12
El hombre es mortal
por sus temores e inmortal por sus deseos.
Pitágoras
Nueve de noviembre, sábado. 16.05
horas
—¿Alguna vez ha oído hablar del síndrome
orelaniano?
El prólogo de aquella pregunta extraña se
había desarrollado, unos segundos antes, en el oscuro rellano de la
tercera planta del edificio, durante los cuales una mujer de voz
hombruna se había tomado muchísimas molestias para asegurarse de
que era él realmente, el que esperaban con aparente ansiedad, antes
de franquearle la entrada al piso.
—¿Síndrome orelaniano? —Castillo negó con la
cabeza—. La verdad, no me suena.
—Es natural —dijo el anciano emitiendo la
voz como a través de un fuelle. El sonido brotó apagado aunque con
vigor sorprendente—.
Teóricamente, es
desconocido en España.
El hombre permaneció en el balancín, con los
brazos completamente inmóviles y las manos caídas hacia el regazo.
Conservaba bastante pelo, liso y muy blanco, ribeteado de rubio en
las entradas y patillas. Sus ojos azules eran los de una persona de
marcados rasgos escandinavos —piel clarísima, cabellos rubios como
un campo de trigo en julio—, unos ojos de un azul intensamente
pálido, muy vulnerables a la luz, surcados de pequeños vasos a
punto de estallar. Las venillas resaltaban sobre todo en el dorso
de la nariz, puntiaguda aunque de regular tamaño. Aparentaba más de
setenta años y menos de ochenta, y a pesar de su aspecto nórdico se
expresaba con el acento barnizado de suficiencia ingenua que
distingue al Madrid castizo.
El viaje había sido incómodo, engorroso por
culpa de la circulación lenta en Despeñaperros, a causa de un
accidente, y con una lluvia molesta durante parte del trayecto,
especialmente a la altura de la provincia de Ciudad Real. Además,
como siempre que iba a Madrid, se había equivocado una vez más al
entrar en la ciudad tomando la M-30 a través de la Avenida de la
Paz. En esta ocasión no se desvió por la calle Méndez Álvaro como
pretendía para llegar a Atocha. En lugar de ello, continuó durante
unos kilómetros más en dirección nordeste, y finalmente decidió
salirse atravesando el puente de Las Ventas. Estaba en el inicio de
la calle Alcalá, sin sospechar que se encontraba en buena dirección
para acceder con prontitud a la de Buenavista, en Embajadores,
bajando por el Paseo del Prado. Aparcó su coche con la doble
intermitencia puesta cuando localizó un mapa de la ciudad, de los
que el Ayuntamiento dispone en las confluencias de las calles, y se
situó con rapidez. Sólo necesitaba recorrer un par de kilómetros
más.
En sus anteriores visitas a la ciudad, se
había movido en un área muy restringida, concretamente en el barrio
de Salamanca. La razón era que su guía durante el primer viaje, el
del descubrimiento de la urbe, tenía familia en Claudio Coello, y
su costumbre era buscar hospedaje en las inmediaciones. De ese
modo, y dado que era el alter ego por antonomasia de un espíritu
aventurero, reservó habitación en cada una de sus siguientes
visitas en el mismo hostal de la calle Velázquez, a la que accedía
con mejor o peor fortuna a través del paseo de La Castellana. Su
carácter le había impedido emprender un conocimiento más amplio de
la ciudad. Sentía verdadera aversión por desplazarse a ciegas y
explorar, algo de lo que sí era un entusiasta Antonio. Se imaginó
los tiras y aflojas que hubieran surgido entre ambos de haberle
permitido que le acompañase, los contratiempos que tales
diferencias de actitud le habrían causado durante su estancia. Le
habría hecho perder el tiempo y, probablemente, cabrearse sin
necesidad.
Su desconocimiento de Madrid era tanto más
ilógico en cuanto que sus padres habían residido durante años en
Getafe. En aquella etapa, los había visitado muy poco, y, cuando lo
hizo, se había limitado a estar en casa con ellos, marchándose un
día o dos después. Su absoluta falta de interés por «descubrir» los
entornos de cada uno de sus destinos era un rasgo de su
personalidad que ni él mismo acababa de entender del todo.
De haber sido otro tipo de persona, más
emprendedora, se habría molestado en conocer mejor los accesos,
pero ni siquiera sabía que la calle Alcalá estaba en pleno barrio
de Salamanca. Se había acostumbrado a utilizar un taxi, tras
guardar su Volvo en un parking cercano al hotel.
Había transitado la calle todo lo despacio
que le fue posible (esto en Madrid puede convertirse en un acto
temerario) y entonces se detuvo aparcando nuevamente en doble fila
y escudriñó atentamente el edificio. El texto de la carta le había
aclarado muy poco. Únicamente que su autor era también el
responsable de aquella extraña llamada al juzgado, a finales de
septiembre, interesándose por su persona. Venía escrita a mano
(juraría que era letra de mujer) y firmada por Bartolomé Osorio,
nombre de persona desconocida para él, o al menos así lo suponía.
Luego, la dirección que tenía ante sus ojos.
Muy Sr. Mío:
He sabido del hallazgo
de esos cuerpos en Portas. Me tomé recientemente la libertad de
informarme de su participación en el procedimiento judicial de
rutina, con una sencilla llamada al juzgado. Conoce usted cosas que
a mí me interesan. Yo, a cambio, puedo revelarle otras, que nadie
más que yo sabe, y que son de esencial importancia. Creo que hay
que tomar medidas para evitar otros acontecimientos luctuosos. Le
ruego que venga a verme, ya que por motivos de salud yo no puedo
moverme de Madrid. Se lo explicaré y verá que es
importante.
Era un edificio antiguo, con estrechos
balcones protegidos por herrajes de color gris oscuro, salpicados
de óxido. Probablemente construido en los primeros años cincuenta.
La cuarta (y última) planta, donde debía hallarse —si no existía
error en el remite— el piso que buscaba, estaba separada de las
inferiores por una cornisa marmoleña de tonos claros.
Un edificio de aspecto corriente.
A aquella altura de la calle el olor potente
de la urbe en plena actividad no sólo impregnaba la nariz. El olor
le había despertado la conciencia del lugar en que se hallaba y le
había acercado a los recuerdos de la niñez. Por primera vez desde
que había emprendido el viaje pudo dejar de pensar en la carta, en
las muertes, y en sus propias conjeturas y en las de Antonio.
Aunque estaba mal aparcado y los vehículos zumbaban a velocidad
imprudente a la altura del suyo, se había recreado durante unos
segundos en contemplar abstractamente lo que le rodeaba. Aún era
temprano para ir de visita: poco más de la una y media. Había
decidido buscar un McDonalds o un Burger King en las proximidades,
pero antes debía dejar el Volvo en un parking cubierto.
—El síndrome orelaniano —continuó el viejo—
es sólo una posibilidad. ¿En qué posición se hallaron los
cuerpos?
Castillo sintió que la emoción contenida se
adueñaba de sus mandíbulas y las hacía temblar imperceptiblemente.
Era como si castañetearan de frío pero la habitación estaba bien
caldeada. Percibía un ligero estremecimiento intermitente en todo
su cuerpo, dominado por las descargas breves y repetitivas de su
propia adrenalina. Nunca era capaz de controlar esa reacción. Pero,
a la vez, se sentía irritado y desconcertado. Le molestaba que el
anciano estuviese jugando con él, llevándole a remolque,
mostrándole las cartas de la partida, en desorden y con
cuentagotas. Lógicamente, la primera cuestión que le había
planteado a Osorio tras intercambiar las presentaciones y los
saludos de rigor, era el motivo de su estancia allí, por qué
él. Para su sorpresa se había limitado a
contestar que sabía que estaba en Portas, cuál era su profesión, y
por lo tanto su conocimiento más o menos directo de los hechos.
Había conocido a su padre: trabajaron juntos en el CSIC. El mundo,
por lo visto, era muy pequeño.
—Decúbito prono —confirmó el médico,
tratando de modular las palabras de modo que no fuese perceptible
el ligero temblor que delataba su estado.
—Ya —susurró Osorio.
El anciano recostó la cabeza sobre la
almohadilla que había en la parte posterior del sillón y se quedó
como absorto durante un tiempo que a Castillo le pareció eterno.
Cuando volvió a la realidad, fue para preguntarle:
—¿Tiene frío?
—No, no —balbució Castillo sin despegar los
dientes—. Estoy bien.
—¡Julia! Enciende el radiador.
Castillo detuvo a la mujer con un gesto,
cuando ésta se dirigía hacia un radiador eléctrico situado a su
derecha, junto a una lámpara de pie, cuya anticuada pantalla de
pergamino se parecía mucho a una que habían tenido en la primera
casa de Málaga. Aquel recuerdo repentino contribuyó a
tranquilizarle.
—No hace falta. De verdad —insistió.
—Bien, cuénteme algo acerca de este nuevo
cadáver, el del jueves último...
Castillo se disculpó mientras abandonaba el
sofá tapizado de terciopelo granate: le hacía falta estirarse un
poco; de ese modo desaparecerían en pocos segundos sus molestos
temblores. El viejo le siguió con sus ojos humedecidos, hasta donde
le permitía el ángulo derecho de su campo visual. Entonces la mujer
vestida de negro (la hermana del anciano, según supo más tarde)
quiso saber si deseaba cubrir alguna necesidad concreta. Estuvo muy
educada y atenta. Lo agradeció contrayendo los párpados y los
labios, tratando de tensar las mandíbulas de modo que el labio
superior no se distanciara del inferior un solo milímetro, para
evitar que se movieran contra su voluntad. Para dominar el temblor
de sus manos se las metió en los bolsillos, y caminó hasta el único
ventanal despejado de muebles (el otro estaba bloqueado por una
pequeña mesa de camilla). Las paredes de la habitación estaban
forradas de un papel feo y vetusto, con motivos florales
chirriantes a la vista. Olía a madera vieja, alcanforada. Vio una
reproducción en bronce de una estatua ecuestre de Franco sobre una
cómoda de caoba de época. Eso le hizo buscar con más atención otros
estigmas de la «España del Movimiento». Efectivamente había una
enseña preconstitucional sobre la pared, coronando un escudo de
armas terminado en madera de roble, con una talla en forma de
penacho. La ansiosa negritud de la noche de invierno comenzaba a
instalarse en la estancia.
Lo que le había parecido un balancín debía
de ser por fuerza un asiento mucho más sofisticado, con un
dispositivo eléctrico, pues cuando volvió la cabeza el viejo había
girado trescientos sesenta grados.
—¿Ya lo sabía? Me sorprende —admitió Ramón
Castillo—. No creo que se haya publicado nada en la prensa
nacional; sólo en los periódicos provinciales, y en espacio muy
reducido.
El viejo sonrió y, al hacerlo, le acudió un
amago de tos.
—Por eso le pregunto —observó,
lacónico.
—Bueno... como en los otros casos. Sin causa
aparente de la muerte.
Pero aún desconozco el resultado de la
autopsia.
—¿Lo desnudaron?
—¿Cómo dice?
—Digo que si le quitaron la ropa para la
inspección ocular.
—Sí; mandé hacerlo. Aunque no fue del gusto
de todos.
El viejo volvió a sonreír, esta vez con más
cuidado.
—La autopsia no revelará nada
—aseguró.
—En su carta prometió explicarme todo este
asunto —dijo Castillo con renovada seguridad—. Y estoy esperando.
Por ejemplo, no me ha dicho aún quién es o qué tiene usted que ver
con Portas.
El temblor había cesado
definitivamente.
—Es verdad —admitió secamente Osorio—.
Tienes mucha razón —le tuteó, removiéndose fatigosamente en el
asiento como si buscase una postura más cómoda (los dedos se
retorcieron al compás de los vaivenes del cuerpo y se hizo evidente
una grave deformidad en las articulaciones)—. Y poca
paciencia.
La hermana del viejo intervino,
solícita.
—¿Quiere tomarse un café?—dijo con una
sonrisa—. ¿O le apetece otra cosa? Pero —se frotó las manos—
siéntese, que va a crecer.
—Prefiero un café —agradeció Castillo,
retornando al sofá de terciopelo.
—¿Te gusta la música clásica?—preguntó en
tono ensimismado Osorio, mirando hacia el techo. Y sin que
pareciese importarle que Castillo respondiese o no a su pregunta,
dijo—: Desde el último brote, en el 94, no he vuelto a andar,
¿sabes? Creo que muy pocas personas en el mundo han escuchado más
veces que yo las Cantatas de Bach...
La sonrisa que aquellas palabras dejaron
impresa en la cara de Osorio era una marca esculpida entre todos
los resquemores que no habían sido completamente apagados y todas
las frustraciones que no se habían visto resarcidas.
—La música clásica no está entre mis
preferidas —reconoció algo avergonzado Castillo.
—Recibo muy pocas visitas. Eso me deja mucho
tiempo para la música y la lectura —dijo Osorio, con una
perceptible amargura en la mirada—. Lee a Stefan Zweig, cuando
tengas tiempo.
Castillo asintió un poco sorprendido.
Curiosamente, Antonio le había hecho la misma recomendación durante
la comunión de Laura, la hija de Marcos Tapia. Fue tal su
entusiasmo al hablarle de Zweig que, a pesar de sentir un recelo
natural por todo cuanto fuese objeto de una exaltación desmedida,
lo había convertido finalmente en uno de sus proyectos más
recientes. Pero como tantos otros, tenía muchísimas posibilidades
de no fructificar.
En los minutos siguientes, Osorio pareció
olvidarse del asunto que había conducido a ambos hacia aquel
encuentro y se lanzó a hablar de sí mismo y de la vida que había
llevado en los últimos quince años, lejos ya de la calle, del
trabajo y de las tertulias de café. La enfermedad había terminado
por repatriarle entre aquellas paredes de aliento oscuro,
construidas para envolver en olvido y anonimato toda clase de
objeto o vida. Vehementemente, el anciano hizo una exaltación de la
amistad, de cómo gracias a sus amigos pudo superar la temprana
muerte de Emiliana Jáuregui, la frágil navarra de la que se había
enamorado durante el verano del año 51, en Jaca. Pero la amargura
rebosaba por las costuras de su voz como el agua de centenares de
días de lluvia. La amargura sin rencor del abandono estaba en su
mirada. Se adivinaba sin esfuerzo al verle desgañitarse glosando su
fe en el valor de las lealtades personales, que una gran parte de
los que Osorio creyó sus amigos se habían apartado de su lado
durante su último exilio.
Osorio era demasiado orgulloso para
reconocérselo a sí mismo y estaba demasiado decepcionado como para
callárselo. Necesitaba volver a sentir que alguien le escuchaba,
que alguien se interesaba por lo que le ardía en un continuo dentro
de la cabeza y el corazón.
Su voz se convirtió en un murmullo
entrecortado al mencionar nuevamente la añoranza que nunca le había
traicionado, la de su pobre y queridísima Emiliana.
Entonces Castillo percibió un zumbido
corto.
El anciano había pulsado el mecanismo
motorizado.
—Esto que voy a contarte —comenzó a decir en
tono solemne— se ha mantenido a resguardo de la opinión pública
durante cincuenta años. Actualmente toda la información disponible
la tiene en su poder el CNI, donde aún figura dentro del apartado
de «documentos clasificados». Únicamente dos personas más, aparte
de mí, están al tanto de los hechos. Y... —dudó— debes creerme si
te digo que me lo he pensado mucho antes de ponerme en contacto
contigo. Si me decidí —le brillaron de pronto los ojos—, fue porque
no estaba dispuesto a que muriese más gente por culpa de la
estúpida obcecación en no quebrantar mis viejos juramentos.
El viejo suspendió por un instante su
declaración, como si degustase el sabor —amargo, tal vez dulce— de
la acción que acababa de emprender al poner en jaque sus sagrados
deberes.
»El ministerio de Gobernación creó en 1946
una brigada de intervención —continuó con la mirada ligeramente
elevada hacia un lugar indefinido—. Un año antes, un químico
catalán había desarrollado en una pequeña industria de Reus un
insecticida nuevo, un isómero del hexaclorociclohexano, ya sabes,
un órgano clorado, al que él denominó zirtafeno. Al parecer había
comprobado propiedades herbicidas y fungicidas en el producto, de
naturaleza distinta a otros de similar estructura química —una
ligera tos le hizo interrumpirse. Respiró pausadamente varias veces
antes de continuar—. ¡Julia! —gritó—.
¡Trae el pañuelo! —La mujer murmuró algo
inaudible antes de proceder a secar las lágrimas que se asomaban a
los sangrantes párpados de Bartolomé Osorio—. Sólo —carraspeó—,
sólo... llegó a producir una única partida de aproximadamente quinientos bidones de quince litros
cada uno. El muy necio, ni siquiera estaba seguro del número exacto
de bidones que se habían envasado. Por desgracia, se distribuyó de
inmediato, sin que quedara constancia del circuito de
comercialización, ya que, al carecer de autorización, no había
ningún número de registro. Lo único que sabemos es que el reparto
se hizo por la franja este de la península, comenzando en Cataluña
y terminando en Andalucía oriental, con dos zonas en blanco, es
decir, limpias, una en Castellón y otra
en Almería —señaló con la cabeza un mapa colgado en la pared, a su
izquierda, con una línea de puntos unidos que se extendía marcando
un territorio acotado, a lo largo de las regiones mencionadas.
Había muchos puntos rojos en su interior y dos rectángulos en
paralelo, uno sobre Castellón, y otro ocupando más o menos dos
tercios de la provincia de Almería—. Para complicar más las cosas,
los bidones desaparecieron en su mayoría
por medio de trueques en el mercado del estraperlo, lo que muy
probablemente multiplicó sus puntos de destino. —El anciano volvió
a tomar aliento—. Las primeras muertes tardaron en relacionarse con
el zirtafeno; mucha gente moría aún debido a las enfermedades
carenciales que siguieron a nuestra
cruzada —saboreó las palabras con algo más que nostalgia—.
Quizás algunos fallecimientos quedaron solapados.
Nunca estuvimos seguros...
»La brigada de intervención —prosiguió, tras
otra breve pausa para tomar aliento— fue creada por voluntad
expresa del caudillo. Eran tiempos muy difíciles, España estaba
renaciendo de sus cenizas, no había lugar para resolver
cuestiones... digamos... tangenciales, sino que todos los esfuerzos
debían dirigirse a la reconstrucción del país, ¿entiendes? Pero El
Generalísimo quedó impresionado cuando supo de los estragos que
aquellos bidones estaban causando...
—Ahí tiene la leche —indicó Julia, señalando
una jarrita con los ojos mientras depositaba la bandeja en la mesa
ovalada—. Y el azúcar.
Sírvase como le guste.
El anciano pareció reprobar con la mirada la
interrupción, pero se limitó a carraspear para aclararse la
garganta.
La ansiedad de Castillo no hizo sino crecer
durante aquel pequeño receso. La ansiedad y la curiosidad. Observó
de reojo cómo la mujer se sentaba bajo el ventanal y encendía un
cigarrillo, después de abrigarse las piernas con las faldas de la
mesita. Luego manipuló un mando a distancia y pudo oírse el sonido
característico de un programa televisivo de variedades, con las
salvas de aplausos mecanizados y la música de fondo. Rápidamente el
volumen fue ajustado a un nivel razonable para no interferir en la
conversación.
—Pues... como te iba diciendo, Franco se
tomó aquello como una cuestión de amor propio y encargó a su
ministro de Gobernación hacerle frente con todos los medios
necesarios. Lo prioritario era recuperar el mayor número de bidones
posible, y esa tarea fue encomendada a la Guardia Civil. Las
requisas de mercancía del estraperlo —la tos le dominó de nuevo—
eran... eran generalmente una excusa para seguir su rastro. Nuestra
brigada se encargaba sólo de investigar las muertes
sospechosas...
—Una unidad de seis hombres —aventuró
Castillo, apurando con un último sorbo la taza de café
«templado».
La noche estaba a punto de completar su
círculo de tinieblas en el exterior, y a medida que se adueñaba de
todo transmutaba en cálida intimidad la diurna tristeza de la luz
eléctrica. Ramón Castillo se sentía inundado por una fuerte
sensación de bienestar, como si hubiese alcanzado un punto de
perfecta complicidad intelectual con el viejo, una simbiosis
espiritual que no hacía sino agilizar la coordinación de sus
pensamientos, mucho más nítidos y ordenados ahora.
La erudición e inteligencia de Osorio le
habían impresionado al margen de las soflamas fascistas. Y le
repitió la historia de Ladrón de Guevara.
Osorio le escuchó con mirada atenta y cuando
hubo concluido le preguntó:
—¿El hijo del secretario?
—Eso es —confirmó el médico— ¿Recuerda a su
padre?
El viejo bebió pausadamente un gran vaso de
agua de la mano de Julia.
—Naturalmente.
—Él está convencido de que es una repetición
del fenómeno.
—Puede ser —dijo lacónicamente Osorio—. Por
esa razón te encuentras aquí.
—Pero ¿por qué tres fallecimientos en cada
episodio? No tiene lógica.
—¿Quién lo dice?—preguntó, a su vez, el
viejo—. ¿El hijo del secretario?
—Lo digo yo —afirmó Castillo, ligeramente
irritado por la soberbia de Osorio. —No es lógico, en absoluto, que
en las intoxicaciones se produzcan brotes simétricos. Y mucho menos
a lo largo del tiempo.
—¡Por supuesto!—tronó el anciano— ¿Cuándo he
hablado de brotes cerrados de tres casos? Había características
comunes en los fallecimientos pero nunca que el número fuese
igual en los distintos lugares donde se
produjeron.
—La creencia de Ladrón de Guevara es otra.
Él afirma que a su padre se le comunicó dicha peculiaridad durante
la investigación.
Osorio mostró todo su desdén hacia el padre
de Antonio blandiendo una risilla sardónica.
—Ese hombre creía saberlo todo... Tal vez me
tomó por su confidente —ironizó.
De improviso, el vaho tenue de los viejos
rencores se filtró hasta la estancia. Si el anciano se desviaba de
los hechos para entregarse a ajustar las cuentas pendientes, los
propósitos de Castillo podrían verse gravemente afectados. Debía
evitarlo a toda costa.
—Explíquemelo, por favor —rogó, persuasivo,
el médico.
En medio de un profundo suspiro, Bartolomé
Osorio se limitó a asegurar:
—Cada vez era diferente...
Lejos de arredrarse por ese inesperado
hermetismo, Castillo siguió escarbando en los recuerdos del
viejo.
—Antonio insiste en ese aspecto. En
realidad, es lo primero que llamó su atención.
Osorio hizo un gesto despectivo con la boca,
demostrando su nula confianza en el valor de las cábalas de Ladrón
de Guevara y su irritación por la obcecación de Castillo en volver
a mencionarlas.
—No hay relación de causalidad en el número
de fallecidos. Es un hecho aleatorio.
—Supongo que la distribución por sexos
también es aleatoria.
—Absolutamente —corroboró el viejo.
—Pues sumando los del sesenta y nueve y
éstos, me salen seis varones y ninguna mujer —dijo Castillo,
mientras hurgaba en los bolsillos del pantalón en busca de un
caramelo de menta.
—Ochenta y dos por ciento de varones y
dieciocho por ciento de mujeres. Ésa es la proporción real entre el
total de víctimas. Sin embargo, no hay razones que indiquen una
afinidad del tóxico por los varones.
Sencillamente, había y hay muchos más
hombres que mujeres ocupados en la agricultura.
—¿Influía la edad?
—¿A qué te refieres?
Castillo se introdujo en la boca el caramelo
y lo llevó hasta su carrillo derecho para que no perjudicase su
dicción.
—Me refiero a que la segunda coincidencia
entre las víctimas actuales es la de
tener más o menos la misma edad. ¿Sabía eso?
Bartolomé Osorio le dirigió una mirada
displicente, como si le estuviera examinando con vistas a incluirlo
en su equipo, y acabase de decidir que el aspirante era demasiado
ambicioso y atrevido para darle el apto.
—¿Ah, sí? ¿Qué edad, dices?
—Entre sesenta y seis y sesenta y
ocho.
—No lo sabía —admitió a regañadientes—. De
todas formas, es irrelevante.
—Tampoco entiendo —observó con el caramelo a
medio triturar— que no haya testigos de las muertes..., que se
hayan producido en zonas aisladas.
—Otra conjetura errónea. Contamos con más de
dos docenas de testimonios fiables —aseguró Osorio—. Sí es cierto
que la inmensa mayoría murió en el campo,
pero eso no supone necesariamente aislamiento. El que así fuese sólo es la
consecuencia de la naturaleza del tóxico.
El que hubiese testigos de las muertes, si
había de dar por cierto lo que afirmaba el anciano, era una novedad
que Castillo no se esperaba.
Mientras barajaba lo ocurrido y lo relatado
por Antonio, se había instalado en su subconsciente la noción de
unas muertes en completa soledad, aunque carecía de datos a favor
de esa circunstancia y la contraria. Simplemente aquél era un
elemento que parecía deducirse de los hechos conocidos por él.
Experimentó de improviso un gran interés por la afirmación del
viejo. Tanto que, inmediatamente después, se sorprendió de verse
torpedeándole a preguntas.
—Y ¿qué se sabe de eso?—dijo con cierta
excitación en la voz—. ¿Qué describieron los testigos? ¿Se trataba
de la misma pauta? Es decir, ¿se dedujo de sus testimonios si los
signos agónicos eran parecidos, o diferían en cada caso? ¿Consta
que presentaran algún tipo de alucinación?
—Poco a poco —respondió sorprendido el
viejo, ante la cascada de preguntas—. El intervalo entre el
bienestar aparente y la muerte era muy corto, de uno a dos minutos
a lo sumo. Eso es lo que dedujimos de sus testimonios. Y en cuanto
a los signos, muy escasos e inconstantes: unos espasmos musculares
breves, fue el más citado. —Se detuvo con aire pensativo—. ¿Y qué
otra cosa querías saber?
—Si tenían alucinaciones —especificó
Castillo.
—Jamás las hubo —negó enérgicamente el
viejo—. Nadie describió conductas delirantes en las víctimas. Por
lo que sabemos, la lucidez era completa hasta el final. Nosotros
—prosiguió con más calma—, investigamos todas las muertes súbitas
en una escala de tiempo. Algunas pudimos atribuirlas al mismo
fenómeno.
—Muerte súbita —musitó Castillo.
—Exacto. ¿Habéis tenido alguna más en estos
dos últimos meses?
—No —meneó la cabeza— ¿Qué me dice del
forense?
—Las necropsias no han aportado nunca nada
significativo, salvo para excluir otras causas.
—Todos aparecían
en prono y con las palmas vueltas —comentó Castillo.
—Sí. Realmente no sabíamos por qué, pero
sospechábamos que tenía que ver con un orden determinado en la
parálisis de los diferentes grupos musculares. Tal vez la de los
cuádriceps y deltoides precedía al resto.
—¿Recuerda si la piel de los fallecidos se
volvía pegajosa, al menos en ciertas zonas?
El viejo le miró extrañado.
—¿Pegajosa?
—Sí, como si contuviese algún tipo de
adhesivo.
—No; nunca observé nada parecido a eso. ¿Por
qué me lo preguntas?
—En dos de los casos había una sustancia
adherente en la piel.
La frente de Osorio se arrugó completamente.
Era como si le estuvieran hablando en un idioma absolutamente
desconocido.
—¿Estás seguro de eso?
—Sí, porque lo comprobé personalmente. Hace
dos días —añadió.
—Ya... ¿Y dices que sólo en dos de
ellos?
—La piel del primero estaba mojada —le
aclaró Ramón—. El agua impidió detectar su existencia. Pero eso no
lo descarta.
—La verdad es que no tengo ni idea de lo que
significa —dijo el viejo tras meditarlo durante unos
segundos.
Castillo notó que se le habían desmoronado
de repente ciertas ideas al tiempo que se abrían nuevos
interrogantes; algunos de ellos comenzaban ya a revolotearle por la
cabeza.
Tratando de apartar las cábalas que se
sucedían sin control en su cerebro, planeó cambiar de tercio.
—¿Qué es el síndrome orelaniano?
La pregunta de Castillo se entremezcló con
un rosario de suaves protestas (dichas a media voz) de Julia, tras
desconectar el televisor, acerca del ruido innecesario que producen
tales aparatos. Pero era raro, porque aquél se había fijado en que
el programa que emitían era una de esas típicas telenovelas de
sobremesa, de más de cuatrocientos capítulos, predilectas de
mujeres como Julia (es decir, mujeres entradas en años, solteras y
recluidas en la monótona jaula del hogar, a causa de un destino no
elegido o por propia decisión).
—Es una intoxicación debida a un hongo, el
Cortinarius orellanus, descrita inicialmente en Polonia —explicó el
anciano—. El principio tóxico es la orelanina.
—¿Qué mortalidad tiene?—inquirió
automáticamente.
—Alrededor de un quince por ciento... En
condiciones normales —añadió.
—¿Qué quiere decir eso?
—Lo que quiere decir es que, si la
responsabilidad era del Orellanus, cosa aún no definitivamente
probada, la mortalidad real fue de un
ciento por ciento en nuestras series porque las condiciones de esta
intoxicación eran completamente anormales.
—Creía que la única seta capaz de producir
sistemáticamente la muerte en nuestro territorio era la Amanita
Phalloides.
—Vayamos por partes. Y hablemos con
propiedad. En primer lugar, yo diría que estamos hablando de hongos
—dijo con retintín—. Y en segundo lugar, eso que dices sería cierto
de no ser por nuestro descubrimiento. —Y
se detuvo, con aire de haber dado por finalizada todas sus
explicaciones.
—Siga, por favor —suplicó expectante
Castillo.
Osorio le dedicó una mirada
autosuficiente.
—El síndrome orelaniano al igual que el
foloidiano, tiene una mortalidad apreciable, pero su curso es muy
lento. Sin embargo, lo que nosotros vimos era de una letalidad
inesperada y de un curso absolutamente fulminante.
Castillo se sintió en desventaja. Carecía de
preparación para debatir en el plano científico al nivel que le
exigía Osorio.
—Lo que no entiendo es qué tiene que ver
todo eso con el insecticida —dijo sin mirar directamente a su
anfitrión.
—Es muy complejo, hijo mío —susurró tras un
profundo suspiro el viejo, adoptando inesperadamente un tono
familiar—. Necesitaría horas para explicártelo. Pero bueno, sí te
diré que cuando iniciamos nuestra investigación se experimentaron
los efectos del pesticida en un modelo animal. Y no funcionó igual.
Sintetizamos la sustancia y la comparamos con el producto
inmovilizado: los efectos eran diferentes. Pero aún había otra
cosa: los fallecimientos, como ya te he apuntado, siempre sucedían
en circunstancias que sugerían una muerte súbita: los cadáveres
eran hallados o cuando se producía la muerte en presencia de
testigos, estos la describían como repentina y violenta. No
concordaba con el cortejo sintomático típico de un órgano clorado,
ni con lo que hallamos nosotros en el ensayo... Además, en las
autopsias, como también te he dicho, no encontrábamos las lesiones
características que causan estos tóxicos, y ni siquiera podíamos
aislarlo en los tejidos...
—¿Entonces?... —le interrumpió
Castillo.
—Entonces llegamos a la conclusión de que el
producto se había contaminado durante el proceso de fabricación,
posiblemente en el envasado, con otra sustancia que no podíamos
detectar en el análisis, algo que cambió sus propiedades. Teníamos
la evidencia de que el insecticida era el responsable de las muertes porque muchos de los fallecidos habían tenido contacto con
él, pero nunca pudimos comprobar que se hubiese ingerido
accidentalmente, y tampoco hallamos rastro alguno en las vías
aéreas de las víctimas; por lo tanto, tenía que existir un factor
externo o del huésped, que hiciese que un contacto mínimo, a través
de la piel, terminara por provocar la muerte en pocos
minutos.
Por otra parte, sabemos desde hace tiempo
que determinados disolventes facilitan enormemente la absorción
cutánea de estos productos, por lo que no era descabellado pensar
que en esa hipotética mezcla anduviese la clave de la intoxicación.
Y, de hecho, en bastantes casos, aunque no en todos, encontramos
restos de fuel, gasolina o benzol en la piel de los
fallecidos.
Bartolomé Osorio sorbió ruidosamente por la
nariz, y el médico vio aletear su cuello al compás de los esfuerzos
por liberarse de la mucosidad que le atosigaba. Luego, percibió con
claridad el rastro peculiar de fumador de negro que la mujer
expandió a su lado mientras se apresuraba a sonársela, ignorando
sus gruñidos de dolor.
—No hables tanto —le reprendió.
El anciano buscó los ojos de Castillo por
encima de los brazos de su hermana. Y sacó a relucir de nuevo su
prodigiosa memoria.
—A uno de mis hombres —prosiguió aliviado—,
un bioquímico muy capaz, apellidado Perelló, se le ocurrió que
deberíamos hacer una encuesta epidemiológica. Reconozco que fue el
primer paso que dimos para dotar a nuestra investigación de un
método científico de trabajo.
Nos habíamos desplazado a cincuenta y tres
puntos distintos del territorio nacional, y teníamos contabilizadas
trescientas sesenta y tres muertes, sin que hubiéramos podido
establecer con exactitud la causa en la mayoría de ellas, excepto
por el hecho de que pudimos comprobar la presencia —contemporánea o
antigua— de los bidones en las zonas de
los fallecimientos o que eran simplemente propiedad de los
fallecidos.
Confiábamos en que los casos cesaran en uno
o dos años, pero no fue así. Cinco años después del inicio de aquel
desgraciado episodio, proseguía el goteo de muertes. Se habían
recuperado muchos bidones, pero ¿cuántos nos faltaban? ¿Cuántos
habrían ido a parar, una vez vacíos, a cualquier vertedero? Los
pesticidas son productos de temporada, de consumo moderadamente
rápido; el problema debía haberse acabado en un par de años. Y las
autopsias no nos aclaraban mucho. Es cierto que los decomisos del
insecticida interrumpían la cadena de muertes, aunque faltaba el
eslabón, la prueba... Y tal vez aún nos falte.
»A mediados del año 51 ya habíamos
comprobado dos circunstancias comunes a todos los casos. Una era
que las muertes siempre se producían a finales de la primavera y a
mediados de otoño, inmediatamente después de un periodo lluvioso.
Otra, que en los instantes previos a la muerte el fallecido sufría
una sed intensa, lo que era confirmado por la gran cantidad de agua
que hallábamos en el tubo digestivo. Casualmente cotejamos que el
Cortinarius Orellanus, o un hongo muy
similar —unas ligerísimas diferencias morfológicas, establecían
ciertas dudas al respecto—, según dictaminó el departamento de
micología del Instituto Nacional de Toxicología—volvió a sorber
varias veces seguidas por la nariz—, había aparecido aisladamente
en zonas próximas a los lugares donde morían esos infelices, lo
cual, por cierto, era muy extraño, principalmente por dos razones:
la primera, que se había detectado en primavera, época del año en
la que no había sido visto nunca; la segunda, que apareció en campo
abierto... Ten en cuenta, que hasta ese momento sólo había sido
descrito en las umbrías de algunas zonas boscosas. Este
descubrimiento, como no podía ser de otro modo, nos llamó
poderosamente la atención. La agrupación
de muertes en distintos periodos separados a veces por escalas
temporales prolongadas, cuadraba mejor con los efectos de los
venenos de origen natural, sujetos a un ciclo vital, que con los de
un producto sintético y manipulable. Aunque no existían
antecedentes registrados de intoxicaciones por su consumo, y su
presencia en nuestro suelo era cuando menos dudosa, resultaba
evidente que algunos de los síntomas descritos en la intoxicación
humana por la ingestión del Cortinarius,
eran coincidentes con nuestros hallazgos, especialmente la sed. Nos
preguntamos... nos preguntamos —tomó aliento, con una pausa breve
que a Castillo se le figuró interminable— si el desarrollo anómalo
del hongo en determinadas zonas no sería una consecuencia indirecta
del uso del pesticida, y que la atribución de las muertes al mismo
fuera errónea. Por otra parte, resultaba probable que se hubiera
importado accidentalmente desde Europa Central entre las toneladas
de abono orgánico que habían cruzado nuestras fronteras. ¿No se
trataría de una forma mutada del Cortinarius por la acción del zirtafeno, o para ser
más preciso, del zirtafeno y su contaminante desconocido, que
hubiese cambiado ligeramente su estructura química hasta conferir a
la orelanina unas propiedades diferentes? Tal sustancia,
probablemente persistiría durante años en el estrato superficial
del suelo fértil, afectando de esa manera a sucesivas generaciones
de Cortinarius. ¿Cuánto tiempo? No lo
sabemos... No encontramos otra explicación al hecho de que el
agotamiento por consumo del insecticida, su eliminación en la práctica, no tuviese unos efectos
proporcionales en el descenso de los fallecimientos... Si has
estado atento estos días a la prensa y televisión, sabrás lo de
esas niñas de Tomares. Una falleció casi de inmediato, y otras dos
permanecen en la UCI, o estuvieron días atrás. ¿No te ha llamado la
atención? Según parece han atribuido la intoxicación a unas setas
con las que estaban jugando, pero ninguna
de ellas las había comido...
»A raíz de esos hallazgos y las hipótesis
planteadas por los mismos, intensificamos la búsqueda del resto de
bidones. Presenté un informe detallado al ministro, como jefe de la
brigada, y conseguí que aumentase las fuerzas de la guardia civil
asignadas al decomiso.
»El esfuerzo tuvo sus frutos —jadeó exhausto
el anciano. Quedó un instante en silencio y sus ojos se iluminaron
como si hubiera concluido con éxito un exorcismo—. Si... en los
años anteriores hubo un goteo constante de víctimas, a partir del
año 62, las muertes cesaron hasta 1969. Las de Portas fueron
las últimas que investigó nuestra
brigada.
Hacía un buen rato que el vello de Castillo
permanecía erizado.
Todo aquello: la increíble revelación que el
anciano le estaba haciendo, remontándose en el tiempo nada más y
nada menos que cincuenta años, los hechos vividos recientemente, el
relato de Antonio Ladrón de Guevara, sus propias pesquisas tan
desconcertantes y a la vez tan coherentes con lo que acababa de
oír, todo absolutamente, le transmitía cierta sensación de
irrealidad, de hallarse atrapado en medio de una extraña novela de
intriga, de una ficción que tomaba cuerpo real desde la tumba de
varios centenares de inocentes.
Comprendió que había llegado el momento de
mostrarle la famosa fotocopia.
—¿Qué me dice de esto? —le preguntó
inmediatamente después de pasarle el papel, y sin darle tiempo a
leerlo.
El viejo le dirigió una mirada altanera,
cogió el documento y las gafas, colocadas en una especie de
bolsillo que colgaba del artilugio donde estaba sentado.
—Carece de valor —afirmó tras dedicar unos
segundos a examinarlo—. Es una simple resolución de protocolo. A
estos documentos los llamábamos IDR.
—¿IDR?... Eso es un acrónimo, ¿no?
—Exacto. IDR significa «Informes De
Repertorio». Servían para cerrar oficialmente los casos.
—¿Quiero decir que nada de lo que ahí se
dice es verdad?
—Sí, eso es lo que quiero decir. Se
elaboraban con la finalidad de impedir el impacto social de dejar
una investigación inconclusa. Las respuestas estaban
predeterminadas en los modelos correspondientes.
Yo mismo los ideé y trabajé en los
diferentes supuestos.
Castillo no salía de su asombro.
—Todo era un engaño, ¿no?
—No como tú piensas. La investigación
continuaba extraoficialmente en todos sus aspectos y con toda la
dedicación necesaria. Pero a veces no conseguíamos saber la verdad,
y en otras ocasiones tardábamos mucho en saberla. Ese procedimiento
demostró ser útil para satisfacer la necesidad social más relevante
derivada de un hecho trágico.
—Imagino cuál es —apuntó, decepcionado,
Castillo.
Osorio leyó el pensamiento del médico.
—Has acertado, supongo: la de contar siempre
con una explicación; esa es. Eso es lo único que tranquiliza a la
gente, el único remedio contra sus temores y sus supersticiones.
Cuando eso ocurre, suelen olvidarse con rapidez y vuelven a su vida
anterior.
—Era mejor no decirle a la gente que algo
desconocido podía matarles —acertó a decir casi instintivamente,
saliendo con esfuerzo de su asombro.
—Ese tipo de asuntos deben mantenerse al
margen de la opinión pública.
La salida de tono del viejo le molestó casi
tanto como le sorprendió.
¿Al margen de la opinión pública? ¡Qué
estaba diciendo! ¿Es que se refería a una amenaza futura y remota
como la caída de un asteroide, y no a un peligro contrastado que
estaba llevando a gente a la tumba?
¡Me cago en la puta! Pero consiguió respirar
hondo, tras desviar la mirada hacia abajo. Ramón Castillo eligió el
sentido común para responder a semejante monstruosidad.
—No entiendo por qué. Si se conocía la
relación del insecticida y posiblemente del hongo con las muertes,
resultaba obligado difundirlo. Es evidente que el saberlo reduciría
el riesgo de contacto con el producto y hubiera ayudado a recuperar
el restante...
—Tonterías —le cortó despectivamente el
anciano— ¡Confusión y pánico! Eso es lo que hubiera creado la
noticia. Y picaresca... Mucha picaresca. Lo sabes, ¿verdad?; sabes
que el españolito vive de ella...
—Eso no es justificación.
Bartolomé Osorio se transformó de repente en
un jabalí acosado por una jauría de perros.
—¿Es que piensas que no sé de lo que estoy
hablando?—farfulló con aspereza—. Trabajé con el doctor Muro,
¿tienes idea?... Fue una vergüenza. La hipótesis oficial, aquello
de la colza, era un amaño entre ministerios. Una vergüenza
—repitió—. Así que no me des lecciones.
Este es mi
terreno, hijo mío.
... El doctor Muro, decía. Claro que le
sonaba. ¿De modo que Osorio había pertenecido al equipo de aquel
controvertido investigador? Eso encajaba como un guante con sus
exhaustivos conocimientos acerca de los efectos tóxicos de los
pesticidas. Lo recordaba con una claridad meridiana: la polémica
generada por la hipótesis de Muro y sus colaboradores, y su
descrédito posterior. ¿Cómo no iba a acordarse de algo así? El caso
del aceite de colza adulterado le sorprendió haciendo cuarto de
medicina y el asunto, por su naturaleza, gravedad y alcance, debía
interesar vivamente a cualquiera que estuviese relacionado con la
medicina. Muro, apartándose de las investigaciones que
mayoritariamente apuntaban al aceite de colza desnaturalizado, se
obstinó en atribuir el envenenamiento masivo al uso de pesticidas
ilegales en determinadas partidas de hortalizas —especialmente
pimientos y tomates— que salían de los invernaderos almerienses.
Organizó un considerable escándalo, pues cuanto más se le
desautorizó desde el Ministerio de Sanidad, más vehementemente se
radicalizó en defensa de su teoría.
—Lo de los pesticidas no se pudo demostrar,
que yo recuerde.
—¡Estás completamente equivocado!—replicó a
voz en grito el viejo— ¡Como todos! Nuestra
teoría se demostró, pero no fue aceptada... Las exportaciones
agrícolas hubiesen sufrido un varapalo mayúsculo, cuyas
consecuencias aún arrastraríamos. Por eso el gobierno eligió el aceite de colza como chivo expiatorio.
Era muy fácil, ¿sabes?
Se dio de bruces con un producto comestible,
que había sido adulterado, y se topó con él justo en el momento más
oportuno. ¡Ya tenía lo que le hacía falta! El aceite de colza
carecía de verdadero peso comercial... además, estigmatizarlo de
aquella forma, apenas dañaba la imagen del aceite de oliva. Al
contrario, si acaso; Suárez y su camarilla se dieron cuenta de que,
controlando la información, podía incluso salir fortalecido tras la
crisis: se presentaría como un producto artesanal, no sujeto a
«procesos químicos» durante su elaboración... ¡La jugada perfecta!,
¿no crees?... ¿Sabes de qué murió Muro? No, no lo sabes, ¿verdad?
—continuó sin dejarle contestar—. Pues murió de cáncer de pulmón.
¡Y jamás había fumado un solo cigarro! ¡Nunca! ¿Y sabes cuál fue la
causa de su cáncer? ¡Su trabajo con los pesticidas!—afirmó exaltado
para responder a su propia pregunta—. Sí..., él fue la cobaya de su
propio experimento —dijo, aplacado y con una profunda tristeza
reflejada en el rostro, la tristeza que da la pérdida de un ser
querido—; no le dieron otra alternativa.
Castillo evitó entrar en polémicas, pero
sintió que una porción apreciable del impacto que le había
producido la personalidad del anciano se había disipado como por
ensalmo en aquel instante. Su instinto le decía que lo que había
dado sentido al quehacer de Osorio era una oprobiosa sed de cumplir
con la misión encomendada. Sin considerar al legítimo depositario
de tantos esfuerzos, soslayándolo acaso, como si de una diminuta
brizna de hierba se tratase. Quiso preguntarle si eso le parecía
justo, si lo más justo era negarle a la gente la verdad a expensas
de otras motivaciones más o menos oscuras. Sobre todo, cuando lo
que está en juego son vidas humanas. ¿Útil? ¿Para quién? Pero se
mordió la lengua. Supuso a qué clase de cosas apelaría el viejo, a
qué facción del comunismo internacional atribuiría el deseo de
promover una campaña de desprestigio, aprovechando el escándalo,
para socavar nuestros valores eternos y los
principios que inspiraron y promovieron el glorioso Alzamiento
Nacional. Francamente, no tenía el cuerpo como para enzarzarse
en una discusión política. Se interesó por los resultados, dejando
a un lado los antiguos abusos que acababa de revelarle.
Sencillamente dejó de mencionarlos. Fue más fácil de lo que
pensaba: se sirvió de la cortesía que debía a la hospitalidad de la
pareja.
La faz de Osorio mudó de nuevo, al abandonar
el médico el asunto de la ocultación, recobrando un aspecto
sereno.
—El dinero, hijo —reconoció—. Siempre el
dinero... La realidad —recuperó el tono confidencial en sus
palabras— es que la investigación se suspendió en el setenta y dos
por falta de fondos. No se asignaron partidas presupuestarias ese
año. La excusa fue que durante los tres años anteriores no se
habían registrado nuevos casos... Pero el paréntesis previo había
sido de siete años, y ya sabes lo que pasó... Yo me opuse, por
supuesto. Y conmigo, el director general de la guardia civil; él
también sabía cuál era nuestro deber: seguir hasta el final. Una
gran persona y buen amigo... Un verdadero soldado, servidor de su
patria. Te juro que luché —dijo con voz quebrada y una mirada que
parecía suplicar la comprensión de Castillo— con todas mis fuerzas:
elaboré un informe exhaustivo y me entrevisté con tres directores
generales. Llegué incluso a pedirle audiencia al ministro. Me
recibió y escuchó con tanta amabilidad como desinterés. No hubo
nada que hacer... Pero no me di por vencido, ¿sabes?—susurró tras
carraspear varias veces—. Conseguí destino en el CSIC e hice uso de
los medios de que disponía para mantenerme informado. El itinerario
de mis vacaciones consistía en recorrer de norte a sur y en sentido
inverso, según los años, las zonas afectadas.
Me esforcé cuanto pude en buscar bidones.
Examiné los registros de defunciones; pregunté e interrogué... Así,
hasta el ochenta y cuatro, en el que la artritis me postró donde me
ves... Ni siquiera eso me hizo desistir... La suscripción a La
Provincia me mantiene al tanto. Y conservo amistades que de vez en
cuando me ponen al día...
—¿En Portas, quiere decir?
Osorio asintió con aire de
agotamiento.
—Dígame quiénes son o póngame en contacto.
Quizá, al hablar con ellos...
—No se trata de científicos...
—Ya lo imagino. Pero puede que sepan cosas
que no le hayan dicho a usted.
El viejo parecía disgustado por la
insistencia de Castillo, y deseoso de zanjar el asunto.
—Estás equivocado —refunfuñó—. Además..., no
hablarían contigo.
La voz de Osorio parecía haberse extinguido,
exhausta tras un esfuerzo inhumano. La estancia, sin ventilar desde
no se sabía cuánto tiempo, acrecentaba con su poso de humores acres
una lóbrega inquietud en el pecho del médico. A partir de ese
momento, ¿qué? Ahora conocía la historia que se escondía tras la
peripecia juvenil de Antonio, una historia que aclaraba algunas
cosas y sembraba en su cabeza muchas más incertidumbres que
respuestas. Presentía que iba a marcharse sin saber qué rumbo tomar
respecto de aquel asunto, y sin comprender muy bien para qué le
había hecho venir el viejo.
—Se me está haciendo tarde —se excusó
Castillo, mirando de modo mecánico su reloj.
—¿No piensas hacer nada? —le espetó el
anciano con un hilo de voz.
¡Maldita sea! Otro como Marta, pensó
Castillo. Otro que cree que los demás son como una tercera mano que
le crece a uno para retorcer las cosas a distancia y a placer, sin
que el objeto que estrujas, manipulas,
das la vuelta, zarandeas y repones luego en su sitio, sepa dónde
está el hombro que la mueve y la cabeza que la gobierna.
—No sé qué puedo hacer yo —dijo, poniéndose
en pie para recoger su abrigo del perchero de la entrada. Julia
también se levantó de su pequeña hamaca, con ánimo de acompañarle a
la puerta.
—¿Sabes que en nuestra etapa en el CSIC, tu
padre y yo llegamos a mantener una colaboración muy estrecha?
Castillo no respondió. Se limitó a mirarle
de soslayo, mientras terciaba el abrigo sobre el brazo
izquierdo.
—Tengo muy buenos recuerdos de aquella
época. No puedo decir que fuéramos verdaderos amigos, pero la
relación que mantuvimos era especial. Porque estaba basada en la
confianza mutua, ¿sabes? En muchos aspectos intimamos más que si
nuestra amistad se hubiera forjado en el terreno social.
¿A dónde quería ir a parar Osorio? Castillo
bajó los ojos. La época que Osorio mencionaba como la de sus
«buenos recuerdos», coincidía con la de los peores para él. Fueron
años en los que se distanció de sus padres por causas que ni
siquiera estaban claras en su memoria. En aquel periodo entre el
setenta y nueve y el ochenta y seis, su vida sufrió probablemente
las mismas convulsiones que azotaron al país.
—Eres muy diferente a tu padre. Perdona que
te lo diga. —Y Osorio meneó la cabeza con aire de decepción.
No acababa de creer del todo lo que estaba
oyendo. A Castillo le parecía increíble que el viejo emplease un
ardid tan antiguo y simplón para tentarle. ¿Es que lo había tomado
por un imbécil?
—Dejemos a mi padre a un lado.
—Lástima que hayamos perdido el contacto
—dijo él aparentemente absorto en sus recuerdos. Por cierto, ¿qué
tal se encuentra?
A regañadientes, Castillo le puso al día
respecto a la (excelente) salud de su progenitor, con la irritante
sospecha dentro del cuerpo de que ese cambio de rumbo en la
conversación no era fortuito, sino que de algún modo perseguía
obtener los mismos réditos, empleando una táctica nueva.
—Este asunto queda fuera de mi alcance
—concluyó—. Y usted lo sabe.
—Eso es una tontería.
El médico enarcó las cejas, pero se abstuvo
de replicarle. Antes de acudir a la cita, tenía la determinación de
no adquirir ningún compromiso. Se conocía demasiado bien; sabía que
se dejaría enredar en un laberinto del que luego le resultaría
imposible salir. En contra de lo que afirmaba Osorio, era muy
parecido a su padre en bastantes aspectos y era exactamente como su
padre en cuestión de compromisos, se dejaba el pellejo cuando daba
una palabra, aunque a fuerza de desengaños y reveses había
aprendido a adquirir muy pocos. Cuando se daba la vuelta con ánimo
de marcharse, el carraspeo furioso del viejo le hizo detenerse de
nuevo y volver el rostro hacia el sillón motorizado.
—Imaginaba que habías venido para ayudar
—repuso entristecido Osorio.
—¿Ayudar?—respondió Castillo en un acto
reflejo—. Mire, no se ofenda, pero por más vueltas que le doy, no
alcanzo a comprender aún cuál es la razón de que me haya elegido a
mí. Y no es que no le agradezca su confianza, al contarme todo esto
—hizo una pausa mientras Julia cruzaba con la bandeja hacia el
corredor de la derecha—. No soy la persona adecuada ¡Yo soy médico,
no investigador! Y haga el favor de no venirme con lo de mi padre
otra vez.
—Sé lo que eres y quién eres —se apresuró a
decir el viejo—. ¿No entiendes que eres el único con el que puedo contar?—aulló sin apenas
fuerzas— ¿No comprendes que tu posición en el pueblo, con vistas a
mover el asunto, es privilegiada?—Luego, más calmado—. Entiendo tu
presencia aquí, si estás dispuesto a hacer algo. De otro modo, no
la entiendo.
—Hombre, ¡es usted el que me ha hecho
venir!—puntualizó Ramón, mientras colocaba la prenda, doblada, en
su antebrazo izquierdo—... Aunque, si le digo la verdad, su carta
avivó mi curiosidad.
Me comprometí con Antonio en averiguar lo
que pudiese; las muertes le han afectado bastante y tengo la
impresión de que no volverá a ser el que era hasta que no sepa si
está en lo cierto o se equivoca respecto de este asunto... Mire,
seamos claros, dudo muchísimo que yo pueda hacer absolutamente
nada... Pero, bueno, si me indica el camino a seguir, a lo mejor
—conjeturó— puedo interesar a la guardia civil...
—Olvídate de los civiles: carecen de
iniciativa. Únicamente funcionan bajo mando militar. Si te empeñas
en desoír mi consejo, lo comprobarás: no te harán caso; tus
indicios siempre serán demasiado débiles para ellos... Céntrate en
lo que importa, que es parar las muertes. Apáñatelas para que nadie
coma setas, ni salga a recolectarlas: sugiere al alcalde el asunto,
que promulgue un edicto al día durante dos semanas advirtiendo del
peligro de comerlas. Debes decirle la
verdad: que las setas podrían estar contaminadas por un
insecticida ilegal... A ti te hará caso. A mí ni me escucharía...
Difunde el rumor por bares y comercios; en un pueblo como Portas
los rumores surgen y se propagan como las epidemias. Busca el
hongo, pero no debe tener contacto con tu piel, recuérdalo. Se
desarrolla bien en los terraplenes y laderas de bajo arbolado
orientadas al norte, donde el sol apenas incida. Ahí tienes unas
fotos para que puedas reconocerlo —señaló con la mirada a un sobre
que había encima de la mesa—. Cuando termine su ciclo vital habrá
pasado el peligro, pero mientras tanto
pon todo tu empeño en que nadie se acerque a ellos.
Castillo fijó nerviosamente sus ojos en el
sobre de color naranja suave, tamaño holandesa, y lo tomó sin
investigar su contenido. Por un instante había sentido el deseo de
devolvérsela al viejo, enmendándole la plana por haber dicho seta
en lugar de hongo. Prevaleció, sin embargo, la necesidad acuciante
de marcharse ya de aquella casa.
—Si hago eso creerán que se me ha ido la
cabeza —protestó, contrariado.
—Llévatelas —rogó el viejo—. Estoy
convencido de que encontrarás la manera de parecer cuerdo.
El médico enarcó las cejas mientras, con la
mirada baja, sopesaba el grosor del sobre. A regañadientes, hizo un
gesto de conformidad con la boca. Le azuzaban por dentro toda clase
de dudas.
—Avísame de cualquier novedad... Ah —le
advirtió cuando ya se había despedido y dado la vuelta para
encaminarse hacia la salida—, en cualquier caso estaremos en
contacto.
Salió aturdido del edificio, minúsculo en
medio del gran fragor de la sabatina noche madrileña. Los destellos
de los luminosos agudizaron temporalmente su confusión. Cuando
volvió a orientarse, tuvo conciencia de que, entre todos los
pensamientos que se entrecruzaban en su cabeza, entre las pistas
esbozadas por el relato de Osorio, entre la desazón por la
impunidad con que se había saldado la infame censura informativa de
la que aún se vanagloriaba el viejo... sobresalía, como una
necesidad mental perentoria, como un afán de curiosidad
insatisfecha, el relativo a sus misteriosos informadores. ¿Cuántas
personas estarían al tanto? Creía que el anciano le había sido
sincero con respecto a los documentos que se mantenían a buen
recaudo en el CNI, lo que llevaba aparejado una directa y a la vez
lógica consecuencia: la información no circulaba en doble sentido;
fuesen quienes fuesen, se limitaban a responder a lo que Osorio les
preguntaba, o, a lo sumo, a avisarle de los «incidentes» que
estuviesen revestidos de un perfil muy específico. Le sonó raro que su referencia exacta
al asunto fuesen las palabras: «conservo amistades».
Implícitamente, parecía indicarle que venían de muy antiguo. Si se
habían fraguado durante su primera visita, era razonable pensar que
sobrepasasen los sesenta, porque le costaba imaginarse a Osorio
intimando con gente mucho más joven. Era demasiado altivo para
rebajarse a tanto. Pero... ¿por qué ocultar su identidad, por qué
impedirle entrevistarse con ellos? No entendía los motivos.
El cansancio había hecho presa en sus
pantorrillas cuando aparcó el Volvo en el sótano del 1... de
Claudio Coello. Su dentellada era lo suficientemente profunda como
para no dejarle pensar con claridad, al menos hasta que pudiese
someter a sus gemelos a «tratamiento de choque». Debía de ser
producto de la tensión vivida, pensó, aunque tenía la misma
sensación de las mañanas siguientes al partido de fútbol anual que
organizaba la panda de Manolo Alcaine. Sabía bien que el dolor
corrosivo y profundo que sentía en la derecha, no desaparecería
hasta que se tomara una aspirina y estirase ambas piernas, tendido
boca arriba —y con la mirada perdida— en un lecho confortable.
Pero, primero debía comer algo. La caminata obligatoria hasta el
Don Diego, de unos diez minutos, le serviría para soltar los
músculos y encontrar un lugar donde cenar. Un restaurante indio,
fue el elegido, aunque tenía hecha la idea de una pizza y una Coca
Cola. Y eso que él era el tipo de persona que soportaba mal las
pequeñas frustraciones, las que no deberían producirse porque son
fáciles de evitar precisamente. Recordaba vagamente de una charla
con Antonio el comentario acerca de lo buenas que eran las
«Bonarda» que preparaba un italiano próximo a la calle Velázquez.
Hubiera sido inútil buscarlo, pues no se había quedado ni con el
nombre, ni con la altura de Velázquez, a la que se hallaba la
bocacalle en cuestión.
Diez minutos llevaba tendido sobre la cama,
dándole vueltas y más vueltas a lo acontecido durante la tarde y a
la tarea que tenía ante sí, que tenía decidido emprender en cuanto
llegase a Portas, carcomido por un desasosiego extraño, confundido
por señales desconcertantes, cuando sonó el teléfono.
—Buenas tardes —le saludó la voz engolada
del recepcionista—.
Señor Castillo, ¿verdad? Le paso una
llamada.