14

 

 

No hay nada más silencioso que un cañón cargado.
Henrich Heine
Durante el trayecto hasta el comedor, una parte del agua del vaso que El Guinda había llenado en la cocinilla se derramó, siendo embebida con rapidez por la capa pegajosa que ocultaba perennemente el verdadero dibujo del terrazo. Al darse cuenta, vaciló un instante (como si dudase entre continuar su camino y volver a la cocina para rellenarlo hasta el borde), y profirió una de sus blasfemias habituales. De genio vivo y habla rasposa, era hombre pendenciero que se irritaba con suma facilidad, la mitad de las veces consigo mismo. Sus pupilas agrisadas por incipientes cataratas fulgían con la ira, y el blanco de los ojos era como un ascua recién aventada cuando algo o alguien le sacaba de sus casillas. El pelo ondulado, que brotaba de muy abajo, fuerte y aún negro, y la energía de sus movimientos le hacían parecer mucho más joven, aunque en su tez, morena y saludable, había suficientes surcos dejados por el paso del tiempo, había suficientes heridas del alma, aradas en medio de sus mejillas rojizas y en toda la extensión de su frente, estrecha y bruñida por el sol. Su estatura no imponía tanto como la ferocidad ocasional de su carácter, aunque era la combinación de ambas lo que intimidaba a quienes se le enfrentaban por cualquier causa, justa o injusta.
Contrariado por el temblor creciente de su mano derecha, musitó algo ininteligible, tras colocar el vaso en los labios de su mujer. Cuando hacía esto parecía que rezaba y, en alguna ocasión, Juana se lo había reprochado riéndose «¡Anda, cura, que pareces un cura!» Pero de aquello hacía ya bastante tiempo. Era cuando Juana aún comprendía las cosas que ocurrían a su alrededor. Ahora ya no. Simplemente reía con una risa tonta, y, en muchas ocasiones, sollozaba, entornando los ojos hacia su izquierda como si esperase aterrada la aparición de un espectro.
El Guinda sintió que el agua había empapado el puño de la manga derecha de su camisa. El frío le caló hasta el hueso del brazo y un ligero estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Llevaba un buen abrigo, una vieja chaqueta de lana, aunque no se sentía protegido del todo. Pensó en lo friolero que se estaba volviendo, cuando en su juventud había llegado a sumergirse desnudo en los pilones helados de la garganta del Dehesas, en pleno mes de enero, para pescar truchas con sus propias manos. «Cosa de la vejez», meditó apesadumbrado. A pesar de todo, el helor de la casa era impropio de un diecinueve de noviembre.
Se acordó del otoño del noventa y tres, de lo parecido que estaba siendo a éste. Tenía muy buena memoria, según para qué cosas. Una de ellas era el tiempo. Otra, las fechas. Sus recuerdos de los fenómenos meteorológicos destacados —los temporales y las tormentas que habían arrasado sus cultivos—, asombraban a sus conocidos. Los ubicaba en el tiempo con precisión. Durante unos breves segundos, revivió la fuerza con que «la nube» del veintiséis de septiembre del ochenta y cinco se precipitó por la rambla del Tío Pedro. Tronchó o arrancó de cuajo los cerezos del bancal de abajo. El agua había llegado a alcanzar los dos metros treinta de altura. Este año se presentaba bronco, le daba el viento de que iba a ser malo, un año de pelonas y agua escasa y a destiempo. El mes había comenzado más desapacible que el año anterior. No había día en que el aire no atormentase a capricho las plazas y convirtiera en terragueros los parques del Barrio Llano y La Era. El mal tiempo había llegado a cancelar numerosas partidas de bolos serranos, que se jugaban a diario en la pista de albero del parque grande, junto a los comedores escolares. Las rápidas puestas de sol se veían embestidas a menudo por un aire aullador que empujaba a las gentes a sus hogares.
Un aliento de escarcha se había aposentado en los pasillos de la casa de Santos El Guinda, helándole la nariz, que ya no dejaría de gotearle durante todo el invierno. Una frialdad ingrata que perduraría hasta mediados de marzo, pero la lumbre chisporroteaba en el estar desde el amanecer. Hacían los inviernos alrededor de la chimenea; el brasero de ascuas ardientes bajo la mesa de camilla. Tenían leña de sobra, leña de olivo secada despacio en la nave del cortijo. Casi a diario, se traía para casa una carga en el remolque del motocultor. Ellos podían apañarse bien con la lumbre. La calefacción era cosa de ricos, había argumentado siempre él, ante la insistencia de sus hijos en que la instalase: ya no necesitaban más comodidades. Cuando Juana dejó de manejarse bien por las escaleras, emprendió una pequeña reforma en el comedor de la planta baja, acondicionándolo como dormitorio principal. Estaba contento: había sido una buena decisión; abajo no apretaba tanto el calor asfixiante del verano. Y, durante el invierno, la chimenea les caldeaba la pared a la que daba el cabecero.
El agua no era para El Guinda; él bebía tinto de palo cortado, y ocasionalmente, una cuerva, en la temporada del melocotón. Mientras Juana sorbía el líquido frío en ruidosas tragantadas, Santos contuvo la respiración, apretó la barriga, percibiendo que el aire se agolpaba en el tramo final de sus tripas, y expulsó con regusto una atronadora ventosidad.
—Te... te... te... ¡íaaa! —celebró Juana.
Santos se tenía bien ganada la fama de pedorro, pues no había soportado nunca retener el aire en su vientre. Decía a los que se lo reprochaban —Juana, la que más— que era cosa de señoritos aguantarse las ganas, y que le daba cáncer a quien lo hacía.
Pese a que una velada risilla parecía retratar a El Guinda como ese individuo miserable que disfruta sometiendo a personas desvalidas, había en sus ojos un punto de compasión hacia su mujer.
—¿Quieres otro?—susurró con voz ronca—. Toma.
Juana se carcajeó, hasta que se le saltaron las lágrimas, ignorando el hedor a huevo podrido que impregnaba la habitación.
La inesperada y cruel caída de Juana en el limbo de los inocentes, había supuesto para Santos una cierta forma de liberación, luego de unos primeros meses en los que su estupor y desorientación eran tales, que le hacían parecer un boxeador sonado. Tan pronto como consiguió adaptarse al cambio de papeles al que se vio abocado, comprendió las ventajas del suyo, y sucumbió al encanto de las nuevas expectativas que le ofrecía. ¡Cómo se equivocaban los que le compadecían! En aquel pozo de locura, de dominio de los instintos, de abandono, indefensión y dependencia de «su Juana», se había volatilizado como por ensalmo toda la cizaña que envenenaba su convivencia anterior.
Sólo un temor enturbiaba el gozo de esa liberación: verse algún día como se había visto su santa madre en los cuatro o cinco últimos años de la vida de su abuela Lola. ¡Qué vivos eran sus recuerdos de entonces! Mamá Lola se pasaba las noches gritando y gimiendo, profiriendo los más espantosos de los insultos, cubriendo a su pobre madre de vejatorios gruñidos, que parecía imposible que proviniesen de la otrora cariñosa y considerada viejecita. Se sentía incapaz de entender aquella transformación. La dulzura se había tornado en rencor violento, en feroz desconfianza y en egoísmo. A veces parecía lloriquear una súplica desvalida con la que le martilleaba los oídos hasta desquiciarla «Dame chorizo». «Me vas a matar de hambre, judía».
«Puta, puta, más que puta». Con «su Juana» era distinto: ella, prácticamente había perdido el habla. El alivio que experimentaba por tener completamente a su merced a Juana, compensaba con creces la esclavitud en la que el Alzheimer de ella le mantenía. Pero sabía bien cómo vengarse de este sin vivir, de este agotador empleo de niñera sin sueldo. Había dejado por fin atrás las humillaciones, su vigilancia obsesiva, las reconvenciones y los reproches. Los gritos, los insultos, los cambios de humor, su tono dominante. Había enterrado treinta y dos años de matrimonio en la sima de la demencia de Juana. Y por una vez se sentía libre. A la vez que preso. Porque echaba de menos una parte de su antigua vida, que se había visto obligado a abandonar a causa de Juana: las partidas de cartas, el alterne en los bares, la pesca...
A pesar de ello, nunca la abandonaría, seguiría con ella hasta el final, pasase lo que pasase. Era su obligación. Además, le tenía pena a la pobre. Pero, por dentro —lo reconocía sin pudor—, se sentía pleno de responsabilidad consigo mismo, rebosante de esperanza en el futuro.
Pensaba en follar, eso le ponía de buen humor. Estaba harto de la puta, hasta los mismísimos cojones, harto de llevársela al cortijo, de joderla de pie, rodeado de moscas en aquel cuartucho sucio, de aguantar su resuello pestilente de coñac barato y tiritar de frío cuando tenía que bajarse los pantalones, de follar medio vestido como los mendigos en los portales. La puta se empeñaba en mamársela, cuando no se le endurecía; mamársela era pillarla entre los cuatro dientes podridos que le quedaban durante cinco minutos. No conseguía nada con eso. Y entonces se reía, se reía de él «¡No vales!», aullaba entre carcajadas. Y también se reía de ella, de su propia miseria, de lo bajo que había caído, para tener que chupársela a un viejo con tal de chupar de la botella...
Tenía decidido dejarla, ¡ni un solo duro más se llevaría la guarra!
Ahora se conformaba con pensar, con idear cosas. Pensaba constantemente en cómo follarse a ciertas hembras. Él sabía escribir como los maestros de escuela, su caligrafía era perfecta, había escrito infinidad de cartas para sus compañeros en la mili. Tenía escondida una lista, hecha con su puño y letra, de las que más le gustaban: La Encarna, era la primera, porque el coño de La Encarna era distinto, más grande de lo normal, más carnoso, se marcaba en los pantalones claros del chándal que se ponía para andar con las amigas. Siempre que podía, la espiaba en la curva de La Fábrica, porque, desde allí, la veía venir y marcharse, sin que ella notase nada, y disfrutaba de su coño un buen rato.
A Santos se le aflojaban las piernas de gusto, cuando pasaba sudando, con la frente brillante: quería aquel sudor para él, quería comérsela allí mismo... Después de La Encarna, estaban las demás, porque ninguna era como ella. Las había solteras y casadas; muy jóvenes unas y, otras, que pasaban de los cuarenta. Quería jodérselas, a todas sin excepción, hasta que la polla se le cayese a pedazos. Le excitaba escribir en el cuaderno lo mejor de cada una, en qué destacaban. Y se las imaginaba suyas, sus coños para él, como si no existieran para nadie más. Juana no era ningún estorbo. Sí, creía en el futuro, en su futuro. Aunque ya no fuese un hombre joven. Tenía seis nietos, el mayor con veintidós años, y unos cuantos achaques. Acababa de cumplir sesenta y ocho.
Pero él pensaba aguantar. No como sus compadres... «¡Sus muertos!», profirió entre dientes. «¡Me cago en sus muertos!».
Secó los labios empapados de Juana, sin preocuparse por hacer desaparecer los ribetes que el colorante amarillo del arroz había dejado alrededor de su boca, y dejó el trapo en la encimera atestada de cacharros y desperdicios. Ya vendría su hija más tarde a deshacer todo aquello. Las nubes se juntaron por un instante sobre el sucio patio trasero, oscureciendo la cocina, pero Santos prefirió tantear en los bajos del fregadero en busca de la garrafa de aguafuerte, en lugar de dar media vuelta a la llave de la luz e iluminar tenuemente la estancia con la débil bombilla de 15 W que colgaba del techo. Estaba acostumbrado a ahorrar electricidad, y además se sabía de memoria cada palmo, cada recoveco de aquella vieja cocina. No en vano, llevaba más de cuatro años guisando para ambos. Así lo había querido él, a pesar de que «su Tere» insistía casi a diario en llevarles una parte de los guisos que preparaba en casa. Comida de régimen, claro. ¿Cómo podría él tragar aquellos potajes desabridos? No. Su hija nunca le hacía las gachas con el punto justo de sal. Ni le echaba una pizca siquiera de picante. «Tiene tensión, papa», le decía, frunciendo el ceño, mientras sus pequeños ojos destilaban una amorosa censura. Su querida Tere era muy distinta a Juanico y a Tomás. Sus nueras eran las culpables, las que les habían distanciado de sus hijos. No le tragaban, lo notaba en cómo le hablaban, aunque la peor de las dos era La Mari, que no se había dignado ni una sola vez a ayudarle con Juana. Ni Sonia, la chica, era la mitad de buena con ellos.
Teresa los visitaba a diario, y aunque él podía escaparse a la tienda de Bienvenida a ratos sueltos para abastecerse de lo que echaba en falta, su hija le hacía la compra grande de la semana y le ayudaba con la casa en lo que podía. ¡Era tan trabajadora! Con tres zagales y el bestiajo del Cosme, la casa de sus padres era mucha carga. Pero no se quejaba. Sí, era una currante. Y muy lista. De ella había sido la idea de que fingiese estar enfermo, para conseguir la paga cuando a Juana le diagnosticaron la demencia ¿O es que acaso no era para estar con depresión? ¡Qué buen médico era don Martín! No como esos médicos modernos que todo lo curan con hacer dieta y quitarte de fumar y de beber. ¿Pero qué mal le podía hacer a un hombre el beberse un litro de vino y fumarse unos cuantos cigarros? Don Martín le había arreglado los papeles de Francia; el hombre le tenía aprecio. «Si quieres, Santos, te jubilo», le había dicho desde el principio de su «enfermedad». Y Teresa se había encargado de lo demás. ¡Qué cabeza la de su chiquilla! Fue a ella a quien se le ocurrió que dejara de cortarse el pelo, que las greñas le hiciesen parecer un loco. Cuando lo citaban en la inspección médica, o pasaba las revisiones del psiquiatra, no le dejaba lavarse ni afeitarse durante los dos días anteriores. Ella misma le alborotaba el pelo. Y le hacía beber cuatro o cinco cafés la noche antes. Para que no durmiese.
«Que parezca que está en las últimas», le decía. Luego, delante del inspector, él no levantaba la vista del suelo, permanecía completamente mudo, y ella repetía: «Mire usted, así está siempre: ni bulle, ni tulle».
Teresa se había echado la obligación de cuidarles. Pero Juana era cosa de él. Era el único que la entendía.
Desde el comienzo del desvalimiento de su mujer había aprendido muchas cosas, cosas de mujeres, el arte que se daban las madres para bregar con los zagales. El Guinda conocía ahora el poder que atesoraba su televisor y cómo usarlo con Juana. Hasta que su hija venía, por las tardes, únicamente contaba con la ayuda de la tele y de la chica contratada por la diputación. Gracias a Teresa, que había removido Roma con Santiago. ¿Qué habría sido de él, sin la televisión, cómo habría manejado a Juana? Ella adoraba las telenovelas de las cuatro. Aún miraba embobada la pantalla. Mucho después de haber perdido la noción de quién era. A veces, daba la sensación de comprender los diálogos; parecía sufrir con los protagonistas. Lloraba, lloraba mucho.
Asió el recipiente y salió al exterior, mientras su mujer ronroneaba como un gato al que acarician la barriga, vencida en el sueño artificial de los sedantes que don Martín había dispuesto. Estaba impaciente por ver a Teresa. En cuanto llegase su hija se acercaría al cortijo para echarle de comer a los animales; así tendría el primer momento de desahogo del día.
El patio de la casa daba al este y tenía una pendiente suave en caída hacia el muro posterior. Rebasaba el centenar de metros; el piso era de tierra rulada, excepto en los laterales, donde habían echado una plancha delgada de cemento, aprovechando la obra del comedor. Los techados de chapa con voladizos de dos metros sobre el muro derecho señalaban que una vez hubo un corral para guardar gallinas y cerdos.
Las telas metálicas y el armazón de madera habían sido desmontados.
Ya no servía más que para almacenar el vino del país en barriles de plástico y apilar trastos y enseres, la mayoría inservibles. Unas pocas macetas manchadas de cal habían sobrevivido a la enfermedad de Juana.
Había un único árbol, una higuera, que era como un esqueleto en pie. El aire fresco de la tarde azuzó en Santos una urgencia por vaciar la vejiga; a menudo no podía aguantarse las ganas, sobre todo cuando le caía agua en las manos, o la oía correr. Decidió orinarse allí mismo, sobre la base del tronco y luego vertió un chorreón de aguafuerte sobre la mancha burbujeante que resbalaba con pereza hasta la tierra. A continuación escaldó con el cáustico unas cuantas ortigas que habían arraigado junto a los plantones de olivo que sobrevivían malamente a su abulia. Dejó la garrafilla en el suelo irregular y miró el cielo. Las nubes venían de Las Hoces y se estaban compactando sobre el río. Si su hija no venía pronto, podría caerle un aguacero mientras se le echaba la noche encima.
La puerta de la cocina chirrió a su espalda.
—¿Qué hace?—preguntó Teresa con aire distraído—. Le he traído el pienso.
—Va a caer una buena —dijo Santos, agachándose para arrancar una mata de hierba que asomaba por una grieta del cemento.
Teresa apuntó al cielo su mirada azul, en la dirección del río. Llevaba su media melena castaña recogida en una coleta.
—No vaya al cortijo —dijo, ajustándose la cinta.
Santos se echó mano al bolsillo de la camisa y sacó un ducados. Le gustaba fumar delante de su hija, para afirmar su autoridad paterna.
—Tengo que echarle a los animales —se justificó—. Me vendré de seguida.
La muchacha se le acercó con aire decidido.
—¿No ve los lamparones que tiene en la chaqueta? —refunfuñó—.
O se la cambia o se la cambio yo.
Santos se volvió hacia la cocina. Su hija le siguió, murmurando.
—Me voy antes de que me empape —masculló con el cigarro colgándole de los labios.
La cocina olía a apio, a sartén de arroz y a desperdicios agrios. El cubo de la basura estaba al lado del fregadero, sin tapa. Teresa parecía enfurruñada, como si viniese de discutir con El Cosme, o de regañarle a los chiquillos.
—La mama está roque —observó comenzando a meter los platos en el fregadero—. ¿Le ha dado las medicinas?
Santos asintió con un gruñido ahogado.
En la voz de Teresa tintineaba un eco lejano de mala conciencia, de remordimiento por todo lo que ella creía que era su deber con su madre del alma, por aquello que su propia vida y sus obligaciones como madre y como esposa le impedían hacer a diario. Era como si tuviese que devolverle, una a una, las noches de insomnio que pasó su madre cuando tuvo que criarla sola, en el cortijo del río, mientras su padre se emborrachaba en el pueblo, jugando a las cartas, sin volver a veces en varios días; la angustia de tener que apañárselas con apenas unas aspirinas para hacer frente a aquellos golpes de fiebre, que tan a menudo sufría de pequeña, en un exilio forzoso que únicamente se justificaba en el sometimiento a la ignorancia. Sentía que el tiempo se le había echado encima sin avisarle, y que por mucho que hiciese y se entregase, ya no podría equilibrar la balanza, y que su madre se moriría sin poder compensarla, y lo que era peor, sin que se diese cuenta de lo que le importaba ese hecho y de que al menos lo había intentado. La única de sus hermanos que se preocupaba realmente por atenderla. Sus hermanos eran como imágenes de fotos para ella. Nunca estaban. No sufrían como ella, parecían extraños. Venían sólo a pedir dinero, o a que se les pusiese la mesa.
Quería a su madre con las fuerzas que no le sorbían su marido y los niños. El cariño que sentía por su padre era distinto. Él había segregado de algún modo una especie de antídoto para el amor filial. Poniendo distancia, manteniéndose al margen. Cada vez que le venía a la memoria algún momento crucial de su niñez no encontraba a su padre cerca, o le veía de espaldas. Él nunca la había mirado a los ojos, que ella recordase.
Su madre, en cambio, se había desgastado cuidándoles, como una piedra en el río. Algún día la perdería. ¡Si Dios se la conservase así siempre!
Santos percibía aquel sonido de vergüenza inútil y desasosiego en Teresa. Una parte de él lo había asimilado como el mármol a una mancha de tinta, esa parte de él que sabía bien cómo aprovecharlo para liberar su propia culpa y cargarla sobre otros hombros.
—Estate con ella hasta que vuelva —dijo. Y salió hacia la cochera, llevándose el medio saco de pienso que le había traído su hija.
El grifo del fregadero era muy ruidoso; vibraba por la presión del agua. Unas voces con acento sudamericano salían del televisor.
Las palabras de Teresa sonaron confusas.
—No se tarde.
Juana roncaba en la mecedora. En la penumbra del pasillo, El Guinda achicó los ojos para encontrar la posición de las manecillas en la esfera tostada por el uso de su reloj dorado. Con gran dificultad observó que eran las cuatro y veinte. Instintivamente, aceleró sus movimientos para volver a casa cuanto antes. Desde que su vista había menguado, le disgustaba andar de noche con la maquinilla. Se apresuró a abrir de par en par la puerta metálica de la cochera y a cargar el saco, una bolsa con las sobras del almuerzo y varias espuertas de goma en la caja del motocultor. Entró a continuación nuevamente en el estar. Juana tenía los ojos semiabiertos y, aletargada, chapurreaba en una lengua estropajosa e ininteligible; el estruendo seco de la puerta de chapa la había sacado de su sueño profundo.
—¡Nena! —gritó hacia la cocina—. Despierta a la mama luego. —Y le arregló la toquilla para abrigarla. En la ventana se abrazaban nubes que venían del norte con otras más oscuras, estáticas sobre el río. Santos recordó que esa imagen era una copia exacta de la de aquella mañana en la que su padre miró por última vez hacia el exterior desde su lecho de muerte, estando aún consciente y lúcido. Aquel día, sin embargo, llovía suavemente y un hilo de agua resbalaba por la cal de debajo del marco. Su padre siguió mirando a la ventana en los dos días siguientes, pero su mirada era vidriosa y sin vida. Se hacía sus necesidades encima, rechazaba los caldos y la leche, y tenía unos golpes de tos terroríficos que lo ponían morado cuando intentaba ingerir cualquier alimento. Más tarde dejó de toser porque ya había dejado de tragar y el líquido se le salía por la comisura de los labios y le manchaba el pijama. Horas antes de morirse, se bañó en sudor y se le hizo un ruido en el pecho, como de olla. Su madre tenía los ojos rojos pero no la vio llorar, ni siquiera cuando don Basilio, el médico, le dijo que ya estaba todo hecho.
Aquella mañana, Santos no se había separado de su lado hasta que expiró.
Se acordaba mucho de su padre. Había sido un buen hombre, mejor de lo que la gente imaginaba. El vino era lo único que le perdía, pero era bueno. Una vez le había ardido la chaqueta al olvidársele apagar la yesca del mechero antes de guardárselo en el bolsillo. Fue un espectáculo: le salían llamas de la chaqueta, y él fumando su cigarro tan tranquilo. Porque el vecino de enfrente le avisó, si no su padre se hubiese carbonizado en dos minutos. Atontado por la borrachera, corrió calle arriba, intentando tirarse de la manga sin achicharrarse. Los demás vecinos se reían. «¡Guinda, que ardes!», gritaban, mientras se les saltaban las lágrimas de puro gozo. Santos se contagió de esa risa, pero por dentro tenía miedo de lo que pudiese pasarle. Le vino una sonrisa porque recordó que, para sacarse unos reales al mes, su padre alquilaba huesos de jamón a una perra gorda la media hora. Costaba a veces trabajo sacar el hueso de la olla luego. No se ponían de acuerdo en el tiempo. ¡Qué líos! Lo imaginaba peleando con la dueña del puchero, y sonreía de oreja a oreja, añorando la presencia de él, y su niñez, la niñez que le robó el hambre, la que le arrancó su tío Manuel, saciándose de su polla en el establo, a cambio de unos trozos de chocolate. Su padre siempre fue muy trabajador y había pasado grandes fatigas para sacarlos adelante. Recordaba los tiempos duros de la posguerra, siendo él un zagal, cuando se miraba los pies y veía asomar por el descosido del zapato el dedo gordo. Siempre andaba hambriento, por entonces, tenía los pies como chuzos y le costaba mucho luego entrar en calor al lado de la lumbre. Sobrevivían malamente con los cuatro jornales que su padre echaba de vez en cuando, y con los hatos de leña que traían ambos de la sierra, cargada en bestias y en sus hombros, después de hacer, por trochas y riscales, caminatas de más de catorce horas.
No tenía mala sangre su padre, no.
La tarde era serena y el aire rezumaba la templanza ácida del rastrojo quemado. La carretera estaba tranquila. Los estorninos alborotaban en las ramas desnudas de los grandes nogales, peleándose entre ellos por el mejor de los sitios para pasar la noche. Casi le sobraba el chubasquero que se había echado por encima de los hombros. El viaje era corto, de alrededor de doce minutos. Si no hubiese tenido que cargar con los veinticinco kilos de pienso, habría cogido la moto, que era mucho más rápida y práctica.
Los gatos se le arremolinaron al oír al vehículo enfilar la última curva hasta el rellano de delante de la edificación. Querían a su dueño, querían la comida y las caricias de Santos. La tarde se derrumbaba con rapidez. Tenía que darse prisa si no quería volver a ciegas a su casa.
Apartó con su pie, suavemente, levantándolos desde la panza, a los más juguetones, que maullaban impacientes, friccionando su pelo contra sus pantalones. Caían con elástica compostura, y luego arqueaban los lomos y elevaban las colas mientras se interponían entre sus pasos y las tinajas de la puerta. Estaban hambrientos, no habían comido desde la tarde anterior, salvo algún pajarillo descuidado que hubiesen podido cazar en los sotos.
El cigarrillo, apagado, temblaba en los labios de Santos.
—¡Quieeetos!—masculló.
Los gatos se abalanzaron a por las sobras, vaciadas de golpe sobre el lebrillo.
Todo parecía tranquilo y solitario. Los huertos escalonados que se extendían hasta el río rezumaban quietud. Un graznido aislado de los cuervos, multiplicado por el eco, brotaba de las profundidades. Ni siquiera El Talaor estaba en la finca. La casa, cincuenta metros a su izquierda, se veía cerrada y sin actividad. Llevaba varias tardes sin aparecer por allí.
—¡Me cago en...! —profirió a voz en grito al advertir que la cadena del corralillo colgaba sin candado. Otra vez le habían entrado a robar. Su pulso se aceleró. Escupió la colilla y, rojo de ira, se dirigió a grandes zancadas a la valla metálica, a comprobar qué se habían llevado esta vez—.
¡Sus muertos! —maldijo. Tenían que haber sido Los Pringues. Eran unos ladrones sinvergüenzas Esos canallas no sabían hacer otra cosa que robar; vivían de lo que se llevaban, ya fuesen pimientos o gallinas. Cualquier cosa que pudiesen quitarle era buena... ¡Eran peores que los gitanos!
Le faltaban gallinas: cuatro, contó. La jaula de los conejos parecía intacta. Presintió que se habían llevado algunos aperos, porque tenía la mala costumbre de dejarlos fuera de la casa, en cualquier sitio. Salió del corral y se apresuró a escudriñar cada rincón de la fachada, a revolver entre los sacos de abono y las tinajas, sin saber muy bien qué era lo que buscaba. Sentía el ruido de su propia respiración, un ruido fuerte, fatigoso, indignado. Los latidos del corazón golpeándole el pecho. Atronaba en sus oídos su propia existencia, su ser mismo. El sonido de su vida le impidió percibir el levísimo impacto de unas pisadas, de quien se movía aceleradamente tras él. Hasta que no estuvo justo un metro detrás. Entonces sí, sí notó la vibración de otro ser humano, su jadeo. Y trató de volverse, sobre su derecha, instintivamente quizá, pero sin miedo ni recelo. Aún tuvo tiempo de captar la imagen de quien le atacaba, un cuarto de segundo antes de sentir que su cerebro se desplazaba dentro de su cabeza y de que una luz cegadora sellaba su última visión del mundo, de la vida.
Antes de derrumbarse agonizante, como un muñeco de trapo.
Aún vivía aunque ya no pudo sentir cómo le arrastraba hasta el borde del rellano y le arrojaba al bancal de abajo, sobre la gran lastra granítica de la acequia. Ya no pudo tener conciencia de que le había acechado los tres días anteriores. Antes de acabar con su vida.
Era el sonido de su propia existencia el que le había impedido defenderse de la muerte.