6

 

 

Quien se siente en el fondo de un pozo para contemplar el cielo, lo encontrará pequeño.
Han Yu
Desde el corredor de la planta baja, a través del ventanal situado más o menos en el centro del mismo, se dominaba gran parte del patio posterior. Sólo escapaba a la visión de quien allí se asomase, el muro del este, y no en su totalidad.
La tarde, bastante templada, invitaba a disfrutar la mixtura compleja de sus efluvios, entre los que emergían los acres de las chimeneas siempre activas, sobre los cada vez más débiles de los árboles y las plantas a punto de marchitarse o de reducir su metabolismo a un mínimo que garantizase su supervivencia en la antesala de otro severo invierno. Cierto que el sol había claudicado de su vigor reciente, pero el cielo estaba limpio de nubes, y aún se sentía en el aire su efecto de radiador sobrenatural.
Ladrón de Guevara se miró en el espejo del recibidor y constató con nítida zozobra lo avejentado de sus facciones. Era consciente de la treintena de kilos que le sobraban, tanto como del declinar de sus ilusiones juveniles y de lo inexorable del reclamo de las deudas pendientes. Instintivamente se palpó el pene flácido, y tuvo conciencia del desgaste que había sufrido su virilidad. Le costaba un mundo conseguir una erección, aunque seguía deseando con la misma urgencia que veinte años atrás. Con la misma, no, se dijo, absorto en el descubrimiento: ahora su deseo era casi omnipresente, latía en alguna recóndita parte de su abdomen, como un segundo corazón, bombeando sin cesar hacia su cerebro el flujo de sus ansias clandestinas.
El pensamiento fugaz y desasosegador de que su tiempo como hombre se estaba acabando, le taladró la corteza cerebral.
Era la manera en que Antonio hacía tiempo antes de marcharse a la gestoría. Pensando. Pensando en la media penumbra de su vida y en cómo aprehender la única luz de su futuro, en cómo rellenar con sus esperanzas diáfanas los devoradores vacíos que se abrían a sus pies, las grietas insondables ahora presentes en sus antiguas certezas. Y para pensar en sí mismo, en Marta y en su relación con el mundo, que no era otra cosa que Marta y poco más, prefería los paseos interiores a las caminatas campestres, tan de moda en los últimos años de pujanza de esa nueva cultura de la salud, que a él le parecía artificiosa e hipócrita.
Eso es lo que opinaba del ejercicio al aire libre, practicado por mastodontes, búfalos, hipopótamos, payasos de tres al cuarto, enfundados en mallas, y otras cubiertas ridículas que sumaban al esperpento un disfraz, en apariencia, humano. Si algunos creían que entre aquella amalgama de sudor y jadeos, podrían mear toda la cerveza del mundo, transpirar unas cuantas bodegas de vino tinto, y exhalar unos cientos de toneladas de carbonilla de sus «ducados», estaban en su derecho de equivocarse, porque la inteligencia no se desarrolla en un cerebro sin neuronas, y por tanto no iba a ser él quien se la exigiese. Él, meditaba al hilo de todo aquello, podía fumar incesantemente sus cigarrillos rubios, pero no descorría las cortinas de esa existencia paralela que tantos otros ansiaban. No se pueden vivir, creía sinceramente, dos vidas opuestas a un tiempo. Al fumar, se sentía como el novicio que se consagra a Dios, sabiendo que no hay vuelta atrás. Y se deleitaba, no sólo en el aroma de sus cigarros, sino en sostener la cajetilla en la mano derecha. Necesitaba tener ocupadas ambas: era una de sus manías.
Se sentía un poco pesado. La comida no había sido copiosa, la verdad sea dicha. Ramón tenía más razón que un santo: era por culpa del tabaco. Además, aquellos ardores... Sí, tendría que considerar seriamente sus consejos, pero más adelante. En estos momentos soportaba demasiada tensión como para añadir una nueva carga de estrés a su vida.
Las pajaritas de las nieves aterrizaban intermitentemente en la umbría del patio en busca de cualquier cosa comestible. Correteaban luego, elevando espasmódicamente su larga cola blanquecina para detenerse en las arquetas de las bocas de riego, picoteando en el agua que rezumaban las llaves.
Descorrió uno de los visillos y lanzó una mirada distraída al exterior.
Aún era temprano. Exhaló humo mezclado con aire caliente y su respiración se condensó en el cristal, empañándolo. Una pareja de pajaritas de las nieves remontó el vuelo sobresaltada, cuando fue a devolverle la transparencia al vidrio con los movimientos circulares de su codo.
Entonces vio a Marta con las manos enfundadas en sus guantes de jardinería, inclinándose sobre los parterres de rosas. Vestía una sudadera y unos tejanos de tubo. Los ojos de Antonio se achicaron, para enfocar mejor la figura de su mujer. Estaba francamente soberbia. Marta era una de esas mujeres cuyo atractivo es ajeno por completo al maquillaje, el carmín y el rímel. Es más, cabría afirmar que algunos de esos aditamentos no harían otra cosa que oscurecerlo y debilitarlo.
Le invadió un sentimiento de posesión, ardiente como la lava, instantáneo como un disparo en la frente: quería estar en Marta, dentro de Marta. Pero no, no era una idea de posesión física: necesitaba la pertenencia de sus secretos, de lo más profundo de su intimidad. ¿Qué estaría pensando en esos instantes? Experimentaba una apremiante necesidad de saber. Era tan extraño...
Abrió la ventana y frotó el rescoldo de la colilla sobre la tierra de una de las macetas. Su mirada se ensombreció. Esa idea le asaltaba últimamente demasiado a menudo y, francamente, no podía decidir si debía asustarse o restarle importancia. Puso en marcha uno de sus habituales ejercicios de introspección. En primer lugar, decidió que lo que le inquietaba realmente era dejarse dominar por tales sentimientos. ¿Qué le estaba sucediendo? Hacía mucho tiempo que no se había preguntado si quería a su mujer ¿La quería? En once años, no le había dado una excusa para dudar de su lealtad ¿Acaso eran celos? Estaba seguro de que no era eso, aunque no pudo evitar sentirse iluminado en ese instante por una fugaz incertidumbre.
Era muy rápido pensando. Todas estas disquisiciones se sucedieron a velocidad de vértigo, antes de que tuviera tiempo de cerrar la ventana. Si chirrió al manipular el herraje, el ruido no alertó a Marta.
De camino a su gestoría, Ladrón de Guevara prosiguió con sus elucubraciones. La fascinación que ejercían sobre él los compartimentos prohibidos de la mente de Marta, debía de ser, por fuerza, proporcional a la importancia que concedía a los suyos. Claro, él tenía secretos, cosas que no podía contar a nadie, como cualquier mortal, recuerdos que no se pueden compartir ni con la propia esposa. Sin embargo, le desagradaba la idea de que a Marta le sucediera lo propio.
Además, su obsesión —si podía llamarla de esta manera— se remontaba a unos meses atrás. Había irrumpido bruscamente, aunque sin violencia, de manera solapada, casi sutil. Ya había escarbado en sus reflexiones, intentando hallar la espoleta. Pero nada. ¿Desconfiaba de Marta? No encontraba razón alguna para ello. ¿Por qué entonces? Sin solución de continuidad, volvió a imaginar los detalles de una hipótesis de futuro que, últimamente, se le representaba una y otra vez: era su propia muerte y la supervivencia de Marta. Aquella casa era demasiado grande y demasiado inhóspita para una mujer como la suya, que tampoco mantenía otros vínculos con Portas. Deseaba adivinar qué haría Marta si enviudaba. Una mujer sin hijos y sin trabajo. Recursos económicos no deberían de faltarle, al menos al principio, y para bastante tiempo si administraba razonablemente el patrimonio de que dispondría.
¿Seguiría Marta en aquella casa y con aquella vida? Aunque era fuerte de carácter, le costaba imaginarla cada noche frente al televisor, sometida a un círculo de silencio y de frialdad inhumana. Y entonces, sentía inquietud y tristeza, no por la eventualidad de su muerte, que suponía un concepto esquemático, más allá de toda emoción, sino por la incertidumbre de lo que dejaba, la imposibilidad de mantener el control.
Aparcó el coche. La gestoría distaba algo menos de quinientos metros, pero era raro que se desplazara a pie. Casi siempre encontraba una excusa para no caminar: unas veces era el frío, otras el bochorno, y en los días de bonanza climática solía precisar el coche para realizar cualquier gestión que surgiese de improviso. En definitiva, se sentía desamparado sin su Mercedes 300, particularmente cuando debía subir alguna cuesta, y Portas estaba llena de ellas. Mientras giraba la llave del contacto para apagar el motor, rememoró con inusitada celeridad algunos fragmentos de lo vivido el día anterior con Castillo: la excursión campestre en busca de no se sabía muy bien qué pruebas, sus perspicaces razonamientos, el aire de seguridad que transmitía al explicarse. Conocía al amigo de conversación inteligente, de criterio sereno y lúcido, pero le era desconocido ese otro de pensamiento agudo, capaz de formular hipótesis brillantes. Le había demostrado ser muy listo, además de inteligente; una rara combinación en la práctica. Instantáneamente, le vino el pensamiento de que poca gente que hubiese conocido alcanzaba esa simbiosis entre capacidad y destreza; todo lo más, uno de ambos atributos Tanto que no se lo esperaba. «Mucho mejor», se dijo, confiado. Él pondría punto y final de una vez por todas a aquella pesadilla que tanto tiempo le había estado persiguiendo. Sólo que Castillo no era una persona decidida, de iniciativas; algunas veces conseguía sacarle de quicio con ese extraño ensimismamiento, con esa abulia insólita en la que se refugiaba a temporadas, negándose a hacer nada absolutamente que no fuese leer un libro o escuchar música. Sin joderse a ninguna tía.
Eso no lo entendía.
«¡Qué tío más raro!», se dijo y repitió, meneando la cabeza, con el instantáneo convencimiento de que todo podría funcionar a la perfección si era capaz de motivarlo, de retarlo en el plano intelectual.
Adela estaba atendiendo a un cliente y no le vio pasar a través de la pequeña abertura de la puerta de su despacho prefabricado. La puerta del despacho de Quiroga estaba cerrada y como la luz era común a toda la estancia, no pudo asegurar que se encontrara allí. A María José se le habían concedido dos días de permiso.
El local que ocupaba la gestoría estaba dividido en dos estancias: la principal, de aproximadamente unos treinta y cinco metros cuadrados, era prácticamente cuadrada, albergando el estar y las tres unidades de administración y gestión. Las unidades se habían individualizado en despachos, mediante el uso de mamparas separadoras abiertas a un metro del techo, con estructura a base de madera y láminas de aglomerado que le confería un aspecto no demasiado cálido. Por otra parte, la inexcusable proliferación de cristal esmerilado en la parte superior de las mamparas (para repartir adecuadamente la luz) no hacía otra cosa que reforzar su impersonal factura. La segunda sala era el despacho personal de Ladrón de Guevara, una habitación de quince metros cuadrados, amueblada correctamente con mobiliario de oficina moderno. Disponía de una puerta de acceso libre hacia la zona de estar y otra de acceso restringido a través del despacho de María José, que cumplía funciones de secretaria.
Encontró a Quiroga en su despacho, dejando una carpeta sobre la mesa. Un cuarentón escuálido como un espárrago, con un color ceniza —de «mala salud»— en el rostro, cuya manera de hablar, epiléptica y confusa, le hacía atropellar unas palabras contra las otras.
—Buenas tardes —dijo Ladrón de Guevara, al despojarse de su chaquetón Loden.
—El expediente de invalidez de José Gómez —farfulló el hombre espárrago—. Tengo a este hombre ahí afuera. ¿Qué hacemos? ¿Lo paso?
Antonio se había propuesto comenzar la tarde sin premuras ni innecesarias zozobras. Pero aquello se parecía a los buenos propósitos que se formulan los niños después de rezar una oración como penitencia ante una travesura. Suspiró todo lo hondo que pudo. En su mirada, del brillo del charol, se dibujaba el ímprobo esfuerzo que debía hacer para seguirle.
—Espera un momento —suplicó mientras ojeaba los papeles de la carpeta azul—. Dame tiempo para sentarme. ¿Dónde está el certificado de cotizaciones?
Fiel a su costumbre, el empleado le impidió terminar las últimas sílabas, escupiendo la respuesta como una ametralladora.
—Ha llegado esta mañana.
—¿Y el informe del médico?
—Ahí están todos.
Ladrón de Guevara ojeó los documentos de la carpeta, sospechando que Quiroga no había sido capaz de entender lo que le estaba pidiendo.
Tal y como había imaginado, cotejó la existencia de varios informes de especialista y alguno de hospitalización, pero faltaba el más importante.
—¿Dónde está el del médico de cabecera?
—No lo ha traído —dijo, azorado, Quiroga, esperando una regañina.
—Los anteriores no nos valen —explicó Antonio—. ¿No ves que tenemos que ir a magistratura?
Quiroga se apresuró, diligentemente, a proponer un nuevo itinerario, aliviado por la actitud mesurada de su jefe.
—Entonces le digo que se vaya, y que vuelva cuando tenga un certificado médico reciente —propuso.
—No, no. Déjale que pase. Eso se puede hacer durante el trámite.
—Ladrón de Guevara había suavizado el tono de sus últimas palabras, a sabiendas de que los mandatos imperativos ponían singularmente nervioso a Quiroga; y de ahí a la catástrofe sólo había una línea, o, a lo sumo, un escalón diminuto. Todavía tuvo el tiempo justo para echar una ojeada a los impresos y certificados que tenía delante. Pasó revista con rapidez a los apartados que habían sido cumplimentados a mano por José Gómez (o por alguien cercano), buscando entre las palabras garabateadas algún error de bulto o laguna que se pudiese solventar en ese momento.
Gómez rondaba los cincuenta y cinco, de complexión fuerte aunque algo encorvado, escaso pelo totalmente blanco, y grandes e inexpresivos ojos azules. Hablaba y se movía de manera pausada y neutra, como si fuese un antídoto de Quiroga.
—¿Qué me cuentas, José?
El recién llegado apoyó los codos en la mesa, entrecruzando los brazos con suma lentitud.
—Lo... que tú...digas —dijo—. (Una de las olivettis repiqueteaba en la sala principal) A... ver... qué hacemos con... esto.
Ladrón de Guevara se tomó un tiempo para afrontar la entrevista: le ofreció un cigarrillo que él rechazó con un gesto de su mano derecha; a continuación se encendió uno, aspirando con ansia una profunda bocanada. Sabía bien que el cociente intelectual de Gómez era muy bajo, que era una de esas personas denominadas «borderline», en el argot médico, y que hacerle comprender los entresijos de una cuestión mínimamente compleja resultaba un esfuerzo titánico, cuando no estéril.
Por añadidura, su incapacidad para centrar la atención, le iba a complicar aún más las cosas.
—Bueno —dijo Antonio, expeliendo humo por sus fosas nasales—, ahora hay que presentar demanda en magistratura. Vamos a solicitar que se te reconozca el cien por cien.
José asintió sin comprender.
—En definitiva —prosiguió—, se trata de que te den «la absoluta».
El mutismo de Gómez comenzaba a resultarle descorazonador. Se sentía desorientado, al no percibir el grado de comprensión de aquel hombre. ¿En qué aspectos debía insistir? ¿Qué lenguaje emplear? ¿Qué dirección tomar con sus siguientes explicaciones? No lo sabía: estaba literalmente a oscuras. Se preguntó si no estaría bajo los efectos de alguna medicación que embotara aún más su entendimiento. Al fin y al cabo, las personas con retraso mental están más predispuestas a ciertos desórdenes mentales que suelen comenzar en la infancia y que precisan del uso de antipsicóticos. El tema no le era desconocido, ni mucho menos.
—Lo que tú... digas... Antonio —volvió a mentar José, manteniendo muy fija la mirada en Ladrón de Guevara.
—Sí, hombre, sí. Pero es importante que sepas que tienes que ir a juicio. —No deseaba continuar sin dejar meridianamente claro aquel extremo. Puede que otros abogados y gestores lanzaran de inmediato a la aventura a sus clientes, sin que les preocupara el hecho de que estuviesen o no lo suficientemente informados como para emprender el camino de los juzgados con pleno conocimiento de causa. Pero él no era así. Primero tenía que estar seguro de que sus clientes se hacían cargo del problema: no le parecía ético decidir por ellos. Con José no estaba nada seguro. Y, lo que era peor, intuía que por muchas horas que continuaran allí, el uno frente al otro, la cuestión seguiría sin poder resolverse. Echó de menos a la esposa. En asuntos como aquél, la opinión de la esposa cuenta mucho, más si cabe cuando se trata de un hombre del perfil de José, incapacitado para decidir qué es lo que le conviene, prácticamente incapacitado para decidir cualquier cosa, se equivoque o no.
Volvió a escuchar un sonido proveniente de la garganta de Gómez, que ahora se acariciaba despacioso la barba con la mano derecha. No era una palabra, pero fue emitido con un gesto de conformidad.
—¿Por qué no ha venido tu mujer?
—No sé... Si... tiene... que firmar... la llamo.
—No; firmar no —negó Antonio, encendiendo otro Winston—.
¿Qué es lo que tienes? Para no poder trabajar, me refiero.
—No valgo... de las piernas —explicó Gómez. A continuación, se quedó mudo tanto tiempo que Antonio creyó que había entrado en estado catatónico. Pero cuando estaba a punto de sacudirle, recobró el habla.—Ahí... está —señaló la carpeta— el papel... que... me... hizo don Martín.
Ladrón de Guevara repasó la documentación apilada en el interior de la carpeta. Reunió los informes médicos y los extrajo. Había uno con el membrete del hospital encabezado por un epígrafe en el que se leía: M.I.2 CONSULTA EXTERNA. Constaba de dos folios, el segundo incompleto. Localizó un apartado en mayúsculas subrayado con la leyenda:
DIAGNÓSTICO PRINCIPAL: ARTROPATÍA GOTOSA.
PARÁLISIS SUPRANUCLEAR PROGRESIVA (Síndrome de Steele-Richardson-Olzewski.)
Aquello (era obvio) no le decía nada. Como en tantas otras ocasiones, preguntaría a Castillo. Aunque un gestor o un abogado no tienen por qué profundizar en la situación clínica de sus clientes, y ni siquiera debe importarle si tienen síntomas o no y qué tareas pueden o no pueden acometer, a él le parecía importante acercarse lo más posible a su sufrimiento, entender sus temores y su incapacidad. Eso le infundía fuerza a su argumentación jurídica. Además, imaginaba que en este caso no carecía de trascendencia. Las alteraciones en el comportamiento de Gómez, su baja reactividad, bien podrían estar relacionados con ese extraño síndrome que figuraba en el informe. Castillo le sacaría de dudas.
—De acuerdo. Iremos a juicio. Pero debes saber que, aunque ganemos —puso énfasis en decirlo—, la Seguridad Social probablemente recurrirá.
José Gómez continuaba mirándole impasible, sólo que ahora había echado el cuerpo hacia atrás y su espalda descansaba en el respaldo de la silla. Fuera del despacho, se oía un murmullo de voces. Reconoció una de ellas, cavernosa y profunda, distorsionada por las cicatrices de unas cuerdas vocales hartas de luchar contra la niebla perenne del humo y el vapor etílico. El resto no le eran familiares.
De pronto se sintió cansado, terriblemente cansado, víctima de una fatiga inexplicable impregnada de desánimo, de desazón. Adivinó un horizonte grisáceo y sin incentivos detrás de aquellos papeles y de aquel rostro semejante a una máscara, de aquellos ojos completamente mudos, incapaces de mostrarle otra escena interior distinta de la nada absoluta. Por contraste, la mirada de Marta se le apareció con toda su riqueza de matices, con el fulgor de un incendio inmemorial, tras el que seguramente se ocultaba un complejo mundo de visiones secretas.
Y entonces creyó tenerlo. Los recónditos pensamientos de su mujer constituían un fetiche. Sí, el instrumento imprescindible y perfecto para completar la plenitud de su goce.