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Las más crueles mentiras suelen decirse a menudo en silencio.
Robert Louis Stevenson
El sábado diecinueve de octubre amaneció frío y ventoso. Era imposible divisar el cielo, pues la atmósfera estaba tan turbia que el propio sol apenas se distinguía como una débil mancha dorada, incapaz de calentar la superficie de la tierra. El aire solano olía a leños quemados y a granjas.
Portas es un pueblo dominado por la umbría. El sol que recibe dura muy pocas horas, incluso en los meses cálidos del año. Una imponente pared de piedra en forma de «ele» «lo protege» hacia el este y el sur de los beneficiosos rayos solares. Nadie se explica por qué había sido levantado en aquel lugar, setecientos años atrás, el más inapropiado para un enclave habitado, el más inhóspito. Pero lo cierto es que allí está. Unos afirman que tuvo su origen en un gran establo donde un grupo de pastores reunían su ganado, dado el valor estratégico del lugar para defenderse de alimañas y bandidos. Otra leyenda habla de una antigua fuente de generoso caudal (de la que no quedaba vestigio alguno) que don Cayetano Trujillo Biedma, catedrático de Historia y cronista oficial de la villa, situaba en un promontorio rocoso de los jardines del Cuartel Viejo, edificio desprovisto de uso público desde el año setenta y ocho, y que había prestado sus dependencias a una leprosería en el siglo XIX, antes de la reforma que lo convirtió durante setenta y tres años en sede del benemérito cuerpo. Los asentamientos, según la leyenda, se habrían consolidado en torno a los primeros regadíos mediante una red de acequias, de la que aún quedaban huellas en el casco urbano de Portas.
Las edificaciones, en todo caso, ocupan un terreno baldío, estéril en la práctica por la abundancia de rocas de regular tamaño en la superficie que imposibilitaban las tareas de labranza. Nada que ver con los campos de labor que se extienden hacia las estribaciones de Sierra Ancha, extremadamente fértiles por el agua contenida en el subsuelo.
La ganadería fue el pilar económico esencial de la comarca hasta finales de los años veinte, cuando se construyó el primer canal de riego que aprovechaba las aguas del río Dehesas. Y, a pesar de que cada año, desde entonces, se fueron poniendo en regadío más hectáreas del valle, la cabaña bovina no había bajado de las diez mil cabezas hasta mediados de los años sesenta, originando numerosos conflictos con los agricultores por el aprovechamiento de los pastos. Su desplazamiento gradual a Las Balsas del Dehesas, una garganta de once kilómetros de longitud en la cuenca alta del río, había propiciado su reducción a la octava parte del contingente en los últimos años.
No obstante, gracias a la política de desarrollo de finales de los sesenta, la ganadería había generado algunas industrias derivadas que dieron cierta vida a la comarca, pero que contribuyeron más tarde a la recesión con la crisis del petróleo del año setenta y cuatro, cuando el aumento de los costes puso en evidencia la deficiente gestión de muchas de ellas y las llevó al cierre.
La política agraria de la posguerra había terminado por cambiar el paisaje a todo lo largo y ancho del valle de Portas, sustituyendo el sotobosque y el matorral por extensos olivares y campos dedicados al cultivo de cebada y, fundamentalmente, maíz, del que Portas era un productor importante en el conjunto de la provincia. Y, gracias al hallazgo casual de una gran bolsa de agua durante una perforación en un paraje conocido como El Pinar del Duque, se aumentó el volumen disponible para regadíos, transformándose en superficie cultivable otras mil cincuenta hectáreas, a partir del año setenta y siete.
Pero el elemento que da identidad a Portas es una peña en forma de cono invertido y terminada en una pequeña meseta, que sobresale de la pared rocosa bajo la que se extiende el pueblo. Popularmente conocida como La Peña del Salto, aunque figuraba en las guías turísticas y en las enciclopedias como La Peña Coronada.
Portas adquirió una triste celebridad en mil novecientos ochenta y ocho por una rocambolesca historia con suicidio incluido que tuvo como protagonista a un joven vecino, un estudiante de medicina.
Fue un suicidio por amor. Las singulares circunstancias que lo rodearon hicieron que fuese, durante días, noticia de actualidad en todos los medios de comunicación.
Jesús, que así se llamaba el suicida, tenía veintidós años y una personalidad, según los que mejor le conocían, compleja. Introvertido, con tendencia a arrebatos de ira, ya acusaba graves problemas en el ecuador de sus estudios, que estaba a punto de abandonar, probablemente influenciados por una enfermedad cutánea que enrojecía su rostro y causaba rechazo. Vivía obsesionado con una mujer de treinta y nueve años, casada y madre de tres hijos, a la que le unía, a través de la amistad de su madre, cierta relación superficial. Llegó a confesarle sus sentimientos, aunque la rotunda negativa de ella a considerarlos le hizo desistir de cualquier esperanza futura.
Y decidió quitarse la vida. Pero optó, loco de celos y de frustración, por dar la mayor resonancia posible a su sacrificio.
Por aquel tiempo se emitía en una cadena privada de televisión un programa de gran audiencia titulado «Cartas de Amor». Su hora de pantalla era las seis de la tarde, se hacía en directo, y el formato consistía en proceder a la lectura de cuatro cartas de declaración amorosa que por lo usual desataban las llamadas de los interesados, que a continuación mantenían una conversación en pantalla, aunque en no pocas ocasiones la respuesta del destinatario de la carta no llegaba a producirse. El conductor del programa debía proceder a la lectura una vez verificado que su contenido se ajustaba a unas normas tácitas de respeto a la persona a la que iba dirigida. Si ello no era así, anunciaba que debía reenviarse escrita en otros términos, salvaguardando hasta entonces su anonimato, y abría otra.
No habían escaseado los problemas desde la aparición de «Cartas de Amor» en la parrilla de la cadena. Problemas con personas que se sentían agraviadas —algunas de ellas casadas o comprometidas—, por los conflictos que la carta les había causado, y de los que ya se había hecho oportuno eco la prensa del corazón.
La carta de Jesús fue enviada el cuatro de julio. Durante cuarenta y siete días, y provisto de un pequeño televisor a pilas, se encaramó a la peña cada tarde, aguardando su lectura, que no se produjo hasta el veinte de agosto. Muchos advirtieron su extraña conducta, pero nada se hizo porque nadie sabía que tuviese relación con el programa o con su propósito de inmolarse. Pensaron que sería el resultado de una nueva militancia ecologista o cosa por el estilo.
El presentador tuvo en sus manos evitar aquella muerte, cuando abrió la carta y comprobó su contenido. Estaba claro que iba en serio.
Y si no se hubiese leído, probablemente Jesús hubiera desistido, al menos temporalmente. Pero optó por continuar, a sabiendas de que el escándalo de su sola lectura dispararía las llamadas al programa y aumentaría la audiencia gracias a la controversia suscitada. Vio que tenía una bomba entre las manos y decidió hacerla explotar.
El resultado fue un suicidio en directo. Los vecinos de Portas que seguían el programa, entendieron de inmediato la situación y se asomaron a las ventanas entre curiosos y horrorizados. Vieron a Jesús, erguido, en la plataforma superior de la peña. Pero la distancia era demasiado grande para que nadie tuviese tiempo de acercarse, y a las cinco y ocho minutos se arrojó al vacío ante las atónitas miradas de no menos de ochocientas personas, alertadas por el escaso centenar que veía la televisión.
La altura de la plataforma era de veintitrés metros. El cuerpo se estrelló contra las aristas cortantes de un grupo de rocas y quedó destrozado.
Milagros, la mujer amada, ni siquiera supo lo ocurrido durante aquella trágica tarde. Viajaba de regreso al pueblo, tras unos días de descanso en la playa y llegó en la madrugada del día veintidós. Su madre la despertó con la noticia al día siguiente.
Para entonces Portas era un mar de murmuraciones y hasta de calumnias. Milagros no gozaba de demasiado aprecio, debido a su conducta reservada que, en los pueblos pequeños, a menudo suele confundirse con la fachada de un espíritu orgulloso. Muchos la culparon de provocar la tragedia, algo en cierto modo lógico en esas comunidades cerradas donde las corrientes de opinión se edifican sobre los cimientos de meras insinuaciones irresponsables y donde suponer equivale a juzgar y condenar sin conceder siquiera un mínima posibilidad de someterse al beneficio de la duda. Poco tiempo después abandonó el pueblo. Su marido, que era empleado de banca, solicitó el traslado a otra provincia. Pero el matrimonio duró menos de un año a causa de su única equivocación: no haberle confiado en su momento las intenciones del muchacho.
El impacto de su difusión inmediata hizo (tristemente) muy célebre al suceso, siendo objeto de debate en los medios de comunicación durante algún tiempo, ocupando buena parte de las tertulias radiofónicas y televisivas. Su incorporación definitiva a la crónica negra de la España rural se debió en gran medida a un excelente documental elaborado por un equipo de otra cadena y cuya emisión obtuvo una cuota de pantalla nunca antes vista en un programa de esas características. Incluso se llegó a publicar un libro, basado en la historia, con la pretensión de profundizar en el perfil psicológico del suicida, aunque la opinión más extendida es que se trataba de un simple docudrama de escaso rigor científico.
Lo que había hecho tan singular la tragedia, no era el acto suicida en sí, sino los preparativos de Jesús y, especialmente, el contenido de la carta, que explicitaba suficientemente sus verdaderas intenciones.
Sólo se ha tenido acceso posteriormente a un pequeño fragmento del texto, debido a la intervención judicial de su contenido:
... maldito mi amor que escapa a toda razón concreta, que agota cualquier impulso fuera de lo que tú representas, que reduce todos los sueños a uno solo, que equivale —porque así lo has querido— a un reloj de cuenta atrás que ya se ha puesto en marcha, justo en este momento...
El presentador, presintiendo que la tragedia estaba a punto de producirse y quizá arrepentido de su proceder, hizo un llamamiento desesperado a Jesús. Pero todo fue inútil.
No había precedentes a un hecho así, un hecho con el que los productores del programa por supuesto que no habían contado. Fue tal la conmoción subsiguiente al suicidio y la polémica suscitada por la decisión de dar a conocer la carta de Jesús, que hubo de modificarse la estructura del espacio y el presentador fue relevado de sus funciones (había recibido amenazas y un millar de llamadas y cartas censurando su actuación).
El interés desatado en torno al suceso permitió conocer en las semanas posteriores algunos aspectos del tipo de relación que habían mantenido Jesús y Milagros. Se supo, por ejemplo, que el joven propuso, mediante varias cartas remitidas a breves intervalos de tiempo, un encuentro a Milagros en las afueras del pueblo. Ésta, alarmada por el grave compromiso en el que la situaban ante su marido la profusión de misivas, temerosa de que las descubriese y malinterpretase, decidió acceder. No fue difícil: Jesús finalizaba cada una de sus cartas fijando una hora y un lugar para el encuentro (siempre el mismo), una finca cercana donde se hallaban dos nogueras centenarias al pie de un viejo cortijo abandonado. Así, más o menos a la que hacía nueve, acudió a la cita. Y fue un grave error, puesto que aquello no vino sino a reforzar los sentimientos del joven, y ello a pesar de la firmeza con la que cerró la puerta a nuevos encuentros.
La familia del suicida presentó demanda ante los tribunales contra la cadena, atribuyéndole la responsabilidad sobre su muerte. El fallo, en primera instancia, y posteriormente en el Tribunal Supremo, les exoneró de toda culpa, aplicando el principio del derecho a la información.
Perdida la batalla legal, su madre —que era mujer de gran tenacidad—, se embarcó en una iniciativa destinada al fracaso. En síntesis, se trataba de trasladar al parlamento de la nación las firmas exigidas para convencer a sus miembros de la necesidad de legislar con mayor dureza en relación a los excesos de los que invocan la libertad de expresión como justificación permanente a la irresponsabilidad de sus actos. Pero, ni podía considerarse oportuna (en un momento político en el que comenzaban a hacerse oír cada vez con mayor fuerza los partidarios de la eutanasia, y un sector muy influyente de los medios de comunicación denunciaba cortapisas a la libertad de prensa) ni se obtuvo financiación y respuesta suficiente en la ciudadanía.
Sobre la mesa de estudio de su habitación fue hallada una nota con las disposiciones que Jesús había tomado para después de su muerte.
Y, cuando unos días más tarde sus cenizas fueron esparcidas conforme a sus deseos por sus dos amigos más íntimos, hubo una espontánea e impresionante congregación de gente al pie de la peña. Su madre y hermanos formaban parte de la misma, y sólo sus gritos de desesperación interrumpían el sobrecogido silencio de los presentes, que prorrumpieron en fuertes aplausos al abrirse el cofre y dispersarse el polvo contenido en él.
Este episodio otorgó a Portas una celebridad que no ha sido efímera, sino que permanece en la actualidad, citándose frecuentemente para ilustrar estudios teóricos sobre las conductas suicidas, y también en el ámbito literario, por sus connotaciones románticas que el trágico desenlace no hizo sino exaltar.
UNA LLAMADA ANÓNIMA

 

Castillo había decidido suspender su proyectado viaje de fin de semana a la ciudad muy a última hora del día anterior, cuando Martín le confirmó lo que ya sospechaba. Debía enterarse de unas cuantas cosas.
Se levantó de mal humor, falto de sueño y trastornado, por culpa del maldito solano, pensó. La combinación de una buena ducha y un café cargado mitigó en cierta medida su cansancio, devolviéndole parcialmente el tono.
Era poco más de las diez cuando salió de casa. Instantáneamente, el viento fresco y antipático, cargado del polvo de los terreros de las afueras y de virutas diversas, se le estrelló en la cara y penetró en sus ojos, causándole una ceguera transitoria.
Se ajustó el cuello de la cazadora y se dispuso a cubrir los trescientos metros que separaban el juzgado de su casa, casi todo cuesta arriba.
Saludó y devolvió saludos a los pocos vecinos que se fue cruzando, algunos de los cuales transportaban al hombro diversos aperos de labranza, o asían cubos corrientes cargados de hortalizas, cenizas y ascuas apagadas, estiércol u otros materiales. No vio automóviles circulando. Sólo el ruido ensordecedor de los ciclomotores a escape libre o con los silenciosos averiados, y el de los motocultores maniobrando en las cocheras o doblando las esquinas angostas de las calles, alteraba la irritante asonancia del viento. El ambiente era opaco, incluso el cielo parecía deslucido y proyectaba su ausencia de lustre sobre las fachadas de las casas, apagando el contraste de tonos y colores.
El juzgado estaba vacío. La actividad se reducía al mínimo los sábados, en los que el juez habitualmente no se personaba. La secretaria se encargaba de abrir durante un par de horas para revisar y clasificar la correspondencia, y dar salida a los exhortos, citaciones y demás documentos inaplazables. Pero no se atendía al público.
El médico cruzó el pasillo y las dos dependencias previas a los despachos. Las paredes, hasta media altura, estaban forradas de un machihembrado de madera de pino, de aspecto vulgar y deteriorado por el uso y la falta de cuidados. Un destartalado sofá y cuatro sillas metálicas era el único mobiliario existente. La puerta de uno de los dos despachos estaba ligeramente entreabierta y salía luz por la rendija.
Castillo sujetó el pomo con la mano izquierda y golpeó suavemente con la derecha.
—Buenos días. —El tono ambivalente de su voz quería expresar un saludo cordial y, al mismo tiempo y sin decirlo, una petición de permiso.
—Buenos días. Pase —rogó la mujer— ¡Ah, es usted! Pase. Pase.
Asunción, la secretaria del juzgado, le escrutó un instante con sus pequeños ojos marrones, como si tratara de adivinar la razón de su visita y evitarse, así, las molestias adicionales de procesar información para responderle. Era bastante buena en el arte de interpretar las emociones de los demás, lo que solía reportarle ciertas ventajas en un cara a cara: situarse dos peldaños más arriba para otear desde esa altura el edificio humano que tenía enfrente.
—Ya sé que el sábado es mal día, Asunción —dijo a modo de disculpa Castillo—, pero necesito una copia de las dos actas de levantamiento. Me refiero a Salvador Valera y a Ángel Mañas.
—¿No se sienta?
—Es igual. No se preocupe.
La secretaria no dijo nada. Nunca se le ocurría preguntar el motivo de una solicitud, a condición de que se atuviera a las normas. Se levantó de la mesa y se aproximó a una estantería lateral donde había un centenar de carpetas clasificadoras. Castillo admitió para sí que se movía como pez en el agua.
—Tiene que firmarme esto —le dejó un impreso en la mesa de camino a la fotocopiadora.
A través del cristal de la ventana que daba a un sombrío patio interior vio temblar el esqueleto verde de una esparraguera.
—Vaya tiempecito —comentó Castillo, mientras estampaba su firma en el papel.
Asunción estuvo de acuerdo, o así lo dio a entender la exclamación sorda que brotó de detrás de sus labios, justo en el instante en que entregaba un puñado de folios a Castillo. Se giró a continuación en dirección a su silla. Iba vestida con una falda de cheviot y una chaqueta de punto verde. Sobria pero elegante. Todavía era una mujer atractiva, pese a rondar los cincuenta.
—Gracias por todo... Por cierto, me gustaría pedir unos resultados al juzgado de instrucción —continuó con aire despreocupado el médico—.
¿Debo firmar una instancia, o bastará con que usted llame en mi nombre?
La secretaria le miró sin entender.
—¿Qué resultados? —preguntó finalmente.
—Informes toxicológicos —aclaró Castillo, evitando deliberadamente extenderse en más explicaciones.
En apariencia, Asunción no mostró curiosidad alguna. Se limitó a explicar:
—No creo que sea necesario hacer una petición por escrito. El juzgado es competente para requerir informes. Aunque tendrá que darme más detalles. Tienen que saber —sonrió levemente, enarcando las cejas— lo que deben mandarnos.
—Claro. Perdone —se apresuró a disculparse fingidamente el médico—. Es de la autopsia de Ángel Mañas. Las pruebas toxicológicas figurarán, me imagino, en un anexo al informe final...
Asunción no esperó a que terminara de hablar. Cogió una pequeña hoja de tomar notas y escribió un par de palabras.
—Espero acordarme. Llámeme el lunes, a última hora.
Castillo se levantó con energía e hizo una mueca de complacencia con los labios.
—De acuerdo. Adiós.
Estaba a punto de abandonar el despacho, cuando la voz de Asunción le hizo detenerse y volver la cabeza.
—Espere. Ya se me olvidaba: ayer al mediodía preguntaron por usted; querían saber su teléfono.
—¿Dieron alguna razón? —dijo él volviendo sobre sus pasos.
—No. Era la voz de un hombre. Me dijo solamente que había preguntado a información sobre su número y que no se lo habían dado porque figuraba como secreto. Quería saber si se le podría llamar a otro número, pero yo le dije que en su consultorio no hay teléfono.
—Es extraño que llamaran al juzgado y no al Ayuntamiento —dijo pensativo el médico.
—Sí, es raro. Aunque quizás fuera un familiar de Valera, que vive lejos. Me preguntó también si usted lo atendía, pero yo le contesté que esa información no se pide al juzgado y ya no dijo nada más.
El café con leche era una de las especialidades del bar El Reloj, donde Castillo desayunaba a diario. Se hallaba situado a muy poca distancia del consultorio y, en parte debido a ello, él y sus otros compañeros habían decidido que reunía las condiciones idóneas para compartir sus excelentes churros y alguna que otra tertulia. Los sábados, a esa hora de la mañana, era mucho menos frecuentado, por lo que pudo aislarse en una mesa del fondo del salón. Rosendo El Cequia y otro vecino al que conocía sólo de vista, hablaban a voz en grito en la barra, agitando mucho los brazos. Vio dos copas de coñac a medio vaciar. Entretanto, Simón, el dueño del establecimiento, al que apodaban Perdigones, apoyaba ambas manos sobre la barra, mirándoles en silencio. Era orondo y de aspecto tranquilo. El peculiar deslizamiento de sus párpados superiores le confería una expresión de calma y desánimo.
Pero el tinte rojo vinoso de su rostro le delataba. En realidad, su figura toda, que ya formaba parte del paisaje del lugar, no era otra cosa que la consecuencia de un prolongado abuso de la cuchara, el alcohol y el tabaco.
Resultaba difícil imaginarse, a la vista de aquel abdomen exultante, de aquellos brazos rechonchos y de unos párpados pesadamente derrumbados cual señales de tráfico que nadie se preocupa de reponer, que unos años atrás Simón hubiera podido ganarse su apodo gracias a sus dotes atléticas y a una habilidad fuera de lo común para la captura de pollos de perdiz, algo que debe hacerse sin otra ayuda que la de unas buenas piernas y unos pulmones de galgo. Su mayor hazaña, según el anecdotario popular, se situaba en ocho pájaros en un solo día. Una auténtica gesta, de ser cierta, aunque las malas lenguas, con esa insana mordacidad que es tan querida a las comunidades rurales, la atribuían a un afortunado accidente durante las tareas agrícolas (un procedimiento de cura demasiado pródigo que entonteció a los pobres animales, para ser más concreto).
Estos pensamientos condujeron a Castillo a una nueva reflexión sobre la naturaleza y utilidad de los apodos e, inmediatamente, sus labios dibujaron una figura ligeramente cóncava. ¿Cómo no sonreírse ante esa soberbia demostración de ingenio generalmente sustentada en una ejemplar simplicidad que convierten a algunos de ellos en pequeños monumentos a la ironía? Particularmente corrosivo le parecía el del viejo Hipólito Gómez, que era conocido como El Sol Es Sólo Para Mí.
Se trataba de un viejo solterón, consagrado en cuerpo y alma (si es que el alma es, como nos han hecho creer desde muy pequeños, un atributo universal y obligatorio del ser humano, si es que tienen realmente alma sujetos como él) al cuidado de sus fincas, huraño, suspicaz, desconfiado y egoísta, enemigo de sus vecinos, a los que acusaba regularmente de robarle «su» agua. De ahí el apodo que, además de ilustrativo acerca de su condición, era especialmente útil para distinguirle de cualquier otro Hipólito, sobre todo porque, en virtud de la concurrencia de una notable endogamia, los apellidos también se repetían frecuentemente.
La sonrisa de Castillo se transformó en una risita perfectamente audible cuando, al hilo de sus pensamientos, se acordó de Pisamuertos, otro Hipólito (más joven), que se había ganado su estrafalario apodo de forma bien merecida, pues el pobre no tuvo otra ocurrencia que tropezar en la habitación donde velaban a su tía, con tan mala fortuna que su pie derecho, tras sortear el lateral de la caja fúnebre depositada en el suelo, terminó por aterrizar en la cabeza de la difunta.
En realidad, todos los Hipólito de Portas, quizá unos cuatro o cinco, Castillo no sabía muy bien cuántos, tenían su correspondiente apodo, y de este modo estaban perfectamente localizados y nadie se confundía.
Aunque eran generalmente bien aceptados, hasta el punto de ser empleados por la mayoría para referirse a sí mismos, en ciertos casos había que cuidarse de no mencionarlos en presencia de sus involuntarios dueños. En unos, como el de Pisamuertos, parecía estar justificado por la carga emocional que tuvo para el pobre Hipólito el incidente que lo originó. Sin embargo, el rechazo en otros no obedecía a razones claras, o se sustentaba en el mal carácter del sujeto. En cierta ocasión había metido la pata con El Porras, al suponer que se trataba de su verdadero apellido y no de un mote que describía su físico, basto y rechoncho, como una cáscara de nuez gigante.
Las mujeres adoptaban por regla general el apodo de sus maridos, el femenino de los mismos, lo que suponía la invención de palabras, algunas disparatadas y otras incluso ofensivas. De este modo, la mujer de El Chinche era La Chincha, la de Bigote, Bigota, por supuesto, y la de El Tío Puto pues...
Llamaba la atención de Castillo el que algunos apodos de gusto dudoso, que delataban actitudes conspicuas, se hubieran asimilado con absoluta normalidad. Quizás todo era producto de los años, del paso de generación a generación. Este era el caso de Bernardo El Purgaciones y de Luis El Lailloso, heredados ambos de un ascendiente cuya memoria estaba perdida en el tiempo. Bernardo, que poseía un pequeño negocio de envasado de aceite de girasol, incluso empleaba la denominación PURGASOL en el etiquetado de sus envases.
Castillo volvió a sonreír. ¡Qué sabia administración de recursos verbales!
El frío le atrajo al mundo de las percepciones sensoriales, alejándole del de los pensamientos. Notó los pies, precisamente porque estaban helados, y encogió los dedos en la holgura de los zapatos frotando unos contra otros en un acto instintivo. Simultáneamente, se frotó con fuerza las manos. El café se acercaba a la mesa.
—Está bien caliente —dijo Simón con voz fatigosa—. Tenga cuidado, no vaya a ser que se queme.
—Gracias.
Castillo rodeó con sus manos la taza y se sintió confortado. En la barra, hubo una violenta risotada seguida de un acceso de tos espasmódica.
—¿No va de viaje esta semana?
—Esta semana descanso —dijo cortésmente el médico.
Simón comenzó a limpiar con calculada parsimonia las mesas vacías que le rodeaban.
Justo lo que menos deseaba Castillo en aquellos instantes: entablar conversación.
—... Tanto viaje —murmuró el dueño del bar.
Castillo pensó que tal vez conseguiría infundirle cierto desánimo empleando un delgado hilo de voz.
—Sí —afirmó de un modo casi inaudible.
Perdigones estaba decidido a obviar cualquier maniobra de desgaste.
—Don Ramón, ¿qué hacemos con el resfriado?
Con una sonrisa forzada, Castillo dirigió su dedo índice hacia el cigarrillo de la oreja.
—¡Ya estamos! ¿Qué tiene que ver el tabaco con el catarro? —refunfuñó Simón.
—Usted no está acatarrado —sentenció Castillo—. Esa tos es del cigarro. Un día se viene por la consulta y hablamos un rato —concluyó esperanzado en zanjar la cuestión.
Fuese porque sus últimas palabras habían surtido el efecto deseado o porque en ese instante entraban nuevos clientes, lo cierto es que dejó de insistir y regresó a la barra.
El primer sorbo de café le achicharró el dorso de la lengua y levantó la mucosa de su paladar. Ahogadamente, escupió una palabrota. «¡Sí que estaba caliente el muy cabrón!», pensó, mientras dejaba la taza en el plato, sin poder evitar el derramar una pequeña parte de su contenido. Era preciso esperar un poco.
Entretanto hurgó dentro de sí. Hacía bastante rato que se sentía levemente turbado sin que supiese la razón. Quizá un recuerdo. En ocasiones le ocurría. Tal vez un comentario cuyo significado o implicaciones le pasaron inadvertidos en un principio. Seguro que era algo sin importancia; sólo que necesitaba aprehenderlo, incorporarlo a su consciente para quedar completamente en paz consigo mismo... Pero si se concentraba durante unos instantes, mientras se enfriaba un poco el café, estaba convencido de que averiguaría...
¡Nada! Bueno, no importaba mucho. La sensación era muy poco molesta, indicio claro de que carecía de interés. Algo tan volátil no podía ser esencial. ¡Si hasta se había reído al repasar aquellos apodos!
El café con leche era delicioso, como no lo había probado en ninguna otra parte. Lo cierto era que el café solo no tenía nada de extraordinario, de modo que Castillo no veía posible atribuir su excelencia a la antigua cafetera que lucía su carcasa pulida tras el mostrador. El secreto debía de residir por fuerza en el elemento restante de la mezcla que, con lentitud y mimo, preparaba Simón como si se tratase de un ritual. A veces le asaltaba la sospecha de que empleaba leche no higienizada, suministrada por alguna vaquería de la zona, pero si lo hacía, estaba decidido a no ser él quien lo denunciase. Perdería entonces uno de los escasos placeres gastronómicos que el pueblo le ofrecía.
La decoración del local no hacía sino resaltar la compostura apagada del día. El tono verde de las paredes no contribuía precisamente a dotar de fuerza a la mortecina luz que irrumpía a través de los altos ventanos interiores, invadiéndolo todo como lenguas de niebla. La iluminación artificial también era escasa, mediante bombillas de baja potencia instaladas en dos apliques con plafón de cristal rugoso, que irradiaban una pobre luz amarillenta.
Los bares de Portas se parecen bastante unos a otros: similar distribución y decoración interior, ya que el exterior no pasa de ser, en la mayor parte de los casos, una fachada vulgar y una puerta de reducidas dimensiones, generalmente de cristal esmerilado y con marco de aluminio.
El interior, sin embargo, suele ser grande, con la barra en primer término y el salón atrás. Predominan las paredes pintadas en tonos oscuros, en opinión de Castillo poco apropiadas para este tipo de locales, aunque, sin duda, muy útiles para disimular la suciedad.
Encarna, la mujer de Perdigones, salió de la cocina con un plato de churros en la mano. Era pelirroja, pequeña en el plano vertical, aunque no en el horizontal. Llevaba unos pantalones de malla, negros, perfectos para realzar la oronda desmesura de su culo, y un delantal cuya antigüedad y abundancia de manchas imposibilitaban la identificación del estampado y color originales.
Decididamente, Castillo se sentía ofendido en sus conceptos sobre la pulcritud en la prestación del servicio público. No obstante, siempre anteponía el paladar y el apetito a cualquier otra consideración.
—Son para don Ramón —se oyó decir roncamente a Perdigones.
El aroma de los churros hizo aflorar un pequeño torrente de saliva en la boca reseca del médico. Mojó, una a una, las seis piezas que contenía el plato en la bebida aún caliente que paladeaba desde hacía unos minutos y notó que la sangre volvía a circular con entera libertad por su cuerpo. Se sintió mucho más animado, confortado por la plácida sensación de calor interior. Eran las once de la mañana y llevaba ya demasiadas horas sin comer.
Leyó con interés las copias de las actas, tras apurar el desayuno. Reconoció en la de Valera su estilo conciso, estructurado a base del uso frecuente de comas y puntos de separación, y el resumen del Juez de Paz, un antiguo funcionario municipal ya jubilado. Su descripción estaba vacía de encuadre literario. No había puntos seguidos de separación en las frases, solo comas, lo que oscurecía su sentido que, en lo literal, podía seguirse con cierta dificultad. Le llamó la atención un detalle que no lograba recordar y que, desde luego, no figuraba en su informe. En el costado y en el hombro derecho, y en la cabeza, había algunas hojas, y también unas bolsas de plástico. Forzosamente, las retiraron durante el reconocimiento inicial, que tuvo lugar antes de que él llegara.
Recordaba haberse disculpado con el juez por su retraso a causa de una emergencia. Nadie le hizo mención durante el procedimiento de que el cuerpo tuviese prendidos esos objetos. Suponía que debieron de quitárselos para una mejor identificación.
Se acordaba ahora de las manos de Picogordo. Vio en su mente la esfera del reloj sobre la superficie palmar de la muñeca izquierda, invertida respecto de lo que hubiese sido su posición lógica. A Picogordo debía de gustarle llevar el reloj como a él, para leer la hora sobre la palma de la mano, algo poco habitual. Esa costumbre le había hecho cambiar de opinión en relación con su muerte.
Se acordó también de haber visto un paquete de tabaco y un mechero, muy cerca del cuerpo, a su derecha. Se había fijado porque estaban colocados sobre una piedra plana, como si el difunto los hubiese dejado allí para evitar que se le cayesen al agua mientras se agachaba para beber. Se esforzó en recordar otros detalles. ¿Quiénes estuvieron presentes durante el levantamiento? A él lo llevaron en el todo terreno de la guardia civil. Cuando llegó, vio a un número de la benemérita, a Cirilo Peña, el juez, y a Asunción. También recordaba haber visto, a un centenar de metros del cadáver, un tractor aparcado al borde del camino y a un hombre, de pie, junto a él, pero no recordaba que se acercara hasta ellos, a lo largo de los veinte o veinticinco minutos que duró la cosa. Sería un agricultor al que posiblemente no le hiciera mucha gracia contemplar de cerca un cuerpo en descomposición. Bueno, lo de las ramas y las hojas, se dijo, era algo muy lógico, por el efecto de dique.
Alguien retiró aquello y nada más. No tenía importancia.
Los informes sobre Mañas no aportaban nada nuevo a lo ya conocido. Se lo imaginaba porque Párrizas no era un profesional minucioso en ninguno de los sentidos. El acta apenas ocupaba catorce líneas, incluyendo el resumen del juzgado. La descripción de Martín, parecía una mera copia de los datos aportados por la primera inspección visual del lugar y del cuerpo, a cargo de la autoridad judicial.
Nada interesante.
Castillo apartó las copias a una esquina de la mesa y sacó del bolsillo interior de su cazadora una agenda forrada en piel. Buscó la página donde se hallaba el calendario para coordinar las fechas de ambas muertes. Hizo una anotación en círculo sobre el nueve de septiembre y el doce de octubre. Al ir a cerrar la agenda, quedó un instante entreabierta por la lista telefónica y le vino a la cabeza la llamada de aquel desconocido. Como por encanto, regresó la inquietud que tanto le había molestado esa mañana. Desde luego, era muy raro, y más extraño aún que se interesara por su relación con Picogordo. A no ser que alguien quisiera plantearle un pleito, y anduviese buscando información acerca de su persona.
Al cabo de unos segundos, desechó la idea por estrafalaria: quien quisiera demandarle por un motivo que él desconocía, hubiese tramitado la denuncia sin más, en vez de andarse por las ramas con llamadas telefónicas.
21 de octubre.
Creo que en plena campaña de vacunaciones de la gripe, lo mejor es desaparecer sin dejar rastro. Hablo de desaparecer yo, claro; en cuanto a los demás, cada cual verá las cosas con su propio punto de vista. Pero a mí estos días de trasiego incesante de gente que pregunta una y otra vez las mismas cosas, me agotan especialmente. Alrededor de las dos me ardía tanto la cabeza que me fijé en uno de los extintores del pasillo. Confieso que pensé en emplearlo sobre mi persona. Desistí, por supuesto: fue sólo una de esas ideas que se suceden a velocidad de vértigo, y que te dejan una grata sensación, por lo que pudo haber sido y no fue. Acababa de zafarme de Carmelo El Cojitranco, después de veinte minutos de intentos (veinte intentos de un minuto, quiero decir). Este hombre es una pesadilla. Cojea a causa de un accidente de tráfico, sucedido hace más de treinta años. Al respecto, es muy revelador lo que me relató Martín (cuando todavía se mostraba amable conmigo). Me contó que al llegar al lugar se encontró a dos personas tendidas en el suelo, y cuando se inclinaba a socorrer al primero, oyó a Carmelo reclamarle que se olvidara del otro y pasara a ocuparse de él. «Ése ya no le necesita», gritó, lo que luego resultó ser cierto. El conductor de la motocicleta era cadáver, pero El Cojitranco no lo sabía: era su instinto de conservación quien hablaba por él.
Como digo, el tío es un coñazo. Lleva escritas las preguntas que quiere hacerme en los fragmentos de los sobres que recibe de los bancos, pero ni él mismo entiende su letra, por lo que la lectura se convierte en una sucesión de palabras entrecortadas y frases sin sentido alguno. Hasta que me harto, luego de apretar las mandíbulas para contenerme y no saltar sobre su cuello.
Entonces, me levanto y lo empujo con suavidad hacia la puerta.
Días atrás tuve un curioso sueño: debo introducirme en un gran piso vacío para coger alguna cosa (esa parte del sueño es confusa). De antemano, sé que, repartidos en su interior, hay tres leones durmiendo. Mi misión es hacer lo que debo, sin despertarlos, evitando que se abalancen sobre mí y me devoren. Aterrado, paso de puntillas por varias estancias, consigo lo que busco y salgo. Una vez fuera, oigo rugir a uno de los leones; al parecer el ruido de la puerta le ha despertado. Lo que más me angustia en esta fase de mi peripecia onírica es tener conciencia de que no estoy a salvo, porque al mismo tiempo que le oigo rugir, advierto que he olvidado algo. Reúno finalmente los arrestos necesarios para tan arriesgada empresa y, cuando vuelvo a salir, milagrosamente indemne, pues los leones se han levantado, me topo con El Cojitranco, que me pregunta por el practicante. «Está dentro», le digo, mientras le abro la puerta. Entra confiado.
Entonces, con enorme alivio, cierro la puerta tras de mí y me marcho.