12

 

 

El hombre es mortal por sus temores e inmortal por sus deseos.
Pitágoras
Nueve de noviembre, sábado. 16.05 horas
—¿Alguna vez ha oído hablar del síndrome orelaniano?
El prólogo de aquella pregunta extraña se había desarrollado, unos segundos antes, en el oscuro rellano de la tercera planta del edificio, durante los cuales una mujer de voz hombruna se había tomado muchísimas molestias para asegurarse de que era él realmente, el que esperaban con aparente ansiedad, antes de franquearle la entrada al piso.
—¿Síndrome orelaniano? —Castillo negó con la cabeza—. La verdad, no me suena.
—Es natural —dijo el anciano emitiendo la voz como a través de un fuelle. El sonido brotó apagado aunque con vigor sorprendente—.
Teóricamente, es desconocido en España.
El hombre permaneció en el balancín, con los brazos completamente inmóviles y las manos caídas hacia el regazo. Conservaba bastante pelo, liso y muy blanco, ribeteado de rubio en las entradas y patillas. Sus ojos azules eran los de una persona de marcados rasgos escandinavos —piel clarísima, cabellos rubios como un campo de trigo en julio—, unos ojos de un azul intensamente pálido, muy vulnerables a la luz, surcados de pequeños vasos a punto de estallar. Las venillas resaltaban sobre todo en el dorso de la nariz, puntiaguda aunque de regular tamaño. Aparentaba más de setenta años y menos de ochenta, y a pesar de su aspecto nórdico se expresaba con el acento barnizado de suficiencia ingenua que distingue al Madrid castizo.
El viaje había sido incómodo, engorroso por culpa de la circulación lenta en Despeñaperros, a causa de un accidente, y con una lluvia molesta durante parte del trayecto, especialmente a la altura de la provincia de Ciudad Real. Además, como siempre que iba a Madrid, se había equivocado una vez más al entrar en la ciudad tomando la M-30 a través de la Avenida de la Paz. En esta ocasión no se desvió por la calle Méndez Álvaro como pretendía para llegar a Atocha. En lugar de ello, continuó durante unos kilómetros más en dirección nordeste, y finalmente decidió salirse atravesando el puente de Las Ventas. Estaba en el inicio de la calle Alcalá, sin sospechar que se encontraba en buena dirección para acceder con prontitud a la de Buenavista, en Embajadores, bajando por el Paseo del Prado. Aparcó su coche con la doble intermitencia puesta cuando localizó un mapa de la ciudad, de los que el Ayuntamiento dispone en las confluencias de las calles, y se situó con rapidez. Sólo necesitaba recorrer un par de kilómetros más.
En sus anteriores visitas a la ciudad, se había movido en un área muy restringida, concretamente en el barrio de Salamanca. La razón era que su guía durante el primer viaje, el del descubrimiento de la urbe, tenía familia en Claudio Coello, y su costumbre era buscar hospedaje en las inmediaciones. De ese modo, y dado que era el alter ego por antonomasia de un espíritu aventurero, reservó habitación en cada una de sus siguientes visitas en el mismo hostal de la calle Velázquez, a la que accedía con mejor o peor fortuna a través del paseo de La Castellana. Su carácter le había impedido emprender un conocimiento más amplio de la ciudad. Sentía verdadera aversión por desplazarse a ciegas y explorar, algo de lo que sí era un entusiasta Antonio. Se imaginó los tiras y aflojas que hubieran surgido entre ambos de haberle permitido que le acompañase, los contratiempos que tales diferencias de actitud le habrían causado durante su estancia. Le habría hecho perder el tiempo y, probablemente, cabrearse sin necesidad.
Su desconocimiento de Madrid era tanto más ilógico en cuanto que sus padres habían residido durante años en Getafe. En aquella etapa, los había visitado muy poco, y, cuando lo hizo, se había limitado a estar en casa con ellos, marchándose un día o dos después. Su absoluta falta de interés por «descubrir» los entornos de cada uno de sus destinos era un rasgo de su personalidad que ni él mismo acababa de entender del todo.
De haber sido otro tipo de persona, más emprendedora, se habría molestado en conocer mejor los accesos, pero ni siquiera sabía que la calle Alcalá estaba en pleno barrio de Salamanca. Se había acostumbrado a utilizar un taxi, tras guardar su Volvo en un parking cercano al hotel.
Había transitado la calle todo lo despacio que le fue posible (esto en Madrid puede convertirse en un acto temerario) y entonces se detuvo aparcando nuevamente en doble fila y escudriñó atentamente el edificio. El texto de la carta le había aclarado muy poco. Únicamente que su autor era también el responsable de aquella extraña llamada al juzgado, a finales de septiembre, interesándose por su persona. Venía escrita a mano (juraría que era letra de mujer) y firmada por Bartolomé Osorio, nombre de persona desconocida para él, o al menos así lo suponía. Luego, la dirección que tenía ante sus ojos.
Muy Sr. Mío:
He sabido del hallazgo de esos cuerpos en Portas. Me tomé recientemente la libertad de informarme de su participación en el procedimiento judicial de rutina, con una sencilla llamada al juzgado. Conoce usted cosas que a mí me interesan. Yo, a cambio, puedo revelarle otras, que nadie más que yo sabe, y que son de esencial importancia. Creo que hay que tomar medidas para evitar otros acontecimientos luctuosos. Le ruego que venga a verme, ya que por motivos de salud yo no puedo moverme de Madrid. Se lo explicaré y verá que es importante.
Era un edificio antiguo, con estrechos balcones protegidos por herrajes de color gris oscuro, salpicados de óxido. Probablemente construido en los primeros años cincuenta. La cuarta (y última) planta, donde debía hallarse —si no existía error en el remite— el piso que buscaba, estaba separada de las inferiores por una cornisa marmoleña de tonos claros.
Un edificio de aspecto corriente.
A aquella altura de la calle el olor potente de la urbe en plena actividad no sólo impregnaba la nariz. El olor le había despertado la conciencia del lugar en que se hallaba y le había acercado a los recuerdos de la niñez. Por primera vez desde que había emprendido el viaje pudo dejar de pensar en la carta, en las muertes, y en sus propias conjeturas y en las de Antonio. Aunque estaba mal aparcado y los vehículos zumbaban a velocidad imprudente a la altura del suyo, se había recreado durante unos segundos en contemplar abstractamente lo que le rodeaba. Aún era temprano para ir de visita: poco más de la una y media. Había decidido buscar un McDonalds o un Burger King en las proximidades, pero antes debía dejar el Volvo en un parking cubierto.
—El síndrome orelaniano —continuó el viejo— es sólo una posibilidad. ¿En qué posición se hallaron los cuerpos?
Castillo sintió que la emoción contenida se adueñaba de sus mandíbulas y las hacía temblar imperceptiblemente. Era como si castañetearan de frío pero la habitación estaba bien caldeada. Percibía un ligero estremecimiento intermitente en todo su cuerpo, dominado por las descargas breves y repetitivas de su propia adrenalina. Nunca era capaz de controlar esa reacción. Pero, a la vez, se sentía irritado y desconcertado. Le molestaba que el anciano estuviese jugando con él, llevándole a remolque, mostrándole las cartas de la partida, en desorden y con cuentagotas. Lógicamente, la primera cuestión que le había planteado a Osorio tras intercambiar las presentaciones y los saludos de rigor, era el motivo de su estancia allí, por qué él. Para su sorpresa se había limitado a contestar que sabía que estaba en Portas, cuál era su profesión, y por lo tanto su conocimiento más o menos directo de los hechos. Había conocido a su padre: trabajaron juntos en el CSIC. El mundo, por lo visto, era muy pequeño.
—Decúbito prono —confirmó el médico, tratando de modular las palabras de modo que no fuese perceptible el ligero temblor que delataba su estado.
—Ya —susurró Osorio.
El anciano recostó la cabeza sobre la almohadilla que había en la parte posterior del sillón y se quedó como absorto durante un tiempo que a Castillo le pareció eterno. Cuando volvió a la realidad, fue para preguntarle:
—¿Tiene frío?
—No, no —balbució Castillo sin despegar los dientes—. Estoy bien.
—¡Julia! Enciende el radiador.
Castillo detuvo a la mujer con un gesto, cuando ésta se dirigía hacia un radiador eléctrico situado a su derecha, junto a una lámpara de pie, cuya anticuada pantalla de pergamino se parecía mucho a una que habían tenido en la primera casa de Málaga. Aquel recuerdo repentino contribuyó a tranquilizarle.
—No hace falta. De verdad —insistió.
—Bien, cuénteme algo acerca de este nuevo cadáver, el del jueves último...
Castillo se disculpó mientras abandonaba el sofá tapizado de terciopelo granate: le hacía falta estirarse un poco; de ese modo desaparecerían en pocos segundos sus molestos temblores. El viejo le siguió con sus ojos humedecidos, hasta donde le permitía el ángulo derecho de su campo visual. Entonces la mujer vestida de negro (la hermana del anciano, según supo más tarde) quiso saber si deseaba cubrir alguna necesidad concreta. Estuvo muy educada y atenta. Lo agradeció contrayendo los párpados y los labios, tratando de tensar las mandíbulas de modo que el labio superior no se distanciara del inferior un solo milímetro, para evitar que se movieran contra su voluntad. Para dominar el temblor de sus manos se las metió en los bolsillos, y caminó hasta el único ventanal despejado de muebles (el otro estaba bloqueado por una pequeña mesa de camilla). Las paredes de la habitación estaban forradas de un papel feo y vetusto, con motivos florales chirriantes a la vista. Olía a madera vieja, alcanforada. Vio una reproducción en bronce de una estatua ecuestre de Franco sobre una cómoda de caoba de época. Eso le hizo buscar con más atención otros estigmas de la «España del Movimiento». Efectivamente había una enseña preconstitucional sobre la pared, coronando un escudo de armas terminado en madera de roble, con una talla en forma de penacho. La ansiosa negritud de la noche de invierno comenzaba a instalarse en la estancia.
Lo que le había parecido un balancín debía de ser por fuerza un asiento mucho más sofisticado, con un dispositivo eléctrico, pues cuando volvió la cabeza el viejo había girado trescientos sesenta grados.
—¿Ya lo sabía? Me sorprende —admitió Ramón Castillo—. No creo que se haya publicado nada en la prensa nacional; sólo en los periódicos provinciales, y en espacio muy reducido.
El viejo sonrió y, al hacerlo, le acudió un amago de tos.
—Por eso le pregunto —observó, lacónico.
—Bueno... como en los otros casos. Sin causa aparente de la muerte.
Pero aún desconozco el resultado de la autopsia.
—¿Lo desnudaron?
—¿Cómo dice?
—Digo que si le quitaron la ropa para la inspección ocular.
—Sí; mandé hacerlo. Aunque no fue del gusto de todos.
El viejo volvió a sonreír, esta vez con más cuidado.
—La autopsia no revelará nada —aseguró.
—En su carta prometió explicarme todo este asunto —dijo Castillo con renovada seguridad—. Y estoy esperando. Por ejemplo, no me ha dicho aún quién es o qué tiene usted que ver con Portas.
El temblor había cesado definitivamente.
—Es verdad —admitió secamente Osorio—. Tienes mucha razón —le tuteó, removiéndose fatigosamente en el asiento como si buscase una postura más cómoda (los dedos se retorcieron al compás de los vaivenes del cuerpo y se hizo evidente una grave deformidad en las articulaciones)—. Y poca paciencia.
La hermana del viejo intervino, solícita.
—¿Quiere tomarse un café?—dijo con una sonrisa—. ¿O le apetece otra cosa? Pero —se frotó las manos— siéntese, que va a crecer.
—Prefiero un café —agradeció Castillo, retornando al sofá de terciopelo.
—¿Te gusta la música clásica?—preguntó en tono ensimismado Osorio, mirando hacia el techo. Y sin que pareciese importarle que Castillo respondiese o no a su pregunta, dijo—: Desde el último brote, en el 94, no he vuelto a andar, ¿sabes? Creo que muy pocas personas en el mundo han escuchado más veces que yo las Cantatas de Bach...
La sonrisa que aquellas palabras dejaron impresa en la cara de Osorio era una marca esculpida entre todos los resquemores que no habían sido completamente apagados y todas las frustraciones que no se habían visto resarcidas.
—La música clásica no está entre mis preferidas —reconoció algo avergonzado Castillo.
—Recibo muy pocas visitas. Eso me deja mucho tiempo para la música y la lectura —dijo Osorio, con una perceptible amargura en la mirada—. Lee a Stefan Zweig, cuando tengas tiempo.
Castillo asintió un poco sorprendido. Curiosamente, Antonio le había hecho la misma recomendación durante la comunión de Laura, la hija de Marcos Tapia. Fue tal su entusiasmo al hablarle de Zweig que, a pesar de sentir un recelo natural por todo cuanto fuese objeto de una exaltación desmedida, lo había convertido finalmente en uno de sus proyectos más recientes. Pero como tantos otros, tenía muchísimas posibilidades de no fructificar.
En los minutos siguientes, Osorio pareció olvidarse del asunto que había conducido a ambos hacia aquel encuentro y se lanzó a hablar de sí mismo y de la vida que había llevado en los últimos quince años, lejos ya de la calle, del trabajo y de las tertulias de café. La enfermedad había terminado por repatriarle entre aquellas paredes de aliento oscuro, construidas para envolver en olvido y anonimato toda clase de objeto o vida. Vehementemente, el anciano hizo una exaltación de la amistad, de cómo gracias a sus amigos pudo superar la temprana muerte de Emiliana Jáuregui, la frágil navarra de la que se había enamorado durante el verano del año 51, en Jaca. Pero la amargura rebosaba por las costuras de su voz como el agua de centenares de días de lluvia. La amargura sin rencor del abandono estaba en su mirada. Se adivinaba sin esfuerzo al verle desgañitarse glosando su fe en el valor de las lealtades personales, que una gran parte de los que Osorio creyó sus amigos se habían apartado de su lado durante su último exilio.
Osorio era demasiado orgulloso para reconocérselo a sí mismo y estaba demasiado decepcionado como para callárselo. Necesitaba volver a sentir que alguien le escuchaba, que alguien se interesaba por lo que le ardía en un continuo dentro de la cabeza y el corazón.
Su voz se convirtió en un murmullo entrecortado al mencionar nuevamente la añoranza que nunca le había traicionado, la de su pobre y queridísima Emiliana.
Entonces Castillo percibió un zumbido corto.
El anciano había pulsado el mecanismo motorizado.
—Esto que voy a contarte —comenzó a decir en tono solemne— se ha mantenido a resguardo de la opinión pública durante cincuenta años. Actualmente toda la información disponible la tiene en su poder el CNI, donde aún figura dentro del apartado de «documentos clasificados». Únicamente dos personas más, aparte de mí, están al tanto de los hechos. Y... —dudó— debes creerme si te digo que me lo he pensado mucho antes de ponerme en contacto contigo. Si me decidí —le brillaron de pronto los ojos—, fue porque no estaba dispuesto a que muriese más gente por culpa de la estúpida obcecación en no quebrantar mis viejos juramentos.
El viejo suspendió por un instante su declaración, como si degustase el sabor —amargo, tal vez dulce— de la acción que acababa de emprender al poner en jaque sus sagrados deberes.
»El ministerio de Gobernación creó en 1946 una brigada de intervención —continuó con la mirada ligeramente elevada hacia un lugar indefinido—. Un año antes, un químico catalán había desarrollado en una pequeña industria de Reus un insecticida nuevo, un isómero del hexaclorociclohexano, ya sabes, un órgano clorado, al que él denominó zirtafeno. Al parecer había comprobado propiedades herbicidas y fungicidas en el producto, de naturaleza distinta a otros de similar estructura química —una ligera tos le hizo interrumpirse. Respiró pausadamente varias veces antes de continuar—. ¡Julia! —gritó—.
¡Trae el pañuelo! —La mujer murmuró algo inaudible antes de proceder a secar las lágrimas que se asomaban a los sangrantes párpados de Bartolomé Osorio—. Sólo —carraspeó—, sólo... llegó a producir una única partida de aproximadamente quinientos bidones de quince litros cada uno. El muy necio, ni siquiera estaba seguro del número exacto de bidones que se habían envasado. Por desgracia, se distribuyó de inmediato, sin que quedara constancia del circuito de comercialización, ya que, al carecer de autorización, no había ningún número de registro. Lo único que sabemos es que el reparto se hizo por la franja este de la península, comenzando en Cataluña y terminando en Andalucía oriental, con dos zonas en blanco, es decir, limpias, una en Castellón y otra en Almería —señaló con la cabeza un mapa colgado en la pared, a su izquierda, con una línea de puntos unidos que se extendía marcando un territorio acotado, a lo largo de las regiones mencionadas. Había muchos puntos rojos en su interior y dos rectángulos en paralelo, uno sobre Castellón, y otro ocupando más o menos dos tercios de la provincia de Almería—. Para complicar más las cosas, los bidones desaparecieron en su mayoría por medio de trueques en el mercado del estraperlo, lo que muy probablemente multiplicó sus puntos de destino. —El anciano volvió a tomar aliento—. Las primeras muertes tardaron en relacionarse con el zirtafeno; mucha gente moría aún debido a las enfermedades carenciales que siguieron a nuestra cruzada —saboreó las palabras con algo más que nostalgia—. Quizás algunos fallecimientos quedaron solapados.
Nunca estuvimos seguros...
»La brigada de intervención —prosiguió, tras otra breve pausa para tomar aliento— fue creada por voluntad expresa del caudillo. Eran tiempos muy difíciles, España estaba renaciendo de sus cenizas, no había lugar para resolver cuestiones... digamos... tangenciales, sino que todos los esfuerzos debían dirigirse a la reconstrucción del país, ¿entiendes? Pero El Generalísimo quedó impresionado cuando supo de los estragos que aquellos bidones estaban causando...
—Ahí tiene la leche —indicó Julia, señalando una jarrita con los ojos mientras depositaba la bandeja en la mesa ovalada—. Y el azúcar.
Sírvase como le guste.
El anciano pareció reprobar con la mirada la interrupción, pero se limitó a carraspear para aclararse la garganta.
La ansiedad de Castillo no hizo sino crecer durante aquel pequeño receso. La ansiedad y la curiosidad. Observó de reojo cómo la mujer se sentaba bajo el ventanal y encendía un cigarrillo, después de abrigarse las piernas con las faldas de la mesita. Luego manipuló un mando a distancia y pudo oírse el sonido característico de un programa televisivo de variedades, con las salvas de aplausos mecanizados y la música de fondo. Rápidamente el volumen fue ajustado a un nivel razonable para no interferir en la conversación.
—Pues... como te iba diciendo, Franco se tomó aquello como una cuestión de amor propio y encargó a su ministro de Gobernación hacerle frente con todos los medios necesarios. Lo prioritario era recuperar el mayor número de bidones posible, y esa tarea fue encomendada a la Guardia Civil. Las requisas de mercancía del estraperlo —la tos le dominó de nuevo— eran... eran generalmente una excusa para seguir su rastro. Nuestra brigada se encargaba sólo de investigar las muertes sospechosas...
—Una unidad de seis hombres —aventuró Castillo, apurando con un último sorbo la taza de café «templado».
La noche estaba a punto de completar su círculo de tinieblas en el exterior, y a medida que se adueñaba de todo transmutaba en cálida intimidad la diurna tristeza de la luz eléctrica. Ramón Castillo se sentía inundado por una fuerte sensación de bienestar, como si hubiese alcanzado un punto de perfecta complicidad intelectual con el viejo, una simbiosis espiritual que no hacía sino agilizar la coordinación de sus pensamientos, mucho más nítidos y ordenados ahora.
La erudición e inteligencia de Osorio le habían impresionado al margen de las soflamas fascistas. Y le repitió la historia de Ladrón de Guevara.
Osorio le escuchó con mirada atenta y cuando hubo concluido le preguntó:
—¿El hijo del secretario?
—Eso es —confirmó el médico— ¿Recuerda a su padre?
El viejo bebió pausadamente un gran vaso de agua de la mano de Julia.
—Naturalmente.
—Él está convencido de que es una repetición del fenómeno.
—Puede ser —dijo lacónicamente Osorio—. Por esa razón te encuentras aquí.
—Pero ¿por qué tres fallecimientos en cada episodio? No tiene lógica.
—¿Quién lo dice?—preguntó, a su vez, el viejo—. ¿El hijo del secretario?
—Lo digo yo —afirmó Castillo, ligeramente irritado por la soberbia de Osorio. —No es lógico, en absoluto, que en las intoxicaciones se produzcan brotes simétricos. Y mucho menos a lo largo del tiempo.
—¡Por supuesto!—tronó el anciano— ¿Cuándo he hablado de brotes cerrados de tres casos? Había características comunes en los fallecimientos pero nunca que el número fuese igual en los distintos lugares donde se produjeron.
—La creencia de Ladrón de Guevara es otra. Él afirma que a su padre se le comunicó dicha peculiaridad durante la investigación.
Osorio mostró todo su desdén hacia el padre de Antonio blandiendo una risilla sardónica.
—Ese hombre creía saberlo todo... Tal vez me tomó por su confidente —ironizó.
De improviso, el vaho tenue de los viejos rencores se filtró hasta la estancia. Si el anciano se desviaba de los hechos para entregarse a ajustar las cuentas pendientes, los propósitos de Castillo podrían verse gravemente afectados. Debía evitarlo a toda costa.
—Explíquemelo, por favor —rogó, persuasivo, el médico.
En medio de un profundo suspiro, Bartolomé Osorio se limitó a asegurar:
—Cada vez era diferente...
Lejos de arredrarse por ese inesperado hermetismo, Castillo siguió escarbando en los recuerdos del viejo.
—Antonio insiste en ese aspecto. En realidad, es lo primero que llamó su atención.
Osorio hizo un gesto despectivo con la boca, demostrando su nula confianza en el valor de las cábalas de Ladrón de Guevara y su irritación por la obcecación de Castillo en volver a mencionarlas.
—No hay relación de causalidad en el número de fallecidos. Es un hecho aleatorio.
—Supongo que la distribución por sexos también es aleatoria.
—Absolutamente —corroboró el viejo.
—Pues sumando los del sesenta y nueve y éstos, me salen seis varones y ninguna mujer —dijo Castillo, mientras hurgaba en los bolsillos del pantalón en busca de un caramelo de menta.
—Ochenta y dos por ciento de varones y dieciocho por ciento de mujeres. Ésa es la proporción real entre el total de víctimas. Sin embargo, no hay razones que indiquen una afinidad del tóxico por los varones.
Sencillamente, había y hay muchos más hombres que mujeres ocupados en la agricultura.
—¿Influía la edad?
—¿A qué te refieres?
Castillo se introdujo en la boca el caramelo y lo llevó hasta su carrillo derecho para que no perjudicase su dicción.
—Me refiero a que la segunda coincidencia entre las víctimas actuales es la de tener más o menos la misma edad. ¿Sabía eso?
Bartolomé Osorio le dirigió una mirada displicente, como si le estuviera examinando con vistas a incluirlo en su equipo, y acabase de decidir que el aspirante era demasiado ambicioso y atrevido para darle el apto.
—¿Ah, sí? ¿Qué edad, dices?
—Entre sesenta y seis y sesenta y ocho.
—No lo sabía —admitió a regañadientes—. De todas formas, es irrelevante.
—Tampoco entiendo —observó con el caramelo a medio triturar— que no haya testigos de las muertes..., que se hayan producido en zonas aisladas.
—Otra conjetura errónea. Contamos con más de dos docenas de testimonios fiables —aseguró Osorio—. Sí es cierto que la inmensa mayoría murió en el campo, pero eso no supone necesariamente aislamiento. El que así fuese sólo es la consecuencia de la naturaleza del tóxico.
El que hubiese testigos de las muertes, si había de dar por cierto lo que afirmaba el anciano, era una novedad que Castillo no se esperaba.
Mientras barajaba lo ocurrido y lo relatado por Antonio, se había instalado en su subconsciente la noción de unas muertes en completa soledad, aunque carecía de datos a favor de esa circunstancia y la contraria. Simplemente aquél era un elemento que parecía deducirse de los hechos conocidos por él. Experimentó de improviso un gran interés por la afirmación del viejo. Tanto que, inmediatamente después, se sorprendió de verse torpedeándole a preguntas.
—Y ¿qué se sabe de eso?—dijo con cierta excitación en la voz—. ¿Qué describieron los testigos? ¿Se trataba de la misma pauta? Es decir, ¿se dedujo de sus testimonios si los signos agónicos eran parecidos, o diferían en cada caso? ¿Consta que presentaran algún tipo de alucinación?
—Poco a poco —respondió sorprendido el viejo, ante la cascada de preguntas—. El intervalo entre el bienestar aparente y la muerte era muy corto, de uno a dos minutos a lo sumo. Eso es lo que dedujimos de sus testimonios. Y en cuanto a los signos, muy escasos e inconstantes: unos espasmos musculares breves, fue el más citado. —Se detuvo con aire pensativo—. ¿Y qué otra cosa querías saber?
—Si tenían alucinaciones —especificó Castillo.
—Jamás las hubo —negó enérgicamente el viejo—. Nadie describió conductas delirantes en las víctimas. Por lo que sabemos, la lucidez era completa hasta el final. Nosotros —prosiguió con más calma—, investigamos todas las muertes súbitas en una escala de tiempo. Algunas pudimos atribuirlas al mismo fenómeno.
—Muerte súbita —musitó Castillo.
—Exacto. ¿Habéis tenido alguna más en estos dos últimos meses?
—No —meneó la cabeza— ¿Qué me dice del forense?
—Las necropsias no han aportado nunca nada significativo, salvo para excluir otras causas.
—Todos aparecían en prono y con las palmas vueltas —comentó Castillo.
—Sí. Realmente no sabíamos por qué, pero sospechábamos que tenía que ver con un orden determinado en la parálisis de los diferentes grupos musculares. Tal vez la de los cuádriceps y deltoides precedía al resto.
—¿Recuerda si la piel de los fallecidos se volvía pegajosa, al menos en ciertas zonas?
El viejo le miró extrañado.
—¿Pegajosa?
—Sí, como si contuviese algún tipo de adhesivo.
—No; nunca observé nada parecido a eso. ¿Por qué me lo preguntas?
—En dos de los casos había una sustancia adherente en la piel.
La frente de Osorio se arrugó completamente. Era como si le estuvieran hablando en un idioma absolutamente desconocido.
—¿Estás seguro de eso?
—Sí, porque lo comprobé personalmente. Hace dos días —añadió.
—Ya... ¿Y dices que sólo en dos de ellos?
—La piel del primero estaba mojada —le aclaró Ramón—. El agua impidió detectar su existencia. Pero eso no lo descarta.
—La verdad es que no tengo ni idea de lo que significa —dijo el viejo tras meditarlo durante unos segundos.
Castillo notó que se le habían desmoronado de repente ciertas ideas al tiempo que se abrían nuevos interrogantes; algunos de ellos comenzaban ya a revolotearle por la cabeza.
Tratando de apartar las cábalas que se sucedían sin control en su cerebro, planeó cambiar de tercio.
—¿Qué es el síndrome orelaniano?
La pregunta de Castillo se entremezcló con un rosario de suaves protestas (dichas a media voz) de Julia, tras desconectar el televisor, acerca del ruido innecesario que producen tales aparatos. Pero era raro, porque aquél se había fijado en que el programa que emitían era una de esas típicas telenovelas de sobremesa, de más de cuatrocientos capítulos, predilectas de mujeres como Julia (es decir, mujeres entradas en años, solteras y recluidas en la monótona jaula del hogar, a causa de un destino no elegido o por propia decisión).
—Es una intoxicación debida a un hongo, el Cortinarius orellanus, descrita inicialmente en Polonia —explicó el anciano—. El principio tóxico es la orelanina.
—¿Qué mortalidad tiene?—inquirió automáticamente.
—Alrededor de un quince por ciento... En condiciones normales —añadió.
—¿Qué quiere decir eso?
—Lo que quiere decir es que, si la responsabilidad era del Orellanus, cosa aún no definitivamente probada, la mortalidad real fue de un ciento por ciento en nuestras series porque las condiciones de esta intoxicación eran completamente anormales.
—Creía que la única seta capaz de producir sistemáticamente la muerte en nuestro territorio era la Amanita Phalloides.
—Vayamos por partes. Y hablemos con propiedad. En primer lugar, yo diría que estamos hablando de hongos —dijo con retintín—. Y en segundo lugar, eso que dices sería cierto de no ser por nuestro descubrimiento. —Y se detuvo, con aire de haber dado por finalizada todas sus explicaciones.
—Siga, por favor —suplicó expectante Castillo.
Osorio le dedicó una mirada autosuficiente.
—El síndrome orelaniano al igual que el foloidiano, tiene una mortalidad apreciable, pero su curso es muy lento. Sin embargo, lo que nosotros vimos era de una letalidad inesperada y de un curso absolutamente fulminante.
Castillo se sintió en desventaja. Carecía de preparación para debatir en el plano científico al nivel que le exigía Osorio.
—Lo que no entiendo es qué tiene que ver todo eso con el insecticida —dijo sin mirar directamente a su anfitrión.
—Es muy complejo, hijo mío —susurró tras un profundo suspiro el viejo, adoptando inesperadamente un tono familiar—. Necesitaría horas para explicártelo. Pero bueno, sí te diré que cuando iniciamos nuestra investigación se experimentaron los efectos del pesticida en un modelo animal. Y no funcionó igual. Sintetizamos la sustancia y la comparamos con el producto inmovilizado: los efectos eran diferentes. Pero aún había otra cosa: los fallecimientos, como ya te he apuntado, siempre sucedían en circunstancias que sugerían una muerte súbita: los cadáveres eran hallados o cuando se producía la muerte en presencia de testigos, estos la describían como repentina y violenta. No concordaba con el cortejo sintomático típico de un órgano clorado, ni con lo que hallamos nosotros en el ensayo... Además, en las autopsias, como también te he dicho, no encontrábamos las lesiones características que causan estos tóxicos, y ni siquiera podíamos aislarlo en los tejidos...
—¿Entonces?... —le interrumpió Castillo.
—Entonces llegamos a la conclusión de que el producto se había contaminado durante el proceso de fabricación, posiblemente en el envasado, con otra sustancia que no podíamos detectar en el análisis, algo que cambió sus propiedades. Teníamos la evidencia de que el insecticida era el responsable de las muertes porque muchos de los fallecidos habían tenido contacto con él, pero nunca pudimos comprobar que se hubiese ingerido accidentalmente, y tampoco hallamos rastro alguno en las vías aéreas de las víctimas; por lo tanto, tenía que existir un factor externo o del huésped, que hiciese que un contacto mínimo, a través de la piel, terminara por provocar la muerte en pocos minutos.
Por otra parte, sabemos desde hace tiempo que determinados disolventes facilitan enormemente la absorción cutánea de estos productos, por lo que no era descabellado pensar que en esa hipotética mezcla anduviese la clave de la intoxicación. Y, de hecho, en bastantes casos, aunque no en todos, encontramos restos de fuel, gasolina o benzol en la piel de los fallecidos.
Bartolomé Osorio sorbió ruidosamente por la nariz, y el médico vio aletear su cuello al compás de los esfuerzos por liberarse de la mucosidad que le atosigaba. Luego, percibió con claridad el rastro peculiar de fumador de negro que la mujer expandió a su lado mientras se apresuraba a sonársela, ignorando sus gruñidos de dolor.
—No hables tanto —le reprendió.
El anciano buscó los ojos de Castillo por encima de los brazos de su hermana. Y sacó a relucir de nuevo su prodigiosa memoria.
—A uno de mis hombres —prosiguió aliviado—, un bioquímico muy capaz, apellidado Perelló, se le ocurrió que deberíamos hacer una encuesta epidemiológica. Reconozco que fue el primer paso que dimos para dotar a nuestra investigación de un método científico de trabajo.
Nos habíamos desplazado a cincuenta y tres puntos distintos del territorio nacional, y teníamos contabilizadas trescientas sesenta y tres muertes, sin que hubiéramos podido establecer con exactitud la causa en la mayoría de ellas, excepto por el hecho de que pudimos comprobar la presencia —contemporánea o antigua— de los bidones en las zonas de los fallecimientos o que eran simplemente propiedad de los fallecidos.
Confiábamos en que los casos cesaran en uno o dos años, pero no fue así. Cinco años después del inicio de aquel desgraciado episodio, proseguía el goteo de muertes. Se habían recuperado muchos bidones, pero ¿cuántos nos faltaban? ¿Cuántos habrían ido a parar, una vez vacíos, a cualquier vertedero? Los pesticidas son productos de temporada, de consumo moderadamente rápido; el problema debía haberse acabado en un par de años. Y las autopsias no nos aclaraban mucho. Es cierto que los decomisos del insecticida interrumpían la cadena de muertes, aunque faltaba el eslabón, la prueba... Y tal vez aún nos falte.
»A mediados del año 51 ya habíamos comprobado dos circunstancias comunes a todos los casos. Una era que las muertes siempre se producían a finales de la primavera y a mediados de otoño, inmediatamente después de un periodo lluvioso. Otra, que en los instantes previos a la muerte el fallecido sufría una sed intensa, lo que era confirmado por la gran cantidad de agua que hallábamos en el tubo digestivo. Casualmente cotejamos que el Cortinarius Orellanus, o un hongo muy similar —unas ligerísimas diferencias morfológicas, establecían ciertas dudas al respecto—, según dictaminó el departamento de micología del Instituto Nacional de Toxicología—volvió a sorber varias veces seguidas por la nariz—, había aparecido aisladamente en zonas próximas a los lugares donde morían esos infelices, lo cual, por cierto, era muy extraño, principalmente por dos razones: la primera, que se había detectado en primavera, época del año en la que no había sido visto nunca; la segunda, que apareció en campo abierto... Ten en cuenta, que hasta ese momento sólo había sido descrito en las umbrías de algunas zonas boscosas. Este descubrimiento, como no podía ser de otro modo, nos llamó poderosamente la atención. La agrupación de muertes en distintos periodos separados a veces por escalas temporales prolongadas, cuadraba mejor con los efectos de los venenos de origen natural, sujetos a un ciclo vital, que con los de un producto sintético y manipulable. Aunque no existían antecedentes registrados de intoxicaciones por su consumo, y su presencia en nuestro suelo era cuando menos dudosa, resultaba evidente que algunos de los síntomas descritos en la intoxicación humana por la ingestión del Cortinarius, eran coincidentes con nuestros hallazgos, especialmente la sed. Nos preguntamos... nos preguntamos —tomó aliento, con una pausa breve que a Castillo se le figuró interminable— si el desarrollo anómalo del hongo en determinadas zonas no sería una consecuencia indirecta del uso del pesticida, y que la atribución de las muertes al mismo fuera errónea. Por otra parte, resultaba probable que se hubiera importado accidentalmente desde Europa Central entre las toneladas de abono orgánico que habían cruzado nuestras fronteras. ¿No se trataría de una forma mutada del Cortinarius por la acción del zirtafeno, o para ser más preciso, del zirtafeno y su contaminante desconocido, que hubiese cambiado ligeramente su estructura química hasta conferir a la orelanina unas propiedades diferentes? Tal sustancia, probablemente persistiría durante años en el estrato superficial del suelo fértil, afectando de esa manera a sucesivas generaciones de Cortinarius. ¿Cuánto tiempo? No lo sabemos... No encontramos otra explicación al hecho de que el agotamiento por consumo del insecticida, su eliminación en la práctica, no tuviese unos efectos proporcionales en el descenso de los fallecimientos... Si has estado atento estos días a la prensa y televisión, sabrás lo de esas niñas de Tomares. Una falleció casi de inmediato, y otras dos permanecen en la UCI, o estuvieron días atrás. ¿No te ha llamado la atención? Según parece han atribuido la intoxicación a unas setas con las que estaban jugando, pero ninguna de ellas las había comido...
»A raíz de esos hallazgos y las hipótesis planteadas por los mismos, intensificamos la búsqueda del resto de bidones. Presenté un informe detallado al ministro, como jefe de la brigada, y conseguí que aumentase las fuerzas de la guardia civil asignadas al decomiso.
»El esfuerzo tuvo sus frutos —jadeó exhausto el anciano. Quedó un instante en silencio y sus ojos se iluminaron como si hubiera concluido con éxito un exorcismo—. Si... en los años anteriores hubo un goteo constante de víctimas, a partir del año 62, las muertes cesaron hasta 1969. Las de Portas fueron las últimas que investigó nuestra brigada.
Hacía un buen rato que el vello de Castillo permanecía erizado.
Todo aquello: la increíble revelación que el anciano le estaba haciendo, remontándose en el tiempo nada más y nada menos que cincuenta años, los hechos vividos recientemente, el relato de Antonio Ladrón de Guevara, sus propias pesquisas tan desconcertantes y a la vez tan coherentes con lo que acababa de oír, todo absolutamente, le transmitía cierta sensación de irrealidad, de hallarse atrapado en medio de una extraña novela de intriga, de una ficción que tomaba cuerpo real desde la tumba de varios centenares de inocentes.
Comprendió que había llegado el momento de mostrarle la famosa fotocopia.
—¿Qué me dice de esto? —le preguntó inmediatamente después de pasarle el papel, y sin darle tiempo a leerlo.
El viejo le dirigió una mirada altanera, cogió el documento y las gafas, colocadas en una especie de bolsillo que colgaba del artilugio donde estaba sentado.
—Carece de valor —afirmó tras dedicar unos segundos a examinarlo—. Es una simple resolución de protocolo. A estos documentos los llamábamos IDR.
—¿IDR?... Eso es un acrónimo, ¿no?
—Exacto. IDR significa «Informes De Repertorio». Servían para cerrar oficialmente los casos.
—¿Quiero decir que nada de lo que ahí se dice es verdad?
—Sí, eso es lo que quiero decir. Se elaboraban con la finalidad de impedir el impacto social de dejar una investigación inconclusa. Las respuestas estaban predeterminadas en los modelos correspondientes.
Yo mismo los ideé y trabajé en los diferentes supuestos.
Castillo no salía de su asombro.
—Todo era un engaño, ¿no?
—No como tú piensas. La investigación continuaba extraoficialmente en todos sus aspectos y con toda la dedicación necesaria. Pero a veces no conseguíamos saber la verdad, y en otras ocasiones tardábamos mucho en saberla. Ese procedimiento demostró ser útil para satisfacer la necesidad social más relevante derivada de un hecho trágico.
—Imagino cuál es —apuntó, decepcionado, Castillo.
Osorio leyó el pensamiento del médico.
—Has acertado, supongo: la de contar siempre con una explicación; esa es. Eso es lo único que tranquiliza a la gente, el único remedio contra sus temores y sus supersticiones. Cuando eso ocurre, suelen olvidarse con rapidez y vuelven a su vida anterior.
—Era mejor no decirle a la gente que algo desconocido podía matarles —acertó a decir casi instintivamente, saliendo con esfuerzo de su asombro.
—Ese tipo de asuntos deben mantenerse al margen de la opinión pública.
La salida de tono del viejo le molestó casi tanto como le sorprendió.
¿Al margen de la opinión pública? ¡Qué estaba diciendo! ¿Es que se refería a una amenaza futura y remota como la caída de un asteroide, y no a un peligro contrastado que estaba llevando a gente a la tumba?
¡Me cago en la puta! Pero consiguió respirar hondo, tras desviar la mirada hacia abajo. Ramón Castillo eligió el sentido común para responder a semejante monstruosidad.
—No entiendo por qué. Si se conocía la relación del insecticida y posiblemente del hongo con las muertes, resultaba obligado difundirlo. Es evidente que el saberlo reduciría el riesgo de contacto con el producto y hubiera ayudado a recuperar el restante...
—Tonterías —le cortó despectivamente el anciano— ¡Confusión y pánico! Eso es lo que hubiera creado la noticia. Y picaresca... Mucha picaresca. Lo sabes, ¿verdad?; sabes que el españolito vive de ella...
—Eso no es justificación.
Bartolomé Osorio se transformó de repente en un jabalí acosado por una jauría de perros.
—¿Es que piensas que no sé de lo que estoy hablando?—farfulló con aspereza—. Trabajé con el doctor Muro, ¿tienes idea?... Fue una vergüenza. La hipótesis oficial, aquello de la colza, era un amaño entre ministerios. Una vergüenza —repitió—. Así que no me des lecciones.
Este es mi terreno, hijo mío.
... El doctor Muro, decía. Claro que le sonaba. ¿De modo que Osorio había pertenecido al equipo de aquel controvertido investigador? Eso encajaba como un guante con sus exhaustivos conocimientos acerca de los efectos tóxicos de los pesticidas. Lo recordaba con una claridad meridiana: la polémica generada por la hipótesis de Muro y sus colaboradores, y su descrédito posterior. ¿Cómo no iba a acordarse de algo así? El caso del aceite de colza adulterado le sorprendió haciendo cuarto de medicina y el asunto, por su naturaleza, gravedad y alcance, debía interesar vivamente a cualquiera que estuviese relacionado con la medicina. Muro, apartándose de las investigaciones que mayoritariamente apuntaban al aceite de colza desnaturalizado, se obstinó en atribuir el envenenamiento masivo al uso de pesticidas ilegales en determinadas partidas de hortalizas —especialmente pimientos y tomates— que salían de los invernaderos almerienses. Organizó un considerable escándalo, pues cuanto más se le desautorizó desde el Ministerio de Sanidad, más vehementemente se radicalizó en defensa de su teoría.
—Lo de los pesticidas no se pudo demostrar, que yo recuerde.
—¡Estás completamente equivocado!—replicó a voz en grito el viejo— ¡Como todos! Nuestra teoría se demostró, pero no fue aceptada... Las exportaciones agrícolas hubiesen sufrido un varapalo mayúsculo, cuyas consecuencias aún arrastraríamos. Por eso el gobierno eligió el aceite de colza como chivo expiatorio. Era muy fácil, ¿sabes?
Se dio de bruces con un producto comestible, que había sido adulterado, y se topó con él justo en el momento más oportuno. ¡Ya tenía lo que le hacía falta! El aceite de colza carecía de verdadero peso comercial... además, estigmatizarlo de aquella forma, apenas dañaba la imagen del aceite de oliva. Al contrario, si acaso; Suárez y su camarilla se dieron cuenta de que, controlando la información, podía incluso salir fortalecido tras la crisis: se presentaría como un producto artesanal, no sujeto a «procesos químicos» durante su elaboración... ¡La jugada perfecta!, ¿no crees?... ¿Sabes de qué murió Muro? No, no lo sabes, ¿verdad? —continuó sin dejarle contestar—. Pues murió de cáncer de pulmón. ¡Y jamás había fumado un solo cigarro! ¡Nunca! ¿Y sabes cuál fue la causa de su cáncer? ¡Su trabajo con los pesticidas!—afirmó exaltado para responder a su propia pregunta—. Sí..., él fue la cobaya de su propio experimento —dijo, aplacado y con una profunda tristeza reflejada en el rostro, la tristeza que da la pérdida de un ser querido—; no le dieron otra alternativa.
Castillo evitó entrar en polémicas, pero sintió que una porción apreciable del impacto que le había producido la personalidad del anciano se había disipado como por ensalmo en aquel instante. Su instinto le decía que lo que había dado sentido al quehacer de Osorio era una oprobiosa sed de cumplir con la misión encomendada. Sin considerar al legítimo depositario de tantos esfuerzos, soslayándolo acaso, como si de una diminuta brizna de hierba se tratase. Quiso preguntarle si eso le parecía justo, si lo más justo era negarle a la gente la verdad a expensas de otras motivaciones más o menos oscuras. Sobre todo, cuando lo que está en juego son vidas humanas. ¿Útil? ¿Para quién? Pero se mordió la lengua. Supuso a qué clase de cosas apelaría el viejo, a qué facción del comunismo internacional atribuiría el deseo de promover una campaña de desprestigio, aprovechando el escándalo, para socavar nuestros valores eternos y los principios que inspiraron y promovieron el glorioso Alzamiento Nacional. Francamente, no tenía el cuerpo como para enzarzarse en una discusión política. Se interesó por los resultados, dejando a un lado los antiguos abusos que acababa de revelarle. Sencillamente dejó de mencionarlos. Fue más fácil de lo que pensaba: se sirvió de la cortesía que debía a la hospitalidad de la pareja.
La faz de Osorio mudó de nuevo, al abandonar el médico el asunto de la ocultación, recobrando un aspecto sereno.
—El dinero, hijo —reconoció—. Siempre el dinero... La realidad —recuperó el tono confidencial en sus palabras— es que la investigación se suspendió en el setenta y dos por falta de fondos. No se asignaron partidas presupuestarias ese año. La excusa fue que durante los tres años anteriores no se habían registrado nuevos casos... Pero el paréntesis previo había sido de siete años, y ya sabes lo que pasó... Yo me opuse, por supuesto. Y conmigo, el director general de la guardia civil; él también sabía cuál era nuestro deber: seguir hasta el final. Una gran persona y buen amigo... Un verdadero soldado, servidor de su patria. Te juro que luché —dijo con voz quebrada y una mirada que parecía suplicar la comprensión de Castillo— con todas mis fuerzas: elaboré un informe exhaustivo y me entrevisté con tres directores generales. Llegué incluso a pedirle audiencia al ministro. Me recibió y escuchó con tanta amabilidad como desinterés. No hubo nada que hacer... Pero no me di por vencido, ¿sabes?—susurró tras carraspear varias veces—. Conseguí destino en el CSIC e hice uso de los medios de que disponía para mantenerme informado. El itinerario de mis vacaciones consistía en recorrer de norte a sur y en sentido inverso, según los años, las zonas afectadas.
Me esforcé cuanto pude en buscar bidones. Examiné los registros de defunciones; pregunté e interrogué... Así, hasta el ochenta y cuatro, en el que la artritis me postró donde me ves... Ni siquiera eso me hizo desistir... La suscripción a La Provincia me mantiene al tanto. Y conservo amistades que de vez en cuando me ponen al día...
—¿En Portas, quiere decir?
Osorio asintió con aire de agotamiento.
—Dígame quiénes son o póngame en contacto. Quizá, al hablar con ellos...
—No se trata de científicos...
—Ya lo imagino. Pero puede que sepan cosas que no le hayan dicho a usted.
El viejo parecía disgustado por la insistencia de Castillo, y deseoso de zanjar el asunto.
—Estás equivocado —refunfuñó—. Además..., no hablarían contigo.
La voz de Osorio parecía haberse extinguido, exhausta tras un esfuerzo inhumano. La estancia, sin ventilar desde no se sabía cuánto tiempo, acrecentaba con su poso de humores acres una lóbrega inquietud en el pecho del médico. A partir de ese momento, ¿qué? Ahora conocía la historia que se escondía tras la peripecia juvenil de Antonio, una historia que aclaraba algunas cosas y sembraba en su cabeza muchas más incertidumbres que respuestas. Presentía que iba a marcharse sin saber qué rumbo tomar respecto de aquel asunto, y sin comprender muy bien para qué le había hecho venir el viejo.
—Se me está haciendo tarde —se excusó Castillo, mirando de modo mecánico su reloj.
—¿No piensas hacer nada? —le espetó el anciano con un hilo de voz.
¡Maldita sea! Otro como Marta, pensó Castillo. Otro que cree que los demás son como una tercera mano que le crece a uno para retorcer las cosas a distancia y a placer, sin que el objeto que estrujas, manipulas, das la vuelta, zarandeas y repones luego en su sitio, sepa dónde está el hombro que la mueve y la cabeza que la gobierna.
—No sé qué puedo hacer yo —dijo, poniéndose en pie para recoger su abrigo del perchero de la entrada. Julia también se levantó de su pequeña hamaca, con ánimo de acompañarle a la puerta.
—¿Sabes que en nuestra etapa en el CSIC, tu padre y yo llegamos a mantener una colaboración muy estrecha?
Castillo no respondió. Se limitó a mirarle de soslayo, mientras terciaba el abrigo sobre el brazo izquierdo.
—Tengo muy buenos recuerdos de aquella época. No puedo decir que fuéramos verdaderos amigos, pero la relación que mantuvimos era especial. Porque estaba basada en la confianza mutua, ¿sabes? En muchos aspectos intimamos más que si nuestra amistad se hubiera forjado en el terreno social.
¿A dónde quería ir a parar Osorio? Castillo bajó los ojos. La época que Osorio mencionaba como la de sus «buenos recuerdos», coincidía con la de los peores para él. Fueron años en los que se distanció de sus padres por causas que ni siquiera estaban claras en su memoria. En aquel periodo entre el setenta y nueve y el ochenta y seis, su vida sufrió probablemente las mismas convulsiones que azotaron al país.
—Eres muy diferente a tu padre. Perdona que te lo diga. —Y Osorio meneó la cabeza con aire de decepción.
No acababa de creer del todo lo que estaba oyendo. A Castillo le parecía increíble que el viejo emplease un ardid tan antiguo y simplón para tentarle. ¿Es que lo había tomado por un imbécil?
—Dejemos a mi padre a un lado.
—Lástima que hayamos perdido el contacto —dijo él aparentemente absorto en sus recuerdos. Por cierto, ¿qué tal se encuentra?
A regañadientes, Castillo le puso al día respecto a la (excelente) salud de su progenitor, con la irritante sospecha dentro del cuerpo de que ese cambio de rumbo en la conversación no era fortuito, sino que de algún modo perseguía obtener los mismos réditos, empleando una táctica nueva.
—Este asunto queda fuera de mi alcance —concluyó—. Y usted lo sabe.
—Eso es una tontería.
El médico enarcó las cejas, pero se abstuvo de replicarle. Antes de acudir a la cita, tenía la determinación de no adquirir ningún compromiso. Se conocía demasiado bien; sabía que se dejaría enredar en un laberinto del que luego le resultaría imposible salir. En contra de lo que afirmaba Osorio, era muy parecido a su padre en bastantes aspectos y era exactamente como su padre en cuestión de compromisos, se dejaba el pellejo cuando daba una palabra, aunque a fuerza de desengaños y reveses había aprendido a adquirir muy pocos. Cuando se daba la vuelta con ánimo de marcharse, el carraspeo furioso del viejo le hizo detenerse de nuevo y volver el rostro hacia el sillón motorizado.
—Imaginaba que habías venido para ayudar —repuso entristecido Osorio.
—¿Ayudar?—respondió Castillo en un acto reflejo—. Mire, no se ofenda, pero por más vueltas que le doy, no alcanzo a comprender aún cuál es la razón de que me haya elegido a mí. Y no es que no le agradezca su confianza, al contarme todo esto —hizo una pausa mientras Julia cruzaba con la bandeja hacia el corredor de la derecha—. No soy la persona adecuada ¡Yo soy médico, no investigador! Y haga el favor de no venirme con lo de mi padre otra vez.
—Sé lo que eres y quién eres —se apresuró a decir el viejo—. ¿No entiendes que eres el único con el que puedo contar?—aulló sin apenas fuerzas— ¿No comprendes que tu posición en el pueblo, con vistas a mover el asunto, es privilegiada?—Luego, más calmado—. Entiendo tu presencia aquí, si estás dispuesto a hacer algo. De otro modo, no la entiendo.
—Hombre, ¡es usted el que me ha hecho venir!—puntualizó Ramón, mientras colocaba la prenda, doblada, en su antebrazo izquierdo—... Aunque, si le digo la verdad, su carta avivó mi curiosidad.
Me comprometí con Antonio en averiguar lo que pudiese; las muertes le han afectado bastante y tengo la impresión de que no volverá a ser el que era hasta que no sepa si está en lo cierto o se equivoca respecto de este asunto... Mire, seamos claros, dudo muchísimo que yo pueda hacer absolutamente nada... Pero, bueno, si me indica el camino a seguir, a lo mejor —conjeturó— puedo interesar a la guardia civil...
—Olvídate de los civiles: carecen de iniciativa. Únicamente funcionan bajo mando militar. Si te empeñas en desoír mi consejo, lo comprobarás: no te harán caso; tus indicios siempre serán demasiado débiles para ellos... Céntrate en lo que importa, que es parar las muertes. Apáñatelas para que nadie coma setas, ni salga a recolectarlas: sugiere al alcalde el asunto, que promulgue un edicto al día durante dos semanas advirtiendo del peligro de comerlas. Debes decirle la verdad: que las setas podrían estar contaminadas por un insecticida ilegal... A ti te hará caso. A mí ni me escucharía... Difunde el rumor por bares y comercios; en un pueblo como Portas los rumores surgen y se propagan como las epidemias. Busca el hongo, pero no debe tener contacto con tu piel, recuérdalo. Se desarrolla bien en los terraplenes y laderas de bajo arbolado orientadas al norte, donde el sol apenas incida. Ahí tienes unas fotos para que puedas reconocerlo —señaló con la mirada a un sobre que había encima de la mesa—. Cuando termine su ciclo vital habrá pasado el peligro, pero mientras tanto pon todo tu empeño en que nadie se acerque a ellos.
Castillo fijó nerviosamente sus ojos en el sobre de color naranja suave, tamaño holandesa, y lo tomó sin investigar su contenido. Por un instante había sentido el deseo de devolvérsela al viejo, enmendándole la plana por haber dicho seta en lugar de hongo. Prevaleció, sin embargo, la necesidad acuciante de marcharse ya de aquella casa.
—Si hago eso creerán que se me ha ido la cabeza —protestó, contrariado.
—Llévatelas —rogó el viejo—. Estoy convencido de que encontrarás la manera de parecer cuerdo.
El médico enarcó las cejas mientras, con la mirada baja, sopesaba el grosor del sobre. A regañadientes, hizo un gesto de conformidad con la boca. Le azuzaban por dentro toda clase de dudas.
—Avísame de cualquier novedad... Ah —le advirtió cuando ya se había despedido y dado la vuelta para encaminarse hacia la salida—, en cualquier caso estaremos en contacto.
Salió aturdido del edificio, minúsculo en medio del gran fragor de la sabatina noche madrileña. Los destellos de los luminosos agudizaron temporalmente su confusión. Cuando volvió a orientarse, tuvo conciencia de que, entre todos los pensamientos que se entrecruzaban en su cabeza, entre las pistas esbozadas por el relato de Osorio, entre la desazón por la impunidad con que se había saldado la infame censura informativa de la que aún se vanagloriaba el viejo... sobresalía, como una necesidad mental perentoria, como un afán de curiosidad insatisfecha, el relativo a sus misteriosos informadores. ¿Cuántas personas estarían al tanto? Creía que el anciano le había sido sincero con respecto a los documentos que se mantenían a buen recaudo en el CNI, lo que llevaba aparejado una directa y a la vez lógica consecuencia: la información no circulaba en doble sentido; fuesen quienes fuesen, se limitaban a responder a lo que Osorio les preguntaba, o, a lo sumo, a avisarle de los «incidentes» que estuviesen revestidos de un perfil muy específico. Le sonó raro que su referencia exacta al asunto fuesen las palabras: «conservo amistades». Implícitamente, parecía indicarle que venían de muy antiguo. Si se habían fraguado durante su primera visita, era razonable pensar que sobrepasasen los sesenta, porque le costaba imaginarse a Osorio intimando con gente mucho más joven. Era demasiado altivo para rebajarse a tanto. Pero... ¿por qué ocultar su identidad, por qué impedirle entrevistarse con ellos? No entendía los motivos.
El cansancio había hecho presa en sus pantorrillas cuando aparcó el Volvo en el sótano del 1... de Claudio Coello. Su dentellada era lo suficientemente profunda como para no dejarle pensar con claridad, al menos hasta que pudiese someter a sus gemelos a «tratamiento de choque». Debía de ser producto de la tensión vivida, pensó, aunque tenía la misma sensación de las mañanas siguientes al partido de fútbol anual que organizaba la panda de Manolo Alcaine. Sabía bien que el dolor corrosivo y profundo que sentía en la derecha, no desaparecería hasta que se tomara una aspirina y estirase ambas piernas, tendido boca arriba —y con la mirada perdida— en un lecho confortable. Pero, primero debía comer algo. La caminata obligatoria hasta el Don Diego, de unos diez minutos, le serviría para soltar los músculos y encontrar un lugar donde cenar. Un restaurante indio, fue el elegido, aunque tenía hecha la idea de una pizza y una Coca Cola. Y eso que él era el tipo de persona que soportaba mal las pequeñas frustraciones, las que no deberían producirse porque son fáciles de evitar precisamente. Recordaba vagamente de una charla con Antonio el comentario acerca de lo buenas que eran las «Bonarda» que preparaba un italiano próximo a la calle Velázquez. Hubiera sido inútil buscarlo, pues no se había quedado ni con el nombre, ni con la altura de Velázquez, a la que se hallaba la bocacalle en cuestión.
Diez minutos llevaba tendido sobre la cama, dándole vueltas y más vueltas a lo acontecido durante la tarde y a la tarea que tenía ante sí, que tenía decidido emprender en cuanto llegase a Portas, carcomido por un desasosiego extraño, confundido por señales desconcertantes, cuando sonó el teléfono.
—Buenas tardes —le saludó la voz engolada del recepcionista—.
Señor Castillo, ¿verdad? Le paso una llamada.