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Los silenciosos no prestan testimonio contra sí mismos.
Aldous Huxley
El cuaderno de Santos El Guinda —un cuadernillo escolar, tamaño cuartilla, de tapa verde pistacho y cuadrículas grandes— apareció bajo la mantelería del ajuar de su esposa, que no se había usado en los cuarenta y tres años de matrimonio. Hasta que enfermó, Juana tenía por costumbre vaciar una vez al año, a final de verano, el cajón del aparador donde guardaba los bordados, para airear el tejido y cambiar las bolas de alcanfor. Pero hacía ocho años que Juana no se ocupaba de ninguna de las rutinas domésticas, y tampoco Teresa se había preocupado de hacerlo. Cuando Caparrós quedó convencido —y también impresionado por la originalidad de su conjetura—, merced a su conversación con Castillo sobre el arma homicida, de que a Santos lo habían acechado para matarle, decidió practicar un registro «informal» en la vivienda, que había permanecido cerrada desde el mismo día del entierro, aunque no tenía demasiadas esperanzas puestas en que la iniciativa rindiese frutos, pues se sentía completamente a ciegas en cuanto a lo que debería ponerse a buscar, e imaginaba que las posibilidades de hallar algún indicio o pista en el interior de la casa eran ínfimas. Los motivos por los cuales se hubiese visto empujado el asesino (Castillo le había convencido también de que se trataba de una sola persona) a acabar con la vida de El Guinda de aquel modo, difícilmente hallarían respuesta en el registro, pues era casi impensable que, en poder de una persona de su instrucción, existiesen documentos que implicaran al responsable. La víctima no era un hombre de negocios, carecía de toda actividad comercial y tampoco había ejercido de intermediario en ninguna transacción, que su hija supiese. Durante los últimos ocho años su vida había consistido en cuidar de su esposa enferma y dedicar una o dos horas al día a la finca del río Dehesas.
Todo había cambiado en la casa, tras su muerte. Teresa se había hecho provisionalmente cargo de su madre desde entonces, a la espera de acordar con sus hermanos cuánto debería aportar cada uno para buscarle una mujer que pudiese cuidarla día y noche, y, visto el desinterés de ellos, se había quedado además con la llave original de la puerta —la que usaba su padre— para poder regar las plantas y macetas del patio, coger los enseres de su madre que fuese necesitando y ventilar de vez en cuando.
Para confeccionar una lista de sospechosos, Caparrós sabía que debía contar con una información amplia, exhaustiva a ser posible, sobre las personas con las que estuviese enemistado, fuesen las rencillas antiguas o recientes, pues a veces los peores odios se alimentan de agravios perdidos en el tiempo pero no en la memoria, y también sabía que su entorno podía reservar alguna que otra sorpresa a la investigación, y que, por tanto, debía empezar por eliminar a los más próximos, comenzando por sus yernos (tanto Castillo como él, estaban bastante seguros de que el autor era un varón; ni el método ni la fuerza necesaria para ejecutarlo eran propios de una mujer), pero no quería llamarlos a declarar sin tener primero una conversación con Teresa y hacerse una idea de la clase de persona que era su padre, hablando también con sus vecinos y conocidos.
Junto al cuaderno, repleto de obscenidades y algunos apuntes sin contenido sexual pero cargados de violencia y odio contra determinadas personas, de las que sólo aparecía el apodo o nombre de pila, habían aparecido unas cuantas revistas pornográficas ocultas dentro de una bolsa de plástico. A Teresa, presente durante el registro, se le había demudado el rostro, enrojeciéndosele violentamente a continuación, al sacar las revistas de la bolsa uno de los guardias, pero nada se le dijo respecto del contenido del cuaderno, que Caparrós ojeó por encima en su presencia y cuya existencia ella aseguró desconocer.
Los apuntes con los que Santos había ido plasmando sus obsesiones y su rencor, resultaban reveladores acerca de su personalidad. Caparrós mostró aquellas páginas a Castillo un día y medio después del registro, en la tarde del viernes veintinueve de noviembre.
El sargento ya estaba al tanto, desde las primeras horas posteriores al crimen, de que la víctima era una persona de muy mal carácter, pendenciera, aunque sin historial delictivo conocido. Según los comentarios que circulaban, Santos se había peleado en múltiples ocasiones (y no sólo de palabra), y causado lesiones a algunas personas, siendo también herido varias veces. «Era un bocón y un peleante», fue la frase que más escuchaba, referida a su persona. Tales antecedentes eran de suficiente calado a ojos de Caparrós para centrar sus esfuerzos en la hipótesis de una venganza, así que se impuso la obligación de comenzar por trabajar en esa línea, pues era desconocedor a esas alturas de la pista seguida por Castillo. El dilema al que se enfrentaba éste era tener que optar entre compartir con el sargento lo que Regino le había contado, a riesgo de que se desvaneciese, o continuar a sus espaldas, poniendo en cuarentena entonces la confianza que aquél había depositado en su persona. Su convencimiento de que una intervención oficial hubiese resultado nefasta, al toparse con un muro de silencio, pues era evidente que una aterradora bajeza moral —la de la omisión, como mínimo—, había impregnado la conducta del dueño del bar, le hizo decidirse por la deslealtad con el sargento, con la esperanza de que al final lo entendiese, si realmente no estaba equivocado y podía confirmar pronto sus sospechas, aunque no pudiese desterrar del todo una sensación de vergüenza al pensar que, si se equivocaba, ya sería incapaz de poder mirarle a la cara. Pero aquel camino, el elegido, requería una superlativa demostración de paciencia y tacto.
Después de una búsqueda meticulosa de más de tres horas, hecha al estilo de Federico Caparrós —disculpándose constantemente, mostrándose empalagosamente respetuoso con las pertenencias del difunto—, se pudo llegar a la conclusión de que nada en el resto de la casa, excepto el cuaderno, resultaba potencialmente valioso para la investigación. Y aun en el caso de éste, las dudas acerca de su importancia eran muchas, al menos para Castillo, a pesar de las graves amenazas vertidas en sus páginas y de que las mujeres señaladas en él bien podrían haber recibido proposiciones de su autor, a juzgar por lo que insinuaba Santos. No era del todo imposible que eso hubiera ocurrido con una o varias de ellas y que, sin denunciarlo, alguna se lo hubiese confiado a su marido. Un hombre celoso y ofuscado por la ofensa, hubiese ido probablemente a su encuentro para reprochárselo, pero ¿quién podía descartar que el odio cocido a fuego lento en el interior de una persona no acabase por empujarle al asesinato premeditado? Ésa era la idea del sargento. A última hora de la tarde, tras un repaso minucioso del contenido del cuaderno, Caparrós manifestó a Castillo su propósito de investigar esos nombres: hablaría primero con las mujeres que pudiese identificar (de algunas solamente aparecía un diminutivo, aunque esto no le arredraba, pues sabía que no sería difícil dar con ellas, indagando por el vecindario; y, además, Santos solía «emparentarlas» con los hombres a quienes «pertenecían», quizá porque eso le confería mayor estímulo, al involucrarlos en la afrenta de «quitárselas» y poder tildarlos de «cabrones», «desgraciados» o «sin pollas»), y posteriormente con sus maridos o novios.
No era mal comienzo pero, para sorpresa del sargento, inexplicablemente Castillo pareció poner pegas, aduciendo que no creía que las fantasías sexuales del difunto hubiesen trascendido del cuaderno, porque eso carecía de lógica: si se plasmaban en algo que se escondía luego bajo unos manteles, es que se hacía para mantenerlo perfectamente en secreto, es que era para consumo exclusivo del viejo y no para servir de proyecto a los actos allí descritos. Especialmente si se consideraba el hecho de la amplia libertad de que gozaba Santos en casa, únicamente condicionada por la presencia ocasional de Teresa, que carecía de tiempo, y probablemente de vigor, dado su habitual cansancio, para entretenerse en husmear. En ese proceder de Santos, Castillo veía reflejada cierta inhibición, propia de una persona que aún era capaz de controlarse. Semejante argumentación, desde luego, le parecía muy discutible a Caparrós; para aceptarla como válida, le haría falta que la corroborara alguien con experiencia en tratar a psicópatas sexuales. Valorando en mucho el criterio de Castillo, tales apreciaciones no podían sino caer como un jarro de agua fría sobre el ánimo del sargento y llenarle de dudas. Más bien, le irritó que no aprobase su plan, pues francamente no entendía que siendo el único asidero al que podían aferrarse por el momento, le insinuase desentenderse de él, que era lo mismo que permanecer inactivo, que cruzarse de brazos, mientras la presión de la gente crecía sobre su persona. No comprendía el valor de su análisis, como tampoco comprendía que se quedase luego haciendo la estatua, en lugar de darle algo, por microscópico o inconsistente que fuese, algo que le sirviese de orientación, algo con lo que empezar. Claro que Caparrós desconocía por entonces que Castillo estaba jugando con las cartas marcadas.
Teresa estaba literalmente agotada. Aparte del lógico golpetazo emocional que le había supuesto el hecho de que hubiesen matado a su padre (ella intuía que el asesino era uno de los muchos enemigos que, por su forma de ser, se había labrado a lo largo de su vida), tenía que prestarle toda clase de cuidados a su madre que, ajena a la tragedia, había acusado sin embargo los cambios impuestos a su rutina diaria con el traslado, y ahora estaba tan desorientada, inapetente y caprichosa, que, diez días después, ya no sabía cómo manejarla y se sentía sin fuerzas por momentos, aplastada por la lóbrega vaciedad del porvenir que se le venía encima. Por si todo aquello no fuera poco, sucedía además que su marido no estaba precisamente por la labor de prestarle ayuda o consuelo, sino por proseguir engordando la tripa en los bares mientras, en casa, se mostraba indiferente a su tragedia, cuando no cruel, sembrando de cizaña su espíritu a costa de la idea de un merecido castigo por la azarosa personalidad de su suegro. El Cosme evitaba a Santos desde hacía unos tres años; habían discutido a cuenta de la escasa atención que prestaba aquél a la tierra que le había otorgado a Teresa el viejo, siguiendo la costumbre de sus antecesores. Pese a reservarse las escrituras, Santos había partido entre sus hijos las fincas, una vez todos casados, con el compromiso implícito de que se ocupasen de ellas, quedándose con lo que rindiesen hasta que, a su muerte, adquiriesen la titularidad definitiva con la ejecución del testamento. Pero la excepción de la finca del río había disgustado enormemente a El Cosme —un redomado haragán, en palabras de Santos—, pues, en contraste con lo que suponía para los demás, proporcionaba a Sonia, la pequeña, unas ventajas inmerecidas. La idea de continuar atendiendo una de las fincas «para entretenerse», puesta en práctica por El Guinda a su jubilación, favorecía a Sonia que, libre de cargas, recibía el importe casi íntegro de lo que rendía, pues a su padre le bastaba aprovechar para sí la hortaliza y el corral.
La conversación que Caparrós mantuvo con Teresa la misma tarde del registro, le sirvió para hacerse una idea de las desavenencias que había entre el difunto y su yerno. Teresa no las ocultó en ningún momento, pues no albergaba la menor duda acerca de la inocencia de su marido. Aun siendo consciente del odio que le profesaba, sabía que El Cosme era demasiado cobarde como para enfrentarse a Santos: le temía más que a una vara verde. No daba el perfil. Lo que sí admitió ella fue que su padre se había enemistado con mucha gente a lo largo de su vida, y que era una persona difícil. Luego, mencionó algunos nombres, aunque ella no creía a esas personas capaces de servirse del crimen para ajustar cuentas. Pero evidentemente, también cabía la posibilidad de que no estuviese al corriente de todos los jaleos en los que se había metido. Nada comentó Teresa en relación al cuaderno requisado durante el registro, lo que extrañó a Caparrós, que tenía preparada una excusa por si le preguntaba; le haría creer que había servido para anotar las cuentas: cobros pendientes, gastos, deudas, etcétera... y que esa información podía resultar valiosa. Con respecto al verdadero contenido, era demasiado sucio y deshonroso... ¿Serviría de algo hacérselo saber, dejarla que arrastrase para siempre esa vergüenza?
Prefería no decirle nada por el momento, y ni siquiera más adelante, si no tenía la convicción de serle de alguna utilidad.
El sargento se dispuso a repasar mentalmente lo que tenía, después de despedir a Teresa. Eran más de las siete y tenía los pies fríos. Pidió al guardia de puerta que le trajese la estufilla eléctrica de la habitación contigua y la colocó bajo la mesa de despacho. Cuando la circulación se restableció en sus extremidades inferiores, pensó nuevamente en El Cosme, considerando cuidadosamente su coartada. Según lo que él sabía, podía haber tenido su oportunidad. A las seis y media, cuando Teresa le había llamado, vista la tardanza de su padre, estaba en casa.
Pero, entre las cinco y las seis y media (hora más que probable del crimen), no había constancia de su paradero, por más que hubiese asegurado a su esposa que estuvo repartiendo el estiércol en la finquilla de Las Canalejas, hasta las seis y diez, aproximadamente.
Luego volvió a ojear el cuadernillo, del que había garabateadas unas catorce páginas, con una letra bastante legible y pulcra. Las perversiones y fantasías del viejo resultaban cómicas, en cierto modo; esas reiterativas menciones a los coños sudorosos, le hizo sonreír varias veces durante la lectura. Lo que carecía de toda gracia, lo que le alarmaba del texto eran las referencias a aquellos hombres, a quienes «ensartaría, si pudiese», o «cortaría el cuello». Estaban separadas de las que se hacían, en tono despectivo, sobre maridos y novios. Se trataba de otros hombres diferentes, sujetos de su odio.
Las anotaciones de corte violento comenzaban en la cuarta página y, a partir de ahí, ya no cesaban. Parecían seguir una pauta: todas servían como colofón a un comentario obsceno, prolijo en expresiones fogosas, sobre lo que haría con la mujer aludida en él, a la que «su hombre no sabía follarse». Era como si Santos hubiese descubierto por casualidad que intercalar esas expresiones reforzaba el estímulo obtenido de la trascripción de sus deseos libidinosos. Si lo había interpretado correctamente —y creía que sí, porque se iban haciendo más feroces, a medida que avanzaba en la lectura—, las inclinaciones sádicas del viejo resultaban evidentes, aunque tenían algo extraño: no se proyectaban sobre las mujeres, sino sobre hombres. El clímax que Santos trataba de conseguir, sólo parecía materializarse «cargándose» a los tíos, después de «metérsela» a ellas, «cuanto más hondo, mejor». Una curiosa mezcla de pasión e impulso homicida, desdoblada por sexos. Indudablemente, el hallazgo le permitiría abrir una nueva línea de investigación.
Las obras de ensanche de la vieja carretera estaban muy atrasadas. A partir de la larga recta de Las Cercas, no se había acometido ningún tramo nuevo y la estrechez del puente sobre el Guadiana Menor seguía constituyendo un problema, pues impedía el paso simultáneo a dos vehículos.
Los árboles de los arcenes habían sido arrancados recientemente por máquinas de una empresa subcontratada por Ferrovial y, por culpa del reciente aguacero, el barro abundaba en los bordes de los accesos a ambos lados del puente. Castillo se vio obligado a realizar una brusca maniobra de evasión, pues un camión de mediano tamaño se le adelantó por el lado contrario. El Volvo terminó sumergido en el lodazal del margen derecho, en el que estuvo a punto de quedar atascado. De su boca salió una sonora imprecación pero, a diferencia de otras ocasiones, olvidó el incidente al instante. La ansiedad por llegar a Portas le devoraba.
Su estancia en Úbeda había resultado completamente infructuosa.
Día y medio recorriendo colegios y una mañana entera perdida en la oficina del registro civil. Visto el fracaso de la primera jornada, tomó la decisión de pernoctar en la ciudad y apurar durante la mañana siguiente las remotas posibilidades que tenía de dar con lo que buscaba.
Encontró alojamiento en un hotel de la parte antigua, el Rosaleda de Don Pedro, que conocía de haber asistido a la celebración de la boda de un amigo, tres años atrás. Lo que se había propuesto encontrar eran los apellidos de un difunto, del que únicamente conocía el nombre, la edad aproximada a la que había muerto, y la causa. Y eso era prácticamente nada. Había un pequeño rayo de esperanza, sin embargo, pues el nombre era poco común, así que, confiando en que a Regino no le fallase la memoria, seleccionó un periodo de tres años —entre el ochenta y cinco y el ochenta y siete—, para la búsqueda. Por desgracia, el registro de defunciones no estaba informatizado, de manera que hubo de repasar una por una las hojas de inscripción, que a una media de uno a dos fallecimientos diarios, suponía casi mil cien en ese intervalo de tiempo. Halló un total de siete fallecidos con ese nombre, pero ninguno andaba en torno a los cincuenta y cinco años en el momento de su muerte (Regino le calculaba de veinticinco a veintiocho años, cuando ocurrieron los hechos); todos, menos uno, muerto a los nueve años de edad, sobrepasaban ampliamente los setenta. La duda de que el nombre del viajante fuese en realidad compuesto le puso a cavilar de nuevo, cuando había desistido de hallar nada en los juzgados. ¿Y si Rodrigo fuese un segundo nombre, adoptado como el de pila, al rechazar el primero? Era un hecho bastante común; sin ir más lejos, el verdadero nombre de su hermano Jorge, era Ginés; lo de Jorge fue un añadido de su madre —a la que el otro decía sonarle a hombrecillo calvo— durante la ceremonia del bautismo. Si era así, bien podía habérsele escapado después de tenerlo entre las manos, ya que, para dotar de agilidad a la búsqueda, se había centrado en los primeros. En los cinco colegios en los que estuvo (se aseguró de que estuviesen en funcionamiento antes de 1966), fue aún peor, ya que se trataba de localizar a una niña, probablemente hija única, escolarizada entre el sesenta y seis y el setenta y siete, huérfana de madre y de cuyo padre desconocía los apellidos. El suicidio de su padre daba alguna relevancia a esa criatura, pues era probable que hubiese trascendido en su momento. Tal vez alguien que se acordase del suceso, pudiese relacionarlos.
No obstante, se sintió avergonzado al plantear un asunto así a los directores, pero tenía que intentarlo. Ninguno dio muestras del menor interés por ayudarle, aunque le trataron con corrección. La mayoría de ellos simplemente se encogió de hombros. Estaba a punto de darse por vencido cuando recordó el comentario de Pepa sobre los funerarios que dieron la noticia a su tía. Se le ocurrió que, llamando a la oficina de la compañía, quizá localizase a los que hacían los servicios en Húsar por aquella época.
Como es natural, no esperaba que recordasen los apellidos del viajante, pero tal vez supiesen dónde había sido enterrado. Aparcó en la calle Explanada, junto al ambulatorio, y eligió al azar una de las cafeterías de la acera contraria. Aún olía a churros en esa parte de la calle, pero era cerca de la una. El aire frío del este sacudía con cruel determinación los arbolillos de las aceras. El cielo se había oscurecido poco a poco, como un tablón dejado a la intemperie, aunque era de esos días en los que uno tiene la certeza de que no va a descargar agua. Consiguió el número de la compañía en la guía de teléfonos y les llamó desde la misma cafetería. El empleado que le atendió llevaba más de veinte años trabajando allí; aunque no hacía servicios de traslado de cadáveres, se ofreció a darle la información que buscaba. Húsar se hacía desde Baeza, de modo que era más que probable que fuesen ellos. Tuvo suerte pues, al llegar a la ciudad monumental, encontró abierta la oficina, aunque minutos antes no contestaban el teléfono. El empleado de la delegación de Úbeda le había advertido que, muy a menudo, cerraban durante unos minutos, así que no debía desanimarse si no le cogían el teléfono a la primera. «A menos que les hayan avisado para un servicio»... «Pregunte por Solís, que es el más antiguo en la empresa», le dijo. La primera sensación que tuvo al encontrarse frente a frente con aquel hombre robusto, con papada descomunal y manos pequeñas y rechonchas, fue que le era familiar su cara, algo que también le ocurría a él con Castillo. Supusieron que era debido a que se habían conocido al cumplimentar un certificado de defunción, durante una de las guardias de fin de semana. Milagrosamente, Daniel Solís recordaba aquel sepelio, por un detalle curiosísimo, de los que se le quedan a uno grabados para siempre: el viajante había empleado un alambre de acero galvanizado como lazo, al que había envuelto con un trozo de sábana doblado varias veces, para que el filo no le rebanara el cuello. Castillo sintió como si le recorriese el cuerpo una corriente eléctrica, al asegurarle el empleado que, aunque se había quitado la vida allí, en Baeza, en una casita mata cercana al conocido restaurante Casa Juanito —eso no se le había olvidado; una hermana suya vivía a dos pasos—, Rodrigo había sido enterrado en el cementerio de Sabiote, en el panteón familiar. Lo recordaba perfectamente. «¿Está seguro de que es la misma persona?», le insistió. «¡Que sí, hombre; no puede ser otro!» exclamó él, absolutamente convencido. «¡Fui yo el que se lo comenté a Remedios!».
Excitadísimo, apenas pudo comerse media ración de ensaladilla rusa, en uno de los célebres mesones que hay en los portalillos de La Plaza, antes de salir a calzón quitado hacia Sabiote. «¡Por favor, que esté abierto!», se dijo repetidamente a sí mismo mientras regresaba, en dirección Úbeda. Tenía que darse prisa pues, si tenía la suerte de encontrarse el cementerio abierto, no le iba a ser fácil hallar la tumba en cuestión, antes de que se le echara la noche encima.
Una gruesa cadena enlazaba los amplios y pesados batientes de forja de hierro de la verja de entrada. Estaba asegurada con un candado de láminas doradas, igual que uno que había usado para el primitivo antirrobo tipo pitón de su vespa, unos años atrás. La zarandeó, frustrado, y al instante se asomó desde el primer pasillo de la derecha una mujer bajita, de unos cincuenta años, vivaracha y alegre, vestida con un jersey burdeos de punto grueso, tejido a mano, y unos anchísimos vaqueros negros de corte clásico. Se había adelantado a la hora de apertura, le explicó, pero no puso demasiados obstáculos para dejarle pasar. No tardó en encontrar lo que andaba buscando: ya tenía los apellidos de aquella niña; sólo le faltaba ponerle un nombre y una cara.
Sólo tenía que comprobar un pequeño detalle.