18

 

 

La maldad no necesita razones, le basta con un pretexto.
Johann Wolfgang Goethe
Una antigua foto de bodas retocada con colores artificiales decoraba la parte del testero donde yacía, postrado en un sillón deslustrado y sucio, Regino Durán. La fotografía original bien podría haberse hecho antes de 1920, aunque los retoques eran muy posteriores. A Castillo le resultó especialmente llamativo que en la mirada endurecida de los antepasados de Regino o de Pepa, su esposa (los rostros de ambos no guardaban parecido con los de la foto, y era imposible inferir de ellos el debido parentesco), se perfilase un contorno de sufrimiento y tristeza, en aparente contraste con lo que representaba la misma.
El camino hasta Húsar era prácticamente una recta de seis kilómetros en suave descenso. La tarde apuntaba lluvia desde un cielo de ropaje sucio y aspecto hostil. Para Hernando, estaba claro que llovería esa misma noche; él raramente se equivocaba, según le dijo. Tampoco le era ajeno el hecho de que Castillo estaba involucrado en la investigación de aquel atroz asesinato, pese al absoluto hermetismo que había mantenido después de pedirle visitar a su tío. Y, además, que las muertes estaban relacionadas por un hecho sucedido antaño, tal vez por algo ocurrido durante las partidas de cartas. En tal caso, las muertes de los tres primeros jugadores no tenían nada de naturales, sino que se debían a una mano criminal. ¿Era así? Castillo se había limitado a decirle que aún estaba muy lejos de pensar eso, y le había hecho, inmediatamente después, el gesto de «cerrar la cremallera». «Punto en boca», le exigió al conductor. Prohibido mencionar el asunto. «Me juego mucho», dijo muy serio.
Los cuatro minutos escasos que invirtieron en cubrir el trayecto dieron para hablar de eso y del afecto que sentía por su tío, que le había enseñado los secretos de la caza en el coto de Los Jarales de Sierra Morena. Lo único que disgustaba a Hernando del viejo, pues sentía un gran bochorno al mencionarlo, era la feroz e inconmovible tacañería que mostraba en casa (con los amigos era de otra manera), su ridículo afán por racionar las compras de alimento, que hacía por unidades; su férrea oposición a invertir en «lujos», como los yogures o la ternera.
«Es muy miserable», admitió sonrojado el conductor. El tío de Hernando exigía a Pepa que se ciñese a un número exacto de sardinas, que nunca podían superar las ocho para ambos, que en lugar de dos muslos de pollo, adquiriese cuatro alitas exactas, pues salían más económicas; que el pan y las tortas se hiciesen en el horno de casa, y que, en la limpieza de utensilios, suelos, y en el propio aseo personal, no se usase otro jabón que no fuese el de sosa, fabricado a partir de aceite refrito, para ahorrar.
Pepa se quejaba en privado de estar desgastándose la vista a marchas forzadas con la penumbra en la que se veía obligada a coser y de que su marido guardaba los cartones de leche vacíos para estirar su duración, usándolos luego para «sus mezclas», pues había descubierto que si añadía un cincuenta por ciento de agua a la leche, el sabor era prácticamente el mismo, y el coste se reducía a la mitad, aunque en verano se les agriaba a veces —y eso que la almacenaba a oscuras, en el frío suelo del almacenillo—, pues carecían de frigorífico, cuyo gasto de luz, no estaba dispuesto a soportar. En cambio, no había escatimado dinero para disponer de un buen arsenal de escopetas y rifles (un par de ellos, de precisión), y gastaba cada año lo necesario en munición, de modo que hubiese suficientes cajas de balas y cartuchos en casa como para descastar de ciervos toda Sierra Morena. Por no hablar de lo que se gastaba en cotos —uno de ellos en Guadalajara, con lo que eso suponía en desplazamientos— y monterías, y en pagar al taxidermista de Cambil, aunque ocasionalmente buscase resarcirse de sus cuantiosos gastos con la venta de cabezas disecadas. Regino tenía otros recursos para hacer realidad sus fines de amasar dinero con vistas a la vejez, pues hasta que, agotados por los abusos sufridos, su corazón y sus pulmones se lo impidieron, estuvo sacándole partido al trueque para economizar: según su sobrino, le cambiaba lechugas y pimientos por harina y tortas de aceite, al panadero de La Baña, creyendo hacer un magnifico negocio, aunque usualmente era éste quien salía ganando en valor de lo obtenido, pues, buen conocedor de la psicología de los usureros, poseía la habilidad de hacer creer al viejo lo contrario, mostrándose disgustado después de cada operación. El panadero se había vanagloriado tantas veces del éxito de su ardid entre el resto de comerciantes de Portas, que varios de ellos le habían imitado. Como resultado de ello, Regino vivía con el convencimiento de que sus tejemanejes le servían para sacar siempre el mejor partido en toda relación comercial que emprendiese.
Claro que últimamente las cosas habían cambiando un tanto. El Regino que encontró Castillo era un hombre encadenado a una mascarilla de oxígeno, seco de cuerpo pero no de carácter, con un pelo abundante y basto, menos canoso de lo que cabía esperar por su edad, una voz roída y un rictus sonriente que no le abandonaba jamás, ni siquiera al mencionar la muerte de su hija pequeña, que había sucumbido a un cáncer unos meses atrás.
La salita donde malvivía su grave enfermedad el tío de Nando tenía las paredes embastadas en yeso, sin pintura, y estaba escasa de muebles.
Una consola con el tablero agrietado y las patas algo torcidas, aparte de la mesa de camilla, el mueble del televisor, el tresillo, y unas cuantas sillas. La habitación tenía el aspecto de un pequeño museo de escopetas de caza y cabezas disecadas de jabalíes y cérvidos. Las armas descansaban sobre soportes fabricados con cuernas y colmillos de berraco, y, junto con los trofeos, debía de tener, para el viejo y enfermo Regino, el valor de un cuenco donde escanciaba los mejores recuerdos de una feliz época pasada que ya no sería posible reeditar.
—Se pelearon —dijo Regino tras desplazar unos centímetros hacia delante la mascarilla de oxígeno—. Algo pasó allí y no sé qué fue, pero se pelearon y ya no jugamos nunca más.
Nando no se había andado con rodeos. Simplemente le dijo a su tío que querían preguntarle algunas cosas acerca de las partidas de cartas, ocultándole, eso sí, la verdadera razón por la que Castillo estaba interesado en conocer detalles de su época de jugador.
—¿Una pelea dice?
Regino continuaba tensando el elástico de la mascarilla.
—Ajá. Yo me lo recelaba. Lo veía venir.
—¿Por qué no usas unas gafillas, tito?—dijo Nando—. Son más cómodas.
El viejo negó con la cabeza, explicando a continuación:
—Me hacen heridas en la nariz.
Pepa puso una bandeja con refrescos encima de la mesa.
—¿Tan malo era el ambiente?—quiso saber Castillo.
—Estaban picados. Uno o dos llevaban una racha muy mala.
Hernando comenzó a comportarse como un auténtico detective. Parecía haberse leído un manual.
—Vamos a ver: ¿se acabaron así, sin más? ¿Con los cuartos que se movían allí, según me has contado? Es raro, ¿no te parece?
—¡Hombre, yo no lo sé cierto! ¡No estaba allí para verlo! Dijeron que la cosa se jodió por una pelea. El caso es que se cerró la mesa después de aquello.
—Tú te llevabas bien con Mañas, tito, ¿no te comentó por qué?—insistió Hernando.
Regino negó enérgicamente con la cabeza.
—Nadie quería hablar; se ve que fue algo gordo —el viejo suspiró con nostalgia. Luego se dirigió a Castillo—... Yo era un jugador de primera, Nando lo sabe. Pregúntele a Justo, el del bar, pregúntele por Regino.
Castillo sentía como si le estuvieran pellizcando el estómago. Por otra parte, que Nando se hubiese metido inesperadamente en el pellejo de Poirot, le hacía más difícil concentrar su mente en pos de lo que le desasosegaba, que su instinto natural le señalaba como la clave de todo el enredo. Le costaba concentrarse porque tenía ganas de reírse, y cuando esto ocurría se convertía en una completa nulidad. De modo que lo primero que debía hacer era pensar en algo triste, y pensó en la muerte de su madre. Ahora sí podía volver a discurrir. Miró de reojo a Nando y puso su codo derecho sobre el respaldo de la silla. Las patas crujieron ostensiblemente y el asiento se cimbreó un poco, amenazando con desmoronarse.
—¿Quiénes eran los que se pelearon?—dijo sin dejar de pensar en lo inestable de su posición—, ¿sólo esos cuatro que han muerto?
Regino se palpó el elástico y con calmoso movimiento de su mano se quitó la mascarilla, depositándola en el asiento de una silla de enea situada delante de las botellas de oxígeno. Sin pedirle permiso, su sobrino cerró la llave de la bombona.
—La cuadrilla —tosió—. «La cuadrilla de Santos», nos llamaban...
El Guinda era el jefe —una amarga risilla le tintineó entre los dientes—. Claro que el día de la pelea eran cinco solamente...
Castillo se sirvió una fanta de limón e intentó saciar su sed, pero estaba tan caliente que volvió a dejar el vaso tras el primer buche.
—Cuénteme un poco más.
—Sí, tito, explícanos cómo iba aquello —añadió Nando.
—Justo organizaba las partidas a escondidas, por miedo a los civiles, siempre los viernes y los sábados al caer la tarde. Nos encerrábamos en el piso de arriba del bar y allí nos amanecía. Empezamos con el julepe y más adelante nos metimos en los dados. Uno de Portas, que era viajante, tenía pasión por el cubilete, pero se le daba muy mal, era un negado... Justo —prosiguió Regino, después de asegurarse de que Pepa apagase la luz del pasillo— se llevaba una comisión del diez por ciento, aparte de las bebidas. Había días que se metía treinta mil pesetas en el bolsillo, entre unas cosas y otras. Y le estoy hablando del año sesenta y seis. Sí, sí, hombre, entonces se perseguía el juego y, si te cogían apostando, te echaban una multa de campeonato. Te llevaban detenido al cuartel si al sargento se le ponía en sus huevos. El sargento de entonces era un borde, un tío mala sombra —el comentario suscitó una risa ahogada en Nando—. Le decían El Negro, porque era muy moreno, como los gitanos. Y todo el mundo sabía que se dejaba untar, pero Santos y el viajante no querían que se le pagara... Y eso que se apostaba mucho, mucho dinero. ¡Los envites eran a veces de cincuenta mil pesetas! Hasta sus fincas se llegó a jugar alguno —Regino jadeó, exhausto—. Imagínese.
Castillo se inclinó sobre sus rodillas para apoyar los codos en ellas.
—Cuénteme algo del viajante. ¿Era del pueblo?
El viejo entornó ligeramente los ojos, como si le disgustase recordar esa parte de las historia.
—Le decían Rirri... No me acuerdo bien pero creo que se llamaba Rodrigo, y que era viudo. Eso es lo único que se conocía de él. Y que tenía mal perder... No tenía familia por aquí, que yo supiese. No era como el resto, que te los cruzabas por la calle todos los días. Yo nada más que lo veía en la mesa de juego. Dicen que paraba en una pensión de Portas durante los fines de semana y que el resto del tiempo se lo tiraba visitando ferreterías por toda la provincia... Llevaba una representación de herramientas y tornos, creo, pero no me haga mucho caso... Justo lo metió a jugar al poco tiempo de juntarnos, porque el tío presumía de cuartos... Y —se acercó a Castillo como si fuese a hacerle una confidencia— cuando Justo olía una perra gorda le hacían los ojos chiribitas... Muchas veces se presentaba en el bar con su chiquilla, una niñita rubia muy graciosa.
—¿Dónde vive ahora? ¿Lo sabe?
La perenne mueca sonriente de Regino se tornó en ridícula al querer dar un tono de gravedad a sus palabras.
—Después de aquello se fue de Portas, y dicen que estuvo viviendo por Úbeda o Baeza, o no sé dónde. Comentaron por aquí que se había quitado la vida. ¿No, Pepa?—Regino esperó a que Pepa diese señales de vida desde el interior de la vivienda—, ¿no dijeron hace tiempo que se había ahorcado el viajante?
Pepa se secó enérgicamente las manos en su mandil.
—¿Quién?
—¡Leñe! El rubio aquél de la vespa, el que comía en lo de tu tía Remedios.
—Ah, sí. Es verdad: eso le dijeron los de la funeraria.
—Eso —asintió Regino.
De repente, Castillo se encontró con la imagen del suicida de la palangana en su cabeza, el que se había envenenado con fertilizante y, para evitar manchar el terrazo de su salón con sus vómitos, se había tendido en el suelo con una zafa de porcelana a su lado.
Miró a Nando, en busca de orientación.
—¿Los conozco? ¿Son de la funeraria local?
Pepa se tiró del mandil y lo hizo una pelota. Luego, con aire agotado, se dejó caer en una silla. Un recuerdo de su hija tuvo que asomarse por fuerza a sus ojos, porque de pronto se volvieron vidriosos, pero se repuso rápidamente.
—No. Eran de Jaén. Es que mi tía Remedios cobraba los recibos de El Ocaso en Húsar y en Portas, y los conocía.
—¿Qué tiempo puede hacer de eso?—preguntó Castillo, vivamente interesado.
Los globos oculares de Pepa enfilaron el camino del techo.
—¡Uff! Nueve o diez años, por lo menos.
El conductor quiso intervenir pero Castillo se le adelantó.
—Dice que se pelearon porque a usted le dijeron eso —espetó a Regino—. ¿Se acuerda si alguno tenía heridas o vendajes en los días posteriores?
El abdomen de Regino ascendía y luego se hundía con escándalo tratando de atrapar la mayor cantidad de aire posible para aquellos pulmones totalmente escleróticos.
—No, ya se lo dije al principio: no querían hablar. En el mes de abril, me dio ictericia: me puse amarillo como un limón y me mandaron reposo. Por eso no estuve en las últimas partidas. Cuando me puse bien, quise que nos juntáramos; estaba loco por jugar de nuevo y sacarle los cuartos al inútil del viajante, pero me dijeron rotundamente que no. ¡Y que no! Todos, eh... Bueno, todos menos el viajante, que a ese ya no se le vio el pelo... Santos era un cabrón, que Dios lo tenga en su gloria. Yo sabía que acabaría mal.
—¿Tenía mal carácter?
—Un geniazo de aquí te espero —dijo Regino sacudiendo su mano derecha—. Todos le guardábamos el aire.
—Hubo más peleas... —apuntó Castillo.
Regino asintió.
—Era mala persona.
De la tez homogéneamente broncínea de Justo, uno fácilmente entresacaría la imagen de una playa paradisíaca; de su camisa blanca y su sempiterna corbata negra, que aún guardaba luto por un ser demasiado querido como para no honrarle por los restos de los restos; de sus conjuntivas sanguinolentas y de las grandes bolsas que se descolgaban desde sus párpados inferiores, que, prematuramente, se había dado a la mala vida, a desguazar su cuerpo con copas de anís seco, correrías en burdeles y noches desveladas. Castillo fue incapaz de evitar tal sucesión de pensamientos al toparse con él, oscurecida la tarde, frente a la cafetera nueva que habían instalado hacía menos de una semana en el bar de su propiedad. Había dejado a Hernando en casa de su tío, después de convenir en ir a recogerle luego, aunque eso a él no acabase de gustarle, porque en cierta manera, desde la mañana anterior, se consideraba parte del equipo. Al fin y al cabo era él y no otro quien había proporcionado la pista de su tío a Castillo.
Justo se acordaba perfectamente del médico.
—Usted me atendió cuando tuve la hemorragia —dijo con voz ronca y pésima dicción.
—Ya. —Castillo hizo memoria, y revivió la escena en la que estaba Justo con un taponamiento en la nariz, una toalla de manos empapada en sangre y un desagradable olor a vinagre impregnándolo todo—.
Hace seis meses, más o menos.
—Sí, por ahí —sonrió amablemente—. ¿Qué va a tomar?
—JB con ginger ale... ¿Se acuerda de las partidas de cartas que se jugaban aquí hace treinta años?—dijo Castillo señalando el techo del local con la vista.
Justo se subió los pantalones mientras asentía.
—Es que tenían fama. ¿Quién se lo ha contado?
—El único que queda, aparte de usted.
El propietario del bar dio media vuelta, sin hacer comentarios, dejando un poco cortado a Castillo. Medio minuto más tarde éste tenía ante sí un vaso largo con hielo y a Justo sirviéndole el güisqui.
—Regino me ha contado que hubo una pelea —dijo con cierto reparo Castillo.
—Varias —puntualizó Justo, apoyando las palmas en la barra—.
¿Por qué le interesa? Fue hace mucho tiempo.
Tener que andarse con rodeos le sacaba de quicio, así que Castillo se arriesgó a coger el toro por los cuernos. Pero en el último instante tomó la decisión de centrarse en hablarle del crimen de Santos, omitiendo deliberadamente cualquier mención al resto de las muertes.
Quería que siguiese pensando que eran fortuitas.
—Creemos que la muerte de Santos puede estar relacionada con la pelea de abril del sesenta y seis... Si sabe lo que ocurrió aquella noche, le agradecería que me lo contase.
Presa del asombro y el desconcierto que le causaba lo que acababa de oír, el blanco de los ojos de Justo se tornó rápidamente morado y su frente se arrugó. Por un instante se quedó como paralizado, sin que las palabras consiguiesen salir de su boca.
—Pero usted qué es, ¿médico o policía?—acertó a decir al cabo.
Castillo sabía perfectamente que se la estaba jugando. Hacer lo que estaba haciendo sin el consentimiento de Caparrós, podía tener efectos imprevisibles. Calculó con sumo cuidado sus siguientes palabras.
—Formo parte del equipo de investigación —dijo, paladeando a continuación un sorbo del combinado—, por razones que se me haría muy largo explicarle. Así que estoy facultado para hacer preguntas —continuó, arrepintiéndose acto seguido de emplear palabras poco usuales y seguramente difíciles de entender para Justo—... Sé que le sonará raro, pero es verdad. Puede llamar al cuartel de Portas y preguntárselo al sargento.
Mientras su rostro se transfiguraba, el dueño del bar comenzó a parpadear casi imperceptiblemente, como cuando uno se apresta a mentir para salir de un apuro. Había desaparecido todo rastro de afabilidad en él, y en su lugar se habían aposentado la desconfianza y otro sentimiento que Castillo no era todavía capaz de definir.
—Yo no estaba allí —dijo evitando mirarle—. Estaba en el bar.
Castillo asintió y después dio otro sorbo.
—Regino dice que usted subía las bebidas.
Alguien dio una palmada en la escápula derecha de Castillo.
—¡Amigo! ¿Qué hace por aquí?
Castillo giró la cabeza, mientras un hombre de unos cincuenta y cinco años, vestido con uniforme caqui, inclinaba sonriente la suya para afrontarle de cara. Llevaba una tira blanca cosida al bolsillo de la chaqueta, con las siglas del Instituto Andaluz de Reforma Agraria.
—Hola Mauricio —Castillo se esforzó en sonreír al guarda forestal, con la inmediata preocupación de que su llegada abortase el plan que tenía trazado. Le conocía de Portas y le trataba como paciente, y notaba que él le tenía simpatía. (Afortunadamente, venía acompañado por otra persona)—. Pues, de visita.
Mauricio y el joven de pelo rizado que le seguía por detrás, se sentaron a su lado y pidieron dos cervezas.
Nuevos clientes ocuparon parte de la barra, mientras un vehículo de gran tonelaje hacía sonar su claxon en las inmediaciones, probablemente para alertar a un Ford Scorpio aparcado en doble fila frente a la puerta del establecimiento. Justo, con gesto preocupado, se desvió de donde estaba Castillo, y al seguir éste el itinerario del dueño entre las estanterías de bebidas y los frigoríficos ubicados en los bajos del mostrador, aprovechó para reflexionar y preguntarse si no estaba siendo demasiado vehemente al tomar esa clase de iniciativas al margen de Caparrós, al que no había alertado de la pista proporcionada por Hernando García, ni se había molestado en informar de su entrevista con Regino. Lo cierto era que se había inmiscuido en la investigación por el empeño de aquél. Eso hacía que se sintiese más libre para tomar sus propias decisiones; mucho más que en el asunto de los «envenenamientos misteriosos», donde él era el verdadero interesado, lo que comportaba indudables servidumbres. En este caso, no le quedaba otro remedio que proponer y que dispusiese Federico: ese era el peaje obligatorio que se cobraba el sargento tras la mediación de Bernal. El sargento conocía sus cartas, por eso sabía perfectamente que se arriesgaba a tener una trifulca con él. No era precisamente el tipo de personas que se toma demasiado a bien esas cosas. Como mínimo se lo afearía cuando se enterase, pero albergaba el presentimiento de que, de no haberlo hecho así, por su cuenta y riesgo, le sería imposible saber qué ocurrió en ese bar en abril de 1966. Había poderosas razones para creer que no se trató de una simple bronca entre jugadores, sino un hecho mucho más grave. Formularle al tipo de tez morena esa clase de preguntas delante de un uniforme, tendría el efecto de darle a oler un sinfín de problemas viniéndosele encima y podría alegar no saber o no acordarse de nada de lo que había contado Regino, aunque probablemente no se atreviese a contradecirle, negando lo ocurrido, por la sencilla razón de no infundir, con ello, inoportunas sospechas sobre su persona. Había hecho lo más práctico; ya daría explicaciones a Federico más adelante, se dijo. Paralelamente, recorrió con la mirada las mesas. En una de ellas se libraba una partida de mus. Justo podía haber sido testigo de parte de lo ocurrido y, con algo de suerte, tal vez pudiese sonsacarle algún detalle importante, porque consideraba muy improbable que acabase por contarle con pelos y señales todo cuanto sabía, eso lo había leído en sus ojos nada más plantearle el asunto.
Aquellos recuerdos le asustaban.
—¡Justo!—voceó Mauricio—. Sírvele otro a don Ramón —e hizo un gesto de apuntarse la consumición.
—No, gracias, de verdad —dijo Castillo, deteniendo a Justo—. Otro día, que tengo que coger el coche.
—Pues... otra cosa. ¿Quiere un café?
Castillo negó con la cabeza.
—Gracias.
El guarda se había desentendido por completo de su acompañante.
—¿Qué puede ser esto?—le abordó por sorpresa, mostrándole una mancha rojiza de su antebrazo derecho, oculta bajo el puño de la camisa.
«¡Vaya!: hubiera sido rarísimo no haber aprovechado la oportunidad» —pensó Castillo. Apenas podía ocultar cuánto le abochornaba que le consultasen de ese modo.
—Parece un eczema —dictaminó de mala gana.
—¿Y qué me puedo echar?
«¡Cojones con el guarda!» —dijo para sí, apurando el último sorbo del güisqui.
—Bueno... Hay que usar un corticoide.
Mauricio tiró del servilletero y le proporcionó a Castillo una improvisada receta.
—Escríbamelo aquí —dijo, ofreciéndole un inoxcrom de acero.
Castillo ardía de coraje pero lo disimulaba bastante bien. Garabateó el nombre de una pomada, Decloban, y carraspeó de impaciencia.
—Con una vez al día, será suficiente —dijo al devolverle el bolígrafo.
—¿Le gustan las truchas?
Un periódico podría salvarle. Castillo alargó la mirada hasta el otro lado de la barra y, metro y medio a su izquierda, localizó un ejemplar de El Mundo Deportivo, que estaba colocado sobre una pequeña repisa, junto a folletos de propaganda y revistas comarcales de anuncios.
—Perdón —dijo, mientras se estiraba para cogerlo—. Es que no le he oído.
—Que si le gustan las truchas —repitió Mauricio—. A lo mejor, mañana me acerco por el pantano de La Rueda.
—Sí, hombre, cómo no —admitió con aire distraído y los ojos clavados en las páginas centrales, como si le interesase mucho lo que allí se decía.
Mauricio le tocó amistosamente el codo y dijo después algo al joven de pelo rizado. Parecía que su táctica con el periódico había resultado, pero el paréntesis obligado en la conversación que mantenía con Justo podría haber sido perjudicial. Le buscó y sus miradas se cruzaron un instante. Ahora tenía una expresión diferente: la hostilidad de sus ojos había desaparecido.
El dueño del bar se le acercó en cuanto terminó de servir unas cañas al otro extremo de la barra: traía consigo otro güisqui. Buena señal.
Acarició la esperanza de que quizá se lo hubiese pensado mejor.
—El jaleo fue arriba, ya se lo he dicho —explicó mientras pasaba el paño por la superficie metálica de la barra.
Esta vez no había parpadeado, como hizo al principio y eso que estaba sosteniendo lo mismo: que había estado ausente durante los hechos. Tenía que hacerle hablar, que le diese su versión, para que, de algún modo, consiguiese liberarse; no era difícil imaginar después de ver su actitud que el recuerdo de algo de lo que hizo o dejó de hacer durante aquella partida, le perseguía. Pero ¿qué podía temer ahora?
Todos los protagonistas habían muerto ya, nadie iba a acusarle y en realidad él no lo consideraba sospechoso de ningún hecho grave, y menos de tener relación con el crimen de Santos. Tenía una teoría al respecto y volvió a arriesgarse. Intentó reducir el volumen de su voz, porque el hombre, con su lenguaje de signos, en cierto modo se lo estaba pidiendo al colocarse de perfil, mirando hacia el resto de clientes, como si vigilase ante una posible intrusión de gente curiosa.
—No debe preocuparse, hombre. Sabemos que usted no tiene nada que ver con lo que le ha pasado a Santos —bebió pausadamente de nuevo—. Sólo que pudo ser testigo de aquellos hechos y que su testimonio es importante. Pero no se le llamará a declarar formalmente. Así que esté tranquilo. Esto no es un interrogatorio. Se trata de recabar información; cuanta más, mejor... ¿Hubo algún herido? —le espetó—.
¿Alguien sacó la navaja, acaso?
—No —dijo Justo, yéndosele un suspiro entrecortado.
Aquello prometía: había dicho que no, cuando instantes antes negaba haber estado presente. Castillo se cuidó de presionarle demasiado.
—Según tengo entendido, las partidas eran un buen negocio para el bar... En fin, que a no ser que aquella bronca terminase con alguien herido... No sé, me extraña.
—Usted no sabe cómo acabó aquello —dijo lúgubremente Justo.
—No. Cuénteme —le animó Castillo.
Justo volvió a titubear.
—Me cogió con la bandeja en la escalera —le susurró, con el rabillo del ojo puesto en la pareja de guardas—. El escándalo llegaba hasta la misma calle, de lo que gritaban. Se insultaban de mala manera...
—Siga, por favor —le animó Castillo al ver que parecía flaquear.
—Fue una cosa muy violenta, muy fea —dijo Justo, con gesto apesadumbrado—. Mañas bajó el primero, creo. Me tiró la bandeja.
Lloraba, de eso me acuerdo bien. Sí, se le caían las lágrimas. Lloraba y se cagaba... Bueno, en Dios, en La Virgen y en todos Los Santos... Yo me aparté. Luego salió a la carrera aquél, ¿cómo le decían?..., ¡Picogordo!, Salvador Picogordo, con Santos agarrándole de la ropa por detrás. «¡Ven aquí, cabrón!», y «¿Ahora te rajas?», le decía, y quería cogerle por el cuello... pero se le escapó en el primer rellano. Santos tropezó y se dio con la cabeza en la pared. Se quedó atontado, sentado en el suelo, y Lucio El Chato, que venía detrás, lo levantó y se lo llevó de contado. Lucio estaba rojo como un tomate, se asfixiaba, le faltaba el aire, estaba bañado en sudor. «¿Qué os pasa?», le pregunté, pero él no me contestó. Me gritó «¡Quita, quita!» con muy malas formas... Subí al piso. Rirri, el viajante, estaba dentro todavía, en el aseo, quejándose, y yo escuché desde fuera que la niña también lloraba. Se la traía algunas veces, ¿lo sabe?—Castillo asintió—... Lo llamé varias veces y le pregunté que si les pasaba algo —prosiguió Justo, después de encenderse un Fortuna— pero no me contestaba ni salía. Eso es lo que pasó.
Recogí todo aquello: las sillas que estaban caídas, los vasos rotos y las bebidas tiradas por el suelo. Un rato más tarde, mientras yo limpiaba, el viajante salió con su niña en brazos y bajó escopeteado por las escaleras... Ya no le vimos más el pelo; puede creérselo.
Castillo sintió un escalofrío. Comenzaron a castañetearle levemente los dientes. Se masajeó con disimulo la mandíbula.
—¿Vio a la niña?—acertó a preguntar.
—No. La llevaba envuelta en algo... como una toquilla o una manta.
No me acuerdo.
Buscó sentir el calor del güisqui dentro del pecho; lo necesitaba.
Pero comenzaba a notarse algo «subido», y se refrenó a mitad del trago.
—¿Nada más? ¿No oyó los insultos ni lo que se decían arriba?
—Bueno... eran cosas fuertes... Se amenazaban con matarse, unos a otros, pero yo no sé quien gritaba cada insulto. Me recelo que la cosa iba más entre Santos y el viajante, y que los demás querían separarlos, porque a Rirri le oí decir varias veces «soltadme» y «dejadme» y «os voy a matar, hijos de puta»... Y a Santos contestarle que no tenía cojones.
—Dijo «os voy a matar», no «te voy a matar»—matizó Castillo, cercado por tenebrosos presentimientos.
Justo hizo una indicación a la muchacha que, constantemente, entraba y salía de la cocina, de que se ocupase de atender a la clientela.
Luego dio una calada tan profunda al cigarro que carbonizó de golpe un par de centímetros.
—Sí, dijo: «os voy a matar», de eso me acuerdo.
«La madera de olivo es densa y pesada». Esas palabras resonaron en su cabeza durante la vuelta a Portas, como el repicar de una campana.
El pequeño fragmento hallado por Talavera en el pelo de Santos había resultado ser de madera de olivo, de la corteza específicamente. Era muy improbable que hubiese llegado hasta allí por contaminación fortuita. El forense pensaba que se había desprendido del arma homicida durante el brutal impacto y que la sangre, al secarse, lo había retenido, pues se hallaba literalmente «pegado» al cabello, justo por encima de la oreja. Eso era lo que le había dicho Federico. «Pero entonces, ¿qué utilizó el asesino?, ¿una rama gruesa?», fue lo primero que se le ocurrió preguntar al sargento. Éste negó un conocimiento preciso de los detalles y quedaron en hablar con Talavera. Por el aspecto, más o menos circular, que presentaba la fatal herida, ambos supusieron que se había usado una piedra para atacarle —de hecho estuvieron buscando una piedra en las inmediaciones tras reconocer el cadáver— pero era raro pues una piedra de ese tamaño se maneja con dificultad con una sola mano, y con dos, proyectarla sobre su cabeza con la rapidez, colocación y fuerza precisas, hubiese requerido una destreza fuera de lo común. Según el forense, con el que habían contactado el mismo día veintisiete, las marcas de la sien y rostro de Santos indicaban que el contacto con la madera se había producido en la zona de corte de ésta, lo cual era también muy extraño, porque planteaba un problema parecido: para asir con fuerza un palo de ese grueso, era preciso cogerlo con ambas manos, y sería antinatural —por no decir absurdo e ineficaz— intentar proyectarlo hacia delante (ese es el único modo en que la zona de corte impactaría limpiamente contra su objetivo), en lugar de hacerlo lateralmente, con lo que el contacto se hubiese producido con la corteza externa. Eso no encajaba.
Se le ocurrió una idea mientras se aproximaban a Portas.
—Nando, ¿tú fabricarías un mazo con madera de olivo?—espetó de pronto al conductor.
La pregunta cogió desprevenido a Hernando.
—¿Cómo?
—Un mazo, digo. Te preguntaba que si tú ves normal fabricar un mazo grande, enorme, de entre quince y veinte centímetros de diámetro, a partir de una rama gruesa de olivo.
—No lo sé, la verdad. ¿Por qué?
—Por nada.
Hernando se esforzó en discurrir. Deseaba a toda costa ser útil.
—Puede que para partir nueces y almendras —sugirió—. Sí, cogería una pieza de madera de almendro o de olivo... Como la de un tocón.
—Es posible. Pero eso sería un engorro. Con el precio que tienen actualmente en las tiendas de «Todo a Cien», ¿no es mejor uno de hierro?
Ya habían superado la última curva, antes de encontrarse de lleno con el muro del campo de fútbol. Las farolas amarilleaban las aceras vacías, bajo el influjo de una enfermiza neblina.
—Ten en cuenta —dijo Nando, recuperando su tono solemne—, que hay gente caprichosa, a la que le gusta hacerse sus propias herramientas.
Pero Castillo no le escuchaba en ese instante. Estaba dándole vueltas y más vueltas al relato de Justo. Éste no sabía o no recordaba el nombre de la niña. ¡Habían pasado treinta años! Quería creer que era eso, no que hubiese decidido ocultárselo, pues hubiese apostado cualquier cosa a que había una parte de la historia que ese hombre se había guardado de contarle. Algo que le avergonzaba, que le dejaba en mal lugar, probablemente. Por otra parte, demostraba recordar con tanta precisión ciertas cosas —frases enteras, por ejemplo, o la cronología casi exacta de lo que atestiguaba haber observado— que ello se contradecía con su insistencia en pretextar el largo tiempo transcurrido para justificarse respecto de su desmemoria en lo relacionado con la niña. No siendo del todo imposible —de sobras sabía por su propia experiencia el significado del concepto «memoria selectiva»— debía considerarlo como muy improbable. ¿Qué era lo que se callaba y por qué? Esa era la cuestión que debía resolver. Aunque una porción del porqué, podía imaginársela sin demasiados esfuerzos: no verse comprometido por su actividad ilegal ante la guardia civil. Pero si tomaba como veraces los acontecimientos acaecidos durante aquella noche de abril y el orden en el que, según Justo, sucedieron, especialmente su descripción de lo ocurrido en las escaleras, ya se había formado una noción bastante clara de lo que estaba detrás del violento enfrentamiento entre los miembros de la cuadrilla. Algo tan terrible que una parte de su mente quería apartarlo, tan grande era la repugnancia que su sola consideración le causaba.
Nada más dejar a Hernando en su coqueta casa de dos plantas con puerta lacada y llamador de bronce reluciente en forma de aro, se dirigió a toda prisa a la suya con el propósito de llamar a Regino. Su sobrino le había anotado el número en el borde de la portada de un periódico atrasado que halló en el asiento de atrás. Eran las nueve y veinticinco y temía que, a esa hora, el viejo estuviese a punto de meterse en la cama, aunque Nando le había tranquilizado respecto a eso, asegurándole que a su tío le gustaba quedarse hasta muy tarde viendo la tele. Él no se acostaría, no podría cerrar los ojos ni descansar un solo minuto, sin tratar de saber al menos el principal de los enigmas que Justo no había podido (o querido) desvelarle.
La televisión estaba a un volumen monstruoso. Pepa se esforzó en hacerse entender.
—Aquí se lo paso —gritó. E inmediatamente, dirigiéndose a su marido—: ¡Nene, quieres quitarle voz!
—Dígame. —El ruido de fondo casi había desaparecido.
—¿Recuerda usted por casualidad el nombre de la niña..., de la hija de aquel viajante?
La dureza de oído de Regino le había impedido entender correctamente la pregunta. Tenía una especial dificultad con el teléfono, y Pepa no se lo había advertido a Castillo.
—¿Cómo? No sé qué me dice.
Castillo volvió a formular la pregunta, esta vez mucho más despacio, y casi gritando las palabras.
—A ver... No me acuerdo —admitió tras esforzarse en recordarlo durante unos treinta segundos.
—Haga memoria, por favor.
—No me suena ningún nombre —insistió Regino.
—A lo mejor usaba un diminutivo.
—¿Qué es eso?
—Como un apodo, para entendernos —aclaró a gritos Castillo—. Eso es lo que viene a ser Lola de Dolores, o Pepa de Josefa, ¿me comprende?
Con un indescriptible gruñido, Regino reveló que sabía de lo que le hablaba.
—¡Hace tanto tiempo!—se disculpó—. ¿Ha visto a Justo? A lo mejor él se acuerda.
—No se acuerda. Se lo he preguntado hace veinte minutos.
—¡Ya está! Es que no la llamaba de ninguna manera: le decía «nena».
—¿Nena? ¿Sólo eso? ¿No la llamaba nunca por su nombre?
—Nena —repitió Regino—. O «nenita».
—¿Seguro?—dijo Castillo con una decepción evidente en su voz—.
¿Es que no tenía nombre?
—Claro que tendría —dijo Regino, inmune al sarcasmo de Castillo.
—¿Y nadie de ustedes le preguntó nunca cómo se llamaba?—aulló Castillo con el temor de alarmar al vecindario.
—¡Yo qué sé! ¡Se nota que usted no es jugador!... Nosotros estábamos pendientes de las cartas. La niña nos estorbaba.
—¿Y entonces por qué dejaban que se la trajera a las partidas?
—Porque el padre era una bicoca: casi siempre perdía.
4 de Diciembre
Recojo el coche del taller a las cuatro y media. Mientras Ignacio, el propietario, me prepara la cuenta, me fijo en que las paredes están cubiertas de almanaques. La mayoría son desnudos femeninos; y hay media docena que representan a La Virgen María y al Corazón de Jesús. ¿Por qué serán tan aficionados los mecánicos a juntar las tetas con Dios? Curiosa mezcolanza. En fin, que no parece una combinación muy afortunada. Es tan chocante como las cosas que he ido conociendo en estos días.
Mis anotaciones en el bloc están conduciéndome en una dirección que me asusta, pero quizá no sea momento aún de hablarlo con Antonio.
Ayer revolví en el armario en busca de una americana de lana que no me ponía desde primeros de año. Me la encontré completamente agujereada: la polilla se ha dado un festín y eso que tuve la precaución de meter bolas de naftalina no hace mucho (mi difunta madre se admiraba de que fuese tan cuidadoso). Muy preocupado, examiné el resto de ropa y nada. ¡Vaya suerte!, pensé.
Entonces, fui a por más bolas y aparté la prenda afectada para deshacerme de ella. Pero luego me quedé pensando que si esas voraces palomillas se habían cebado con mi chaqueta, despreciando el resto de mi ropa, mal favor me haría a mí mismo si les quitaba ese suculento entretenimiento, pues corría el riesgo de que se lanzasen a por las que están intactas y se las zampasen. Así que volví a colocar la americana en el armario. Ofrece más garantía el cebo de la chaqueta que el propio insecticida.
Empiezo a intuir que, al igual que yo a las polillas con mi chaqueta, alguien nos ha colocado un cebo para distraernos.