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Sólo lo que se pierde
es adquirido para siempre.
Henrik J. Ibsen
Castillo se asomó a la ventana de su estudio
cuando el sol estaba despidiendo el día. Los rayos más rezagados
incidían tangencialmente sobre el barniz agrietado del marco,
proyectando las sombras de las ramas y hojas del arce. El viento
les proporcionaba una apariencia de vida que a menudo parecía
hipnotizarle.
Vivía en la parte baja de Portas, al pie de
la carretera comarcal, en una barriada relativamente moderna y sin
demasiado orden urbanístico. Era una zona de gente modesta pero,
curiosamente, la más soleada del pueblo. Le gustaba el sitio y
alquiló la casa en el acto cuando le fue ofrecida. La edificación
tenía unos cuantos años a la espalda pero carecía de solera: tejado
a dos aguas, fachada relativamente estrecha y anodina pintada de un
ocre obscenamente satinado, con feas molduras y adornos en color
teja; sin balcones, y vivienda en dos plantas. La inferior poseía
tres piezas suficientemente amplias, además de cuarto de baño. La
cocina, de estilo americano, formaba un todo con el salón. Dada la
distribución y el espacio, había optado por ocupar básicamente la
planta inferior, aunque en la superior había reservado una
habitación para estudio. Se trajo un escritorio, adquirido en
anticuario; era una mesa preciosa fabricada en palma de caoba, de
entre mil novecientos y mil novecientos veinte, según calculaba el
vendedor, recientemente restaurada y acabada con barniz a
muñequilla de excelente factura. Cuatro años atrás,
aproximadamente, se había aficionado a las antigüedades, tras
pararse por casualidad frente al escaparate de una tienda de
Málaga, llamada El Trianón.
Desde entonces se había gastado mucho dinero
comprando muebles pequeños, cuadros y algunos objetos de adorno.
Solía tener en cuenta el tamaño, antes de decidir la compra, que, a
ser posible, no fuese tan grande y pesado que no pudiese
transportarlo en el asiento trasero de su coche, por su manía de no
perderlo de vista una vez abonado el importe. Pensar que los
transportistas pudiesen dañarlo, le causaba una indescriptible
ansiedad. Y se decía a sí mismo lo absurdo que resultaba embarcarse
en cosas que teóricamente eran para su deleite, cuando tanto le
hacían sufrir. Porque a veces tenía que arriesgar, si algo de mayor
tamaño, como aquella mesa, le cautivaba. Su madre le decía que
tenía gustos de solterón viejo y, al hilo de eso, que no entendía
cómo no se había «buscado» ya una «buena mujer» para casarse y
«sentar la cabeza»; y además, que el dinero le quemaba en las
manos, que era incapaz de ahorrar una peseta y, aunque en esencia
tenía razón, él se defendía argumentando que comprar antigüedades
era como invertir en «ladrillo», pues se revalorizaban tanto o más
que los pisos ubicados en las mejores zonas de una ciudad como
Málaga. El día en que ella supo que se había comprado dos
pedestales «preciosos» fabricados en madera de palosanto, se mostró
todavía más severa. «Nunca vas a casarte», dictaminó. El mueble más
grande que había adquirido hasta la fecha era esa mesa, de la que
se había enamorado nada más verla.
Tanta adoración sentía por ella que le había
prohibido a la mujer de la limpieza pasarle el trapo y, aún más
estrictamente, aplicarle cualquier producto abrillantador. En la
tienda, le habían advertido encarecidamente acerca de los riesgos
de los spray y otros líquidos «para aplicar en muebles delicados»,
pues solían manchar el barniz. Se había agenciado incluso, después
de una minuciosa búsqueda, una bayeta «especial». Disfrutaba
quitándole personalmente el polvo; era una sensación placentera
indescriptible contemplar ese inmaculado brillo y esa marcada
ondulación de las vetas, de tonos entre rubio y rojizo,
particularmente hermosos en toda la extensión del tablero. Además,
le entusiasmaba su perfume, una gloriosa combinación de aromas a
alcanfor y a barnices. A veces se sorprendía mirando embobado su
mesa durante unos minutos. Disfrutaba tanto de mirarla y olerla
que, considerándolo de modo desapasionado, se sentía un poco
ridículo por tener ese comportamiento, equiparable al de una
adicción. Disfrutaba aproximadamente lo mismo que al escuchar un
estándar de jazz, como Jim, o I Love Porgy en la voz de Billie
Hollyday, o a Springsteen, interpretando Jungleland, la mejor de
las canciones incluidas en Born To Run. Lo que era, si se paraba a
meditarlo, un acto sacrílego.
Aunque la casa le fue alquilada con muebles,
también había adquirido un sillón orejero. El sofá del que disponía
el salón se hundía y la tapicería resbalaba. Necesitaba uno
especial, uno que se adaptara a sus sesiones de escucha, mullido y
firme. Le costó recorrer varias tiendas de Úbeda, durante toda la
mañana de un sábado, hasta encontrarlo.
Y gastarse noventa y cinco mil pesetas. Lo
situó como le habían recomendado: enfrente de los altavoces,
formando con ellos un triángulo equilátero. Entremedias de las
pantallas JBL, tenía un viejo amplificador a válvulas de McIntosh,
un giradiscos Denon y un lector de CD de la misma marca. Había
retirado la librería del testero para organizar mejor el equipo de
música y los discos, que terminaba amontonando de cualquier forma,
junto al mueble metálico, propiciando que acumularan polvo y pelusa
en pocas semanas. Cuando se cansaba de verlos así, descuidados y en
desorden, algo que ocurría a intervalos de tres semanas, y
eventualmente, tras dedicar una tarde a audiciones en compañía de
Manolo Alcaine, les quitaba el polvo y la suciedad, uno por uno, y
volvía a colocarlos en sus estantes.
En general, el interior de la vivienda se
conservaba en buen estado e incluso disponía de un patio de
aceptables dimensiones. La típica casa construida para ser
alquilada a maestros y profesores, gentes de paso amparados por una
nómina segura que les permite hacer frente a cada mensualidad sin
ninguna incertidumbre para el dueño.
Desde su ventana orientada al sur divisaba
un grupo aislado de viviendas y los campos de labor que rodeaban el
pueblo. No podía ver la carretera, que lamía el costado de su casa
después de describir una corta espiral al entrar en la población.
Los niños se agrupaban a su izquierda en un improvisado campo de
fútbol cercado por almendros, provocando pequeñas estampidas que se
saldaban con una nube de polvo. El eco estridente y confuso de su
griterío traspasaba holgadamente los cristales. Y por los carriles
de la comunidad de regantes veía desfilar la maquinaria agrícola,
ya de regreso.
Mirar el paisaje le servía para abstraerse,
para pensar. Y sentía una tristeza sin cuerpo y sin ojos... y algo
más dando vueltas dentro de su vientre. Durante la irrupción del
otoño, solía tener malos presagios que a veces se le anudaban en el
pecho como una serpiente constrictora.
Por algún motivo indefinido, percibía un
poso de inquietud ensuciándole el alma. Pero también estaba, medio
oculta entre mensajes sin descifrar, la imagen ya borrosa de
Elena.
Bueno, era cierto. Tenía que reconocer que
no se había acostumbrado del todo a aquel alejamiento de Elena
(había transcurrido dieciocho meses desde su marcha a Huelva, sin
que se hubieran adquirido compromisos recíprocos, previos a la
separación), que él comenzaba a juzgar como definitivo. Pero, a
pesar de echarla de menos, ya iba experimentando —con cierta
vergüenza y desánimo interiores— un paulatino y cada vez más
perceptible y nítido sentimiento de alivio, quizá impuesto por las
debilidades de su carácter, de su miedo a la lealtad, de su pánico
a asumir riesgos. En realidad, se hallaba en una pequeña
encrucijada, confundido por sentimientos y alternativas
contrapuestas, sin poder decidir qué dirección tomar. Lo que sí
sabía era que su tendencia a dejarse
llevar marcaría el rumbo en su relación con Elena y en otros
aspectos de su vida.
Los pensamientos acerca de Elena no eran los
únicos que alimentaban su congoja. Ver a los niños jugando le
recordaba invariablemente su infancia. No podía explicárselo, pero
esos recuerdos le causaban melancolía, en lugar de la nostalgia que
cabe esperar en quien ha transitado por la niñez en compañía del
amor y de la protección paterna, ajeno al dolor, a la soledad o al
abandono. Aquella calle mojada, con los viejos edificios
acolmenados a ambos lados, invadida por el humo de las estufas de
carbón; el sonido de los motocarros destartalados; el penetrante
olor a achicoria tostada. E, incluso, las canciones de la radio, la
vieja melodía del Cola Cao o las sintonías de los seriales
radiofónicos. A veces dudaba de su autenticidad: intuía que bien
podrían ser fragmentos de viejas pesadillas infantiles, demasiado
vívidas, y algo más renuentes a disiparse que las fantasías de un
niño, ya agotadas en el siguiente escalón de la vida.
La última canción del «After the gold rush»
de Neil Young sonaba en el lector de compactos en el instante en el
que el sol desaparecía de la ventana, engullido por los picos más
elevados de Sierra Ancha. Era curioso lo que Antonio le había
contado por la mañana. La historia en sí misma resultaba
francamente intrigante. Su amigo le había sorprendido: no pensaba
que tuviera esa imaginación. O, tal vez, lo que ocurría era que
aquella visión que tuvo le había trastornado de tal manera que
había crecido en todo lo demás, excepto en su percepción de esos
hechos, que seguía siendo la de un muchacho. Sea como fuere, se
había dado perfecta cuenta por aquel episodio que nunca se conoce
suficientemente a la gente que uno cree conocer. Con su conducta
aquella mañana, Ladrón de Guevara había desmoronado en parte la
imagen que tenía de él. De pronto, había desaparecido el modelo de
sentido común que admiraba y se había mostrado el rostro
excesivamente vulnerable de una persona agobiada por los recuerdos.
Aunque, ¿no estaba siendo demasiado severo? ¿Acaso era más fuerte
que su amigo?
¿No se hallaba igualmente condicionado por
sus propios recuerdos?
¿Por qué exigía de Antonio lo que él no
podía ofrecer?
La música había cesado. Le vino a la memoria
una conversación mantenida hacía no mucho tiempo con Ladrón de
Guevara. «La perfección —había dicho Antonio— es un don natural y
único, Ramón.
No está al alcance de la voluntad ni puede
ser fruto del aprendizaje de una generación. Pero también es
parcial y determinada. Uno de los mayores errores de la
civilización occidental es creer en la perfección total como si
ésta fuera la respuesta a un dilema y no una simple abstracción.
Fíjate en los animales. Cada uno de ellos es perfecto en una faceta
y mediocre, cuando no inútil, en el resto. El hombre cree que el
fin último de su existencia es ser mejor en todo, ser superior a
todo lo creado. Y no percibe que esa búsqueda le conduce de modo
natural hacia la especialización, abotargando muchas de sus
virtudes medias, y, lo que es peor, haciendo aflorar muchas de sus
brutalidades». Durante unos segundos no supo qué decir. Luego,
reflexivamente, observó: «Estoy de acuerdo en proteger al débil,
pero no debemos estimularlo a que lo sea». Antonio había replicado,
tajante: «Estoy defendiendo el orden natural de la Creación que los
hombres se empeñan en subvertir por una simple cuestión de orgullo.
La realidad, Ramón, es mucho más prosaica que el espejismo de
nuestras emociones».
En cierto modo, pensó, la actitud de Ladrón
de Guevara aquella mañana había sido coherente con su pensamiento.
Se había mostrado débil porque así se sentía, y no tenía por qué
ocultarlo a los ojos de nadie, incluyendo a su mejor amigo. Alguien
que no busca calculadamente la admiración ajena, que no lucha por
ocultar las numerosas grietas de su carácter, le parecía más
admirable todavía.
Él, en cambio, que despreciaba la debilidad,
sentía una gran necesidad de admiración. Se preguntó si no era más
débil que aquellos a quienes despreciaba.
Había algo más que daba vueltas a su cabeza,
pero no sabía exactamente qué. Se dejó caer en el sillón, agotado
por sus pensamientos, y se esforzó, con los ojos cerrados, en
recordar el relato de su amigo.
Aunque la relación que Antonio trataba de
establecer le parecía pura y llanamente un disparate que no
soportaba un análisis racional, tenía que reconocer que, contra su
voluntad, le había invadido una suerte de angustia, una sensación
rara e indescriptible que no podía contener ni rodear con las
barreras de su sentido común. Lo mismo que la premonición de una
tragedia.
Volvió a poner el disco desde el principio y
miró su reloj: las diecinueve cuarenta. La oscuridad entraba a
bocanadas por la ventana. Y, entonces, ocurrió algo extraño. La
visión del reloj, o, mejor dicho, del reloj sobre la muñeca, trajo
una idea fugaz a su mente. Desconectó la música y marcó un número
de teléfono.
—Dígame —susurró una voz femenina al otro
lado de la línea.
—Buenas tardes. ¿Don Martín Párrizas, por
favor?
—¿De parte de quién?
—¡Ah!, eres tú, Concha. Perdona, no te había
conocido —dijo con jovialidad. Intentaba parecer cordial, aunque le
incomodaba extenderse en más palabras de las necesarias—. Soy Ramón
¿Puedes decirle a Martín que se ponga al teléfono, por favor? Tengo
que preguntarle una cosa.
La mujer no correspondió a tanta locuacidad
y únicamente le solicitó que esperase un momento. Al cabo de unos
segundos, la voz de Martín interrumpió la incómoda tensión de su
espera.
—Sí, dime.
La aspereza de su tono hizo que Castillo se
replantease por un instante continuar con la conversación. Se
preguntó si merecía la pena pedir la colaboración de una persona
que nunca le había mostrado el menor aprecio, sin motivo aparente.
Los absurdos celos profesionales de Martín habían dilapidado, aun
antes de comenzar, una relación que, de otro modo, hubiera sido
provechosa para ambos. Pero Martín siempre desconfiaba de todo
aquel a quien creía capaz de hacerle sombra.
A punto estuvo de pedir disculpas con
cualquier pretexto y colgar el teléfono pero, finalmente, pudo más
su curiosidad, repentinamente despertada por su propio reloj, que
el orgullo, y decidió seguir adelante, no sin antes insuflar una
considerable cantidad de aire en los pulmones.
—Hola, Martín. Perdona que te moleste...
Verás, es que voy a empezar —mintió— un estudio de prevalencia de
muerte súbita en la zona para hacer una publicación y necesito
recopilar datos de diversa índole, algunos de los cuales es posible
que no se encuentren en los certificados de defunción ni en los
informes de las autopsias o en las actas de los levantamientos... Y
como a ti te tocó actuar en el levantamiento de Ángel Mañas, he
pensado que podrías ampliarme algún que otro aspecto.
Hubo una breve pausa: Martín desconfiaba.
Con todo, parecía estar sopesando la conveniencia de ayudar a su
compañero.
—¿Qué es lo que quieres saber? —dijo sin
emoción alguna.
—Me interesa especialmente la posición del
cuerpo...
—Eso sí está descrito en el informe —le
interrumpió con sequedad Martín.
Castillo ya se había armado de paciencia así
que no acusó el golpe.
—Tienes razón —admitió en tono conciliador—,
aunque me gustaría que me aclarases algunas cosas. Al referirme a
la posición, quiero decir cómo yacía el cuerpo visto en su
totalidad, pero también desde el punto de vista de la división del
mismo a partir de un esquema de zonas. Me explico: posiblemente, en
un acta se indique si está en decúbito prono, supino o lateral, y,
todo lo más, se haga una mención a la posición exacta de la cabeza
respecto del tronco, pero puede faltar una descripción de la
relación de brazos, manos y piernas con el tronco, a no ser que
haya una actitud paradójica de los miembros como ocurre, digamos,
en las fracturas —hizo una pausa para comprobar si, como imaginaba,
los tecnicismos habían abrumado a Martín. Efectivamente, no hubo
ningún comentario de éste—. Por ejemplo —prosiguió—, la cabeza:
¿estaba lateralizada o perpendicular al suelo?
—Lateralizada, creo recordar que hacia la
izquierda.
—¿Era decúbito prono, no? —dijo Castillo,
sumergido en la incertidumbre de ignorar si realmente Martín sabría
de qué le estaba hablando.
—Sí —respondió lacónico Martín.
—Me imagino que los brazos estarían en
extensión o bajo el cuerpo.
Las palabras habían sido elegidas
cuidadosamente y dichas en tono despreocupado.
—No. Los brazos estaban abducidos con...
—dudó un instante, como si estuviera rememorando la foto fija del
cadáver— sí, sí con las palmas vueltas hacia atrás. Pero, ¿qué
interés tiene todo eso para el estudio?
Castillo estaba preparado para responder a
una pregunta de esa naturaleza.
—Es para elegir las variables, que muy bien
pudieran ser aspectos como los que estamos considerando: posición
del cuerpo, de la cabeza, de los brazos, etcétera... He estado
leyendo un trabajo similar y creo que hay un error en la elección
de las variables que yo espero no cometer.
Párrizas no dijo una palabra. A pesar de sus
inventos metodológicos, Castillo se imaginaba a salvo de una
curiosidad investigadora de Martín, pues su falta de conocimiento
sobre la materia haría que una incursión en la misma le resultase
notablemente resbaladiza. Y lo último que Martín deseaba era hacer
el ridículo delante de su compañero.
—Otra cosa —prosiguió Castillo, animado ante
el éxito de sus argumentos—, ¿recuerdas si el lugar exacto donde se
hallaba el cuerpo era terreno llano, o existía alguna
inclinación?
—Había inclinación —respondió impaciente
Martín—. Pero a mí me parece que estas cosas no son para hablarlas
por teléfono. Si estás interesado en más detalles, te espero en
casa.
Ese era el medio preferido por Martín
Párrizas para humillar a la gente: obligarla a ir a su terreno.
Curioso procedimiento, tantas veces fallido, pensó Castillo, que
deja en evidencia su mezquindad, pues muchos de los presumiblemente
humillados ni siquiera perciben sus intenciones.
—No quisiera molestarte —objetó.
—No es ninguna molestia. Precisamente ahora
había terminado de ordenar unos papeles y ya no pensaba
salir.
Cuando Castillo dejó la casa de Párrizas era
noche cerrada y hacía frío.
Agradeció la cazadora que llevaba encima de
los hombros, pues aunque el trayecto hacia donde estaba aparcado el
coche no superaba los cincuenta metros, el viento había hecho
descender con brusquedad la temperatura. Si alguien hubiese
despertado de un prolongado coma en aquella noche, pensó, habría
sido muy fácil hacerle creer que era bien entrado el invierno, en
lugar del tímido avance de un otoño que se estaba comportando de
modo inclemente.
Miró el reloj antes de arrancar su Volvo
240. Tenía pensado acercarse a la biblioteca municipal para retirar
«La conjura de los necios», de John Kennedy Toole, pero decidió
posponer su visita a mejor ocasión, pues eran casi las nueve menos
diez y solía cerrar a las nueve. A la bibliotecaria le disgustaba
especialmente buscar algún volumen instantes antes de cerrar.
Finalmente optó por regresar directamente a
casa e intentar poner en orden todo lo que le bullía en la cabeza.
Tardó menos de tres minutos en tener el coche aparcado en la
puerta. Ya no vio niños jugando en el campo de fútbol que tenía
enfrente. No estaba iluminado. Unos cuantos jóvenes reían
ruidosamente, sentados en un banco de piedra próximo. Les envió un
tímido saludo y entró en casa.
Siempre que volvía entrada la noche la
soledad le pellizcaba el estómago como si se tratase de una pinza
quirúrgica. Bastaba el giro de la llave sobre la cerradura para que
le invadiera una sensación de frío que incluso podía ver con sus
propios ojos, un frío que se le anudaba a las mandíbulas y le
molestaba al respirar. Pero ahora no tenía tiempo de pensar en su
soledad. Se sentía excitado, como si estuviera en la antesala de un
examen importante. Porque ahora comprendía cuál era el motivo de la
inquietud que aquella mañana había ido creciendo en su interior, a
medida que Antonio iba desgranando los pormenores de su historia;
de por qué una malsana confusión vagaba por su raciocinio desde que
su amigo le había pedido que confrontase los hechos pasados con los
actuales. La visita a la casa de Martín había resultado finalmente
superflua: lo que necesitaba saber ya se lo había dicho por
teléfono, aunque prefirió no rechazar la invitación para dar visos
de autenticidad a su pretexto. Y no era que Antonio le hubiese
convencido de la existencia de un vínculo entre ambos episodios,
no.
Lo que había ocurrido era que el relato de
su amigo hizo aflorar, fortuitamente, una anomalía en el reconocimiento inicial del pobre
Picogordo, que había permanecido oculta en algún lugar de su
cerebro; de un detalle completamente incongruente con la atribución
causal que la autopsia había determinado y con las conclusiones del
propio levantamiento. Algo que le fue imposible advertir en un
principio pero que, al mirarse la muñeca en busca de la hora
aquella tarde, se reveló con absoluta nitidez ante sus ojos. Porque
se trataba de una imagen anteriormente grabada en su memoria.
Se preparó, todavía preso de una cierta
agitación, una cena ligera, y se quitó la ropa. Aquella noche no
esperaba a nadie y prefirió ponerse pronto el pijama para leer
durante un rato. Pero comenzó a ver en la diagonal de sus
pensamientos, entremezclándose con los recuerdos del día ya
extinguido, el cuerpo de Picogordo, tendido sobre la acequia,
deformado por la descomposición, y hasta percibió la fétida brisa
que envolvía el lugar. Pudo sentir, nuevamente, la misma náusea
emboscada en el estómago y el mismo deseo de volver el rostro y
escapar.
Conectó el televisor para tenerlo de ruido
de fondo. Tenía que reconocer que acompañaba mucho ¿Qué otra cosa
podía ser sino una nueva risotada sarcástica de su buena suerte? A él, que siempre había detestado la
práctica forense, le habían elegido las circunstancias para
desmenuzar sobre unos cuerpos corrompidos algunas contradicciones
que desafiaban la lógica más elemental. Cuando creía enterrado para
siempre, sin vestigios de heroicidad ni segundas oportunidades,
aquel episodio sombrío.
Respiró hondo y cerró el libro que
no estaba leyendo. Se dijo que ahora era
muy distinto. La violencia que tanto le aterraba estaba ausente en
esas muertes que, no obstante, le traían demasiados recuerdos
desagradables.
Sólo pudo conciliar el sueño cuando empezaba
a amanecer. El fuerte viento ululó a través de las chimeneas y
sacudió las persianas de la casa durante toda la noche.
Suerte que el día siguiente era sábado y no
tenía que acudir a trabajar.
17 de
Octubre
Hoy las noticias han
sido malas. El boletín mensual del Colegio de Médicos me ha dado a
conocer la muerte de Elías. Desconocía lo de su enfermedad, aunque
llevaba apartado del trabajo varios meses, según he sabido ahora.
Me acongoja mucho el pensamiento de no haber podido visitarle,
llamarle al menos.
Siento que él no lo
hiciera, pero ¿realmente puede esperarse eso de alguien que ve
próximo su fin? Mi vacío es más grande por haber estado
ausente.
Decido salir a la calle
cuando la oscuridad confunde las tonalidades, agrisándolas. En el
supermercado la sigo discretamente con la vista, huidiza y
nerviosa. Carmen me visita a menudo, con una preocupación
recurrente: sospecha que la gente la evita por su mal aliento. Un
círculo de silencio a su alrededor, la soledad en la que vive, es
lo único que puede alimentar esa absurda idea suya. Vive angustiada
cualquier «contacto» humano, sintiendo que vuelven la cabeza, que
se apartan. Entonces, en el clímax de su confesión, me suplica que
le confirme si en realidad «huele», o son imaginaciones suyas, y se
me acerca a echarme el aliento. Sinceramente, no sufre de
halitosis, pero de nada sirve que me esfuerce en
asegurárselo.
Al girar en la esquina
de la Caja de Ahorros, estoy a punto de llevarme por delante a
Matías El Ciego que, fiel a su costumbre,
se encuentra en plena calzada, a un par de palmos del borde de la
acera. Allí, estático, adelantando ligeramente el bastón con su
derecha, se hurga frenéticamente la nariz con los dedos de su mano
izquierda y fabrica pelotillas sin parar. Nunca se le ha visto
hacer otra cosa, por lo que uno es dado a imaginar que su almacén
de mocos es de carácter excepcional y único.
Encuentro a Susana en
la rotonda de la fuente. Trabaja en Portas desde hace unos cinco
meses: es la enfermera que cubre la baja de Bernardo. Camina
deprisa, como si se le hiciera tarde. No tengo nada especial que
hacer y, por supuesto, me ofrezco a llevarla. Debe recoger unas
fotos que se hizo junto a unos amigos el fin de semana anterior, me
explica, y acepta mi ayuda pues teme que le cierren el comercio.
Ella siente la misma ansiedad que el resto de las mujeres, igual
impaciencia que experimentan todas por comprobar de qué modo se las
retrata.
Nos llevamos bien,
tenemos cierta confianza, así que durante el trayecto que hay hasta
el estudio me asegura que está decidida a no quedárselas si no son
de buena calidad (el fotógrafo tiene fama de cobrar bastante caro
su trabajo).
Mientras la espero en
el interior del coche, reflexiono sobre la naturaleza femenina y
creo saber que no es exactamente como me ha dicho, intuyo que al
final pagará el precio que le pida, a condición de que «ella» salga
favorecida en un porcentaje elevado de las instantáneas. La calidad
de la impresión se convierte en una mera excusa, útil para
rechazarlas, si viniera el caso.
Cuando nos despedimos,
repaso mentalmente los últimos acontecimientos.
Me he convertido en un
autómata: es la forma en cómo encadeno los pensamientos; eso es
algo que ya no controlo. Vuelvo a mi entrevista con Martín, pero no
puedo apartar lo emocional; me apeno por cómo se comporta, y entre
la niebla de mi tristeza se filtran sus palabras, las huellas que
van dejando, y se mezclan con las cosas dichas por Antonio: es como
una sinfonía confusa, turbia, pero no me atormenta.
Mañana espero salir de
dudas acerca de un par de cosas que me desconciertan.