19
Los silenciosos no
prestan testimonio contra sí mismos.
Aldous Huxley
El cuaderno de Santos El Guinda —un
cuadernillo escolar, tamaño cuartilla, de tapa verde pistacho y
cuadrículas grandes— apareció bajo la mantelería del ajuar de su
esposa, que no se había usado en los cuarenta y tres años de
matrimonio. Hasta que enfermó, Juana tenía por costumbre vaciar una
vez al año, a final de verano, el cajón del aparador donde guardaba
los bordados, para airear el tejido y cambiar las bolas de
alcanfor. Pero hacía ocho años que Juana no se ocupaba de ninguna
de las rutinas domésticas, y tampoco Teresa se había preocupado de
hacerlo. Cuando Caparrós quedó convencido —y también impresionado
por la originalidad de su conjetura—, merced a su conversación con
Castillo sobre el arma homicida, de que a Santos lo habían acechado
para matarle, decidió practicar un registro «informal» en la
vivienda, que había permanecido cerrada desde el mismo día del
entierro, aunque no tenía demasiadas esperanzas puestas en que la
iniciativa rindiese frutos, pues se sentía completamente a ciegas
en cuanto a lo que debería ponerse a buscar, e imaginaba que las
posibilidades de hallar algún indicio o pista en el interior de la
casa eran ínfimas. Los motivos por los cuales se hubiese visto
empujado el asesino (Castillo le había convencido también de que se
trataba de una sola persona) a acabar con la vida de El Guinda de
aquel modo, difícilmente hallarían respuesta en el registro, pues
era casi impensable que, en poder de una persona de su instrucción,
existiesen documentos que implicaran al responsable. La víctima no
era un hombre de negocios, carecía de toda actividad comercial y
tampoco había ejercido de intermediario en ninguna transacción, que
su hija supiese. Durante los últimos ocho años su vida había
consistido en cuidar de su esposa enferma y dedicar una o dos horas
al día a la finca del río Dehesas.
Todo había cambiado en la casa, tras su
muerte. Teresa se había hecho provisionalmente cargo de su madre
desde entonces, a la espera de acordar con sus hermanos cuánto
debería aportar cada uno para buscarle una mujer que pudiese
cuidarla día y noche, y, visto el desinterés de ellos, se había
quedado además con la llave original de la puerta —la que usaba su
padre— para poder regar las plantas y macetas del patio, coger los
enseres de su madre que fuese necesitando y ventilar de vez en
cuando.
Para confeccionar una lista de sospechosos,
Caparrós sabía que debía contar con una información amplia,
exhaustiva a ser posible, sobre las personas con las que estuviese
enemistado, fuesen las rencillas antiguas o recientes, pues a veces
los peores odios se alimentan de agravios perdidos en el tiempo
pero no en la memoria, y también sabía que su entorno podía
reservar alguna que otra sorpresa a la investigación, y que, por
tanto, debía empezar por eliminar a los más próximos, comenzando
por sus yernos (tanto Castillo como él, estaban bastante seguros de
que el autor era un varón; ni el método ni la fuerza necesaria para
ejecutarlo eran propios de una mujer), pero no quería llamarlos a
declarar sin tener primero una conversación con Teresa y hacerse
una idea de la clase de persona que era su padre, hablando también
con sus vecinos y conocidos.
Junto al cuaderno, repleto de obscenidades y
algunos apuntes sin contenido sexual pero cargados de violencia y
odio contra determinadas personas, de las que sólo aparecía el
apodo o nombre de pila, habían aparecido unas cuantas revistas
pornográficas ocultas dentro de una bolsa de plástico. A Teresa,
presente durante el registro, se le había demudado el rostro,
enrojeciéndosele violentamente a continuación, al sacar las
revistas de la bolsa uno de los guardias, pero nada se le dijo
respecto del contenido del cuaderno, que Caparrós ojeó por encima
en su presencia y cuya existencia ella aseguró desconocer.
Los apuntes con los que Santos había ido
plasmando sus obsesiones y su rencor, resultaban reveladores acerca
de su personalidad. Caparrós mostró aquellas páginas a Castillo un
día y medio después del registro, en la tarde del viernes
veintinueve de noviembre.
El sargento ya estaba al tanto, desde las
primeras horas posteriores al crimen, de que la víctima era una
persona de muy mal carácter, pendenciera, aunque sin historial
delictivo conocido. Según los comentarios que circulaban, Santos se
había peleado en múltiples ocasiones (y no sólo de palabra), y
causado lesiones a algunas personas, siendo también herido varias
veces. «Era un bocón y un peleante», fue la frase que más
escuchaba, referida a su persona. Tales antecedentes eran de
suficiente calado a ojos de Caparrós para centrar sus esfuerzos en
la hipótesis de una venganza, así que se impuso la obligación de
comenzar por trabajar en esa línea, pues era desconocedor a esas
alturas de la pista seguida por Castillo. El dilema al que se
enfrentaba éste era tener que optar entre compartir con el sargento
lo que Regino le había contado, a riesgo de que se desvaneciese, o
continuar a sus espaldas, poniendo en cuarentena entonces la
confianza que aquél había depositado en su persona. Su
convencimiento de que una intervención oficial hubiese resultado
nefasta, al toparse con un muro de silencio, pues era evidente que
una aterradora bajeza moral —la de la omisión, como mínimo—, había
impregnado la conducta del dueño del bar, le hizo decidirse por la
deslealtad con el sargento, con la esperanza de que al final lo
entendiese, si realmente no estaba equivocado y podía confirmar
pronto sus sospechas, aunque no pudiese desterrar del todo una
sensación de vergüenza al pensar que, si se equivocaba, ya sería
incapaz de poder mirarle a la cara. Pero aquel camino, el elegido,
requería una superlativa demostración de paciencia y tacto.
Después de una búsqueda meticulosa de más de
tres horas, hecha al estilo de Federico Caparrós —disculpándose
constantemente, mostrándose empalagosamente respetuoso con las
pertenencias del difunto—, se pudo llegar a la conclusión de que
nada en el resto de la casa, excepto el cuaderno, resultaba
potencialmente valioso para la investigación. Y aun en el caso de
éste, las dudas acerca de su importancia eran muchas, al menos para
Castillo, a pesar de las graves amenazas vertidas en sus páginas y
de que las mujeres señaladas en él bien podrían haber recibido
proposiciones de su autor, a juzgar por lo que insinuaba Santos. No
era del todo imposible que eso hubiera ocurrido con una o varias de
ellas y que, sin denunciarlo, alguna se lo hubiese confiado a su
marido. Un hombre celoso y ofuscado por la ofensa, hubiese ido
probablemente a su encuentro para reprochárselo, pero ¿quién podía
descartar que el odio cocido a fuego lento en el interior de una
persona no acabase por empujarle al asesinato premeditado? Ésa era
la idea del sargento. A última hora de la tarde, tras un repaso
minucioso del contenido del cuaderno, Caparrós manifestó a Castillo
su propósito de investigar esos nombres: hablaría primero con las
mujeres que pudiese identificar (de algunas solamente aparecía un
diminutivo, aunque esto no le arredraba, pues sabía que no sería
difícil dar con ellas, indagando por el vecindario; y, además,
Santos solía «emparentarlas» con los hombres a quienes
«pertenecían», quizá porque eso le confería mayor estímulo, al
involucrarlos en la afrenta de «quitárselas» y poder tildarlos de
«cabrones», «desgraciados» o «sin pollas»), y posteriormente con
sus maridos o novios.
No era mal comienzo pero, para sorpresa del
sargento, inexplicablemente Castillo pareció poner pegas, aduciendo
que no creía que las fantasías sexuales del difunto hubiesen
trascendido del cuaderno, porque eso carecía de lógica: si se
plasmaban en algo que se escondía luego bajo unos manteles, es que
se hacía para mantenerlo perfectamente en secreto, es que era para
consumo exclusivo del viejo y no para servir de proyecto a los
actos allí descritos. Especialmente si se consideraba el hecho de
la amplia libertad de que gozaba Santos en casa, únicamente
condicionada por la presencia ocasional de Teresa, que carecía de
tiempo, y probablemente de vigor, dado su habitual cansancio, para
entretenerse en husmear. En ese proceder de Santos, Castillo veía
reflejada cierta inhibición, propia de una persona que aún era
capaz de controlarse. Semejante argumentación, desde luego, le
parecía muy discutible a Caparrós; para aceptarla como válida, le
haría falta que la corroborara alguien con experiencia en tratar a
psicópatas sexuales. Valorando en mucho el criterio de Castillo,
tales apreciaciones no podían sino caer como un jarro de agua fría
sobre el ánimo del sargento y llenarle de dudas. Más bien, le
irritó que no aprobase su plan, pues francamente no entendía que
siendo el único asidero al que podían aferrarse por el momento, le
insinuase desentenderse de él, que era lo mismo que permanecer
inactivo, que cruzarse de brazos, mientras la presión de la gente
crecía sobre su persona. No comprendía el valor de su análisis,
como tampoco comprendía que se quedase luego haciendo la estatua,
en lugar de darle algo, por microscópico o inconsistente que fuese,
algo que le sirviese de orientación, algo con lo que empezar. Claro
que Caparrós desconocía por entonces que Castillo estaba jugando
con las cartas marcadas.
Teresa estaba literalmente agotada. Aparte
del lógico golpetazo emocional que le había supuesto el hecho de
que hubiesen matado a su padre (ella intuía que el asesino era uno
de los muchos enemigos que, por su forma de ser, se había labrado a
lo largo de su vida), tenía que prestarle toda clase de cuidados a
su madre que, ajena a la tragedia, había acusado sin embargo los
cambios impuestos a su rutina diaria con el traslado, y ahora
estaba tan desorientada, inapetente y caprichosa, que, diez días
después, ya no sabía cómo manejarla y se sentía sin fuerzas por
momentos, aplastada por la lóbrega vaciedad del porvenir que se le
venía encima. Por si todo aquello no fuera poco, sucedía además que
su marido no estaba precisamente por la labor de prestarle ayuda o
consuelo, sino por proseguir engordando la tripa en los bares
mientras, en casa, se mostraba indiferente a su tragedia, cuando no
cruel, sembrando de cizaña su espíritu a costa de la idea de un
merecido castigo por la azarosa personalidad de su suegro. El Cosme
evitaba a Santos desde hacía unos tres años; habían discutido a
cuenta de la escasa atención que prestaba aquél a la tierra que le
había otorgado a Teresa el viejo, siguiendo la costumbre de sus
antecesores. Pese a reservarse las escrituras, Santos había partido
entre sus hijos las fincas, una vez todos casados, con el
compromiso implícito de que se ocupasen de ellas, quedándose con lo
que rindiesen hasta que, a su muerte, adquiriesen la titularidad
definitiva con la ejecución del testamento. Pero la excepción de la
finca del río había disgustado enormemente a El Cosme —un redomado
haragán, en palabras de Santos—, pues, en contraste con lo que
suponía para los demás, proporcionaba a Sonia, la pequeña, unas
ventajas inmerecidas. La idea de continuar atendiendo una de las
fincas «para entretenerse», puesta en práctica por El Guinda a su
jubilación, favorecía a Sonia que, libre de cargas, recibía el
importe casi íntegro de lo que rendía, pues a su padre le bastaba
aprovechar para sí la hortaliza y el corral.
La conversación que Caparrós mantuvo con
Teresa la misma tarde del registro, le sirvió para hacerse una idea
de las desavenencias que había entre el difunto y su yerno. Teresa
no las ocultó en ningún momento, pues no albergaba la menor duda
acerca de la inocencia de su marido. Aun siendo consciente del odio
que le profesaba, sabía que El Cosme era demasiado cobarde como
para enfrentarse a Santos: le temía más que a una vara verde. No
daba el perfil. Lo que sí admitió ella fue que su padre se había
enemistado con mucha gente a lo largo de su vida, y que era una
persona difícil. Luego, mencionó algunos
nombres, aunque ella no creía a esas personas capaces de servirse
del crimen para ajustar cuentas. Pero evidentemente, también cabía
la posibilidad de que no estuviese al corriente de todos los jaleos
en los que se había metido. Nada comentó Teresa en relación al
cuaderno requisado durante el registro, lo que extrañó a Caparrós,
que tenía preparada una excusa por si le preguntaba; le haría creer
que había servido para anotar las cuentas: cobros pendientes,
gastos, deudas, etcétera... y que esa información podía resultar
valiosa. Con respecto al verdadero contenido, era demasiado sucio y
deshonroso... ¿Serviría de algo hacérselo saber, dejarla que
arrastrase para siempre esa vergüenza?
Prefería no decirle nada por el momento, y
ni siquiera más adelante, si no tenía la convicción de serle de
alguna utilidad.
El sargento se dispuso a repasar mentalmente
lo que tenía, después de despedir a Teresa. Eran más de las siete y
tenía los pies fríos. Pidió al guardia de puerta que le trajese la
estufilla eléctrica de la habitación contigua y la colocó bajo la
mesa de despacho. Cuando la circulación se restableció en sus
extremidades inferiores, pensó nuevamente en El Cosme, considerando
cuidadosamente su coartada. Según lo que él sabía, podía haber
tenido su oportunidad. A las seis y media, cuando Teresa le había
llamado, vista la tardanza de su padre, estaba en casa.
Pero, entre las cinco y las seis y media
(hora más que probable del crimen), no había constancia de su
paradero, por más que hubiese asegurado a su esposa que estuvo
repartiendo el estiércol en la finquilla de Las Canalejas, hasta
las seis y diez, aproximadamente.
Luego volvió a ojear el cuadernillo, del que
había garabateadas unas catorce páginas, con una letra bastante
legible y pulcra. Las perversiones y fantasías del viejo resultaban
cómicas, en cierto modo; esas reiterativas menciones a los coños
sudorosos, le hizo sonreír varias veces durante la lectura. Lo que
carecía de toda gracia, lo que le alarmaba del texto eran las
referencias a aquellos hombres, a quienes «ensartaría, si pudiese», o «cortaría el cuello». Estaban
separadas de las que se hacían, en tono despectivo, sobre maridos y
novios. Se trataba de otros hombres diferentes, sujetos de su
odio.
Las anotaciones de corte violento comenzaban
en la cuarta página y, a partir de ahí, ya no cesaban. Parecían
seguir una pauta: todas servían como colofón a un comentario
obsceno, prolijo en expresiones fogosas, sobre lo que haría con la
mujer aludida en él, a la que «su hombre no sabía follarse». Era
como si Santos hubiese descubierto por casualidad que intercalar
esas expresiones reforzaba el estímulo obtenido de la trascripción
de sus deseos libidinosos. Si lo había interpretado correctamente
—y creía que sí, porque se iban haciendo más feroces, a medida que
avanzaba en la lectura—, las inclinaciones sádicas del viejo
resultaban evidentes, aunque tenían algo extraño: no se proyectaban
sobre las mujeres, sino sobre hombres. El clímax que Santos trataba
de conseguir, sólo parecía materializarse «cargándose» a los tíos,
después de «metérsela» a ellas, «cuanto más hondo, mejor». Una
curiosa mezcla de pasión e impulso homicida, desdoblada por sexos.
Indudablemente, el hallazgo le permitiría abrir una nueva línea de
investigación.
Las obras de ensanche de la vieja carretera
estaban muy atrasadas. A partir de la larga recta de Las Cercas, no
se había acometido ningún tramo nuevo y la estrechez del puente
sobre el Guadiana Menor seguía constituyendo un problema, pues
impedía el paso simultáneo a dos vehículos.
Los árboles de los arcenes habían sido
arrancados recientemente por máquinas de una empresa subcontratada
por Ferrovial y, por culpa del reciente aguacero, el barro abundaba
en los bordes de los accesos a ambos lados del puente. Castillo se
vio obligado a realizar una brusca maniobra de evasión, pues un
camión de mediano tamaño se le adelantó por el lado contrario. El
Volvo terminó sumergido en el lodazal del margen derecho, en el que
estuvo a punto de quedar atascado. De su boca salió una sonora
imprecación pero, a diferencia de otras ocasiones, olvidó el
incidente al instante. La ansiedad por llegar a Portas le
devoraba.
Su estancia en Úbeda había resultado
completamente infructuosa.
Día y medio recorriendo colegios y una
mañana entera perdida en la oficina del registro civil. Visto el
fracaso de la primera jornada, tomó la decisión de pernoctar en la
ciudad y apurar durante la mañana siguiente las remotas
posibilidades que tenía de dar con lo que buscaba.
Encontró alojamiento en un hotel de la parte
antigua, el Rosaleda de Don Pedro, que conocía de haber asistido a
la celebración de la boda de un amigo, tres años atrás. Lo que se
había propuesto encontrar eran los apellidos de un difunto, del que
únicamente conocía el nombre, la edad aproximada a la que había
muerto, y la causa. Y eso era prácticamente nada. Había un pequeño
rayo de esperanza, sin embargo, pues el nombre era poco común, así
que, confiando en que a Regino no le fallase la memoria, seleccionó
un periodo de tres años —entre el ochenta y cinco y el ochenta y
siete—, para la búsqueda. Por desgracia, el registro de defunciones
no estaba informatizado, de manera que hubo de repasar una por una
las hojas de inscripción, que a una media de uno a dos
fallecimientos diarios, suponía casi mil cien en ese intervalo de
tiempo. Halló un total de siete fallecidos con ese nombre, pero
ninguno andaba en torno a los cincuenta y cinco años en el momento
de su muerte (Regino le calculaba de veinticinco a veintiocho años,
cuando ocurrieron los hechos); todos, menos uno, muerto a los nueve
años de edad, sobrepasaban ampliamente los setenta. La duda de que
el nombre del viajante fuese en realidad compuesto le puso a
cavilar de nuevo, cuando había desistido de hallar nada en los
juzgados. ¿Y si Rodrigo fuese un segundo nombre, adoptado como el
de pila, al rechazar el primero? Era un hecho bastante común; sin
ir más lejos, el verdadero nombre de su hermano Jorge, era Ginés;
lo de Jorge fue un añadido de su madre —a
la que el otro decía sonarle a hombrecillo calvo— durante la
ceremonia del bautismo. Si era así, bien podía habérsele escapado
después de tenerlo entre las manos, ya que, para dotar de agilidad
a la búsqueda, se había centrado en los primeros. En los cinco
colegios en los que estuvo (se aseguró de que estuviesen en
funcionamiento antes de 1966), fue aún peor, ya que se trataba de
localizar a una niña, probablemente hija única, escolarizada entre
el sesenta y seis y el setenta y siete, huérfana de madre y de cuyo
padre desconocía los apellidos. El suicidio de su padre daba alguna
relevancia a esa criatura, pues era probable que hubiese
trascendido en su momento. Tal vez alguien que se acordase del
suceso, pudiese relacionarlos.
No obstante, se sintió avergonzado al
plantear un asunto así a los directores, pero tenía que intentarlo.
Ninguno dio muestras del menor interés por ayudarle, aunque le
trataron con corrección. La mayoría de ellos simplemente se encogió
de hombros. Estaba a punto de darse por vencido cuando recordó el
comentario de Pepa sobre los funerarios que dieron la noticia a su
tía. Se le ocurrió que, llamando a la oficina de la compañía, quizá
localizase a los que hacían los servicios en Húsar por aquella
época.
Como es natural, no esperaba que recordasen
los apellidos del viajante, pero tal vez supiesen dónde había sido
enterrado. Aparcó en la calle Explanada, junto al ambulatorio, y
eligió al azar una de las cafeterías de la acera contraria. Aún
olía a churros en esa parte de la calle, pero era cerca de la una.
El aire frío del este sacudía con cruel determinación los
arbolillos de las aceras. El cielo se había oscurecido poco a poco,
como un tablón dejado a la intemperie, aunque era de esos días en
los que uno tiene la certeza de que no va a descargar agua.
Consiguió el número de la compañía en la guía de teléfonos y les
llamó desde la misma cafetería. El empleado que le atendió llevaba
más de veinte años trabajando allí; aunque no hacía servicios de
traslado de cadáveres, se ofreció a darle la información que
buscaba. Húsar se hacía desde Baeza, de modo que era más que
probable que fuesen ellos. Tuvo suerte pues, al llegar a la ciudad
monumental, encontró abierta la oficina, aunque minutos antes no
contestaban el teléfono. El empleado de la delegación de Úbeda le
había advertido que, muy a menudo, cerraban durante unos minutos,
así que no debía desanimarse si no le cogían el teléfono a la
primera. «A menos que les hayan avisado para un servicio»...
«Pregunte por Solís, que es el más antiguo en la empresa», le dijo.
La primera sensación que tuvo al encontrarse frente a frente con
aquel hombre robusto, con papada descomunal y manos pequeñas y
rechonchas, fue que le era familiar su cara, algo que también le
ocurría a él con Castillo. Supusieron que era debido a que se
habían conocido al cumplimentar un certificado de defunción,
durante una de las guardias de fin de semana. Milagrosamente,
Daniel Solís recordaba aquel sepelio, por un detalle curiosísimo,
de los que se le quedan a uno grabados para siempre: el viajante
había empleado un alambre de acero galvanizado como lazo, al que
había envuelto con un trozo de sábana doblado varias veces, para
que el filo no le rebanara el cuello. Castillo sintió como si le
recorriese el cuerpo una corriente eléctrica, al asegurarle el
empleado que, aunque se había quitado la vida allí, en Baeza, en
una casita mata cercana al conocido restaurante Casa Juanito —eso
no se le había olvidado; una hermana suya vivía a dos pasos—,
Rodrigo había sido enterrado en el cementerio de Sabiote, en el
panteón familiar. Lo recordaba perfectamente. «¿Está seguro de que
es la misma persona?», le insistió. «¡Que sí, hombre; no puede ser
otro!» exclamó él, absolutamente convencido. «¡Fui yo el que se lo
comenté a Remedios!».
Excitadísimo, apenas pudo comerse media
ración de ensaladilla rusa, en uno de los célebres mesones que hay
en los portalillos de La Plaza, antes de salir a calzón quitado
hacia Sabiote. «¡Por favor, que esté abierto!», se dijo
repetidamente a sí mismo mientras regresaba, en dirección Úbeda.
Tenía que darse prisa pues, si tenía la suerte de encontrarse el
cementerio abierto, no le iba a ser fácil hallar la tumba en
cuestión, antes de que se le echara la noche encima.
Una gruesa cadena enlazaba los amplios y
pesados batientes de forja de hierro de la verja de entrada. Estaba
asegurada con un candado de láminas doradas, igual que uno que
había usado para el primitivo antirrobo tipo pitón de su vespa,
unos años atrás. La zarandeó, frustrado, y al instante se asomó
desde el primer pasillo de la derecha una mujer bajita, de unos
cincuenta años, vivaracha y alegre, vestida con un jersey burdeos
de punto grueso, tejido a mano, y unos anchísimos vaqueros negros
de corte clásico. Se había adelantado a la hora de apertura, le
explicó, pero no puso demasiados obstáculos para dejarle pasar. No
tardó en encontrar lo que andaba buscando: ya tenía los apellidos
de aquella niña; sólo le faltaba ponerle un nombre y una
cara.
Sólo tenía que comprobar un pequeño
detalle.