17

 

 

El mejor modo de terminar cosas es hacerlas una a una.
Bernard Shaw
—Es tremendo.
Los párpados de Hernando se cerraron y abrieron varias veces seguidas, mientras sopesaba con severo juicio la gravedad del escenario abierto en el pueblo tras el asesinato de Santos. Balanceándose sobre uno de los soportes niquelados que servían de pata al sillón del estar de urgencias en el que siempre se sentaba, abrió una bolsa de pipas esperando escuchar la opinión de Castillo. Hernando, al que todos llamaban Nando (creando una lógica confusión en los desconocidos, a los que el diminutivo sugería que se llamaba Fernando) conducía la ambulancia de Portas desde hacía nueve años.
—Es tremendo —apostilló Castillo, acomodado en uno de los sillones relax con tapicería en piel de melocotón de color teja. A la par, sonrió para sus adentros, pues de sobras conocía la querencia de Hernando por esa frase con la que trataba de ofrecer su diagnóstico frente a cualquier hecho desmesurado.
Los fines de semana, tenían por costumbre reunirse en el «área de urgencias» del consultorio. No era el mejor lugar del mundo para pasar el día pero les facilitaba el trabajo permanecer allí, desde las nueve de la mañana hasta las once o doce de la noche, que eran las horas más frecuentadas por el público (así se refería socarronamente Hernando a los que demandaban, sin necesitarla, asistencia de urgencia: una mayoría, por qué no decirlo). Los domingos, en cualquier caso, solían ser tranquilos. Estadísticamente tenía comprobadas una media de diez o doce consultas durante la mañana, y era fácil tirarse una o dos horas de completo asueto frente al televisor. Le había costado mucho volverse optimista y dejar de anticipar desastres en su imaginación, cada vez que se enfrentaba a un turno de guardia, pero por fin lo había conseguido y actualmente incluso les sacaba partido: conversaba, leía o escribía, según qué momentos.
—¿Qué está pasando en este puto pueblo?—gruñó asustado el conductor de la ambulancia—. ¿Cómo es posible?—se preguntó, mientras sus dientes trituraban la cáscara de una de las primeras pipas tostadas bajas en sal que Castillo le había recomendado consumir en vista de sus problemas de tensión arterial.
Sobre la mesa del centro de la habitación, había dejado Castillo un periódico deportivo y el ejemplar del día de La Provincia. Hernando alargó la mano y cogió ambos, y después se inclinó sobre el radiador que tenía delante, hasta sentir la flama bajo su rostro. Soportaba mal la temperatura ambiente de la estancia.
En ese instante, el enfermero irrumpió en la habitación.
—Me voy —dijo, dirigiéndose a Castillo, mientras pulsaba el botón de encendido del televisor y sintonizaba el segundo canal de TVE. Un programa con los resúmenes de varias competiciones deportivas apareció en pantalla—. Tengo varias curas —explicó con la mirada fija en el televisor.
—Llévate mi coche.
José titubeó. Tenía la tez colorada, saludable, y la barba algo crecida. Llevaba el pelo aún húmedo, de estar recién salido de la ducha.
Vestía tejanos de pana y una camisa estampada. A diferencia del conductor, las fuentes radiantes le agobiaban, igual que la ropa de abrigo.
—¿Y si te hace falta?
La ambulancia podía sustituir a su Volvo, si surgía una emergencia entretanto. Era una práctica habitual, y el enfermero lo sabía.
—Nando me lleva —dijo Castillo fijando la vista un momento en el sistemático devorador de pipas.
El conductor movió despaciosamente la cabeza de arriba abajo.
—Vale —dijo José al coger el llavero que le ofrecía Castillo, y a continuación se fue hacia el tablón de anuncios. Buscaba un listado de opositores.
—¿Buscas la lista de admitidos? Pedro se la llevó ayer —le aclaró Castillo, que adivinó el motivo de su interés.
Los labios del enfermero compusieron una mueca peculiar, encorajinada, y le bailaron los ojos en las cuencas cercadas por vigorosas y negras cejas. Estaba adscrito a Las Cámaras, donde era muy apreciado; se le tenía por una buena persona, sencillo, atento con los mayores y extremadamente responsable. Poseía, sin embargo, una considerable reserva de mal genio; le perdía a veces su impaciencia y perfeccionismo.
—Se podía haber tocado los huevos —comentó con rabia al marcharse.
Nando sonrió, sin dejar de masticar las cáscaras crujientes de las pipas tostadas, buscando la complicidad de Castillo con respecto a la forma de ser del enfermero. Estaba seguro de que ambos pensaban lo mismo de él.
—¡Este José!— exclamó riendo entre dientes— ¡Es tremendo!—volvió a emplear su frase favorita. Y ofreció de la bolsa a Castillo.
Castillo rechazó las pipas, palpándose instintivamente el estómago.
Pasaba de media mañana, se había quedado sin desayunar y le acechaba cierta debilidad en las extremidades inferiores. Pero no quería comer nada hasta mediodía. Últimamente había tomado la decisión de castigarse un poco, poniendo a prueba, de modo intermitente, su resistencia frente al hambre. Mirando, días atrás, una foto colgada en el tablón de anuncios, había empezado a obsesionarse con una hipótesis que le turbaba. En la foto, hecha durante una comida de despedida de una de las compañeras, aparecían los miembros de la plantilla luciendo sus excedentes grasos. Había una expresión despreocupada en el rostro de todos ellos, que le había causado perplejidad. En aquel momento pensó en qué sería de aquella trouppe si una hecatombe les arrebatara el bienestar del que disfrutaban, si sobrevivirían a las penurias del ayuno y a los rigores de la intemperie, acostumbrados a llevarse a la boca cuanto se les antojaba y a refugiarse en albergues confortables y seguros. Morirían en pocos días, estaba convencido.
—Sí —convino Castillo—. Se le ahúma pronto el pescado.
Nando dejó el diario deportivo encima del frigorífico. Luego comenzó a ojear el otro, deteniéndose en las páginas de sucesos.
—¿Quién habrá sido?—reflexionó en voz alta—. ¿Quién puede ser capaz de hacer una cosa así?
El médico dejó que el respaldo del sillón recuperara en parte la verticalidad. Se había comprometido con Federico a no hablar de su cometido en la investigación, pero no había adquirido ningún compromiso respecto a no mencionar el caso.
—Es alguien de aquí —afirmó Castillo encogiéndose de hombros.
—Dicen por ahí que fue para robarle.
La ambulancia fue avisada la tarde del crimen. Era Nando quien conducía.
Castillo se había quedado ensimismado, recordando los acontecimientos vividos recientemente. Aún se sentía muy vacío, se despertaba desorientado por las noches, y por las mañanas, al abrir los ojos, casi siempre tenía la vana y brevísima esperanza de que todo hubiera sido una pesadilla.
Escuchaba música pensando en Sandra y en las manos flácidas aún vivas de su madre, sintiendo la excitación y la melancolía derivadas de ambos pensamientos, cuando Caparrós llamó a su puerta. Prácticamente a bocajarro, le explicó lo sucedido: Teresa, alarmada por la tardanza de su padre, le había pedido a su marido que fuese a buscarlo. Luego todo se había precipitado. Al ver a su suegro inerte en el bancal de debajo de la era, El Cosme había corrido en busca de la guardia civil, sin detenerse siquiera a comprobar si respiraba. Con el arrebato del momento, no sabía a ciencia cierta si había llegado a gritar su nombre esperando a ver si reaccionaba, pero creía que sí, creía haberlo llamado a gritos un par de veces por lo menos. Luego se fijó en el charco de sangre que se había formado en la lastra y supuso que había muerto al despeñarse desde la explanada (había unos tres metros y medio de altura). Cuando se enfrentó a Federico Caparrós, no le salían las palabras, estaba tan alterado que tuvieron que darle varios vasos de agua para hacerle hablar.
La patrulla había llegado en torno a las siete menos cuarto, acompañada por el equipo de guardia, que aquella tarde lo conformaban Martín y Susana. Se les había movilizado desde el mismo cuartel.
Realmente desconocían si Santos había fallecido o se encontraba malherido; desde el aviso, su yerno no articulaba una frase coherente que les permitiese tener alguna seguridad al respecto. Ante todo era preciso prever la posibilidad de que necesitase asistencia médica. Hubiese sido irresponsable darlo por muerto.
Ya era noche cerrada; el alumbrado público de la Cuesta de los Carrizales limitaba con un mundo de negror repentino, profundo. El carril de acceso a la finca estaba en muy malas condiciones, peligroso incluso para un todo terreno. Lo que vieron les hizo dudar: al examinar el cuerpo, una vez que Párrizas hubo confirmado el fallecimiento, el sargento se percató inmediatamente de que el brutal impacto que presentaba Santos en la cabeza y parte del rostro no estaba en la parte que contactaba con la piedra, sino en la que resultaba visible. No era probable que fuese producto de la caída. Decidió llamar por radio a otros dos agentes para que acordonasen la zona, y dio instrucciones para que se avisara al equipo de huellas. Serían enviados desde la capital; por pronto que saliesen, tardarían al menos dos horas y media. Era importante que los familiares de Santos, que ya estaban en camino, se mantuviesen alejados del cuerpo. Y tenían que actuar rápido, inspeccionar ambos la zona antes de que llegaran los de huellas.
Si sólo era cierta la cuarta parte de lo que Luis Bernal le había contado, podría convertirse en un valioso aliado para esclarecer el crimen, y él apuntarse un buen tanto. Se lo dijo a las claras.
Después de exponerle el sargento sus intenciones, Castillo le había replicado con sinceridad que las alabanzas de Bernal eran exageradas.
Se mordió la lengua, sin embargo, con respecto al repentino cambio de actitud de Caparrós: lo que antes había sido frialdad, recelo, y hasta cierto desprecio, era ahora humildad y buena predisposición. La causa era el diferente cariz de ambos asuntos, pues si el que se entrometiese en las muertes «naturales» parecía sacar de quicio a Caparrós, al considerar que deslegitimaba el procedimiento seguido, que éste consideraba sagrado, el que prestase, por el contrario, sus dotes para ayudar a una investigación a punto de echar a rodar, era algo que no contenía sino interesantísimas ventajas y le proporcionaba una oportunidad de éxito personal, nada despreciable. No obstante, volvió a insistirle en que su papel en Sevilla había sido mucho más modesto de lo que insinuaba Bernal. Eso fue antes de preguntarle a su vez: «¿Cuentas con autoridad para esto?». Caparrós tenía muy claro lo que él era, ante todo; debían usar su condición de médico, aprovecharse de las licencias que les permitía a ambos: ninguna necesidad de dar explicaciones, libertad absoluta de movimientos. Pensó en que acudiese como tal, aunque su propósito era bien distinto. Esa condición suya les serviría de parapeto, de cara a guardar las formas, pero Bernal debía de haber glosado exagerada y primorosamente las habilidades que demostró tener en Sevilla porque el sargento le dio claramente a entender que esperaba mucho más que un simple dictamen forense.
Era una noche particularmente templada; caía alguna gota suelta, pero en ningún momento había llegado a llover. Al desaparecer el tímido reflejo de las luces del pueblo en el parabrisas interior del Patrol, y rodearles de improviso la insondable negritud de los campos, le embargó un sentimiento contradictorio en el que se mezclaban la seducción del reto con el temor al fracaso y la decepción derivada de él, que sería, en cualquier caso, una decepción ajena. Notó que Federico le miraba de reojo varias veces durante el trayecto, y que eso le llenaba aún más de responsabilidad. Apenas le dirigió la palabra. Era extraño, porque no recordaba que hubiese sentido tantas dudas ni tanta inseguridad, trece años atrás, en Sevilla, enfrentándose a aquel cabronazo de catedrático y a los poderosos intereses del estamento policial ¿Qué hacía ahora él allí, acercándose al escenario de un posible crimen? Le había pedido ayuda a Bernal para otros menesteres, no para aquello. Pero ¿quién le negaría colaboración a Federico en esas circunstancias? A las nueve y diez, unas luces amarillentas aparecieron un centenar de metros delante del Patrol. Habían colocado tres potentes focos a baterías, de 1500 vatios cada uno, montados sobre trípodes en el perímetro de la era. Una parte de la familia se desesperaba al otro lado de la cinta; tuvo que sobrepasarles, sin estar seguro de qué debía hacer respecto a ellos. Finalmente decidió ignorarlos y centrarse en lo que había venido a hacer.
El sargento le precedía, medio metro delante y a su izquierda.
Portaba una gran linterna en la mano derecha, con la que iba enfocando la zona por donde debían caminar. La iluminación que proporcionaban los focos de luz halógena era excelente en los doscientos cincuenta metros de explanada y edificios; no obstante, no alcanzaban al nivel inferior, por lo que la linterna del sargento se demostró luego muy útil. Sobre el borde del pequeño precipicio le puso al corriente de los escasos detalles que conocía. Ningún testigo. Nadie había oído ruidos o gritos, ni se había informado de nada extraño. No había prácticamente nadie en toda la cuenca del río a la hora del crimen, que por el testimonio de Teresa, y a falta de la autopsia, situaba entre las cinco y las seis de la tarde, con un margen de error muy pequeño. Los carriles de acceso al río eran muy poco transitados a esas horas de la tarde. Los agricultores solían acudir en su mayoría por las mañanas. Luego bajaron a examinar el cuerpo; habían colocado una escalera extensible, asegurada con cuerdas. Inmediatamente dio la razón al sargento: era prácticamente seguro que Santos no había muerto de la caída, sino que lo habían arrojado, después de golpearlo, probablemente con una piedra grande, a juzgar por el terrible aspecto de la zona del impacto, en donde asomaba una porción de masa encefálica. A continuación, subieron de nuevo a la era para inspeccionar la zona. Les aseguraron que nadie había tocado nada, ni siquiera su yerno, que había insistido en lo mucho que le chocó al llegar encontrarse una gallina decapitada y su sangre esparcida en un reguero hasta casi el mismo borde del precipicio.
Seguir ese rastro había sido lo que le hizo asomarse.
Se dirigieron al corral. El sargento le ofreció unos guantes y se enfundó los suyos. Quien hubiese cortado la cadena, había utilizado sin duda una herramienta adecuada; el corte era limpio, no se veían las típicas muescas de los dientes de sierra. Husmearon por los alrededores del cortijo sin ver nada digno de mención, ni indicio alguno del arma usada en el crimen. Entonces, él había optado por volver hacia donde estaba la gallina decapitada, y había seguido el reguero de sangre, apercibiéndose de que, en la tierra, había marcas de haber sido arrastrado algo grande y pesado, más o menos en el mismo recorrido donde se vertió la sangre. Santos debía de pesar unos ochenta y cinco kilos, así que una sola persona, a no ser que fuese alguien de gran fortaleza, hubiese tenido graves problemas para echarse su cuerpo a los hombros. De modo que era casi seguro que lo arrastraron.
Caparrós le dejó hacer. Desde que ambos habían llegado al corral, se había limitado a iluminarle el recorrido. Pero se le veía preocupado, mirando nerviosamente hacia donde aguardaba la gente, palideciendo con el solo pensamiento de que alguien advirtiese la inversión de sus papeles. Eso le angustiaba; estaba literalmente aterrado de pensar qué dirían entonces de él, qué pensarían de un comandante de puesto que cedía sus galones a un aficionado, en qué manos se había dejado la seguridad de Portas. Tendría que pedir, avergonzado, el traslado, si lo advirtiesen.
Sin embargo —aunque a duras penas—, mantuvo decorosamente el tipo, resistió en silencio, y al cabo de unos minutos le preguntó directamente qué opinaba. «¿Qué te parece a ti?», fue su respuesta. Caparrós le había dirigido una mirada llena de aprensión y cautela, y había carraspeado un par de veces, antes de decidirse a decirle lo que pensaba.
El sargento opinaba que estaba bastante claro que Santos había sorprendido a su asesino robándole, y que la gallina muerta demostraba que el ladrón o ladrones fueron interrumpidos por el viejo. Eso no tenía ningún sentido para él, y así se lo expresó. ¿Habían venido a robar o su intención era causar estragos? Caparrós era de la opinión que con esa clase de gente nunca se sabía. Pudiera ser que se tratase de alguien con cuentas pendientes con su víctima, alguien que prefiriese el daño al beneficio del hurto en sí mismo. El crimen no parecía premeditado. Seguramente el responsable no esperaba que el dueño apareciese de improviso. Fuese su intención causar daño o robar, eso no cambiaba el hecho de que decidiese agredir al viejo, al convertirse en testigo de su acción. Pero él no estaba de acuerdo con esa apreciación.
Le expuso su teoría al respecto: el reguero de sangre iba en dirección al precipicio, mientras que el animal decapitado estaba unos metros más atrás. La mayor cantidad de sangre se hallaba, no obstante, muy próxima a la gallina. A él le sugería eso que quizá con la sangre esparcida a propósito se buscaba ocultar la propia sangre de Santos y reforzar la hipótesis de la caída accidental. Una maniobra muy burda, desde luego, pero estaba firmemente convencido de que el sacrificio del animal no fue anterior sino que siguió a la muerte de El Guinda, y que se había hecho sobre la marcha para tratar de ocultar el sitio exacto de la agresión (a unos ocho metros del borde del precipicio, donde estaba el pequeño charco de sangre), y hacer que pasara por accidente. Esa secuencia era importante pues de ella dependía que el asesinato fuese o no premeditado. Él estaba seguro de que el criminal o criminales habían esperado y sorprendido al viejo. Avalaba esa suposición suya el hecho de que no hubiese indicios de lucha. Un examen forense más detenido podría desmentir o apoyar esa hipótesis, pero, aparte de tierra y broza adheridos al dorso del abrigo de lana, como había imaginado, no se observaban desórdenes en la ropa del fallecido ni otras lesiones de carácter defensivo (había reparado en que sus manos estaban intactas, sin arañazos ni erosiones); la única y mortal herida que se apreciaba, indicaba que Santos no había tenido la más mínima oportunidad de defenderse. Si él no hubiese sido el sorprendido, era más que probable que hubiese luchado por su vida, a menos que su agresor fuese alguien conocido, alguien incapaz de generar ninguna clase de desconfianza.
Decidieron volver al pueblo. Caparrós le dejaría de nuevo en casa y luego se encargaría de poner todo aquello en orden para cuando llegasen la autoridad judicial y los de huellas. Había elementos en aquel escenario que destilaban un penetrante aroma a montaje teatral.
«Tengo la impresión de que lo del robo es para despistar» opinó Castillo, mientras regresaban. La desangelada cara de Caparrós al escucharle decir eso le transmitió la sensación de una decepción inesperada.
Era como si el sargento creyese a pies juntillas que, con sólo echar una ojeada a aquel lugar y examinar por encima el cadáver de aquel desgraciado, le iba a bastar para señalarle al culpable. Su áspera actitud del día en que le dio el pésame era sólo una cuestión de dignidad personal. Fachada, pura y llanamente fachada. Después de la conversación con Luis Bernal, había quedado vivamente impresionado.
Decididamente, el bueno de Caparrós era un perfecto ingenuo y Bernal le había hecho víctima de una de sus bromas, convenciéndole de que él era una especie de infalible Sherlock Holmes. «Si se te ocurre algo más...», acertó a contestarle antes de que se apeara. «Claro».
«Pero tenme al corriente», le pidió él al despedirse.
La voz cavernosa de Hernando le sorprendió sonriendo por la ocurrencia malévola de Bernal.
—Muchos piensan que han sido Los Pringues.
La sospecha que recaía en esos individuos —tres hermanos varones de entre veinticuatro y treinta y un años—, circulaba de boca en boca y no le era desconocida, ni mucho menos. Caparrós, además, le había proporcionado información de primera mano. Unos delincuentes de poca monta que trabajaban como temporeros, a jornales, y que tenían por costumbre vagabundear por las tierras de cultivo y las cuevas abandonadas en La Trocha. Todos tenían antecedentes por robo y agresión. Eran malencarados, aficionados al vino y se enzarzaban en riñas con un mínimo pretexto. Era lo que se conocía de su conducta.
El Dehesas era su territorio favorito, en donde solían perpetrar la mayoría de sus fechorías. Se sabía que robaban cualquier cosa que les apeteciese, lo que incluía gallinas como las que habían desaparecido del corral de Santos. Aunque no de modo oficial, ya se les había interrogado y lo negaban rotundamente. Las huellas de uno de ellos, Emilio, estaban impresas en la puerta del corral. El problema consistía en que estaba ingresado en el hospital de Úbeda el día del asesinato, convaleciente de una apendicitis, y que admitía haber robado dos gallinas días antes, hecho ya denunciado en su día por Santos. Nadie, salvo ellos mismos, podía testificar que Aurelio y Cristóbal estuviesen lejos del cortijo de El Guinda a la hora del crimen, pero ambos habían negado enérgicamente cualquier implicación, y hasta la fecha se carecía de pruebas que permitiese relacionarlos.
—Sí, eso he oído.
—Esa gente es mala —aseguró Hernando con un fragmento de cáscara colgando de su labio inferior—. Es mala gente —sentenció pensativo.
—De malos a criminales hay un trecho —dijo Castillo, preguntándose qué hacer para evitar reírse del tono solemne que empleaba Nando en esas ocasiones.
—Depende... Cuando se tienen malos instintos...
El zumbido de las motos les obligaba a elevar ligeramente la voz.
Castillo pulsó el botón del volumen del mando, mientras pensaba en lo raro que se le hacía estar allí, manteniendo aquella charla amigable y banal, cuando el noventa por ciento de su mente estaba ocupada en «sus nuevas actividades», que le absorbían tanto tiempo y energías que le era casi imposible prestar atención al resto de las cosas que le rodeaban.
—En eso tienes razón —admitió para no entrar en polémicas estériles.
Nando se inclinó hacia delante y le habló como si fuese a hacerle una confidencia.
—Oye, Ramón, ¿sabes que a mi tío Regino no le cabe la camisa en el cuerpo desde que murió Santos?
Castillo no sabía quién era el tío de Nando, aunque quizá el conductor creyese lo contrario porque le habló de él como si le conociese.
—¿Sí? ¿Y eso por qué? —dijo, sin deshacer el equívoco.
—Porque mi tío es muy aprensivo y resulta que todos los que jugaban con él a las cartas se han muerto en nada de tiempo.
—Ah —dijo Castillo sin entender lo que quería decirle Nando.
—El último ha sido Santos, tío. En tres meses la han diñado todos.
Ya sólo queda él.
Castillo miraba distraído la foto de la despedida.
—¡Joder! —profirió maquinalmente.
—Es como si se hubiesen puesto de acuerdo...
Algo le sacudió en el interior. Era una sensación parecida a la de estar a oscuras en una habitación enorme mientras abren un ventanuco y, de pronto, una tenue luz irrumpe para proporcionar un contorno aún impreciso a parte del mobiliario.
—A ver, repíteme eso —dijo impulsando hacia la verticalidad el respaldo del sillón e irguiendo por completo su espalda—. Eso que acabas de decir.
—Que es como si se hubiesen puesto de acuerdo para morirse a la vez.
—No; eso no. Lo anterior que dijiste, lo de las partidas y eso de Santos.
—Por lo visto, hace varios años jugaban a lo grande. Eran partidas de cartas fuertes, con mucha pasta de por medio.
—Sigue —le animó, ansioso, Castillo.
—Pues que las partidas eran cerradas, siempre con los mismos jugadores: mi tío, Santos, Mañas, éste que se encontraron en el cortijo de Las Viñas, ¿cómo le decían...?
—Lucio El Chato —aclaró Castillo a punto de sufrir un ataque de ansiedad (a Beltrán casi nadie le conocía en Portas por el apellido)—.
¿Y Valera? ¿Era también del grupo? —se adelantó, sin poder dominar su impaciencia.
—Sí, sí, Picogordo también jugaba. Y todos han muerto de «infarto». Menos Santos —añadió el conductor, precisando lo obvio.
Sintió un cosquilleo anormal bajo los testículos, el mismo aproximadamente que le causaba su «mal de alturas», cuando se asomaba a la terraza de un piso cualquiera por encima del quinto, exactamente el mismo que había sentido cada vez que estaba a punto de conocer la nota de una de las «quirúrgicas», durante su etapa en la universidad.
Pero debía disimular la confusa emoción que le embargaba, comportarse con naturalidad, como si el interés suscitado en él por los comentarios oídos derivasen del contexto en sí, de la pasión por lo macabro que, últimamente, se respiraba entre las gentes de Portas. Castillo se concentró en ese pensamiento.
—¡Coño!... Imagino cómo tiene que estar el pobre hombre. Por cierto, ¿dónde vive? ¿Aquí?
—No, hombre. Está en Húsar, donde tengo a toda mi familia.
Hubiera dado lo que fuese por presentarse en el acto en casa de Regino e interrogarle con cualquier pretexto. Necesitaba saber sobre esa extraordinaria y sospechosa coincidencia, y lo necesitaba ya. Estuvo tentado por llamar a José María y rogarle si fuese preciso que lo relevara inmediatamente, ofreciéndole doblar el precio de las horas que restaban. Y lo hubiese hecho sin dudarlo, aunque la idea, considerada con frialdad, le avergonzase, pero entonces cayó en la cuenta de que necesitaba el concurso de Nando para tal aventura, y sin que el conductor se percatase de sus motivos. Si no quería que medio pueblo se le echara encima, atosigándole con preguntas y murmuraciones, era esencial ser discreto. ¿Qué clase de discreción sería esa de dejar la guardia e irse a visitar a un hombre que no conocía, sólo porque su sobrino le había dicho que estaba asustado? ¿Cómo explicar esa conducta? ¿Pretextando curiosidad, únicamente? De todos modos, no podría contar con el conductor hasta el día siguiente, así que dejarse llevar por su vehemencia y actuar con precipitación, únicamente le complicaría las cosas.
Se hizo con el diario deportivo y comenzó a pasar las páginas sin fijarse en el contenido.
—¿Libras mañana, no?—dijo Castillo sin despegar la mirada del diario.
Las cáscaras estaban desperdigadas por distintos sitios de la habitación: unas pocas por el suelo, alrededor de los pies del conductor; la mayoría, formando una minúscula montaña, descansaban sobre un trozo de folio. Las restantes estaban dentro de un cenicero de cristal que había en el mueble del televisor, junto a la bolsa que las contenía.
Nando vocalizó su primera frase de la mañana sin sentirse estorbado por las dichosas semillas.
—Sí, claro. Esta noche a las doce le entrego la ambulancia a Lorenzo.
¿Por qué?
—Quisiera que me llevaras a ver a tu tío... Si no tienes nada que hacer mañana —dijo Castillo esforzándose en aparentar indiferencia.
Hernando no pudo ni probablemente quiso ocultar su repentina y diáfana mirada de curiosidad.
—Tiene que ver con Santos, ¿no?
—Con Santos y con los otros.
1 de Diciembre.
Osorio debe de estar muy inquieto por la falta de resultados pero ¿qué hago yo si no puedo confirmar su hipótesis? Por más veces que me llame, no va a conseguir otra cosa que sentirse frustrado al tiempo que presionarme inútilmente.
No comprendo su afán por ocultarme a sus colaboradores en Portas y comprendo menos aún la obediencia ciega que le prestan. ¿O serán otros los motivos de su silencio? Evelio disimula mal, muy mal. Me pregunto cuál es su cometido verdadero ¿Se dedicará sólo a vigilarme y dar cuenta de mis pasos?
Las partidas de cartas a las que hace referencia Nando me han hecho cambiar el enfoque de todo este asunto. Por primera vez puedo pensar en dar encaje a lo que ya comencé a sospechar después de la muerte de Lucio: que los envenenamientos, si se han producido realmente, no son en absoluto accidentales. Empiezo a presentir que a Santos El Guinda le han ajustado una cuenta, pendiente desde hace muchos años. Me gustaría ser más lanzado porque tengo miedo de la reacción de Federico. Sé que no me lo va a perdonar si se entera; sobre todo si me equivoco. Mejor dicho: si fracaso. Esa situación hace que esté tan inseguro, aunque mis preocupaciones serían mucho más graves en caso de no hacer ese viaje mañana. Si no consigo averiguar qué pudo ocurrir en aquellas partidas de cartas, me quedaré completamente a oscuras, pero tengo la convicción de que las setas y el insecticida no han actuado esta vez, y que ni Picogordo ni sus socios de juego se han suicidado.
Quien quiera que sea el autor de la muerte de Santos no es un ladrón chapucero, pero ¿es un chapucero a secas? El sacrificio de la gallina tiene una connotación que no sé cómo definir. Cuando estuve analizándolo con Federico, sabía que algo se nos escapaba. La ocultación del verdadero punto del ataque me pareció entonces la explicación más coherente. ¿Era posible simular un accidente de aquella manera? Está claro que no. ¿Producto de la impericia y el descuido en tal caso? Esa es la pregunta que no paro de hacerme desde entonces. Lo veo demasiado evidente y elemental. No me cuadra con el modo en que fue atacado. Recibió un único golpe mortal, lo que quiere indicar que su asesino no tuvo dudas ni titubeos. Entonces ¿por qué improvisar después? Puede que le entrara pánico de ver lo que había hecho, eso es verdad, pero es muy incongruente el combinar tanta sangre fría y tosquedad durante una sola acción...