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Quien no se sorprende por nada, está ya muerto
Albert Einstein
Observando a aquella pareja era imposible no desembocar en ciertas interrogantes, específicamente relacionadas con el tipo de vida marital que harían. Esto, al menos, es lo que a él le ocurría, se dijo convencido Castillo. Dedujo a continuación que no debía considerarlo como un razonamiento morboso, pues estaba seguro de que muchas otras personas se preguntarían lo mismo.
Y es que hacían una pareja chocante. Los dos estaban entre los treinta y cinco y cuarenta años (a fuerza de costumbre, había terminado por calcular la edad de las personas con bastante aproximación), moderadamente obesos ambos, aunque mucho más proporcionado el reparto de la grasa en el cuerpo de ella que en el de él, que era grosero (el reparto) y concentrado en el abdomen y cuello.
Las diferencias de verdad comenzaban en la estatura. Él no pasaba del metro cuarenta. A ella le calculaba no menos de ciento cincuenta y cinco centímetros; y aunque no derrochaba simpatía precisamente, gozaba de un color saludable y unas facciones nada desagraciadas en su conjunto. Él, en cambio, «lucía» una tez cetrina, tenía la frente estrecha y con pronunciada inclinación, medio oculta por un desangelado flequillo. Pero, además, la comisura de sus labios era casi inexistente y mostraba un ribete blanquecino alrededor que terminaba por hacer repulsiva su boca. Se le ocurrió pensar, al hilo de esa observación, que si el «propietario» de una boca así fuese inteligente, jamás se zambulliría en otro lugar distinto a la bañera de su casa, y aun de este modo, debería estar pertrechado de un flotador convenientemente homologado, pues el riesgo de morir ahogado, en caso de sufrir un corte de digestión, sería altísimo. En tal situación, un socorrista albergaría dudas terribles, casi paralizantes, acerca de la pertinencia de realizarle el boca a boca, y para cuando se decidiese, probablemente ya sería tarde. En realidad y para su desgracia (aunque uno nunca sabe muy bien si debe considerar desgracia o suerte un «accidente físico» que, al menos, le mantiene al abrigo de incurables sodomitas, violadores carcelarios y asesinos en serie de índole sexual), toda su figura se le antojaba impregnada de insultante flacidez. Para colmo, su perenne «barba de dos días» (en un rostro, a fin de cuentas, medio lampiño) contrastaba fuertemente con el aspecto bastante pulcro y aseado de ella.
El hombrecillo tosía sin parar. Estaba de pie, a la puerta de la consulta, haciendo oscilar su cuerpo lateralmente a cada golpe de tos.
Ella permanecía a su espalda, sin levantar la mirada. No parecía pendiente de su marido, desde luego, pero es que daba la sensación de no querer mirar a nadie, como presa de un resignado compromiso con el hastío de esa fase de la vida en la que todo consiste en «tirar hacia delante».
Castillo supuso que no era su día de suerte. Parecía haberse levantado con el pie cambiado porque, desde el comienzo de la mañana, no había tenido más que encontronazos y problemas. Y ahora, la guinda.
Le habían avisado a las catorce cincuenta y cinco, justo cinco minutos antes de comenzar los turnos de guardia. Descansaba ese día. Pero cualquiera les decía que avisasen al facultativo de guardia a partir de las tres. Aunque entre sus compañeros era una práctica habitual En primer lugar por ellos mismos: no eran ese tipo de personas que admiten de buen grado un cambio, una dificultad añadida. En segundo lugar, y eso era lo más importante, porque el turno correspondía a Párrizas y sabía perfectamente de lo que era capaz cuando se sentía perjudicado, pese a que, secretamente, era un enamorado de la ley del embudo. Le resultaba indiferente organizar un buen follón, aunque fuese sólo para reafirmarse en la pirámide de ese hipotético escalafón de facultativos de la zona que nada más que existía en sus delirios de emperador en decadencia. Y no era que le temiese, ni mucho menos, sino sencillamente que odiaba las discusiones, cualquier tipo de violencia verbal o física. Además, tenía que admitir que lo correcto era no desviar el acto médico a otro horario, ya que se trataba de su horario y sus pacientes.
Bueno, afortunadamente acababa de almorzar cuando recibió el aviso, así que la cosa no era tan mala de todos modos. Y tenía las trazas de ser un asunto menor que podría despachar en unos minutos.
Al interrogar y explorar al enfermo, cuyo nombre (Pío) le pareció acertadísimo, no pudo dejar de observar la compostura de su esposa.
Permaneció en pie todo el tiempo que duró la consulta, tras él, con los dedos entrelazados y los brazos caídos delante del cuerpo. Ni un solo instante dirigió su mirada hacia ellos. Daba la impresión de estar ausente y, sin embargo, una lectura más atenta de sus ojos desviados al suelo, le hizo comprender que no era así, sólo que destilaban una especie de disgusto existencial, de desacato hacia los dictados de los ciclos naturales, esos que generan por la fuerza de los hechos expectativas que no terminan de cumplirse siempre.
Como suponía, la tos que sacudía el rechoncho cuerpecillo de Pío era únicamente la manifestación de un catarro banal, así que le prescribió un jarabe de codeína y un antibiótico de uso común, y le despidió citándole a revisión en la consulta, una semana después, no sin antes recriminarle de un modo indirecto (tal vez inútil, por sutil en exceso) lo inconveniente de su demanda a esa hora.
Supo entonces que se había equivocado (en un aspecto, al menos) en su juicio anterior y que Jacinta, que así se llamaba la esposa de Pío, había estado atenta durante el acto médico, meticulosamente atenta, diría él, pues recordaba a la perfección las instrucciones que había dado a su marido, incluyendo las dosis y sus intervalos. Incluso en el instante de la despedida, justo antes de darse la vuelta, creyó verla esbozar una leve sonrisa, aparentemente nada forzada. Y una mujer que sonreía de ese modo no podía ser tan infeliz como él, quizá demasiado apresuradamente, había supuesto.
Hasta ese instante, no había considerado de hecho la posibilidad de que se tratara de un matrimonio bien avenido, razonablemente satisfecho de su situación, anclado en una idea de permanencia, desprovista de sombras. Si bien era cierto que no veía aflorar ningún atisbo de pasión entre ellos (¡pero qué cosas se le ocurrían!), algo que la experiencia vivida en el propio hogar le había mostrado como prescindible, no lo era menos que podrían perfectamente hallarse en un estado o fase en la que los esposos se proporcionan mutua seguridad, esa interdependencia que tiene el efecto de una sólida argamasa sobre sus vínculos. De manera que esos interrogantes que se formulaba (impregnados de sarcasmo, tenía que reconocerlo) en relación a la «vida en común» de aquella pareja, eran quizá el producto de su deformada visión de las cosas, de su errática costumbre de aplicar el patrón de sus gustos masculinos a todo, incluida la percepción que tienen las mujeres respecto de los hombres.
El consultorio, situado en un anexo del edificio consistorial, carecía de calefacción. La pequeña estufa eléctrica tardaba un buen rato en hacerse notar. Se apresuró a salir al exterior, donde aún se veían espacios bañados por el sol. Era un día excelente, uno de esos días de otoño en los que el tiempo parece querer dar un paso atrás, pleno de añoranza.
Frente al ayuntamiento, a la puerta de uno de los bares de éxito de Portas, vio al concejal de deportes en animada conversación con su compañero José María García, que se pasaba la vida haciendo chistes fáciles sobre la coincidencia de su nombre y apellidos con los del popular periodista deportivo, y se saludaron amistosamente. Seguramente estarían ultimando una nueva expedición de caza o pesca.
—¿Qué hacemos? —dijo protocolariamente Miguel, evitando tutearle pero resistiéndose también a emplear el don.
Castillo le respondió con una cariñosa palmadita en el hombro.
Buena persona el concejal. Era el contable de una constructora, hombre leal en quien se podía confiar.
—Algo estáis tramando.
Rieron los dos. Los ojos de José María brillaban y su aliento despedía el acre intenso de la cerveza a medio digerir.
—¡Cómo lo sabes, macho! —dijo entre carcajadas etílicas.
Miguel se contagió inmediatamente. Cuando paró de reír, los ojos le sudaban lágrimas de gozo. Con los últimos estertores, sujetó a Castillo del brazo para confiarle:
—Vamos a un pilón del río. Hay unas truchas. —Y separó las manos para marcar con ellas un tamaño descomunal.
—¡Furtivos!—sentenció Castillo y rieron todos, mientras José María y Miguel, se decían: «eso tú», apuntándose mutuamente con sus dedos índice.
Entre los efectos de la risa y el alcohol, las conjuntivas de ambos habían adoptado una tonalidad característicamente afresada. Insistieron en ofrecer a Castillo una copa o un café pero se excusó con una imaginaria cita, a sabiendas de la imposibilidad de limitar a una sola consumición el ofrecimiento. Si personas como José María y Miguel te ofrecían una copa, debías estar preparado para más de cinco.
Se resistía a la idea de encerrarse tan pronto en casa. Sabía que, en caso de hacerlo, no hallaría (por pura pereza) excusa para salir más tarde y le invadiría muy al final de la jornada esa sensación de desasosiego que experimenta el que penetra en un túnel que resulta ser mucho más largo de lo que había imaginado en un principio.
Le hubiera gustado dar un paseo por las afueras y pensar durante el trayecto qué hacer el resto de la tarde, reflexionar sobre los últimos sucesos que habían sacudido su anodina vida de médico rural. (Anodina, pensaba, en según qué aspectos, porque también sabía que el ejercicio de la medicina en la primera línea de batalla es un manantial ingente de singularidades capaces de ilustrar un buen número de libros. Más que anodina diría que organizada, subordinada, reiterativa.) Quería pensar, planificar sus siguientes pasos y hacer frente a las contradicciones que le aturdían. Pero contaba con el inconveniente del coche: lo tenía aparcado allí, a las puertas del ayuntamiento, y tener que volver luego por él, no le hacía excesiva gracia. Todavía quedaban tres horas largas de luz solar. Su citizen marcaba las cuatro menos diez.
Optó por coger el coche. Conduciría sin rumbo durante un rato a través de las calles del barrio alto y después haría el circuito de las «viejas eras», rodeando los olivares de la zona de «las explanadas» hasta la Peña. Contemplaría la vista de Portas desde allí. Y pensaría.
El primer pensamiento que tuvo al subir al Volvo fue lo distinto que era de José María, su compañero. Tan sociable y extrovertido éste, tan llano. Apenas llevaba cinco meses en el pueblo y ya se conocía la vida y milagros de todos los personajes relevantes. Había hecho numerosos amigos, se relacionaba con todo tipo de gente, y se tuteaba con la mayoría. El estar casado y tener tres hijos de corta edad no le suponía inconveniente alguno para estar siempre fuera de casa, para vivir literalmente en la calle. Que no hubiese congeniado con Ladrón de Guevara, carecía de explicación para él. Así era, sin embargo: Antonio no lo tragaba. Quizás reía demasiado, a destiempo.
José María era uno de esos tíos a los que su madre definía como «apañados», que quería decir guapos, en realidad. De los que no presumen ni se miran al espejo, porque ignoran o no les importan sus encantos físicos. De los que, a poco que se lo propusieran, llevarían detrás a una cohorte de tías, pero que se cuidan tan poco que sucumben a una vejez temprana que trasforma implacablemente su fisonomía, liquidando una admiración que nunca quisieron ganarse. En cambio, él odiaba esa vida de bares que algunos querían obligarle a llevar. Necesitaba intimidad. A diferencia de José María, hacer amigos era para él una tarea lenta y complicada. De hecho, podía decirse que tras cuatro años en Portas, únicamente merecía llamársele amistad a la relación que mantenía con Antonio y Manolo Alcaine. Pero, a pesar del profundo abismo que separaba su carácter del de José María, sentía que le apreciaba y hasta que le envidiaba en ciertos aspectos. Seguro que el rugoso aroma y el contacto frío de «su» soledad le eran desconocidos.
Giró doblando por la esquina entre las calles Granada y Cataluña (en el barrio alto las calles tenían nombres de provincias, ciudades y regiones) y sintió cómo el viejo adoquinado ya pulido le hacía perder adherencia a las ruedas. Quemando gomas, tomó finalmente el carril de la peña, para salir del casco urbano.
Aún era la hora de la siesta y el pueblo parecía estar desperezándose. En el radiocasete se desgranaban las notas teñidas de blues de la guitarra de Kenny Burrel. Le venía bien conducir a baja velocidad en determinados momentos, le ayudaba a vencer su desorientación, su falta de claridad para ver las cosas.
Desde la base de la peña, allí donde terminaba el carril en una explanada de tierra, se dominaba una vista grandiosa. Podía divisar incluso la zona del Puente de la Parada, que distinguía por los ojos del acueducto, elevándose a unos diez metros sobre el suelo en la parte más alta. Trató de calcular a vista de pájaro el lugar del hallazgo del cadáver, pero le faltaba una referencia, tal era la desnudez de aquella zona. Vagamente lo situaba a la izquierda y tal vez oculto tras el perfil de sus muros, aunque no estaba seguro, ya que no distinguía la silueta del carril. En un acto reflejo, buscó El Romeral, pero advirtió que quedaba fuera de su campo visual, puesto que la cuenca del río discurría a mucha profundidad, hundida en la grieta de la planicie.
Aquel mirador era el lugar ideal para instalar una central de energía eólica. A pesar de que la tarde era apacible, ahora el viento se le arremolinaba en la cara y sentía escozor en los labios y en los ojos. El instinto de guarecerse le condujo hasta el Volvo. Hizo un giro completo como para embocar el carril y detuvo el motor. El lugar carecía de árboles. Descomunales rocas, probablemente desprendidas por movimientos telúricos o por corrimientos a causa de la lluvia durante miles de años, jalonaban la pendiente. Conocía la historia del suicida y, sin poder evitarlo, se vio intentando dilucidar a través del cálculo visual de las distancias, contra qué roca o grupo de rocas se había estrellado su cuerpo.
De regreso a Portas recordó haber olvidado el maletín en el consultorio, y aunque era improbable que lo necesitase antes del día siguiente, la realidad era que no le gustaba andar sin él. Deformación profesional, se dijo, o tal vez sentido común.
El pueblo continuaba tal como lo había dejado. Los comercios y los talleres no abrían sus puertas hasta las cuatro y media, y aún faltaban siete minutos, si su reloj no le estaba engañando. El único lugar donde observó un corro de gente fue a las puertas de las oficinas del INEM.
Se trataba de los desempleados que debían acudir a sellar como medida de control.
Para recuperar el maletín tuvo que pasar por la desagradable prueba, habitual, por otra parte, de rechazar a un paciente que lo confundió con el facultativo de guardia. A pesar de sus explicaciones fue presionado, como en tantas otras veces, por medio de sutiles excusas de ignorancia, inaccesibilidad, gravedad del proceso (lo que era rotundamente falso) y sobre todo, lo más diabólico, halagos a su persona y a su competencia profesional. Pero ya estaba curado de espanto y pudo deshacerse, no sin dificultades, de tan inoportuna responsabilidad (ni siquiera se trataba de un asegurado suyo).
A punto de alcanzar el coche oyó pronunciar su nombre, y con una cierta sensación de irritante cansancio aposentada en su cerebro, creyó verse abocado de nuevo a tener que zafarse de otra demanda de atención médica (¿qué podía ser si no, en las inmediaciones del consultorio, una tosca voz que repetía con urgencia «don Ramón»?).
Mientras reunía argumentos y paciencia para una nueva negativa, se apearon un hombre y un niño de un ciclomotor amarillo marca Puch, justo tres metros delante, interponiéndose en su camino hacia el coche, que había aparcado unos veinticinco metros más abajo, no por falta de espacio sino por respetar la zona de aparcamientos del consistorio, y el hombre se adelantó para saludarle. Tenía unos cuarenta años, de regular estatura, con cejas pobladas y rubias (luego, cuando se quitó la gorra que cubría por completo su pequeña cabeza, pudo averiguar que su cabello era rubio y rizado aunque mucho menos abundante que en las cejas). Se llamaba Domingo Moreno, pero todos le conocían, bien por Roper, dado su asombroso parecido con el protagonista de la serie de televisión, bien por El Rubio.
Confiado en la falsa estabilidad que le proporcionaba el caballete, el pequeño parecía enfrascado en emular a un piloto, subiendo y bajando con destreza del viejo ciclomotor. Agarraba el manillar con entusiasmo, remedando con su boca el ruido del motor al acelerar en los cambios de marcha. Castillo apenas pudo reprimir una carcajada al descubrir las similitudes físicas entre padre e hijo (Domingo no podía ser otro que su padre) que otorgaba un aspecto en cierto modo grotesco a éste. Allí donde asomaba una entrada en la cabeza de Roper, se insinuaba en el niño; o la montura excesivamente pronunciada de la nariz del adulto que ya constituía todo un proyecto en la criatura. Y la manera de caminar, idéntica, a causa de unas piernas zambas, tan iguales que parecían reproducciones en escala.
Luego se avergonzó de estos pensamientos.
—Mi mujer me ha dicho que fue usted a buscarme —dijo Roper con una amplia sonrisa.
Castillo había iniciado la huida estratégica (ante lo que suponía un nuevo paciente potencial) introduciendo el maletín en el asiento posterior del coche, como si la cosa no fuera con él, pero recordó al instante: Roper se refería al día anterior.
—Sí, sí. Estuve en su casa —corroboró el médico, mientras buscaba apoyarse en la puerta entreabierta del Volvo—.Usted es guarda del agua, ¿no?
El niño había dejado de prestar atención al viejo ciclomotor. Ahora se entretenía tratando de destripar los cromados de un Opel con la ayuda de un trozo de alambre. Esto le distrajo.
—¡Estate quieto, Domingo! —Aulló Roper—. Sí, soy guarda.
—A usted le corresponden los sectores que van del 1 al 9, ¿no es verdad?
—¿Fuma? —Roper ofreció un Ducados a Castillo y se puso otro en los labios.
El médico declinó con una sonrisa el ofrecimiento. Hacía diez meses que lo había dejado. Pero por una milésima de segundo sintió el arrebato de la tentación.
—Bueno..., nosotros no les decimos así —puntualizó con una pésima dicción, motivada por el estorbo de la boquilla entre sus labios—. Les conocemos por el nombre del lugar.
—Ya. Pero son esos, ¿no?
La cara de Roper reflejaba una cierta perplejidad.
—Sí. ¿Quién se lo ha dicho? ¿Es que ha comprado tierra?
Castillo sonrió.
—No; no he comprado tierra... Entonces, ¿se encarga de las compuertas del Puente?
El pequeño se había encontrado con un amigo de su edad. Llevaban un minuto jugando al «corre que te pillo», alrededor del Volvo. Al médico le ponía nervioso tanta carrera.
—Pero ya se han cortado las tandas —replicó el guarda, chupando con ansias el Ducados.
El médico se rascó tras la oreja.
—Ya lo sé. Es otro tema...
—Usted dirá —dijo solícito. Y se giró hasta colocarse a la izquierda de Castillo, harto de aguantar el sol en los ojos.
—Estoy pensando que... me pudiese acompañar a su zona de riego.
—Cuando usted me diga —concedió Roper.
—¿Qué le parece ahora mismo? ¿Puede?
—Claro. —Y volviéndose hacia el niño—. ¡Mingo! ¡Vete parriba!...
¿Sabe por dónde se va? —preguntó metiéndose en el coche.
—Sí... —dijo Castillo al girar el contacto—, pero ¿seguro que no tiene nada que hacer ahora?
—No. Usted tranquilo. Ahora me va bien.
El Volvo alcanzó una velocidad más que razonable para lo que daba el estado de la carretera. Castillo, fiel a su educación, invadió los silencios con preguntas de compromiso, preguntas cuya respuesta en nada le interesaban.
—¿Se han dado muchas tandas este año?
—Qué va. Sólo tres. Hace diez años, cuando el pozo de Pino Negro daba trescientos litros por segundo, se daban siete, por lo menos. Empezábamos en mayo y terminábamos en octubre... Pero —dictaminó con desgana— la sequía ha acabado con casi toda el agua del pozo...
Y el río no da para nada.
El médico le miraba de reojo, sin prestarle atención. Su cabeza estaba ocupada en otro asunto: una noción, aún difusa, extraña a la razón, que seguía agazapada, esperando saltar, y una acequia situada a cuatro kilómetros del pueblo. Todavía contaba con tiempo suficiente.
Aunque era inevitable que se evidenciara el trasfondo de su interés al suscitarse el asunto de las muertes (en cierto modo se habían convertido en agua pasada, especialmente en el caso de Picogordo que llevaba ya mes y medio enterrado), para su sorpresa, no había encontrado excesivos recelos. Esto le insufló el ánimo que le faltaba para continuar con sus indagaciones.
Muy a pesar suyo, se había visto obligado a permanecer inactivo durante toda una semana, justo desde que Antonio le reveló los pormenores de aquel extraño proceso de exhumaciones de noviembre del sesenta y nueve: tenía que afrontar otros deberes ineludibles y nada debía distraer su atención en aquellos momentos. Puede que fuese lo mejor: necesitaba un poco de tiempo para reflexionar. El día veintiuno, lunes, había comenzado a moverse un poco. Dedicó las tardes por completo a esa tarea. Y lo hizo solo: no había tenido noticias de Antonio en toda la semana anterior, lo que podía considerarse normal, dado que su trabajo le obligaba a viajar a menudo. Desconocía, por tanto, si habría averiguado algo y ni tan siquiera si lo habría intentado, aunque, de obtener alguna información, era de prever que le hubiese puesto al corriente.
Le preocupaba, antes que nada, establecer contacto con el forense que practicó la autopsia del primer fallecido. ¿Sería el mismo que intervino en la segunda muerte? Imaginaba que sí, pues las jurisdicciones tenían una demarcación y, salvo las lógicas ausencias por vacaciones, enfermedad o turnos de fin de semana, lo normal era que correspondiese al mismo forense ambas autopsias. Pero hasta ahora no lo había verificado. No lo hizo cuando se halló el cuerpo de Mañas ni al solicitar en el juzgado las actas de los levantamientos. Tenía que hablar con él, pero había descartado por el momento desplazarse a verle: resultaba demasiado complicado, teniendo en cuenta sus ataduras con el trabajo y su disponibilidad. Además, existía coincidencia de horario entre ambos y no le agradaba la idea de molestarle en sus horas de ocio. En el juzgado de instrucción, al que había llamado en tres ocasiones, sólo pudieron aclararle que estaría en sus dependencias al día siguiente, viernes, ya que tenía citadas a dos personas a reconocimiento. Le dejó recado para que aguardase su llamada, alrededor de la una.
Sus pesquisas ya le habían proporcionado, no obstante, información sobre algunos detalles que hasta entonces desconocía y ahora sopesaba para decidir sobre su posible interés. Supo que Picogordo fue curado de unas erosiones, por una disputa en un bar, unos días antes de su muerte. Nada importante. La cura debió de hacerla el enfermero, o quizá Martín. Él, desde luego, no estaba enterado, lo que no era extraño, dado que un asunto de naturaleza menor como aquél no trascendía. Por desgracia, las peleas eran frecuentes entre los bebedores de «barra fija». Viejas rencillas, diferencias de opinión sobre asuntos triviales..., cualquier excusa era buena. El agresor había sido citado pero ni siquiera llegó a celebrarse un juicio de faltas, dado que Salvador Valera no interpuso denuncia. Era evidente que un episodio así sólo habría de considerarse en la hipótesis de que existiese algún indicio de muerte violenta. Comenzaba a reprocharse el haberse dejado tentar por Antonio y haberse embarcado en una aventura para la que estaba absolutamente falto de preparación.
Por pura casualidad tuvo conocimiento de otro hecho hasta cierto punto chocante. El martes, al girar en el extremo de una callejuela de la parte vieja, calculó mal la distancia, rompiendo con las defensas delanteras de su Volvo el piloto trasero izquierdo de una furgoneta allí aparcada, demasiado próxima a la intersección de dos calles.
Cuando preguntó por su dueño para proporcionarle los datos de su seguro, le dijeron que había pertenecido a Valera. El vehículo no había sido retirado de allí tras su muerte, lo que hacía suponer que el difunto debió llegar a pie al paraje donde fue hallado. Francisco, uno de los municipales, le confirmó este extremo: la furgoneta estaba en ese mismo lugar cuando encontraron el cuerpo. Pero entonces, ¿qué hacía a tanta distancia del pueblo? ¿Era lógico que caminase por aquel paraje? Procuró formular estas preguntas a los allegados, incrustándolas en el contexto de una conversación informal para sustraerles toda intencionalidad. El resultado fue concluyente: hacía esto con frecuencia, así que muchas personas creyeron ver como algo razonable que anduviera por aquel lugar, a pesar de no tener propiedades ni intereses en la zona del Puente. Se sabía que gustaba transitar los carriles desde hacía mucho tiempo, especialmente si se encontraba en estado de embriaguez, de modo que había sido visto en numerosas ocasiones, no importaba el frío o el calor, en las afueras del pueblo.
Aunque había sostenido con firmeza delante de su amigo la tesis de que el agua hallada en el tubo digestivo de ambos cuerpos nada demostraba, comenzaba a pensar que esa conclusión podría haber sido demasiado precipitada y que a lo mejor las cosas eran bien distintas.
Si era un agente tóxico el causante de las muertes, estaba meridianamente claro que el agua había jugado un papel determinante. La cuestión era cómo. Intuía que la ingestión de agua por los fallecidos debió de ser el resultado de un cuadro clínico muy brusco y violento, y que, simultáneamente, se convirtió —quizá por algún mecanismo reflejo— en la causa inmediata de las muertes. La sed actuó como mediador. Y aunque no del todo seguro, esta hipótesis apuntaba a que el agente tóxico también había sido ingerido. En cierto modo era una hipótesis endeble por sus propias conclusiones, pues parecía poco probable que dos adultos ingirieran un producto de origen desconocido. ¿Existía la posibilidad de que hubieran comido o bebido algo en apariencia comestible?
Para Castillo resultaba muy improbable, por una buena razón: la singularidad de los casos, el que hubieran sido sólo dos los afectados. De tratarse de una intoxicación por alimentos o bebidas o por algo que pudiera estar mezclado con ellos, era inexplicable que no se hubieran producido otros casos. Esto abría las puertas a otra suposición: que se tratase de un tóxico que actuase por contacto, con absorción rápida y completa a través de la piel. Pero ¿qué veneno era capaz de actuar así y de modo tan violento? No se le ocurría ninguno, no al menos uno de origen natural.
Entonces... ¿tendría razón Antonio?, ¿habría dado en el blanco cuando aventuraba la idea de un fenómeno de carácter secuencial, con intervalos de latencia en torno a los veinticinco años? Para dar crédito a esta posibilidad, era preciso admitir la existencia de un veneno completamente desconocido hasta la fecha, de una toxina o agente similar (tal vez un alcaloide) que se activase y desactivase por la conjunción de un número indeterminado de factores, presumiblemente atmosféricos en su mayoría. ¿Cómo si no explicar el aislamiento de los brotes entre sí?
Pero era una teoría difícilmente demostrable, especialmente sin unas pruebas toxicológicas hechas en su momento.
La idea de comparar tal laberinto de confusas entradas y engañosas salidas con el trabajo de hallar una aguja en un pajar le resultaba tentadora por apropiada a los hechos. Castillo creía, sin embargo, que la aguja perdida termina por encontrarse. Porque se sabe dónde buscarla. Se tiene la certeza de que está allí. Una cuestión de paciencia. Y constancia.
—Vamos mal. Se ha pasado en el cruce.
La ronca voz del guarda, barnizada de tabaco y brandy, le hizo regresar al tiempo real. Efectivamente, había seguido recto en vez de torcer hacia la derecha. En ese lugar no podía dar la vuelta, pues la carretera además de ser estrecha carecía de arcenes.
El Volvo se apartó de la calzada a unos cincuenta metros del acceso a la acequia. Castillo se adelantó en dirección al sifón.
—¿No me preguntó por las compuertas? —dijo Roper con una mueca de disgusto. Se había quedado junto al coche, pero se movía en un espacio muy corto, nerviosamente, como un preso recién recluido en una estrecha celda. La cara le había mudado de color. Era de naturaleza sugestionable y experimentaba un pánico cerval respecto a tres cosas en concreto: los muertos, los bizcos y los gatos negros—. Es que las compuertas están allí —señaló con la mano—. Vamos.
El médico sonrió. Ignoraba que el guarda fuese tan supersticioso.
—¿Le pasa algo, Domingo?
Roper avanzó unos pasos hasta donde estaba él, aún indeciso, hurgándose en el bolsillo en busca de un Ducados. Tenía la cabeza inclinada. La rueda dentada de su mechero chasqueaba sobre la piedra, pero el viento apagaba la llama pues el temblor de sus manos le impedía protegerla.
—No me gustan los difuntos...—titubeó—.Traen mala suerte.
—Me hago cargo —asintió Ramón Castillo.
Los ojos de Roper se redondearon repentinamente, como presa de un convencimiento repentino, como si toda su confusión y miedos se hubieran visto sofocados de pronto por una claridad reveladora, y entonces la expresión de su rostro mudó en pocos segundos desde el temor a la resignación.
—Por eso hemos venido aquí. ¿No, don Ramón?... ¡Es por lo de Picogordo!
—Sí. Pero será sólo un momento —aseguró Castillo.
Roper estaba angustiado.
—¿Qué pasa?
—No pasa nada, hombre —respondió con rapidez el médico—.
Esto es cosa mía, no de la justicia.
El bueno de Roper consiguió encender un cigarrillo.
—Ya —murmuró.
—Las acequias como ésta, ¿llevan siempre agua durante la temporada de riegos? —inquirió el médico, cambiando de tercio, decidido a dar un poco de tiempo al guarda para que se tranquilizase.
—Hay días que sí y días que no. Depende de los sectores que tengan que regarse.
—¿Y usted recuerda esos días?
—Se puede buscar —admitió Roper—. Los tengo apuntados en mi libreta, ¿ve? —Sacó un pequeño bloc de uno de los bolsillos traseros de sus tejanos—. Aquí están las fechas, desde el uno de julio, los sectores y el nombre de los regantes que había que avisar cada día.
El uso y el descuido habían roído considerablemente las tapas de cartón azul de la libreta. Castillo echó una ojeada al galimatías de cada una de sus hojas cuadriculadas y, enseguida, la devolvió a su dueño.
Mientras desentrañaba para el médico el mapa de cifras, nombres propios y frases en direcciones inverosímiles que se sucedían en todas las páginas, Roper esbozó una leve sonrisa, durante una fracción de segundo nada más, pero una sonrisa, sí, al fin y al cabo.
—El sifón se queda sin agua... a ver —consultó la libreta—, sí, tres veces durante los riegos... Cuando se corta en el canal de Las Puntas.
El resto del tiempo no le falta.
—Eso quiere decir que estas tres acequias —dijo Castillo, señalando con la mano el trío de conducciones que nacían del cilíndrico armatoste de cemento— suelen estar llenas...
—Bueno, al mismo tiempo no.
—¿Ah, no?
—Para cada una de ellas hay una compuerta —explicó el guarda, rodeando su circunferencia—, ¿lo ve?
Había, efectivamente, una compuerta en la dirección de cada acequia. Y, en la base, un pilón de cemento. Las compuertas tenían un asa en su parte superior, para manejarlas. Eran de hierro fundido o chapa, y una varilla dentada que sobresalía por detrás hacía las veces de tope, regulando la apertura y el caudal de agua elegido.
Castillo manipuló la compuerta sur del sifón, que era la que alimentaba la acequia donde se encontró a Picogordo. Su peso era considerable.
—¡Cuesta trabajo, eh!
—Sí que pesa —bufó el médico.
—Eso no es nada —aseguró Roper—. ¡Si viera cuando lleva agua!
—Haga el favor de comprobar las fechas, Domingo. Me refiero al mes de septiembre.
Los ojos de Castillo se desbordaron de lágrimas y sintió un picor intenso en la nariz que le hizo estornudar, cuando miró por descuido hacia el sol. En ese instante bandadas de gorriones se abalanzaban con gran bullicio sobre las tierras yermas del este del canal.
—¿Qué hay que comprobar?
—Pues cuándo fue abierta.
Roper ojeó la libreta, nuevamente.
—A ver... Ésta el día siete, y otra vez el diecinueve y el treinta.
—¿Seguro? ¿Seguro que fue el siete? —insistió Castillo.
—Sí... Mire, aquí tengo apuntados los nombres de los regantes que tuve que avisar el seis. Y son los de este dominio —dijo el guarda extendiendo la mano para señalar las tierras que se extendían al sur.
—¿No se habrá confundido con las otras?
—No. Esta acequia es la primera que riega de las tres —aseguró Roper—. Siempre.
—¿Se acuerda de la hora?... Me refiero a la hora en que levantó la compuerta para dar la tanda —precisó el médico, sintiendo sus últimas palabras ahogadas por un estruendo repentino que sacudió las cercanías del camino. Era un ruido de caída, de choque, que identificaron en el acto, pese a originarse al otro lado del canal, tras sus muros, que ocultaban como las grandes cortinas de un escenario al causante.
Reconocieron el peculiar sonido que hace una pala al descargar piedras de gran peso desde cierta altura.
—Eso está más difícil —admitió Domingo mientras se rascaba la cara con unas uñas ribeteadas de negro—. Por la mañana, me creo...
¡No! Espere... ¡Fue a mediodía! ¡Seguro! —vociferó en un puro aspaviento de cabeza y brazos—. Me acuerdo porque me peleé con El Sopa, ya sabe usted, José El Sopa, el de la Pascuala, el que vive al lado de la iglesia. Y fue aquí. ¡Je, je!—rió con sarcasmo—. Vino a buscarme para quejárseme de que no le había avisado con tiempo.
Pese a la confidencia cargada de reproche de Roper, nada tenía que opinar Castillo sobre el carácter de El Sopa. A cambio de mantenerse al margen de esa disputa, como única seña de complicidad, dulcificó su voz.
—¿Y el sifón estaba seco?
—¿Cómo seco? No entiendo...
—Quiero decir que si tenía agua cuando tiró de la compuerta —aclaró Castillo, ladeando la cabeza.
—No tenía, no. Yo le digo cómo se hace. —Roper se colocó en posición de ejecutar una demostración manual—. Primero levanto esta compuerta —dijo, señalando la central—, y luego me voy a las de regulación del canal, que están allí, para abrir. Así, cuando el agua llega por esta canaleta al sifón, no rebosa.
Castillo seguía con la vista su trayectoria. La canaleta elevada salvaba el desnivel del talud derecho del carril y desembocaba en el borde superior del sifón, tras recorrer un centenar de metros, aproximadamente. Con el caudal que aportaba, el sifón habría de llenarse forzosamente en pocos segundos, si tenía las compuertas cerradas.
—Bueno, vamos.
Roper se quitó la gorra y la sacudió contra el pantalón, antes de iniciar el camino de regreso al coche.
—Había gente que no lo quería —sentenció.
De vuelta a Portas, casi no se dirigieron la palabra, excepto para comentar el alcance de la sequía que ya había dejado suficientes marcas de sus áridas garras sobre los campos. Muchas parcelas no se habían cultivado el último verano y el rastrojo abundaba a aquellas alturas del año. Aparte de unos pocos litros de lluvia caídos a primeros de septiembre y algo menos en octubre, el otoño estaba resultando seco en extremo.
—El campo está abandonado —filosofó Roper—. No merece la pena sembrar nada: no se costea.
—Ya.
Castillo aparcó el Volvo frente al ciclomotor del guarda. Eran más de las seis.
—El problema —prosiguió el guarda, con medio cuerpo ya fuera del coche— es el agua.
—Es verdad —admitió el médico—, el problema es el agua.
24 de Octubre
Es curioso lo elemental que resulta la vida para algunas personas. La de Tomás... se ha reducido ya a tres únicas actividades (o esperanzas): comer, fumar y follar. Sospecho que ni siquiera duerme; no al menos como yo entiendo el sueño. En cuanto a lo que él llama pudorosamente «estar con la mujer», en apariencia es más una obsesión que una realidad. De hecho, sus visitas a mi consulta de un tiempo a esta parte se resumen en un circunloquio con el que trata de sugerirme el padecimiento de una creciente impotencia sin necesidad de mencionarla directamente. Luego, se dedica a hacer como que no me escucha cuando le animo a dejar el tabaco, elude responderme mientras aborda otras cuestiones que hacen referencia a la tos que no le deja dormir o a un dolor de estómago que ahora, con el otoño, responde mal al tratamiento. Creo que en cierto modo le envidio, envidio la simpleza de sus objetivos en la vida y la falta de remordimientos por sus malos hábitos. Pero también creo que me utiliza, que no soy más que un mero instrumento para sus propios fines.
Tomás es uno de mis «leales». Uno entre los doce o dieciséis que raramente pasan una semana entera sin verme en consulta. Y aunque imagino que todos los médicos rurales tenemos pacientes como él, no dejo de pensar que en nada se parece el atenderle a lo que en la facultad aprendí que era un acto médico.
Durante el desayuno, he visto a Marta. Entró justo cuando José María se reía a carcajadas a mi lado de alguna de sus muchas simplezas (parece mentira que Carmen y Susana se tronchen con él; no sé dónde le ven la gracia, pero supongo que si fuese un adefesio no le harían ni puto caso). Nos saludó, bastante cordialmente por cierto, pero luego se dirigió a la barra. Me siento un poco molesto aún por lo del domingo pasado. Es la primera vez que yo recuerde que la veo ponerse así. Con su enfado, me hizo parecer culpable por haber tenido la ocurrencia de presentarme allí. Y no me gustaría que creyese que he estado dándole alas a Antonio, porque a ella parece disgustarle y mucho que se ponga a remover en toda esa historia que vivió en su infancia. Tengo la impresión de que han debido de discutir a menudo por esa causa.
Probablemente Antonio está más que obsesionado con aquel recuerdo de su infancia.