2
El presente es lo
principal del futuro.
Antoine A. Cournot
—¿Y no me manda usted nada para el
estreñimiento?
La mujer vestida de negro quedó expectante
durante unos segundos.
Sus fosas nasales aleteaban vivamente
mientras bufaba a consecuencia del esfuerzo hecho al rebuscar unos
cuantos envases de fármacos en el interior de su sucio cesto de
mimbre. Era baja de estatura y generosa de contornos, con la cara
completamente redonda, casi como un balón pequeño, y tenía, a pesar
de no aparentar demasiados años, dos filas paralelas de arrugas en
ambos carrillos, con surcos profundos y nítidamente marcados, como
para contradecir la idea que asocia comúnmente obesidad con una
piel más lisa y turgente. Al mirarla, su cara recordaba vagamente a
una enorme manzana reineta pasada de fecha.
Frente a ella, el hombre de la bata blanca
se removió incómodo. Tomaba notas y, al acabar, alzó la mirada y
dijo con paciencia:
—Su estreñimiento, Eladia, se debe, en
parte, a las medicinas que toma para la tensión. Pero también, que
lo sé yo, a que come pocas frutas y verduras...
—Que sí como —protestó ella.
El médico dejó el bolígrafo sobre la mesa y
entrecruzó los dedos, ladeando ligeramente la cabeza, en una
actitud que invariablemente adoptaba antes de lanzar un pequeño
discurso.
—Vamos a ver, Eladia, si usted me entiende
lo que quiero decirle: todos sus males no se pueden arreglar con
medicamentos, porque, entonces, se debería tomar la farmacia
entera. Hay achaques que tenemos que tratar con la dieta y
cambiando sus costumbres...
—Si es que me tiro tres y cuatro días sin
ensuciar —insistió la mujer, que no parecía haber prestado atención
alguna a las explicaciones.
Aunque visitara diez veces seguidas el
inodoro, nadie convencería a Eladia de no sufrir un atroz
estreñimiento. Vivía pendiente de enumerar sus deposiciones
diarias, y luego contrastarlas con las de los días precedentes, en
forma, consistencia y contenido.
—Pues tome salvado que...
—¡Ay, no, don Ramón!, que eso ya me lo mandó
usted antes y me da mucho asco. ¡Eso es pa los pollos!
Un torbellino de sangre ascendió por el
tronco del médico inundando su cara, que se congestionó en el acto.
Estaba a punto de perder la paciencia pero pudo dominarse en el
último instante.
—Bueno, ¿y qué molestias tiene? —dijo con
desmayo.
—Se me infla la barriga —explicó Eladia,
intentando rodear con movimientos circulares de ambas manos el
enorme globo que nacía bajo sus mamas—. Y no puedo estar, don
Ramón.
El médico empezaba a estar cansado de la
estratagema de la mujer: muchos de los síntomas que refería eran
seguramente imaginarios. Se adivinaba que su único e irrenunciable
objetivo era conseguir su receta del laxante, que ya tenía decidido
de antemano tomar, se pusiese como se pusiese el médico. Eso le
agotaba. Pero más cansado aún le tenía el escuchar una y otra vez
de sus labios la repetitiva cantinela de su propio nombre que ella
empleaba a modo de muletilla.
—Pues vamos a ver esa barriga. Tiéndase —le
indicó con su mano derecha la camilla.
Obedecer esa sencilla orden era tarea no
exenta de dificultades para la pobre Eladia, porque debía salvar el
obstáculo de la altura y soportar luego la drástica disminución del
aire en sus pulmones al permanecer en posición completamente
horizontal, sin posibilidad de elevar la cabeza. Pero cuando
consiguió encaramarse, se arremangó la falda con imprevista
pericia, a pesar de sus violentos jadeos. El médico pudo palpar
entonces el flácido abdomen que se desparramaba hacia los flancos a
la mínima presión, preguntando a la vez sobre las percepciones que
el recorrido de sus manos producía. En realidad, no esperaba hallar
nada; hacía la exploración como paso necesario de una pauta
aprendida, pero su mente estaba perdida en otra dimensión y, si
algo anormal se escondía bajo aquel panículo adiposo, probablemente
hubiese sido incapaz de detectarlo. Sí percibió con claridad que la
paciente gemía cuando hundía las palmas de las manos en las partes
bajas de su vientre.
Al fin vio que la batalla estaba
irremediablemente perdida y se dio por vencido.
—Puede vestirse ya —concedió mientras se
desplomaba en su silla.
Extendió una receta que dejó caer al otro
lado de la mesa. La mujer se apresuró a cogerla, bufando todavía a
causa del esfuerzo sobrenatural.
—¿Qué me ha mandado? —jadeó.
—Un jarabe —respondió cansado el médico—.
Tómese tres cucharadas cada día. Ah, y beba mucha agua.
—Gracias, don Ramón. Y quede usted con
Dios.
—Adiós... Por cierto, ¿es usted la
última?
Desde hacía un buen rato reinaba en la sala
de espera un silencio absoluto. Ahora veía cómo su paciente
recorría con la mirada el espacio exterior al despacho para
anunciarle con la satisfacción de quien otorga un premio:
—Sí. Aquí no hay nadie. Ya puede usted
marcharse, don Ramón.
La puerta se cerró y quedó en la habitación
el ambiente espeso de todos los días a aquella hora. Realmente no
podía decirse que la higiene personal fuera una de las virtudes más
notables de muchos de los habitantes de Portas. Si el médico no se
hubiese sentido exangüe, roto de las tripas hacia abajo y con la
cabeza en plena combustión, si hubiese conservado intacta una
pequeña porción de sus fuerzas, se habría levantado inmediatamente
para abrir la única ventana de la estancia, aunque a esa altura de
la mañana eso ya no era posible. Podía aspirarse perfectamente la
condensación de una mezcla explosiva de aromas en la que estaban
representados el olor corporal más inmediato y natural con otros
más rancios, indefinidos y de dudoso origen, emergiendo entre un
perceptible tufillo a pomadas y sustancias desinfectantes. En esos
instantes, Ramón Castillo Palma, médico de Portas, tenía la
costumbre de suspirar, expresando el alivio que sucede al esfuerzo
postrero, a la combustión del último gramo de energía vital.
Y suspiró.
Durante unos segundos repasó sin quererlo
algunos de los casos atendidos en las horas precedentes,
rememorando detalles de los más curiosos. Lo que sus pacientes
podían llegar a contarle sobre sus propias vidas, cosas privadas.
En ocasiones se trataba de hechos deleznables, que espantaban su
conciencia. La misma Eladia le había confiado con amargura la forma
en que su marido la mortificaba, recordándole el suplicio de su
madre, acaecido veinte años atrás. Por lo visto, a la pobre vieja
le habían amputado una pierna, por debajo de la rodilla, dos años
antes de morir. Desde entonces, no había día en que Juan no se lo
recordase. Era sentarse en la cocinilla, servirse el primer vaso de
vino del país y comenzar con la cantinela. La mezquindad de su
marido le había arrancado muchas lágrimas y, sin embargo, jamás
pensó en abandonarlo, reconocía con hastío, porque era el vino el
que hablaba por su boca; en fin, que no se metía con ella hasta que
no lo probaba. El cruel entretenimiento de Juan llegaba al extremo
de lamentarse a viva voz de que su suegra se hubiese muerto antes
de llegar a cortarle la otra. A Eladia, se le caía el alma al
suelo, al relatarlo. Pero no siempre era así; había otros que se
esforzaban en callar lo que les torturaba. Pensó en cómo la gente
se las arregla para ocultar mucho más de lo que cuenta, cómo cada
confesión, relato o respuesta llega distorsionada por la ausencia
de numerosos fragmentos, cuidadosamente cortados y despegados
antes, para ser hundidos luego en el lago de la memoria, lastrados
mediante el pudor, la avaricia o el egoísmo; de modo que jamás se
les pueda sacar a flote. La vida de sus pacientes era una
estructura hecha de compartimentos, acristalados unos y sin
ventanas por las que mirar los otros. Igual que la de todas las
personas, se imaginó al reflexionar sobre ello. La única diferencia
entre los hombres, se dijo, está en el número de los que no se
abren nunca. Le estimulaba la idea de adivinar algunos,
prescindiendo de la lógica, o quizá recurriendo a ella. Por
ejemplo, se preguntaba por el verdadero carácter de la viejecita
viuda que acudía a su consulta una vez por semana, para proveerse
de la codeína a la que ya era adicta sin saberlo, suponiendo que le
era indispensable como tratamiento de un resfriado que ella creía
crónico, como si ese tipo de catarros en realidad existiera. Sabía
que aquellos ademanes suaves, bondadosos, amables y pacíficos,
podían esconder pequeñas o grandes miserias de celos,
desconfianzas, envidias y actos ungidos por la maldad y la dureza
de corazón que a veces infiere una vida de privaciones y
dificultades.
Disfrutaba intuyendo esos posibles extremos,
rastreándolos en las peculiares formas de unos párpados cansados de
cerrarse sin haber descubierto aún el sentido que da una pasión
amorosa a la experiencia de vivir.
También se acordó de Góngora, que en las
últimas semanas venía quejándose de aquel dolor recurrente en el
brazo derecho. De sobra conocía el significado más que probable de
tal síntoma en el codo de un solterón huraño y solitario. Algo de
experiencia le habían aportado sus ocho meses de médico
penitenciario; la certeza de que ese tipo de patología en hombres
diestros, sometidos a aislamiento, nace de una masturbación
frenética, magnificada por la impotencia. Los presos, a diferencia
de los hombres libres, sin embargo, eran totalmente sinceros en
este tipo de cuestiones: no sentían vergüenza alguna al comentar
con el médico las razones de sus males de hombro y codo. La
privación de libertad revestía de lógica y dignidad su conducta.
Frente a esas elucubraciones suyas, veía a personas incapaces de
sospechar cuántas de sus estancias secretas habían sido
parcialmente abiertas para dirigir una mirada a su interior.
Percibía, con todo, que podían serle de gran ayuda para comprender
la naturaleza de sus pacientes y proporcionarles lo que de él
esperaban. Además, de todos modos no se veía capaz de taponar la
libre circulación de sus pensamientos, de acotar su encadenamiento
lógico ni de suprimir su poca o mucha intuición.
Quería relajarse para ordenar un poco la
mesa, pero un sonido de llamada hecho con los nudillos sobre la
puerta hizo que tensara los músculos.
—Hola, Ramón. ¿Tienes a alguien?
Quien pronunciaba estas palabras acababa de
colarse en su despacho. Era un hombre de unos cuarenta años, de
regular estatura, fornido en general, con hombros singularmente
anchos, cejas pobladas y angulosas, marrones ojos vigilantes de
perspicaz mirada, mostacho espeso, ligeramente acaracolado en las
puntas y un buche algo prominente, de bebedor de cerveza entre
comidas: su amigo Antonio Ladrón de Guevara. Conocido en el pueblo
con el apodo de El Mirla, por las dimensiones sobrenaturales de su
trono.
—Pasa. Ya he terminado —aseguró Castillo,
mientras una sensación de alivio se dibujaba en su rostro,
aflojando sus músculos y alisando su, hasta entonces, arrugada
frente—. ¡Ah! Y cierra la puerta...
¡Que me cago en su puta madre! ¡Y en su puta
abuela!
—¿De quién? —La pregunta de Ladrón de
Guevara era puramente protocolaria. Sabía a la perfección que la
sonrisa que se dibujaba en los labios del médico, luego de escupir
ambas imprecaciones, sólo significaba que había dado por terminado
su particular exorcismo.
Antonio se sentó frente a él y depositó un
periódico doblado encima de la mesa. La contrariedad o la
preocupación (el médico no sabía determinar con exactitud cuál de
los dos sentimientos) crispaban su rostro. Se mantuvo callado
durante un breve intervalo de tiempo y dijo al fin con un leve
suspiro:
—Quiero que mires esto.
Castillo extendió el periódico y observó que
se trataba de un ejemplar muy antiguo, en formato grande. El papel,
que se adivinaba blanco en su origen, se había tornado amarillo,
más intenso en los márgenes, como si hubiera sido guardado en una
carpeta o clasificador insuficiente en tamaño para albergarlo en su
totalidad. Buscó la fecha en la cabecera. Seis de octubre de
1969.
—Bueno... ¿y esto? —titubeó desconcertado el
médico, que no entendía lo que significaba.
—¡Joder! Mira ese titular en el margen
superior derecho —le conminó Antonio.
Había un texto a un cuarto de página donde
le indicaba, con el siguiente encabezamiento: «HALLADO MUERTO UN
VECINO DE LAS HOCES». Y seguía: «Ayer apareció el cuerpo de
Santiago Martos Montoya, que faltaba de su domicilio desde hacía
cuatro días. Lo encontraron unos niños que habían salido a buscar
caracoles, en un paraje conocido como Los Torcales del Búho. Estaba
vestido y no presentaba señales de violencia. El Juez de Paz,
personado en el lugar del hallazgo, ordenó el levantamiento del
cadáver y su traslado al cementerio de Portas».
Era una sencilla nota de sucesos, redactada
con el habitual descuido sintáctico que caracteriza el hacer de los
corresponsales de pequeños diarios de provincias. Fue el primer
pensamiento que asaltó a Castillo al terminar de leerla. Pero no el
único.
El médico levantó la vista del periódico
buscando con sus ojos los de Ladrón de Guevara.
—Te lo cuento —dijo con gesto grave. Se
había levantado y paseaba por la habitación. Frente a la ventana se
retorció ritualmente el pelo de la nuca mientras sus ojos se
achicaban, como si estuvieran buscando el epicentro de una
respuesta entre las filas de casas en forma de gradas que ascendían
hasta la cintura del monte. (En ese instante un muchacho menudo,
uniformado con bata blanca y zuecos, se deslizó en la consulta para
pedir unas aclaraciones sobre una hoja de tratamiento que llevaba
en la mano.)— Por desgracia lo recuerdo muy bien —continuó diciendo
Antonio sin inmutarse por la interrupción inesperada del
enfermero—. Yo tenía quince años. Era uno de esos niños que
menciona el periódico; el otro era mi primo Rafa —aclaró,
volviéndose hacia Castillo—..., No sé si te había dicho que me crié
en la pedanía de Las Cámaras. Está a unos dos kilómetros de Los
Torcales del Búho; queda más cerca que las Hoces...
La voz de Antonio se había reducido a un
susurro en las últimas seis palabras pronunciadas. Se detuvo,
visiblemente absorto, como si tratara de recuperar algunos
recuerdos. Luego prosiguió:
—Nunca se me olvidará la cara de aquel
hombre... —aseguró con una mirada de antigua resignación,
humedecida ligeramente por algo que revivía contra su voluntad—.
Nos dio un buen susto. Estaba muy amoratado. Lo que más me
impresionó fue la hinchazón del cuerpo, cómo le asomaba la piel
negra..., como el carbón... entre la hilera de botones de la
camisa... Bueno..., tú ya sabes cómo es eso ¿no?
Tomó aliento, acariciándose la barbilla y
estrujándose repetidamente el labio inferior con dos dedos de su
mano izquierda.
»Había llovido la noche anterior
—prosiguió—, y ese día brillaba el sol con fuerza. Era una de esas
mañanas de templanza que siguen a las noches de lluvia... Recuerdo
que pensamos que quizá habrían salido los caracoles...
Antonio se detuvo nuevamente, con una
expresión en la cara que Castillo conocía al dedillo, esa expresión
medio embobada medio sorprendida de haber rescatado súbitamente de
entre las cenizas de un recuerdo otro recuerdo que se creía perdido
para siempre. Castillo sentía que empezaban a enrollarse
tímidamente algunas de las persianas de la estancia en la que
permanecía su entendimiento, aunque la luz que penetraba era aún
del todo insuficiente, salvo para proyectar los contornos difusos
de algunos objetos.
—La verdad es que tuvo que ser una gran
putada. —Se alzó ligeramente para distribuir los impresos apilados
a ambos lados de la mesa, en las dos filas de clasificadores
modulares.
Antonio se sentó en la mesa de exploración y
dejó caer el tronco y la cabeza sobre la pared tiznada de huellas
de zapatos.
—Durante el día no me acordaba —sonrió con
tristeza—, pero cuando me tenía que ir a la cama montaba un número.
Y luego, las pesadillas... Me acuerdo de que mi padre se cabreaba
porque me ponía a gritar cuando iban a apagarme la luz del
dormitorio. Al final se me fue pasando, pero entre una cosa y otra
perdí el año.
Castillo asintió con la cabeza.
—¿Y qué pasó luego?
—Mi padre era el secretario del Juzgado de
Portas en aquella época.
Estuvo al tanto del informe de la autopsia.
Es más, tuvo que auxiliar al juez de paz durante el levantamiento
—ahora parecía mucho más locuaz, liberado de los miedos que le
atenazaban—. Desde el principio quiso evitar que se hablara en casa
de aquella muerte. Era por mí, por supuesto. Yo le preguntaba
muchas veces: «¿Qué se sabe, papá? ¿De qué ha muerto ese hombre?».
Invariablemente me respondía: «Tú, a lo tuyo. Ésas no son cosas
para niños». Años más tarde, ante mi insistencia, admitió hablarme
de lo poco que sabía, cuando creyó que ya no me haría daño. Me
contó que en poco tiempo se produjeron otras dos muertes en
circunstancias similares. Nada se publicó al respecto en la prensa,
lo que parecía dar a entender que no pasaron la censura.
Yo había oído rumores, pero muchos
comentaban que era mentira, cotilleos de pueblo...
El relato de Ladrón de Guevara fue
interrumpido bruscamente por la mujer de la limpieza. Castillo la
invitó a salir, con la amable promesa de abandonar el consultorio
de inmediato.
»Mi padre —prosiguió Antonio— no fue
demasiado explícito, pero me confió que la investigación pasó a un
estamento muy superior. Recibieron la visita de seis hombres que al
parecer formaban una unidad especial del Ministerio de Gobernación,
a cuyo mando se hallaba un coronel de la Guardia Civil. Un médico
militar, experto en toxicología forense, tomó declaración a los
familiares y conocidos del primer fallecido. Posiblemente, o así lo
creía mi padre, se actuó de la misma forma en los otros dos casos,
pero nunca pudo asegurármelo, ya que vivían en otra localidad, y a
todos los que interrogaron en Portas se les ordenó absoluta
reserva. El juzgado no recibió información alguna, pero les
pidieron el registro de defunciones de los últimos veinticinco
años...
El médico cogió el periódico de nuevo y, sin
apartar los ojos de la primera página, le espetó:
—¡Para el carro, Antonio!... Me estás
liando, coño...—se sonrió—.
No, no, hombre —dijo, depositándolo con
suavidad en la mesa—, ni Picogordo ni Ángel tienen que ver con esto
—golpeó con el dorso de la mano derecha el recuadro de la noticia—.
¿Pero cómo se te puede meter en la cabeza una cosa así, Antonio?
—preguntó asombrado.
Ladrón de Guevara no pareció desanimado por
la brusca toma de posición de su amigo, en contra de su teoría.
—Mira, Ramón, no me tomes por gilipollas.
¡Eres la hostia!... Te lo digo porque las condiciones
meteorológicas eran las mismas..., porque los cuerpos estaban cerca
del agua..., por la época del año..., porque la posición que tenían
era idéntica — concluyó,
categórico.
Cuando algo le había molestado, se le notaba
enseguida, era incapaz de disimular, probablemente le delataba el
brillo de los ojos; había observado sus ojos en el espejo alguna
vez, y sí, suponía que eran aquellos ojos suyos que no sabían
ocultarse. Y era por las palabras.
Ciertas expresiones le disgustaban
especialmente. Y entre ellas, esa de «la hostia», a la que tan
aficionado era Antonio. No podía separar en el interior de su
cabeza el término de su acepción litúrgica, aunque muy pocos
pensaban ya en esa interrelación al usarla. Lo curioso, pensaba, es
que él no era religioso, pero había sido educado en la escuela
católica. Nunca lo mencionó, no le pidió a Antonio que renunciara a
utilizarla. Sin embargo, Antonio debía de saberlo, porque estaba
seguro de que se le notaba.
El cubo de fregar produjo un característico
ruido de arrastre antes de golpear contra la puerta. A continuación
algo rascó la base repetidas veces. Castillo conocía demasiado bien
a Felisa como para no saber interpretar correctamente su lenguaje
de señales acústicas.
—Vamos. —Ramón empujó con suavidad a Antonio
hacia la puerta. Ya en la calle, anduvieron despacio sin rumbo
concreto. A pesar de que el cielo estaba despejado, la temperatura
era algo baja.
Quizá por eso no se veía demasiada gente
pese a la hora que era: un pequeño grupo, todos varones, y casi
todos carcamales, haciendo corro en la Fuente de los Milagros (mal
llamada así porque existía el precedente de un solo hecho
extraordinario —y no varios que justificasen el plural—: la
supervivencia de un niño de dos años, tras permanecer una noche
entera en el agua en pleno mes de enero, allá por los comienzos de
la primera república) y algún movimiento en la puerta de los bares.
Desde cierta distancia llegaba el chirrido inconfundible de un
disco de cortar baldosa.
—Todo esto —aclaró— lo supe por mi padre. No
es cachondeo, Ramón. Estamos en la misma situación de entonces
—insistió en tono persuasivo.
—¡No digas disparates! —suplicó el
médico.
Antonio se detuvo. Esa frase le sonaba; su
mujer la empleaba a menudo para dar por zanjada una
discusión.
—Lo que tú quieras —refunfuñó.
Castillo veía un Antonio desconocido para
él. No le tenía por cabezón, excepto por el tamaño de ese apéndice.
Tampoco se enrabietaba, ni perdía los papeles. Muy al contrario,
iba por la vida como modelo de calma y lógica cartesiana. Cómo
hacerle comprender semejante absurdo a su amigo, sin deslizarse
hacia disquisiciones puramente técnicas. Éste era el reto, caviló
el médico.
Optó por cambiar de tercio.
—¿Qué resultado dio aquella
investigación?
—Eso es una incógnita —dijo,
instantáneamente amansado, Ladrón de Guevara—. Que yo sepa, ningún
organismo o persona en el pueblo fue informado de resultado oficial
alguno.
—¿Estás seguro?
—Bastante. Mi padre tenía una posición
privilegiada para acceder a cualquier información de esa naturaleza
que hubiese sido remitida a Portas. Prácticamente todos los
documentos oficiales pasaban por sus manos... —dudó un instante,
como si esperase convencerse a sí mismo con su siguiente
aseveración—. Él me lo hubiera dicho.
—Pero tu padre era el secretario del
juzgado. ¿Y si las conclusiones de la investigación se enviaron a
la alcaldía? En ese caso pudo no haberse enterado.
Antonio miró perplejo a su amigo.
—Eran cadáveres judiciales —observó
finalmente—. El destinatario de la información tenía que ser el
juzgado.
—No, no, Antonio. Espera —suplicó con
suavidad Castillo—. Suponte que descubrieron que se trataba de un
problema de salud pública.
Las competencias en materia de salud
correspondían al ayuntamiento.
Piénsalo de ese modo... Ya sé que esto es
especular sin más —prosiguió—, pero imagina que la unidad especial,
como tú la has llamado, descubre que la causa de las muertes es una
infección, un envenenamiento, u otro proceso similar, y que este
proceso alberga un riesgo alto para el resto de la comunidad.
¿Tendría que actuar judicialmente?
No necesariamente, en mi opinión, si el
objetivo era montar un dispositivo de vigilancia epidemiológica que
evitase más muertes. En este caso hubiese bastado que se implicasen
los médicos titulares de la zona, a los que se habría exigido una
total discreción. Sobre todo si se sospechaba que las muertes eran
cíclicas, como da a entender el hecho de que se hubieran pedido los
registros de defunciones de los últimos veinticinco años. Ni
siquiera tendría por qué haberlo sabido oficialmente el
ayuntamiento. De saberlo, probablemente se habría difundido tarde o
temprano la noticia, creando alarma o entorpeciendo la
vigilancia.
»Ahora situémonos en el supuesto de que los
fallecimientos tienen un origen natural y se han acumulado por...
digamos, una coincidencia extraordinaria. ¿Qué sentido tendría
presentar informes de las actuaciones si las autopsias ya habían
determinado las causas de las muertes y los expedientes estaban
cerrados?
—Puede que tengas razón —admitió,
meditativo, Antonio—. Sin embargo, dudo que si se puso al corriente
a alguien, no hubiera terminado por saberlo más gente. Y estoy
seguro de que mi padre, de una forma u otra, se habría enterado de
algo... —Se detuvo para encender un cigarrillo. Habían caminado
cuesta abajo y estaban casi al final de la calle Vertiente, en la
desembocadura de ésta sobre la transversal de una plazoleta
estirada, en forma de rectángulo ligeramente curvo. Castillo se
volvió para enfrentarse a su amigo—. Para mí —prosiguió Antonio—
que los rumores que circularon entonces carecían de
fundamento.
—¿Qué rumores?
—Bueno, me acuerdo de que alrededor de dos
años más tarde hablé una vez con un arriero que frecuentaba la ruta
de los Torcales del Búho.
Es curioso, entablamos conversación por
iniciativa suya; sabía que yo descubrí el cuerpo. Mostró mucha
curiosidad por saber más cosas. Según él, en las Hoces se comentaba
que Santiago Martos había muerto de una intoxicación, «entoxicao»,
dijo textualmente —puntualizó con sorna—.
Entonces me pareció que hablaba por hablar.
No obstante, se lo conté a mi padre —aspiró el humo— pero él
insistió en que no hiciera caso de lo que dijera la gente.
Castillo negó con la cabeza.
—Desde una perspectiva científica no tiene
sentido que una intoxicación produzca tres muertes y al cabo de
veinticinco años repita una misma serie de casos.
—¿Por qué?
Un ciclomotor bajaba a toda velocidad por la
calle Vertiente. Al llegar al cruce con la plaza, giró hacia la
esquina donde se hallaban, reduciendo la marcha y acelerando luego
bruscamente para torcer hacia la explanada alta de los
aparcamientos. El sonido del escape, un repiqueteo agudo y metálico
como el canto de una cigarra afónica, obligó a Castillo a retrasar
su respuesta.
—Pues porque un envenenamiento es un
fenómeno incontrolado e imprevisible —resopló—. No se limita
espontáneamente; no sé si me entiendes. Carece de capacidad de
autorregulación. Igual puede producir un caso que diez, o que
veinte.
—Pero y si se tratase —insistió Antonio— de
un fenómeno nuevo, de algo desconocido...
Ramón no le dejó continuar.
—Eso es absurdo, hombre —dijo con aspereza.
A continuación hizo un esfuerzo por modular el tono de sus
palabras—. Yo creo que ni siquiera se pueden someter estos
episodios a un sistema de cálculo de probabilidad. ¿Un
envenenamiento?— inquirió, dirigiendo hacia sí mismo la pregunta—.
¿Y por qué se pararon las muertes? ¿Por qué reaparecer veintisiete
años después? Un agente tóxico no puede esconderse por su propia voluntad. No...Tiene que
haber otra explicación más sencilla.
Encarnación, la de Miguel El Patas, una
viejecita vestida de negro riguroso, se les acercó cojeando y
sujetó del brazo a Castillo. Aproximándosele como para hacerle una
confidencia, le aseguró con voz enérgica:
—Tengo que ir a hacerle una visita, don
Ramón. No se me quita la fatiga, y estoy de los huesos que...
—Grandes aspavientos con los brazos y oscilaciones laterales y
rítmicas de todo el cuerpo— ya no sé qué voy a hacer.
Castillo se resignó a su suerte, en tanto
sonreía.
La salida de los niños del colegio les
sorprendió en la plaza. Casi atropellan a la vieja. Mientras la
veían alejarse, zafándose como podía de la estampida, retomó su
argumentación:
—Lo que no cuadra es que se trate de hechos
relacionados entre sí, por las razones que acabo de explicarte.
Admitiendo que estas últimas muertes no sean
naturales, la única lógica posible, la científica, dice que
son hechos independientes.
La expresión del semblante de Ladrón de
Guevara había cambiado.
Dejaba traslucir unas sombras de
incertidumbre, las marcas que deja un entusiasmo cercenado de
raíz.
—Me gustaría conocer más... Para estar
seguro.
—En realidad sabemos muy poco —admitió
Castillo—. Algo sé de los resultados de la autopsia de Valera, pero
ni intervine ni Martín me ha contado nada acerca del otro cadáver.
Por otra parte, de lo que se ha publicado en la prensa es mejor no
hacer caso, pues, como casi siempre, se habrá hecho eco de rumores
sin verificación posible.
El profundo suspiro de Antonio se acompañó
de una voluptuosa calada al cigarrillo. Era cierto que el diario La
Provincia le había dedicado un extenso reportaje a las dos muertes,
tratándolas en conjunto.
El reportaje tenía un tratamiento reflexivo,
en tono existencialista y el resultado fue que, aun aportando
elementos descriptivos, en cierto modo se apartaba del común en ese
género periodístico que suele tender hacia el sensacionalismo
barato.
—Yo no me puedo quitar de la cabeza la
similitud entre ambos casos.
Castillo respondió con rapidez.
—Te diré lo que yo creo. Es evidente que un
equipo de investigación no se desplazó porque sí a Portas en el
sesenta y nueve. Buscaban algo importante; quizá un fenómeno ya
ocurrido en otro lugar y tiempo... Las
muertes de Valera y Mañas son un asunto distinto.
—Vale —dijo Ladrón de Guevara, aparentemente
convencido—.
Pero imagina que doy con algún
documento...
Castillo guardó silencio. Miraba distraído
hacia los tejados de un grupo de viviendas, coronados por
cimbreantes antenas de FM. Le fascinaban las antenas, eran como el
hilo que conducía hasta las vidas de sus vecinos. A través de
ellas, oía resonar sus almas. Antonio tiró de su brazo con
suavidad.
—¿Me echarías una mano?
—¿Cómo?
—Pues... podrías hablar con tu compañero
Martín —sugirió Ladrón de Guevara— y preguntarle por El Mañas. Él
levantó el cadáver y de algo más te enterarás. Yo intentaré
encontrar los certificados del sesenta y nueve.
—Mira, Antonio, si sigues pensando lo mismo
cuéntaselo a la Guardia Civil... ¡Mejor!; acude al juzgado y haz
una declaración.
Antonio pareció profundamente decepcionado
con la actitud de Castillo.
—¡No me jodas, Ramón! En estos momentos no
se puede acudir a ninguna parte. ¿Y adónde quieres que vaya? ¿A
pedirle ayuda al juez que no sabe hacer la «O» con un canuto? ¿O a
la Guardia Civil, a denunciar lo que tú sabes que no es más que una
suposición? —Se reprimió al darse cuenta de que había elevado
demasiado la voz—. No, todavía no se puede denunciar nada.
—Está bien, hombre. Está bien. Veremos si me
puedo enterar de alguna cosa interesante, pero —levantó el dedo
índice en señal de advertencia— si encontrara algo, lo
presentaremos en la instancia adecuada.
Antonio sonrió, satisfecho.
—Me basta con eso. Gracias.
El médico no contestó. Miró el reloj y
comprobó que era mucho más tarde de lo que pensaba. Pidió a su
amigo que lo acompañara a la pensión donde comía a diario. La
invitación les permitiría continuar la charla otro buen rato, y con
mayor lucidez, pues a esa hora el vacío de su estómago debilitaba
notablemente su atención. Aunque procuró no demostrarlo, estaba
algo irritado por la petición de Antonio. De sobras sabía él que no
se llevaba bien con Martín, así que prefería no pedirle
favores.
15 de
Octubre
Esto es una lucha
constante. Las mandíbulas me duelen un poco y es de tanto
apretarlas. Si las aprieto tanto es por una noble finalidad:
contenerme y no saltar sobre el cuello de algún que otro paciente.
Saber eso me consuela aunque no me quita ni una pizca de
agotamiento.
Y entonces aparece
Antonio. Es oportuno el tío. El mejor de los regalos que uno puede
pedirle al cielo es tener un amigo como Antonio. En mi caso no ha
sido necesario pedir nada ya que alguien me otorgó el privilegio
sin consultarme. No sé si evolucionaré en un futuro hacia la
demencia, pero si esto ocurre no será porque Antonio no se haya
tomado todas las molestias del mundo para impedirlo. ¿Y cómo habrá
hecho tal cosa? Pues estimulándome.
Espoleando mis neuronas
con pruebas y adivinanzas.
A veces me digo que
Antonio cumple en cierta manera las funciones de la esposa que
todavía no tengo. Le molesta verme quieto y por eso no me deja
reposar. Justo lo que he visto hacer con sus respectivos maridos a
las mujeres de algunos amigos. Con la idea de mantenerlos en forma,
claro. No debería casarme si nuestra amistad se mantiene saludable
en los próximos años: me ahorraría el jaleo de la boda, las
invitaciones, los gastos... Y el estrés, que es lo peor.
Mi auténtico problema
es no saber decir que no. Si zanjase con un NO con mayúsculas su
invitación a sumarme a esta aventura en la que me quiere embarcar,
le bajaría los humos para siempre. Podríamos dedicarnos en adelante
a lo que realmente nos gusta a ambos que es discutir de política y
de filosofía. Eso es un decir, porque no quiero pecar de
presuntuoso. De filosofía no hablamos: yo recibo lecciones suyas. Y
tengo que reconocer que me encanta escucharle. Lo que me molesta es
que azuce en mí hábitos que no se corresponden con mi forma de ser.
Yo no soy persona de andar de un lado a otro husmeando en la vida
de los demás, revolviendo cosas de aquí para allá. ¿Me gustaría ser
de esa clase de personas? Sin duda ninguna. Pero me falta energía,
lo reconozco.
Creo que Antonio se
aprovecha de mi curiosidad. Siento curiosidad por lo que me ha
contado; he tratado de ocultarla pero se me nota mucho. El muy
zorro me conoce a la perfección y eso que nos tratamos desde hace
relativamente poco tiempo: sabe de mi irresistible inclinación
hacia las cosas enigmáticas aunque haya una parte de mí que siempre
ponga reparos. La parte perezosa, la que odia meterse en
líos.
¿Y si de verdad varias
personas murieron intoxicadas veintisiete años atrás? Por puro
respeto a la lógica científica me he visto obligado a negarlo,
claro, pero ¿qué pasaría si estuviesen conectadas con las
actuales?
Si le contase a Antonio
lo que hice en Sevilla (y él decidiera creerme), se entusiasmaría,
supongo. Claro que, entonces, me exigiría resolverlo. Y sólo me he
comprometido a ayudarle.