7
Quien no se sorprende
por nada, está ya muerto
Albert Einstein
Observando a aquella pareja era imposible no
desembocar en ciertas interrogantes, específicamente relacionadas
con el tipo de vida marital que harían. Esto, al menos, es lo que a
él le ocurría, se dijo convencido Castillo. Dedujo a continuación
que no debía considerarlo como un razonamiento morboso, pues estaba
seguro de que muchas otras personas se preguntarían lo mismo.
Y es que hacían una pareja chocante. Los dos
estaban entre los treinta y cinco y cuarenta años (a fuerza de
costumbre, había terminado por calcular la edad de las personas con
bastante aproximación), moderadamente obesos ambos, aunque mucho
más proporcionado el reparto de la grasa en el cuerpo de ella que
en el de él, que era grosero (el reparto) y concentrado en el
abdomen y cuello.
Las diferencias de verdad comenzaban en la
estatura. Él no pasaba del metro cuarenta. A ella le calculaba no
menos de ciento cincuenta y cinco centímetros; y aunque no
derrochaba simpatía precisamente, gozaba de un color saludable y
unas facciones nada desagraciadas en su conjunto. Él, en cambio,
«lucía» una tez cetrina, tenía la frente estrecha y con pronunciada
inclinación, medio oculta por un desangelado flequillo. Pero,
además, la comisura de sus labios era casi inexistente y mostraba
un ribete blanquecino alrededor que terminaba por hacer repulsiva
su boca. Se le ocurrió pensar, al hilo de esa observación, que si
el «propietario» de una boca así fuese inteligente, jamás se
zambulliría en otro lugar distinto a la bañera de su casa, y aun de
este modo, debería estar pertrechado de un flotador
convenientemente homologado, pues el riesgo de morir ahogado, en
caso de sufrir un corte de digestión, sería altísimo. En tal
situación, un socorrista albergaría dudas terribles, casi
paralizantes, acerca de la pertinencia de realizarle el boca a
boca, y para cuando se decidiese, probablemente ya sería tarde. En
realidad y para su desgracia (aunque uno nunca sabe muy bien si
debe considerar desgracia o suerte un «accidente físico» que, al
menos, le mantiene al abrigo de incurables sodomitas, violadores
carcelarios y asesinos en serie de índole sexual), toda su figura
se le antojaba impregnada de insultante flacidez. Para colmo, su
perenne «barba de dos días» (en un rostro, a fin de cuentas, medio
lampiño) contrastaba fuertemente con el aspecto bastante pulcro y
aseado de ella.
El hombrecillo tosía sin parar. Estaba de
pie, a la puerta de la consulta, haciendo oscilar su cuerpo
lateralmente a cada golpe de tos.
Ella permanecía a su espalda, sin levantar
la mirada. No parecía pendiente de su marido, desde luego, pero es
que daba la sensación de no querer mirar a nadie, como presa de un resignado compromiso con el
hastío de esa fase de la vida en la que todo consiste en «tirar
hacia delante».
Castillo supuso que no era su día de suerte.
Parecía haberse levantado con el pie cambiado porque, desde el
comienzo de la mañana, no había tenido más que encontronazos y
problemas. Y ahora, la guinda.
Le habían avisado a las catorce cincuenta y
cinco, justo cinco minutos antes de comenzar los turnos de guardia.
Descansaba ese día. Pero cualquiera les decía que avisasen al
facultativo de guardia a partir de las tres. Aunque entre sus
compañeros era una práctica habitual En primer lugar por ellos
mismos: no eran ese tipo de personas que admiten de buen grado un
cambio, una dificultad añadida. En segundo lugar, y eso era lo más
importante, porque el turno correspondía a Párrizas y sabía
perfectamente de lo que era capaz cuando se sentía perjudicado,
pese a que, secretamente, era un enamorado de la ley del embudo. Le
resultaba indiferente organizar un buen follón, aunque fuese sólo
para reafirmarse en la pirámide de ese hipotético escalafón de
facultativos de la zona que nada más que existía en sus delirios de
emperador en decadencia. Y no era que le temiese, ni mucho menos,
sino sencillamente que odiaba las discusiones, cualquier tipo de
violencia verbal o física. Además, tenía que admitir que lo
correcto era no desviar el acto médico a otro horario, ya que se
trataba de su horario y sus pacientes.
Bueno, afortunadamente acababa de almorzar
cuando recibió el aviso, así que la cosa no era tan mala de todos
modos. Y tenía las trazas de ser un asunto menor que podría
despachar en unos minutos.
Al interrogar y explorar al enfermo, cuyo
nombre (Pío) le pareció acertadísimo, no pudo dejar de observar la
compostura de su esposa.
Permaneció en pie todo el tiempo que duró la
consulta, tras él, con los dedos entrelazados y los brazos caídos
delante del cuerpo. Ni un solo instante dirigió su mirada hacia
ellos. Daba la impresión de estar ausente y, sin embargo, una
lectura más atenta de sus ojos desviados al suelo, le hizo
comprender que no era así, sólo que destilaban una especie de
disgusto existencial, de desacato hacia los dictados de los ciclos
naturales, esos que generan por la fuerza de los hechos
expectativas que no terminan de cumplirse siempre.
Como suponía, la tos que sacudía el
rechoncho cuerpecillo de Pío era únicamente la manifestación de un
catarro banal, así que le prescribió un jarabe de codeína y un
antibiótico de uso común, y le despidió citándole a revisión en la
consulta, una semana después, no sin antes recriminarle de un modo
indirecto (tal vez inútil, por sutil en exceso) lo inconveniente de
su demanda a esa hora.
Supo entonces que se había equivocado (en un
aspecto, al menos) en su juicio anterior y que Jacinta, que así se
llamaba la esposa de Pío, sí había estado
atenta durante el acto médico, meticulosamente atenta, diría él,
pues recordaba a la perfección las instrucciones que había dado a
su marido, incluyendo las dosis y sus intervalos. Incluso en el
instante de la despedida, justo antes de darse la vuelta, creyó
verla esbozar una leve sonrisa, aparentemente nada forzada. Y una
mujer que sonreía de ese modo no podía ser tan infeliz como él,
quizá demasiado apresuradamente, había supuesto.
Hasta ese instante, no había considerado de
hecho la posibilidad de que se tratara de un matrimonio bien
avenido, razonablemente satisfecho de su situación, anclado en una
idea de permanencia, desprovista de sombras. Si bien era cierto que
no veía aflorar ningún atisbo de pasión entre ellos (¡pero qué
cosas se le ocurrían!), algo que la experiencia vivida en el propio
hogar le había mostrado como prescindible, no lo era menos que
podrían perfectamente hallarse en un estado o fase en la que los
esposos se proporcionan mutua seguridad, esa interdependencia que
tiene el efecto de una sólida argamasa sobre sus vínculos. De
manera que esos interrogantes que se formulaba (impregnados de
sarcasmo, tenía que reconocerlo) en relación a la «vida en común»
de aquella pareja, eran quizá el producto de su deformada visión de
las cosas, de su errática costumbre de aplicar el patrón de sus
gustos masculinos a todo, incluida la percepción que tienen las
mujeres respecto de los hombres.
El consultorio, situado en un anexo del
edificio consistorial, carecía de calefacción. La pequeña estufa
eléctrica tardaba un buen rato en hacerse notar. Se apresuró a
salir al exterior, donde aún se veían espacios bañados por el sol.
Era un día excelente, uno de esos días de otoño en los que el
tiempo parece querer dar un paso atrás, pleno de añoranza.
Frente al ayuntamiento, a la puerta de uno
de los bares de éxito de Portas, vio al concejal de deportes en
animada conversación con su compañero José María García, que se
pasaba la vida haciendo chistes fáciles sobre la coincidencia de su
nombre y apellidos con los del popular periodista deportivo, y se
saludaron amistosamente. Seguramente estarían ultimando una nueva
expedición de caza o pesca.
—¿Qué hacemos? —dijo protocolariamente
Miguel, evitando tutearle pero resistiéndose también a emplear el
don.
Castillo le respondió con una cariñosa
palmadita en el hombro.
Buena persona el concejal. Era el contable
de una constructora, hombre leal en quien se podía confiar.
—Algo estáis tramando.
Rieron los dos. Los ojos de José María
brillaban y su aliento despedía el acre intenso de la cerveza a
medio digerir.
—¡Cómo lo sabes, macho! —dijo entre
carcajadas etílicas.
Miguel se contagió inmediatamente. Cuando
paró de reír, los ojos le sudaban lágrimas de gozo. Con los últimos
estertores, sujetó a Castillo del brazo para confiarle:
—Vamos a un pilón del río. Hay unas truchas.
—Y separó las manos para marcar con ellas un tamaño
descomunal.
—¡Furtivos!—sentenció Castillo y rieron
todos, mientras José María y Miguel, se decían: «eso tú»,
apuntándose mutuamente con sus dedos índice.
Entre los efectos de la risa y el alcohol,
las conjuntivas de ambos habían adoptado una tonalidad
característicamente afresada. Insistieron en ofrecer a Castillo una
copa o un café pero se excusó con una imaginaria cita, a sabiendas
de la imposibilidad de limitar a una sola consumición el
ofrecimiento. Si personas como José María y Miguel te ofrecían una
copa, debías estar preparado para más de cinco.
Se resistía a la idea de encerrarse tan
pronto en casa. Sabía que, en caso de hacerlo, no hallaría (por
pura pereza) excusa para salir más tarde y le invadiría muy al
final de la jornada esa sensación de desasosiego que experimenta el
que penetra en un túnel que resulta ser mucho más largo de lo que
había imaginado en un principio.
Le hubiera gustado dar un paseo por las
afueras y pensar durante el trayecto qué hacer el resto de la
tarde, reflexionar sobre los últimos sucesos que habían sacudido su
anodina vida de médico rural. (Anodina, pensaba, en según qué
aspectos, porque también sabía que el ejercicio de la medicina en
la primera línea de batalla es un manantial ingente de
singularidades capaces de ilustrar un buen número de libros. Más
que anodina diría que organizada, subordinada, reiterativa.) Quería
pensar, planificar sus siguientes pasos y hacer frente a las
contradicciones que le aturdían. Pero contaba con el inconveniente
del coche: lo tenía aparcado allí, a las puertas del ayuntamiento,
y tener que volver luego por él, no le hacía excesiva gracia.
Todavía quedaban tres horas largas de luz solar. Su citizen marcaba
las cuatro menos diez.
Optó por coger el coche. Conduciría sin
rumbo durante un rato a través de las calles del barrio alto y
después haría el circuito de las «viejas eras», rodeando los
olivares de la zona de «las explanadas» hasta la Peña. Contemplaría
la vista de Portas desde allí. Y pensaría.
El primer pensamiento que tuvo al subir al
Volvo fue lo distinto que era de José María, su compañero. Tan
sociable y extrovertido éste, tan llano. Apenas llevaba cinco meses
en el pueblo y ya se conocía la vida y milagros de todos los
personajes relevantes. Había hecho numerosos amigos, se relacionaba
con todo tipo de gente, y se tuteaba con la mayoría. El estar
casado y tener tres hijos de corta edad no le suponía inconveniente
alguno para estar siempre fuera de casa, para vivir literalmente en
la calle. Que no hubiese congeniado con Ladrón de Guevara, carecía
de explicación para él. Así era, sin embargo: Antonio no lo
tragaba. Quizás reía demasiado, a destiempo.
José María era uno de esos tíos a los que su
madre definía como «apañados», que quería decir guapos, en
realidad. De los que no presumen ni se miran al espejo, porque
ignoran o no les importan sus encantos físicos. De los que, a poco
que se lo propusieran, llevarían detrás a una cohorte de tías, pero
que se cuidan tan poco que sucumben a una vejez temprana que
trasforma implacablemente su fisonomía, liquidando una admiración
que nunca quisieron ganarse. En cambio, él odiaba esa vida de bares
que algunos querían obligarle a llevar. Necesitaba intimidad. A
diferencia de José María, hacer amigos era para él una tarea lenta
y complicada. De hecho, podía decirse que tras cuatro años en
Portas, únicamente merecía llamársele amistad a la relación que
mantenía con Antonio y Manolo Alcaine. Pero, a pesar del profundo
abismo que separaba su carácter del de José María, sentía que le
apreciaba y hasta que le envidiaba en ciertos aspectos. Seguro que
el rugoso aroma y el contacto frío de «su» soledad le eran
desconocidos.
Giró doblando por la esquina entre las
calles Granada y Cataluña (en el barrio alto las calles tenían
nombres de provincias, ciudades y regiones) y sintió cómo el viejo
adoquinado ya pulido le hacía perder adherencia a las ruedas.
Quemando gomas, tomó finalmente el carril de la peña, para salir
del casco urbano.
Aún era la hora de la siesta y el pueblo
parecía estar desperezándose. En el radiocasete se desgranaban las
notas teñidas de blues de la guitarra de Kenny Burrel. Le venía
bien conducir a baja velocidad en determinados momentos, le ayudaba
a vencer su desorientación, su falta de claridad para ver las
cosas.
Desde la base de la peña, allí donde
terminaba el carril en una explanada de tierra, se dominaba una
vista grandiosa. Podía divisar incluso la zona del Puente de la
Parada, que distinguía por los ojos del acueducto, elevándose a
unos diez metros sobre el suelo en la parte más alta. Trató de
calcular a vista de pájaro el lugar del hallazgo del cadáver, pero
le faltaba una referencia, tal era la desnudez de aquella zona.
Vagamente lo situaba a la izquierda y tal vez oculto tras el perfil
de sus muros, aunque no estaba seguro, ya que no distinguía la
silueta del carril. En un acto reflejo, buscó El Romeral, pero
advirtió que quedaba fuera de su campo visual, puesto que la cuenca
del río discurría a mucha profundidad, hundida en la grieta de la
planicie.
Aquel mirador era el lugar ideal para
instalar una central de energía eólica. A pesar de que la tarde era
apacible, ahora el viento se le arremolinaba en la cara y sentía
escozor en los labios y en los ojos. El instinto de guarecerse le
condujo hasta el Volvo. Hizo un giro completo como para embocar el
carril y detuvo el motor. El lugar carecía de árboles. Descomunales
rocas, probablemente desprendidas por movimientos telúricos o por
corrimientos a causa de la lluvia durante miles de años, jalonaban
la pendiente. Conocía la historia del suicida y, sin poder
evitarlo, se vio intentando dilucidar a través del cálculo visual
de las distancias, contra qué roca o grupo de rocas se había
estrellado su cuerpo.
De regreso a Portas recordó haber olvidado
el maletín en el consultorio, y aunque era improbable que lo
necesitase antes del día siguiente, la realidad era que no le
gustaba andar sin él. Deformación profesional, se dijo, o tal vez
sentido común.
El pueblo continuaba tal como lo había
dejado. Los comercios y los talleres no abrían sus puertas hasta
las cuatro y media, y aún faltaban siete minutos, si su reloj no le
estaba engañando. El único lugar donde observó un corro de gente
fue a las puertas de las oficinas del INEM.
Se trataba de los desempleados que debían
acudir a sellar como medida de control.
Para recuperar el maletín tuvo que pasar por
la desagradable prueba, habitual, por otra parte, de rechazar a un
paciente que lo confundió con el facultativo de guardia. A pesar de
sus explicaciones fue presionado, como en tantas otras veces, por
medio de sutiles excusas de ignorancia, inaccesibilidad, gravedad
del proceso (lo que era rotundamente falso) y sobre todo, lo más
diabólico, halagos a su persona y a su competencia profesional.
Pero ya estaba curado de espanto y pudo deshacerse, no sin
dificultades, de tan inoportuna responsabilidad (ni siquiera se
trataba de un asegurado suyo).
A punto de alcanzar el coche oyó pronunciar
su nombre, y con una cierta sensación de irritante cansancio
aposentada en su cerebro, creyó verse abocado de nuevo a tener que
zafarse de otra demanda de atención médica (¿qué podía ser si no,
en las inmediaciones del consultorio, una tosca voz que repetía con
urgencia «don Ramón»?).
Mientras reunía argumentos y paciencia para
una nueva negativa, se apearon un hombre y un niño de un ciclomotor
amarillo marca Puch, justo tres metros delante, interponiéndose en
su camino hacia el coche, que había aparcado unos veinticinco
metros más abajo, no por falta de espacio sino por respetar la zona
de aparcamientos del consistorio, y el hombre se adelantó para
saludarle. Tenía unos cuarenta años, de regular estatura, con cejas
pobladas y rubias (luego, cuando se quitó la gorra que cubría por
completo su pequeña cabeza, pudo averiguar que su cabello era rubio
y rizado aunque mucho menos abundante que en las cejas). Se llamaba
Domingo Moreno, pero todos le conocían, bien por Roper, dado su
asombroso parecido con el protagonista de la serie de televisión,
bien por El Rubio.
Confiado en la falsa estabilidad que le
proporcionaba el caballete, el pequeño parecía enfrascado en emular
a un piloto, subiendo y bajando con destreza del viejo ciclomotor.
Agarraba el manillar con entusiasmo, remedando con su boca el ruido
del motor al acelerar en los cambios de marcha. Castillo apenas
pudo reprimir una carcajada al descubrir las similitudes físicas
entre padre e hijo (Domingo no podía ser otro que su padre) que
otorgaba un aspecto en cierto modo grotesco a éste. Allí donde
asomaba una entrada en la cabeza de Roper, se insinuaba en el niño;
o la montura excesivamente pronunciada de la nariz del adulto que
ya constituía todo un proyecto en la criatura. Y la manera de
caminar, idéntica, a causa de unas piernas zambas, tan iguales que
parecían reproducciones en escala.
Luego se avergonzó de estos
pensamientos.
—Mi mujer me ha dicho que fue usted a
buscarme —dijo Roper con una amplia sonrisa.
Castillo había iniciado la huida estratégica
(ante lo que suponía un nuevo paciente potencial) introduciendo el
maletín en el asiento posterior del coche, como si la cosa no fuera
con él, pero recordó al instante: Roper se refería al día
anterior.
—Sí, sí. Estuve en su casa —corroboró el
médico, mientras buscaba apoyarse en la puerta entreabierta del
Volvo—.Usted es guarda del agua, ¿no?
El niño había dejado de prestar atención al
viejo ciclomotor. Ahora se entretenía tratando de destripar los
cromados de un Opel con la ayuda de un trozo de alambre. Esto le
distrajo.
—¡Estate quieto, Domingo! —Aulló Roper—. Sí,
soy guarda.
—A usted le corresponden los sectores que
van del 1 al 9, ¿no es verdad?
—¿Fuma? —Roper ofreció un Ducados a Castillo
y se puso otro en los labios.
El médico declinó con una sonrisa el
ofrecimiento. Hacía diez meses que lo había dejado. Pero por una
milésima de segundo sintió el arrebato de la tentación.
—Bueno..., nosotros no les decimos así
—puntualizó con una pésima dicción, motivada por el estorbo de la
boquilla entre sus labios—. Les conocemos por el nombre del
lugar.
—Ya. Pero son esos, ¿no?
La cara de Roper reflejaba una cierta
perplejidad.
—Sí. ¿Quién se lo ha dicho? ¿Es que ha
comprado tierra?
Castillo sonrió.
—No; no he comprado tierra... Entonces, ¿se
encarga de las compuertas del Puente?
El pequeño se había encontrado con un amigo
de su edad. Llevaban un minuto jugando al «corre que te pillo»,
alrededor del Volvo. Al médico le ponía nervioso tanta
carrera.
—Pero ya se han cortado las tandas —replicó
el guarda, chupando con ansias el Ducados.
El médico se rascó tras la oreja.
—Ya lo sé. Es otro tema...
—Usted dirá —dijo solícito. Y se giró hasta
colocarse a la izquierda de Castillo, harto de aguantar el sol en
los ojos.
—Estoy pensando que... me pudiese acompañar
a su zona de riego.
—Cuando usted me diga —concedió Roper.
—¿Qué le parece ahora mismo? ¿Puede?
—Claro. —Y volviéndose hacia el niño—.
¡Mingo! ¡Vete parriba!...
¿Sabe por dónde se va? —preguntó metiéndose
en el coche.
—Sí... —dijo Castillo al girar el contacto—,
pero ¿seguro que no tiene nada que hacer ahora?
—No. Usted tranquilo. Ahora me va
bien.
El Volvo alcanzó una velocidad más que
razonable para lo que daba el estado de la carretera. Castillo,
fiel a su educación, invadió los silencios con preguntas de
compromiso, preguntas cuya respuesta en nada le interesaban.
—¿Se han dado muchas tandas este año?
—Qué va. Sólo tres. Hace diez años, cuando
el pozo de Pino Negro daba trescientos litros por segundo, se daban
siete, por lo menos. Empezábamos en mayo y terminábamos en
octubre... Pero —dictaminó con desgana— la sequía ha acabado con
casi toda el agua del pozo...
Y el río no da para nada.
El médico le miraba de reojo, sin prestarle
atención. Su cabeza estaba ocupada en otro asunto: una noción, aún
difusa, extraña a la razón, que seguía agazapada, esperando saltar,
y una acequia situada a cuatro kilómetros del pueblo. Todavía
contaba con tiempo suficiente.
Aunque era inevitable que se evidenciara el
trasfondo de su interés al suscitarse el asunto de las muertes (en
cierto modo se habían convertido en agua pasada, especialmente en
el caso de Picogordo que llevaba ya mes y medio enterrado), para su
sorpresa, no había encontrado excesivos recelos. Esto le insufló el
ánimo que le faltaba para continuar con sus indagaciones.
Muy a pesar suyo, se había visto obligado a
permanecer inactivo durante toda una semana, justo desde que
Antonio le reveló los pormenores de aquel extraño proceso de
exhumaciones de noviembre del sesenta y nueve: tenía que afrontar
otros deberes ineludibles y nada debía distraer su atención en
aquellos momentos. Puede que fuese lo mejor: necesitaba un poco de
tiempo para reflexionar. El día veintiuno, lunes, había comenzado a
moverse un poco. Dedicó las tardes por completo a esa tarea. Y lo
hizo solo: no había tenido noticias de Antonio en toda la semana
anterior, lo que podía considerarse normal, dado que su trabajo le
obligaba a viajar a menudo. Desconocía, por tanto, si habría
averiguado algo y ni tan siquiera si lo habría intentado, aunque,
de obtener alguna información, era de prever que le hubiese puesto
al corriente.
Le preocupaba, antes que nada, establecer
contacto con el forense que practicó la autopsia del primer
fallecido. ¿Sería el mismo que intervino en la segunda muerte?
Imaginaba que sí, pues las jurisdicciones tenían una demarcación y,
salvo las lógicas ausencias por vacaciones, enfermedad o turnos de
fin de semana, lo normal era que correspondiese al mismo forense
ambas autopsias. Pero hasta ahora no lo había verificado. No lo
hizo cuando se halló el cuerpo de Mañas ni al solicitar en el
juzgado las actas de los levantamientos. Tenía que hablar con él,
pero había descartado por el momento desplazarse a verle: resultaba
demasiado complicado, teniendo en cuenta sus ataduras con el
trabajo y su disponibilidad. Además, existía coincidencia de
horario entre ambos y no le agradaba la idea de molestarle en sus
horas de ocio. En el juzgado de instrucción, al que había llamado
en tres ocasiones, sólo pudieron aclararle que estaría en sus
dependencias al día siguiente, viernes, ya que tenía citadas a dos
personas a reconocimiento. Le dejó recado para que aguardase su
llamada, alrededor de la una.
Sus pesquisas ya le habían proporcionado, no
obstante, información sobre algunos detalles que hasta entonces
desconocía y ahora sopesaba para decidir sobre su posible interés.
Supo que Picogordo fue curado de unas erosiones, por una disputa en
un bar, unos días antes de su muerte. Nada importante. La cura
debió de hacerla el enfermero, o quizá Martín. Él, desde luego, no
estaba enterado, lo que no era extraño, dado que un asunto de
naturaleza menor como aquél no trascendía. Por desgracia, las
peleas eran frecuentes entre los bebedores de «barra fija». Viejas
rencillas, diferencias de opinión sobre asuntos triviales...,
cualquier excusa era buena. El agresor había sido citado pero ni
siquiera llegó a celebrarse un juicio de faltas, dado que Salvador
Valera no interpuso denuncia. Era evidente que un episodio así sólo
habría de considerarse en la hipótesis de que existiese algún
indicio de muerte violenta. Comenzaba a reprocharse el haberse
dejado tentar por Antonio y haberse embarcado en una aventura para
la que estaba absolutamente falto de preparación.
Por pura casualidad tuvo conocimiento de
otro hecho hasta cierto punto chocante. El martes, al girar en el
extremo de una callejuela de la parte vieja, calculó mal la
distancia, rompiendo con las defensas delanteras de su Volvo el
piloto trasero izquierdo de una furgoneta allí aparcada, demasiado
próxima a la intersección de dos calles.
Cuando preguntó por su dueño para
proporcionarle los datos de su seguro, le dijeron que había
pertenecido a Valera. El vehículo no había sido retirado de allí
tras su muerte, lo que hacía suponer que el difunto debió llegar a
pie al paraje donde fue hallado. Francisco, uno de los municipales,
le confirmó este extremo: la furgoneta estaba en ese mismo lugar
cuando encontraron el cuerpo. Pero entonces, ¿qué hacía a tanta
distancia del pueblo? ¿Era lógico que caminase por aquel paraje?
Procuró formular estas preguntas a los allegados, incrustándolas en
el contexto de una conversación informal para sustraerles toda
intencionalidad. El resultado fue concluyente: hacía esto con
frecuencia, así que muchas personas creyeron ver como algo
razonable que anduviera por aquel lugar,
a pesar de no tener propiedades ni intereses en la zona del Puente.
Se sabía que gustaba transitar los carriles desde hacía mucho
tiempo, especialmente si se encontraba en estado de embriaguez, de
modo que había sido visto en numerosas ocasiones, no importaba el
frío o el calor, en las afueras del pueblo.
Aunque había sostenido con firmeza delante
de su amigo la tesis de que el agua hallada en el tubo digestivo de
ambos cuerpos nada demostraba, comenzaba a pensar que esa
conclusión podría haber sido demasiado precipitada y que a lo mejor
las cosas eran bien distintas.
Si era un agente tóxico el causante de las
muertes, estaba meridianamente claro que el agua había jugado un
papel determinante. La cuestión era cómo. Intuía que la ingestión
de agua por los fallecidos debió de ser el resultado de un cuadro
clínico muy brusco y violento, y que, simultáneamente, se convirtió
—quizá por algún mecanismo reflejo— en la causa inmediata de las
muertes. La sed actuó como mediador. Y aunque no del todo seguro,
esta hipótesis apuntaba a que el agente tóxico también había sido
ingerido. En cierto modo era una hipótesis endeble por sus propias
conclusiones, pues parecía poco probable que dos adultos ingirieran
un producto de origen desconocido. ¿Existía la posibilidad de que
hubieran comido o bebido algo en apariencia comestible?
Para Castillo resultaba muy improbable, por
una buena razón: la singularidad de los casos, el que hubieran sido
sólo dos los afectados. De tratarse de una intoxicación por
alimentos o bebidas o por algo que pudiera estar mezclado con
ellos, era inexplicable que no se hubieran producido otros casos.
Esto abría las puertas a otra suposición: que se tratase de un
tóxico que actuase por contacto, con absorción rápida y completa a
través de la piel. Pero ¿qué veneno era capaz de actuar así y de
modo tan violento? No se le ocurría ninguno, no al menos uno de
origen natural.
Entonces... ¿tendría razón Antonio?, ¿habría
dado en el blanco cuando aventuraba la idea de un fenómeno de
carácter secuencial, con intervalos de latencia en torno a los
veinticinco años? Para dar crédito a esta posibilidad, era preciso
admitir la existencia de un veneno completamente desconocido hasta
la fecha, de una toxina o agente similar (tal vez un alcaloide) que
se activase y desactivase por la conjunción de un número
indeterminado de factores, presumiblemente atmosféricos en su
mayoría. ¿Cómo si no explicar el aislamiento de los brotes entre
sí?
Pero era una teoría difícilmente
demostrable, especialmente sin unas pruebas toxicológicas hechas en
su momento.
La idea de comparar tal laberinto de
confusas entradas y engañosas salidas con el trabajo de hallar una
aguja en un pajar le resultaba tentadora por apropiada a los
hechos. Castillo creía, sin embargo, que la aguja perdida termina
por encontrarse. Porque se sabe dónde
buscarla. Se tiene la certeza de que está
allí. Una cuestión de paciencia. Y
constancia.
—Vamos mal. Se ha pasado en el cruce.
La ronca voz del guarda, barnizada de tabaco
y brandy, le hizo regresar al tiempo real. Efectivamente, había
seguido recto en vez de torcer hacia la derecha. En ese lugar no
podía dar la vuelta, pues la carretera además de ser estrecha
carecía de arcenes.
El Volvo se apartó de la calzada a unos
cincuenta metros del acceso a la acequia. Castillo se adelantó en
dirección al sifón.
—¿No me preguntó por las compuertas? —dijo
Roper con una mueca de disgusto. Se había quedado junto al coche,
pero se movía en un espacio muy corto, nerviosamente, como un preso
recién recluido en una estrecha celda. La cara le había mudado de
color. Era de naturaleza sugestionable y experimentaba un pánico
cerval respecto a tres cosas en concreto: los muertos, los bizcos y
los gatos negros—. Es que las compuertas están allí —señaló con la
mano—. Vamos.
El médico sonrió. Ignoraba que el guarda
fuese tan supersticioso.
—¿Le pasa algo, Domingo?
Roper avanzó unos pasos hasta donde estaba
él, aún indeciso, hurgándose en el bolsillo en busca de un Ducados.
Tenía la cabeza inclinada. La rueda dentada de su mechero
chasqueaba sobre la piedra, pero el viento apagaba la llama pues el
temblor de sus manos le impedía protegerla.
—No me gustan los difuntos...—titubeó—.Traen
mala suerte.
—Me hago cargo —asintió Ramón
Castillo.
Los ojos de Roper se redondearon
repentinamente, como presa de un convencimiento repentino, como si
toda su confusión y miedos se hubieran visto sofocados de pronto
por una claridad reveladora, y entonces la expresión de su rostro
mudó en pocos segundos desde el temor a la resignación.
—Por eso hemos venido aquí. ¿No, don
Ramón?... ¡Es por lo de Picogordo!
—Sí. Pero será sólo un momento —aseguró
Castillo.
Roper estaba angustiado.
—¿Qué pasa?
—No pasa nada, hombre —respondió con rapidez
el médico—.
Esto es cosa mía, no de la justicia.
El bueno de Roper consiguió encender un
cigarrillo.
—Ya —murmuró.
—Las acequias como ésta, ¿llevan siempre
agua durante la temporada de riegos? —inquirió el médico, cambiando
de tercio, decidido a dar un poco de tiempo al guarda para que se
tranquilizase.
—Hay días que sí y días que no. Depende de
los sectores que tengan que regarse.
—¿Y usted recuerda esos días?
—Se puede buscar —admitió Roper—. Los tengo
apuntados en mi libreta, ¿ve? —Sacó un pequeño bloc de uno de los
bolsillos traseros de sus tejanos—. Aquí están las fechas, desde el
uno de julio, los sectores y el nombre de los regantes que había
que avisar cada día.
El uso y el descuido habían roído
considerablemente las tapas de cartón azul de la libreta. Castillo
echó una ojeada al galimatías de cada una de sus hojas
cuadriculadas y, enseguida, la devolvió a su dueño.
Mientras desentrañaba para el médico el mapa
de cifras, nombres propios y frases en direcciones inverosímiles
que se sucedían en todas las páginas, Roper esbozó una leve
sonrisa, durante una fracción de segundo nada más, pero una
sonrisa, sí, al fin y al cabo.
—El sifón se queda sin agua... a ver
—consultó la libreta—, sí, tres veces durante los riegos... Cuando
se corta en el canal de Las Puntas.
El resto del tiempo no le falta.
—Eso quiere decir que estas tres acequias
—dijo Castillo, señalando con la mano el trío de conducciones que
nacían del cilíndrico armatoste de cemento— suelen estar
llenas...
—Bueno, al mismo tiempo no.
—¿Ah, no?
—Para cada una de ellas hay una compuerta
—explicó el guarda, rodeando su circunferencia—, ¿lo ve?
Había, efectivamente, una compuerta en la
dirección de cada acequia. Y, en la base, un pilón de cemento. Las
compuertas tenían un asa en su parte superior, para manejarlas.
Eran de hierro fundido o chapa, y una varilla dentada que
sobresalía por detrás hacía las veces de tope, regulando la
apertura y el caudal de agua elegido.
Castillo manipuló la compuerta sur del
sifón, que era la que alimentaba la acequia donde se encontró a
Picogordo. Su peso era considerable.
—¡Cuesta trabajo, eh!
—Sí que pesa —bufó el médico.
—Eso no es nada —aseguró Roper—. ¡Si viera
cuando lleva agua!
—Haga el favor de comprobar las fechas,
Domingo. Me refiero al mes de septiembre.
Los ojos de Castillo se desbordaron de
lágrimas y sintió un picor intenso en la nariz que le hizo
estornudar, cuando miró por descuido hacia el sol. En ese instante
bandadas de gorriones se abalanzaban con gran bullicio sobre las
tierras yermas del este del canal.
—¿Qué hay que comprobar?
—Pues cuándo fue abierta.
Roper ojeó la libreta, nuevamente.
—A ver... Ésta el día siete, y otra vez el
diecinueve y el treinta.
—¿Seguro? ¿Seguro que fue el siete?
—insistió Castillo.
—Sí... Mire, aquí tengo apuntados los
nombres de los regantes que tuve que avisar el seis. Y son los de
este dominio —dijo el guarda extendiendo la mano para señalar las
tierras que se extendían al sur.
—¿No se habrá confundido con las
otras?
—No. Esta acequia es la primera que riega de
las tres —aseguró Roper—. Siempre.
—¿Se acuerda de la hora?... Me refiero a la
hora en que levantó la compuerta para dar la tanda —precisó el
médico, sintiendo sus últimas palabras ahogadas por un estruendo
repentino que sacudió las cercanías del camino. Era un ruido de
caída, de choque, que identificaron en el acto, pese a originarse
al otro lado del canal, tras sus muros, que ocultaban como las
grandes cortinas de un escenario al causante.
Reconocieron el peculiar sonido que hace una
pala al descargar piedras de gran peso desde cierta altura.
—Eso está más difícil —admitió Domingo
mientras se rascaba la cara con unas uñas ribeteadas de negro—. Por
la mañana, me creo...
¡No! Espere... ¡Fue a mediodía! ¡Seguro!
—vociferó en un puro aspaviento de cabeza y brazos—. Me acuerdo
porque me peleé con El Sopa, ya sabe usted, José El Sopa, el de la
Pascuala, el que vive al lado de la iglesia. Y fue aquí. ¡Je,
je!—rió con sarcasmo—. Vino a buscarme para quejárseme de que no le
había avisado con tiempo.
Pese a la confidencia cargada de reproche de
Roper, nada tenía que opinar Castillo sobre el carácter de El Sopa.
A cambio de mantenerse al margen de esa disputa, como única seña de
complicidad, dulcificó su voz.
—¿Y el sifón estaba seco?
—¿Cómo seco? No entiendo...
—Quiero decir que si tenía agua cuando tiró
de la compuerta —aclaró Castillo, ladeando la cabeza.
—No tenía, no. Yo le digo cómo se hace.
—Roper se colocó en posición de ejecutar una demostración manual—.
Primero levanto esta compuerta —dijo, señalando la central—, y
luego me voy a las de regulación del canal, que están allí, para
abrir. Así, cuando el agua llega por esta canaleta al sifón, no
rebosa.
Castillo seguía con la vista su trayectoria.
La canaleta elevada salvaba el desnivel del talud derecho del
carril y desembocaba en el borde superior del sifón, tras recorrer
un centenar de metros, aproximadamente. Con el caudal que aportaba,
el sifón habría de llenarse forzosamente en pocos segundos, si
tenía las compuertas cerradas.
—Bueno, vamos.
Roper se quitó la gorra y la sacudió contra
el pantalón, antes de iniciar el camino de regreso al coche.
—Había gente que no lo quería
—sentenció.
De vuelta a Portas, casi no se dirigieron la
palabra, excepto para comentar el alcance de la sequía que ya había
dejado suficientes marcas de sus áridas garras sobre los campos.
Muchas parcelas no se habían cultivado el último verano y el
rastrojo abundaba a aquellas alturas del año. Aparte de unos pocos
litros de lluvia caídos a primeros de septiembre y algo menos en
octubre, el otoño estaba resultando seco en extremo.
—El campo está abandonado —filosofó Roper—.
No merece la pena sembrar nada: no se costea.
—Ya.
Castillo aparcó el Volvo frente al
ciclomotor del guarda. Eran más de las seis.
—El problema —prosiguió el guarda, con medio
cuerpo ya fuera del coche— es el agua.
—Es verdad —admitió el médico—, el problema
es el agua.
24 de
Octubre
Es curioso lo elemental
que resulta la vida para algunas personas. La de Tomás... se ha
reducido ya a tres únicas actividades (o esperanzas): comer, fumar
y follar. Sospecho que ni siquiera duerme; no al menos como yo
entiendo el sueño. En cuanto a lo que él llama pudorosamente «estar
con la mujer», en apariencia es más una obsesión que una realidad.
De hecho, sus visitas a mi consulta de un tiempo a esta parte se
resumen en un circunloquio con el que trata de sugerirme el
padecimiento de una creciente impotencia sin necesidad de
mencionarla directamente. Luego, se dedica a hacer como que no me
escucha cuando le animo a dejar el tabaco, elude responderme
mientras aborda otras cuestiones que hacen referencia a la tos que
no le deja dormir o a un dolor de estómago que ahora, con el otoño,
responde mal al tratamiento. Creo que en cierto modo le envidio,
envidio la simpleza de sus objetivos en la vida y la falta de
remordimientos por sus malos hábitos. Pero también creo que me
utiliza, que no soy más que un mero instrumento para sus propios
fines.
Tomás es uno de mis
«leales». Uno entre los doce o dieciséis que raramente pasan una
semana entera sin verme en consulta. Y aunque imagino que todos los
médicos rurales tenemos pacientes como él, no dejo de pensar que en
nada se parece el atenderle a lo que en la facultad aprendí que era
un acto médico.
Durante el desayuno, he
visto a Marta. Entró justo cuando José María se reía a carcajadas a
mi lado de alguna de sus muchas simplezas (parece mentira que
Carmen y Susana se tronchen con él; no sé dónde le ven la gracia,
pero supongo que si fuese un adefesio no le harían ni puto caso).
Nos saludó, bastante cordialmente por cierto, pero luego se dirigió
a la barra. Me siento un poco molesto aún por lo del domingo
pasado. Es la primera vez que yo recuerde que la veo ponerse así.
Con su enfado, me hizo parecer culpable por haber tenido la
ocurrencia de presentarme allí. Y no me gustaría que creyese que he
estado dándole alas a Antonio, porque a ella parece disgustarle y
mucho que se ponga a remover en toda esa historia que vivió en su
infancia. Tengo la impresión de que han debido de discutir a menudo
por esa causa.
Probablemente Antonio
está más que obsesionado con aquel recuerdo de su
infancia.