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Una idea no peligrosa no vale la pena de ser llamada idea.
Oscar Wilde
Prudencio Moreno —Malas Lenguas por línea paterna— tuvo la extraña y alarmante sensación de que el corazón se le subía a violentos impulsos hasta la garganta, y luego sintió que sus piernas flojeaban de tal modo que creyó desplomarse en cualquier momento.
Durante el tiempo en que permaneció como paralizado, atenazado por sentimientos de desconcierto y miedo, únicamente tuvo conciencia de que la cabeza en la que se arremolinaban un enjambre de moscas era la de su vecino Lucio El Chato.
Se apartó del camino principal, todavía palpitándole con fuerza el corazón y flaqueándole las piernas, y rodeó la montaña de estiércol que ocultaba parcialmente el cuerpo de su vecino. «¿Qué le habrá pasado?», murmuró para sí, negándose a dar un paso más. No le hacía falta ser médico para saber que Lucio ya estaba en el otro mundo. Lo confirmaban esa serie de signos indirectos que hacen inconfundible a la muerte: las moscas de la carne, el color de la piel... y esa inmovilidad tan extraña que muestran los cadáveres, tan incómoda para los vivos...
El que ha visto animales muertos, abandonados en el campo, sabe muy bien cuándo lo está un ser humano.
Desde el camino y hasta donde le alcanzaba la vista no divisaba a nadie. Ansiaba la compañía de otra persona. La excitación le había secado tanto la boca que su primer intento de llamar la atención a voz en grito se saldó con un jadeo ahogado. Carraspeó para gritar con más fuerza la palabra «aquí». Nada. No hubo respuesta. En la lejanía, reconoció el ruido de un tractor en marcha, en plena tarea a juzgar por ese ruido intermitente del motor que señala el final de una tira de tierra y el comienzo de la siguiente. Pero no podía contar con que el conductor le oyese, así que dejó de vocear y, por primera vez desde que tropezó con el cuerpo, tuvo arrestos suficientes para detenerse a pensar.
Aunque la primera idea que se le pasó por la cabeza la juzgó absurda y hasta irrespetuosa, decidió ponerla en práctica. Cogió una piedra de mediano tamaño y, desde unos cuantos metros de distancia (no se atrevía a acercarse más), la arrojó sobre el cuerpo. No hubo ninguna reacción. ¿Por qué había hecho tal cosa? Sintió vergüenza: era casi una profanación.
En las pequeñas lomas que tenía enfrente (la gente del lugar las había elevado a la categoría de lomas pese a que apenas eran unas suaves ondulaciones) comenzaba a deshacerse una tímida niebla. La mañana era bastante fría, como suele corresponder en la comarca de Portas a la entrada del «mes de los santos», un tiempo en el que hay grandes diferencias de temperatura entre la madrugada y el repunte del día, si el sol luce con fuerza y no sopla viento del norte. El rocío, como una sábana líquida sin bordes ni límites visibles, se había depositado en cada átomo de materia; su reflejo irisado bajo la luz blanca de la mañana recién alumbrada disfrazaría con brevedad el monte y el llano.
Prudencio comenzó a experimentar ligeros estremecimientos, los que suceden a una fuerte impresión o una inesperada tragedia de la que uno ha salido indemne. También le castañeteaban los dientes.
Presa del nerviosismo, se puso a dar vueltas alrededor de su motocultor, sin saber muy bien qué hacer. Comprendía lo obligado que estaba a comunicar a la autoridad cuanto antes el suceso, pero se resistía a salir corriendo, porque mantenía la esperanza o la expectativa razonable de que muy pronto alguien pasase por allí. Pensaba que lo más correcto era no abandonar el cuerpo de su infortunado vecino (nadie en su situación hubiera podido establecer si el origen de esa idea residía en una formación religiosa tradicional o en el empleo intuitivo de la lógica más sencilla) hasta que se lo llevaran al depósito.
Hasta ese preciso instante, Malas Lenguas estaba seguro de poder dominar una situación así. La muerte de Picogordo le hizo tomar conciencia de que algún día podría enfrentarse a algo parecido. Pero llegado el momento, estaba solo. Y por allí no pasaba ni un alma.
Qué casualidad, pensó, desencantado con su poco espíritu. A intervalos percibía un ligero olor a carne descompuesta. Se alejó un poco más.
Por fin, prácticamente incapaz de sujetar el manillar del motocultor, debido a los fuertes temblores que sacudían sus manos, tomó el camino del pueblo en busca de la Guardia Civil.
Hacía rato que Castillo no cesaba de consultar el reloj. Pasaban de las doce y media y aún podía escuchar un fuerte murmullo en la sala de espera, algo verdaderamente inusual en esa época del año en la que Portas, a causa de una masiva emigración temporal a hoteles de montaña y principalmente a Suiza, quedaba semivacío. Empezaba a sentirse presa del malhumor, pero sabía cómo contenerse. Además, la bondad casi incorpórea (la fragilidad de su ser le inspiraba este pensamiento) de la vieja Adelaida tenía siempre un efecto balsámico sobre su espíritu.
—¿Qué voy a decirle yo?—insistía la anciana—. Lo que usted haga está bien hecho.
Castillo inspeccionaba los pequeños tumores cutáneos, duros como nueces sin descascarillar y trataba de localizar, ayudándose de los dedos, las vértebras responsables del dolor que consumía a la anciana.
Mientras hacía cábalas sobre posibles plazos de supervivencia, envuelto por un halo de pesadumbre, frustrado por un fracaso inexorable y desnudo de abalorios, el del médico frente a la muerte (un fracaso del todo ilícito por no admitir el beneficio del perdón ni la recompensa de una reparación justa), adoptó la decisión de instaurar una pauta con morfina oral. Todo lo que restaba era mantener una charla a solas con la hija y explicarle claramente su manejo.
Sonó el teléfono.
—Un momento, por favor —se disculpó el médico, abandonando la exploración y dirigiéndose a la mesa. Al otro lado del hilo telefónico la voz bitonal de Párrizas, pronunciando su apellido—. Dime.
—¿Sigues todavía con ese estudio? —dijo Martín, secretamente alumbrado por una esperanza de beneficio.
—¿Qué estudio?
Castillo escuchó un suspiro de impaciencia, y a continuación la voz cambió de tono, se tornó imperativa, cortante.
—El de muerte súbita —aclaró su compañero.
—Sí... Claro —confirmó, aún azorado por haber estado a punto de traicionar su antigua mentira.
—Entonces —aventuró Martín— te interesará ir por mí. Hay otro levantamiento.
—¿Sí? ¿Qué es?
Párrizas se apresuró a proporcionar a Castillo la información indispensable, ansioso por desembarazarse del asunto.
—Un muchacho que se llama Lucio Beltrán. Puede que lo conozcas. Lo han encontrado en La Hoya del Almendro. Tengo a la Guardia Civil aquí.
Otro cadáver: ya eran tres. La «serie» de Antonio. Tenía una idea aproximada de dónde estaba ese lugar; no lejos del pueblo, quizá a menos de un kilómetro. Sintió una irresistible curiosidad mezclada con inquietud, una suerte de zozobra que se extendía en su interior como un gas.
La noticia se había difundido con notable rapidez. Cuando despidió precipitadamente a la anciana y salió al estar para dar por terminada la consulta, aplazándola hasta primera hora de la tarde, supo que los murmullos que antes le habían molestado correspondían a la propagación de la mala nueva. La pareja de guardias llegó inmediatamente, ya que el despacho de Párrizas —que usaba uno propio— distaba menos de cien metros de las dependencias municipales.
Hacía muy buen día. Los guardias le invitaron a subir al Patrol oficial, obviando cualquier explicación. Castillo los conocía sólo de vista; recordaba haberlos visto patrullando pocos días atrás, a la altura de Las Eras. Se fijó en sus caras, observando que era la primera vez que los veía en el pueblo. Como con frecuencia se cruzaba con patrullas desconocidas, en las inmediaciones o en el mismo casco urbano, pensó que si no hubiera sido porque reconoció el coche, hubiese deducido que venían a resolver cualquier asunto, desde un pueblo cercano.
En esas reflexiones recordaba haberse sumido entonces. Particularmente a uno de ellos, se le veía bastante nervioso, como si estuviese a punto de afrontar un examen importante. La idea de que al ser tan jóvenes, necesariamente debían de estar recién salidos de la Academia, le sobrevino al instante. Durante el corto trayecto se preguntó si Antonio sabría ya lo ocurrido. Le intrigaba sobremanera lo que pensaría al respecto; si estaría excitado ante la confirmación de su teoría (¿era confirmación la palabra oportuna; no sería acaso mejor decir validez?), haciendo planes para forzarle a intervenir. Tuvo una extraña sensación de irrealidad al rememorar las frases de Párrizas refiriéndose al finado, al situarlo en el tiempo presente, como si aún viviera.
La pista de tierra por la que se accedía al lugar serpenteaba constantemente a lo largo de todo su recorrido, a pesar de que la zona era muy llana y no era preciso salvar accidente alguno del terreno: ni canales, ni cauces de arroyos. Supuso que ello era debido a la necesidad de respetar los intereses de los distintos propietarios. Montones de basura orgánica se apilaban a las puertas de algunas naves que iban dejando atrás, haciendo nauseabundo el aire en el interior del vehículo.
A falta de unos trescientos metros pudo adivinar el lugar exacto por el grupo de gente que veía en la distancia, a la derecha del camino, todos muy juntos y en pie. Esta vez era muy diferente a lo que recordaba de la tarde del nueve de septiembre: el hallazgo de un tercer cuerpo había causado una notable conmoción en aquellas gentes tan poco acostumbradas a erigirse en protagonistas de las crónicas de sucesos.
El corro que rodeaba al cadáver se abrió al detenerse el todo terreno. La mole de estiércol, acumulado a la entrada de la finca, le impedía ver lo que aquella gente custodiaba, aunque era bastante sencillo imaginar su posición relacionándola con el sitio exacto ante el que se arremolinaban. Castillo avanzó hasta el lugar (el Nissan había sido aparcado en el arcén del carril principal) percatándose de que, en la práctica, se habían formado dos corros concéntricos entre el grupo (no inferior a doce personas). En el primero estaban las autoridades: el sargento de la Guardia Civil, un guardia, el juez de paz, la secretaria del juzgado, el cabo de la policía municipal, y un vecino (desconocía su nombre) que blandía un aerosol con el que no cesaba de fumigar el espacio central. El agente portaba una cámara de fotos Olympus de las antiguas, con flash, que disparaba a menudo. En el corro de atrás permanecían los curiosos.
Y entonces, al ir caminando hasta el cadáver y cuando se hallaba a unos veinte metros del primer corro, volvió a sentir el latigazo de la fetidez en sus pituitarias, y se sintió transportado a un frío mediodía de enero, al pie del monte Gibralfaro, en la entrada de la cueva que había «descubierto» junto a sus pequeños amigos Arturo y Sendra, cuando buscaban un lugar seguro para fumar los cigarrillos rubios sin filtro del paquete de Bisontes que acababan de comprar en el estanco del Paseo de Reding. Se habían detenido ante aquel agujero de poco más de un metro de altura, tenebrosamente oscuro y maloliente, temblándoles a los tres las piernas, latiéndoles el corazón en los oídos, porque de allí, desde la aterradora profundidad de aquella gruta se desprendía un indescriptible olor a muerte, e imaginaron que alguien había sido asesinado y ocultado en el fondo de la gruta, y que ellos lo habían descubierto y eso les obligaba a entrar para comprobarlo y contarlo luego a la policía. Pero Arturo y él no fueron finalmente capaces de reunir el valor suficiente y, muertos de miedo, habían esperado sentados frente a la entrada, sin atreverse a mirar al valiente de Sendra, que, armado con un pequeño chuzo, decidió internarse solo. Creyeron que podría estallarles el corazón durante el medio minuto que estuvieron sin oírle, que podrían morir también como el «hombre» de allí dentro, hasta que Sendra les gritó «¡Es un perro, es un perro!». El recuerdo de esa peripecia apareció luego, durante su experiencia forense en Sevilla. Una vez y otra, emergía en su cabeza a través del olor putrefacto de los cuerpos de aquellas desgraciadas; y volvían a temblarle las piernas y a latirle el corazón en los oídos, aunque ahora el miedo había desaparecido.
—Ramón —le saludó con sobriedad el sargento. A continuación se llevó tímidamente la mano hasta la visera de la gorra.
—Qué pasa, Federico —contestó Castillo, tocándole el brazo al llegar a su altura.
El comandante de puesto le puso al corriente, sin ninguna ceremonia:
—Se lo ha tropezado ese hombre —explicó, señalando con su cabeza a Malas Lenguas que estaba fuera del grupo, con la mirada vidriosa y el rostro encendido—, sobre las once menos cuarto —hizo una pausa al comprobar que Castillo consultaba su reloj—. Parece que lleva aquí más de un día.
—Según dice su hermana no le han visto desde el lunes —añadió el cabo de los municipales.
Federico Caparrós contemplaba circunspecto la escena objeto de sus explicaciones al médico, sin que se atisbase ninguna emoción concreta en su rostro, parcialmente oculto tras unas gafas de sol de gruesa armadura de concha. Mantenía firmes los labios, pegados el uno al otro, inmóviles, al igual que la totalidad de los músculos faciales. Inmóviles no quería decir relajados, pues todo el conjunto de su cuerpo permanecía en tensión, como el de un felino agazapado delante de su confiada presa.
Éste era siempre su comportamiento una vez metido en faena: el de un extraño, alguien con quien pareces hablar por vez primera, pese a conocerle con anterioridad. Cuando trabajaba era serio y distante. En privado, en cambio, se mostraba extrovertido y chistoso; poseía esa dualidad en su carácter. A veces, Castillo se imaginaba que eran dos las personas que habitaban el cuerpo de Caparrós, y que, según qué circunstancias, asomaba una o la otra, a través de aquel rostro cambiante y aquellos ojos grandes y saltones. Esa peculiaridad le traía irremediablemente a la cabeza la personalidad de Ted Bundy, el célebre asesino en serie originario de Seattle, al que denominaron «el hombre de las mil caras», por su extraña habilidad para modificar el aspecto de su rostro. Bundy lograba, como demostraba un documental que había visto recientemente, parecer otro hombre distinto en cada fotograma, con ligeros retoques en su peinado o en su forma de mirar o colocarse ante la cámara. Era irónico que asociase a Caparrós con Bundy, a alguien encargado de proteger a la sociedad, con un monstruo que disfrutaba con la tortura y el crimen, pero se sentía incapaz de evitarlo: así funcionaba su cabeza, y cuando comprendía que ése era su mecanismo de funcionamiento normal, a veces se asustaba por ser como era.
Ramón y el sargento se conocían desde hacía cuatro meses más o menos, el tiempo que Caparrós llevaba destinado en Portas. Mostraba un carácter sensible y un humor voluble. La sensación que le había causado a Castillo era la de un hombre necesitado de estima, esa clase de personas que precisan de la aprobación inmediata de quienes creen importantes, los pilares de la comunidad. Parecía como si sólo el obtenerla de esas gentes le permitiese dominar el terreno que pisaba. A su llegada al pueblo se había apresurado a abordarle, parecía ansioso por darse a conocer y agradar. El acto de «hacerse visible» lo materializó en una invitación a tomar unas cañas. Estuvo relajado y comunicativo, hablaron de casi todo durante más de una hora, e incluso le hizo alguna confidencia. Luego su relación fue fluida, aunque no de verdaderos amigos.
Ahora podía ver el cuerpo en su totalidad. De inmediato, experimentó la emoción que sucede al instante de ver confirmada una sospecha. La posición era virtualmente idéntica a la de los casos precedentes.
Yacía boca abajo y sus brazos estaban —exactamente como lo recordaba en Picogordo— con las palmas vueltas hacia atrás.
Se aproximó tanto que uno de sus pies rozó el pantalón del hombre.
Observó que, cerca del brazo derecho, había un envase plástico de dos litros de una marca rara («Slug», o algo similar), destinado a contener gaseosa o refresco; una de esas marcas que la gente compra en pequeños lotes a un tercio del precio de las «de calidad», en las tiendas de alimentación, los pequeños supermercados y ultramarinos de las barriadas para mezclarlo con tintos ásperos fermentados en cubas de poliuretano.
No era excepcional que almacenasen dos o tres docenas de aquellas botellas. Todo, por beber mucho a un precio irrisorio. Enseguida trató de imaginarse cuántos mejunjes estaría acostumbrado a meterse a diario El Chato, y sintió curiosidad por comprobar si tendría apilados muchos más envases de gaseosa en el interior de la vivienda. La botella en cuestión estaba volcada y destapada, y se atisbaba un minúsculo asiento de líquido transparente en su interior. Algo cohibido, ante la atenta y seria mirada del sargento, se decidió finalmente a sacar un par guantes de látex del bolsillo posterior del pantalón y se los enfundó. Luego, se puso en cuclillas para examinar la botella, terminando por cogerla y olfatear su contenido, que parecía agua, aunque aún despedía un ligero aroma típicamente dulzón. Federico le miró, perplejo, pero se abstuvo de reprocharle nada en público, por mucho que desaprobase y no comprendiese lo que acababa de hacer, por mucho que, fuese cual fuese su intención, estaba, a ojos vista del juez y de sus propios subordinados, usurpándole sus funciones con semejante conducta. De reojo, el sargento, pasó revista al resto de los presentes y le tranquilizó comprobar que, excepción hecha de la secretaria, pendiente de lo que hacía Castillo, los demás conversaban entre sí sin prestarle la más mínima atención.
Más tarde hablaría con él.
Ramón dejó la botella donde estaba y se quitó los guantes, sintiendo la dentera que siempre le ocasionaba el talco. Se sacudió las manos. ¡Cuánto desearía poder lavárselas allí mismo! La gente, entretanto, murmuraba a sus espaldas. Tuvo conciencia de que algunos comenzaban a relacionar las muertes, pues oía mencionar entrecortadamente los nombres de Picogordo y Mañas. Intentó agacharse para observar detalles del cuerpo más de cerca pero la tufarada de la descomposición y del insecticida empleado para ahuyentar las moscas habían elaborado, al mezclarse entre el vaho de los montones de estiércol, un atroz «perfume» que le obligó a dar un paso atrás. Carraspeó.
—¿Va a venir el forense? —dijo Castillo, mirando a su alrededor como si esperase la llegada inminente de más funcionarios.
Cirilo Peña se sintió aludido.
—Ya he hablado con la jueza, ¿estamos?—aseguró, refiriéndose a la titular del juzgado de instrucción—. Tendremos que hacer nosotros el levantamiento. —Se rascó vigorosamente la nariz—. Al forense no lo han localizado, me han dicho.
Castillo frunció el ceño aunque no supo qué contestar enseguida.
Era consciente de tener ante sí una buena oportunidad para intentar rellenar las casillas de aquel crucigrama tétrico que Antonio había puesto delante de sus narices, y de satisfacer, de ese modo, una curiosidad que ya se había apoderado de toda su persona. Notaba que algo dentro de sí, algo que no era capaz de controlar, tiraba de él. Flotaba entre ese deseo irresistible y una amenaza presagiada por una parte de su ser, algo intangible y fascinante a un tiempo, dotado de un poderoso y oscuro magnetismo que le estaba maniatando con nudos cada vez más elaborados, más difíciles de deshacer. Pero así, pensó, era la verdadera esencia de la condición humana: ceder a la irresistible atracción que atesora el riesgo, esa mirada absurda y suicida que hacemos cada día al fondo del precipicio, asomando nuestra estupidez, y que nada busca excepto el probarse a uno mismo, probar que puede hacerse lo que, careciendo de sentido ni utilidad, pone nuestra vida en cuarentena.
—Quizá debiéramos esperar a que lo localizasen —dijo, dubitativo, considerando que suplantar al forense por motivos de interés personal sería atentar contra sus propios principios.
Se siguió un incómodo silencio. El sargento aprovechó la pausa para limpiar sus enormes gafas y todos se apartaron ligeramente, como para deliberar un hipotético cambio de planes.
Pero la decisión estaba tomada.
—No podemos tener a este hombre aquí otras doce horas, ¿estamos? —argumentó Peña con la ayuda de su cansina muletilla—. Doña María Dolores quiere que levantemos ya el cuerpo. Bueno..., estoy de acuerdo con usted —miró a Castillo—: por supuesto que para la autopsia tiene que venir el forense.
Castillo observó que el comandante de puesto y el cabo de la policía local (aunque éste de un modo menos perceptible) hacían gestos de aprobación. Asunción, por el contrario, parecía desentenderse y miraba hacia otro lado con una expresión neutra, ajena aparentemente a lo que se lidiaba en esos instantes. Sin embargo, muy pocos son inmunes a la exteriorización de sus sentimientos: juraría que momentos antes había olfateado en sus ojos el rastro de la impaciencia.
Entonces se entretuvo durante unos segundos en considerar que debía de tener algún significado el hecho de que las circunstancias se aliasen inesperadamente con su propósito; ese pensamiento le asaltó sin que pudiese remediarlo y sintió a continuación vergüenza por ceder a la sugestión de lo que no era sino una estúpida casualidad.
Viéndose atrapado entre aquella red de intereses funcionariales, supo que a veces reprobaba su carácter, se reprobaba apesadumbrado por carecer de las cualidades que hubiesen hecho de él la clase de persona que deseaba ver en el espejo de su dormitorio, se reprobaba envidiando el carácter de otros, el de las personas racionalistas y cabales, como el mismo Ladrón de Guevara, pero más tarde se volvía un poco más indulgente consigo mismo, pues las flaquezas que recordaba haber visto en ellos, le decepcionaban tanto como las suyas; porque los modelos a los que imitar se le desvanecían uno a uno. Se llenó de aire los pulmones, y mientras exhalaba una parte de sus demonios interiores, se entretuvo en juzgar que todas aquellas maniobras, en cierto modo patéticas, todas aquellas actitudes, indecorosas y nada profesionales, estaban investidas por una lógica poderosa: un cadáver, y más si se le conocía en vida, es una presencia sumamente incómoda. Debe ser entregado a sus familiares cuanto antes para que, siguiendo la tradición, le lloren de cuerpo presente. Y por encima de todo aquello, lo más importante era que, en sentido estricto, no tenía razones para negarse.
—Hace falta apartar a esta gente —dijo mientras se enfundaba nuevamente los guantes de cirujano—. Que se salgan del camino.
El sargento dio la orden a los dos números, que sacaron con diligencia a los curiosos al carril principal. Luego formaron un cordón para impedir el paso. Castillo observó que apartaban al autor del hallazgo y les hizo rectificar con una seña: lo necesitaba a su lado. Lo volvieron a traer pero se mantuvo alejado, unos cinco metros por detrás.
Se inclinó sobre el cuerpo todo lo que pudo, hasta donde el olor era aún soportable. La cabeza estaba casi perpendicular al suelo, ligerísimamente lateralizada hacia la izquierda. Parecía algo hinchado aunque era difícil corroborar esa primera impresión sin desnudar el cadáver, e incluso así si se desconocía (éste era su caso) su complexión.
Vestía ropa de abrigo: pantalón de pana gruesa, camisa de franela y rebeca de punto, y calzaba unas botas baratas de serraje. Nada más le llamaba la atención, al menos desde aquella posición. Oía relacionar las prendas del difunto a Peña y distinguía algunos de los comentarios que intercambiaban el sargento y el cabo, lamentándose de lo mal que andaba la cosa en los últimos tiempos. De espaldas, Asunción tomaba notas al dictado de la descripción del juez.
El agente hacía una foto a intervalos regulares de tiempo, como siguiendo un protocolo.
—¿Nadie lo ha tocado? —inquirió Castillo mientras se erguía sofocando con el antebrazo derecho sus fosas nasales—. ¿Y usted?—se dirigió a Prudencio—, ¿lo ha movido?
El comandante de puesto apretó el brazo del pobre agricultor, que seguía atrapado entre las sombras luctuosas de su fatal encuentro. El individuo no paraba de moverse a uno y otro lado, como un conejo mecánico al que hubiesen soltado tras darle toda la cuerda. El sargento se encargó de devolverle la conciencia.
—No —susurró Malas Lenguas, callándose avergonzado su absurda pedrada al cadáver.
—Tenemos que darle la vuelta —explicó Castillo a los presentes, resuelto a mantenerse pasivo en la parte puramente física de la maniobra.
Pero nadie se movió al principio, nadie hizo ademán de querer colaborar para hacer efectiva la indicación del médico. La costumbre era esperar al funerario antes de proceder, pero no lo veía por allí.
Castillo se sintió incómodo. Tal vez se había precipitado.
Decidió hacer tiempo tomando notas, y al volverse reconoció el Opel Kadett ranchera verde metalizado de la funeraria local. Estaba allí; sencillamente ocurría que los civiles no le habían dejado atravesar el cordón.
Luis «el de los muertos» fue llamado rápidamente, y el cadáver vuelto tal como deseaba Castillo. El espectáculo no resultaba agradable. La cara le recordó inmediatamente a Picogordo: un color violáceo intenso en los carrillos, mentón, labios y párpados, sólo que en el caso precedente el agua había arrugado en exceso la piel. Dos detalles proporcionaban, sin embargo, un aspecto mucho más dantesco al rostro de Beltrán: tenía los ojos completamente abiertos y uno de ellos lleno de tierra y broza, y la nariz —aplastada durante horas contra el suelo— se había achaflanado en la punta.
Haciendo de tripas corazón, se despojó del guante de su mano derecha y con la yema de su dedo índice tocó la piel de Beltrán, bajo la comisura de la nariz. Una nausea violenta que le sacudió desde los pies a la garganta debilitó su capacidad de percepción táctil, pero no anuló del todo la validez de su experimento.
Los funcionarios y agentes murmuraron sorprendidos, tras él, aunque nadie osó preguntarle por la finalidad de semejante acto.
El fuerte olor a corrupción que se expandió al remover el cuerpo, delataba que llevaba más de un día pudriéndose en aquel lugar. Eso planteaba la cuestión de por qué no se le había echado en falta en el pueblo, teniendo en cuenta que el hallazgo había sido fortuito. ¿Acaso viviría allí? La sola idea le causaba congoja. ¿Qué hacía una persona normal subsistiendo entre aquellas montañas de detritus? El cortijo, cuarenta metros a su derecha, era una habitación grande a lo sumo. Pero poseía una especie de porche con una mesa más tres desvencijadas sillas a un lado de la puerta. Remataba la edificación una oquedad levantada con bloques de cemento y techada con chapa, cuyo propósito debía ser el de guarecer un coche o algún tipo de maquinaria. El tractor, sin embargo, estaba a cierta distancia de la casa, como si le quedase faena por terminar y se hubiese detenido con la intención de proseguir más tarde.
Todo muy sórdido para servir como vivienda permanente a nadie.
Preso de una curiosidad repentina, se dirigió en un aparte a Prudencio.
—¿Vivía en el cortijo? —le preguntó.
Malas Lenguas asintió, tembloroso.
Más tarde sabría que aquella afirmación no era exacta. En realidad, vivía a caballo entre el cortijo y la casa de su hermana, pero se pasaba, recluido en aquel cuchitril, semanas enteras.
El proceso de desnudar al finado fue largo, y en cierto modo caótico. El ambiente que se vivía detrás no resultaba demasiado propicio.
Sentía la tensión condensada a sus espaldas, la sentía agigantarse, posarse sobre ellos como un pesado enjambre de moscas a punto de morir. Él se mostró partidario desde un principio de despojar al cadáver de todas sus prendas, pero se topó con la inesperada oposición de Peña que pretendió convencerle de que lo apropiado era inventariar la ropa y dejar el resto de la tarea para la autopsia. Lo frustrante fue que tanto el comandante de puesto como el cabo parecieron apoyar la idea, si no de un modo directo, sí al menos aduciendo determinados reparos: sugiriendo que esa clase de manipulación del cuerpo ante sus conocidos y familiares bien podría originar un altercado.
Pero Castillo estaba resuelto a actuar según su criterio. Y también a no ceder.
Además, sintió que su endeble determinación salía reforzada y que su natural disposición al método científico debía multiplicarse, al ir tomando conciencia del descuido con que habían procedido la autoridad judicial y policial hasta aquel momento. Le pareció increíble que ni siquiera se hubiesen molestado en acordonar con una cinta el área del hallazgo. Se había permitido la libre circulación de gente hasta las mismas barbas de Beltrán, pese al riesgo de que cualquier huella o prueba quedara borrada o destruida. Una de dos: o daban por hecho que aquella era otra «muerte natural» (¿cómo era posible que un tercer cadáver no hubiera encendido las luces de la alarma en aquellas mentes por muy poco acostumbradas que estuviesen a discurrir?), o es que ignoraban por completo cuál era su deber. Tiempo después juzgaría como demasiado severas y precipitadas sus apreciaciones sobre las disposiciones tomadas —que se habían dejado de tomar, para ser más precisos— aquel día. Al estrecharse su relación con Caparrós gracias a la conjunción de una serie de circunstancias inesperadas, pudo descubrir que bajo las sombras de aquella extraña debilidad de carácter latía un espíritu capaz de asimilar con humildad cualquier aportación valiosa, una inteligencia más despierta de lo que aparentaba ser. Solo aquella perniciosa tendencia a dejarse llevar por la corriente más poderosa y por el viento más favorable, le impidió tomar, con criterio práctico, las decisiones más adecuadas aquel día.
—Quítele toda la ropa, por favor —pidió con voz firme. A renglón seguido rodeó el cadáver para significar a los disconformes que debían apartarse y dar paso a Luis. Éste se las arreglaba estupendamente sin mascarilla ni guantes, y no se inmutó cuando al quitarle los calzoncillos apareció una masa de excrementos en su interior—. Vaya metiéndola en una bolsa —añadió.
Una voz balbuciente, la voz trabajada y enronquecida de una mujer entrada en años, les gritó desde el primer corro:
—¿Qué le ha pasado?... ¿Qué le han hecho? ¿Por qué... por qué le hacen fotos?
Caparrós pareció inquietarse. Tenía las manos entrelazadas a la espalda y, de pronto, comenzó a retorcerse los dedos de la derecha, primero con disimulo, y más tarde con abierto nerviosismo. Pocos segundos más tarde dio instrucciones mediante el walkie-talkie al guardia que contenía a ese grupo de personas, y éste dijo algo al oído de la mujer. Acto seguido, ambos entablaron una breve conversación.
«El de los muertos» se restregó la nariz contra la manga del jersey, nada más terminar. Tenía unas manos ásperas como la corteza de un madroño y sus uñas habían acumulado todos los tintes usados en la ebanistería, hacía una eternidad.
—¿Le damos la vuelta? Venga, Paco, ayúdame —gesticuló mirando a su joven sobrino, sin aguardar a que le respondiesen—. Cógele de los pies.
Después de que el cuerpo quedase depositado sobre un saco de plástico azul que el ayudante había extendido en el suelo, Luis se arrodilló una vez más y le quitó la camiseta y los calcetines. Estaba como su madre lo trajo al mundo. Castillo se inclinó, tapándose la nariz con una fuerte presión del dorso de su antebrazo y examinó el cuerpo de cerca, durante los pocos segundos que pudo aguantar la respiración.
Y nada, aparentemente. Ni sangre ni marcas: sólo el horror de la muerte con toda su miseria, el desamparo de un cuerpo abandonado por la fuerza del sentimiento, por la energía de las ilusiones, por el combustible del miedo y de las dudas, por el fuego del deseo, por el dolor lacerante de la soledad. La rabia contenida de parte del grupo se había solidificado detrás como una gelatina, que parecía querer empujarle, cubrirle por entero, ahogar su ánimo. Tendría que aguantar ese peso sin desmayar, sostenido por su profunda enemistad (la había sentido desde niño) hacia ese pudor mal entendido de la ignorancia.
Había gente allí atrás con los que, probablemente, ya nunca podría establecer una relación de confianza mutua.
El sol había sobrepasado su cenit y derramado aceite en las cabezas del grupo. Las frentes brillaban con el lustre de unos zapatos recién untados de betún. La gente iba y venía por el carril en mayor número cada vez, aumentando el alboroto y la sensación de caos. Ruidosos ciclomotores, tartanas con remolques, tractores, paraban en las proximidades o pasaban de largo tras detenerse a curiosear. Comenzaban a escucharse gritos y llantos, palabras de consuelo ahogadas en el alarido de la consanguinidad y el amor antiguo. Mirando tímidamente atrás, distinguió a una mujer que se mesaba el pelo con rabia entre un rosario de gemidos.
La oyó preguntar «por qué» y «qué ha pasado», y reconoció la voz que había intranquilizado a Caparrós, pero ahora sus sollozos distorsionaban los vocablos y algunas de sus interrogaciones —clavándose en el viento como dardos disparados a ciegas— se difuminaban en la confusión reinante. (Al día siguiente supo por Ladrón de Guevara que aquella mujer, Consolación, era hermana de Beltrán; que Lucio estuvo casado y que llevaba separado más de veinte años, que a sus tres hijos se los había llevado la madre a Cataluña, después de la separación, y que el padre no había vuelto a verlos desde entonces).
Trató de ignorar todo aquello y pidió las notas de la secretaria para contrastarlas con las suyas. Asunción había escrito al dictado, relacionando las prendas y describiendo someramente, en lenguaje desnudo de tecnicismos, la posición del cuerpo y las circunstancias del hallazgo.
Básicamente coincidía con sus anotaciones.
Sintió que le sujetaban el brazo y que le empujaban a un lado, mientras repasaba sus apuntes.
—¿Cuándo vamos a terminar con esto? —masculló el sargento, ajustándose nerviosamente las gafas.
—Tranquilo, Federico —suplicó el médico sin mirarle.
—Entiéndelo —insistió él en voz baja. Y sacudió levemente la cabeza hacia el corro de gente.
En ese momento comprendió de qué manera le alteraban el ánimo las situaciones conflictivas al pacífico Caparrós. Comprendió el porqué de su paulatino cambio de humor, a medida que se fueron arremolinando vecinos y familiares en torno al cuerpo de Valera, aquel día de septiembre en que habían trabajado juntos la primera vez; cómo se empequeñeció a sus ojos, perdiendo en cuestión de minutos la entereza y casi la compostura que había mostrado al principio. Se derrumbó de una manera tan extraña que llegó a creer que se había puesto enfermo de pronto. Pero sólo era la lucha de un hombre consigo mismo. En esto era distinto de otros servidores del orden público que había conocido.
—Ya estoy acabando —dijo tranquilamente Castillo—. Luego me pasaré a verte. Quisiera que me dedicaras unos minutos. ¿Puedes?
Él asintió aliviado ante la perspectiva de dispersar a los curiosos, y darle una mínima satisfacción a la familia.
—Esta tarde me toca ronda. Vente a las cinco.
—Por mi parte, pueden llevárselo ya —puntualizó Castillo, hablándole al juez—. Ah... y otra cosa Cirilo: haga el favor de darme el teléfono de la jueza.
Cirilo Peña pareció disgustarse pero finalmente se avino al inusual ruego del médico. Después, eso sí, de preguntarle los motivos. Asunción arrancó un fragmento de papel con el número anotado apresuradamente, una vez que Peña le hizo una indicación. Que Castillo deseara hablar con la jueza le había hecho dudar (más por sorpresa que por recelo).
Con una forzada sonrisa, guardó el número en el bolsillo interior de su chaqueta, haciéndose a un lado para dar paso a la caja que porteaban los funerarios y dos voluntarios. La introdujeron con premura en el coche fúnebre, pese al empeño de la mujer por interferir (pensó al contemplar la escena en cuánta irracionalidad impulsa el sentimiento de pérdida). Por fin, enfilaron el camino del pueblo mientras se esfumaba el tumulto.
Era evidente que tenían prisa..
Caparrós estaba espatarrado en el sillón de oficina con la cabeza echada hacia atrás para leer —sin la ayuda de los fluorescentes del techo— en el manojo de papeles que sostenía en su mano derecha. La iluminación era escasa y la claridad que penetraba, a su espalda, por la ventana principal, cada vez más tenue, aunque parecía apañárselas bastante bien. Salía del altavoz diminuto de un pequeño transistor una melodía pop, de estribillo muy comercial, una canción que no reconoció Castillo. El acceso desde su casa al cuartel, en cuesta pronunciada, animaba a coger el coche. Se había llevado el Volvo, pensando también en su cita de las ocho con los alcohólicos. El guarda de la puerta le había dejado entrar, sin preguntarle; incluso le había animado a pasar con un gesto. Probablemente estaba advertido de su llegada.
—Hola —saludó sin ceremonia.
—Ah, hola. Siéntate, Ramón. —Y Caparrós desconectó el transistor.
El sargento vestía ropa de calle: pantalón de tergal gris, camisa azul a rayas y cazadora de piel. Tenía la mesa repleta de carpetas y folios amontonados de cualquier manera, en completo desorden, una desorganización que se extendía al resto de la habitación pero que no casaba para nada con su aspecto de hombre pulcro y cuidadoso en el vestir. A su derecha, había una foto enmarcada del Rey con uniforme militar. El resto eran adornos baratos, un reloj de pared y una orla antigua.
Había meditado mucho en los días precedentes sobre la oportunidad de confiar un asunto tan delicado a la guardia civil de Portas. Y aún no estaba del todo seguro. Le preocupaba sobremanera con qué clase de reacción se toparía, porque no se trataba únicamente de obligarles a establecer una relación de posible causalidad entre las muertes de Picogordo, Ángel y El Chato, de decirles: «intenten ver qué tienen en común», y «¿qué les parece?, ¿no les resulta chocante?». Y entonces darles tiempo a reaccionar, a que se parasen a pensarlo, si no lo habían hecho ya (¿era sencillamente entonces que no se atrevían a hurgar un poco?). También era imprescindible recordar el pasado, había que mencionar los sucesos del sesenta y nueve. Y no tenía ninguna confianza en suscitar su interés, y menos en hacerles comprometerse a investigarlo con un mínimo de dedicación y no sólo para cubrir el expediente. Y, en otro sentido, también sopesaba un aspecto no menos importante: que le considerasen un lunático, que le despreciasen por tonto o fantasioso, lo cual le causaba un enorme sonrojo sólo de pensarlo. Se sentía vulnerable en ese terreno, veía (se imaginaba) un muro enorme de dudas y recelos delante de él y no podía evitar el tener esos pensamientos acosándole a intervalos regulares. Caparrós era para él un completo desconocido, y por lo tanto un hombre imprevisible. Antonio lo desaprobaba absolutamente, había discutido mucho con él respecto a esa posibilidad; agriamente incluso. Le decía que no debía confiar en los civiles, que si asumían la investigación sería para congelar el asunto, para encerrarlo bajo llave y hacerlo olvidar, para sustraérselo. Antonio tenía todas sus esperanzas puestas en la cita de Madrid, había acogido con gran entusiasmo la aparición de la carta (al igual que él, había relacionado en el acto el acontecimiento con los sucesos del sesenta y nueve, pero a diferencia suya —que se reservaba dicha opinión— había optado por expresarla abiertamente) e incluso se había ofrecido a acompañarle, aunque él lo había rechazado ante el temor de que su presencia (no solicitada; tal vez no deseada) tuviese un efecto negativo, que cohibiese a su misterioso comunicante.
Y eso no podían permitírselo, porque lo de Madrid prometía.
Sin embargo, ninguno de los dos podía explicarse el hecho de que si en realidad se hallaban ante esta persona —la clave que sirviese para enlazar ambos episodios—, hubiese decidido contactar precisamente con él ¿Por qué? ¿Por qué no dirigirse a la guardia civil o al juzgado?
Su relación con los hechos era meramente incidental y nada le vinculaba a acontecimientos pasados. Esto les preocupaba a ambos. Bueno, podía afirmar que a él sí le inquietaba; o más bien, que le tenía desconcertado.
—Mucho trabajo... —aventuró Castillo para romper el hielo.
—Buff —resopló—. Los furtivos me traen de cabeza. Mira —señaló con la vista un montón de carpetas clasificadoras en una de las esquinas de la mesa escritorio—, todas esas son expedientes sancionadores por pesca o caza ilegal... Bien —cambió de tercio—, pero cuéntame...
Castillo se retrepó en la incómoda silla, apropiada para interrogar a delincuentes y torcerles el ánimo, para ablandarlos a fuerza de dolores de espalda, pero absolutamente inapropiada para dejar fluir una conversación entre amigos. Encima, venía bastante irritable después de una tentativa de siesta saldada con un clamoroso fracaso. Los dueños de la casa de enfrente se habían embarcado en una reforma completa y los malditos albañiles eran incapaces de trabajar sin la música chabacana y estridente proporcionada por un enorme radiocasete, aún más grande que ellos. Su único consuelo era que nadie había aparecido por el consultorio, después del aplazamiento de la mañana, y pudo marcharse en dirección al cuartel mucho antes de lo que esperaba.
Probó a cruzar las piernas, a ver si mejoraba la cosa. Luego disparó el dardo.
—Con Lucio, van tres.
El sargento le miró un instante a los ojos con sus grandes y redondos ojos de búho real, cogió un cigarrillo y se lo puso entre los labios.
—Es verdad —afirmó, con el cigarrillo sin encender temblando en su boca—. ¿Tú, qué piensas?
Castillo respondió, caviloso y cabizbajo:
—Que es alarmante. —Se detuvo como si esperase la reacción del sargento, pero Caparrós se limitó a mirarle con respetuosa seriedad—.
Y que no es casualidad —añadió.
El sargento captó al instante toda la intención de las palabras de Castillo y tensó de forma automática los músculos de su mandíbula y de sus hombros, que se alinearon al alzarse ligeramente.
—¿Qué mirabas en aquella botella?—preguntó con frialdad.
El tono agrio de Caparrós dejó durante breves segundos a Castillo sin las palabras adecuadas. En lugar de responder con alguna evasiva, decidió afrontar el hecho de haberse entrometido en terreno ajeno.
—Debí pedirte permiso —admitió humildemente, sin olvidarse de que era obvio que el sargento se la tenía guardada—. Reconozco que os dejé en mal lugar.
—Eso es lo de menos; no era cuestión de pedir permiso, Ramón.
Pero comprende que no puedes hacer lo que te venga en gana, y encima irte luego sin decir esta boca es mía. Cogiste la botella como si estuvieras recogiendo una prueba...
—Quería saber si el poso del envase era agua —explicó el médico.
—Y ¿qué ibas a hacer?, ¿probarlo?—le interrogó, ligeramente irritado, el sargento.
—Ya te he dicho que me equivoqué.
—Pero, ¿por qué?—volvió a preguntar Caparrós, mucho más calmado—. No me has contestado.
—Bueno... —dudó Castillo— los antecedentes son de una sed intensa.
Precisamente la sed, que iba perdiendo consistencia como hecho cierto y común, cercada por numerosos interrogantes, fue lo primero que acudió a su cabeza para justificarse. No sabía aún por qué.
—Los antecedentes —repitió Caparrós, mientras se rascaba con suavidad la barba incipiente de su mandíbula.
—Valera y Mañas.
—¡Ah!
La actitud del sargento empezaba a disgustarle de veras; tanto, que decidió ir al grano de una vez por todas.
—Tú sabes lo del agua en sus estómagos —afirmó Castillo con gesto serio.
Caparrós sonrió casi imperceptiblemente, mientras que, con los ojos fijos en la mesa, garabateaba algo en una copia de una de las páginas del boletín oficial de la provincia.
—A mí, háblame claro.
—Creo que están conectadas de algún modo.
Ahora el sargento le miraba con una curiosidad no exenta de simpatía.
—La de Beltrán, no parece una muerte violenta —dijo midiendo las palabras.
—Pregunta en la comandancia, o infórmate por el procedimiento que mejor veas, pero te garantizo que no encontrarás una estadística parecida a ésta en ninguna población de este tamaño..., ¡ni siquiera aunque fuese cinco veces mayor que Portas! ¿Tres muertos en dos meses, y además en las mismas circunstancias?—clamó, dirigiendo a sí mismo la pregunta—. ¡Es rarísimo!
—Vale —dijo el sargento sin parecer impresionado—. Ahora dime si crees que la de Beltrán es una muerte violenta.
El médico se mantuvo callado durante un par de segundos, mientras sus ojos intentaban escarbar bajo la capa de los formulismos de Caparrós, a ver si le era posible hallar el tesoro oculto de su verdadera opinión.
—No, no lo parece —admitió, a medias—. Pero llevamos tres en dos meses, Federico. Con la misma apariencia, además. Me pregunto si son demasiadas para lo que estamos acostumbrados..., o es algo que puede ser sencillamente aceptado como fortuito, y me pregunto si la gente se estará mosqueando, o le dará igual.
Caparrós sopesó con mucho cuidado sus siguientes palabras (ésta era una de las grietas de su personalidad: sentía pánico a manifestarse de un modo imprudente), y mientras lo hacía ofreció maquinalmente tabaco a Ramón, pese a conocer que lo había dejado y luego se encendió el suyo.
—Ignoro qué idea tienes dentro de la cabeza, que es lo que se te ha metido ahí para pensar en un vínculo... Si sabes algo que yo no sé, escúpelo ya... Pero si te estás imaginando cosas..., yo sí te puedo decir que el tema está muy verde.
—Entiendo tu postura...
—¡Qué vas tú a entender!—clamó Caparrós, enarcando con cierto desprecio las cejas.
Ramón Castillo aspiró el delicioso y tentador aroma del humo recién filtrado. Una profunda incomodidad aderezada con su propia timidez le atravesó el pecho. Por fin, Caparrós se había dejado de cortesías y le decía a las claras lo que pensaba: que estaba comportándose como un detective aficionado.
—No pierdo nada por ahondar un poco en lo de la sed —dijo en voz muy baja Castillo, como si estuviera hablando para sí mismo.
—Hay que andarse con pies de plomo con este tipo de asuntos —le advirtió amistosamente el sargento—; relacionar esas muertes puede causar un buen follón. De modo que lo mejor es que te dejes de comentarios... ¡Como se corra la voz, estamos listos!
—Desde luego.
Caparrós sonreía, recordando de repente algo gracioso. El humo flotaba indeciso a su alrededor.
—Espérate hasta ver la autopsia.
Castillo asintió varias veces seguidas, meditando a la par sobre si podría considerar desde ese instante a Caparrós como aliado o se convertiría definitivamente en un obstáculo más... Si Bernal se diese un poco más deprisa...
—Tu opinión me interesa mucho —dijo Castillo.
—Espérate a ver la autopsia —repitió con cierta aspereza, mientras consumía a suaves caladas el cigarro y daba vueltas y más vueltas a un rotulador entre sus dedos.
Ramón se rascó la cabeza. Alguien voceaba en la puerta del cuartel discutiendo con el guardia, cuya voz, a un volumen mucho más bajo, apenas se distinguía. El jaleo no parecía preocupar lo más mínimo al sargento.
—Esto no es casual —se limitó a sugerir tras una breve pausa para dar tiempo a que aminorase el alboroto de fuera.
—¡Ah! ¿Y qué es entonces?
—No tengo datos todavía. Pero pronto lo sabremos. Bueno —dudó—
... eso espero.
De improviso, el sargento se ruborizó, como si se avergonzase de haber estado tan a la defensiva, de haberse centrado, desde el principio y casi exclusivamente, en evitar a toda costa que Castillo le sonsacase, en lugar de cambiar impresiones de un modo franco.
Se levantó ligeramente nervioso y pulsó el interruptor de la luz, pues la habitación se hallaba ya en una molesta penumbra.
—Perdona, pero lo yo quería decir antes es... que es posible que... —dudó, amedrentado por su condición de profano ante Castillo— se den esos infartos, embolias o lo que sea, ¿no?
—Hombre, claro que es posible —admitió sin convencimiento.
A continuación cambió de tercio, diciendo en tono casi de súplica:
—No te lo tomes a mal, pero, a propósito de lo de esta mañana, ¿qué habéis hecho allí, habéis mirado dentro del cortijo?
Nuevamente, Federico se puso en guardia.
—No —dijo al fin—. Vimos que la puerta estaba cerrada. Eso sí se comprobó.
Castillo decidió insistir con todo el tacto posible.
—No estaría de más.
El sargento adoptó un aire desafiante, irguiendo los hombros y apoyando los codos sobre la mesa. Se le había dibujado en el rostro una inequívoca expresión de disgusto.
—Ramón, ¡haz el favor! ¡No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo!—dijo con sequedad.
—En ningún caso. Sólo me preocupan los paralelismos... No quiero que se pierda ninguna oportunidad por no tenerlos en cuenta.
—Pero es que estás equivocado, que no es así como funciona. ¿Es que tú has visto algún indicio de muerte violenta? ¿Has visto sangre, heridas, o signos de lucha? Dime, tú has estado conmigo esta mañana.
En estos casos, lo primero es analizar lo que ves. Y, después vosotros, los médicos, tenéis la última palabra, porque todo va a depender de si encontráis algo anormal..., en fin, algo que descarte una causa natural.
El médico vio inútil continuar por ese camino. Juzgó, además, arriesgado y falto de tacto el someter al sargento a un interrogatorio, presionarle acerca de lo que había dejado de hacerse. No podía pretender, por muchos circunloquios que utilizase, que los daños causados por el descuido mostrado horas antes —de ya imposible reparación—, se reconociesen. Porque actuar a destiempo sería igual que admitir que no se hizo lo debido. Ese camino estaba cegado. Ya se las apañaría para mirar dentro del cortijo. Aunque en ese instante no sabía bien cómo. Era evidente que Federico no era hombre de fértil imaginación, ni era tampoco el tipo de persona que se cuestiona las cosas, que se hace preguntas a sí mismo. Aparte de ello, su cintura empezaba a protestar y sentía anquilosadas las piernas por aquella postura cruel en la maldita silla para maleantes.
—Me voy a Madrid el sábado —explicó—. Allí me espera alguien que dice tener información relevante sobre estas muertes.
Los ojos de Caparrós brillaron presa de un interés repentino, pero por unos segundos se mantuvo expectante, como aguardando que Castillo le desvelase a renglón seguido todos los pormenores de aquella sorprendente confidencia.
Éste abandonó el asiento con un quejido de dolor y buscó apoyar las nalgas sobre un mueble bajo de color blanco, de dos puertas, pegado a la pared frente a la mesa escritorio. Cuando pudo acomodarse, cruzó los brazos.
—Esas sillas son una puta mierda. Puedo traerte una de arriba —dijo el sargento, haciendo ademán de levantarse e ir a buscársela.
—No; no hace falta, de verdad. Te lo agradezco, pero prefiero estar de pie.
—Bueno...—dudó él—.Como quieras. ¿Qué decías de Madrid?
—Es una historia muy larga —dijo con repentina aprensión, al considerar por un instante la mera posibilidad de tener que relatar de nuevo y desde el principio aquel culebrón al sargento—, pero para resumir te diré que un fenómeno similar a este ya ocurrió en Portas hace veintisiete años...
—¿Veintisiete años?... —repitió el sargento con extrañeza.
—Así es.
En ese momento, el guardia de puerta irrumpió en la habitación, acercándose acto seguido a la mesa.
—Perdón, la mujer de fuera dice que le han dado una paliza —comentó en voz baja, casi inaudible, dirigiéndose a Caparrós. Luego, aproximándosele al oído, dijo algo exclusivamente para el sargento, y volvió a elevar la voz—. Por lo visto, hay una pelea en las «casas baratas» (bloques de pisos en régimen de cesión a personas sin recursos)—. ¿Qué hacemos?
—Avisa a Juan —le ordenó—. Que se vista y vaya contigo... Yo me quedaré hasta que bajéis. —Y se balanceó sobre el respaldo—. Ah, y dile a ésa que vaya a que le hagan un parte.
Sonó en ese instante el teléfono en la garita de la entrada, con tonos de timbre fuerte y antiguo, y el guardia corrió a contestar. Segundos después, la llamada saltó a la unidad de mesa del despacho.
—El sargento al habla... Sí, van para allá. —Una pausa más larga, durante la cual su expresión mudó de golpe; los ojos chispeándole de ira —.Tranquilícese... No me chille... tranquilos, ¿eh?
Se oyó cerrarse la puerta de la garita, mientras colgaba. Caparrós aplastó la colilla contra el fondo del cenicero y expulsó con fuerza el aire por su nariz.
—Esto es a diario, ¿sabes?
—Cómo no voy a saberlo —Castillo se sonrió—, si nos los mandáis vosotros. Los conozco bien. Siempre están de jaleo.
—El Zanahoria se está adueñando del trapicheo a gran escala —explicó Caparrós—. Por eso hay tanta gresca últimamente. Le ha quitado dos buenos elementos al clan de Los Ingleses y ahora los está usando de correo... Les tapa las entradas, colocándoselos en las esquinas... Y cuando van a echarlos, se dan cera a base de bien.
Los maseteros de Castillo se contrajeron. Sentía indignación por la naturalidad con la que Caparrós hablaba del tráfico de drogas, como si únicamente le hubiese tocado ser espectador pasivo de semejante iniquidad.
El consumo de coca era ya una autentica plaga, admitida por todos en el pueblo, que había arraigado entre la juventud de Portas como una mala hierba. Veía tan a menudo, en sus guardias nocturnas, chicos agitados, con la mirada vidriosa y nublada; niñas de labios resecos por la angustia y el miedo que experimentaban tras el «subidón», con los grafittis caprichosos del rímel sobre los párpados, como mensajes cifrados de socorro; con las ojeras de los náufragos oceánicos, ya sin esperanza... Veía tantas futuras ruinas humanas, y tan jóvenes, que se le retorcían las tripas sólo de pensar en aquellos criminales.
Una mayoría en el pueblo pensaba que había que parar aquello cuanto antes.
—Hablas como si no pudierais hacer nada —le reprochó Castillo, mientras intentaba acomodarse mejor apoyando las palmas en el tablero del mueble.
El sargento aceleró los giros del rotulador entre sus dedos y, rehusando mirarle, dudó antes de responder.
—Menos de lo que quisiera, Ramón —dijo al fin—. Mucho menos de lo que quisiera... Fíjate: la dificultad mayor es cogerles una cantidad de droga que justifique el tráfico, porque como tú bien sabes el consumo no está penalizado. Pero el problema más grande es que se lo montan de cine, ¿sabes? Ahora todos emplean mujeres como correos; los tíos son más fáciles de pillar... Hace un mes cogimos medio kilo de chocolate de la bolsa de una vieja que daba lástima de verla.
—¡No me digas! —exclamó sorprendido—. ¿De aquí?
Federico titubeó pues el asunto estaba sub judice. Temía haberse ido un poco de la lengua.
—De La Mesa —especificó tras una breve pausa.
La Mesa es un pueblecito de menos de mil habitantes, a seis kilómetros al sur de Portas.
—No me lo puedo creer.
—Sí, hombre; no es un caso único. Las tías jóvenes usan el coño.
Castillo no pudo evitar reírse pese a que el asunto en sí no le hacía maldita la gracia.
—¿Qué hacen con el coño?
—Meterse en él las bolas de coca —explicó el sargento—. Así las traen de Guadix y de Granada. Saben perfectamente que no podemos registrarlas...
La pizpireta mujer de Caparrós asomó su rostro aniñado y sus rizos rubios a la puerta y le hizo un simpático gesto con los ojos a su marido.
Era muy agraciada, aunque no una belleza, y rondaba los veinticinco.
—Vale —musitó él. Y la muchacha se esfumó con la misma rapidez con la que había aparecido.
—Te estoy entreteniendo —observó Castillo, pensando más en su tiempo que en el del sargento.
—En absoluto —le tranquilizó éste—. ¿Qué me decías? Hablaste de hace veintisiete años...
El reloj de pared marcaba la seis y veinte. Fuera, la noche había caído con todo el rigor y la gravedad del invierno. La iluminación amarillenta del parque contiguo destellaba en los cristales de las ventanas.
Estaba harto de aquella postura. Y le dolían a rabiar la cintura y el cuello. Aun así, decidió contarle en pocas palabras el asunto que se traían entre manos él y Ladrón de Guevara.
—Todo dependerá de lo de Madrid, Federico. A ver qué saco de allí... Te voy a pedir un favor —añadió.
—Dime.
—Es acerca de las fotos. Déjame verlas, cuando las tengas... ¿Quieres?
Aunque se sentía terriblemente cansado, tras haber aguantado hora y media peor que de pie en el cuartel, tenía decido no faltar a su reunión quincenal con los alcohólicos de la asociación local. Su cometido en la reunión consistía esencialmente en estar presente, que los socios le vieran allí. Eso les infundía seguridad. Les apoyaba durante las terapias de grupo, las moderaba procurando no restarles protagonismo a ellos. Ocasionalmente aparecía alguien nuevo con ánimo de dejarlo y entonces él lo entrevistaba. El primer contacto ya le proporcionaba una guía bastante certera acerca de si se trataría de una oportunidad fallida o no. Si su instinto le decía que tenía posibilidades de fructificar, cuidaba con mimo las siguientes citas, se ocupaba personalmente de gestionar los medicamentos y los análisis necesarios. Si no era así, si el paciente perseguía otros propósitos diferentes a los de curarse de su adicción —una renta, una baja laboral, u otros réditos— él dilataba los futuros encuentros a la espera de que se diese por vencido. Otros no regresaban después de la primera visita, aunque su interés fuese sincero. Querer ayudar a esos enfermos era frustrante a veces.
Tenía la cabeza cuadriculada en cuanto a los compromisos adquiridos. No faltaría a ellos, salvo por una grave circunstancia. Necesitaba antes, eso sí, un café caliente, tener un instante para sí mismo, sentado en una silla de las de verdad.
Dio gracias a Dios por no encontrarse con ningún conocido cuando hizo escala en la cafetería del Hotel. Allí se tomó quince minutos para hojear tranquilamente el periódico, pensando también en quienes vería más tarde, en la asociación. Apostó a que no habría más de cinco, los de siempre, y a que seguramente estarían jugando a las cartas y fumando como carreteros, con el televisor a todo trapo de horrenda música de fondo.
Y así era, efectivamente, sólo que esta vez estaba con ellos César Amador, conocido por El Careto, de quien no conservaba un recuerdo demasiado agradable. Podía imaginar sin temor a equivocarse a qué se debía su presencia allí, por qué se hacía pasar por alcohólico desvalido aquel individuo que en realidad era un psicópata muy peligroso, un toxicómano múltiple, camello y ladrón ocasional, cuya aversión por cualquier norma era bien conocida en el pueblo. La razón no podía ser otra que el dinero, las ayudas de la asociación que, sin escrúpulo alguno, trataba de obtener para sus viajes en busca de algún trapicheo.
El tío, además, irradiaba cierto carisma, alimentado por esa locuacidad arrabalera tan propia de los yonquis, frente a la cual él se sentía casi impotente. Arrastraba ya dos experiencias amargas con El Careto, la última el mes anterior, durante una de sus guardias localizadas. No recordaba con exactitud lo ocurrido, pero sí que la excusa de su agresividad había sido reclamar (y no obtener) unas pruebas diagnósticas —evidentemente innecesarias— para su hermano, al que escoltaba la guardia civil, preso de una severa agitación etílica. El tío había escupido sapos y culebras contra su persona: «hijoputa» y «vaya sueldo tirao el que te dan», fueron sus palabras más amables. Luego, había reculado centelleándole los ojos y echando espuma por la boca mientras le hacía responsable de la hipotética muerte de su hermano.
La historia de aquel individuo no era excepcional: unos buenos años como camello o chuleando a alguna desgraciada en Cataluña o en las Baleares («las islas», como solían llamarlas los trabajadores eventuales de la hostelería) hasta que la fortuna menguaba, por problemas con la justicia o de salud. Volvían inexorablemente a la casa de sus padres, muchas veces transformados en cadáveres ambulantes o seropositivos sin esperanza.
Castillo suspiró con cierta congoja y, a continuación, tragó saliva un par de veces. El presidente de la asociación, Rafael Carmona, fue el único que se dignó a abandonar su silla. El local estaba prácticamente envuelto en niebla (había que subir a la segunda planta de la Casa de la Cultura para encontrar la pequeña sede de la asociación: menos de veinte metros cuadrados de espacio sumando las dos habitaciones) a causa del humo de los cigarrillos. Se respiraba calor humano, el calor físico de los cuerpos y las ropas de trabajo.
Quiso sentarse, aunque sin compartir mesa con los presentes, pero Carmona le cogió del brazo. Estaba visto y comprobado que aquél no era su día de suerte.
—Buenas tardes a todos —dijo, tratando de evitar con poca fortuna la mirada de César.
Las cabezas de Simón, de Antonio El Liebre y de Luis Bardas se movieron al unísono. Hubiera jurado que hasta El Careto le devolvió el saludo.
Miró a Carmona, que reía silenciosamente mostrando sus largos dientes color caoba.
—Venga un momento, don Ramón —dijo con su característica voz cascada— que voy a presentarle a Sandra, nuestra psicóloga.
Siempre que trataba de pronunciar la palabra «psicóloga» la boca de Carmona se movía como un edificio viejo durante un terremoto, y las sílabas se derrumbaban finalmente, deshaciéndose en su caída.
El médico siguió al bueno de Carmona, interiormente bloqueado por la inesperada presencia de César, con los sensores de peligro destellando una lucecita roja en su cabeza, y en dos pasos estuvieron en el pequeño cuarto adyacente, donde una mujer joven, con la mirada fija en la pantalla de un ordenador, deslizaba diestramente los dedos sobre el teclado.
Aquel cuarto carecía de puerta. Era casi increíble que alguien pudiera aislarse para trabajar en un ambiente así.
—Ya me queda muy poco —anunció la mujer mirando alternativamente y con inusitada rapidez a la pantalla y a Carmona (no a él).
—Sandra, mira, tú debes conocer a nuestro médico —especuló sonriente Rafael.
—Hola.
—Encantado.
El contacto de aquella mano le proporcionaba a Castillo una sensación familiar de frialdad.
—Conocerle, no —admitió la muchacha, mirándole directamente a los ojos con una expresión alegre y coqueta—. Sólo de oídas.
El murmullo se acrecentaba en la primera estancia, dificultándole concentrarse en la conversación. Viéndola de frente, la muchacha le pareció mucho más guapa que instantes atrás, al mirarla la primera vez, inclinada sobre el teclado del ordenador. Su cara era redonda, pequeña, los labios muy bien dibujados, con las comisuras ligeramente levantadas. Una media melena de fino cabello negro, suavemente ondulado.
Ganaba al sonreír, sus pómulos se redondeaban con atractivo desenfado, y hasta los ojos le reían, brillando como zafiros recién frotados con un paño, unos ojos de oscuros iris como las sombras de los bosques de chopos, todo lo oscuros, pensó, que pueden ser unos ojos, aunque no eran negros, porque éstos sólo existen en las fantasías de los poetas.
—Sandra nos está ayudando mucho con la terapia —terció Carmona—. Si no fuera por ella ya habríamos perdido a Juan... a Juan El Chinche, ¿sabe quién le digo? ¡Estaba imposible! (Sandra comenzó a protestar en voz baja, como si no quisiera interrumpir a Carmona al restarse importancia a sí misma) Sí —insistió él—, si no fuera por ella, Juan no estaría ahora con nosotros ¡No digas que no!
—Bueno, bueno, Rafael. ¡Cómo eres!
La psicóloga reía, al tiempo que sus mejillas se encendían abarrotadas de sangre joven.
—No os podéis quejar del voluntariado —aseveró Castillo.
Carmona balanceó suavemente la cabeza, primero para corroborar la afirmación del médico, pero de modo paulatino aquel balanceo se transformó en un gesto de seria preocupación.
—No. ¡Si no fuera por ustedes!... Pero tenemos otro problema —miró a Castillo—. Y gordo, —afirmó elevando la voz y meneando la cabeza de un lado a otro — ¡Y gordo!
Ramón se desplomó agotado en una de las sillas metálicas que amueblaban la habitación. Suponía que tras el lamento de Carmona se ocultaba una nueva petición de ayuda. Estaba acostumbrado a oírlo quejarse como una plañidera en cuanto se enfrentaba a cualquier dificultad, a sabiendas de que siempre habría alguien que acudiría a sacarle del atolladero. Sandra se había levantado y recogía unos folios esparcidos por la mesa. No parecía interesada en el futuro devenir de la conversación: síntoma evidente de que estaba al tanto del «gordo» problema que tanto acuciaba al presidente.
—Cuéntame —dijo resignado el médico.
Sandra se sonrió mientras terminaba de apilar sus papeles en una esquina de la mesa.
—Necesitamos un proyecto para que nos den la subvención. Antes de fin de mes ¡Y no hay nada hecho!
—¿Un proyecto? ¿De qué tipo?—Castillo miró de reojo a la psicóloga.
Carmona no respondió de inmediato. Durante unos segundos se dedicó a mover las cejas y cambiar repetidamente de semblante, reflejando opuestos estados de ánimo, como si estuviera considerando todas las alternativas y, con ellas, las luces y sombras que envolvían el asunto.
—Es un proyecto para vincular —la palabra brotó, no sin esfuerzo, probablemente después de incontables ensayos— laboralmente a un médico y a un psicólogo con la asociación. Nos dan tres millones de pesetas, si los podemos justificar.
—¿Qué organismo?
—¿Cómo?
—Sí, Rafa —terció Sandra—. Que quién da el dinero.
—¡Ah, bueno! El dinero nos lo tiene que dar Asuntos Sociales —otra vez balbuceó las palabras, incapaz de pronunciarlas correctamente— pero nos lo gestiona el Ayuntamiento. —Se interrumpió. Su última palabra había quedado enterrada bajo el brusco griterío de celebración de los que jugaban fuera—. Ya sabe, don Ramón que este alcalde nos pone todas las pegas que puede.
—¿Y vuestro secretario? ¿No puede hacerlo él?
Carmona volvió a menear la cabeza de lado a lado.
—No está preparado —aseguró convencido.
—Vale. Ya lo haré yo. —Se dio ánimos—. No es demasiado complicado tampoco.
Carmona meneó la cabeza de nuevo, aunque esta vez con una expresión de alivio. No había en esa expresión ni una brizna de agradecimiento, sólo se dibujaba una confianza plena en la palabra del médico, en saber que tendría su proyecto y que a partir de ese instante podría dejar de preocuparse y ocuparse de otras cosas.
—Me marcho, don Ramón —dijo muy serio—. Marcelina es familia de Los Chatos. Tenemos que acercarnos a lo de su hermana.
La fresca bofetada del aire exterior atenuó en cierta medida el estado de confusión en el que habían llegado a sumirle el cansancio, el aire viciado de aquel local y la nueva responsabilidad que acababa de adquirir por su falta de carácter, por no saber decir que no, jamás y en ninguna circunstancia. Especialmente en esos momentos.
También se llevaba consigo la imagen de aquella muchacha. Estaba turbado por la confusa noción de no volver a verla y sentía como si le costase alejarse de aquel lugar. Tuvo conciencia plena de que esa idea hacía que anduviese más despacio: le frenaba una inútil esperanza que no podía materializarse en nada concreto.
La calle estaba en plena ebullición, más viva que nunca. La Casa de Cultura se hallaba situada en la zona más céntrica y comercial de Portas. Se apelotonaban los coches y gentes con bolsas de la compra que invadían la calzada, entremezclándose hacia la parte más angosta, en dirección ascendente, donde los vehículos formaban un pequeño embotellamiento, al tener que superar a los aparcados en doble fila. El ruido de los cláxones y de la maquinaria agrícola era a ratos ensordecedor.
Antes de comenzar a andar, calle abajo, en busca de su Volvo, sintió que le tocaban el hombro.
—¿Adónde vas? —preguntó una voz familiar antes de que le diera tiempo a volverse.
La gente le saludaba al pasar a su lado. Mientras les devolvía educadamente las buenas tardes, Antonio se colocó a su altura.
—A sentarme como una persona —explicó Castillo.
—Sentémonos.
Castillo sentía unos deseos enormes de dejarse caer en el sofá de su salón y comerse unas patatas fritas de bolsa con unas anchoas. Le apetecía pensar en el tercio de cerveza con que regaría su sencilla cena, viendo algo de televisión o escuchando música. La invitación de Antonio (porque era eso lo que significaba la palabra «sentémonos»: invitarle a tomar algo y charlar un rato) le llegaba en uno de los peores momentos que pudiese imaginar. Tal vez, únicamente una de sus raras migrañas de origen digestivo podía dejarle todavía más inutilizado de lo que estaba. Se sentía sin fuelle alguno para dedicarle un par de horas a su amigo. Puede que le fuese imposible aguantar siquiera cinco minutos más en aquella situación. El trajín del día le había agotado, aunque no todo era desgaste físico, por supuesto. Estaba al límite de sus fuerzas por la situación de alerta en la que había puesto su mente durante buena parte de la mañana y toda la tarde, por las cavilaciones en las que le habían sumido los acontecimientos, por la naturaleza de los desafíos que se le avecinaban, por calibrarlos sólo. Antonio era un conversador inagotable, pero él no resistía tanto. Curiosamente, en una suerte de reflejo instantáneo, se vio rebuscando en su memoria el mejor sitio posible para hacer realidad lo que su amigo pretendía. Debería ser, meditó, un lugar sin mucho ruido, con la música o el televisor a bajo volumen, y con asientos mullidos.
—Mañana —dijo, tras convencerse del todo de que no tenía cuerpo para una velada extra. Si había dudado antes era porque conversar con Antonio siempre le atraía, le estimulaba las neuronas—. Llevo un día atroz —se justificó, al tiempo que se ajustaba el cierre de la cremallera de la cazadora y se la subía hasta la mitad.
Antonio hizo un gesto de contrariedad.
—¡Coño, estoy en ascuas con lo de hoy! ¿Dónde estabas a mediodía?
Te estuve llamando a casa y pregunté en el consultorio y en el hostal.
—Fui a El Galgo —dijo Castillo.
El Galgo era una venta situada en la carretera de Portas a Las Cámaras, dos kilómetros al este del pueblo, que había hecho famosas sus migas cortijeras. No tenía costumbre de ir entre semana. A Antonio no se le hubiera ocurrido buscarlo allí.
—Con razón —dijo elevando la voz, al aumentar en ese momento el ruido en la calle— ¡Joder! ¡Tenía ganas de que me contases algo!
—Hay poco que contar. De verdad —insistió, persuasivo, al ver que Antonio ponía cara de incrédulo. A renglón seguido, se encaminó despacio hacia el coche.
Al ruido de los motores, se unió de pronto el agudo y desagradable impacto metálico de los cierres exteriores de los comercios. Un pequeño grupo de maestras de primer año les sobrepasó a paso ligero. Castillo las conocía de haber coincidido un par de veces en la discoteca, y de haber tratado en la consulta a alguna de ellas. Reían con ganas y pasaron de largo sin dirigirles el saludo; seguramente sin haberles visto.
Resignado a dejar para mejor ocasión el encuentro en el que había estado pensando durante toda la tarde en la gestoría, Ladrón de Guevara le acompañó durante un corto trecho, pero tomó la dirección contraria en cuanto acordaron que se reunirían la tarde siguiente, a tomar café e intercambiar impresiones e información.
Porque su casa estaba en dirección contraria a la de Castillo, partiendo desde aquel punto.
Sentía una gran impaciencia por muchas razones. Una de ellas era que estaba deseando hablarle a Castillo de su descubrimiento.
4 de Noviembre.
Los de la funeraria se están poniendo las botas. No se los reprocho, por supuesto. ¿Quién lo haría? Hay que dar sepultura a los muertos, pero ellos mismos se quejan de que el negocio va a tirones.
Esta mañana enterraron a Bernardino. Ayer, a mediodía, se había sentado a la puerta de su casa para tomar un poco el sol. Una vecina lo encontró con la barbilla clavada en el pecho. Creía que se había dormido pero le extrañó que un hilo de saliva se le escurriese de la boca y le empapase la chaqueta.
Bernardino rondaba los setenta y cinco y estaba pesado y achacoso pero siempre se le veía contento. Quizá sólo por vivir. Jamás que yo sepa le preocupó su salud. Era un experto ebanista, que, como hobby, restauraba los muebles de sus amigos. Fue ése el motivo por el que le conocí, y no porque le tuviese de paciente. Vivía solo en una confortable cueva de La Mesa, convertida en vivienda, que se negaba a abandonar para ir junto a su hija.
Por conservar dos cosas, supongo: el recuerdo vivo de su mujer, muerta entre aquellas paredes, y su independencia, que para él debía de ser más trascendente si cabe.
Durante el pésame los familiares se lamentaban sobre todo de la impresión sufrida. «¡Morirse de esa forma, sin consuelo de nadie!» «¡Qué palo!», decía una de sus hermanas. «¡No poder despedirme de él!», sollozaba su hija. Yo les insistí en que era una buena muerte, sin dolor ni angustia, que se consolasen pensando en eso, en que no se había dado cuenta de nada y había sufrido infinitamente menos que en las lentas agonías que estaba yo acostumbrado a ver. «Buena para él, ¿y el que se queda?», me contestó su hermana Adela. Su hija también estuvo de acuerdo. «Es muy malo, muy malo, perderlo de esa manera. Sin tiempo para hacernos a la idea», gimió.
Me marché del tanatorio pensando que quizá el pobre Bernardino había sido muy desconsiderado con su familia al morirse de ese modo tan rápido e indoloro. Hubiese sido más caritativo por su parte consumirse. Un cáncer para ser exactos. Eso les daría tiempo a hacerse a la idea. Me marché sin tener muy claro si aquellos lamentos eran por el difunto o por ellos mismos.
Esta tarde me acosan dos pensamientos: Sandra (¿qué será de ella, ahora?) y esa botella vacía. He hecho tres anotaciones en el bloc. Hay una mutación evidente pero todavía no sé por qué.