11

 

 

Cada cual sufre su propio naufragio.
Lucano
El olor de la pintura era muy penetrante ya desde el vestíbulo de acceso a las oficinas del consistorio, pero en la sala de espera y en el interior de su despacho se hacía difícil respirar. Todos los objetos, además, estaban cubiertos de una finísima capa de polvo blanco. Lo percibió al coger el auricular. Desde que le habían instalado el teléfono, quince días atrás, sonaba casi constantemente.
Los pintores que habían trabajado allí durante la tarde anterior no se habían molestado en abrir las ventanas, y ahora ese descuido debía sufrirlo él. No había tenido más remedio que soportar el aire inclemente de la ventosa mañana para hacer frente a sus obligaciones, y, aun así, le había resultado difícil concentrarse en lo que importaba a sus pacientes. Por fortuna, disponía de una pequeña estufa eléctrica de dos resistencias, además del radiador, y con los pies calientes al menos, se le había hecho más llevadero el tiempo que hubo de permanecer sentado, con la espalda expuesta a las bocanadas de aire frío.
Algunos, al entrar, se habían extrañado de que tuviese la ventana abierta en aquella época del año. No conocían su aversión por el olor de la pintura fresca.
Los enfermeros estaban de mal humor; arrastraban un problema con los turnos de guardia, que se había agudizado en los dos últimos días, ante la negativa de Susana a acumular sábados y domingos, como venía haciéndose desde el noventa y tres. Le agotaban las cuarenta y ocho horas seguidas, y quería imponer a sus compañeros la partición de los fines de semana. Pedro era el más beligerante; estaba particularmente indignado por el hecho de que Susana tenía contrato temporal para cubrir la baja de Bernardo, y sin embargo se estaba comportando como la titular de la plaza, al pretender cambiar las condiciones de trabajo que tenían establecidas de antemano. Vicente se lo había tomado de otra manera, en parte por ser persona comedida en el trato y de carácter conciliador y, en parte también, porque era el único de ellos que aún confiaba en un arreglo amistoso. Ambos le habían insinuado la posibilidad de que mediara, de que intentase convencer a Susana de las ventajas de dejar las cosas como estaban. Los médicos habían sido pioneros en la implantación de los turnos «corridos», y nunca que él supiese se había generado por ello ningún problema. Se trataba, por tanto, de que «trasladase» con un poco de tacto esa evidencia a Susana.
Pero él se había mostrado reticente a explicar a la enfermera su predilección por ese cuadrante, a sabiendas de que lo que a él u otros como él convenía, distaba mucho de ser satisfactorio para todos. Era reacio porque su experiencia le decía que asuntos como aquél se enfocaban desde un mirador tan aislado por el cristal de la propia conveniencia, que no podía ser intercambiable. Sospechaba que empeñarse en que el discrepante asumiese el punto de vista general por una cuestión de solidaridad, sería percibido como una inaceptable intromisión, y podría acabar teniendo un efecto bumerang sobre el resto del grupo.
Sobre media mañana, se había producido una llamada de urgencia.
Tenía —como casi siempre que ocurría esa incidencia— la consulta de bote en bote. En la calle Cañada Real, a dos centenares de metros del consultorio, había una persona inconsciente. Esta era la única información, poco fiable además, si había que atenerse a los precedentes.
La azorada voz que trataba de darle indicaciones era la de una vecina que no había sido testigo de la incidencia. Un familiar había corrido hasta su casa para pedirle que avisara al médico.
Salió a toda prisa del despacho, escuchando sin darse por aludido alguna queja por tener que ausentarse de aquella inesperada forma, y tocó en la puerta de la sala de curas. Pedro había reunido en un instante el material necesario, y antes de abandonar el consultorio había dado instrucciones al funcionario municipal encargado de los números de que avisase a la ambulancia.
El vecindario estaba muy alborotado, como siempre que se daban esa clase de circunstancias. La gente se agolpaba para curiosear en la entrada de la casa y los más atrevidos se habían instalado en el interior, estorbando y distrayendo la atención con sus comentarios y, a veces, con sus cuerpos rechonchos o delgados, voluminosos o minúsculos.
Resultó que la persona inconsciente no estaba realmente inconsciente, sino confusa y sudorosa. Era una mujer pequeña y gruesa, de alrededor de setenta años. Su nuera, con el rostro desencajado, temblándole la voz, repetía: «Se ha quedado muerta». «Ha estado muerta».
Era lo que decían siempre en el pueblo para describir a una persona mareada. Eso le chocaba bastante; en ocasiones le causaba irritación y en otras se lo tomaba a chanza, dependía de la tensión del momento.
«Portas, el pueblo de los resucitados», señalaba en tono jocoso a su círculo de amistades, cuando superaba felizmente una situación parecida a aquella.
Un sucinto examen dictaminó que la cosa carecía de excesiva importancia, aunque era partidario de realizar más pruebas porque no terminaba de restaurarse del todo el nivel de conciencia previo a la crisis. Dio entonces orden de trasladar a la paciente al hospital. Su nuera mostró una muy buena disposición para ayudar en lo que fuese. La acompañaría en el viaje, por supuesto. Castillo la veía muy nerviosa aún y trató de calmarla sin mucho éxito. Gracias a que el traslado se hacía en poco más de quince minutos, pensó.
Últimamente dormía poco y mal. Atribuía su insomnio a la alerta forzada por las guardias nocturnas y al maremagno que le había metido Antonio en la cabeza. Se despertaba a menudo, teniendo que hacer luego ímprobos esfuerzos para coger de nuevo el sueño. A veces se veía obligado a poner en marcha algunos trucos, aprendidos en su etapa universitaria, y que se le habían mostrado moderadamente eficaces. Empleaba el método de la relajación del doctor Caycedo (sofronización, lo había bautizado aquél), y también le daba algún resultado colocarse de lado y poner en flexión forzada ambas manos sobre su pecho. Desconocía el mecanismo por el que tal postura le aflojaba poco a poco la musculatura, pero el hecho cierto era que funcionaba de un modo similar a la sofronización.
Empezó a notar los efectos de su insomnio de vuelta al despacho.
Eran las trece horas y cinco según el reloj del vestíbulo del ayuntamiento; al suyo se le habría agotado la pila a las nueve y veintidós, pues se le había detenido sin recibir ningún golpe, que él recordase.
Llevaba desorientado toda la mañana por la falta de referencia horaria.
Su marcha al aviso debía de haber desanimado a parte de la gente que esperaba fuera porque se había reducido a la mitad aproximadamente el número de personas que vio en el estar. Había aparecido un visitador médico. Hojeaba un periódico, ligeramente apartado del resto. Es posible que hubiese sido amedrentado por algún paciente impaciente, pensó, y era aún más posible que el impaciente se hubiese marchado ya, no sin dedicarle antes un par de gruñidos intempestivos. Así se las gastaban con lo que ellos llamaban «viajantes».
—¡Usted se espera ahora!—conminó al visitador una rubia jaquetona, mientras se abalanzaba a codazos hasta la puerta del despacho.
Entre la rubia y un par de ancianas, habían tapiado sólidamente la entrada. Los seis ojos de aquel muro perseguían con fiereza los movimientos del delegado. Castillo sintió una repentina piedad por aquel pobre hombre. Le había disgustado el tono de la mujer ¿Qué se había figurado, que él era un cero a la izquierda, que las órdenes las dictaba ella?
—Un momento, eh —avisó Castillo, dirigiendo la vista alternativamente a la rubia, a las abuelas, y al visitador, en una clara señal de que daba prioridad a este último. El hombre le siguió diligente.
—Gracias —dijo al ofrecerle su mano, ya dentro del despacho. Castillo se la estrechó—. No sabes cómo se han puesto. Estaba a punto de irme —añadió, abriendo el maletín y entregándole unos folletos de sus productos. Parecía nervioso, como si temiese la reacción de la gente al salir.
Castillo lo conocía de otras veces pero no recordaba su nombre de pila.
—No te preocupes —le tranquilizó—. No pasa nada. Es que la gente es así —añadió, procediendo a cerrar la ventana al notar que la intensidad del olor a pintura menguaba en torno a sus pituitarias. Quizá porque empezaba a acostumbrarse.
—Ya, pero no quiero entretenerte. Otro día nos veremos con más tranquilidad. —Y salió a toda prisa del despacho.
Castillo se quedó escuchando por si fuera le decían alguna palabra altisonante, pero no percibió más que murmullos. Tenía decidido afear en público el comportamiento de quien así se condujese con el visitador. Pensaba en hacerles ver que aquel hombre únicamente estaba haciendo su trabajo.
Pedro irrumpió en el despacho, instantes antes de que nombrase al siguiente en la lista.
—¿Quieres que se le ponga ya el dogmatil, o lo dejo para cuando haga el resto de los avisos?—preguntó, refiriéndose a Matea, la destinataria de la atención a domicilio.
Ramón dilucidó en una fracción de segundo que el tratamiento postural habría surtido los efectos suficientes como para poder demorar la terapia intramuscular que había prescrito en dosis única.
—Luego —dijo, restando premura al asunto con un leve movimiento de sus cejas.
El teléfono le interrumpió nuevamente. Comenzó a sentirse muy agobiado, imaginando que podía tratarse de otra llamada urgente. Se notó irritado al contestar.
—Sí. Diga.
—Es del juzgado —dijo una voz calmosa.
Reconoció inmediatamente a la secretaria.
—Dígame, Asunción. Soy Ramón Castillo.
—Ya. Lo he conocido...Era para decirle que ya he recibido contestación a lo que me pidió.
¿Quién estaría tirándose a Asunción? La idea le llegó de sopetón.
Aunque era el secreto mejor guardado de Portas, todo el mundo comentaba que tenía un rollo. Le hubiera gustado saberlo. ¡Qué cotilla era a veces! Apostaba a que no era una mojigata; había bastante sensualidad en sus contoneos.
—¿Y qué?
—Pues que no hay informes toxicológicos —apostilló.
Se quedó con las ganas de preguntarle si era que no se habían hecho pruebas o que los resultados de las mismas arrojaban un cero absoluto.
Puede que la secretaria diese por bueno que no existían informes porque las pruebas no condujeron a ningún resultado. Pero prefería no insistir en detalles, porque los detalles no cambiaban el hecho de que no tenía nada con lo que continuar.
—Gracias por la gestión.
Nombró a continuación a los que aún tenía pendientes de ver (la lista, tan pletórica de nombres sin tachar, le produjo un ligero estremecimiento al mirarla, pero se aferró a la esperanza de que muchos de los que figuraban en ella se habrían cansado de esperar, y no volverían) y fueron pasando, sin que la parsimonia de algunos hubiese sido trastocada por el imprevisto del aviso. Las personas farragosas del tipo de Benedicta, odiaban dejar de serlo y transformarse en personas diligentes; eso era como pedirle a un tigre que se alimentase de pasto en lugar de acechar y atacar a los ciervos, y menos por complacer al médico, o por ampliar la dedicación de éste a otros tigres.
Amador se había resfriado de nuevo. Sus ojos saltones, rojizos y abotargados, eran como un pequeño fresco del insomnio, una alegoría de todos los desórdenes vitales. Se le oía al respirar que las cosas no debían de andar bien por allí abajo, pero qué iba a hacer él. Verle de esa guisa era experimentar el deseo de encogerse de hombros. Apestaba a tabaco y a sudor retenido como en el recibidor de un psiquiátrico. Además, le daba tufo a Soberano cada vez que abría la boca para quejarse de cuánto le dolía el pecho al toser, o de lo mal que estaban las relaciones con su padre, que acababa de casarse en segundas nupcias con una colombiana mucho más joven. Lo que decía bien a las claras que, por mucho empeño que pusiese en atajar aquellos síntomas, sus bronquios empeorarían sin remedio, y terminaría asfixiado si antes la ascitis no le abombaba el vientre, convirtiéndolo en un flotador.
Amador, como tantos otros, no acababa de entender que el brandy y el aguardiente con que caldeaba su garganta era un par de esposas que le ponía a él, a su ciencia.
El tartamudeo de Quico Cerote dilató, haciéndola insufrible, la enésima explicación que daba a Castillo sobre su turbulenta relación con los hijos de su compañera, con sus propios hijos, con su ex mujer, con el guarda del agua, con el vecino de lindes de la finca de Las Lomas; con el alcalde, con el funcionario encargado del negociado de obras, con el jefe de los municipales... De su guerra, en fin, con el mundo, que era probablemente lo que hacía que le doliesen tanto las rodillas y la espalda. Sus únicos elogios eran para la mujer con la que convivía: «la Rosario es más buena que un coscorrón de pan», repetía, estirando las eses mientras su cabeza giraba sobre la base del cuello peleando por vocalizar la siguiente palabra. Vaciarse sobre el hombro de Castillo aliviaba sus dolores, transfundiéndoselos. Después de marcharse, solía comenzar a dolerle la cabeza. Entonces, echaba mano de la caja de Gelocatil que tenía guardada en el primer cajón de la mesa escritorio, antes de que la jaqueca pasase a mayores.
Pasó a continuación a recoger su parte el ferrallista de la mirada doliente. Entró arrastrando la pierna derecha, quejándose de lo mucho que le dolía, de las malas noches que pasaba por culpa de los «pinchazos» que sentía en el muslo. Era el parte treinta y cuatro y las cosas iban peor que al comienzo. Al marcharse, Castillo le siguió a través de la ventana, observando que, si bien al principio parecía costarle un mundo dar un paso, unos metros más abajo había ganado notoriamente en agilidad y desenvoltura. Se congratuló de esa espontánea mejora, anotándola en el bloc de las bajas.
Con las prisas, se le había olvidado ponerse la bata. Se apercibió mientras nombraba al siguiente.
—¡Ana Fernández!—dijo en voz lo suficientemente alta como para que sobresaliese entre el murmullo constante de fuera.
La mujer que respondía a ese nombre debía de tener unos cuarenta y cinco, y le era desconocida. Vagamente, recordaba habérsela cruzado por la calle en alguna ocasión, pero si su memoria no le fallaba del todo diría que no la había tratado nunca. Era de mediana estatura, gruesa pero bien constituida. El pelo castaño, arreglado, ojos grandes de tonos verde claro, muy sugerentes, aunque no resultaba guapa. Llevaba unos pantalones vaqueros que se ajustaban como un guante a sus anchas caderas.
—Buenos días.
Castillo obvió el hecho de que correspondía dar las buenas tardes.
—Buenas.
Ana tomó asiento y comenzó a explicarse sin dar tiempo al médico a preguntarle la razón de su visita.
—No me encuentro bien. Me canso... No estoy bien —repitió, tras una breve pausa.
No es que le resultasen familiares esas quejas; era más bien el tono empleado por la mujer el que le sonaba.
—¿Desde cuándo?—preguntó el médico.
La mujer se paró a pensar la respuesta, ante la impaciencia apenas disimulada de Castillo.
—¿Hace un mes o más?—dijo, animándola a concretar.
—Sí; más o menos.
Castillo miró con disimulo su reloj.
—¿Y qué es lo que le ocurre? ¿Se levanta cansada?
—Muy cansada —parpadeó la mujer.
El color de la piel de Ana era bastante normal, aunque pensó que el maquillaje hubiese podido disfrazar la palidez.
—¿Se nota fiebre?
—No.
La palabra anemia planeó sobre la cabeza de Castillo, sin que éste supiese muy bien el porqué.
—¿Y las reglas?
—Bien. Normales —dijo.
—Pero, ¿sangra mucho?
—Lo normal —insistió ella.
—¿Ahogo? ¿Le falta la respiración? ¿Le cuesta subir escaleras?
Pasaba un par de minutos de las dos menos cuarto.
—No —dudó Ana—. No sé qué me pasa, pero no me encuentro bien —insistió.
El retraso que acumulaba y los derroteros por los que transcurría la entrevista le mantenían tenso. Se lo notó e hizo un esfuerzo por no transmitir a su paciente esa inquietud porque comenzaba a vislumbrar la raíz del problema; se daba perfecta cuenta de que todo lo que la mujer refería (o no refería, para ser más exactos) eran simples circunloquios, y que para entresacar las respuestas, debería hacer otra clase de preguntas.
Castillo se dijo que lo importante era aparentar calma.
—¿Cómo duerme? ¿Le cuesta conciliar el sueño?—le preguntó, echándose hacia atrás en actitud distendida.
Ana asintió. Algo se le había anudado en la garganta.
—¿Siente que le falla la memoria?
—Se me olvida todo —aseguró Ana, tragando saliva un par de veces.
—Hay veces que va en busca de algo y luego no sabe qué era, ¿verdad?
La capacidad de Castillo de adivinar algunas de las dificultades por la que estaba pasando, causaron curiosidad y admiración en la mujer.
—Es verdad. Eso me pasa —dijo abriendo mucho los ojos.
—¿Y de ánimos?—prosiguió preguntando Castillo, aprovechando que, accidentalmente, había hurgado en una herida oculta—. ¿Cómo se encuentra?
Los ojos de la mujer se humedecieron. Se abanicó con ambas manos e intentó contestar pero la emoción le impedía articular una sola palabra.
—No se preocupe —dijo Castillo, concediéndole tiempo.
—Es que no sé lo... que me pasa —dijo entre sollozos ella—. Me gustaría hacerme un análisis.
—Por cierto, ¿está usted casada, no?
Ana asintió, apretando los labios.
—¿Tiene hijos?
—Dos —balbuceó.
—Seguramente —aventuró el médico— se irrita por cosas sin importancia. Y nota como un pellizco aquí. —Se señaló entre el estómago y el pecho.
Ahora las lágrimas de la mujer habían desbordado sus párpados.
—Pero no sé por qué estoy así. Yo no tengo problemas. De verdad —añadió.
De haber reconocido Ana la existencia de «problemas» que pudiesen trastornarle de algún modo, seguramente Castillo se hubiese sentido decepcionado. Si se admite tener problemas, se desmorona la imagen de perfecta armonía familiar que nos enseñan a transmitir.
¿Iba a ser más complicada la vida familiar de Ana que la de sus amigas? Como por reflejo, ella estaba obligada a negar las dificultades; su vida debía marchar sobre ruedas. Lo malo, lo peor, es que el espejo devuelve otra imagen distinta a la que Ana y otras como Ana esperan ver en él. Entonces, los sufrimientos son más refinados que los que causan las contrariedades externas, las dificultades económicas, la incomunicación y el desbarajuste en las relaciones internas.
Pero son las expectativas insatisfechas, las metas nunca alcanzadas (por ser inalcanzables), las que acaban por doblegar el espíritu. Él se había acostumbrado a leer el significado contrario detrás de ese comentario, como comprendía que era la impotencia lo que se escondía en la trastienda de las repentinas bravuconadas sobre la propia virilidad a ciertas edades. Había que leer entre líneas. Ana estaba enjaulada en el interior de sus problemas antiguos y presentes, de sus conflictos antiguos y presentes, y hasta de los futuros. Estaba en una jaula de la que renegaba, y trataba de borrarla de su conciencia por eso.
—Eso es lo de menos —la tranquilizó Castillo—. Le voy a pedir un análisis para descartar algo orgánico... Yo estoy convencido de que saldrá bien, porque lo que le está afectando —dulcificó la voz— es de tipo depresivo... Me imagino que usted ya se hacía una idea.
La mujer no contestó. Simplemente seguía sollozando, mientras asomaba en sus labios un fino temblor.
—Tiene que tomarse un medicamento antidepresivo.
Ana parecía haber recobrado de repente la compostura.
—¿Pastillas? —preguntó recelosa—. Luego se acostumbra una a ellas. Y ya no puedes dejarlas —concluyó, dejando en Castillo la impresión de estar dispuesta a oponerse a su propuesta terapéutica, y de que le sería difícil hacerla cambiar de actitud.
Pero él se apresuró en desbaratar la falsa creencia de Ana.
—Eso ocurría hace unos años. Los nuevos medicamentos no causan dependencia —explicó modulando el timbre de su voz para hacerlo más cálido—. Se pueden dejar en cualquier momento. Y dan muy pocos problemas. Pero es el médico el que tiene que llevar el control; se lo digo porque algunos los toman según su conveniencia y luego los dejan cuando les parece. En estos casos es fundamental que la duración del tratamiento que se decida se cumpla a rajatabla. ¿Entiende?...
—¿Cuánto tiempo tengo que tomar las pastillas?—dijo de sopetón la mujer.
—Seis meses como mínimo.
Ana se puso a sopesar la enorme cantidad de pastillas que debería ingerir en seis meses «como mínimo», imaginándose atontada durante toda la mañana, imaginando su cuerpo echado en el sofá, sin poder levantar los párpados de lo que le pesaban, sin poder concentrarse en ningún pensamiento, imaginándose con la boca seca y el habla estropajosa, como estuvo durante dos años su madre. Torciéndosele todavía más el gesto de disgusto, contraatacó diciendo:
—¿Tanto? ¿Y si me pongo bien antes?
—Si se pone bien antes, mucho mejor —dijo con firmeza Castillo—.
Pero las recaídas se evitan haciendo lo que le diga el médico. Y esto es así por muchas y buenas razones, ¿sabe? Sólo manteniendo varios meses el tratamiento se pueden curar estas cosas... ¿Usted querrá curarse, no? —le preguntó, sucumbiendo inadvertidamente al efectivo recurso de la manipulación de las esperanzas de la paciente.
Sin embargo, Ana no se había dado del todo por vencida.
—¿No me dará sueño?—le advirtió con aspereza—. Porque si es de los que dan sueño, yo no me lo tomo. Tengo muchas cosas que hacer.
¡Yo no puedo estar dormida todo el día!
Castillo la miró a los ojos y, sorpresivamente, incluso para sí mismo, reaccionó frente al aburrimiento que le causaba escuchar esa cantinela de «las pastillas que dan sueño» y «yo necesito algo que me reanime», mediante un gesto de profunda comprensión y simpatía hecho con su boca. Aun siendo hipócrita, aquella reacción estaba moralmente justificada y no le pesaba en la conciencia lo más mínimo, pero minaba sus fuerzas, era uno de sus comportamientos más agotadores. La cultura barata trufada de tópicos pseudocientíficos le hastiaba y, sin embargo, ocupaba buena parte de su lucha diaria, como si se tratase de un tormento diseñado por una traviesa deidad para divertirse a costa de sus tribulaciones.
—De acuerdo —le dijo, proponiéndole a continuación un trato, segurísimo de no tener que cumplir su parte—: Si le dan mucho sueño, se las cambio por otras. Algo de sueño, sí puede tener al principio, pero se le irá poco a poco. También podría notar cierto nerviosismo, sobre todo por las mañanas. Y a lo mejor pierde un poco el apetito —dejó caer con toda la intención del mundo, convencido de que Ana era de ese tipo de mujer que jamás estaba contenta con su peso—, lo que quizá no sea del todo malo para usted. Piense que esas cosas pueden pasarle porque el medicamento va a hacerle efecto, y no porque le esté sentando mal.
Tiene que tener un poco de paciencia con las pastillas, porque notará antes las molestias que los beneficios: su ánimo no mejorará hasta dentro de tres semanas o más, aunque en pocos días verá que tiene menos ansiedad, que no se irrita con tanta facilidad y que no se toma las cosas tan a pecho.
Castillo se retrepó en el sillón tan satisfecho de su elocuencia que apenas le importó comprobar, con una mirada furtiva, que eran las dos y veinte. Le encantaba argumentar y convencer a sus pacientes, y en la expresión de Ana había un significativo trazo de conformidad y aprecio por el horizonte que se abría ante ella.
—¿De acuerdo?—insistió protocolariamente.
La mujer cabeceó dócilmente, mientras Castillo se inclinaba a rellenar una receta.
—Se tomará una capsula cada mañana, en el desayuno. Dentro de tres semanas nos vemos de nuevo. ¿Vale?
—¿Tengo que venir a la consulta?
—Es mejor que nos veamos —explicó el médico, entregándole una receta de Prozac—. Para que me cuente cómo va y ajustarle la dosis.
Chispeaba desde hacía una media hora, y sobre el embaldosado de la acera se había formado una grasienta y resbaladiza untura. Pedro trastabilló sin llegar a caer. Echado sobre su espalda llevaba una especie de macuto con el material necesario para los domicilios. Además de los Yanko en suela de piel que deslizaban en lugar de agarrarse al piso, ese peso probablemente contribuyó a que se desequilibrase. Castillo se había cruzado con él en la puerta de acceso a los despachos, cuando ambos se disponían a abandonar las instalaciones, y apenas le devolvió el saludo. No recordaba haberlo visto tan malhumorado desde la noche en que El Pringue estuvo pateando la puerta del consultorio, preso de una de sus cogorzas monumentales que se prolongaban durante varios días, y que concluían con una extravagante y arbitraria lista de exigencias, trufadas de agravios y desamores. Aquella aciaga noche en que ambos se habían quedado sin pegar ojo, se le había metido entre ceja y ceja que una ambulancia lo llevase al hospital para que «le diesen una paga». Dio la coincidencia de que la patrulla de la guardia civil estaba ocupada en la denuncia de un asalto a una vivienda, a sesenta kilómetros de Portas. No les quedó otro remedio que armarse de paciencia y aguardar a que se cansara. Sabían que tarde o temprano desistiría pero aquella noche, en contra de lo que estaban acostumbrados, se quedó junto a la puerta, propinándole puntapiés a intervalos regulares. Parecía estar programado por un reloj interno. Castillo llegó a calcular con bastante acierto el par de golpes que sucederían a los anteriores, y se entretuvo mentalmente en decir «ahora», comprobando en su reloj la diferencia de segundos hasta producirse el siguiente ataque. Más tarde consideraría lo absurdo de su pasatiempo, y que quizá algo dentro de él lo había ideado como antídoto frente a la indignación por aquel frustrante encierro. Los ojos de Pedro echaban fuego por momentos, perjuraba, cagándose en todo lo habido y por haber. Hubiese apostado a que habría perdido los estribos de haber conseguido aquel individuo sortear el obstáculo de la puerta, y adentrarse en el despacho.
Aunque no muy corpulento, Pedro era un tipo fibroso del que se intuía bastante mala leche en situaciones comprometidas.
La actitud de Susana había enturbiado el ambiente de trabajo, pero para Castillo el asunto carecía de la trascendencia que le concedía Pedro.
Su experiencia le decía que de un modo u otro las aguas volverían pronto a su cauce. Debían considerar aquello como un sarpullido, de fugaz presencia, y dejarlo curar solo, tal como se hace con las erupciones.
Las minúsculas gotas de lluvia se le enredaron en el pelo, nada más echarse a andar, y se le apelmazó al instante. Durante su caminata, calle abajo, observó que las luces de la entrada posterior al tanatorio estaban encendidas y el cierre metálico levantado en su totalidad, lo que significaba que habían devuelto a sus familiares el cuerpo de Lucio. La puerta de cristales permaneció cerrada mientras estuvo dentro de su campo visual; nadie de la familia sobrepasó el umbral en una u otra dirección. Eso le hizo considerar la posible misantropía de Lucio y, al hacerlo, centró su pensamiento en el resultado de la autopsia y la curiosidad le dominó por completo, haciéndole especular sobre una multitud de cosas que parecía tener escondidas en la trastienda de su mente.
Se le había hecho tarde para almorzar en el Hotel Portas como tenía pensado en principio. Los trabajadores de Ferrovial desplazados en el pueblo para el acondicionamiento de la carretera solían invadirlo a partir de las dos y media, y no sólo era difícil conseguir una mesa, sino que además el servicio empeoraba notablemente cuando estaba a rebosar de gente. Caviló sobre ello, mientras dejaba el maletín en el asiento trasero del coche, y decidió encaminarse hacia la pensión, que estaba a dos pasos. Las comidas allí eran excelentes; el problema era que llevaba tres días seguidos comiendo el mismo menú y prefería cambiar de platos.
Al comedor se accedía a través de un oscuro corredor, frío como un témpano. Ya en el interior la temperatura era grata. Por suerte para él estaba semivacío, apenas un par de mesas ocupadas. En la mesa del fondo, junto al ventanal que daba al patio interior vio sentada a la preciosa criatura que le había presentado Carmona la tarde anterior y sintió un pequeño vuelco en el corazón, al relampaguearle por la cabeza la idea de la oportunidad que acababa d presentársele. Le había dejado poso el conocerla: notaba un cosquilleo inquieto en el estómago.
Poder sentarse a comer con ella, a solas, era algo demasiado estimulante como para desperdiciarlo.
—Hola —dijo Castillo con simulada indiferencia, acercándose despacio a la mesa.
—Hola. Qué tal —respondió alegremente la psicóloga— ¿Vienes a comer?
Castillo observó alborozado que aún no le habían servido.
—Sí. Eso es lo que suelo hacer aquí —comentó con sorna.
—Siéntate si quieres. No me gusta comer sola.
—Gracias —dijo él. Y se disculpó, tras dejar las llaves del coche sobre la mesa, cayendo en la cuenta de que debía de tener un aspecto horrible con el cabello húmedo y despeinado, y probablemente la ropa desarreglada. Pidió disculpas para visitar el aseo, pero lo que menos le importaba era la suciedad de sus manos.
Cuando volvió del baño era otro; sentía mucha más confianza en sí mismo, pero el aplomo se lo había quitado algo que irradiaba de los ojos de la muchacha.
—No recuerdo haberte visto antes por aquí —dijo, sentándose a su izquierda.
—Yo a ti sí —replicó Sandra—. Algunas veces. Sentado allí —añadió, indicándole con el dedo índice una mesa situada a su espalda, al pie del televisor.
Castillo se preguntó asombrado cómo pudo pasársele por alto la presencia de Sandra en el local. Bien es verdad, que solía ser poco atento al entorno cuando tenía un periódico entre las manos. Y era raro que acudiese a comer sin él. Pero de ahí a ignorar a una preciosidad como Sandra, había un trecho que jamás había recorrido, al menos que él recordase.
¿Hasta qué extremos llegaba su despiste? La muchacha, sin embargo, había reparado en él. Quizá indicara que le agradaba su físico, o sólo que era muy observadora. Advirtió que había unas gafas graduadas sobre una esquina de la mesa, y entonces recordó haber visto en varias ocasiones una chica con gafas y el pelo recogido en una coleta, acompañada de un hombre joven, con el cabello largo y prematuramente canoso. La recompuso en su memoria: era ella, sin duda ¡Las gafas la cambiaban completamente! Pero había algo más. Tras pensarlo un instante, mientras decidía qué platos de los que enumeraba la camarera se pediría, supo que era aquella sonrisa desenfadada la que la transformaba.
Unos celos que no había experimentado desde que Elena se fue de excursión al nacimiento del Guadalquivir con sus amigas y un par de profesores guaperas, se apoderaron a continuación de él con una violencia inusitada; sintió que le oprimían la respiración y tristeza, mucha tristeza y pesimismo.
—Ahora que lo pienso —dijo Castillo—. Creo que te he visto acompañada.
—Ah, sí.
Temblaba ante la idea de que los labios de Sandra pronunciasen la palabra «novio» o «mi chico», aunque luego meditó, sonriendo para sí, que si hubiese dicho lo segundo, se habría esfumado el encantamiento, y ya no habría pensado más en ella (no toleraba un lenguaje con esa clase de gilipolleces).
—No llevas mucho tiempo aquí, ¿no?—dijo huyendo de preguntarle acerca de su acompañante, aunque la incertidumbre le ardía dentro.
Acababan de servirles un plato de sopa.
—Tres meses —sonrió ella, removiendo los fideos mientras se enfriaban un poco—. Estoy de apoyo en integración.
—Yo hago seis años en enero.
—¿Tanto?—Sandra sorbió un poco de la cuchara y volvió a vaciarla en el plato, en vista de lo que quemaba.
Castillo asintió, tomándole a continuación con los labios la temperatura al caldo.
—¿Y qué tal te va?—se interesó la chica.
—En líneas generales, bien. Desde luego, tiene sus cosas malas el vivir aquí.
—Desde luego —proclamó Sandra, perdiendo en ese instante la subyugadora sonrisa. Inmediatamente después pareció sumergirse en ciertas cavilaciones—. ¿Eres de Portas?—dijo al cabo, como ensimismada aún en sus pensamientos.
Él sonrió, negando con la cabeza al tiempo que rellenaba de agua mineral la copa de ella. No se explicaba por qué le suponían natural de Portas. Creía que su acento le delataba, pero al parecer estaba equivocado.
—No. Nací en Málaga, aunque llevo media vida fuera, entre Sevilla, Madrid, y este sitio. También me tiré un año en la provincia de Toledo —dijo, ocultando que ese lugar era Ocaña, donde había desempeñado el puesto de médico penitenciario. No quería hablarle de eso; no en ese momento.
—Ya veremos si sigo el año que viene —dijo Sandra.
—¿Por decisión tuya?
—Tengo contrato este año —explicó la muchacha—. Todo dependerá de lo que decida delegación. Por mí, me quedaría; este sitio me gusta. ¿Y tú?
Castillo se friccionó los codos con ambas manos para disimular su nerviosismo. Las mujeres guapas y resueltas le amedrentaban.
—Bueno, lo mío es distinto. Yo tengo destino definitivo; aprobé las oposiciones hace dos años, y elegí esto, entre otras cosas porque ya lo conocía.
Sandra volvió a sonreír, imaginando las sensaciones derivadas de una estabilidad profesional que ella aún desconocía. Y, furtivamente, dirigió su mirada a las manos de su acompañante, advirtiendo que Castillo no llevaba alianza.
—¿Hace mucho que colaboras con la asociación?—le preguntó, tras trinchar y masticar un trozo de chuleta de cordero bien tostada.
—Más de un año —dijo Castillo—. No hay manera de decirle que no a Rafael, ¿verdad?
Los tres ocupantes de la mesa cercana a la entrada se levantaron en ese instante. Uno de ellos era un contratista al que conocía, que había llegado tras él. «Buen provecho», les desearon uno tras otro al despedirse.
—Gracias —respondieron al unísono Sandra y Castillo.
—Carmona es buena gente —dijo la psicóloga en respuesta a Castillo—. Además el pueblo está muy necesitado de la presencia de una asociación fuerte.
—Tenemos fama en estos contornos —admitió el médico, descentrado por el volumen del televisor.
Sandra asintió, recordando que un alto porcentaje de los niños que atendía, procedían de familias desestructuradas por culpa del alcohol y las drogas.
—¿Y tu trabajo?—dijo cambiando de tercio—. ¿Cómo lo llevas?...
Tengo oído que esta gente es un poco borde.
Castillo prefería hablar de su trabajo. En ese momento, con una mujer que le interesaba a su lado, hablar de algo que conocía al dedillo reduciría el número de balbuceos.
—Bien —sonrió—. Todo es acostumbrarse. En cuanto a la gente, yo creo que esa fama es inmerecida: me imagino que son como en cualquier otro lugar...
De pronto, se percató de que no iba bien y echó el freno, cabreado consigo mismo. Le ocurría bastante a menudo que una parte de él se veía obligada a controlar a otra parte. Como si sus dos hemisferios —el impulsivo y el juicioso— funcionasen en paralelo. Se sintió ridículo por lo que acababa de decir, por el cúmulo de tópicos que salían de su boca. A partir de entonces se hizo el propósito de poner una excusa y verse con Sandra otro día, si seguía diciendo simplezas.
La camarera se acercó a la mesa y les enumeró los postres del día.
Ambos pidieron arroz con leche y café.
Entonces, cuando se había comportado como un verdadero imbécil, precisamente entonces, la psicóloga hizo un graciosísimo mohín y dijo:
—A lo mejor, en parte, es mérito tuyo.
—No... creo —balbuceó Castillo con brusco sonrojo—. ¿Por qué dices eso?
—Porque he oído hablar muy bien de ti.
Castillo sacó a relucir una expresión nada afectada, de sincera modestia.
—Bueno, eso es de agradecer —dijo—. Pero yo no veo ningún mérito en tratar de hacer lo mejor posible lo que te corresponde hacer.
—¡Cómo que no!—exclamó Sandra, paladeando a continuación el dulzor del arroz que acababan de servirle—. Eso es lo que establece las verdaderas diferencias, lo que le ponga uno de más de sí mismo.
¿Qué pasaría si todos nos dedicásemos a cubrir el expediente?
El café, ligeramente requemado (como le gustaba a Antonio), recordó a Castillo la cita pendiente con el gestor. Le avisaría; sí, eso haría, a ver si le era posible aplazarla hasta la noche, para cuando acabase en la gestoría.
—Por desgracia, el conjunto de todos los esfuerzos adicionales no subsana las graves deficiencias del sistema —dijo con un poso de desencanto en la voz.
La mirada que la muchacha le dirigió contenía menos comprensión de la que Castillo esperaba.
—Yo creo que el sistema de salud es muy bueno —replicó Sandra —.
Es avanzado y justo, especialmente con los más desfavorecidos.
El polemista que se ocultaba en su interior, solía emerger ante afirmaciones de esa naturaleza. Escuchar esa clase de conceptos estereotipados, que Castillo sabía provenientes de una visión externa, y en consecuencia alejada de la realidad, ponía automáticamente en marcha un departamento específico de su cerebro. Con franqueza, no soportaba los «discursitos sociales»; por ignorantes y superficiales. No los había soportado desde que su inocencia sucumbió ante el descubrimiento de las repulsivas componendas reveladas por Bernal. Eso había arrancado de cuajo su antigua ingenuidad, y lo que le había quedado era sólo escepticismo, un cínico descreimiento. ¿Justo? La justicia de las cosas no estaba desgraciadamente contenida en las proclamas idealistas ni en las frases lapidarias, por muy bienintencionadas que éstas fuesen.
Así que miró sonriente a la muchacha, antes de acercarse la taza a los labios para apurar el último sorbo de café, sintiéndose encantado de poder contradecirla.
—Te equivocas —dijo tranquilamente—. Es absolutamente injusto.
Sandra parpadeó y se le colorearon las mejillas de repente.
—¿Injusto?—dijo algo irritada— ¿Por qué dices que es injusto?
—Porque unos pocos acaparan gran parte de los recursos. Y eso ocurre porque las barreras no existen y las pocas que existían están desapareciendo...
—Pero eso es lo que lo hace justo —le interrumpió Sandra, destilando convicción por los ojos, que miraban un tanto indignados a Castillo, mientras su torso descansaba insinuante sobre la mesa, apoyándose en los codos, con los hombros perfectamente rectos—, que todos tengan acceso, independientemente de sus recursos. Si se imponen barreras, como tú las llamas, que me imagino que serán económicas, porque es eso, ¿no?..., que paguen por servicios, entonces... —titubeó—, entonces los débiles..., los que carecen de medios sufrirían las consecuencias. ¿No te das cuenta que las clases altas pueden acudir a la medicina privada, y los pobres no?
—Por supuesto que me doy cuenta —dijo con dulzura Castillo, temiendo que su obstinación le alejase de Sandra, pues ya le era imposible dar marcha atrás—. Esa es la razón precisamente para establecer mecanismos disuasorios, que los pudientes puedan buscarse un médico privado y los demás no. ¿No lo entiendes, verdad? Voy a intentar explicártelo porque sólo es un problema de enfoque..., de lo que cada uno ponga como razón de ser del sistema. ¿Es la igualdad, como creen los que defienden lo que tú defiendes, o es la enfermedad, como creo yo? Dime, ¿para qué tenemos el sistema sanitario si no es para curar y prevenir las enfermedades?... En ese caso, si es para esto para lo que hemos montado todo el tinglado, no podemos permitir de ninguna de las maneras, que los que no están enfermos... que los que se aburren en sus casas, los que quieren acaparar por pura avaricia aquello que creen que es gratis, obstaculicen con su presencia constante en hospitales, consultas y servicios de urgencia... la atención y el tiempo que estamos obligados a darles a los enfermos, el que tienen derecho a exigir. ¡Precisamente porque no pueden pagarse la privada!
La joven psicóloga, aparentemente aturdida por el original punto de vista del médico, se resistía, sin embargo, a ceder, convencida de estar ante un sofisma.
—Las barreras que tú pides son ciegas, no discriminan..., le impiden el paso tanto a los sanos como a los enfermos...
Un nuevo impulso desbordó su propósito de parar. Sentía pánico al pensar en que su estúpida perseverancia en llevarle la contra enfadase de veras a la muchacha, y, no obstante, no encontraba la fórmula para no responderle, porque sabía lo mucho que se equivocaba, cuan equivocados estaban todos los que pensaban así.
—Eso es un eslogan —sonrió—. Un político lo acuñó una vez, y ahora la gente lo repite... porque suena bien.
La réplica de Sandra vino esta vez acompañada de una sonrisa indulgente y algo pícara.
—¡No tengas cara!... Te sales por la tangente. Las barreras frenan a sanos y enfermos: eso no es discutible... ¡Dices que es un eslogan para no entrar en el fondo de la cuestión!
—Es demagogia, puedes estar segura... Mira, hay medios más que de sobra para que se produzca esa discriminación que tanto te preocupa. Pero nadie quiere aplicarlos. ¡Nadie!
—Por ejemplo...
—Pues, por ejemplo, la reversión del coste de los servicios. Bastaría que se fijara un precio..., aunque fuese simbólico... digamos cien pesetas, cuyo importe se retornase dos meses más tarde a los destinatarios, para que muchos se lo pensaran antes de acudir a las consultas. ¿Crees que alguien que esté enfermo de verdad se va a echar atrás por cien míseras pesetas? Piénsalo —dijo Castillo, casi suplicante.
—No sé —dudó ella—...Cada uno tiene sus propias prioridades.
Es mucho suponer que una medida así venga a solucionarlo todo.
—Quizá solucionarlo, no; pero sería de gran ayuda —dijo con palabras que parecían apagarse, mientras empezaba a corroerle la inquietud por su incomprensible insistencia en seguir ahondando en el tema. ¿De qué podría servirle, si no la convencería, si no estaba consiguiendo otro resultado que el de azuzar la controversia?
Sandra meneó en silencio la cabeza en muestra de desacuerdo, dándole a entender que deseaba dar por zanjada la cuestión. Le había cambiado la faz; ahora detectaba en su mirada la lógica contrariedad por todo cuanto le había rebatido. Además, había un ligero poso de rencor; el rencor que es consustancial a la mujer despechada. Se sentía avergonzado ¡Qué estúpido había sido! ¡Por fin entendía su fama de misógino! No sabía acercarse a las mujeres, entenderlas, las trataba como a hombres. Allí estaba, con él, su oligofrénico caudal de verborrea para romper el encantamiento. El caso era que empezaba bien; sus modales les gustaban. Pero tarde o temprano la cagaba. Y había vuelto a ocurrir.
Mejor así, se consoló; ya retomarían el debate en otro momento y, entonces, trataría de conducirlo de modo que diese una oportunidad de salir airosa a la psicóloga; ella debía creer en su poder de convicción; era una mujer obstinada; ella debía seducirle, creyendo que así le convencía. Él sabría arreglárselas para hacerle creer eso.
El comedor seguía vacío, y en la cocina, al fondo, sonaba un zafarrancho de combate protagonizado por cubertería y platos, ollas y sartenes. Pasaban de las cuatro y media. La psicóloga advirtió a Castillo que allí estaban ya de más, y en esas palabras, sorpresivamente, se filtró un tono de pereza, de desilusión por lo que estaba a punto de romperse con la conclusión del almuerzo.
El desánimo desapareció; no así el resquemor consigo mismo.
—¿Tienes mucha prisa?—le preguntó, mientras ambos se levantaban de la mesa. Pensaba en que podrían tomar algo, si ella estaba de acuerdo, en el Hostal del Rey, e inmediatamente se lo propuso.
La llovizna había cesado; el asfalto continuaba oscurecido por la humedad, y las calles, en calma, se vestían de las hojas muertas de los arces ciclópeos que rodeaban el parque.
Ella consultó su reloj con aire dubitativo.
—Esta tarde no puedo.
—Lástima.
—Tengo un taller a las cinco —se justificó con evidente fastidio.
Castillo experimentó la punzante vaciedad de un cierto fracaso. Alimentándolo, estaba la evanescencia de una mínima expectativa, una oportunidad completamente en manos de aquella muchacha, y por eso fuera de su alcance, aunque no de sus posibilidades.
—Comerás más veces aquí —conjeturó.
—Sí, seguro —dijo Sandra, dándose la vuelta para marcharse. Y, con una amplia sonrisa, agitó su mano en señal de despedida, comenzando a caminar a continuación.
Se ruborizó, viéndola atravesar la plazoleta de las oficinas bancarias; le aleteaban las venas del cuello, le dolían las manos de apretar los puños en los bolsillos. La excitación desalojó el disgusto que nadaba en su pecho.
Aquella forma de saludar le decía que él le importaba.
La mano huesuda de Quiroga desmenuzó en un santiamén la gomosa secreción que se había arrancado de la nariz, y una vez desecha de ella, se concentró, libre de órdenes cerebrales y autosuficiente, en la tarea de pasar los folios del expediente, tratando de localizar uno en concreto: el que necesitaba su jefe.
La gestoría se hallaba en absoluta calma, vacía de clientes; sólo las luces del techo, un ruido tenue de respiraciones y carraspeos, y el humo que se elevaba desde detrás de las mamparas, daba indicios de la existencia de vida en el interior. Una cosa extraña: aquello solía ser un hervidero de gente a cualquier hora.
Luego de meditarlo brevemente a la puerta de la pensión, Castillo había decidido arriesgarse a perder el tiempo leyendo una revista en la sala de espera de la gestoría; pero era preferible eso a posponer el encuentro hasta la incierta hora de cierre (en teoría, las nueve). Muchas veces le habían dado las diez y media aguardando la salida de Antonio, y en ocasiones, ya desesperado de ver aquella puerta cerrada, había optado por marcharse. Siempre que veía a alguien hurgarse la nariz con el entusiasmo de Quiroga, se acordaba del hijo de puta de Josemi, depositando un moco descomunal en la palma de su mano izquierda. Sabían cuándo los tiraba al suelo por el ruido que hacían al caer. En lugar de cascársela, el muy cerdo cosechaba en su nariz mientras los ojos se le salían de las órbitas con las revistas porno de segunda mano que compraba en el rastro. Nunca desde entonces había visto nada igual: los confundía con una mierda cuando flotaban en el inodoro.
Desde el recibidor, había sido testigo silencioso de la maniobra de limpieza ejecutada por Quiroga, mientras calculaba a ojo de buen cubero el número de fragmentos de caspa, inmensos como láminas de hojaldre, a punto de caer de sus grasientos caracolillos. Esperó con paciencia a que concluyese, para hacerse notar.
—¿Y el jefe?—preguntó después de darle las buenas tardes.
El empleado conocía bien la relación de amistad que les unía.
—Dentro —dijo, señalando con un espasmo la puerta del despacho principal.
El recibimiento de Antonio no fue el que esperaba. Si aparecía por la gestoría, usualmente se comportaba como si se alegrara de verle, aunque, a veces, era notorio que le incordiaba. Entonces, buscaba una excusa para marcharse pronto, pues si se le ocurría justificar su marcha por la inoportunidad de la visita, Antonio se lo impedía, empecinado en demostrarle que no le importunaba en absoluto, que el momento era idóneo. En esta ocasión, le había encontrado un tanto apagado, falto de la cordialidad a la que le tenía acostumbrado; había fatiga en su mirada, fatiga y cierta inquietud, como si se estuviese enfrentando a una crisis de considerable envergadura. Le inspiró el verle así la idea del empresario de éxito que pasa por graves problemas financieros. Su vestimenta, en cambio —jersey de lana nuevo, color oro, de marca, pantalón marino impecable— era mucho más cuidada que de costumbre. Parecía la ropa que se suele poner la gente cuando ha sido invitada a participar en un acto público.
—Tienes mala cara. ¿Estás enfermo?
Ladrón de Guevara dejó el cigarrillo sobre el atestado cenicero de cristal y sonrió sarcásticamente.
—Todos los médicos sois iguales —afirmó—. Todos tenéis la misma puta costumbre del diagnóstico. ¡Hasta jiñando!
—Exactamente —admitió Castillo, aventando a la vez el humo azulado que le perseguía. A continuación se recostó en la silla—. Pero algo te pasa.
—Mi hermano es un imbécil —gruñó Antonio—. Me tiene hasta los cojones...
—¿Qué te ha hecho Juan Carlos?
A Antonio le chispeaban los ojos.
—Ahora se le ha ocurrido dejarle a un amigo el piso que tenemos a medias en Córdoba, el que queremos vender cuando nos pongamos de acuerdo, como si se lo prestase durante dos o tres meses. Encima, sin consultarme. Por lo visto le ha dicho que se lo alquilaba a un precio muy inferior al de mercado con la condición de que se marchase el día que lo necesitara. «Es de confianza, no te preocupes» —sonrió con amargura—, eso me ha dicho.
—¿Y cuál es el problema?
Antonio enrojeció de ira contenida.
—¿El problema?—apretó las mandíbulas—. El problema es que le ha hecho una transferencia a su cuenta con el concepto: «pago de alquiler», ¿entiendes? Se la ha metido doblada.
—Ya. Y eso le otorga derechos como inquilino.
—¡Hombre, tú me dirás!—aulló Antonio—. Como mínimo tendríamos que llevarlo a juicio para el desalojo. Y podemos perderlo. Pero muy tranquilamente. Ese individuo sabe muy bien lo que hace. ¡Será gilipollas mi hermano! ¡Mira que darle el número de cuenta!
—¿Qué dice él?
—Que no me preocupe, que es buena gente. Que lo de la transferencia no significa nada.
—Tú no lo conoces, ¿no? A lo mejor tiene razón tu hermano —trató de tranquilizarle—. ¿Y si va con buenas intenciones?
—¡Cómo se nota que no estás en este mundillo! Anda, dejémoslo, que me pongo de mala leche. Llevamos un mes sin vernos ¿Estoy en lo cierto?
—Un mes —Castillo asintió.
Antonio se encendió un cigarrillo, a pesar de que aún ardía el anterior sobre el cenicero.
—No lo entiendo, macho. ¿Qué coño pasa, que siempre se cruza algo? ¡Que no hay forma!... Resulta que tú, que eras el más reacio, vas y te pones las pilas de pronto, y te lías a hablar con unos y con otros. ¡Y no me dices nada, joder! No me lo imaginaba así, ¡qué quieres que te diga!... Yo pensaba... no sé... que nos reuniríamos a intercambiar información... Mira, al final ha caído otro y no hemos podido evitarlo...
—Es más mía que tuya la culpa. —La culpa que admitía Castillo, era de carácter organizativo; no incluía la muerte de Beltrán—. Debería haberte buscado.
Ladrón de Guevara quitó hierro al asunto.
—No habíamos quedado en nada —le tranquilizó—. He tenido un mes de octubre horrible, que para mí queda..., con las declaraciones del IVA, las subvenciones... y un montón de recursos. ¡No sabes cómo es esto! Tengo a veces ganas de mandarlo todo a tomar por el culo.
¡Cuánto me arrepiento de no haberme ido a Madrid a trabajar! ¡Si la vida te dejara rebobinar y cambiar de cinta!
Ramón enarcó las cejas, guardando silencio respecto de las consideraciones vitales de Antonio.
—Y Marta, ¿bien? No la veo desde hace días.
—Ah, está haciendo un curso de informática, de mañana y tarde.
El avisador acústico de la entrada sonó dos veces seguidas. Después una voz ronca, potente, y otra atiplada, de mujer mayor. Se oyó, a continuación, a Quiroga atropellar un par de palabras.
—Esto se está complicando Antonio. Las cosas que he ido sabiendo a lo largo de estas semanas me han dejado más confundido.
Antonio se puso muy serio.
—A ver, cuéntame.
—Ese es el problema, que no hay mucho que contar. Y, sin embargo, hay hechos que carecen de lógica.
—¿Sí?—dijo intrigado Antonio—. ¿Como cuáles?
El minucioso relato de Castillo acerca de su descubrimiento en relación a las fechas de las tandas, le ocupó los siguientes cinco o seis minutos. La certeza que aseguraba tener el guarda sobre las horas exactas a las que dio el agua, pareció impresionar vivamente al gestor.
—Quizá sea un error en la data de la muerte —especuló Antonio, sorbiendo de la boquilla del Winston—. Conociendo a Roper, te digo que es más que probable que el equivocado sea el forense.
Castillo pasó a considerar seriamente tal posibilidad.
—Puede... Además —prosiguió —hay algo que me da mala espina.
—¿Ah, sí?—dijo Antonio achicando la mirada.
—El forense me enseñó unas fotos. Mañas tenía un herpes en el labio superior, sangrante, sin costra, como de habérsela arrancado...
Y eso es muy raro.
—Continúa —le animó, ansioso, Ladrón de Guevara.
—El adhesivo que tenía alrededor del herpes indica, según el forense, que pudo ser el esparadrapo el que hiciese eso. ¿Pero para qué se lo pondría?
—¿Lo has comentado con Federico?
—Por encima —admitió—. Este tío es especial, tiene miedo a la reacción de la gente; recula en cuanto se le echan encima.
El carácter pusilánime del sargento era bien conocido por Ladrón de Guevara, al que la descripción hecha por Castillo arrancó una sonrisa de oreja a oreja.
—Lo has calcado, macho —comentó tras apurar el Winston.
Ver enfrente de sí a Ladrón de Guevara, con su ufana sonrisa de autosuficiencia, le sirvió a Castillo de recordatorio sobre las discusiones libradas entre ambos, con motivo de sus antagónicas posturas. Su amigo se había enrocado desde el principio en que contar con la guardia civil de Portas no sólo no iba a ser de utilidad, sino que podría estropear incluso lo que hubiesen conseguido adelantar. Parecía que el ganador iba a ser Antonio en esta ocasión, que no se equivocaba al insistirle en no recurrir a los civiles. Odiaba tener que darle la razón en eso.
—No parece dispuesto a investigar las muertes —admitió amargamente.
Antonio suspiró profundamente.
—Te advertí que no serviría de nada. Ya importa poco.
—¿Cómo es eso?
—Porque esto se ha acabado, Ramón. La única razón para que nos tomásemos interés era Lucio. Aunque yo sabía que era casi imposible evitarlo.
El enfoque de Antonio hizo zambullirse a Castillo en nuevas meditaciones. Sólo que le era imposible centrarse como en otras ocasiones, pues no lograba apartar a Sandra de esa vorágine que amenazaba con taladrarle el cerebro. La cerrazón de Antonio sobre ese cálculo numérico conseguía también irritarle y eso le desconcentraba un poco más. Era como si hubiese sido abducido en una nave extraterrestre, dejándole impresa esa idea a modo de un código y evacuando a la vez de su mente la capacidad para analizar racionalmente la realidad. Su amigo daba por extinguido el ciclo de muertes; sin embargo, las cosas que le chirriaban allí dentro no habían desaparecido.
Entre otras, que su propia razón se negaba a admitir la absurda «serie de tres». ¿Cómo aceptar una cosa así? Era algo tan contrario a la casuística conocida para hechos similares que cada vez que lo pensaba se acordaba de la vieja canción del dúo Vainica Doble, en cuyo estribillo se repetía «tres eran tres las hijas de Elena». Y, entonces, al tatarear mentalmente la melodía, se sentía incapaz de tomárselo en serio.
—Ya.
—Queda por saber qué ha pasado, claro. Veremos en Madrid...
—El Chato tenía una materia pegajosa alrededor de los labios —rememoró, pensativo, Castillo—; igual que Mañas. La palpé con mis dedos, Antonio. No sé, pero me resultaba familiar ese tacto.
A Antonio, parecía comenzar a molestarle un poco la insistencia de su amigo. Retorció nerviosamente un clip que sujetaba entre los dedos de la mano izquierda, hasta doblarlo y deformarlo por completo.
—Tiene que ver con el tóxico, seguro. Ya lo verás... Creo que te estás calentando demasiado la cabeza.
Probablemente Antonio tuviese razón acerca de eso, pensó. A veces le podía esa vena obsesiva que le había legado su padre.
—Hasta que alguien me lo explique, no me quedaré tranquilo.
—A mí no me lo preguntes. Tú entiendes más de esas cosas.
Los nudillos de la mano izquierda de Quiroga (en la derecha llevaba una carpeta de plástico) golpearon sincopadamente la puerta, precediendo en medio segundo a la irrupción de su dueño.
Quiroga era, con toda certeza, el empleado que nadie querría tener y el compañero que ningún empleado desearía para sí. Castillo admiraba de Antonio esa encomiable determinación por mantenerle a su lado. A él le producía una gran ansiedad.
—Es del contrato de compraventa del piso de Encarnita —dijo con absurdo sigilo, como si tratase de algo confidencial y esperase hurtar a Castillo la información—..., ¿se va a hacer hoy? Es que tienen prisa.
—Sí, sí —Antonio le apremió con un gesto para que le entregase la carpeta—, pero más tarde. Busca un modelo en las copias que hay en el archivador verde; una que se ajuste a las condiciones; ya sabes: un solo vendedor y comprador, y el tema de los plazos. Redáctalo, y lo dejas pendiente de firma... Que se vengan luego..., sobre las siete o siete y cuarto —concretó, consultando previamente su reloj.
Quiroga se fue a toda prisa mientras sonaba nuevamente el avisador. Con su marcha, Ladrón de Guevara pareció librarse de un gran peso.
Castillo se rió para sus adentros. Debía de ser una completa tortura sobrellevar a diario un personaje como aquél.
—Corrígeme si me equivoco, Antonio, pero no recuerdo que haya llovido desde hace quince días o más.
El gestor le miró, aparentemente desconcertado.
—Tienes razón —dijo al cabo—. Que yo me acuerde, no cae una gota de agua desde el diecisiete del mes pasado.
—¿No me aseguraste que los cadáveres del sesenta y nueve se encontraron después de un periodo lluvioso?
—Bueno...—titubeó—, no sé si fue exactamente un periodo lluvioso. Lo que sé es que había alguna relación con el agua, sí.
—¿Ves? —Castillo se arregló los puños de la camisa— Esa es una de las cosas que te decía que me tienen mosqueado. Lucio aparece muerto, como Mañas y Valera, boca abajo y con las palmas hacia atrás, pero aquí no hay una acequia ni un río en las cercanías, no hay nada de agua, nada, salvo una conducción a cielo abierto de aguas residuales. Encima, la lluvia lleva tres semanas sin aparecer...
—Quizá en Madrid puedas encontrar la respuesta.
La mirada de Castillo se perdió en una zona inconcreta de la mesa, fruto del ensimismamiento al que le había llevado su reflexión, pero sentía incomodidad por la algarabía creciente de fuera; sentía el impulso de marcharse de inmediato y dejar libre el despacho.
—Ojalá —dijo, levantándose.
—No sabes cuánto me gustaría ir contigo —Antonio hizo ademán de levantarse—. Espera un momento, ¿adónde vas tan deprisa?
—Me voy, que tienes mucha faena fuera —se disculpó Castillo.
—No. Espera porque yo también tengo algo que enseñarte —dijo el gestor en tono enigmático—. No te dije nada ayer porque estabas hecho polvo... He hallado un documento muy interesante. Lo tengo aquí. —Y sacó de dentro de la carpeta de escritorio en cuero negro, una hoja—. Léetelo, haz el favor.
Castillo le echó primeramente una ojeada por encima, como solía hacer siempre que le daban a leer algo. Se trataba de una fotocopia y, por la tipografía, típica de una vieja máquina de escribir, pertenecía a un documento de cierta antigüedad. La cinta debía de estar considerablemente gastada, porque algunas letras no se habían marcado lo suficiente, lo que daba a entender que la marca sería bastante pobre en el original. Estaba fechada en Madrid, el dieciocho de junio de 1970, Luego se fijó en la firma: el Ministro de Gobernación, P.O. y un nombre y apellidos casi ilegibles, más abajo, junto a la leyenda «Coronel de la Guardia Civil». Un texto a siete líneas, inmediatamente por encima, encabezado por la palabra «conclusiones», escrito con mayúsculas separadas por dos espacios:
La investigación que ordené llevar a efecto para esclarecer las causas de las muertes de José Nicasio Robles González, Santiago Martos Montoya y Paulino Manuel Torres Solera, ha determinado que los fallecimientos fueron debidos a la inhalación fortuita, en ambiente cerrado, de una mezcla volátil de insecticida con benzol. En vista de ello, he dispuesto que se tomen cuantas medidas sean necesarias para impedir que estos hechos se repitan.
Cuando levantó la vista del papel, Castillo tenía concentrados en la mirada todo el interés y todo el asombro que le habían despertado la lectura del párrafo. Volvió a rememorar, sin embargo, durante un par de segundos, la boca sonrosada de Sandra, porfiando encantadoramente contra su visión un poco catastrofista de la sanidad.
—¿Tienes el original?
—El original está en el ayuntamiento, en una estantería del semisótano —explicitó Antonio.
—¿Cómo lo has encontrado? —preguntó Ramón, dejándose caer nuevamente en la silla.
—Gracias a Higinio. Tenías toda la razón cuando supusiste que quizá mi padre no llegó a saber que la investigación dio resultado, porque éste se remitió al consistorio. Así parece ser que fue. Esto tuvo que llevarse muy en secreto para que mi padre no lo supiese. Encontrarlo ha sido una casualidad, la verdad. Evelio no sabía de su existencia; por eso no apareció durante mi primera visita. Pero había una caja de cartón con papeles, donde recordaba Higinio que se habían ido guardando los documentos importantes sin clasificar, durante su etapa como secretario en funciones, que fue precisamente entre el sesenta y siete y el setenta y nueve. Y ahí estaba.
Lo que Castillo sabía del tal Higinio era que había cumplido funciones de secretario en el ayuntamiento de Portas, pese a que se trataba de un simple administrativo, y que llevaba jubilado unos años.
—¿Y ahora qué?—preguntó Castillo, sin levantar los ojos del papel—.
Nada parece ser cómo me contaste, ni cómo tu padre creía que fue.
—Efectivamente. Por alguna razón, se ocultó esta información a una de las partes. Pensando en ello, lo que a mí se me ocurre es que trataban de evitar el pago de indemnizaciones, y, sobre todo, trataban de evitar que saliese a la luz pública, porque, aunque la prensa permaneciese entonces bajo control, la propagación de la noticia hubiese sido inevitable al final. Pero parece que alguien en el ministerio conservaba algo de decencia, de sentido del deber; alguien —quizá el mismo ministro— no estaba dispuesto a permitir que prevaleciese sólo el interés político. En cualquier caso, Ramón —argumentó Antonio—, es mejor saber ahora que aquello tuvo un final, y que se supieron las causas. Puede ayudarnos.
Al gestor no parecía afectarle que el recibidor se hubiese convertido en un gallinero, que llegasen hasta el interior del despacho palabras llenas de impaciencia, que algunos clientes estuviesen hartos de esperarle. Debía confiar en sus empleados más de lo que Castillo creía.
—¿Pero qué insecticida, Antonio?
—¡Y yo qué sé!
—Pues para establecer esos paralelismos que tú siempre has pensado que existen, debemos enterarnos.
A Ladrón de Guevara no se le pasó por alto que Castillo se esforzaba en marcar distancias con él en el asunto de los vínculos con el pasado.
Se preguntó por qué e instintivamente su respuesta se revistió de una cautela de la que no había hecho uso con anterioridad. Era esencial que Ramón no se echase atrás ahora.
—Si las autopsias no lo han determinado, quizá nos quedemos sin saberlo. Pero supongo que quien te ha citado en Madrid lo conoce bien. Ya veremos qué es lo que te cuenta.
También Castillo confiaba en que en Madrid se resolviesen muchas de sus dudas, pero no todas.
—Me lo llevaré, si no te importa.
—Adelante —le invitó el gestor.
Ramón se introdujo el papel, previamente doblado en cuatro partes, en el bolsillo de la camisa, y se marchó directamente a su casa.
Tenía que dejar algunas cosas preparadas con vistas al viaje del sábado.
Ambos se comprometieron a verse a la vuelta de Castillo, a ser posible el mismo domingo o, como muy tarde, el lunes siguiente.
8 de Noviembre
... Me cortaría la lengua si no la necesitase, no me diese miedo ni asco ver tanta sangre inundándome la boca. ¡Maldita sea mi estampa! ¿Es que no puedo metérmela en el culo, así, sencillamente?
Ojalá que fuese un tío «raro-normal» como el amigo Manolo Alcaine, que cuando va a mear se pone las gafas de sol para que, textualmente: «no me ciegue la visión de mi deslumbrante polla», y que a intervalos de dos semanas, más o menos, se tiende boca abajo, en el suelo, una tarde entera, como castigo y penitencia «¿Penitencia, por qué?», le preguntaba al principio yo. «La música agoniza», decía y, acto seguido, se ponía los cascos. Me entero más delante de que pasa por periodos de profunda «depresión» pensando en que las melodías tienen los días contados, que se han inventado tantas que pronto Springsteen dejará de hacer discos para no plagiar a otros.
No es que se drogue, es que es raro cuando le conviene. Locuras hace las justas; cuando está conmigo, por ejemplo, pero no cuando le interesa una tía; entonces es espabilado, dicharachero y el más sensato que he conocido. Yo, al revés. Me convierto en un gilipollas con las mujeres que me gustan. Alguna me lo ha pasado por alto, pero no siempre va a ser así. Como haya espantado a Sandra con mi perorata sanitaria, no sé lo que me haré.
Este penoso incidente me hace pasar de la expectación por lo que me espere en Madrid, a estar hundido. Me animo y desanimo continuamente. Necesito volcarme por completo en descifrar este rompecabezas y olvidarme por el momento de mis meteduras de pata. A Sandra le gusto y eso es lo que importa. En cuanto vuelva de Madrid me haré el encontradizo o simplemente la llamaré. Sí, eso haré. La llamaré para disculparme por... ¡Seré imbécil! No puedo pedirle perdón por haber mantenido mi criterio en ese tema, porque entonces creerá que no tengo ninguno y será mucho peor. Tengo que olvidarme de esa discusión o aún mejor: volveré a ella con ironía, me reiré de mí sin renunciar a lo que sostuve. Eso funcionará si ella es lo suficientemente inteligente, y creo que lo es.
Si el cabrón de Bernal no se da un poco deprisa, me quedaré a oscuras.
Pero hay cosas que no tienen sentido.