20

 

 

El que se dedica a la venganza conserva frescas sus heridas.
Francis Bacon
... los ojos permanecían ligeramente entreabiertos, y en la frente, perlada de sudor, se extendía una rojez sin forma, como de habérsele escaldado con vapor caliente. Vi que la sangre goteaba sobre el muslo, desde la manga derecha del jersey, aunque en su cara no había el más mínimo rastro de ella. Curiosamente, ahora era un rostro sereno el que escrutaba en las sombras de la vida, quizá por haber conseguido aligerarse de pasados rencores destructivos. Era extraño entender, viéndole allí, que él no pudiera verme, contemplarme con mi angustia a cuestas y mis remordimientos...
El dolor que sentía en los hombros se le irradiaba desde los pectorales, tirantes como las cuerdas del tendedero que había en su patio; era igual que tener un tipo grueso calzado con botas de suela dura e irregular pisándoselos. Además, llevaba varios días con parte de la espalda agarrotada, y, por más vueltas que diese, no era capaz de encontrar una buena postura en la cama. La cintura, particularmente, le estaba dando mucho la lata, aunque a veces conseguía un alivio transitorio adoptando la posición fetal, con las rodillas flexionadas a la altura del vientre, pues de ese modo arqueaba toda la columna. Sin embargo, nada de aquello le molestaba tanto como la implacable frialdad que había aterrizado sobre sus ojos, al intentar mantenerlos cerrados durante unas horas. Ahora sí podía decir que había aprendido en carne propia el significado de la palabra insomnio. Experimentando esa clase de desesperación que se apodera de uno, tras dos o tres horas de tener helados los párpados, frente a una oscuridad y un silencio que, lejos de servir como ingredientes del sosiego anhelado, se convierten en salvajes cuchillas que refrescan las heridas del pensamiento.
Entonces, todo lo que le agobia a uno, todo lo que le preocupa, tanto lo anterior como lo venidero, se vuelve vívido y lacerante, pues ninguna luz distrae de su presencia.
Todo el cuerpo le dolía, en general, y además tenía la boca seca como un crespillo, y la oleada rítmica y poderosa de la aorta hacía temblar su abdomen; la notaba chocar contra la palma de su mano derecha, que se había colocado sobre el estómago. Se inquietó ligeramente, preguntándose si las paredes de su arteria serían lo suficientemente fuertes. Era un arduo trabajo el de soportar tales tensiones a lo largo de toda una vida, consideró, admirado por la perfecta adecuación de los tejidos orgánicos a la tarea encomendada, y sin embargo, se sentía incapaz de desechar de su cerebro una ligerísima sensación de alarma.
Trató de relajarse por enésima vez e inmediatamente comenzó a sudar, a pesar de tener fría la punta de la nariz. Era pronto para levantarse: aún estaba oscuro en el exterior; la luz que se colaba por las rendijillas de la persiana procedía del alumbrado público. Una gran pereza le mantenía clavado en el colchón, sin hálito para sentarse siquiera en el borde de la cama, como si le quedase una brizna de esperanza de sumirse, al menos por una hora, en la inconsciencia y la desmemoria.
En ese instante, comprendió que era el miedo lo que le mantenía paralizado entre las sábanas, el miedo a afrontar lo que debía hacer.
Pulsó el interruptor de la izquierda del cabecero, para encender los apliques orientados hacia el techo y respiró profundamente. El despertador marcaba las seis y cincuenta. Tenía un plan trazado para el día y lo cumpliría.
En el cuarto de baño hacía un frío horroroso. El marco de aluminio del ventanuco ajustaba mal, y el dueño no había mandado arreglarlo, a pesar de las veces que se lo había recordado. Se envolvió en su bata azul de paño, mientras el calefactor de aire caldeaba el pequeño recinto. Luego de darse una ducha, conectó el reproductor de compactos y paladeó un café solo, echado sobre el sofá del comedor, escuchando a muy bajo volumen el último disco de Marc Jordan. Sentía palpitar tan fuerte su corazón que se asustó y decidió adelantarse la toma de cuarenta miligramos de propanolol, que había pensado hacer durante el desayuno. Desde hacía unos años se había puesto de moda entre los conferenciantes: protegía el sistema cardiovascular de las descargas de adrenalina; los que lo habían probado decían que les quitaba el miedo a «quedar en ridículo»: dejaban de balbucear, desaparecía el temblor, y automáticamente ganaban en confianza, en seguridad en sí mismos. Si esos eran sus efectos, iba a venirle de perlas, porque con toda certeza lo necesitaría.
Pensó en lo que iba a hacer tres horas más tarde y, entonces, pensó en Federico. ¿Por qué se había resistido durante tanto tiempo a entregarle las fotos que tomaron a Lucio? A veces, le resultaba incomprensible su proceder: darle largas en el caso de las muertes súbitas, mostrándose esquivo y receloso, y, simultáneamente, apremiarle con la de Santos. Claro que otro gallo cantaría si le hubiese hablado de lo que conectaba a esas personas. ¿Hubiese cambiado completamente de actitud? Era difícil saberlo. Aquel miedo cerval a revisar lo que él creía cerrado, era casi patológico. En adelante, lo consideraría como una fobia, como lo es no soportar a los gatos, por ejemplo. Eso es lo que era: una fobia.
Las fotos ampliadas del cadáver de Lucio le mostraron aquellos pequeños puntos rojos en la espalda y en el antebrazo que se le habían pasado por alto durante el reconocimiento inicial. Le costaba ser indulgente consigo mismo, pero era verdad que se había sentido muy presionado aquella mañana. Al observarlos, se tranquilizó, pues aunque sabía que el no verlos no significaba que no existiesen (¿no podían, acaso, haber quedado enmascarados por los cambios en la coloración de la piel o el ángulo en que habían sido tomadas las fotos?) la constatación de su presencia reforzaba su hipótesis en un aspecto que resultaba esencial para explicarlo todo. Le intrigaba el método; el resto podía imaginárselo.
Todavía sentía remordimientos al recordar su conducta con respecto al cuaderno. Era aún peor porque el análisis que Federico había hecho de aquellas páginas le resultaba asombroso. Su conclusión sobre el significado de los intercalados en relación a los párrafos puramente «sexuales», era de una gran agudeza. Le dolió no reconocérselo pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Con la información que ya manejaba, no hubiera sido honesto. Si le hubiese avalado, le habría obligado a lanzarse en tromba en pos de un fantasma. ¿Y la gente a la que hubiese molestado? ¡Con lo fácil que le hubiera sido proporcionarle ese señuelo!
Otro asunto era que esos papeles reflejasen u ocultasen delitos sexuales, perpetrados por su autor a lo largo de un tiempo indeterminado.
Dado que algunas de las procaces expresiones de Santos insinuaban su apetencia por menores de edad —en un par de ocasiones escribía: «coñito sin estrenar», y «como no te cabría mi polla, te follaría con mi lengua»—, no era descabellado pensar que hubiese podido someter a abusos a una o varias niñas, pese a carecer de antecedentes, pues se tenían más probabilidades de quedar impune de algo así que de acosar a una mujer adulta, y por supuesto que de agredirla, aun sin consumar la violación. A Federico, claro, le parecía incomprensible que se le pidiese ignorar la sustancia del texto, pero como confiaba ciegamente en que pronto le proporcionase la clave para atrapar al asesino, tal y como había hecho en Sevilla, había optado —eso sí, a regañadientes— por morderse temporalmente la lengua, a la espera de que muy pronto se produjese ese hecho milagroso. Lógicamente, el sargento se sentía especialmente orgulloso de lo que había «adelantado» con la lectura del cuaderno, en cuanto a interpretación de las posibilidades, y una gran frustración se había apoderado de él al cotejar que eso no le colocaba a la «altura» de su colaborador en «instinto» y, sobre todo, en perspicacia, pues su colaborador parecía ir dos pasos por delante de sus deducciones. Más tarde le confesaría que, llegado a ese punto, y tal vez movido por los celos, acarició la idea de cortar por lo sano, cerrarle el grifo, dejándole sin nueva información hasta que se aviniese a darle una pista fiable, pues hasta ese instante —y si exceptuaba su hipótesis del ajuste de cuentas, formulada sobre la base del arma homicida y el método— sólo se había esmerado en desbaratar las suyas y en surtirle de vaguedades y abstracciones. No solo intuía que se callaba cosas, sino que estaba en condiciones de presionarle un poco con la amenaza de apartarle porque se le notaba mucho que las circunstancias del crimen le tenían ahora intrigadísimo, cuando al principio incluso pareció fastidiarle que le pidiese ayuda. Pero, al sentirse comprometido por su palabra, decidió finalmente darle más tiempo. Pensando en ello, Castillo creía que las razones fueron otras. Si desechó esa ruptura fue probablemente por lo presionado que también estaba él en esos momentos. Temía a las represalias de la comandancia, si los influyentes amigos que el sargento le suponía se quejaban a su teniente coronel del trato. Y, sobre todo, temía a las dilaciones que eso supondría para la investigación, porque no se sentía con las fuerzas y la claridad de ideas suficientes para continuar él solo, y además porque era esa clase de personas a las que apremiaba el tiempo, y más en tales circunstancias pues, confiado en la ayuda del médico, había renunciado a apoyos exteriores.
Pero claro que entendía por qué estaba enfadado.
Consultó nerviosamente su reloj: las manecillas apenas habían sobrepasado las ocho. Demasiado pronto aún para remover el fango.
Cambió el disco por el «The Captain and me» de los Doobie Brothers.
Las canciones de Jordan le evocaban la dulzura de las noches cálidas e insomnes en las que planeó ser diferente, en las que se propuso resarcir por sus equivocaciones a quienes había dañado, sin tener en cuenta que el tiempo te echa adelante y ya no puedes alcanzarlo. Esas canciones le habían llenado de nostalgia y ése no era el mejor de los sentimientos para vencer la atonía que le atenazaba en el sofá. No eran un buen antídoto contra la ponzoña del miedo y de la duda, esa que envenenaba su juicio con el licor embriagador y plácido de la debilidad y de las falsas lealtades. Pero, entonces, había recordado repentinamente que, en una entrevista hecha a principios de los ochenta, Neil Young recomendaba oír un disco de los Doobie, a primera hora de la mañana, porque el optimismo y la energía de sus discos hacía que uno afrontase mejor el desafío diario de vivir. Al mismo tiempo, Young reconocía que sus propios discos carecían de esas cualidades. Castillo estaba de acuerdo en eso, pues se trataba de obras que, en general, destilaban tristeza y fracaso, raramente optimistas, con más melodías taciturnas que alegres.
Con los primeros acordes de «Long Train Running», comenzó a repasar nuevamente el bloc. Página a página, fue releyendo las palabras claves, las que habían reflejado todos sus estados de ánimo: su perplejidad, su incertidumbre, sus sospechas, su asombro... a medida que se adentraba en aquella tela de araña, que había sido primorosamente tejida con las hebras del pasado. Se estremeció, sintió una sacudida desde los pies hasta el estómago, seguida de una irrefrenable necesidad de darle una calada a uno de los Camel que quedaban en el paquete con que le obsequiaron en la boda de Francisco Vico. Subió al trote por las escaleras, apartando a manotazos las voces que le decían que no hiciera lo que se disponía a hacer. No las dejó terminar con sus alocuciones de advertencia; no quería escucharlas. Tenía guardada la cajetilla en el primer cajón de su mesa de despacho, bajo llave. Días después, repasando mentalmente su acción, le sorprendió verse intentando girar la llave, con mano temblorosa y aspecto de yonki, y comprendió que nada le hubiese parado en aquellos instantes, pues, mientras subía las escaleras en busca de sus dosis, el mundo se había ennegrecido a su alrededor, todo había quedado sin vida y sin significado. Sólo volvería la luz a las cosas si se fumaba aquel cigarrillo.
El humo dulzón y ligeramente picante del Camel acariciaba su garganta, y, frente a la ventana, se había restaurado el equilibrio que andaba buscando desde hacía varios días. Todo era paz en su interior ahora; sus cinco sentidos se habían agudizado al unísono; hasta sus ideas se habían clarificado de un modo maravillosamente agradable.
Y, lo mejor: no sentía remordimientos por lo que acababa de hacer, si acaso el cosquilleo levísimo de un propósito aún en gestación, un propósito extraño por lo inoportuno, que versaba sobre la idea de que un día lo dejaría definitivamente.
Acabó el cigarrillo y, casi inmediatamente, encendió otro, asomándose a continuación a la ventana del estudio. Éste se lo fumaría despacio, muy lentamente, lo sostendría entre sus dedos, más por el placer de percibir su aroma que por inundar con él sus cavidades. En el exterior comenzaba a clarear; algunos vehículos protestaban por la pendiente suave de la carretera, entre perezosos y ateridos, y, a ambos lados del asfalto, la escarcha amortajaba los matojos, los tallos secos, las hojas amontonadas en los arcenes.
Se vistió deprisa, empezando por enfundarse una camiseta de manga larga que apenas usaba, por verse demasiado grueso con ella puesta, y luego cogió del armario empotrado del pasillo unos pantalones azules de pana y una cazadora enguatada, estilo Barbour, del mismo color. Sobre la silla del dormitorio tenía un jersey de lana gris claro, con cuello a la caja, y la camisa de finas rayas azul y oro que se había puesto la tarde anterior. Notó al terminar de ponérselo todo que entraba completamente en calor. Eso era lo que quería; deseaba estar acalorado, porque le ocurría con su cerebro lo que a muchos ciclistas con su físico: hasta que no rompía a sudar no era capaz de rendir plenamente. Tenía que evitar a toda costa el sentir frío a lo largo de esa mañana, se dijo, mientras se restregaba el dorso de la mano contra la punta helada de la nariz, notando cómo se le humedecía.
Por fin el pueblo estaba despertando. Las piernas le temblaron ligeramente al salir a la calle y dirigirse hacia el Volvo, que había dejado aparcado la noche anterior veinte metros más abajo, con el morro mirando a las afueras del pueblo. Intentó chequear su cuerpo para tener noción del efecto causado por el propanolol, y el resultado le tranquilizó: no sentía palpitar su corazón, ni le castañeteaban los dientes, lo que no era poco, dadas las circunstancias. La mañana era fría, una neblina helada cubría los llanos, hacia el sur, y, al este, había engullido la silueta del Puente. Se metió en el coche y giró para embocar por la calle Silleros la entrada superior a la calle Termas de Galia (el acceso por la inferior estaba prohibido, al ser de dirección única), en busca de la casa de Hernando García.
Hernando tardó una eternidad en bajar a la calle, obligándole a arrancar de nuevo el coche y mantenerlo al ralentí para que no se le helasen los pies. Tenía aspecto cansado y, fiel a sí mismo, iba embutido en una gruesa cazadora de plumón.
—Hola —le saludó antes de meterse en el coche. Luego, escrutando su reloj con rostro serio—: Creí que habíamos quedado a las diez.
—Menos cuarto —corrigió Castillo con una sonrisa—. Pero no pasa nada. Venga, móntate.
Hernando obedeció y le dirigió una mirada expectante.
—¿Adónde vamos?
—Al cuartel. Tengo algo que enseñarle al sargento —explicó Castillo iniciando la marcha.
El ambulanciero se esforzó en poner cara de sorpresa, al tiempo que sonreía. Creía que la cita con Castillo se debía a que a éste le interesaba su consejo para la compra de un coche. Con franqueza, a él le parecía absurdo que se gastase una millonada en sustituir el Volvo por un BMW, por mucho que le gustase ese deportivo, pero estaba visto que Ramón era un caprichoso. Pocos coches eran tan sólidos y duraderos, había opinado, y su estado era aún excelente, de modo que le desaconsejó hacer la operación, pero Ramón no estaba dispuesto a aceptar recomendaciones sobre la rentabilidad de su proyecto. Únicamente le interesaba lo que sabía acerca de mantenimiento y fiabilidad; no en vano él había sido mecánico en un concesionario de vehículos de importación, durante cuatro años, y conocía a fondo las cualidades y defectos de las diferentes marcas. Habían hablado de eso el martes, la última vez que le había visto, pues desde que comenzó las vacaciones prácticamente había desaparecido del mapa. Nada sabía de las gestiones que pudiese haber hecho después de visitar a su tío Regino, pero entonces le dio a entender que continuaría investigando sobre aquella pista porque le pidió discreción. Según le dijo, había algo que estaba haciendo por su cuenta, sin conocimiento de la guardia civil, aunque les estaba echando una mano a los civiles con lo de Santos.
Hernando se sintió orgulloso y excitado de que le hubiese convertido en su confidente; estimulaba su imaginación. Desde entonces, y sin un motivo claro, comenzaron a pulularle por la cabeza ideas de conspiraciones, a elucubrar sobre la existencia de una trama para eliminar a los ludópatas de la zona. ¿Qué eran, sino jugadores, los que habían muerto en extrañas circunstancias, antes del crimen de El Guinda? Se había ofrecido para acompañar a Castillo adonde fuese, aunque éste lo desestimara poniendo la misma excusa que con Justo: no conseguiría que hablasen los que debían hacerlo, si se les presentaban en plan «pareja de detectives». Pero le prometió que se enteraría antes que nadie de lo que averiguara; antes incluso que la guardia civil. Era lo menos que podía hacer después de que —por pura casualidad, eso sí—, le hubiese hablado de las partidas de cartas que jugaba su tío.
—Venga.
Castillo inició la marcha, pero no tomó la dirección del cuartel, sino que torció a la derecha, como para enfilar a la calle del mercado.
—Oye, ¿has desayunado?
—¿No lo sabes? Yo no como hasta mediodía —dijo el conductor.
Entonces, Castillo recordó que lo habían hablado varias veces. A Hernando no le atraía la comida —excepto las pipas—, y era por eso por lo que se mantenía tan delgado y no porque practicase deporte.
—Es que todavía es pronto —consultó su reloj, comprobando que faltaban dos minutos para las diez—... Pensaba invitarte a un café.
—Tómalo tú y yo te acompaño —sugirió Nando.
—¿Crees que estará ya el periódico?—dijo Castillo, tras rechazar con un gesto tal posibilidad.
—Seguro que sí.
La calle de la papelería, en la que vendían también periódicos y revistas, quedaba a dos pasos. Estacionó en doble fila y volvió inmediatamente al coche con un ejemplar de La Provincia. Hacía días que no aparecía mención alguna al caso de Santos. Fue en lo que pensó el conductor al verle aparecer con el periódico en la mano.
—Bueno, dime algo ya, hombre —suplicó Hernando—. Porque es de lo de Santos de lo que vas a hablar con Federico, ¿no?
—Creo que lo tengo resuelto —afirmó Castillo, reiniciando la marcha.
Las pupilas del ambulanciero adquirieron un repentino brillo.
—¿Sólo lo crees?
—Lo está —dijo Castillo, con voz plana.
A Hernando no le cuadraban las cuentas. ¿Cuál era el motivo de mostrarse tan desganado y tristón? «¡Si debería estar dando botes!»—masculló para sus adentros.
—... ¡No me jodas!
Un remolque dejado en la misma confluencia de dos calles, obligó a Castillo a dar un volantazo. Maldijo al irresponsable y acto seguido movió la cabeza de arriba abajo:
—Pues sí... ¡Coño!—se propinó un golpecito en la frente—, me olvidaba. Tengo que hacer una cosa antes de ir al cuartel.
—¿Qué es?
Castillo rectificó sobre la marcha, maniobrando para dar la vuelta a esa misma altura de la calle, cuya estrechez constituía un grave impedimento, aunque el escaso tráfico le ayudó a completarla en pocos segundos.
—Nada. Será un momento —aseguró, mientras desandaban parte del trayecto.
Lucía débilmente el sol, indeciso en la mañana fría y calma. En un minuto llegaron a la parte central de la calle Maestro Lara, donde era más probable encontrar aparcamiento; el ensanche hacía posible alinear en batería los vehículos. En el extremo del ensanche, había un hueco algo justo para el tamaño del Volvo. Nando se apeó, para facilitarle la maniobra, sin dejar de frotarse las manos. Desde el comienzo del invierno no hacía otra cosa que relinchar y frotarse las palmas de las manos para intentar entrar en calor.
El médico hizo un gesto a Nando para que le siguiera, y éste le alcanzó con un par de zancadas. Una mujer rechoncha y mal peinada, con vestimenta negra, y manchas de guiso amarillento esparcidas sobre el triángulo del suéter que asomaba bajo el chaquetón de punto, les abordó, cortándoles el paso, para hacer —eso fue lo que aseguró—una sola pregunta a Castillo. Estaba concluyendo un tratamiento para una infección de orina, explicó gesticulante, y deseaba saber si se tendría que repetir los análisis cuando terminase. De paso, como quien no quiere la cosa, y tal vez porque las oportunidades las pintan calvas, le habló también de su hija retrasada, de los pañales que le estaban costando una fortuna, y de si no podía hacer algo él o la asistente social para que le autorizasen gastar un número superior de unidades de las previstas. Aunque —dada su turbación por lo que se avecinaba— comenzaba a sentirse indignado por la interrupción y aquella conducta tan impropia, Castillo había tomado la decisión de complacerla para no enzarzarse en una disputa que pudiese distraerle de su verdadero objetivo, de modo que durante un par de minutos aparentó comprensión e interés Pero como esa actitud suya pareció dar alas a la mujer (que a cada instante chillaba y gesticulaba con mayor entusiasmo) en lugar de cortárselas, acabó por hacer un enérgico ademán de enfado y de impaciencia, que tuvo el efecto de dejarla muda. Nando se sintió violento, no porque la gordezuela ordinaria e impertinente no lo mereciese, sino porque jamás había visto a Castillo comportarse así.
—Sería muy conveniente que se los repitiese —apostilló, al sortearla.
La mujer se fue refunfuñando, cuesta arriba, y al poco, sin dejar de caminar, profirió lo que parecía una imprecación. Castillo volvió instintivamente la cabeza.
—¿Pero adónde vas?—preguntó tímidamente el conductor cuando se deshicieron de ella.
—A la gestoría.
La gestoría de Ladrón de Guevara quedaba a una treintena de metros de allí. El cierre estaba levantado; podían verlo desde esa distancia.
Eso quería decir que los empleados estaban dentro y probablemente también el jefe, dado que se sobrepasaban las diez con largueza.
A Hernando lo devoraba la impaciencia y la excitación. ¿Por qué parar en la gestoría ahora?
—Déjalo para después —le sugirió, instantes antes de traspasar el umbral.
Castillo sonrió.
—No puedo. Antonio me ha ayudado con otro asunto que tiene que ver con éste. Me siento obligado a decírselo.
El conductor se quedó con las ganas de preguntar.
La puerta del despacho de Antonio permanecía ligeramente entreabierta cuando estaba libre de visitas, pues le agobiaban los espacios cerrados, tanto como la gente estúpida. Lo reconocía a menudo, lamentándose por verse atrapado entre aquellas cuatro paredes. Para Castillo era esa típica persona predestinada a ser lo que odia durante toda la vida. A Antonio —oculto tras el mostacho—, se le adivinaba un espíritu aventurero, de vida al aire libre y de encarar peligros y asumir riesgos de naturaleza diversa, y sin embargo, se había convertido en un sedentario chupatintas.
Quiroga no les detuvo esta vez, no le dieron tiempo.
—¡Hombre!—exclamó sorprendido el gestor, al ver irrumpir a ambos dentro del despacho—. Hola, Hernando, ¿qué tal?
El conductor le correspondió deseándole un buen día.
—Ya ves: de vacaciones —dijo Castillo.
—Venga, sentaos.
—Tú, bien, ¿no?
Antonio se reclinó sobre el respaldo, con aspecto relajado.
—Bien... Hasta los trenques de trabajo, eso sí.
—A quien no veo hace tiempo es a Marta.
—Está muy liada con el curso.
—Sí, es verdad que me lo dijiste el mes pasado —admitió Castillo—.
Por cierto, ¿hablaste con Evelio?
Antonio no sabía de qué le hablaba Castillo, o eso le pareció a éste, a tenor de su expresión.
—¿Sobre qué?—preguntó.
—Sobre Osorio.
—¡Ah! Sí..., sí —dijo titubeante Antonio. Parecía sorprendido porque Castillo lo mencionase en presencia de Hernando. Suponía que el asunto era privado.
—¿Y qué? ¿Te dijo algo más?
—Igual que a ti —carraspeó—. Insistió en que hace más de veinte años que no sabe nada de él.
—Ya —dijo con aire pensativo Castillo—. ¿Y tú le crees?
Hernando cogió con disimulo el ejemplar del Marca que había en el borde del escritorio.
—¡Hombre!—Antonio se encogió de hombros—. Evelio es una persona formal, de las de antes. A mí, desde luego, me pareció sincero.
—No te lo discuto. Y precisamente por eso, por ser un hombre de palabra, yo no me fiaría mucho. Puede depender de lo estrecha que sea su relación con este señor.
Ladrón de Guevara se rascó nerviosamente la coronilla. Se sentía claramente incómodo con el derrotero tomado por la conversación.
—Vuelve a hablar con él —sugirió.
—Quizá no haga falta.
—¿Has venido sólo a preguntarme por Evelio?—dijo con cierta sequedad el gestor.
Castillo negó con la cabeza mientras sus labios esbozaban un «no».
—Bueno..., dime —inquirió Antonio, deseoso de cambiar de tema—. Os invitaría a café pero es que tengo gente citada...
Castillo sacó una pequeña libreta del bolsillo interior de la cazadora. Notaba el vaho caliente de su transpiración fluyendo a través de sus axilas y de la abotonadura entreabierta del cuello de la camisa. Percibía su sudor bajo la ropa ajustada al cuerpo.
—¿Te acuerdas del día en que nos vimos en Úbeda, Antonio? Ibas con un notario.
—Sí, claro. A finales de octubre.
—El veinticinco —Castillo asintió—. Ese día fui a ver al forense, ¿recuerdas que te lo dije?... Bueno —continuó tras comprobar que Antonio, con un gesto, le hacía ver que le seguía—, aquella mañana empecé a hacer anotaciones en esta libreta —la blandió durante dos segundos para mostrarla—... algo parecido a una sucesión de palabras, digamos, clave... Tú ya me conoces, Antonio, sabes lo que me pasa cuando me obsesiono con algo. Eran cosas que hacía un tiempo que tenía bailándome en la cabeza... —Hernando volvió a depositar el periódico donde estaba y dedicó toda su atención a las algo crípticas palabras de Castillo —cosas que me parecían extrañas o incongruentes... Y cuando eso ocurre, normalmente descubro que detrás hay otras que no ajustan bien —la espalda de Antonio comenzó a estirarse—. En fin, es la sistemática que me resulta más práctica..., una especie de esquema mediante palabras encadenadas. Míralo tú mismo —le tendió la libreta.
El gestor la tomó intrigado. De repente se le habían formado dos chapetas redondeadas, color fresa.
—Ya era hora —dijo Antonio. Y, durante medio minuto aproximadamente, la repasó en silencio—. Hernando, ¿te importa esperar fuera?
Éste miró inmediatamente a su compañero de visita. En el perfil de Castillo, el ambulanciero rastreó una tensa alerta. Tenía la mirada clavada en la libreta que Antonio examinaba, y le brillaban los ojos, quizá porque estuviese esperando, con una mezcla de miedo y vanidad, un reconocimiento a su trabajo recogido en esas páginas. A Hernando le molestaba un poco que hubiese incumplido su promesa y que fuese Antonio el primero en saber su contenido, pero eran amigos desde hacía tiempo y, además, Ramón acababa de explicarle que se lo debía a cambio de la ayuda que le había prestado. ¿Qué clase de ayuda sería esa?, pensó, sin que se le ocurriese nada en concreto. El gestor conocía a todo el mundo; quizá le dio información sobre el entorno en que se movía cada uno, las relaciones y enemistades...
Era muy probable que fuese algo así, porque no se imaginaba a Antonio haciendo de detective.
Aunque Hernando se hizo el remolón durante un instante, anhelando que Castillo intercediese en su favor y eso le permitiera satisfacer la curiosidad que le estaba matando, éste permaneció mudo.
Finalmente salió del despacho.
Cerró la puerta tras de sí, temiendo darse de bruces con Quiroga: le tenía alergia. Recordó con inquietud la mañana en la que, mientras esperaba resolver un asunto en el ayuntamiento, se le había enrollado con una de esas catastrofistas murrias suyas, aprovechándose el muy cabrón de que ambos se encontraban en cola. Muy pocos días antes, había comentado con Castillo que le trastornaba tenerlo cerca, y Ramón le había dado la razón en cuanto a la impresión que causaba entre la gente. En verdad, era un tipo repelente en todos los sentidos. Castillo lo había diseccionado muy bien. Según éste lo veía, constituía una peligrosa amenaza para los pusilánimes de espíritu, capaces de sucumbir a su verborrea si no andaban listos, pues aparte de martillearle a uno los oídos con las andanzas de «su» Real Madrid (podía consumir perfectamente un par de noches hablando de ligas, copas y fichajes), su tema de conversación favorito versaba sobre la inevitable destrucción del planeta, pero a diferencia de la mayoría de los augures que había conocido, que partían del fanatismo religioso y de la interpretación torcida de La Biblia o de otros textos similares, Quiroga alimentaba sus fantasías de publicaciones como el Readers Digest’s, porque era «ciencia». En aquella ocasión, Hernando estuvo bastante cerca de vomitar de tantas veces como le repitió lo del meteorito que se estrellaría contra la Tierra en 2013.
Desde ese día, lo evitaba. Normalmente se le perdona a la gente el repetir un par de veces una frase, pero Quiroga no, Quiroga las repetía un mínimo de ocho.
Pero Quiroga no aparecía. El pasillo estaba vacío. Tras las mamparas del habitáculo destinado a Adela, sonaba una música orquestal suave e intrascendente, al estilo de la de Ray Coniff, y se filtraba el típico ruido de las hojas de papel cuando se pasan entre los dedos.
Hacía un poco de frío en esa zona del local, pero los potentes sensores de temperatura del conductor, situados en su epidermis, habían detectado una irradiación en el interior de las unidades administrativas, una agradabilísima expansión de aire calentado que le resultaba casi irresistible. Temiendo que la reunión que mantenían Ramón y Ladrón de Guevara se prolongase, y eso le llevase a morir congelado, se planteó franquear aquella mampara y hacer suyo parte de aquel surtidor de vida. Algo dentro de su cabeza, sin embargo, le azuzaba para salir, para, en el exterior, ponerse a salvo de Quiroga, aun a riesgo de sufrir la amputación de algún dedo, unos días más tarde.
Más que sus entumecidos pies, era su inquietud la que le mantenía en continuo movimiento, girándose hacia el interior al llegar a la puerta de la calle, y vuelta a comenzar. Llevaría unos veinte minutos repitiendo el corto trazado de su paseo, cuando, casi asomándose ya a la calle, sintió un golpe por detrás del hombro derecho, y sin tiempo de reaccionar, Antonio le pasó como una exhalación y se precipitó hacia el exterior. Lo siguió con curiosidad, mientras se perdía calle abajo. Caminaba con paso firme y ligero, como si se le hiciese tarde para llegar a una cita, pero sin correr. Ni siquiera se había parado a pedirle disculpas por el tropezón.
Instintivamente volvió la cabeza y se encontró con los ojos rasgados de Castillo, abiertos de par en par, que no le miraban a él ni a ninguna cosa concreta que se hallase en aquella habitación, sino a un infinito aproximadamente situado en la dirección de la puerta por donde había salido Antonio a toda prisa.
—Vamos ya al cuartel —dijo, saliendo de su ensimismamiento.
—¿Y el tío éste? —preguntó desconcertado Hernando.
Castillo le tomó la delantera y salió a la calle.
—Él va delante con su coche —explicó. Y aceleró el paso calle arriba, para alcanzar cuanto antes el Volvo.
Hernando estaba cada vez más desorientado; ¿por qué esas prisas de repente? No sabía de qué iba aquella película. Pero le siguió sin rechistar.
Entre los dos caminos posibles para acceder al cuartel, Castillo eligió el más sinuoso y corto, a través de las calles Molina y Carrizo, y luego atravesando en diagonal la avenida de Los Carruajes, en lugar de ir calle abajo, en el sentido en el que Antonio se les había perdido de vista, que obligaba a rodear el parque de La Fontilla, aunque por este acceso le fuese más fácil a los vehículos grandes y pesados como el suyo. Por cualquiera de ellos, el tiempo a invertir apenas sobrepasaba el minuto y medio.
Al doblar el muro de separación del área de columpios y toboganes, divisaron la zaga del 300 de Antonio. Era sin duda su mercedes azul, detenido a las puertas del cuartel. Castillo aminoró cuando apenas le quedaban cien metros para llegar, y en ese instante, el coche del gestor dio marcha atrás y, a gran velocidad, giró a la izquierda para bordear la tapia del cuartel y perderse calle arriba.
Castillo realizó una brusca maniobra para torcer a la izquierda e ir tras el mercedes, pero frenó inmediatamente.
—¡Bájate!
—¡¿Cómo?!...
—¡Que te bajes! ¡Rápido!—aulló—. Avisa a Lorenzo. Dile que vaya al Puente.
¿Avisar a Lorenzo? ¿Para qué necesitaba la ambulancia? Nando se apeó sin entender nada y corrió a su casa como un autómata. Tenía que telefonear desde allí a su compañero, por el sistema de identificación de llamadas del móvil de aquél. Sabía que a ese teléfono le daría prioridad.
Entretanto, el Volvo rodaba a ciento diez kilómetros por hora, por una calzada desgajada de la comarcal, estrecha, con el firme rizado como el dibujo de una marina, y no menos de un centenar de baches agazapados en los lugares más insospechados. No había perdido del todo de vista al mercedes, que le llevaba unos ochocientos metros. Tal y como se imaginó, había tomado la carretera del puente.
Un tenebroso presagio le impedía respirar con normalidad. Por extraño que pareciese, mientras conducía a velocidad suicida, sin saber dónde se detendría y temiendo que lo que le detuviese, trágico o fortuito, le paralizara, el pensamiento de aspirar el humo de un Camel le dominó completamente. Soltó la mano derecha del volante y tanteó nerviosamente en la guantera. El cigarrillo colgaba de sus labios un par de segundos después. Era justo lo que necesitaba, y se arriesgó a perder de vista la carretera por aplicar el encendedor a su extremo. De habérsele caído, no hubiese dudado en parar con tal de volver a ponérselo entre los labios. Era la única cosa de la que estaba seguro en ese instante.
La colisión fue de tal magnitud que el ruido alcanzó el interior de su vehículo, a pesar de encontrarse en marcha: un sonido contundente y seco, como un trueno, o quizá como la deflagración de un artefacto explosivo. Acto seguido, una nube, formada a partir del humo del motor y el polvo arrancado a la sillería del pilar derecho, cubrió los bajos del puente. El Camel se le cayó entre las piernas, mientras una náusea violenta se le asía a la garganta. Detuvo el coche sin sacarlo de la vía, unos quince metros por detrás del mercedes. La calzada estaba desierta y en silencio, y él se sentía como paralizado en el asiento: tenía miedo, las piernas parecían habérsele desprendido de las caderas: notaba como si flotasen... Le asustaba ser lo que era, porque eso implicaba un deber superlativo en este caso: olvidarse de los sentimientos y actuar. Pero... ¿cómo olvidar la culpa? Y ¿cómo hacer también para separar el afecto, para verle como a otro cualquiera? Temía fallar, sí, eso era lo que le ocurría, lo que hacía que temblase de los pies a la cabeza... Si salía del Volvo, tendría que enfrentarse con la realidad... Así estuvo quizá durante un minuto o dos. Cuando recobró algo las fuerzas, miró a su alrededor para cerciorarse de que no había testigos de su cobardía. Luego consiguió salir del coche y se acercó despacio al mercedes, amedrentado todavía, codiciando el imposible de estar viviendo una pesadilla.
El parabrisas había saltado por los aires, y cientos de pequeños fragmentos se habían desparramado en el interior, muchos de ellos sobre el regazo de Antonio. Castillo no pudo reprimir un sollozo cuando vio sus muslos atrapados bajo el salpicadero y esa mirada vacía cuyo significado conocía a la perfección. Pero Antonio y todos sus actos equivocados pasaron a un segundo plano. Por curioso que parezca, sus pensamientos se concentraron a partir de entonces en Marta, y se llenó de compasión por lo que le aguardaba. La maldad que había causado la destrucción de una vida sin cercenarla del todo, no había sido en realidad reparada, y la víctima era ahora más víctima que nunca.
Se dio la vuelta al oír la sirena de la ambulancia, y el viento frío que venía del llano de la cañada le azotó el rostro. Dos lágrimas serpentearon por sus mejillas, mientras Lorenzo y Hernando saltaban del vehículo.
—Ya... no hace falta —dijo con voz entrecortada Castillo.
16 de Diciembre
Había tanta gente que me costó seguir al coche con la vista. Yo quería estar detrás, que no reparasen en mí, mantenerme lejos y al margen. Al poco de partir, las nubes se arrodillaron sobre el cortejo. La lluvia llegó con callada serenidad cuando le sacaban del coche e hizo que todos nos concentrásemos en su despedida. Todo parecía más solemnemente triste y entonces me acordé del temporal de primeros de septiembre, en especial cuando la lluvia dejó reluciente el féretro. ¡Qué ironía!
La impresión en general es muy grande, hay una enorme inquietud, pero todos callan. Tantas muertes... En fin, hay como una bruma de tragedia que tardará en disiparse, y una extraña intuición se expande entre la gente. Tarde o temprano traerá cola.
Sentí los primeros escalofríos junto al muro del cementerio. Luego se convirtió en una tiritona. La leche caliente y un Neobrufen me han sacado del apuro. Porque hoy, más que nunca, necesitaba escribir. Me alivia tanto el hacerlo que, de no haber podido, quizá me hubiese hundido hace días.
No la he visto llorar en ningún momento. El blanco de los ojos estaba inmaculadamente blanco. Y luego, su silencio. El silencio de Marta es lo que más me atormenta. Eso y la indefinible expresión de sus ojos. ¡Cuánto me gustaría poder explicárselo todo! Pero ¿sería capaz de comprenderlo? He querido abrazarla y, sin embargo, ni siquiera intenté expresarle mis condolencias con un beso. Tuve que contentarme con hacer lo único que me atrevía a hacer: tocar su brazo mientras le decía lo mucho que lo sentía, pero apenas me salía la voz.
Marta no dijo nada: ni un reproche, ni gracias. Nada. Bajó la cabeza, quizá meditando sobre los meses pasados. Debe de estar tan aturdida que temo seriamente por su salud, temo que sea incapaz de superar el trance. Bueno, siendo sincero, mi mayor temor es lo que piense de mí. Desearía estar seguro de que merezco su compasión, que entiende la naturaleza del mal que se ha cebado en ella y en Antonio, que lo comprende todo, en suma, y que eso me deja a resguardo de su odio. Y me avergüenza reconocerlo porque es reconocer que mi mayor preocupación soy yo, que soy tan egoísta que he arrinconado en mi conciencia el sufrimiento de ella, subordinándolo al mío, que carece de toda importancia en comparación con el suyo. Entre todos los desgarros que esté soportando, el único que realmente me importa es el que pueda haberle causado yo.
Tal vez nunca conciba la verdad.