estar para dar por terminada la consulta, aplazándola hasta primera
hora de la tarde, supo que los murmullos que antes le habían
molestado correspondían a la propagación de la mala nueva. La
pareja de guardias llegó inmediatamente, ya que el despacho de
Párrizas —que usaba uno propio— distaba menos de cien metros de las
dependencias municipales.
Hacía muy buen día. Los guardias le
invitaron a subir al Patrol oficial, obviando cualquier
explicación. Castillo los conocía sólo de vista; recordaba haberlos
visto patrullando pocos días atrás, a la altura de Las Eras. Se
fijó en sus caras, observando que era la primera vez que los veía
en el pueblo. Como con frecuencia se cruzaba con patrullas
desconocidas, en las inmediaciones o en el mismo casco urbano,
pensó que si no hubiera sido porque reconoció el coche, hubiese
deducido que venían a resolver cualquier asunto, desde un pueblo
cercano.
En esas reflexiones recordaba haberse sumido
entonces. Particularmente a uno de ellos, se le veía bastante
nervioso, como si estuviese a punto de afrontar un examen
importante. La idea de que al ser tan jóvenes, necesariamente debían de estar recién salidos de la
Academia, le sobrevino al instante. Durante el corto trayecto se
preguntó si Antonio sabría ya lo ocurrido. Le intrigaba sobremanera
lo que pensaría al respecto; si estaría excitado ante la
confirmación de su teoría (¿era confirmación la palabra oportuna;
no sería acaso mejor decir validez?),
haciendo planes para forzarle a intervenir. Tuvo una extraña
sensación de irrealidad al rememorar las frases de Párrizas
refiriéndose al finado, al situarlo en el tiempo presente, como si
aún viviera.
La pista de tierra por la que se accedía al
lugar serpenteaba constantemente a lo largo de todo su recorrido, a
pesar de que la zona era muy llana y no era preciso salvar
accidente alguno del terreno: ni canales, ni cauces de arroyos.
Supuso que ello era debido a la necesidad de respetar los intereses
de los distintos propietarios. Montones de basura orgánica se
apilaban a las puertas de algunas naves que iban dejando atrás,
haciendo nauseabundo el aire en el interior del vehículo.
A falta de unos trescientos metros pudo
adivinar el lugar exacto por el grupo de gente que veía en la
distancia, a la derecha del camino, todos muy juntos y en pie. Esta
vez era muy diferente a lo que recordaba de la tarde del nueve de
septiembre: el hallazgo de un tercer cuerpo había causado una
notable conmoción en aquellas gentes tan poco acostumbradas a
erigirse en protagonistas de las crónicas de sucesos.
El corro que rodeaba al cadáver se abrió al
detenerse el todo terreno. La mole de estiércol, acumulado a la
entrada de la finca, le impedía ver lo que aquella gente
custodiaba, aunque era bastante sencillo imaginar su posición
relacionándola con el sitio exacto ante el que se arremolinaban.
Castillo avanzó hasta el lugar (el Nissan había sido aparcado en el
arcén del carril principal) percatándose de que, en la práctica, se
habían formado dos corros concéntricos entre el grupo (no inferior
a doce personas). En el primero estaban las autoridades: el
sargento de la Guardia Civil, un guardia, el juez de paz, la
secretaria del juzgado, el cabo de la policía municipal, y un
vecino (desconocía su nombre) que blandía un aerosol con el que no
cesaba de fumigar el espacio central. El agente portaba una cámara
de fotos Olympus de las antiguas, con flash, que disparaba a
menudo. En el corro de atrás permanecían los curiosos.
Y entonces, al ir caminando hasta el cadáver
y cuando se hallaba a unos veinte metros del primer corro, volvió a
sentir el latigazo de la fetidez en sus pituitarias, y se sintió
transportado a un frío mediodía de enero, al pie del monte
Gibralfaro, en la entrada de la cueva que había «descubierto» junto
a sus pequeños amigos Arturo y Sendra, cuando buscaban un lugar
seguro para fumar los cigarrillos rubios sin filtro del paquete de
Bisontes que acababan de comprar en el estanco del Paseo de Reding.
Se habían detenido ante aquel agujero de poco más de un metro de
altura, tenebrosamente oscuro y maloliente, temblándoles a los tres
las piernas, latiéndoles el corazón en los oídos, porque de allí,
desde la aterradora profundidad de aquella gruta se desprendía un
indescriptible olor a muerte, e imaginaron que alguien había sido
asesinado y ocultado en el fondo de la gruta, y que ellos lo habían
descubierto y eso les obligaba a entrar para comprobarlo y contarlo
luego a la policía. Pero Arturo y él no fueron finalmente capaces
de reunir el valor suficiente y, muertos de miedo, habían esperado
sentados frente a la entrada, sin atreverse a mirar al valiente de
Sendra, que, armado con un pequeño chuzo, decidió internarse solo.
Creyeron que podría estallarles el corazón durante el medio minuto
que estuvieron sin oírle, que podrían morir también como el
«hombre» de allí dentro, hasta que Sendra les gritó «¡Es un perro,
es un perro!». El recuerdo de esa peripecia apareció luego, durante
su experiencia forense en Sevilla. Una vez y otra, emergía en su
cabeza a través del olor putrefacto de los cuerpos de aquellas
desgraciadas; y volvían a temblarle las piernas y a latirle el
corazón en los oídos, aunque ahora el miedo había
desaparecido.
—Ramón —le saludó con sobriedad el sargento.
A continuación se llevó tímidamente la mano hasta la visera de la
gorra.
—Qué pasa, Federico —contestó Castillo,
tocándole el brazo al llegar a su altura.
El comandante de puesto le puso al
corriente, sin ninguna ceremonia:
—Se lo ha tropezado ese hombre —explicó,
señalando con su cabeza a Malas Lenguas que estaba fuera del grupo,
con la mirada vidriosa y el rostro encendido—, sobre las once menos
cuarto —hizo una pausa al comprobar que Castillo consultaba su
reloj—. Parece que lleva aquí más de un día.
—Según dice su hermana no le han visto desde
el lunes —añadió el cabo de los municipales.
Federico Caparrós contemplaba circunspecto
la escena objeto de sus explicaciones al médico, sin que se
atisbase ninguna emoción concreta en su rostro, parcialmente oculto
tras unas gafas de sol de gruesa armadura de concha. Mantenía
firmes los labios, pegados el uno al otro, inmóviles, al igual que
la totalidad de los músculos faciales. Inmóviles no quería decir
relajados, pues todo el conjunto de su cuerpo permanecía en
tensión, como el de un felino agazapado delante de su confiada
presa.
Éste era siempre su comportamiento una vez
metido en faena: el de un extraño, alguien con quien pareces hablar
por vez primera, pese a conocerle con anterioridad. Cuando
trabajaba era serio y distante. En privado, en cambio, se mostraba
extrovertido y chistoso; poseía esa dualidad en su carácter. A
veces, Castillo se imaginaba que eran dos las personas que
habitaban el cuerpo de Caparrós, y que, según qué circunstancias,
asomaba una o la otra, a través de aquel rostro cambiante y
aquellos ojos grandes y saltones. Esa peculiaridad le traía
irremediablemente a la cabeza la personalidad de Ted Bundy, el
célebre asesino en serie originario de Seattle, al que denominaron
«el hombre de las mil caras», por su extraña habilidad para
modificar el aspecto de su rostro. Bundy lograba, como demostraba
un documental que había visto recientemente, parecer otro hombre
distinto en cada fotograma, con ligeros retoques en su peinado o en
su forma de mirar o colocarse ante la cámara. Era irónico que
asociase a Caparrós con Bundy, a alguien encargado de proteger a la
sociedad, con un monstruo que disfrutaba con la tortura y el
crimen, pero se sentía incapaz de evitarlo: así funcionaba su
cabeza, y cuando comprendía que ése era su mecanismo de
funcionamiento normal, a veces se asustaba por ser como era.
Ramón y el sargento se conocían desde hacía
cuatro meses más o menos, el tiempo que Caparrós llevaba destinado
en Portas. Mostraba un carácter sensible y un humor voluble. La
sensación que le había causado a Castillo era la de un hombre
necesitado de estima, esa clase de personas que precisan de la
aprobación inmediata de quienes creen importantes, los pilares de la comunidad. Parecía como si sólo el
obtenerla de esas gentes le permitiese dominar el terreno que
pisaba. A su llegada al pueblo se había apresurado a abordarle,
parecía ansioso por darse a conocer y agradar. El acto de «hacerse
visible» lo materializó en una invitación a tomar unas cañas.
Estuvo relajado y comunicativo, hablaron de casi todo durante más
de una hora, e incluso le hizo alguna confidencia. Luego su
relación fue fluida, aunque no de verdaderos amigos.
Ahora podía ver el cuerpo en su totalidad.
De inmediato, experimentó la emoción que sucede al instante de ver
confirmada una sospecha. La posición era virtualmente idéntica a la
de los casos precedentes.
Yacía boca abajo y sus brazos estaban
—exactamente como lo recordaba en Picogordo— con las palmas vueltas
hacia atrás.
Se aproximó tanto que uno de sus pies rozó
el pantalón del hombre.
Observó que, cerca del brazo derecho, había
un envase plástico de dos litros de una marca rara («Slug», o algo
similar), destinado a contener gaseosa o refresco; una de esas
marcas que la gente compra en pequeños lotes a un tercio del precio
de las «de calidad», en las tiendas de alimentación, los pequeños
supermercados y ultramarinos de las barriadas para mezclarlo con
tintos ásperos fermentados en cubas de poliuretano.
No era excepcional que almacenasen dos o
tres docenas de aquellas botellas. Todo, por beber mucho a un
precio irrisorio. Enseguida trató de imaginarse cuántos mejunjes
estaría acostumbrado a meterse a diario El Chato, y sintió
curiosidad por comprobar si tendría apilados muchos más envases de
gaseosa en el interior de la vivienda. La botella en cuestión
estaba volcada y destapada, y se atisbaba un minúsculo asiento de
líquido transparente en su interior. Algo cohibido, ante la atenta
y seria mirada del sargento, se decidió finalmente a sacar un par
guantes de látex del bolsillo posterior del pantalón y se los
enfundó. Luego, se puso en cuclillas para examinar la botella,
terminando por cogerla y olfatear su contenido, que parecía agua,
aunque aún despedía un ligero aroma típicamente dulzón. Federico le
miró, perplejo, pero se abstuvo de reprocharle nada en público, por
mucho que desaprobase y no comprendiese lo que acababa de hacer,
por mucho que, fuese cual fuese su intención, estaba, a ojos vista
del juez y de sus propios subordinados, usurpándole sus funciones
con semejante conducta. De reojo, el sargento, pasó revista al
resto de los presentes y le tranquilizó comprobar que, excepción
hecha de la secretaria, pendiente de lo que hacía Castillo, los
demás conversaban entre sí sin prestarle la más mínima
atención.
Más tarde hablaría con él.
Ramón dejó la botella donde estaba y se
quitó los guantes, sintiendo la dentera que siempre le ocasionaba
el talco. Se sacudió las manos. ¡Cuánto desearía poder lavárselas
allí mismo! La gente, entretanto, murmuraba a sus espaldas. Tuvo
conciencia de que algunos comenzaban a relacionar las muertes, pues
oía mencionar entrecortadamente los nombres de Picogordo y Mañas.
Intentó agacharse para observar detalles del cuerpo más de cerca
pero la tufarada de la descomposición y del insecticida empleado
para ahuyentar las moscas habían elaborado, al mezclarse entre el
vaho de los montones de estiércol, un atroz «perfume» que le obligó
a dar un paso atrás. Carraspeó.
—¿Va a venir el forense? —dijo Castillo,
mirando a su alrededor como si esperase la llegada inminente de más
funcionarios.
Cirilo Peña se sintió aludido.
—Ya he hablado con la jueza,
¿estamos?—aseguró, refiriéndose a la titular del juzgado de
instrucción—. Tendremos que hacer nosotros el levantamiento. —Se
rascó vigorosamente la nariz—. Al forense no lo han localizado, me
han dicho.
Castillo frunció el ceño aunque no supo qué
contestar enseguida.
Era consciente de tener ante sí una buena
oportunidad para intentar rellenar las casillas de aquel crucigrama
tétrico que Antonio había puesto delante de sus narices, y de
satisfacer, de ese modo, una curiosidad que ya se había apoderado
de toda su persona. Notaba que algo dentro de sí, algo que no era
capaz de controlar, tiraba de él. Flotaba entre ese deseo
irresistible y una amenaza presagiada por una parte de su ser, algo
intangible y fascinante a un tiempo, dotado de un poderoso y oscuro
magnetismo que le estaba maniatando con nudos cada vez más
elaborados, más difíciles de deshacer. Pero así, pensó, era la
verdadera esencia de la condición humana: ceder a la irresistible
atracción que atesora el riesgo, esa mirada absurda y suicida que
hacemos cada día al fondo del precipicio, asomando nuestra
estupidez, y que nada busca excepto el probarse a uno mismo, probar
que puede hacerse lo que, careciendo de sentido ni utilidad, pone
nuestra vida en cuarentena.
—Quizá debiéramos esperar a que lo
localizasen —dijo, dubitativo, considerando que suplantar al
forense por motivos de interés personal sería atentar contra sus
propios principios.
Se siguió un incómodo silencio. El sargento
aprovechó la pausa para limpiar sus enormes gafas y todos se
apartaron ligeramente, como para deliberar un hipotético cambio de
planes.
Pero la decisión estaba tomada.
—No podemos tener a este hombre aquí otras
doce horas, ¿estamos? —argumentó Peña con la ayuda de su cansina
muletilla—. Doña María Dolores quiere que levantemos ya el cuerpo.
Bueno..., estoy de acuerdo con usted —miró a Castillo—: por
supuesto que para la autopsia tiene que venir el forense.
Castillo observó que el comandante de puesto
y el cabo de la policía local (aunque éste de un modo menos
perceptible) hacían gestos de aprobación. Asunción, por el
contrario, parecía desentenderse y miraba hacia otro lado con una
expresión neutra, ajena aparentemente a lo que se lidiaba en esos
instantes. Sin embargo, muy pocos son inmunes a la exteriorización
de sus sentimientos: juraría que momentos antes había olfateado en
sus ojos el rastro de la impaciencia.
Entonces se entretuvo durante unos segundos
en considerar que debía de tener algún significado el hecho de que
las circunstancias se aliasen inesperadamente con su propósito; ese
pensamiento le asaltó sin que pudiese remediarlo y sintió a
continuación vergüenza por ceder a la sugestión de lo que no era
sino una estúpida casualidad.
Viéndose atrapado entre aquella red de
intereses funcionariales, supo que a veces reprobaba su carácter,
se reprobaba apesadumbrado por carecer de las cualidades que
hubiesen hecho de él la clase de persona que deseaba ver en el
espejo de su dormitorio, se reprobaba envidiando el carácter de
otros, el de las personas racionalistas y cabales, como el mismo
Ladrón de Guevara, pero más tarde se volvía un poco más indulgente
consigo mismo, pues las flaquezas que recordaba haber visto en
ellos, le decepcionaban tanto como las suyas; porque los modelos a
los que imitar se le desvanecían uno a uno. Se llenó de aire los
pulmones, y mientras exhalaba una parte de sus demonios interiores,
se entretuvo en juzgar que todas aquellas maniobras, en cierto modo
patéticas, todas aquellas actitudes, indecorosas y nada
profesionales, estaban investidas por una lógica poderosa: un
cadáver, y más si se le conocía en vida, es una presencia sumamente
incómoda. Debe ser entregado a sus familiares cuanto antes para
que, siguiendo la tradición, le lloren de cuerpo presente. Y por
encima de todo aquello, lo más importante era que, en sentido
estricto, no tenía razones para negarse.
—Hace falta apartar a esta gente —dijo
mientras se enfundaba nuevamente los guantes de cirujano—. Que se
salgan del camino.
El sargento dio la orden a los dos números,
que sacaron con diligencia a los curiosos al carril principal.
Luego formaron un cordón para impedir el paso. Castillo observó que
apartaban al autor del hallazgo y les hizo rectificar con una seña:
lo necesitaba a su lado. Lo volvieron a traer pero se mantuvo
alejado, unos cinco metros por detrás.
Se inclinó sobre el cuerpo todo lo que pudo,
hasta donde el olor era aún soportable. La cabeza estaba casi
perpendicular al suelo, ligerísimamente lateralizada hacia la
izquierda. Parecía algo hinchado aunque era difícil corroborar esa
primera impresión sin desnudar el cadáver, e incluso así si se
desconocía (éste era su caso) su complexión.
Vestía ropa de abrigo: pantalón de pana
gruesa, camisa de franela y rebeca de punto, y calzaba unas botas
baratas de serraje. Nada más le llamaba la atención, al menos desde
aquella posición. Oía relacionar las prendas del difunto a Peña y
distinguía algunos de los comentarios que intercambiaban el
sargento y el cabo, lamentándose de lo mal que andaba la cosa en
los últimos tiempos. De espaldas, Asunción tomaba notas al dictado
de la descripción del juez.
El agente hacía una foto a intervalos
regulares de tiempo, como siguiendo un protocolo.
—¿Nadie lo ha tocado? —inquirió Castillo
mientras se erguía sofocando con el antebrazo derecho sus fosas
nasales—. ¿Y usted?—se dirigió a Prudencio—, ¿lo ha movido?
El comandante de puesto apretó el brazo del
pobre agricultor, que seguía atrapado entre las sombras luctuosas
de su fatal encuentro. El individuo no paraba de moverse a uno y
otro lado, como un conejo mecánico al que hubiesen soltado tras
darle toda la cuerda. El sargento se encargó de devolverle la
conciencia.
—No —susurró Malas Lenguas, callándose
avergonzado su absurda pedrada al cadáver.
—Tenemos que darle la vuelta —explicó
Castillo a los presentes, resuelto a mantenerse pasivo en la parte
puramente física de la maniobra.
Pero nadie se movió al principio, nadie hizo
ademán de querer colaborar para hacer efectiva la indicación del
médico. La costumbre era esperar al funerario antes de proceder,
pero no lo veía por allí.
Castillo se sintió incómodo. Tal vez se
había precipitado.
Decidió hacer tiempo tomando notas, y al
volverse reconoció el Opel Kadett ranchera verde metalizado de la
funeraria local. Estaba allí; sencillamente ocurría que los civiles
no le habían dejado atravesar el cordón.
Luis «el de los muertos» fue llamado
rápidamente, y el cadáver vuelto tal como deseaba Castillo. El
espectáculo no resultaba agradable. La cara le recordó
inmediatamente a Picogordo: un color violáceo intenso en los
carrillos, mentón, labios y párpados, sólo que en el caso
precedente el agua había arrugado en exceso la piel. Dos detalles
proporcionaban, sin embargo, un aspecto mucho más dantesco al
rostro de Beltrán: tenía los ojos completamente abiertos y uno de
ellos lleno de tierra y broza, y la nariz —aplastada durante horas
contra el suelo— se había achaflanado en la punta.
Haciendo de tripas corazón, se despojó del
guante de su mano derecha y con la yema de su dedo índice tocó la
piel de Beltrán, bajo la comisura de la nariz. Una nausea violenta
que le sacudió desde los pies a la garganta debilitó su capacidad
de percepción táctil, pero no anuló del todo la validez de su
experimento.
Los funcionarios y agentes murmuraron
sorprendidos, tras él, aunque nadie osó preguntarle por la
finalidad de semejante acto.
El fuerte olor a corrupción que se expandió
al remover el cuerpo, delataba que llevaba más de un día
pudriéndose en aquel lugar. Eso planteaba la cuestión de por qué no
se le había echado en falta en el pueblo, teniendo en cuenta que el
hallazgo había sido fortuito. ¿Acaso viviría allí? La sola idea le
causaba congoja. ¿Qué hacía una persona normal subsistiendo entre
aquellas montañas de detritus? El cortijo, cuarenta metros a su
derecha, era una habitación grande a lo sumo. Pero poseía una
especie de porche con una mesa más tres desvencijadas sillas a un
lado de la puerta. Remataba la edificación una oquedad levantada
con bloques de cemento y techada con chapa, cuyo propósito debía
ser el de guarecer un coche o algún tipo de maquinaria. El tractor,
sin embargo, estaba a cierta distancia de la casa, como si le
quedase faena por terminar y se hubiese detenido con la intención
de proseguir más tarde.
Todo muy sórdido para servir como vivienda
permanente a nadie.
Preso de una curiosidad repentina, se
dirigió en un aparte a Prudencio.
—¿Vivía en el cortijo? —le preguntó.
Malas Lenguas asintió, tembloroso.
Más tarde sabría que aquella afirmación no
era exacta. En realidad, vivía a caballo entre el cortijo y la casa
de su hermana, pero se pasaba, recluido en aquel cuchitril, semanas
enteras.
El proceso de desnudar al finado fue largo,
y en cierto modo caótico. El ambiente que se vivía detrás no
resultaba demasiado propicio.
Sentía la tensión condensada a sus espaldas,
la sentía agigantarse, posarse sobre ellos como un pesado enjambre
de moscas a punto de morir. Él se mostró partidario desde un
principio de despojar al cadáver de todas sus prendas, pero se topó
con la inesperada oposición de Peña que pretendió convencerle de
que lo apropiado era inventariar la ropa y dejar el resto de la
tarea para la autopsia. Lo frustrante fue que tanto el comandante
de puesto como el cabo parecieron apoyar la idea, si no de un modo
directo, sí al menos aduciendo determinados reparos: sugiriendo que
esa clase de manipulación del cuerpo ante sus conocidos y
familiares bien podría originar un altercado.
Pero Castillo estaba resuelto a actuar según
su criterio. Y también a no ceder.
Además, sintió que su endeble determinación
salía reforzada y que su natural disposición al método científico
debía multiplicarse, al ir tomando conciencia del descuido con que
habían procedido la autoridad judicial y policial hasta aquel
momento. Le pareció increíble que ni siquiera se hubiesen molestado
en acordonar con una cinta el área del hallazgo. Se había permitido
la libre circulación de gente hasta las mismas barbas de Beltrán,
pese al riesgo de que cualquier huella o prueba quedara borrada o
destruida. Una de dos: o daban por hecho que aquella era otra
«muerte natural» (¿cómo era posible que un tercer cadáver no
hubiera encendido las luces de la alarma en aquellas mentes por muy
poco acostumbradas que estuviesen a discurrir?), o es que ignoraban
por completo cuál era su deber. Tiempo después juzgaría como
demasiado severas y precipitadas sus apreciaciones sobre las
disposiciones tomadas —que se habían dejado de tomar, para ser más
precisos— aquel día. Al estrecharse su relación con Caparrós
gracias a la conjunción de una serie de circunstancias inesperadas,
pudo descubrir que bajo las sombras de aquella extraña debilidad de
carácter latía un espíritu capaz de asimilar con humildad cualquier
aportación valiosa, una inteligencia más despierta de lo que
aparentaba ser. Solo aquella perniciosa tendencia a dejarse llevar
por la corriente más poderosa y por el viento más favorable, le
impidió tomar, con criterio práctico, las decisiones más adecuadas
aquel día.
—Quítele toda la ropa, por favor —pidió con
voz firme. A renglón seguido rodeó el cadáver para significar a los
disconformes que debían apartarse y dar paso a Luis. Éste se las
arreglaba estupendamente sin mascarilla ni guantes, y no se inmutó
cuando al quitarle los calzoncillos apareció una masa de
excrementos en su interior—. Vaya metiéndola en una bolsa
—añadió.
Una voz balbuciente, la voz trabajada y
enronquecida de una mujer entrada en años, les gritó desde el
primer corro:
—¿Qué le ha pasado?... ¿Qué le han hecho?
¿Por qué... por qué le hacen fotos?
Caparrós pareció inquietarse. Tenía las
manos entrelazadas a la espalda y, de pronto, comenzó a retorcerse
los dedos de la derecha, primero con disimulo, y más tarde con
abierto nerviosismo. Pocos segundos más tarde dio instrucciones
mediante el walkie-talkie al guardia que contenía a ese grupo de
personas, y éste dijo algo al oído de la mujer. Acto seguido, ambos
entablaron una breve conversación.
«El de los muertos» se restregó la nariz
contra la manga del jersey, nada más terminar. Tenía unas manos
ásperas como la corteza de un madroño y sus uñas habían acumulado
todos los tintes usados en la ebanistería, hacía una
eternidad.
—¿Le damos la vuelta? Venga, Paco, ayúdame
—gesticuló mirando a su joven sobrino, sin aguardar a que le
respondiesen—. Cógele de los pies.
Después de que el cuerpo quedase depositado
sobre un saco de plástico azul que el ayudante había extendido en
el suelo, Luis se arrodilló una vez más y le quitó la camiseta y
los calcetines. Estaba como su madre lo trajo al mundo. Castillo se
inclinó, tapándose la nariz con una fuerte presión del dorso de su
antebrazo y examinó el cuerpo de cerca, durante los pocos segundos
que pudo aguantar la respiración.
Y nada, aparentemente. Ni sangre ni marcas:
sólo el horror de la muerte con toda su miseria, el desamparo de un
cuerpo abandonado por la fuerza del sentimiento, por la energía de
las ilusiones, por el combustible del miedo y de las dudas, por el
fuego del deseo, por el dolor lacerante de la soledad. La rabia
contenida de parte del grupo se había solidificado detrás como una
gelatina, que parecía querer empujarle, cubrirle por entero, ahogar
su ánimo. Tendría que aguantar ese peso sin desmayar, sostenido por
su profunda enemistad (la había sentido desde niño) hacia ese pudor
mal entendido de la ignorancia.
Había gente allí atrás con los que,
probablemente, ya nunca podría establecer una relación de confianza
mutua.
El sol había sobrepasado su cenit y
derramado aceite en las cabezas del grupo. Las frentes brillaban
con el lustre de unos zapatos recién untados de betún. La gente iba
y venía por el carril en mayor número cada vez, aumentando el
alboroto y la sensación de caos. Ruidosos ciclomotores, tartanas
con remolques, tractores, paraban en las proximidades o pasaban de
largo tras detenerse a curiosear. Comenzaban a escucharse gritos y
llantos, palabras de consuelo ahogadas en el alarido de la
consanguinidad y el amor antiguo. Mirando tímidamente atrás,
distinguió a una mujer que se mesaba el pelo con rabia entre un
rosario de gemidos.
La oyó preguntar «por qué» y «qué ha
pasado», y reconoció la voz que había intranquilizado a Caparrós,
pero ahora sus sollozos distorsionaban los vocablos y algunas de
sus interrogaciones —clavándose en el viento como dardos disparados
a ciegas— se difuminaban en la confusión reinante. (Al día
siguiente supo por Ladrón de Guevara que aquella mujer,
Consolación, era hermana de Beltrán; que Lucio estuvo casado y que
llevaba separado más de veinte años, que a sus tres hijos se los
había llevado la madre a Cataluña, después de la separación, y que
el padre no había vuelto a verlos desde entonces).
Trató de ignorar todo aquello y pidió las
notas de la secretaria para contrastarlas con las suyas. Asunción
había escrito al dictado, relacionando las prendas y describiendo
someramente, en lenguaje desnudo de tecnicismos, la posición del
cuerpo y las circunstancias del hallazgo.
Básicamente coincidía con sus
anotaciones.
Sintió que le sujetaban el brazo y que le
empujaban a un lado, mientras repasaba sus apuntes.
—¿Cuándo vamos a terminar con esto?
—masculló el sargento, ajustándose nerviosamente las gafas.
—Tranquilo, Federico —suplicó el médico sin
mirarle.
—Entiéndelo —insistió él en voz baja. Y
sacudió levemente la cabeza hacia el corro de gente.
En ese momento comprendió de qué manera le
alteraban el ánimo las situaciones conflictivas al pacífico
Caparrós. Comprendió el porqué de su paulatino cambio de humor, a
medida que se fueron arremolinando vecinos y familiares en torno al
cuerpo de Valera, aquel día de septiembre en que habían trabajado
juntos la primera vez; cómo se empequeñeció a sus ojos, perdiendo
en cuestión de minutos la entereza y casi la compostura que había
mostrado al principio. Se derrumbó de una manera tan extraña que
llegó a creer que se había puesto enfermo de pronto. Pero sólo era
la lucha de un hombre consigo mismo. En esto era distinto de otros
servidores del orden público que había conocido.
—Ya estoy acabando —dijo tranquilamente
Castillo—. Luego me pasaré a verte. Quisiera que me dedicaras unos
minutos. ¿Puedes?
Él asintió aliviado ante la perspectiva de
dispersar a los curiosos, y darle una mínima satisfacción a la
familia.
—Esta tarde me toca ronda. Vente a las
cinco.
—Por mi parte, pueden llevárselo ya
—puntualizó Castillo, hablándole al
juez—. Ah... y otra cosa Cirilo: haga el favor de darme el teléfono
de la jueza.
Cirilo Peña pareció disgustarse pero
finalmente se avino al inusual ruego del médico. Después, eso sí,
de preguntarle los motivos. Asunción arrancó un fragmento de papel
con el número anotado apresuradamente, una vez que Peña le hizo una
indicación. Que Castillo deseara hablar con la jueza le había hecho
dudar (más por sorpresa que por recelo).
Con una forzada sonrisa, guardó el número en
el bolsillo interior de su chaqueta, haciéndose a un lado para dar
paso a la caja que porteaban los funerarios y dos voluntarios. La
introdujeron con premura en el coche fúnebre, pese al empeño de la
mujer por interferir (pensó al contemplar la escena en cuánta
irracionalidad impulsa el sentimiento de pérdida). Por fin,
enfilaron el camino del pueblo mientras se esfumaba el
tumulto.
Era evidente que tenían prisa..
Caparrós estaba espatarrado en el sillón de
oficina con la cabeza echada hacia atrás para leer —sin la ayuda de
los fluorescentes del techo— en el manojo de papeles que sostenía
en su mano derecha. La iluminación era escasa y la claridad que
penetraba, a su espalda, por la ventana principal, cada vez más
tenue, aunque parecía apañárselas bastante bien. Salía del altavoz
diminuto de un pequeño transistor una melodía pop, de estribillo
muy comercial, una canción que no reconoció Castillo. El acceso
desde su casa al cuartel, en cuesta pronunciada, animaba a coger el
coche. Se había llevado el Volvo, pensando también en su cita de
las ocho con los alcohólicos. El guarda de la puerta le había
dejado entrar, sin preguntarle; incluso le había animado a pasar
con un gesto. Probablemente estaba advertido de su llegada.
—Hola —saludó sin ceremonia.
—Ah, hola. Siéntate, Ramón. —Y Caparrós
desconectó el transistor.
El sargento vestía ropa de calle: pantalón
de tergal gris, camisa azul a rayas y cazadora de piel. Tenía la
mesa repleta de carpetas y folios amontonados de cualquier manera,
en completo desorden, una desorganización que se extendía al resto
de la habitación pero que no casaba para nada con su aspecto de
hombre pulcro y cuidadoso en el vestir. A su derecha, había una
foto enmarcada del Rey con uniforme militar. El resto eran adornos
baratos, un reloj de pared y una orla antigua.
Había meditado mucho en los días precedentes
sobre la oportunidad de confiar un asunto tan delicado a la guardia
civil de Portas. Y aún no estaba del todo seguro. Le preocupaba
sobremanera con qué clase de reacción se toparía, porque no se
trataba únicamente de obligarles a
establecer una relación de posible causalidad entre las muertes de
Picogordo, Ángel y El Chato, de decirles: «intenten ver qué tienen
en común», y «¿qué les parece?, ¿no les resulta chocante?». Y
entonces darles tiempo a reaccionar, a que se parasen a pensarlo,
si no lo habían hecho ya (¿era sencillamente entonces que no se
atrevían a hurgar un poco?). También era imprescindible recordar el
pasado, había que mencionar los sucesos del sesenta y nueve. Y no
tenía ninguna confianza en suscitar su interés, y menos en hacerles
comprometerse a investigarlo con un mínimo de dedicación y no sólo
para cubrir el expediente. Y, en otro sentido, también sopesaba un
aspecto no menos importante: que le considerasen un lunático, que
le despreciasen por tonto o fantasioso, lo cual le causaba un
enorme sonrojo sólo de pensarlo. Se sentía vulnerable en ese
terreno, veía (se imaginaba) un muro enorme de dudas y recelos
delante de él y no podía evitar el tener esos pensamientos
acosándole a intervalos regulares. Caparrós era para él un completo
desconocido, y por lo tanto un hombre imprevisible. Antonio lo
desaprobaba absolutamente, había discutido mucho con él respecto a
esa posibilidad; agriamente incluso. Le decía que no debía confiar
en los civiles, que si asumían la investigación sería para congelar
el asunto, para encerrarlo bajo llave y hacerlo olvidar, para
sustraérselo. Antonio tenía todas sus esperanzas puestas en la cita
de Madrid, había acogido con gran entusiasmo la aparición de la
carta (al igual que él, había relacionado en el acto el
acontecimiento con los sucesos del sesenta y nueve, pero a
diferencia suya —que se reservaba dicha opinión— había optado por
expresarla abiertamente) e incluso se había ofrecido a acompañarle,
aunque él lo había rechazado ante el temor de que su presencia (no
solicitada; tal vez no deseada) tuviese un efecto negativo, que
cohibiese a su misterioso comunicante.
Y eso no podían permitírselo, porque lo de
Madrid prometía.
Sin embargo, ninguno de los dos podía
explicarse el hecho de que si en realidad se hallaban ante esta
persona —la clave que sirviese para enlazar ambos episodios—,
hubiese decidido contactar precisamente con él ¿Por qué? ¿Por qué
no dirigirse a la guardia civil o al juzgado?
Su relación con los hechos era meramente
incidental y nada le vinculaba a acontecimientos pasados. Esto les
preocupaba a ambos. Bueno, podía afirmar que a él sí le inquietaba;
o más bien, que le tenía desconcertado.
—Mucho trabajo... —aventuró Castillo para
romper el hielo.
—Buff —resopló—. Los furtivos me traen de
cabeza. Mira —señaló con la vista un montón de carpetas
clasificadoras en una de las esquinas de la mesa escritorio—, todas
esas son expedientes sancionadores por pesca o caza ilegal... Bien
—cambió de tercio—, pero cuéntame...
Castillo se retrepó en la incómoda silla,
apropiada para interrogar a delincuentes y torcerles el ánimo, para
ablandarlos a fuerza de dolores de espalda, pero absolutamente
inapropiada para dejar fluir una conversación entre amigos. Encima,
venía bastante irritable después de una tentativa de siesta saldada
con un clamoroso fracaso. Los dueños de la casa de enfrente se
habían embarcado en una reforma completa y los malditos albañiles
eran incapaces de trabajar sin la música chabacana y estridente
proporcionada por un enorme radiocasete, aún más grande que ellos.
Su único consuelo era que nadie había aparecido por el consultorio,
después del aplazamiento de la mañana, y pudo marcharse en
dirección al cuartel mucho antes de lo que esperaba.
Probó a cruzar las piernas, a ver si
mejoraba la cosa. Luego disparó el dardo.
—Con Lucio, van tres.
El sargento le miró un instante a los ojos
con sus grandes y redondos ojos de búho real, cogió un cigarrillo y
se lo puso entre los labios.
—Es verdad —afirmó, con el cigarrillo sin
encender temblando en su boca—. ¿Tú, qué piensas?
Castillo respondió, caviloso y
cabizbajo:
—Que es alarmante. —Se detuvo como si
esperase la reacción del sargento, pero Caparrós se limitó a
mirarle con respetuosa seriedad—.
Y que no es casualidad —añadió.
El sargento captó al instante toda la
intención de las palabras de Castillo y tensó de forma automática
los músculos de su mandíbula y de sus hombros, que se alinearon al
alzarse ligeramente.
—¿Qué mirabas en aquella botella?—preguntó
con frialdad.
El tono agrio de Caparrós dejó durante
breves segundos a Castillo sin las palabras adecuadas. En lugar de
responder con alguna evasiva, decidió afrontar el hecho de haberse
entrometido en terreno ajeno.
—Debí pedirte permiso —admitió humildemente,
sin olvidarse de que era obvio que el sargento se la tenía
guardada—. Reconozco que os dejé en mal lugar.
—Eso es lo de menos; no era cuestión de
pedir permiso, Ramón.
Pero comprende que no puedes hacer lo que te
venga en gana, y encima irte luego sin decir esta boca es mía.
Cogiste la botella como si estuvieras recogiendo una
prueba...
—Quería saber si el poso del envase era agua
—explicó el médico.
—Y ¿qué ibas a hacer?, ¿probarlo?—le
interrogó, ligeramente irritado, el sargento.
—Ya te he dicho que me equivoqué.
—Pero, ¿por qué?—volvió a preguntar
Caparrós, mucho más calmado—. No me has contestado.
—Bueno... —dudó Castillo— los antecedentes
son de una sed intensa.
Precisamente la sed, que iba perdiendo
consistencia como hecho cierto y común, cercada por numerosos
interrogantes, fue lo primero que acudió a su cabeza para
justificarse. No sabía aún por qué.
—Los antecedentes —repitió Caparrós,
mientras se rascaba con suavidad la barba incipiente de su
mandíbula.
—Valera y Mañas.
—¡Ah!
La actitud del sargento empezaba a
disgustarle de veras; tanto, que decidió ir al grano de una vez por
todas.
—Tú sabes lo del agua en sus estómagos
—afirmó Castillo con gesto serio.
Caparrós sonrió casi imperceptiblemente,
mientras que, con los ojos fijos en la mesa, garabateaba algo en
una copia de una de las páginas del boletín oficial de la
provincia.
—A mí, háblame claro.
—Creo que están conectadas de algún modo.
Ahora el sargento le miraba con una
curiosidad no exenta de simpatía.
—La de Beltrán, no parece una muerte
violenta —dijo midiendo las palabras.
—Pregunta en la comandancia, o infórmate por
el procedimiento que mejor veas, pero te garantizo que no
encontrarás una estadística parecida a ésta en ninguna población de
este tamaño..., ¡ni siquiera aunque fuese cinco veces mayor que
Portas! ¿Tres muertos en dos meses, y además en las mismas
circunstancias?—clamó, dirigiendo a sí mismo la pregunta—. ¡Es
rarísimo!
—Vale —dijo el sargento sin parecer
impresionado—. Ahora dime si crees que la de Beltrán es una muerte
violenta.
El médico se mantuvo callado durante un par
de segundos, mientras sus ojos intentaban escarbar bajo la capa de
los formulismos de Caparrós, a ver si le era posible hallar el
tesoro oculto de su verdadera opinión.
—No, no lo parece —admitió, a medias—. Pero
llevamos tres en dos meses, Federico. Con la misma apariencia,
además. Me pregunto si son demasiadas para lo que estamos
acostumbrados..., o es algo que puede ser sencillamente aceptado
como fortuito, y me pregunto si la gente se estará mosqueando, o le
dará igual.
Caparrós sopesó con mucho cuidado sus
siguientes palabras (ésta era una de las grietas de su
personalidad: sentía pánico a manifestarse de un modo imprudente),
y mientras lo hacía ofreció maquinalmente tabaco a Ramón, pese a
conocer que lo había dejado y luego se encendió el suyo.
—Ignoro qué idea tienes dentro de la cabeza,
que es lo que se te ha metido ahí para pensar en un vínculo... Si
sabes algo que yo no sé, escúpelo ya... Pero si te estás imaginando
cosas..., yo sí te puedo decir que el tema está muy verde.
—Entiendo tu postura...
—¡Qué vas tú a entender!—clamó Caparrós,
enarcando con cierto desprecio las cejas.
Ramón Castillo aspiró el delicioso y
tentador aroma del humo recién filtrado. Una profunda incomodidad
aderezada con su propia timidez le atravesó el pecho. Por fin,
Caparrós se había dejado de cortesías y le decía a las claras lo
que pensaba: que estaba comportándose como un detective
aficionado.
—No pierdo nada por ahondar un poco en lo de
la sed —dijo en voz muy baja Castillo, como si estuviera hablando
para sí mismo.
—Hay que andarse con pies de plomo con este
tipo de asuntos —le advirtió amistosamente el sargento—; relacionar
esas muertes puede causar un buen follón. De modo que lo mejor es
que te dejes de comentarios... ¡Como se corra la voz, estamos
listos!
—Desde luego.
Caparrós sonreía, recordando de repente algo
gracioso. El humo flotaba indeciso a su alrededor.
—Espérate hasta ver la autopsia.
Castillo asintió varias veces seguidas,
meditando a la par sobre si podría considerar desde ese instante a
Caparrós como aliado o se convertiría definitivamente en un
obstáculo más... Si Bernal se diese un poco más deprisa...
—Tu opinión me interesa mucho —dijo
Castillo.
—Espérate a ver la autopsia —repitió con
cierta aspereza, mientras consumía a suaves caladas el cigarro y
daba vueltas y más vueltas a un rotulador entre sus dedos.
Ramón se rascó la cabeza. Alguien voceaba en
la puerta del cuartel discutiendo con el guardia, cuya voz, a un
volumen mucho más bajo, apenas se distinguía. El jaleo no parecía
preocupar lo más mínimo al sargento.
—Esto no es casual —se limitó a sugerir tras
una breve pausa para dar tiempo a que aminorase el alboroto de
fuera.
—¡Ah! ¿Y qué es entonces?
—No tengo datos todavía. Pero pronto lo
sabremos. Bueno —dudó—
... eso espero.
De improviso, el sargento se ruborizó, como
si se avergonzase de haber estado tan a la defensiva, de haberse
centrado, desde el principio y casi exclusivamente, en evitar a
toda costa que Castillo le sonsacase, en lugar de cambiar
impresiones de un modo franco.
Se levantó ligeramente nervioso y pulsó el
interruptor de la luz, pues la habitación se hallaba ya en una
molesta penumbra.
—Perdona, pero lo yo quería decir antes
es... que es posible que... —dudó, amedrentado por su condición de
profano ante Castillo— se den esos infartos, embolias o lo que sea,
¿no?
—Hombre, claro que es posible —admitió sin
convencimiento.
A continuación cambió de tercio, diciendo en
tono casi de súplica:
—No te lo tomes a mal, pero, a propósito de
lo de esta mañana, ¿qué habéis hecho allí, habéis mirado dentro del
cortijo?
Nuevamente, Federico se puso en
guardia.
—No —dijo al fin—. Vimos que la puerta
estaba cerrada. Eso sí se comprobó.
Castillo decidió insistir con todo el tacto
posible.
—No estaría de más.
El sargento adoptó un aire desafiante,
irguiendo los hombros y apoyando los codos sobre la mesa. Se le
había dibujado en el rostro una inequívoca expresión de
disgusto.
—Ramón, ¡haz el favor! ¡No me digas cómo
tengo que hacer mi trabajo!—dijo con sequedad.
—En ningún caso. Sólo me preocupan los
paralelismos... No quiero que se pierda ninguna oportunidad por no
tenerlos en cuenta.
—Pero es que estás equivocado, que no es así
como funciona. ¿Es que tú has visto algún indicio de muerte
violenta? ¿Has visto sangre, heridas, o signos de lucha? Dime, tú
has estado conmigo esta mañana.
En estos casos, lo primero es analizar lo
que ves. Y, después vosotros, los médicos, tenéis la última
palabra, porque todo va a depender de si encontráis algo
anormal..., en fin, algo que descarte una causa natural.
El médico vio inútil continuar por ese
camino. Juzgó, además, arriesgado y falto de tacto el someter al
sargento a un interrogatorio, presionarle acerca de lo que había
dejado de hacerse. No podía pretender, por muchos circunloquios que
utilizase, que los daños causados por el descuido mostrado horas
antes —de ya imposible reparación—, se reconociesen. Porque actuar
a destiempo sería igual que admitir que no se hizo lo debido. Ese
camino estaba cegado. Ya se las apañaría para mirar dentro del
cortijo. Aunque en ese instante no sabía bien cómo. Era evidente
que Federico no era hombre de fértil imaginación, ni era tampoco el
tipo de persona que se cuestiona las cosas, que se hace preguntas a
sí mismo. Aparte de ello, su cintura empezaba a protestar y sentía
anquilosadas las piernas por aquella postura cruel en la maldita
silla para maleantes.
—Me voy a Madrid el sábado —explicó—. Allí
me espera alguien que dice tener información relevante sobre
estas muertes.
Los ojos de Caparrós brillaron presa de un
interés repentino, pero por unos segundos se mantuvo expectante,
como aguardando que Castillo le desvelase a renglón seguido todos
los pormenores de aquella sorprendente confidencia.
Éste abandonó el asiento con un quejido de
dolor y buscó apoyar las nalgas sobre un mueble bajo de color
blanco, de dos puertas, pegado a la pared frente a la mesa
escritorio. Cuando pudo acomodarse, cruzó los brazos.
—Esas sillas son una puta mierda. Puedo
traerte una de arriba —dijo el sargento, haciendo ademán de
levantarse e ir a buscársela.
—No; no hace falta, de verdad. Te lo
agradezco, pero prefiero estar de pie.
—Bueno...—dudó él—.Como quieras. ¿Qué decías
de Madrid?
—Es una historia muy larga —dijo con
repentina aprensión, al considerar por un instante la mera
posibilidad de tener que relatar de nuevo y desde el principio
aquel culebrón al sargento—, pero para resumir te diré que un
fenómeno similar a este ya ocurrió en Portas hace veintisiete
años...
—¿Veintisiete años?... —repitió el sargento
con extrañeza.
—Así es.
En ese momento, el guardia de puerta
irrumpió en la habitación, acercándose acto seguido a la
mesa.
—Perdón, la mujer de fuera dice que le han
dado una paliza —comentó en voz baja, casi inaudible, dirigiéndose
a Caparrós. Luego, aproximándosele al oído, dijo algo
exclusivamente para el sargento, y volvió a elevar la voz—. Por lo
visto, hay una pelea en las «casas baratas» (bloques de pisos en
régimen de cesión a personas sin recursos)—. ¿Qué hacemos?
—Avisa a Juan —le ordenó—. Que se vista y
vaya contigo... Yo me quedaré hasta que bajéis. —Y se balanceó
sobre el respaldo—. Ah, y dile a ésa que vaya a que le hagan un
parte.
Sonó en ese instante el teléfono en la
garita de la entrada, con tonos de timbre fuerte y antiguo, y el
guardia corrió a contestar. Segundos después, la llamada saltó a la
unidad de mesa del despacho.
—El sargento al habla... Sí, van para allá.
—Una pausa más larga, durante la cual su expresión mudó de golpe;
los ojos chispeándole de ira —.Tranquilícese... No me chille...
tranquilos, ¿eh?
Se oyó cerrarse la puerta de la garita,
mientras colgaba. Caparrós aplastó la colilla contra el fondo del
cenicero y expulsó con fuerza el aire por su nariz.
—Esto es a diario, ¿sabes?
—Cómo no voy a saberlo —Castillo se sonrió—,
si nos los mandáis vosotros. Los conozco bien. Siempre están de
jaleo.
—El Zanahoria se está adueñando del
trapicheo a gran escala —explicó Caparrós—. Por eso hay tanta
gresca últimamente. Le ha quitado dos buenos elementos al clan de
Los Ingleses y ahora los está usando de correo... Les tapa las
entradas, colocándoselos en las esquinas... Y cuando van a
echarlos, se dan cera a base de bien.
Los maseteros de Castillo se contrajeron.
Sentía indignación por la naturalidad con la que Caparrós hablaba
del tráfico de drogas, como si únicamente le hubiese tocado ser
espectador pasivo de semejante iniquidad.
El consumo de coca era ya una autentica
plaga, admitida por todos en el pueblo, que había arraigado entre
la juventud de Portas como una mala hierba. Veía tan a menudo, en
sus guardias nocturnas, chicos agitados, con la mirada vidriosa y
nublada; niñas de labios resecos por la angustia y el miedo que
experimentaban tras el «subidón», con los grafittis caprichosos del rímel sobre los párpados,
como mensajes cifrados de socorro; con las ojeras de los náufragos
oceánicos, ya sin esperanza... Veía tantas futuras ruinas humanas,
y tan jóvenes, que se le retorcían las tripas sólo de pensar en
aquellos criminales.
Una mayoría en el pueblo pensaba que había
que parar aquello cuanto antes.
—Hablas como si no pudierais hacer nada —le
reprochó Castillo, mientras intentaba acomodarse mejor apoyando las
palmas en el tablero del mueble.
El sargento aceleró los giros del rotulador
entre sus dedos y, rehusando mirarle, dudó antes de
responder.
—Menos de lo que quisiera, Ramón —dijo al
fin—. Mucho menos de lo que quisiera... Fíjate: la dificultad mayor
es cogerles una cantidad de droga que justifique el tráfico, porque
como tú bien sabes el consumo no está penalizado. Pero el problema
más grande es que se lo montan de cine, ¿sabes? Ahora todos emplean
mujeres como correos; los tíos son más fáciles de pillar... Hace un
mes cogimos medio kilo de chocolate de la bolsa de una vieja que
daba lástima de verla.
—¡No me digas! —exclamó sorprendido—. ¿De
aquí?
Federico titubeó pues el asunto estaba
sub judice. Temía haberse ido un poco de
la lengua.
—De La Mesa —especificó tras una breve
pausa.
La Mesa es un pueblecito de menos de mil
habitantes, a seis kilómetros al sur de Portas.
—No me lo puedo creer.
—Sí, hombre; no es un caso único. Las tías
jóvenes usan el coño.
Castillo no pudo evitar reírse pese a que el
asunto en sí no le hacía maldita la gracia.
—¿Qué hacen con el coño?
—Meterse en él las bolas de coca —explicó el
sargento—. Así las traen de Guadix y de Granada. Saben
perfectamente que no podemos registrarlas...
La pizpireta mujer de Caparrós asomó su
rostro aniñado y sus rizos rubios a la puerta y le hizo un
simpático gesto con los ojos a su marido.
Era muy agraciada, aunque no una belleza, y
rondaba los veinticinco.
—Vale —musitó él. Y la muchacha se esfumó
con la misma rapidez con la que había aparecido.
—Te estoy entreteniendo —observó Castillo,
pensando más en su tiempo que en el del sargento.
—En absoluto —le tranquilizó éste—. ¿Qué me
decías? Hablaste de hace veintisiete años...
El reloj de pared marcaba la seis y veinte.
Fuera, la noche había caído con todo el rigor y la gravedad del
invierno. La iluminación amarillenta del parque contiguo destellaba
en los cristales de las ventanas.
Estaba harto de aquella postura. Y le dolían
a rabiar la cintura y el cuello. Aun así, decidió contarle en pocas
palabras el asunto que se traían entre manos él y Ladrón de
Guevara.
—Todo dependerá de lo de Madrid, Federico. A
ver qué saco de allí... Te voy a pedir un favor —añadió.
—Dime.
—Es acerca de las fotos. Déjame verlas,
cuando las tengas... ¿Quieres?
Aunque se sentía terriblemente cansado, tras
haber aguantado hora y media peor que de pie en el cuartel, tenía
decido no faltar a su reunión quincenal con los alcohólicos de la
asociación local. Su cometido en la reunión consistía esencialmente
en estar presente, que los socios le vieran allí. Eso les infundía
seguridad. Les apoyaba durante las terapias de grupo, las moderaba
procurando no restarles protagonismo a ellos. Ocasionalmente
aparecía alguien nuevo con ánimo de dejarlo y entonces él lo
entrevistaba. El primer contacto ya le proporcionaba una guía
bastante certera acerca de si se trataría de una oportunidad
fallida o no. Si su instinto le decía que tenía posibilidades de
fructificar, cuidaba con mimo las siguientes citas, se ocupaba
personalmente de gestionar los medicamentos y los análisis
necesarios. Si no era así, si el paciente perseguía otros
propósitos diferentes a los de curarse de su adicción —una renta,
una baja laboral, u otros réditos— él dilataba los futuros
encuentros a la espera de que se diese por vencido. Otros no
regresaban después de la primera visita, aunque su interés fuese
sincero. Querer ayudar a esos enfermos era frustrante a
veces.
Tenía la cabeza cuadriculada en cuanto a los
compromisos adquiridos. No faltaría a ellos, salvo por una grave
circunstancia. Necesitaba antes, eso sí, un café caliente, tener un
instante para sí mismo, sentado en una silla de las de
verdad.
Dio gracias a Dios por no encontrarse con
ningún conocido cuando hizo escala en la cafetería del Hotel. Allí
se tomó quince minutos para hojear tranquilamente el periódico,
pensando también en quienes vería más tarde, en la asociación.
Apostó a que no habría más de cinco, los de siempre, y a que
seguramente estarían jugando a las cartas y fumando como
carreteros, con el televisor a todo trapo de horrenda música de
fondo.
Y así era, efectivamente, sólo que esta vez
estaba con ellos César Amador, conocido por El Careto, de quien no
conservaba un recuerdo demasiado agradable. Podía imaginar sin
temor a equivocarse a qué se debía su presencia allí, por qué se
hacía pasar por alcohólico desvalido aquel individuo que en
realidad era un psicópata muy peligroso, un toxicómano múltiple,
camello y ladrón ocasional, cuya aversión por cualquier norma era
bien conocida en el pueblo. La razón no podía ser otra que el
dinero, las ayudas de la asociación que, sin escrúpulo alguno,
trataba de obtener para sus viajes en busca de algún
trapicheo.
El tío, además, irradiaba cierto carisma,
alimentado por esa locuacidad arrabalera tan propia de los yonquis,
frente a la cual él se sentía casi impotente. Arrastraba ya dos
experiencias amargas con El Careto, la última el mes anterior,
durante una de sus guardias localizadas. No recordaba con exactitud
lo ocurrido, pero sí que la excusa de su agresividad había sido
reclamar (y no obtener) unas pruebas diagnósticas —evidentemente
innecesarias— para su hermano, al que escoltaba la guardia civil,
preso de una severa agitación etílica. El tío había escupido sapos
y culebras contra su persona: «hijoputa»
y «vaya sueldo tirao el que te dan»,
fueron sus palabras más amables. Luego, había reculado
centelleándole los ojos y echando espuma por la boca mientras le
hacía responsable de la hipotética muerte
de su hermano.
La historia de aquel individuo no era
excepcional: unos buenos años como camello o chuleando a alguna
desgraciada en Cataluña o en las Baleares («las islas», como solían
llamarlas los trabajadores eventuales de la hostelería) hasta que
la fortuna menguaba, por problemas con la justicia o de salud.
Volvían inexorablemente a la casa de sus padres, muchas veces
transformados en cadáveres ambulantes o seropositivos sin
esperanza.
Castillo suspiró con cierta congoja y, a
continuación, tragó saliva un par de veces. El presidente de la
asociación, Rafael Carmona, fue el único que se dignó a abandonar
su silla. El local estaba prácticamente envuelto en niebla (había
que subir a la segunda planta de la Casa de la Cultura para
encontrar la pequeña sede de la asociación: menos de veinte metros
cuadrados de espacio sumando las dos habitaciones) a causa del humo
de los cigarrillos. Se respiraba calor humano, el calor físico de
los cuerpos y las ropas de trabajo.
Quiso sentarse, aunque sin compartir mesa
con los presentes, pero Carmona le cogió del brazo. Estaba visto y
comprobado que aquél no era su día de suerte.
—Buenas tardes a todos —dijo, tratando de
evitar con poca fortuna la mirada de César.
Las cabezas de Simón, de Antonio El Liebre y
de Luis Bardas se movieron al unísono. Hubiera jurado que hasta El
Careto le devolvió el saludo.
Miró a Carmona, que reía silenciosamente
mostrando sus largos dientes color caoba.
—Venga un momento, don Ramón —dijo con su
característica voz cascada— que voy a presentarle a Sandra, nuestra
psicóloga.
Siempre que trataba de pronunciar la palabra
«psicóloga» la boca de Carmona se movía como un edificio viejo
durante un terremoto, y las sílabas se derrumbaban finalmente,
deshaciéndose en su caída.
El médico siguió al bueno de Carmona,
interiormente bloqueado por la inesperada presencia de César, con
los sensores de peligro destellando una lucecita roja en su cabeza,
y en dos pasos estuvieron en el pequeño cuarto adyacente, donde una
mujer joven, con la mirada fija en la pantalla de un ordenador,
deslizaba diestramente los dedos sobre el teclado.
Aquel cuarto carecía de puerta. Era casi
increíble que alguien pudiera aislarse para trabajar en un ambiente
así.
—Ya me queda muy poco —anunció la mujer
mirando alternativamente y con inusitada rapidez a la pantalla y a
Carmona (no a él).
—Sandra, mira, tú debes conocer a nuestro
médico —especuló sonriente Rafael.
—Hola.
—Encantado.
El contacto de aquella mano le proporcionaba
a Castillo una sensación familiar de frialdad.
—Conocerle, no —admitió la muchacha,
mirándole directamente a los ojos con una expresión alegre y
coqueta—. Sólo de oídas.
El murmullo se acrecentaba en la primera
estancia, dificultándole concentrarse en la conversación. Viéndola
de frente, la muchacha le pareció mucho más guapa que instantes
atrás, al mirarla la primera vez, inclinada sobre el teclado del
ordenador. Su cara era redonda, pequeña, los labios muy bien
dibujados, con las comisuras ligeramente levantadas. Una media
melena de fino cabello negro, suavemente ondulado.
Ganaba al sonreír, sus pómulos se
redondeaban con atractivo desenfado, y hasta los ojos le reían,
brillando como zafiros recién frotados con un paño, unos ojos de
oscuros iris como las sombras de los bosques de chopos, todo lo
oscuros, pensó, que pueden ser unos ojos, aunque no eran negros,
porque éstos sólo existen en las fantasías de los poetas.
—Sandra nos está ayudando mucho con la
terapia —terció Carmona—. Si no fuera por ella ya habríamos
perdido a Juan... a Juan El Chinche,
¿sabe quién le digo? ¡Estaba imposible! (Sandra comenzó a protestar
en voz baja, como si no quisiera interrumpir a Carmona al restarse
importancia a sí misma) Sí —insistió él—, si no fuera por ella,
Juan no estaría ahora con nosotros ¡No digas que no!
—Bueno, bueno, Rafael. ¡Cómo eres!
La psicóloga reía, al tiempo que sus
mejillas se encendían abarrotadas de sangre joven.
—No os podéis quejar del voluntariado
—aseveró Castillo.
Carmona balanceó suavemente la cabeza,
primero para corroborar la afirmación del médico, pero de modo
paulatino aquel balanceo se transformó en un gesto de seria
preocupación.
—No. ¡Si no fuera por ustedes!... Pero
tenemos otro problema —miró a Castillo—. Y gordo, —afirmó elevando
la voz y meneando la cabeza de un lado a otro — ¡Y gordo!
Ramón se desplomó agotado en una de las
sillas metálicas que amueblaban la habitación. Suponía que tras el
lamento de Carmona se ocultaba una nueva petición de ayuda. Estaba
acostumbrado a oírlo quejarse como una plañidera en cuanto se
enfrentaba a cualquier dificultad, a sabiendas de que siempre
habría alguien que acudiría a sacarle del atolladero. Sandra se
había levantado y recogía unos folios esparcidos por la mesa. No
parecía interesada en el futuro devenir de la conversación: síntoma
evidente de que estaba al tanto del «gordo» problema que tanto
acuciaba al presidente.
—Cuéntame —dijo resignado el médico.
Sandra se sonrió mientras terminaba de
apilar sus papeles en una esquina de la mesa.
—Necesitamos un proyecto para que nos den la
subvención. Antes de fin de mes ¡Y no hay nada hecho!
—¿Un proyecto? ¿De qué tipo?—Castillo miró
de reojo a la psicóloga.
Carmona no respondió de inmediato. Durante
unos segundos se dedicó a mover las cejas y cambiar repetidamente
de semblante, reflejando opuestos estados de ánimo, como si
estuviera considerando todas las alternativas y, con ellas, las
luces y sombras que envolvían el asunto.
—Es un proyecto para vincular —la palabra brotó, no sin esfuerzo,
probablemente después de incontables ensayos— laboralmente a un
médico y a un psicólogo con la asociación. Nos dan tres millones de
pesetas, si los podemos justificar.
—¿Qué organismo?
—¿Cómo?
—Sí, Rafa —terció Sandra—. Que quién da el
dinero.
—¡Ah, bueno! El dinero nos lo tiene que dar
Asuntos Sociales —otra vez balbuceó las palabras, incapaz de
pronunciarlas correctamente— pero nos lo gestiona el Ayuntamiento.
—Se interrumpió. Su última palabra había quedado enterrada bajo el
brusco griterío de celebración de los que jugaban fuera—. Ya sabe,
don Ramón que este alcalde nos pone todas las pegas que
puede.
—¿Y vuestro secretario? ¿No puede hacerlo
él?
Carmona volvió a menear la cabeza de lado a
lado.
—No está preparado —aseguró
convencido.
—Vale. Ya lo haré yo. —Se dio ánimos—. No es
demasiado complicado tampoco.
Carmona meneó la cabeza de nuevo, aunque
esta vez con una expresión de alivio. No había en esa expresión ni
una brizna de agradecimiento, sólo se dibujaba una confianza plena
en la palabra del médico, en saber que tendría su proyecto y que a
partir de ese instante podría dejar de preocuparse y ocuparse de
otras cosas.
—Me marcho, don Ramón —dijo muy serio—.
Marcelina es familia de Los Chatos. Tenemos que acercarnos a lo de
su hermana.
La fresca bofetada del aire exterior atenuó
en cierta medida el estado de confusión en el que habían llegado a
sumirle el cansancio, el aire viciado de aquel local y la nueva
responsabilidad que acababa de adquirir por su falta de carácter,
por no saber decir que no, jamás y en ninguna circunstancia.
Especialmente en esos momentos.
También se llevaba consigo la imagen de
aquella muchacha. Estaba turbado por la confusa noción de no volver
a verla y sentía como si le costase alejarse de aquel lugar. Tuvo
conciencia plena de que esa idea hacía que anduviese más despacio:
le frenaba una inútil esperanza que no podía materializarse en nada
concreto.
La calle estaba en plena ebullición, más
viva que nunca. La Casa de Cultura se hallaba situada en la zona
más céntrica y comercial de Portas. Se apelotonaban los coches y
gentes con bolsas de la compra que invadían la calzada,
entremezclándose hacia la parte más angosta, en dirección
ascendente, donde los vehículos formaban un pequeño
embotellamiento, al tener que superar a los aparcados en doble
fila. El ruido de los cláxones y de la maquinaria agrícola era a
ratos ensordecedor.
Antes de comenzar a andar, calle abajo, en
busca de su Volvo, sintió que le tocaban el hombro.
—¿Adónde vas? —preguntó una voz familiar
antes de que le diera tiempo a volverse.
La gente le saludaba al pasar a su lado.
Mientras les devolvía educadamente las buenas tardes, Antonio se
colocó a su altura.
—A sentarme como una persona —explicó
Castillo.
—Sentémonos.
Castillo sentía unos deseos enormes de
dejarse caer en el sofá de su salón y comerse unas patatas fritas
de bolsa con unas anchoas. Le apetecía pensar en el tercio de
cerveza con que regaría su sencilla cena, viendo algo de televisión
o escuchando música. La invitación de Antonio (porque era eso lo
que significaba la palabra «sentémonos»: invitarle a tomar algo y
charlar un rato) le llegaba en uno de los peores momentos que
pudiese imaginar. Tal vez, únicamente una de sus raras migrañas de
origen digestivo podía dejarle todavía más inutilizado de lo que
estaba. Se sentía sin fuelle alguno para dedicarle un par de horas
a su amigo. Puede que le fuese imposible aguantar siquiera cinco
minutos más en aquella situación. El trajín del día le había
agotado, aunque no todo era desgaste físico, por supuesto. Estaba
al límite de sus fuerzas por la situación de alerta en la que había
puesto su mente durante buena parte de la mañana y toda la tarde,
por las cavilaciones en las que le habían sumido los
acontecimientos, por la naturaleza de los desafíos que se le
avecinaban, por calibrarlos sólo. Antonio era un conversador
inagotable, pero él no resistía tanto. Curiosamente, en una suerte
de reflejo instantáneo, se vio rebuscando en su memoria el mejor
sitio posible para hacer realidad lo que su amigo pretendía.
Debería ser, meditó, un lugar sin mucho ruido, con la música o el
televisor a bajo volumen, y con asientos mullidos.
—Mañana —dijo, tras convencerse del todo de
que no tenía cuerpo para una velada extra. Si había dudado antes
era porque conversar con Antonio siempre le atraía, le estimulaba
las neuronas—. Llevo un día atroz —se justificó, al tiempo que se
ajustaba el cierre de la cremallera de la cazadora y se la subía
hasta la mitad.
Antonio hizo un gesto de contrariedad.
—¡Coño, estoy en ascuas con lo de hoy!
¿Dónde estabas a mediodía?
Te estuve llamando a casa y pregunté en el
consultorio y en el hostal.
—Fui a El Galgo —dijo Castillo.
El Galgo era una venta situada en la
carretera de Portas a Las Cámaras, dos kilómetros al este del
pueblo, que había hecho famosas sus migas cortijeras. No tenía
costumbre de ir entre semana. A Antonio no se le hubiera ocurrido
buscarlo allí.
—Con razón —dijo elevando la voz, al
aumentar en ese momento el ruido en la calle— ¡Joder! ¡Tenía ganas
de que me contases algo!
—Hay poco que contar. De verdad —insistió,
persuasivo, al ver que Antonio ponía cara de incrédulo. A renglón
seguido, se encaminó despacio hacia el coche.
Al ruido de los motores, se unió de pronto
el agudo y desagradable impacto metálico de los cierres exteriores
de los comercios. Un pequeño grupo de maestras de primer año les
sobrepasó a paso ligero. Castillo las conocía de haber coincidido
un par de veces en la discoteca, y de haber tratado en la consulta
a alguna de ellas. Reían con ganas y pasaron de largo sin
dirigirles el saludo; seguramente sin haberles visto.
Resignado a dejar para mejor ocasión el
encuentro en el que había estado pensando durante toda la tarde en
la gestoría, Ladrón de Guevara le acompañó durante un corto trecho,
pero tomó la dirección contraria en cuanto acordaron que se
reunirían la tarde siguiente, a tomar café e intercambiar
impresiones e información.
Porque su casa estaba en dirección contraria
a la de Castillo, partiendo desde aquel punto.
Sentía una gran impaciencia por muchas
razones. Una de ellas era que estaba deseando hablarle a Castillo
de su descubrimiento.
4 de
Noviembre.
Los de la funeraria se
están poniendo las botas. No se los reprocho, por supuesto. ¿Quién
lo haría? Hay que dar sepultura a los muertos, pero ellos mismos se
quejan de que el negocio va a tirones.
Esta mañana enterraron
a Bernardino. Ayer, a mediodía, se había sentado a la puerta de su
casa para tomar un poco el sol. Una vecina lo encontró con la
barbilla clavada en el pecho. Creía que se había dormido pero le
extrañó que un hilo de saliva se le escurriese de la boca y le
empapase la chaqueta.
Bernardino rondaba los
setenta y cinco y estaba pesado y achacoso pero siempre se le veía
contento. Quizá sólo por vivir. Jamás que yo sepa le preocupó su
salud. Era un experto ebanista, que, como hobby, restauraba los
muebles de sus amigos. Fue ése el motivo por el que le conocí, y no
porque le tuviese de paciente. Vivía solo en una confortable cueva
de La Mesa, convertida en vivienda, que se negaba a abandonar para
ir junto a su hija.
Por conservar dos
cosas, supongo: el recuerdo vivo de su mujer, muerta entre aquellas
paredes, y su independencia, que para él debía de ser más
trascendente si cabe.
Durante el pésame los
familiares se lamentaban sobre todo de la impresión sufrida.
«¡Morirse de esa forma, sin consuelo de nadie!» «¡Qué palo!», decía
una de sus hermanas. «¡No poder despedirme de él!», sollozaba su
hija. Yo les insistí en que era una buena muerte, sin dolor ni
angustia, que se consolasen pensando en eso, en que no se había
dado cuenta de nada y había sufrido infinitamente menos que en las
lentas agonías que estaba yo acostumbrado a ver. «Buena para él, ¿y
el que se queda?», me contestó su hermana Adela. Su hija también
estuvo de acuerdo. «Es muy malo, muy malo, perderlo de esa manera.
Sin tiempo para hacernos a la idea», gimió.
Me marché del tanatorio
pensando que quizá el pobre Bernardino había sido muy
desconsiderado con su familia al morirse de ese modo tan rápido e
indoloro. Hubiese sido más caritativo por su parte consumirse. Un
cáncer para ser exactos. Eso les daría tiempo a hacerse a la idea.
Me marché sin tener muy claro si aquellos lamentos eran por el
difunto o por ellos mismos.
Esta tarde me acosan
dos pensamientos: Sandra (¿qué será de ella, ahora?) y esa botella
vacía. He hecho tres anotaciones en el bloc. Hay una mutación
evidente pero todavía no sé por qué.