18
La maldad no necesita
razones, le basta con un pretexto.
Johann Wolfgang Goethe
Una antigua foto de bodas retocada con
colores artificiales decoraba la parte del testero donde yacía,
postrado en un sillón deslustrado y sucio, Regino Durán. La
fotografía original bien podría haberse hecho antes de 1920, aunque
los retoques eran muy posteriores. A Castillo le resultó
especialmente llamativo que en la mirada endurecida de los
antepasados de Regino o de Pepa, su esposa (los rostros de ambos no
guardaban parecido con los de la foto, y era imposible inferir de
ellos el debido parentesco), se perfilase un contorno de
sufrimiento y tristeza, en aparente contraste con lo que
representaba la misma.
El camino hasta Húsar era prácticamente una
recta de seis kilómetros en suave descenso. La tarde apuntaba
lluvia desde un cielo de ropaje sucio y aspecto hostil. Para
Hernando, estaba claro que llovería esa misma noche; él raramente
se equivocaba, según le dijo. Tampoco le era ajeno el hecho de que
Castillo estaba involucrado en la investigación de aquel atroz
asesinato, pese al absoluto hermetismo que había mantenido después
de pedirle visitar a su tío. Y, además, que las muertes estaban
relacionadas por un hecho sucedido antaño, tal vez por algo
ocurrido durante las partidas de cartas. En tal caso, las muertes
de los tres primeros jugadores no tenían nada de naturales, sino
que se debían a una mano criminal. ¿Era así? Castillo se había
limitado a decirle que aún estaba muy lejos de pensar eso, y le
había hecho, inmediatamente después, el gesto de «cerrar la
cremallera». «Punto en boca», le exigió al conductor. Prohibido
mencionar el asunto. «Me juego mucho», dijo muy serio.
Los cuatro minutos escasos que invirtieron
en cubrir el trayecto dieron para hablar de eso y del afecto que
sentía por su tío, que le había enseñado los secretos de la caza en
el coto de Los Jarales de Sierra Morena. Lo único que disgustaba a
Hernando del viejo, pues sentía un gran bochorno al mencionarlo,
era la feroz e inconmovible tacañería que mostraba en casa (con los
amigos era de otra manera), su ridículo afán por racionar las
compras de alimento, que hacía por unidades; su férrea oposición a
invertir en «lujos», como los yogures o la ternera.
«Es muy miserable», admitió sonrojado el
conductor. El tío de Hernando exigía a Pepa que se ciñese a un
número exacto de sardinas, que nunca podían superar las ocho para
ambos, que en lugar de dos muslos de pollo, adquiriese cuatro
alitas exactas, pues salían más económicas; que el pan y las tortas
se hiciesen en el horno de casa, y que, en la limpieza de
utensilios, suelos, y en el propio aseo personal, no se usase otro
jabón que no fuese el de sosa, fabricado a partir de aceite
refrito, para ahorrar.
Pepa se quejaba en privado de estar
desgastándose la vista a marchas forzadas con la penumbra en la que
se veía obligada a coser y de que su marido guardaba los cartones
de leche vacíos para estirar su duración, usándolos luego para «sus
mezclas», pues había descubierto que si añadía un cincuenta por
ciento de agua a la leche, el sabor era prácticamente el mismo, y
el coste se reducía a la mitad, aunque en verano se les agriaba a
veces —y eso que la almacenaba a oscuras, en el frío suelo del
almacenillo—, pues carecían de frigorífico, cuyo gasto de luz, no
estaba dispuesto a soportar. En cambio, no había escatimado dinero
para disponer de un buen arsenal de escopetas y rifles (un par de
ellos, de precisión), y gastaba cada año lo necesario en munición, de modo que hubiese
suficientes cajas de balas y cartuchos en casa como para descastar
de ciervos toda Sierra Morena. Por no hablar de lo que se gastaba
en cotos —uno de ellos en Guadalajara, con lo que eso suponía en
desplazamientos— y monterías, y en pagar al taxidermista de Cambil,
aunque ocasionalmente buscase resarcirse de sus cuantiosos gastos
con la venta de cabezas disecadas. Regino tenía otros recursos para
hacer realidad sus fines de amasar dinero con vistas a la vejez,
pues hasta que, agotados por los abusos sufridos, su corazón y sus
pulmones se lo impidieron, estuvo sacándole partido al trueque para
economizar: según su sobrino, le cambiaba lechugas y pimientos por
harina y tortas de aceite, al panadero de La Baña, creyendo hacer
un magnifico negocio, aunque usualmente era éste quien salía
ganando en valor de lo obtenido, pues, buen conocedor de la
psicología de los usureros, poseía la habilidad de hacer creer al
viejo lo contrario, mostrándose disgustado después de cada
operación. El panadero se había vanagloriado tantas veces del éxito
de su ardid entre el resto de comerciantes de Portas, que varios de
ellos le habían imitado. Como resultado de ello, Regino vivía con
el convencimiento de que sus tejemanejes le servían para sacar
siempre el mejor partido en toda relación comercial que
emprendiese.
Claro que últimamente las cosas habían
cambiando un tanto. El Regino que encontró Castillo era un hombre
encadenado a una mascarilla de oxígeno, seco de cuerpo pero no de
carácter, con un pelo abundante y basto, menos canoso de lo que
cabía esperar por su edad, una voz roída y un rictus sonriente que
no le abandonaba jamás, ni siquiera al mencionar la muerte de su
hija pequeña, que había sucumbido a un cáncer unos meses
atrás.
La salita donde malvivía su grave enfermedad
el tío de Nando tenía las paredes embastadas en yeso, sin pintura,
y estaba escasa de muebles.
Una consola con el tablero agrietado y las
patas algo torcidas, aparte de la mesa de camilla, el mueble del
televisor, el tresillo, y unas cuantas sillas. La habitación tenía
el aspecto de un pequeño museo de escopetas de caza y cabezas
disecadas de jabalíes y cérvidos. Las armas descansaban sobre
soportes fabricados con cuernas y colmillos de berraco, y, junto
con los trofeos, debía de tener, para el viejo y enfermo Regino, el
valor de un cuenco donde escanciaba los mejores recuerdos de una
feliz época pasada que ya no sería posible reeditar.
—Se pelearon —dijo Regino tras desplazar
unos centímetros hacia delante la mascarilla de oxígeno—. Algo pasó
allí y no sé qué fue, pero se pelearon y ya no jugamos nunca
más.
Nando no se había andado con rodeos.
Simplemente le dijo a su tío que querían preguntarle algunas cosas acerca de las partidas de cartas,
ocultándole, eso sí, la verdadera razón por la que Castillo estaba
interesado en conocer detalles de su época de jugador.
—¿Una pelea dice?
Regino continuaba tensando el elástico de la
mascarilla.
—Ajá. Yo me lo recelaba. Lo veía
venir.
—¿Por qué no usas unas gafillas, tito?—dijo
Nando—. Son más cómodas.
El viejo negó con la cabeza, explicando a
continuación:
—Me hacen heridas en la nariz.
Pepa puso una bandeja con refrescos encima
de la mesa.
—¿Tan malo era el ambiente?—quiso saber
Castillo.
—Estaban picados. Uno o dos llevaban una
racha muy mala.
Hernando comenzó a comportarse como un
auténtico detective. Parecía haberse leído un manual.
—Vamos a ver: ¿se acabaron así, sin más?
¿Con los cuartos que se movían allí, según me has contado? Es raro,
¿no te parece?
—¡Hombre, yo no lo sé cierto! ¡No estaba
allí para verlo! Dijeron que la cosa se jodió por una pelea. El
caso es que se cerró la mesa después de aquello.
—Tú te llevabas bien con Mañas, tito, ¿no te
comentó por qué?—insistió Hernando.
Regino negó enérgicamente con la
cabeza.
—Nadie quería hablar; se ve que fue algo
gordo —el viejo suspiró con nostalgia. Luego se dirigió a
Castillo—... Yo era un jugador de primera, Nando lo sabe.
Pregúntele a Justo, el del bar, pregúntele por Regino.
Castillo sentía como si le estuvieran
pellizcando el estómago. Por otra parte, que Nando se hubiese
metido inesperadamente en el pellejo de Poirot, le hacía más
difícil concentrar su mente en pos de lo que le desasosegaba, que
su instinto natural le señalaba como la clave de todo el enredo. Le
costaba concentrarse porque tenía ganas de reírse, y cuando esto
ocurría se convertía en una completa nulidad. De modo que lo
primero que debía hacer era pensar en algo triste, y pensó en la
muerte de su madre. Ahora sí podía volver a discurrir. Miró de
reojo a Nando y puso su codo derecho sobre el respaldo de la silla.
Las patas crujieron ostensiblemente y el asiento se cimbreó un
poco, amenazando con desmoronarse.
—¿Quiénes eran los que se pelearon?—dijo sin
dejar de pensar en lo inestable de su posición—, ¿sólo esos cuatro
que han muerto?
Regino se palpó el elástico y con calmoso
movimiento de su mano se quitó la mascarilla, depositándola en el
asiento de una silla de enea situada delante de las botellas de
oxígeno. Sin pedirle permiso, su sobrino cerró la llave de la
bombona.
—La cuadrilla —tosió—. «La cuadrilla de
Santos», nos llamaban...
El Guinda era el jefe —una amarga risilla le
tintineó entre los dientes—. Claro que el día de la pelea eran
cinco solamente...
Castillo se sirvió una fanta de limón e
intentó saciar su sed, pero estaba tan caliente que volvió a dejar
el vaso tras el primer buche.
—Cuénteme un poco más.
—Sí, tito, explícanos cómo iba aquello
—añadió Nando.
—Justo organizaba las partidas a escondidas,
por miedo a los civiles, siempre los viernes y los sábados al caer
la tarde. Nos encerrábamos en el piso de arriba del bar y allí nos
amanecía. Empezamos con el julepe y más adelante nos metimos en los
dados. Uno de Portas, que era viajante, tenía pasión por el
cubilete, pero se le daba muy mal, era un negado... Justo
—prosiguió Regino, después de asegurarse de que Pepa apagase la luz
del pasillo— se llevaba una comisión del diez por ciento, aparte de
las bebidas. Había días que se metía treinta mil pesetas en el
bolsillo, entre unas cosas y otras. Y le estoy hablando del año
sesenta y seis. Sí, sí, hombre, entonces se perseguía el juego y,
si te cogían apostando, te echaban una multa de campeonato. Te
llevaban detenido al cuartel si al sargento se le ponía en sus
huevos. El sargento de entonces era un borde, un tío mala sombra
—el comentario suscitó una risa ahogada en Nando—. Le decían El
Negro, porque era muy moreno, como los gitanos. Y todo el mundo
sabía que se dejaba untar, pero Santos y el viajante no querían que
se le pagara... Y eso que se apostaba mucho, mucho dinero. ¡Los
envites eran a veces de cincuenta mil pesetas! Hasta sus fincas se
llegó a jugar alguno —Regino jadeó, exhausto—. Imagínese.
Castillo se inclinó sobre sus rodillas para
apoyar los codos en ellas.
—Cuénteme algo del viajante. ¿Era del
pueblo?
El viejo entornó ligeramente los ojos, como
si le disgustase recordar esa parte de las historia.
—Le decían Rirri... No me acuerdo bien pero
creo que se llamaba Rodrigo, y que era viudo. Eso es lo único que
se conocía de él. Y que tenía mal perder... No tenía familia por
aquí, que yo supiese. No era como el resto, que te los cruzabas por
la calle todos los días. Yo nada más que lo veía en la mesa de
juego. Dicen que paraba en una pensión de Portas durante los fines
de semana y que el resto del tiempo se lo tiraba visitando
ferreterías por toda la provincia... Llevaba una representación de
herramientas y tornos, creo, pero no me haga mucho caso... Justo lo
metió a jugar al poco tiempo de juntarnos, porque el tío presumía
de cuartos... Y —se acercó a Castillo como si fuese a hacerle una
confidencia— cuando Justo olía una perra gorda le hacían los ojos
chiribitas... Muchas veces se presentaba en el bar con su
chiquilla, una niñita rubia muy graciosa.
—¿Dónde vive ahora? ¿Lo sabe?
La perenne mueca sonriente de Regino se
tornó en ridícula al querer dar un tono de gravedad a sus
palabras.
—Después de aquello se fue de Portas, y
dicen que estuvo viviendo por Úbeda o Baeza, o no sé dónde.
Comentaron por aquí que se había quitado la vida. ¿No, Pepa?—Regino
esperó a que Pepa diese señales de vida desde el interior de la
vivienda—, ¿no dijeron hace tiempo que se había ahorcado el
viajante?
Pepa se secó enérgicamente las manos en su
mandil.
—¿Quién?
—¡Leñe! El rubio aquél de la vespa, el que
comía en lo de tu tía Remedios.
—Ah, sí. Es verdad: eso le dijeron los de la
funeraria.
—Eso —asintió Regino.
De repente, Castillo se encontró con la
imagen del suicida de la palangana en su cabeza, el que se había
envenenado con fertilizante y, para evitar manchar el terrazo de su
salón con sus vómitos, se había tendido en el suelo con una zafa de
porcelana a su lado.
Miró a Nando, en busca de orientación.
—¿Los conozco? ¿Son de la funeraria
local?
Pepa se tiró del mandil y lo hizo una
pelota. Luego, con aire agotado, se dejó caer en una silla. Un
recuerdo de su hija tuvo que asomarse por fuerza a sus ojos, porque
de pronto se volvieron vidriosos, pero se repuso rápidamente.
—No. Eran de Jaén. Es que mi tía Remedios
cobraba los recibos de El Ocaso en Húsar y en Portas, y los
conocía.
—¿Qué tiempo puede hacer de eso?—preguntó
Castillo, vivamente interesado.
Los globos oculares de Pepa enfilaron el
camino del techo.
—¡Uff! Nueve o diez años, por lo
menos.
El conductor quiso intervenir pero Castillo
se le adelantó.
—Dice que se pelearon porque a usted le
dijeron eso —espetó a Regino—. ¿Se acuerda si alguno tenía heridas
o vendajes en los días posteriores?
El abdomen de Regino ascendía y luego se
hundía con escándalo tratando de atrapar la mayor cantidad de aire
posible para aquellos pulmones totalmente escleróticos.
—No, ya se lo dije al principio: no querían
hablar. En el mes de abril, me dio ictericia: me puse amarillo como
un limón y me mandaron reposo. Por eso no estuve en las últimas
partidas. Cuando me puse bien, quise que nos juntáramos; estaba
loco por jugar de nuevo y sacarle los cuartos al inútil del
viajante, pero me dijeron rotundamente que no. ¡Y que no! Todos,
eh... Bueno, todos menos el viajante, que a ese ya no se le vio el
pelo... Santos era un cabrón, que Dios lo tenga en su gloria. Yo
sabía que acabaría mal.
—¿Tenía mal carácter?
—Un geniazo de aquí te espero —dijo Regino
sacudiendo su mano derecha—. Todos le guardábamos el aire.
—Hubo más peleas... —apuntó Castillo.
Regino asintió.
—Era mala persona.
De la tez homogéneamente broncínea de Justo,
uno fácilmente entresacaría la imagen de una playa paradisíaca; de
su camisa blanca y su sempiterna corbata negra, que aún guardaba
luto por un ser demasiado querido como para no honrarle por los
restos de los restos; de sus conjuntivas sanguinolentas y de las
grandes bolsas que se descolgaban desde sus párpados inferiores,
que, prematuramente, se había dado a la mala vida, a desguazar su
cuerpo con copas de anís seco, correrías en burdeles y noches
desveladas. Castillo fue incapaz de evitar tal sucesión de
pensamientos al toparse con él, oscurecida la tarde, frente a la
cafetera nueva que habían instalado hacía menos de una semana en el
bar de su propiedad. Había dejado a Hernando en casa de su tío,
después de convenir en ir a recogerle luego, aunque eso a él no
acabase de gustarle, porque en cierta manera, desde la mañana
anterior, se consideraba parte del equipo. Al fin y al cabo era él
y no otro quien había proporcionado la pista de su tío a
Castillo.
Justo se acordaba perfectamente del
médico.
—Usted me atendió cuando tuve la hemorragia
—dijo con voz ronca y pésima dicción.
—Ya. —Castillo hizo memoria, y revivió la
escena en la que estaba Justo con un taponamiento en la nariz, una
toalla de manos empapada en sangre y un desagradable olor a vinagre
impregnándolo todo—.
Hace seis meses, más o menos.
—Sí, por ahí —sonrió amablemente—. ¿Qué va a
tomar?
—JB con ginger ale... ¿Se acuerda de las
partidas de cartas que se jugaban aquí hace treinta años?—dijo
Castillo señalando el techo del local con la vista.
Justo se subió los pantalones mientras
asentía.
—Es que tenían fama. ¿Quién se lo ha
contado?
—El único que queda, aparte de usted.
El propietario del bar dio media vuelta, sin
hacer comentarios, dejando un poco cortado a Castillo. Medio minuto
más tarde éste tenía ante sí un vaso largo con hielo y a Justo
sirviéndole el güisqui.
—Regino me ha contado que hubo una pelea
—dijo con cierto reparo Castillo.
—Varias —puntualizó Justo, apoyando las
palmas en la barra—.
¿Por qué le interesa? Fue hace mucho
tiempo.
Tener que andarse con rodeos le sacaba de
quicio, así que Castillo se arriesgó a coger el toro por los
cuernos. Pero en el último instante tomó la decisión de centrarse
en hablarle del crimen de Santos, omitiendo deliberadamente
cualquier mención al resto de las muertes.
Quería que siguiese pensando que eran
fortuitas.
—Creemos que la muerte de Santos puede estar
relacionada con la pelea de abril del sesenta y seis... Si sabe lo
que ocurrió aquella noche, le agradecería que me lo contase.
Presa del asombro y el desconcierto que le
causaba lo que acababa de oír, el blanco de los ojos de Justo se
tornó rápidamente morado y su frente se arrugó. Por un instante se
quedó como paralizado, sin que las palabras consiguiesen salir de
su boca.
—Pero usted qué es, ¿médico o
policía?—acertó a decir al cabo.
Castillo sabía perfectamente que se la
estaba jugando. Hacer lo que estaba haciendo sin el consentimiento
de Caparrós, podía tener efectos imprevisibles. Calculó con sumo
cuidado sus siguientes palabras.
—Formo parte del equipo de investigación
—dijo, paladeando a continuación un sorbo del combinado—, por
razones que se me haría muy largo explicarle. Así que estoy
facultado para hacer preguntas —continuó, arrepintiéndose acto
seguido de emplear palabras poco usuales y seguramente difíciles de
entender para Justo—... Sé que le sonará raro, pero es verdad.
Puede llamar al cuartel de Portas y preguntárselo al
sargento.
Mientras su rostro se transfiguraba, el
dueño del bar comenzó a parpadear casi imperceptiblemente, como
cuando uno se apresta a mentir para salir de un apuro. Había
desaparecido todo rastro de afabilidad en él, y en su lugar se
habían aposentado la desconfianza y otro sentimiento que Castillo
no era todavía capaz de definir.
—Yo no estaba allí —dijo evitando mirarle—.
Estaba en el bar.
Castillo asintió y después dio otro
sorbo.
—Regino dice que usted subía las
bebidas.
Alguien dio una palmada en la escápula
derecha de Castillo.
—¡Amigo! ¿Qué hace por aquí?
Castillo giró la cabeza, mientras un hombre
de unos cincuenta y cinco años, vestido con uniforme caqui,
inclinaba sonriente la suya para afrontarle de cara. Llevaba una
tira blanca cosida al bolsillo de la chaqueta, con las siglas del
Instituto Andaluz de Reforma Agraria.
—Hola Mauricio —Castillo se esforzó en
sonreír al guarda forestal, con la inmediata preocupación de que su
llegada abortase el plan que tenía trazado. Le conocía de Portas y
le trataba como paciente, y notaba que él le tenía simpatía.
(Afortunadamente, venía acompañado por otra persona)—. Pues, de
visita.
Mauricio y el joven de pelo rizado que le
seguía por detrás, se sentaron a su lado y pidieron dos
cervezas.
Nuevos clientes ocuparon parte de la barra,
mientras un vehículo de gran tonelaje hacía sonar su claxon en las
inmediaciones, probablemente para alertar a un Ford Scorpio
aparcado en doble fila frente a la puerta del establecimiento.
Justo, con gesto preocupado, se desvió de donde estaba Castillo, y
al seguir éste el itinerario del dueño entre las estanterías de
bebidas y los frigoríficos ubicados en los bajos del mostrador,
aprovechó para reflexionar y preguntarse si no estaba siendo
demasiado vehemente al tomar esa clase de iniciativas al margen de
Caparrós, al que no había alertado de la pista proporcionada por
Hernando García, ni se había molestado en informar de su entrevista
con Regino. Lo cierto era que se había inmiscuido en la
investigación por el empeño de aquél. Eso hacía que se sintiese más
libre para tomar sus propias decisiones; mucho más que en el asunto
de los «envenenamientos misteriosos», donde él era el verdadero
interesado, lo que comportaba indudables servidumbres. En este
caso, no le quedaba otro remedio que proponer y que dispusiese
Federico: ese era el peaje obligatorio que se cobraba el sargento
tras la mediación de Bernal. El sargento conocía sus cartas, por
eso sabía perfectamente que se arriesgaba a tener una trifulca con
él. No era precisamente el tipo de personas que se toma demasiado a
bien esas cosas. Como mínimo se lo afearía cuando se enterase, pero
albergaba el presentimiento de que, de no haberlo hecho así, por su
cuenta y riesgo, le sería imposible saber qué ocurrió en ese bar en
abril de 1966. Había poderosas razones para creer que no se trató
de una simple bronca entre jugadores, sino un hecho mucho más
grave. Formularle al tipo de tez morena esa clase de preguntas
delante de un uniforme, tendría el efecto de darle a oler un sinfín
de problemas viniéndosele encima y podría alegar no saber o no
acordarse de nada de lo que había contado Regino, aunque
probablemente no se atreviese a contradecirle, negando lo ocurrido,
por la sencilla razón de no infundir, con ello, inoportunas
sospechas sobre su persona. Había hecho lo más práctico; ya daría
explicaciones a Federico más adelante, se dijo. Paralelamente,
recorrió con la mirada las mesas. En una de ellas se libraba una
partida de mus. Justo podía haber sido testigo de parte de lo
ocurrido y, con algo de suerte, tal vez pudiese sonsacarle algún
detalle importante, porque consideraba muy improbable que acabase
por contarle con pelos y señales todo cuanto sabía, eso lo había
leído en sus ojos nada más plantearle el asunto.
Aquellos recuerdos le asustaban.
—¡Justo!—voceó Mauricio—. Sírvele otro a don
Ramón —e hizo un gesto de apuntarse la consumición.
—No, gracias, de verdad —dijo Castillo,
deteniendo a Justo—. Otro día, que tengo que coger el coche.
—Pues... otra cosa. ¿Quiere un café?
Castillo negó con la cabeza.
—Gracias.
El guarda se había desentendido por completo
de su acompañante.
—¿Qué puede ser esto?—le abordó por
sorpresa, mostrándole una mancha rojiza de su antebrazo derecho,
oculta bajo el puño de la camisa.
«¡Vaya!: hubiera sido rarísimo no haber
aprovechado la oportunidad» —pensó Castillo. Apenas podía ocultar
cuánto le abochornaba que le consultasen de ese modo.
—Parece un eczema —dictaminó de mala
gana.
—¿Y qué me puedo echar?
«¡Cojones con el guarda!» —dijo para sí,
apurando el último sorbo del güisqui.
—Bueno... Hay que usar un corticoide.
Mauricio tiró del servilletero y le
proporcionó a Castillo una improvisada receta.
—Escríbamelo aquí —dijo, ofreciéndole un
inoxcrom de acero.
Castillo ardía de coraje pero lo disimulaba
bastante bien. Garabateó el nombre de una pomada, Decloban, y
carraspeó de impaciencia.
—Con una vez al día, será suficiente —dijo
al devolverle el bolígrafo.
—¿Le gustan las truchas?
Un periódico podría salvarle. Castillo
alargó la mirada hasta el otro lado de la barra y, metro y medio a
su izquierda, localizó un ejemplar de El Mundo Deportivo, que
estaba colocado sobre una pequeña repisa, junto a folletos de
propaganda y revistas comarcales de anuncios.
—Perdón —dijo, mientras se estiraba para
cogerlo—. Es que no le he oído.
—Que si le gustan las truchas —repitió
Mauricio—. A lo mejor, mañana me acerco por el pantano de La
Rueda.
—Sí, hombre, cómo no —admitió con aire
distraído y los ojos clavados en las páginas centrales, como si le
interesase mucho lo que allí se decía.
Mauricio le tocó amistosamente el codo y
dijo después algo al joven de pelo rizado. Parecía que su táctica
con el periódico había resultado, pero el paréntesis obligado en la
conversación que mantenía con Justo podría haber sido perjudicial.
Le buscó y sus miradas se cruzaron un instante. Ahora tenía una
expresión diferente: la hostilidad de sus ojos había
desaparecido.
El dueño del bar se le acercó en cuanto
terminó de servir unas cañas al otro extremo de la barra: traía
consigo otro güisqui. Buena señal.
Acarició la esperanza de que quizá se lo
hubiese pensado mejor.
—El jaleo fue arriba, ya se lo he dicho
—explicó mientras pasaba el paño por la superficie metálica de la
barra.
Esta vez no había parpadeado, como hizo al
principio y eso que estaba sosteniendo lo mismo: que había estado
ausente durante los hechos. Tenía que hacerle hablar, que le diese
su versión, para que, de algún modo, consiguiese liberarse; no era
difícil imaginar después de ver su actitud que el recuerdo de algo
de lo que hizo o dejó de hacer durante aquella partida, le
perseguía. Pero ¿qué podía temer ahora?
Todos los protagonistas habían muerto ya,
nadie iba a acusarle y en realidad él no lo consideraba sospechoso
de ningún hecho grave, y menos de tener relación con el crimen de
Santos. Tenía una teoría al respecto y volvió a arriesgarse.
Intentó reducir el volumen de su voz, porque el hombre, con su
lenguaje de signos, en cierto modo se lo estaba pidiendo al
colocarse de perfil, mirando hacia el resto de clientes, como si
vigilase ante una posible intrusión de gente curiosa.
—No debe preocuparse, hombre. Sabemos que usted no tiene nada que ver con lo que
le ha pasado a Santos —bebió pausadamente de nuevo—. Sólo que pudo
ser testigo de aquellos hechos y que su testimonio es importante.
Pero no se le llamará a declarar formalmente. Así que esté
tranquilo. Esto no es un interrogatorio. Se trata de recabar
información; cuanta más, mejor... ¿Hubo algún herido? —le
espetó—.
¿Alguien sacó la navaja, acaso?
—No —dijo Justo, yéndosele un suspiro
entrecortado.
Aquello prometía: había dicho que no, cuando
instantes antes negaba haber estado presente. Castillo se cuidó de
presionarle demasiado.
—Según tengo entendido, las partidas eran un
buen negocio para el bar... En fin, que a no ser que aquella bronca
terminase con alguien herido... No sé, me extraña.
—Usted no sabe cómo acabó aquello —dijo lúgubremente Justo.
—No. Cuénteme —le animó Castillo.
Justo volvió a titubear.
—Me cogió con la bandeja en la escalera —le
susurró, con el rabillo del ojo puesto en la pareja de guardas—. El
escándalo llegaba hasta la misma calle, de lo que gritaban. Se
insultaban de mala manera...
—Siga, por favor —le animó Castillo al ver
que parecía flaquear.
—Fue una cosa muy violenta, muy fea —dijo
Justo, con gesto apesadumbrado—. Mañas bajó el primero, creo. Me
tiró la bandeja.
Lloraba, de eso me acuerdo bien. Sí, se le
caían las lágrimas. Lloraba y se cagaba... Bueno, en Dios, en La
Virgen y en todos Los Santos... Yo me aparté. Luego salió a la
carrera aquél, ¿cómo le decían?..., ¡Picogordo!, Salvador
Picogordo, con Santos agarrándole de la ropa por detrás. «¡Ven
aquí, cabrón!», y «¿Ahora te rajas?», le decía, y quería cogerle
por el cuello... pero se le escapó en el primer rellano. Santos
tropezó y se dio con la cabeza en la pared. Se quedó atontado,
sentado en el suelo, y Lucio El Chato, que venía detrás, lo levantó
y se lo llevó de contado. Lucio estaba rojo como un tomate, se
asfixiaba, le faltaba el aire, estaba bañado en sudor. «¿Qué os
pasa?», le pregunté, pero él no me contestó. Me gritó «¡Quita,
quita!» con muy malas formas... Subí al piso. Rirri, el viajante,
estaba dentro todavía, en el aseo, quejándose, y yo escuché desde
fuera que la niña también lloraba. Se la traía algunas veces, ¿lo
sabe?—Castillo asintió—... Lo llamé varias veces y le pregunté que
si les pasaba algo —prosiguió Justo, después de encenderse un
Fortuna— pero no me contestaba ni salía. Eso es lo que pasó.
Recogí todo aquello: las sillas que estaban
caídas, los vasos rotos y las bebidas tiradas por el suelo. Un rato
más tarde, mientras yo limpiaba, el viajante salió con su niña en
brazos y bajó escopeteado por las escaleras... Ya no le vimos más
el pelo; puede creérselo.
Castillo sintió un escalofrío. Comenzaron a
castañetearle levemente los dientes. Se masajeó con disimulo la
mandíbula.
—¿Vio a la niña?—acertó a preguntar.
—No. La llevaba envuelta en algo... como una
toquilla o una manta.
No me acuerdo.
Buscó sentir el calor del güisqui dentro del
pecho; lo necesitaba.
Pero comenzaba a notarse algo «subido», y se
refrenó a mitad del trago.
—¿Nada más? ¿No oyó los insultos ni lo que
se decían arriba?
—Bueno... eran cosas fuertes... Se
amenazaban con matarse, unos a otros, pero yo no sé quien gritaba
cada insulto. Me recelo que la cosa iba más entre Santos y el
viajante, y que los demás querían separarlos, porque a Rirri le oí
decir varias veces «soltadme» y «dejadme» y «os voy a matar, hijos
de puta»... Y a Santos contestarle que no tenía cojones.
—Dijo «os voy a matar», no «te voy a
matar»—matizó Castillo, cercado por tenebrosos
presentimientos.
Justo hizo una indicación a la muchacha que,
constantemente, entraba y salía de la cocina, de que se ocupase de
atender a la clientela.
Luego dio una calada tan profunda al cigarro
que carbonizó de golpe un par de centímetros.
—Sí, dijo: «os voy a matar», de eso me
acuerdo.
«La madera de olivo es densa y pesada». Esas
palabras resonaron en su cabeza durante la vuelta a Portas, como el
repicar de una campana.
El pequeño fragmento hallado por Talavera en
el pelo de Santos había resultado ser de madera de olivo, de la
corteza específicamente. Era muy improbable que hubiese llegado
hasta allí por contaminación fortuita. El forense pensaba que se
había desprendido del arma homicida durante el brutal impacto y que
la sangre, al secarse, lo había retenido, pues se hallaba
literalmente «pegado» al cabello, justo por encima de la oreja. Eso
era lo que le había dicho Federico. «Pero entonces, ¿qué utilizó el
asesino?, ¿una rama gruesa?», fue lo primero que se le ocurrió
preguntar al sargento. Éste negó un conocimiento preciso de los
detalles y quedaron en hablar con Talavera. Por el aspecto, más o
menos circular, que presentaba la fatal herida, ambos supusieron
que se había usado una piedra para atacarle —de hecho estuvieron
buscando una piedra en las inmediaciones
tras reconocer el cadáver— pero era raro pues una piedra de ese
tamaño se maneja con dificultad con una sola mano, y con dos,
proyectarla sobre su cabeza con la rapidez, colocación y fuerza
precisas, hubiese requerido una destreza fuera de lo común. Según
el forense, con el que habían contactado el mismo día veintisiete,
las marcas de la sien y rostro de Santos indicaban que el contacto
con la madera se había producido en la zona de corte de ésta, lo
cual era también muy extraño, porque planteaba un problema
parecido: para asir con fuerza un palo de ese grueso, era preciso
cogerlo con ambas manos, y sería antinatural —por no decir absurdo
e ineficaz— intentar proyectarlo hacia delante (ese es el único
modo en que la zona de corte impactaría limpiamente contra su
objetivo), en lugar de hacerlo lateralmente, con lo que el contacto
se hubiese producido con la corteza externa. Eso no encajaba.
Se le ocurrió una idea mientras se
aproximaban a Portas.
—Nando, ¿tú fabricarías un mazo con madera
de olivo?—espetó de pronto al conductor.
La pregunta cogió desprevenido a
Hernando.
—¿Cómo?
—Un mazo, digo. Te preguntaba que si tú ves
normal fabricar un mazo grande, enorme, de entre quince y veinte
centímetros de diámetro, a partir de una rama gruesa de
olivo.
—No lo sé, la verdad. ¿Por qué?
—Por nada.
Hernando se esforzó en discurrir. Deseaba a
toda costa ser útil.
—Puede que para partir nueces y almendras
—sugirió—. Sí, cogería una pieza de madera de almendro o de
olivo... Como la de un tocón.
—Es posible. Pero eso sería un engorro. Con
el precio que tienen actualmente en las tiendas de «Todo a Cien»,
¿no es mejor uno de hierro?
Ya habían superado la última curva, antes de
encontrarse de lleno con el muro del campo de fútbol. Las farolas
amarilleaban las aceras vacías, bajo el influjo de una enfermiza
neblina.
—Ten en cuenta —dijo Nando, recuperando su
tono solemne—, que hay gente caprichosa, a la que le gusta hacerse
sus propias herramientas.
Pero Castillo no le escuchaba en ese
instante. Estaba dándole vueltas y más vueltas al relato de Justo.
Éste no sabía o no recordaba el nombre de la niña. ¡Habían pasado
treinta años! Quería creer que era eso, no que hubiese decidido
ocultárselo, pues hubiese apostado cualquier cosa a que había una
parte de la historia que ese hombre se había guardado de contarle.
Algo que le avergonzaba, que le dejaba en mal lugar, probablemente.
Por otra parte, demostraba recordar con tanta precisión ciertas
cosas —frases enteras, por ejemplo, o la cronología casi exacta de
lo que atestiguaba haber observado— que ello se contradecía con su
insistencia en pretextar el largo tiempo transcurrido para
justificarse respecto de su desmemoria en lo relacionado con la
niña. No siendo del todo imposible —de sobras sabía por su propia
experiencia el significado del concepto «memoria selectiva»— debía
considerarlo como muy improbable. ¿Qué era lo que se callaba y por
qué? Esa era la cuestión que debía resolver. Aunque una porción del
porqué, podía imaginársela sin demasiados esfuerzos: no verse
comprometido por su actividad ilegal ante la guardia civil. Pero si
tomaba como veraces los acontecimientos acaecidos durante aquella
noche de abril y el orden en el que, según Justo, sucedieron,
especialmente su descripción de lo ocurrido en las escaleras, ya se
había formado una noción bastante clara de lo que estaba detrás del
violento enfrentamiento entre los miembros de la cuadrilla. Algo
tan terrible que una parte de su mente quería apartarlo, tan grande
era la repugnancia que su sola consideración le causaba.
Nada más dejar a Hernando en su coqueta casa
de dos plantas con puerta lacada y llamador de bronce reluciente en
forma de aro, se dirigió a toda prisa a la suya con el propósito de
llamar a Regino. Su sobrino le había anotado el número en el borde
de la portada de un periódico atrasado que halló en el asiento de
atrás. Eran las nueve y veinticinco y temía que, a esa hora, el
viejo estuviese a punto de meterse en la cama, aunque Nando le
había tranquilizado respecto a eso, asegurándole que a su tío le
gustaba quedarse hasta muy tarde viendo la tele. Él no se
acostaría, no podría cerrar los ojos ni descansar un solo minuto,
sin tratar de saber al menos el principal de los enigmas que Justo
no había podido (o querido) desvelarle.
La televisión estaba a un volumen
monstruoso. Pepa se esforzó en hacerse entender.
—Aquí se lo paso —gritó. E inmediatamente,
dirigiéndose a su marido—: ¡Nene, quieres quitarle voz!
—Dígame. —El ruido de fondo casi había
desaparecido.
—¿Recuerda usted por casualidad el nombre de
la niña..., de la hija de aquel viajante?
La dureza de oído de Regino le había
impedido entender correctamente la pregunta. Tenía una especial
dificultad con el teléfono, y Pepa no se lo había advertido a
Castillo.
—¿Cómo? No sé qué me dice.
Castillo volvió a formular la pregunta, esta
vez mucho más despacio, y casi gritando las palabras.
—A ver... No me acuerdo —admitió tras
esforzarse en recordarlo durante unos treinta segundos.
—Haga memoria, por favor.
—No me suena ningún nombre —insistió
Regino.
—A lo mejor usaba un diminutivo.
—¿Qué es eso?
—Como un apodo, para entendernos —aclaró a
gritos Castillo—. Eso es lo que viene a ser Lola de Dolores, o Pepa
de Josefa, ¿me comprende?
Con un indescriptible gruñido, Regino reveló
que sabía de lo que le hablaba.
—¡Hace tanto tiempo!—se disculpó—. ¿Ha visto
a Justo? A lo mejor él se acuerda.
—No se acuerda. Se lo he preguntado hace
veinte minutos.
—¡Ya está! Es que no la llamaba de ninguna
manera: le decía «nena».
—¿Nena? ¿Sólo eso? ¿No la llamaba nunca por
su nombre?
—Nena —repitió Regino—. O «nenita».
—¿Seguro?—dijo Castillo con una decepción
evidente en su voz—.
¿Es que no tenía nombre?
—Claro que tendría —dijo Regino, inmune al
sarcasmo de Castillo.
—¿Y nadie de ustedes le preguntó nunca cómo
se llamaba?—aulló Castillo con el temor de alarmar al
vecindario.
—¡Yo qué sé! ¡Se nota que usted no es
jugador!... Nosotros estábamos pendientes de las cartas. La niña
nos estorbaba.
—¿Y entonces por qué dejaban que se la
trajera a las partidas?
—Porque el padre era una bicoca: casi
siempre perdía.
4 de
Diciembre
Recojo el coche del
taller a las cuatro y media. Mientras Ignacio, el propietario, me
prepara la cuenta, me fijo en que las paredes están cubiertas de
almanaques. La mayoría son desnudos femeninos; y hay media docena
que representan a La Virgen María y al Corazón de Jesús. ¿Por qué
serán tan aficionados los mecánicos a juntar las tetas con Dios?
Curiosa mezcolanza. En fin, que no parece una combinación muy
afortunada. Es tan chocante como las cosas que he ido conociendo en
estos días.
Mis anotaciones en el
bloc están conduciéndome en una dirección que me asusta, pero quizá
no sea momento aún de hablarlo con Antonio.
Ayer revolví en el
armario en busca de una americana de lana que no me ponía desde
primeros de año. Me la encontré completamente agujereada: la
polilla se ha dado un festín y eso que tuve la precaución de meter
bolas de naftalina no hace mucho (mi difunta madre se admiraba de
que fuese tan cuidadoso). Muy preocupado, examiné el resto de ropa
y nada. ¡Vaya suerte!, pensé.
Entonces, fui a por más
bolas y aparté la prenda afectada para deshacerme de ella. Pero
luego me quedé pensando que si esas voraces palomillas se habían
cebado con mi chaqueta, despreciando el resto de mi ropa, mal favor
me haría a mí mismo si les quitaba ese suculento entretenimiento,
pues corría el riesgo de que se lanzasen a por las que están
intactas y se las zampasen. Así que volví a colocar la americana en
el armario. Ofrece más garantía el cebo de la chaqueta que el
propio insecticida.
Empiezo a intuir que,
al igual que yo a las polillas con mi chaqueta, alguien nos ha
colocado un cebo para distraernos.