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Sólo lo que se pierde es adquirido para siempre.
Henrik J. Ibsen
Castillo se asomó a la ventana de su estudio cuando el sol estaba despidiendo el día. Los rayos más rezagados incidían tangencialmente sobre el barniz agrietado del marco, proyectando las sombras de las ramas y hojas del arce. El viento les proporcionaba una apariencia de vida que a menudo parecía hipnotizarle.
Vivía en la parte baja de Portas, al pie de la carretera comarcal, en una barriada relativamente moderna y sin demasiado orden urbanístico. Era una zona de gente modesta pero, curiosamente, la más soleada del pueblo. Le gustaba el sitio y alquiló la casa en el acto cuando le fue ofrecida. La edificación tenía unos cuantos años a la espalda pero carecía de solera: tejado a dos aguas, fachada relativamente estrecha y anodina pintada de un ocre obscenamente satinado, con feas molduras y adornos en color teja; sin balcones, y vivienda en dos plantas. La inferior poseía tres piezas suficientemente amplias, además de cuarto de baño. La cocina, de estilo americano, formaba un todo con el salón. Dada la distribución y el espacio, había optado por ocupar básicamente la planta inferior, aunque en la superior había reservado una habitación para estudio. Se trajo un escritorio, adquirido en anticuario; era una mesa preciosa fabricada en palma de caoba, de entre mil novecientos y mil novecientos veinte, según calculaba el vendedor, recientemente restaurada y acabada con barniz a muñequilla de excelente factura. Cuatro años atrás, aproximadamente, se había aficionado a las antigüedades, tras pararse por casualidad frente al escaparate de una tienda de Málaga, llamada El Trianón.
Desde entonces se había gastado mucho dinero comprando muebles pequeños, cuadros y algunos objetos de adorno. Solía tener en cuenta el tamaño, antes de decidir la compra, que, a ser posible, no fuese tan grande y pesado que no pudiese transportarlo en el asiento trasero de su coche, por su manía de no perderlo de vista una vez abonado el importe. Pensar que los transportistas pudiesen dañarlo, le causaba una indescriptible ansiedad. Y se decía a sí mismo lo absurdo que resultaba embarcarse en cosas que teóricamente eran para su deleite, cuando tanto le hacían sufrir. Porque a veces tenía que arriesgar, si algo de mayor tamaño, como aquella mesa, le cautivaba. Su madre le decía que tenía gustos de solterón viejo y, al hilo de eso, que no entendía cómo no se había «buscado» ya una «buena mujer» para casarse y «sentar la cabeza»; y además, que el dinero le quemaba en las manos, que era incapaz de ahorrar una peseta y, aunque en esencia tenía razón, él se defendía argumentando que comprar antigüedades era como invertir en «ladrillo», pues se revalorizaban tanto o más que los pisos ubicados en las mejores zonas de una ciudad como Málaga. El día en que ella supo que se había comprado dos pedestales «preciosos» fabricados en madera de palosanto, se mostró todavía más severa. «Nunca vas a casarte», dictaminó. El mueble más grande que había adquirido hasta la fecha era esa mesa, de la que se había enamorado nada más verla.
Tanta adoración sentía por ella que le había prohibido a la mujer de la limpieza pasarle el trapo y, aún más estrictamente, aplicarle cualquier producto abrillantador. En la tienda, le habían advertido encarecidamente acerca de los riesgos de los spray y otros líquidos «para aplicar en muebles delicados», pues solían manchar el barniz. Se había agenciado incluso, después de una minuciosa búsqueda, una bayeta «especial». Disfrutaba quitándole personalmente el polvo; era una sensación placentera indescriptible contemplar ese inmaculado brillo y esa marcada ondulación de las vetas, de tonos entre rubio y rojizo, particularmente hermosos en toda la extensión del tablero. Además, le entusiasmaba su perfume, una gloriosa combinación de aromas a alcanfor y a barnices. A veces se sorprendía mirando embobado su mesa durante unos minutos. Disfrutaba tanto de mirarla y olerla que, considerándolo de modo desapasionado, se sentía un poco ridículo por tener ese comportamiento, equiparable al de una adicción. Disfrutaba aproximadamente lo mismo que al escuchar un estándar de jazz, como Jim, o I Love Porgy en la voz de Billie Hollyday, o a Springsteen, interpretando Jungleland, la mejor de las canciones incluidas en Born To Run. Lo que era, si se paraba a meditarlo, un acto sacrílego.
Aunque la casa le fue alquilada con muebles, también había adquirido un sillón orejero. El sofá del que disponía el salón se hundía y la tapicería resbalaba. Necesitaba uno especial, uno que se adaptara a sus sesiones de escucha, mullido y firme. Le costó recorrer varias tiendas de Úbeda, durante toda la mañana de un sábado, hasta encontrarlo.
Y gastarse noventa y cinco mil pesetas. Lo situó como le habían recomendado: enfrente de los altavoces, formando con ellos un triángulo equilátero. Entremedias de las pantallas JBL, tenía un viejo amplificador a válvulas de McIntosh, un giradiscos Denon y un lector de CD de la misma marca. Había retirado la librería del testero para organizar mejor el equipo de música y los discos, que terminaba amontonando de cualquier forma, junto al mueble metálico, propiciando que acumularan polvo y pelusa en pocas semanas. Cuando se cansaba de verlos así, descuidados y en desorden, algo que ocurría a intervalos de tres semanas, y eventualmente, tras dedicar una tarde a audiciones en compañía de Manolo Alcaine, les quitaba el polvo y la suciedad, uno por uno, y volvía a colocarlos en sus estantes.
En general, el interior de la vivienda se conservaba en buen estado e incluso disponía de un patio de aceptables dimensiones. La típica casa construida para ser alquilada a maestros y profesores, gentes de paso amparados por una nómina segura que les permite hacer frente a cada mensualidad sin ninguna incertidumbre para el dueño.
Desde su ventana orientada al sur divisaba un grupo aislado de viviendas y los campos de labor que rodeaban el pueblo. No podía ver la carretera, que lamía el costado de su casa después de describir una corta espiral al entrar en la población. Los niños se agrupaban a su izquierda en un improvisado campo de fútbol cercado por almendros, provocando pequeñas estampidas que se saldaban con una nube de polvo. El eco estridente y confuso de su griterío traspasaba holgadamente los cristales. Y por los carriles de la comunidad de regantes veía desfilar la maquinaria agrícola, ya de regreso.
Mirar el paisaje le servía para abstraerse, para pensar. Y sentía una tristeza sin cuerpo y sin ojos... y algo más dando vueltas dentro de su vientre. Durante la irrupción del otoño, solía tener malos presagios que a veces se le anudaban en el pecho como una serpiente constrictora.
Por algún motivo indefinido, percibía un poso de inquietud ensuciándole el alma. Pero también estaba, medio oculta entre mensajes sin descifrar, la imagen ya borrosa de Elena.
Bueno, era cierto. Tenía que reconocer que no se había acostumbrado del todo a aquel alejamiento de Elena (había transcurrido dieciocho meses desde su marcha a Huelva, sin que se hubieran adquirido compromisos recíprocos, previos a la separación), que él comenzaba a juzgar como definitivo. Pero, a pesar de echarla de menos, ya iba experimentando —con cierta vergüenza y desánimo interiores— un paulatino y cada vez más perceptible y nítido sentimiento de alivio, quizá impuesto por las debilidades de su carácter, de su miedo a la lealtad, de su pánico a asumir riesgos. En realidad, se hallaba en una pequeña encrucijada, confundido por sentimientos y alternativas contrapuestas, sin poder decidir qué dirección tomar. Lo que sí sabía era que su tendencia a dejarse llevar marcaría el rumbo en su relación con Elena y en otros aspectos de su vida.
Los pensamientos acerca de Elena no eran los únicos que alimentaban su congoja. Ver a los niños jugando le recordaba invariablemente su infancia. No podía explicárselo, pero esos recuerdos le causaban melancolía, en lugar de la nostalgia que cabe esperar en quien ha transitado por la niñez en compañía del amor y de la protección paterna, ajeno al dolor, a la soledad o al abandono. Aquella calle mojada, con los viejos edificios acolmenados a ambos lados, invadida por el humo de las estufas de carbón; el sonido de los motocarros destartalados; el penetrante olor a achicoria tostada. E, incluso, las canciones de la radio, la vieja melodía del Cola Cao o las sintonías de los seriales radiofónicos. A veces dudaba de su autenticidad: intuía que bien podrían ser fragmentos de viejas pesadillas infantiles, demasiado vívidas, y algo más renuentes a disiparse que las fantasías de un niño, ya agotadas en el siguiente escalón de la vida.
La última canción del «After the gold rush» de Neil Young sonaba en el lector de compactos en el instante en el que el sol desaparecía de la ventana, engullido por los picos más elevados de Sierra Ancha. Era curioso lo que Antonio le había contado por la mañana. La historia en sí misma resultaba francamente intrigante. Su amigo le había sorprendido: no pensaba que tuviera esa imaginación. O, tal vez, lo que ocurría era que aquella visión que tuvo le había trastornado de tal manera que había crecido en todo lo demás, excepto en su percepción de esos hechos, que seguía siendo la de un muchacho. Sea como fuere, se había dado perfecta cuenta por aquel episodio que nunca se conoce suficientemente a la gente que uno cree conocer. Con su conducta aquella mañana, Ladrón de Guevara había desmoronado en parte la imagen que tenía de él. De pronto, había desaparecido el modelo de sentido común que admiraba y se había mostrado el rostro excesivamente vulnerable de una persona agobiada por los recuerdos. Aunque, ¿no estaba siendo demasiado severo? ¿Acaso era más fuerte que su amigo?
¿No se hallaba igualmente condicionado por sus propios recuerdos?
¿Por qué exigía de Antonio lo que él no podía ofrecer?
La música había cesado. Le vino a la memoria una conversación mantenida hacía no mucho tiempo con Ladrón de Guevara. «La perfección —había dicho Antonio— es un don natural y único, Ramón.
No está al alcance de la voluntad ni puede ser fruto del aprendizaje de una generación. Pero también es parcial y determinada. Uno de los mayores errores de la civilización occidental es creer en la perfección total como si ésta fuera la respuesta a un dilema y no una simple abstracción. Fíjate en los animales. Cada uno de ellos es perfecto en una faceta y mediocre, cuando no inútil, en el resto. El hombre cree que el fin último de su existencia es ser mejor en todo, ser superior a todo lo creado. Y no percibe que esa búsqueda le conduce de modo natural hacia la especialización, abotargando muchas de sus virtudes medias, y, lo que es peor, haciendo aflorar muchas de sus brutalidades». Durante unos segundos no supo qué decir. Luego, reflexivamente, observó: «Estoy de acuerdo en proteger al débil, pero no debemos estimularlo a que lo sea». Antonio había replicado, tajante: «Estoy defendiendo el orden natural de la Creación que los hombres se empeñan en subvertir por una simple cuestión de orgullo. La realidad, Ramón, es mucho más prosaica que el espejismo de nuestras emociones».
En cierto modo, pensó, la actitud de Ladrón de Guevara aquella mañana había sido coherente con su pensamiento. Se había mostrado débil porque así se sentía, y no tenía por qué ocultarlo a los ojos de nadie, incluyendo a su mejor amigo. Alguien que no busca calculadamente la admiración ajena, que no lucha por ocultar las numerosas grietas de su carácter, le parecía más admirable todavía.
Él, en cambio, que despreciaba la debilidad, sentía una gran necesidad de admiración. Se preguntó si no era más débil que aquellos a quienes despreciaba.
Había algo más que daba vueltas a su cabeza, pero no sabía exactamente qué. Se dejó caer en el sillón, agotado por sus pensamientos, y se esforzó, con los ojos cerrados, en recordar el relato de su amigo.
Aunque la relación que Antonio trataba de establecer le parecía pura y llanamente un disparate que no soportaba un análisis racional, tenía que reconocer que, contra su voluntad, le había invadido una suerte de angustia, una sensación rara e indescriptible que no podía contener ni rodear con las barreras de su sentido común. Lo mismo que la premonición de una tragedia.
Volvió a poner el disco desde el principio y miró su reloj: las diecinueve cuarenta. La oscuridad entraba a bocanadas por la ventana. Y, entonces, ocurrió algo extraño. La visión del reloj, o, mejor dicho, del reloj sobre la muñeca, trajo una idea fugaz a su mente. Desconectó la música y marcó un número de teléfono.
—Dígame —susurró una voz femenina al otro lado de la línea.
—Buenas tardes. ¿Don Martín Párrizas, por favor?
—¿De parte de quién?
—¡Ah!, eres tú, Concha. Perdona, no te había conocido —dijo con jovialidad. Intentaba parecer cordial, aunque le incomodaba extenderse en más palabras de las necesarias—. Soy Ramón ¿Puedes decirle a Martín que se ponga al teléfono, por favor? Tengo que preguntarle una cosa.
La mujer no correspondió a tanta locuacidad y únicamente le solicitó que esperase un momento. Al cabo de unos segundos, la voz de Martín interrumpió la incómoda tensión de su espera.
—Sí, dime.
La aspereza de su tono hizo que Castillo se replantease por un instante continuar con la conversación. Se preguntó si merecía la pena pedir la colaboración de una persona que nunca le había mostrado el menor aprecio, sin motivo aparente. Los absurdos celos profesionales de Martín habían dilapidado, aun antes de comenzar, una relación que, de otro modo, hubiera sido provechosa para ambos. Pero Martín siempre desconfiaba de todo aquel a quien creía capaz de hacerle sombra.
A punto estuvo de pedir disculpas con cualquier pretexto y colgar el teléfono pero, finalmente, pudo más su curiosidad, repentinamente despertada por su propio reloj, que el orgullo, y decidió seguir adelante, no sin antes insuflar una considerable cantidad de aire en los pulmones.
—Hola, Martín. Perdona que te moleste... Verás, es que voy a empezar —mintió— un estudio de prevalencia de muerte súbita en la zona para hacer una publicación y necesito recopilar datos de diversa índole, algunos de los cuales es posible que no se encuentren en los certificados de defunción ni en los informes de las autopsias o en las actas de los levantamientos... Y como a ti te tocó actuar en el levantamiento de Ángel Mañas, he pensado que podrías ampliarme algún que otro aspecto.
Hubo una breve pausa: Martín desconfiaba. Con todo, parecía estar sopesando la conveniencia de ayudar a su compañero.
—¿Qué es lo que quieres saber? —dijo sin emoción alguna.
—Me interesa especialmente la posición del cuerpo...
—Eso sí está descrito en el informe —le interrumpió con sequedad Martín.
Castillo ya se había armado de paciencia así que no acusó el golpe.
—Tienes razón —admitió en tono conciliador—, aunque me gustaría que me aclarases algunas cosas. Al referirme a la posición, quiero decir cómo yacía el cuerpo visto en su totalidad, pero también desde el punto de vista de la división del mismo a partir de un esquema de zonas. Me explico: posiblemente, en un acta se indique si está en decúbito prono, supino o lateral, y, todo lo más, se haga una mención a la posición exacta de la cabeza respecto del tronco, pero puede faltar una descripción de la relación de brazos, manos y piernas con el tronco, a no ser que haya una actitud paradójica de los miembros como ocurre, digamos, en las fracturas —hizo una pausa para comprobar si, como imaginaba, los tecnicismos habían abrumado a Martín. Efectivamente, no hubo ningún comentario de éste—. Por ejemplo —prosiguió—, la cabeza: ¿estaba lateralizada o perpendicular al suelo?
—Lateralizada, creo recordar que hacia la izquierda.
—¿Era decúbito prono, no? —dijo Castillo, sumergido en la incertidumbre de ignorar si realmente Martín sabría de qué le estaba hablando.
—Sí —respondió lacónico Martín.
—Me imagino que los brazos estarían en extensión o bajo el cuerpo.
Las palabras habían sido elegidas cuidadosamente y dichas en tono despreocupado.
—No. Los brazos estaban abducidos con... —dudó un instante, como si estuviera rememorando la foto fija del cadáver— sí, sí con las palmas vueltas hacia atrás. Pero, ¿qué interés tiene todo eso para el estudio?
Castillo estaba preparado para responder a una pregunta de esa naturaleza.
—Es para elegir las variables, que muy bien pudieran ser aspectos como los que estamos considerando: posición del cuerpo, de la cabeza, de los brazos, etcétera... He estado leyendo un trabajo similar y creo que hay un error en la elección de las variables que yo espero no cometer.
Párrizas no dijo una palabra. A pesar de sus inventos metodológicos, Castillo se imaginaba a salvo de una curiosidad investigadora de Martín, pues su falta de conocimiento sobre la materia haría que una incursión en la misma le resultase notablemente resbaladiza. Y lo último que Martín deseaba era hacer el ridículo delante de su compañero.
—Otra cosa —prosiguió Castillo, animado ante el éxito de sus argumentos—, ¿recuerdas si el lugar exacto donde se hallaba el cuerpo era terreno llano, o existía alguna inclinación?
—Había inclinación —respondió impaciente Martín—. Pero a mí me parece que estas cosas no son para hablarlas por teléfono. Si estás interesado en más detalles, te espero en casa.
Ese era el medio preferido por Martín Párrizas para humillar a la gente: obligarla a ir a su terreno. Curioso procedimiento, tantas veces fallido, pensó Castillo, que deja en evidencia su mezquindad, pues muchos de los presumiblemente humillados ni siquiera perciben sus intenciones.
—No quisiera molestarte —objetó.
—No es ninguna molestia. Precisamente ahora había terminado de ordenar unos papeles y ya no pensaba salir.
Cuando Castillo dejó la casa de Párrizas era noche cerrada y hacía frío.
Agradeció la cazadora que llevaba encima de los hombros, pues aunque el trayecto hacia donde estaba aparcado el coche no superaba los cincuenta metros, el viento había hecho descender con brusquedad la temperatura. Si alguien hubiese despertado de un prolongado coma en aquella noche, pensó, habría sido muy fácil hacerle creer que era bien entrado el invierno, en lugar del tímido avance de un otoño que se estaba comportando de modo inclemente.
Miró el reloj antes de arrancar su Volvo 240. Tenía pensado acercarse a la biblioteca municipal para retirar «La conjura de los necios», de John Kennedy Toole, pero decidió posponer su visita a mejor ocasión, pues eran casi las nueve menos diez y solía cerrar a las nueve. A la bibliotecaria le disgustaba especialmente buscar algún volumen instantes antes de cerrar.
Finalmente optó por regresar directamente a casa e intentar poner en orden todo lo que le bullía en la cabeza. Tardó menos de tres minutos en tener el coche aparcado en la puerta. Ya no vio niños jugando en el campo de fútbol que tenía enfrente. No estaba iluminado. Unos cuantos jóvenes reían ruidosamente, sentados en un banco de piedra próximo. Les envió un tímido saludo y entró en casa.
Siempre que volvía entrada la noche la soledad le pellizcaba el estómago como si se tratase de una pinza quirúrgica. Bastaba el giro de la llave sobre la cerradura para que le invadiera una sensación de frío que incluso podía ver con sus propios ojos, un frío que se le anudaba a las mandíbulas y le molestaba al respirar. Pero ahora no tenía tiempo de pensar en su soledad. Se sentía excitado, como si estuviera en la antesala de un examen importante. Porque ahora comprendía cuál era el motivo de la inquietud que aquella mañana había ido creciendo en su interior, a medida que Antonio iba desgranando los pormenores de su historia; de por qué una malsana confusión vagaba por su raciocinio desde que su amigo le había pedido que confrontase los hechos pasados con los actuales. La visita a la casa de Martín había resultado finalmente superflua: lo que necesitaba saber ya se lo había dicho por teléfono, aunque prefirió no rechazar la invitación para dar visos de autenticidad a su pretexto. Y no era que Antonio le hubiese convencido de la existencia de un vínculo entre ambos episodios, no.
Lo que había ocurrido era que el relato de su amigo hizo aflorar, fortuitamente, una anomalía en el reconocimiento inicial del pobre Picogordo, que había permanecido oculta en algún lugar de su cerebro; de un detalle completamente incongruente con la atribución causal que la autopsia había determinado y con las conclusiones del propio levantamiento. Algo que le fue imposible advertir en un principio pero que, al mirarse la muñeca en busca de la hora aquella tarde, se reveló con absoluta nitidez ante sus ojos. Porque se trataba de una imagen anteriormente grabada en su memoria.
Se preparó, todavía preso de una cierta agitación, una cena ligera, y se quitó la ropa. Aquella noche no esperaba a nadie y prefirió ponerse pronto el pijama para leer durante un rato. Pero comenzó a ver en la diagonal de sus pensamientos, entremezclándose con los recuerdos del día ya extinguido, el cuerpo de Picogordo, tendido sobre la acequia, deformado por la descomposición, y hasta percibió la fétida brisa que envolvía el lugar. Pudo sentir, nuevamente, la misma náusea emboscada en el estómago y el mismo deseo de volver el rostro y escapar.
Conectó el televisor para tenerlo de ruido de fondo. Tenía que reconocer que acompañaba mucho ¿Qué otra cosa podía ser sino una nueva risotada sarcástica de su buena suerte? A él, que siempre había detestado la práctica forense, le habían elegido las circunstancias para desmenuzar sobre unos cuerpos corrompidos algunas contradicciones que desafiaban la lógica más elemental. Cuando creía enterrado para siempre, sin vestigios de heroicidad ni segundas oportunidades, aquel episodio sombrío.
Respiró hondo y cerró el libro que no estaba leyendo. Se dijo que ahora era muy distinto. La violencia que tanto le aterraba estaba ausente en esas muertes que, no obstante, le traían demasiados recuerdos desagradables.
Sólo pudo conciliar el sueño cuando empezaba a amanecer. El fuerte viento ululó a través de las chimeneas y sacudió las persianas de la casa durante toda la noche.
Suerte que el día siguiente era sábado y no tenía que acudir a trabajar.
17 de Octubre
Hoy las noticias han sido malas. El boletín mensual del Colegio de Médicos me ha dado a conocer la muerte de Elías. Desconocía lo de su enfermedad, aunque llevaba apartado del trabajo varios meses, según he sabido ahora. Me acongoja mucho el pensamiento de no haber podido visitarle, llamarle al menos.
Siento que él no lo hiciera, pero ¿realmente puede esperarse eso de alguien que ve próximo su fin? Mi vacío es más grande por haber estado ausente.
Decido salir a la calle cuando la oscuridad confunde las tonalidades, agrisándolas. En el supermercado la sigo discretamente con la vista, huidiza y nerviosa. Carmen me visita a menudo, con una preocupación recurrente: sospecha que la gente la evita por su mal aliento. Un círculo de silencio a su alrededor, la soledad en la que vive, es lo único que puede alimentar esa absurda idea suya. Vive angustiada cualquier «contacto» humano, sintiendo que vuelven la cabeza, que se apartan. Entonces, en el clímax de su confesión, me suplica que le confirme si en realidad «huele», o son imaginaciones suyas, y se me acerca a echarme el aliento. Sinceramente, no sufre de halitosis, pero de nada sirve que me esfuerce en asegurárselo.
Al girar en la esquina de la Caja de Ahorros, estoy a punto de llevarme por delante a Matías El Ciego que, fiel a su costumbre, se encuentra en plena calzada, a un par de palmos del borde de la acera. Allí, estático, adelantando ligeramente el bastón con su derecha, se hurga frenéticamente la nariz con los dedos de su mano izquierda y fabrica pelotillas sin parar. Nunca se le ha visto hacer otra cosa, por lo que uno es dado a imaginar que su almacén de mocos es de carácter excepcional y único.
Encuentro a Susana en la rotonda de la fuente. Trabaja en Portas desde hace unos cinco meses: es la enfermera que cubre la baja de Bernardo. Camina deprisa, como si se le hiciera tarde. No tengo nada especial que hacer y, por supuesto, me ofrezco a llevarla. Debe recoger unas fotos que se hizo junto a unos amigos el fin de semana anterior, me explica, y acepta mi ayuda pues teme que le cierren el comercio. Ella siente la misma ansiedad que el resto de las mujeres, igual impaciencia que experimentan todas por comprobar de qué modo se las retrata.
Nos llevamos bien, tenemos cierta confianza, así que durante el trayecto que hay hasta el estudio me asegura que está decidida a no quedárselas si no son de buena calidad (el fotógrafo tiene fama de cobrar bastante caro su trabajo).
Mientras la espero en el interior del coche, reflexiono sobre la naturaleza femenina y creo saber que no es exactamente como me ha dicho, intuyo que al final pagará el precio que le pida, a condición de que «ella» salga favorecida en un porcentaje elevado de las instantáneas. La calidad de la impresión se convierte en una mera excusa, útil para rechazarlas, si viniera el caso.
Cuando nos despedimos, repaso mentalmente los últimos acontecimientos.
Me he convertido en un autómata: es la forma en cómo encadeno los pensamientos; eso es algo que ya no controlo. Vuelvo a mi entrevista con Martín, pero no puedo apartar lo emocional; me apeno por cómo se comporta, y entre la niebla de mi tristeza se filtran sus palabras, las huellas que van dejando, y se mezclan con las cosas dichas por Antonio: es como una sinfonía confusa, turbia, pero no me atormenta.
Mañana espero salir de dudas acerca de un par de cosas que me desconciertan.