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Los peores verdugos son los que tienen buen corazón.
Louis-Ferdinand Célin
Al llegar los primeros días de septiembre, un empeoramiento brusco del tiempo sorprendió a los habitantes de la comarca, agotados entonces por las muchas jornadas de agobiante calima. El paisaje se agrisó, como una lumbre extinguida, desde las colinas calvas de Los Tramos hasta Sierra Ancha. El calor sofocante que agostaba los bancales fue engullido con celeridad por el temporal que había encapotado el cielo.
Algunas nubes eran tan oscuras que parecían tiznadas de carbón; viajaban de noroeste a sudeste, muy rápidamente, arrastradas por un viento racheado, húmedo y desapacible. Los caminos se llenaron de charcos, algunos de tal profundidad que las marcas de lucha de las ruedas zigzagueaban en el fango de los bordes como serpientes heridas. El agua huía por las pendientes asfaltadas, para refugiarse en los arcenes, corriendo como una multitud asustada, y a veces se remansaba en las pequeñas irregularidades dándole un fugaz barniz violeta con destellos dorados al alquitrán rugoso y desteñido. El olor de la tierra cambió en un instante y, al escampar, ráfagas templadas inundaron de pasto mojado las cocinas de los cortijos, cuyas ventanas permanecían abiertas durante todo el verano, protegidas sólo por viejas mosquiteras de malla de alambre. El tiempo no mejoró hasta seis días después.
El nueve de septiembre, cuando el cielo volvía a ser de un azul bruñido y el sol de mediodía calentaba con energía renovada los cultivos tardíos, apareció el primer cuerpo. Dos niños que paseaban en bicicleta por el laberinto de carriles de tierra de la zona lo hallaron en un campo de girasoles. Correspondía a un varón maduro y de mediana estatura, grueso, vestido con ropa vieja, descolorida y salpicada por rotos y rozaduras, de la que se usa para trabajar, que fue identificado como un agricultor al que —al igual que a su padre y a su abuelo— apodaban Picogordo, debido al insólito grosor de los labios de su bisabuelo paterno. Debía de llevar muerto unos dos días. El cadáver estaba boca abajo, y más de la mitad del mismo, incluida la cabeza, se encontraba dentro de una acequia, en contacto con el agua.
Picogordo, cuyo verdadero nombre era Salvador Valera, tenía muy pocos amigos y los pocos que tenía (si es que se puede llamar amigos a los que compartían con él barra y botella de vino) eran amistades estrictamente de taberna y no se relacionaba con ellos en ningún otro lugar.
Su familia sólo contaba para las grandes ocasiones. A nadie extrañó que no se le viera por el pueblo durante tres días pues hacía a menudo pequeños viajes para vender legumbres sin dar cuenta de su marcha.
Todos los comentarios de los vecinos acerca de su muerte apuntaban en la misma dirección, y es que nadie dudaba de que aquel hecho fuera el resultado de un desgraciado accidente, producto de una de sus múltiples francachelas. Causó cierta extrañeza, sin embargo, que el cuerpo fuese hallado en lugar apartado de sus rutas de vendedor, y en donde nadie sabía que tuviese tierra o intereses. Aunque durante una gran borrachera, un dipsómano puede tomar cualquier dirección, por absurda que parezca, y recalar en el lugar menos pensado para concluir su desgraciado estado con un profundo y prolongado sueño, del que algunos jamás despiertan.
Se siguió el procedimiento de rutina para estos casos. Por mandato del juzgado de instrucción correspondiente, el juez de Paz de Portas levantó el cadáver, auxiliado por el médico de la localidad. No se observaron signos de violencia. Y el hecho de que el cuerpo no fuese hallado hasta tres días después de ocurrida la muerte, a pesar de encontrarse muy cerca de un carril bastante frecuentado, fue atribuido a la altura y espesor de los girasoles en aquella zona y a la marea producida por la gran velocidad del agua dentro de la acequia, que alejaba a la brisa del camino, disimulando la descomposición ya evidente en aquellos momentos.
La autopsia no aportó grandes cosas. Las livideces post mortem en las zonas declives impedían determinar la existencia o no de cianosis en el rostro, muy característica de los ataques al corazón.
Por otra parte, no había agua en los pulmones lo que permitió excluir al ahogamiento como causa, por más que, inesperada y curiosamente, el estómago y el esófago hasta la misma garganta estaban repletos de ella, como si en los instantes previos a la muerte hubiera sentido una sed insaciable. Aunque el estómago también contenía una notable cantidad de brandy, la disección de los órganos vitales no mostró nada anormal y el forense concluyó en su informe que se trataba de una muerte repentina cuyo origen era, probablemente, una arritmia cardiaca. De hecho, no había nada que sustentara esta suposición, pues el finado carecía por completo de antecedentes médicos, pero a ella se llegó por exclusión y no hubo objeciones.
Se estaba empezando a olvidar el asunto cuando fue hallado un nuevo cadáver en unas circunstancias muy similares al anterior: también era un agricultor de más de sesenta años y su cuerpo estaba muy cerca del agua, aunque no en contacto con ella. Su proximidad al río hizo pensar a la guardia civil —que había hallado al infortunado poco después de recibir denuncia por su desaparición—, en un ahogamiento. Sin embargo, se comprobó que sus ropas estaban completamente secas y que la inclinación del lecho del río era tan pronunciada en ese punto que resultaba imposible que el cadáver hubiese llegado hasta allí empujado por la corriente. La autopsia reveló más o menos los mismos datos que en el caso precedente: no había agua en los pulmones, pero sí en el tubo digestivo. Había bebido en el río hasta hartarse y no existía lesión aparente alguna en los órganos diseccionados. Pero la pregunta era: ¿por qué bebió el agua turbia y cenagosa del cauce si a menos de cien metros de donde fue hallado existía una pequeña fuente de la que precisamente se abastecían los agricultores de la zona?
LOS CRÍMENES DE LA ESCOMBRERA

 

Veintidós de octubre de 1982 (Diecinueve y diez horas, aproximadamente)
—...
Un repentino arrebato de ira le había hecho aplastar el auricular del teléfono contra la base. Inmediatamente se levantó del sillón resoplando y perjurando entre dientes. Los dos policías cruzaron una mirada furtiva. Estaban desconcertados. Tal reacción era del todo inesperada, teniendo en consideración la delicadeza con la que se le había expuesto el plan. Le habían juzgado mal: por sus modales educados, aparentaba mucho más control de sí mismo.
—¡Un momento!... —le espetó al que vestía ropa de calle—. Usted piensa que me voy a comer esta mierda... ¿Me toma por imbécil? ¡Se equivoca por completo, hombre!
Los ojos del forense centelleaban de rabia. Desde sus ciento noventa centímetros bien proporcionados, una mirada de insana ferocidad como aquella resultaba ligeramente inquietante. Bernal miró a su compañero para darse tiempo a encontrar las palabras adecuadas. Maldijo a Encinas y a sus asquerosos dientes en doble hilera por no haberle dejado usar el teléfono. Otra de las típicas arbitrariedades del jefe.
Decía esto, y tenía que ser esto: cosas sin fundamento ni sustancia, casi siempre. Era increíble cómo un personaje con la mente tan desorganizada había colonizado un área de tales responsabilidades. Mientras decidía cómo parar la embestida, volvió a recrear en su mente el hocico deforme de Encinas, su dentadura enmohecida como el tronco de un álamo en la umbría del bosque. Y se cagó en ella.
—Entiendo que no es una situación cómoda para usted. Tampoco a nosotros nos gusta —mintió Bernal—. Es la primera vez que la brigada recibe una colaboración así... Pero es preciso que lo sepa: se ha avenido a firmar un documento de confidencialidad. Sin poner pegas.
Eso le asegura a usted la plena autoría de los informes.
—¡Me traen sin cuidado sus componendas! —aulló el hombretón.
—Le ruego que se tranquilice —dijo, levantándose, el inspector. Le resultaba muy incómodo permanecer sentado en la morada de quien mostraba una actitud tan hostil.
—Dígame cómo —le retó, desafiante, el forense, dándoles la espalda.
Bernal experimentó ese sofoco sanguíneo que invade el pecho de quien debe morderse la lengua para no responder con justa contundencia a una tergiversación interesada del objeto de la discusión, a una verdad a medias. Consiguió suspirar hondo, sintiendo cómo se entrecortaba el flujo de aire en su interior, frenado por las venas congestionadas de sus pulmones y, midiendo el tono de sus palabras, desmenuzó con prudente asepsia un primer argumento:
—Está enfocándolo como un agravio, y no lo es...
—¡Ah, no! —escupió el forense con sarcástico desdén.
—Mire: es una oportunidad que tenemos... Quiero aprovecharla —dijo con humildad el inspector—. Esta línea de investigación no cuestiona su autoridad, ni mucho menos su trabajo... Simplemente es nuestra obligación explorar esas posibilidades.
Había una distanciada elegancia en la inflexión de la voz del policía que desconcertaba al airado forense. Casi conseguía adormecer sus ímpetus.
—Ponen a mi alumno al frente —aseguró más calmado— ¡Es así de simple!
El sol se extinguía en el exterior del despacho, de improviso, como la emoción de un sueño al despertar. Desde pocos días atrás las caravanas de la propaganda electoral se habían adueñado del centro de la ciudad, pero con obstinada insistencia exportaban su particular caos, su agitación soez, por las grandes avenidas del sureste, para cruzar finalmente el Guadalquivir, guiadas por un hálito extraño y caprichoso, en un itinerario ciego, sin rutas preconcebidas, hasta esfumarse en medio de la selva de bocinas. Bernal empujó el coqueto silloncito de estilo inglés hacia atrás y volvió a sentarse, inclinándose un poco hasta apoyar los codos en sus rodillas, de modo que su cabello fino, lacio y prematuramente canoso, se deslizó hacia el centro de su frente, ocultándola casi por completo. Con parsimonia calculada juntó las palmas de sus manos y entrecruzó los dedos. En la academia se le había instruido en el lenguaje corporal de la persuasión.
—No, verá: su alumno puede estar en lo cierto. Lo que deduce en su escrito tiene lógica y ninguno de nosotros había sido capaz de planteárselo... Sí, ya me lo ha dicho. Y estoy de acuerdo con usted en que su trabajo de prácticas no cumple el objetivo que le había sido encomendado..., que va por libre y... se encamina a resolver unas cuestiones que no le conciernen, ¡de acuerdo! Es así. Tiene razón en eso...
Mire; a ver cómo se lo hago comprender... Es bien sencillo: lo necesitamos. Su alumno razona de un modo muy diferente al resto; y le aseguro que no estamos obcecados. Sabemos muy bien qué lugar ocupa cada cual —remachó con determinación.
La descarga de adrenalina había secado la boca del forense y sus labios aparecían un poco descoloridos y arrugados. Chasqueaban ligeramente al abrirse. Sus mejillas aún estaban abarrotadas de indignación. Pese a su reputación, no le parecía un hombre de carisma, y, además, no se ganaba muchas simpatías con su forma de ser.
Pero él no estaba allí para juzgarle. De hecho, comprendía su punto de vista y por esa razón más que por ninguna otra trataba de escenificar una especie de plan alternativo. Para que no pareciese lo que en realidad era: que le habían sustraído las atribuciones de su cargo, pero no la acción. Como si a uno le arrebataran el alma.
La ira brevemente contenida irrumpió casi por sorpresa en su cuello tirante, que se pobló de venas ingurgitadas y azules.
—¡No sabe de lo que habla!—replicó el forense a voz en grito—. ¡En toda mi vida profesional he visto una cosa tan absurda, además de irregular! ¡Mi trabajo, de coartada a un juego de adivinanzas! Es...—se detuvo, rojo de ira— es subordinar lo científico a lo empírico ¿Cómo esperan que me preste a una cosa así? ¿Es que no se dan cuenta?
La escenita no intimidó a Bernal. Él siempre se crecía en las situaciones tensas. ¡Qué cojones!, se dijo, contrayendo los maseteros para recargarse de toda la mala leche de la que era capaz. Si tenía que ser por las malas, ¡pues por las malas!
—No me hace falta recordarle —dijo mientras se tiraba, con evidente cabreo, de las solapas de la americana negra de pana—, que ésa no es la única irregularidad, ¿verdad? —El forense comenzó a volverse, desconcertado por aquel nuevo tono lleno de aspereza. Lo que se encontró frente a él fue la mirada desafiante del inspector—. El sistema de turnos, ¿recuerda? —continuó—. Eso también se lo ha saltado la Audiencia. Por una sugerencia suya, según creo —apuntó en tono irónico.
Bernal se equivocaba en esta ocasión porque la idea no había sido del todo del forense, aunque pareció acogerla con verdadero entusiasmo. Desde luego, él se creía el único capaz entre sus compañeros; tal vez por eso no había puesto reparo alguno en dar de lado al resto de los patólogos, a los que siempre había considerado en el cenit de su soberbia como «unos mediocres». Probablemente, no habría uno sólo de ellos que no cometiese varios errores de bulto en esa clase de investigación, pensaba para sí. Mejor que hubiesen decidido asignarle a él la práctica de todas las pruebas forenses del caso. Sabía a ciencia cierta que sus aportaciones serían de gran ayuda. No había nadie más capacitado que él.
Lo que molestaba al inspector eran esos escrúpulos hipócritas, acerca del alumno, planteados como una cuestión de ética en el procedimiento. El gobernador había tenido que emplearse a fondo con el presidente de la Audiencia Provincial, y éste, sofocar un conato de rebelión entre los dieciséis forenses de los juzgados de la ciudad y los pueblos del cinturón, que nunca antes se habían visto sometidos a semejante intromisión externa.
—¿Me está amenazando?
El compañero de Bernal se estrujó furtiva y nerviosamente los dedos de la mano derecha, detrás de la espalda, mientras trataba de disimular su inquietud asomándose a la ventana con una mirada vacía.
—En absoluto. El proceso deductivo —continuó Bernal, desviándose de la cuestión—, también es un método válido... Mire, lo que hemos pensado es que incorpore un anexo a sus informes. Sólo eso.
Se limitará a observar y a decirnos lo que ve.
El forense se dirigió a la puerta y giró el pomo, invitándoles a marcharse.
—Lo veremos.
—Bueno... don Fernando se lo habrá explicado con claridad, ¿no?
Puede llamar al gobierno civil si quiere...
Pero la puerta se había cerrado antes de que pudiera advertirle que ya era una decisión del gobernador.
EL CODO DE ELEANOR BOWIE

 

16 de abril de 1983
La macilenta textura de la espalda y, a buen seguro también, la completa ausencia de pelo en la cabeza podían explicar en parte cómo al menos una docena de camionetas y furgones y turismos con remolques, habían pasado de largo, a pesar de que la distancia del cuerpo a la zona transitable no superaba los cuatro metros y medio. Desde la altura a la que está del suelo la cabina de un camión grande, se habría divisado con facilidad, pese a que las piernas y el brazo derecho se hallaban ocultos bajo unos cartones. Pero los vehículos pesados tenían otra ruta de entrada y salida, al norte del descampado. Eso y la montaña de escombros a cuyo pie había sido abandonado, que mantenía en cierta penumbra la oquedad donde se halló. La tierra estaba tan seca y trillada en el camino que el paso de cualquier vehículo levantaba una nube de polvo fino, casi ingrávido, cuya tardanza en aposentarse provocaba una niebla de suciedad permanente. Durante el último mes no había caído ni una gota de agua. La piel ya era del color del polvo que todo lo cubría. De haber conservado sus rizados cabellos rubios, seguramente hubiera llamado la atención de alguien nada más despuntar el día. Un pelo como el de aquella muchacha no pasa fácilmente desapercibido. Pero fueron finalmente las moscardas las que señalaron su presencia a uno de los muchos chatarreros, habituales del vertedero.
Al pobre hombre, del susto, se le volcó el carro de supermercado, desparramándosele los cachivaches.
Demasiado tarde, se repitió el estudiante. Las once menos veinte, a no ser que su reloj se hubiese vuelto loco en un suspiro. Pero no, no era este el motivo; la hora del barato reloj de pared del local se aproximaba mucho a la que marcaba el suyo. Ya estaba con el segundo café. El humo ascendía desde los bordes de la taza, construyendo anillos deslavazados, y escapaba también del montoncito de espuma acumulada en el centro. El foco de luz halógena del techo concentraba su energía justo sobre la taza. Bajo su esfuerzo clarificador aparecería cualquier mínimo detalle o textura o matiz de color o forma. Nada podía ocultarse en ese perímetro, ni siquiera el insecto casi microscópico que atravesaba esa parte del mostrador a velocidad de vértigo.
Vino nuevamente a su cabeza el origen de aquel embrollo, y repasó, una a una, las disputas en las que se había visto mezclado contra su voluntad y los malos ratos pasados en nombre de un deber moral que, él, no acababa de entender. Apelaron a su conciencia, exprimiéndola, para servir —en teoría— a una causa noble, de un modo semejante a como un recaudador de tributos esquilma a la misma miseria en favor de la conquista de un reino. Ahora se percataba del juego. Todo por dar su parecer con sincero desinterés, por querer ayudar a cambio de nada.
Se le había pedido una opinión, sólo eso. La rutina de un ejercicio de prácticas. Y él la dio, sin imaginar siquiera que sería tomada como una ofensa. Cuantas cosas habían sucedido después escapaban parcialmente a su voluntad. El subrayado al texto y los ulteriores pasos encaminados en esa dirección (la correcta, estaba seguro) eran cosa de Luis Bernal.
Se preguntaba por qué resultaban tan complicadas todas las cosas.
Hasta ahora, no se le había ocurrido imaginar que pudiese ignorarse el efecto de un acontecimiento cualquiera, a expensas de una razón distinta a la de su desencadenante. El actual, estaba siendo un momento propicio para entender que, detrás de cada hecho, presentándolo, determinando sus consecuencias y las decisiones a que debe dar lugar, hay siempre un número indeterminado de circunstancias, de fuerzas dispares, de actitudes encubiertas, de impulsos más que de sentido común. Menos mal que Bernal era un tío sensato que trataba de mirar a su alrededor sin el velo de los prejuicios, un policía que sabía subordinar su vanidad profesional en aras de la objetividad; al que traía sin cuidado la opinión de sus colegas, cuando la verdad de los hechos se ponía a tiro. El que fuese un estudiante de veintitrés años no suponía en modo alguno que estuviera ciego. ¡Pero si estaba más claro que el agua! ¿Qué culpa tenía él de que el hallazgo no hubiera sido obra del jefe? Seguro que si así fuese, ya estaría reseñado oportunamente en los informes y catalogado con la validez que se merecía. Lo pasó por alto, sencillamente porque no supo interpretarlo.
El catedrático carecía por completo de la humildad necesaria para aprender de sus equivocaciones. Por eso se había burlado de las conclusiones de su informe. Ése era el modo de hacer valer sus prerrogativas. Suponía que, aferrándose al poder de los diplomas que colgaban de su despacho, tenía derecho a ridiculizar cualquier aportación distinta a las suyas. ¡Qué iba a hacérsele! Al menos, se consolaba pensando que el indicio no estaba perdido porque alguien con un poco de sesera le había hecho caso, comenzando a buscar en la dirección apropiada.
Empezaba a estar impaciente porque a la una le esperaba un examen de «médicas». Un cosquilleo en el estómago se lo recordaba continuamente. Era un muy mal día para tener la cabeza en otras cosas, eso era cierto, pero la elección era tan suya como lo es de la cebra abatida por una manada de leonas la mandíbula que finalmente apresa su tráquea hasta ahogarla. La llamada se había producido poco después de las ocho. Ya antes de descolgar el teléfono, sabía que se trataba de una nueva víctima del monstruo que «El Caso» había bautizado como el Asesino de la Escombrera, un apodo que se había ganado desde el inicio de sus fechorías por haber abandonado los cuerpos de las dos primeras mujeres a las que apaleó hasta la muerte en la escombrera trasera al polígono industrial del este de la ciudad. Lo sabía más que lo suponía. Pensó por un instante en lo seguros que debían de estar en la Brigada para joderle la mañana a un personaje tan ensoberbecido e irascible como don Jorge Fuentes, un tipo que se había fabricado a sí mismo el status de «primera autoridad» en la ciudad, principalmente por su continua concurrencia en programas de televisión de corte sensacionalista, tras su célebre dictamen en el proceso por violación y abusos sexuales seguido contra un matrimonio sevillano que fingían ser aristócratas (condes de Valmonte, era el título que figuraba en su tarjeta), dueños de una productora cinematográfica, y filántropos. Excéntricos, al estilo de Dalí y Gala, prometían contratos como actores a jóvenes de ambos sexos, algunos adolescentes. Fuentes había brillado, a decir de todas las partes, a excepción de la defensa de los procesados, tanto en el examen como en la presentación de las pruebas periciales. Un trabajo que había sido fundamental para condenar a ambos. Las salvajes orgías sadomasoquistas que llevaron a cabo en su finca de Cazalla de la Sierra se habían saldado con quince delitos de abusos a menores y dos violaciones. Se les relacionó con la desaparición de una adolescente, pero no se pudo finalmente demostrar su implicación, que siempre negaron. Conocido como «el caso Lender» (apellido de origen alemán de ella), llegó a ser portada de algunos diarios europeos.
Un gran escándalo que encumbró al profesor.
«Sí», se dijo convencido: para volver a emparejarles a él y a Fuentes, no debía caberles la más mínima duda en la Brigada de que éste también era obra del Asesino de la Escombrera.
El estudiante estaba bastante seguro de no haber confundido el lugar de encuentro, pese a su aturdimiento en el instante de descolgar el teléfono, que había actuado de despertador. Sin embargo, la tardanza comenzaba a hacerle dudar. Se concentró en el café. Apenas pudo dar dos sorbos, contrayendo el rostro por miedo al dolor de la quemadura.
Sintió la presión de una mano sobre su codo derecho, justo cuando estaba enfrascado en una tercera tentativa para salir con la lengua indemne.
—¿Otro día sin clase? —aventuró con sorna el recién llegado.
—Hoy tengo examen... —dijo el estudiante volviéndose hacia la voz cavernosa—. A la una —puntualizó, poniendo toda la intención posible en sus palabras.
La respuesta, teñida de ironía, buscó el punto más doloroso.
—Lo tendrás complicado con tanta actividad extra lectiva. Por cierto, estoy sin coche —aclaró Fuentes a modo de excusa por la tardanza.
Debía evitar mirarle. Así no percibiría su impaciencia y puede que entonces todo fuera sobre ruedas por esta vez. Puede que no tuviese que padecer el calvario del día en que salieron a encargarse de la americana. Aquel día, domingo por la tarde, estaba especialmente encabronado. Había sido una bronca constante, una vergonzosa sarta de burlas y miradas despectivas. Aquel día era el primero en el que se tragaba el sapo que le había cocinado Bernal. Hasta el juez tuvo que afearle su conducta en público. Gracias a aquel comentario indulgente, que le puso a salvo de las puyas del catedrático, consiguió hacer a duras penas lo que Bernal le había encomendado. Esta vez, aparentaría sumisión sólo para contar con más margen de maniobra y no sentirse acosado por invectivas y desaires: ya había bastante ponzoña, y se le estaban acabando los antídotos.
—¡Por favor! —gritó en vano el estudiante hacia el extremo del mostrador.
Los dedos de la mano derecha del recién llegado repiquetearon sobre la madera de la barra.
—Con leche —dijo con displicencia.
El joven hizo un gesto con su mano al único de los camareros que miraba hacia esa parte de la barra. Todos parecían frenéticamente activos: se entrecruzaban con destreza y rapidez en el exiguo espacio de la tarima, manteniendo en prodigioso equilibrio varios servicios en una mano mientras con la otra anotaban las consumiciones en la hoja de los clientes. A menudo, gritaban estridentemente a la cocina, con un acento chulesco que arrastraba las vocales, y empleaban normalmente diminutivos para dar nombre a sus pedidos.
Entre los clientes había muy pocos vestidos de calle. Abundaban los pijamas sanitarios, especialmente los verdes y azules y algo menos los blancos. Los de color beige estaban en franca minoría. Los había igualmente, aunque en escaso número, vestidos de calle y portando una bata. Y éste era el caso de su acompañante.
El estudiante se interesó, a continuación, por la avería del Palas.
—El radiador —contestó tardíamente Fuentes, mientras arrastraba hasta sí la taza de café con leche que acababan de servirle.
Al menos, no le había ladrado. Quiso ser cortés y le hizo ver su extrañeza, dada la corta edad del vehículo.
—Deja eso —zanjó el asunto el catedrático—. Tenemos mucho trabajo esta mañana.
—¿Dónde está?
El profesor apuró el contenido de la taza.
—En el depósito —dijo, alejándose de la barra en dirección a la caja registradora.
El estudiante siguió sus pasos, ensimismado en la respuesta recién recibida. A la postre, se sintió incapaz de morderse la lengua y deslizó, por entre sus labios, la reflexión en la que estaba enfrascado. ¿Iban a practicar la autopsia? Suponía que le había avisado para levantar el cuerpo...
El comentario fue completamente ignorado, con la misma indiferencia con que la gente ignora al andar el corretear de los gorriones a su alrededor en busca de cualquier cosa comestible.
—Te busco luego —dijo el profesor dirigiéndose a un hombre alto y desgreñado, (su atuendo verde descolorido sugería que era cirujano) cuyos ojos y pelo seguramente habían eludido la cita con el milagro benefactor del agua fresca, tras una noche tormentosa. Y, encadenado a su anuncio, trazó una espiral imaginaria con dos dedos de su mano derecha extendidos hacia la puerta, para dar a entender el lugar del encuentro.
El tipo alto se mostró conforme.
El estudiante tragó saliva, sintiendo cómo se le enrojecía el rostro.
Y de inmediato le invadió una segunda preocupación: que tal efecto en su piel pasara completamente desapercibido para su acompañante. Estaba meridianamente claro que quería borrarle de puertas adentro, anularle, o quizá aburrirle. Y todo porque le parecía inverosímil que su única intención fuese el ayudar, sin importarle quién se anotara el tanto, qué nombre se publicase en la prensa y qué otro no apareciera. Los ojos se le habían ensombrecido de pura rabia contenida, pero su paso seguía siendo firme. Luchó por mantener la calma, por no dejar traslucir los efectos del golpe. Sin duda, no había vulnerado ningún principio contrario a la verdad y al interés público, a excepción del puramente jerárquico, para merecerse un trato así, aunque se mentiría si, en ese mismo instante, no se dijera que esperaba algo parecido. De hecho, si no fuera por Bernal, por su insistencia y determinación, sus «prácticas» habrían acabado meses atrás.
Claro que también le habían puesto imposible aprobar «legal». Pero eso, al cabronazo de Luis, ¿qué más le daba? A él le importaba un carajo eso, y que tuviese que mentirle a sus compañeros de piso. «Invéntate algo», le decía. Verse obligado a montarse una historia un día sí y el otro también le ponía frenético. Javi iba a lo suyo, pero Gonzalo y Josemi eran dos moscas cojoneras y ninguno era tonto. A nadie en el piso de estudiantes se le había pasado por alto sus «actividades secretas», el coche que venía a recogerle, ni las llamadas de teléfono que recibía a menudo de un hombre que se negaba a dar otra identificación que no fuese la de «un amigo». Le jodía mucho, le jodía que pensasen que le estaban dando por el culo o que era él quien le daba a «su amigo». Se lo habían insinuado más de una vez. «¿Qué, está bueno tu amigo?», comentaba con sorna Gonzalo. «Todos los días me lo paso por la piedra», respondía él. Si te cabreabas, se cebaban contigo; era mejor seguirles la corriente. Ya no se limitaba a tenerle «disponible» para una autopsia, se había obstinado en mostrarle toda la documentación de los expedientes: fotos, informes, declaraciones, etcétera, etcétera, etcétera. ¡Y eran tantos los etcéteras! Hasta se empeñó en que asistiera a los interrogatorios. Necesitaba «su particular enfoque», empleando sus propias palabras. Decía que sabía extraer de un informe redactado por otra persona o de una respuesta cualquiera lo que él llamaba «conclusiones inversas», que escapaban a la imaginación de los demás.
¡Eran horas y horas de trabajo! En la comisaría, además. Le abrumaba la dimensión de la empresa; mucho más si tenía en cuenta que no era capaz de compartir el entusiasmo de Bernal respecto de sus propias habilidades. La contrapartida era que se sentía halagado por ese depósito de confianza, inverosímilmente ingente. Adujo haberse embarcado en un trabajo de investigación para la cátedra, pues no había otro modo de quitárselos de encima. Sabía que aceptarían la explicación.
¡Quién iba a atreverse a preguntarle al catedrático! Y si lo hubieran hecho, ¿qué? ¿Le desenmascararía el propio Fuentes? Nunca. Fuentes negaría cualquier cosa que le otorgara protagonismo, porque sería restárselo a él mismo. Ya era igual: no habría marcha atrás. El paso del Rubicón en su singular pacto con la policía y el departamento, era un hecho desde unos meses atrás, pero no estaba siendo un camino de rosas precisamente. Sintió en ese momento que debía afrontar sin más dilación el problema, plantearlo abiertamente, pero una vez más le detuvo la duda de si tal iniciativa no agrandaría aún más la sima abierta entre ambos, en lugar de tender algún puente. Podría no ser útil. Y se lo debía a Luis.
Salieron al pasillo y bajaron rápidamente las amplias escaleras, muy transitadas a esa hora. La ausencia de vida en el semisótano contrastaba fuertemente con el ajetreo de las plantas superiores. El profesor evitó mirarle aunque le seguía con el rabillo de su ojo izquierdo.
Finalmente el estudiante reunió el valor suficiente y le interrogó acerca de la muchacha muerta. La pregunta se la hizo ya en el interior del departamento de Medicina Legal. El despacho del jefe de departamento servía a su vez de conducto de comunicación entre la secretaría y el laboratorio, donde se analizaban y etiquetaban las muestras. El profesor se reclinó brevemente sobre el respaldo de su confortable sillón giratorio, antes de sentarse e iniciar el ritual de prepararse una de sus Dupont.
—Siéntate — le ordenó—. No se sabe aún, pero podría tratarse de otra extranjera —dijo, ralentizando la pronunciación de cada palabra, para acentuar su posición de dominio ante él—. Por su aspecto y porque no figura como desaparecida... La han encontrado en una escombrera ilegal del término de Camas, en el borde de un acceso a la autopista de Huelva... Sí —corroboró ante la expresión de sorpresa de su interlocutor.
Demasiado locuaz, pensó el estudiante. Demasiado minucioso. Él no acostumbraba a darle explicaciones, a mostrarle las primeras respuestas del crucigrama. ¿Por qué ese cambio? ¿Había modificado la estrategia por sus propios intereses, o le estaba negando las verdaderas salidas del laberinto, al señalarle amablemente las falsas?
Se decidió a aprovechar la sorprendente predisposición del catedrático y le tanteó acerca de las características de aquella muerte violenta.
—Lo mismo, chico —afirmó con educada soberbia. Luego se tomó el tiempo necesario para encender la pipa y chupar unas cuantas veces hasta asegurarse de que tiraba bien. Cuando el perfume azulado hubo invadido por completo el perímetro del despacho, añadió, airado—: Y no te molestes en llamar a tu amigo Bernal. Me da lo mismo que te quejes... porque estoy hasta los huevos... ¿entiendes? ¡Hasta los hueeevoss!—bramó—... De esa gentuza... que no escriben más que sandeces... Por eso está aquí, ¿entiendes? ¡La hemos quitado de en medio!
El joven apartó la mirada, eludiendo ir al quite en ese instante.
Sabía cómo aguantar el chaparrón; era un simple arrebato. ¿Quejarse de la prensa? La prensa era para él como el oxígeno: un elemento vital, una necesidad primigenia. Daba lo mismo el método o la veracidad, sólo importaba que estuviese su nombre, el número de veces que se mencionara, y mucho mejor si aparecía en los titulares; maravilloso que fuese en portada. Cierto que Torres Arcas, desde El Correo, había hundido en el fango de su panfleto toda la investigación. Y eso le afectaba a él. Pero sólo en teoría.
El ayudante (vagamente creía saber que se apellidaba Castro) avisó a don Jorge, interrumpiendo su siguiente pregunta.
Mientras se cambiaba de ropa en el vestuario de la sala de necropsias, excluido de una tópica conversación que se substanciaba en la sempiterna rivalidad futbolística entre Madrid y Barça, trataba de imaginar cuáles serían los pensamientos que sucederían a aquella frase, lo que se callaba respecto de su persona, lo que consideraba una inadmisible intromisión. Probablemente algo como «Qué coño se habrá creído este niñato» o un «Estás aquí porque yo quiero». Era porque unas potestades inquebrantables, a las que se subordinaban por tradición las cosas objetivas, los hechos, se habían visto zarandeadas de improviso. ¿Cómo era eso posible? Nunca se lo diría abiertamente, pero lo pensaba, estaba seguro. Aunque no era exactamente así. Lo sabía por Luis. Él frenó su exclusión del caso planteándole dos alternativas: o le dejaba permanecer y los informes seguirían siendo del profesor, o pasaría a formar parte de la brigada policial como asesor para seguir con su trabajo y la prensa sabría que todo el mérito en el esclarecimiento de los asesinatos correspondía a un alumno en prácticas que supo ver lo que su tutor ignoró. De manera que su posición, aunque incómoda, era bastante favorable a sus propósitos. Por prudencia política e interés personal del catedrático, evidentemente.
Sólo la coraza de su propia impaciencia evitó que aquella visión terrible desviara su atención de lo esencial, aunque le fuera imposible pasar por alto el aspecto humano del drama. Por suerte, después de enormes esfuerzos, había sido capaz de confeccionar una especie de traje de buzo con el que envolver su psique. No sabía muy bien cómo, pero había conseguido blindarse temporalmente frente a aquel horror que, por real, era aún más penetrante, porque podía tocarlo y olerlo, y percibir su viscosa humedad como un residuo de antiguos sueños que no llegaron a culminarse. Siempre auscultaba la vida ya vencida tras de aquellos cuerpos rotos; siempre, aunque fuese un solo instante, se le habían aparecido, mirándole fijamente, como si comprendiesen cuál sería su destino inmediato. Por esa razón se sorprendía al ver aislada al fin su mente, liberada de una conciencia vigilante, que la contamina y la empaña con el vaho aceitoso del pudor. Había luchado porque lo odiaba; odiaba someterse a su propio pudor de niño educado en un buen colegio. Había tenido que echar a un lado parte de sus prejuicios y, en el proceso de identificarlos y separarlos, aprendió que tenía muchos más de los que hubiese podido imaginar. Pero había merecido la pena: ahora, tras la escafandra de su curiosidad científica, estanca para las emociones que con frecuencia nublan la comprensión, podría verlo todo con claridad meridiana.
La iluminación era casi perfecta. Los reflectores de luz blanca del techo concentraban sus haces sobre la mesa proporcionando una visión diáfana. El estudiante miraba rodeado de silencio, violento y espeso.
Un silencio edificado con la argamasa de un vacío tenazmente sostenido, irreducible, sin fisuras. El profesor y su diminuto esbirro (apenas superaba el metro y medio), con disciplina casi militar, habían resuelto obviarle, mantenerle fuera, aislado como un náufrago largamente perdido en lugar remoto. Pero todavía podía ver, escudriñar la fisonomía de cualquier cosa o hecho, como cuando era un niño, mediante esa curiosidad paciente heredada de su padre, que le había convertido en un bicho raro a ojos de otros niños. Y lo que veía se asemejaba extraordinariamente a lo reflejado por los hallazgos anteriores. Similares lesiones externas, excepción hecha de que las heridas faciales parecían haber sido infligidas con un instrumento pesado y de superficie pequeña y cuadrada, como un martillo o un mazo, en lugar de con una piedra. Y el cuero cabelludo, rapado como en ocasiones anteriores, estaba prácticamente intacto, salvo por un par de pequeños cortes.
Sintió curiosidad por saber mediante qué elementos de su aspecto había formulado don Jorge Fuentes la teoría de que se trataba de una extranjera. Una mujer desnuda, cuyo rostro es sólo un amasijo de carne y huesos rotos, y que ha sido despojada por completo de su pelo, no da indicios de su nacionalidad.
Esos comentarios eran bastante reveladores acerca de una cosa: el jefe se estaba apuntando a su hipótesis, circunvalando la investigación con sus propias observaciones, que nada aportaban a lo que ya se sabía. Su intención estaba clarísima: atribuirse la autoría, llegado el momento, robársela. Pues bien: le deseaba suerte, que le aprovechase.
Un hijo de la gran puta, necrófilo, diestro, de complexión muy fuerte (pero no un culturista, ni fanático del gimnasio) estaba matando guiris, desde nadie sabía cuándo (algunos cadáveres seguían sin aparecer, probablemente correspondían a personas dadas por desaparecidas, pero estaba seguro que habría más) y llevaba un año como mínimo instalado en Sevilla o sus alrededores, o al menos, visitando la ciudad desde otro lugar, para diseminar el rastro sin vida de sus profundas obsesiones.
—¿Lo ves? —dijo don Jorge, mirando a Castro.
—Parece el mismo.
—Está claro —convino—. Bueno, venga —indicó a Juan José, señalando con los ojos la sierra eléctrica.
El estudiante quiso intervenir antes de que la sierra se pusiera en marcha. Con voz sumisa, solicitó al cátedro que le dejase examinar el cuerpo, sólo durante unos segundos. Creía bastarle para redactar el informe. No le retrasaría mucho.
—Tu cronograma de trabajo me trae sin cuidado —le cortó don Jorge—. Igual que tus conclusiones.
—Ya, pero...
—¿Olvidas el acuerdo? —bramó—. Estás aquí sólo para observar.
El joven alumno apretó los dientes y suspiró profundamente.
Luego miró alternativamente a don Jorge y a la mujer que yacía muerta tras una cruel tortura infligida con miedo y dolor en proporciones inimaginables. No le estaba pidiendo otra cosa diferente a esa: observar.
Decidió plantarse.
El catedrático resopló disgustado, reviviendo en su cabeza el pacto que había aceptado a regañadientes.
—Bien. Adelante; vamos —dijo, cruzándose de brazos—. Pero date prisa. No quiero perder la mañana contigo.
La humillación que le produjo esta última advertencia, surtió los efectos que el jefe buscaba, pues durante unos breves instantes la rabia contenida le impidió centrarse en otra cosa que no fuese maldecirle y sofocar el calor interior que le dificultaba respirar. Cuando, urgido por el ultimátum, consiguió reponerse, rodeó la mesa de autopsias, antes de detenerse a examinar más a fondo el cuerpo. Durante una mínima fracción de tiempo, el brillo grisáceo, mortecino a espaldas de los focos, de la pared de azulejos blancos del local atrajo sin querer su mirada.
Era como un recordatorio del extraño paraje que pisaba, de lo frágil de su posición. El lugar le era tan ajeno como el despunte del sol a un noctámbulo empedernido. El profesor y Juan José Castro se habían apartado un poco, aguardando su turno a los pies de aquella infeliz.
Trató de apartar con celeridad los sentimientos de vergüenza y disgusto que le confundían. Para observar, debía hacer lo que había aprendido: prescindir en lo posible de toda emoción.
Comenzó por el cuello: las marcas eran más anchas, con un trazado uniforme, casi lineal. Las rodillas estaban desolladas en el contorno de las rótulas, igual que en los casos precedentes. El resto del cuerpo mostraba pocas heridas y marcas, excepto en la parte interna de ambos muslos. Vio un gran hematoma en el muslo derecho, perfectamente diferenciado de la lividez que se extendía a lo largo de la zona. Sabía muy bien lo que eso significaba, por lo que no era necesario que lo corroborara examinando la vagina. Un detalle carente de interés para él. Lo que buscaba estaba en las manos. Y la derecha parecía dañada; su rotación con respecto a la pelvis era contra natura. Para examinarlas mejor, tendría que darle la vuelta al cuerpo.
Ninguno de los presentes dio muestras de querer ayudarle, cuando introdujo su mano derecha bajo la espalda de la chica e inició la maniobra de girar el tronco, tirando hacía sí del hombro derecho, mientras empujaba el izquierdo hacia atrás y abajo. Sintió una repentina y profunda náusea que le hizo dar una arcada. Ahora sí que olía. Ni la aspiración forzada bajo la mesa había podido detener la expansión instantánea del hedor. Menos mal que era muy poco pesada, a pesar de sus ciento setenta centímetros. Unos cincuenta y ocho kilos, calculaba.
El catedrático le miraba, irritado.
—Antes de irte lo dejas todo como estaba. ¿Me escuchas?
El estudiante apretó los dientes y exhaló aire comprimido por su nariz, terminando entretanto de dar compostura a las piernas, para conseguir un decúbito prono perfecto. No pudo colocar correctamente sobre la mesa el brazo derecho, porque la actitud en flexión era irreducible, así que lo dejó caer hacia fuera y quedó colgando, como si indicara una dirección. «Antes de irte», significaba que le echaba. Se atenía al pacto, interpretándolo a su modo. Tendría que hablarlo con Bernal, pero ya estaba cansado, harto de esa lucha sin sentido. Abandonaría. Que se las apañasen sin él, o el estrés le abriría un agujero en el estómago. Y lo que era peor: si seguía así repetiría curso. De eso, no le cabía la menor duda... ¿Valía la pena?
Giró hacia la izquierda la cabeza. No quería que aquel rostro sin cara le mirase.
La espalda no había sufrido maltrato. A simple vista, una pequeña erosión únicamente, a la altura del omoplato izquierdo. En los glúteos, las lesiones no eran importantes, pero el ano estaba desgarrado y la sangre seca impregnaba sus paredes y había manchado la cara posterior del muslo izquierdo. Sólo el talón derecho estaba desollado, y mostraba el residuo de una mínima hemorragia. Tomó el brazo derecho e intentó girarlo para mirar las palmas, pero no pudo darle más que un tercio de vuelta. El codo estaba considerablemente hinchado, sin señales de contusiones ni heridas. Ésa era la razón por la que el antebrazo estaba tan rígido.
Sentía los labios resecos. Los «traumas» se defendían de la pestilencia insoportable de los huesos triturados con un sencillo truco: mantener la boca abierta para respirar. De este modo, el paladar blando colapsaba parcialmente las fosas nasales. Eso ayudaba mucho; el resto era cosa de la voluntad.
Se agachó para inspeccionar bien las manos de la víctima. En la yema del segundo y tercer dedos de la mano derecha encontró marcas y una desolladura que traspasaba en diagonal el territorio de los dedos para abarcar un área mínima de la palma, en la base del quinto dedo. La desolladura tenía pequeñas soluciones de continuidad, pero era fácil seguir su trayecto completo, a poco que se prestara atención a su morfología. La muñeca mostraba una arruga oblicua, y parecía macerada, como si otra mano la hubiese agarrado con fuerza para retorcerla. En la izquierda descubrió un alisamiento apenas perceptible de la epidermis en la parte central, en paralelo a la línea de unión de los dedos: era algo que no había visto con anterioridad. Como los daños del codo derecho, que repasó una vez más...
Entonces lo supo.
Le dolían un poco las rodillas y le mareaba el espeso cóctel de olores de la estancia, pero la emoción anuló toda incomodidad, como por ensalmo. Un individuo, conduciendo de noche con unas Ray-Ban de sol, cuyo rostro era aún un mero contorno, un trazo desdibujado, impreciso, ocupó el escenario de su mente durante un segundo. Casi podía ver la zaga de su SEAT, encogiéndose hasta convertirse en un punto amarillo, antes de evaporarse en la lejanía de una de las avenidas de la ciudad. Supo que había culminado la carrera, y que ahora podría al fin respirar hondo y pausado. Lo notaba porque acababa de invadirle una indefinible sensación de gratitud, de paz, de anhelo rápidamente cumplido. Se sentía más agradecido a su fe en el proceso escalonado del buen juicio, del pensamiento racional, que en los frutos de su correcta aplicación. Intuía que esa tenacidad investida de lógica iba a ayudarle más en la vida que cualquier otro impulso, por noble y singular que fuese.
Con bastante menos trabajo del que invirtió al principio, devolvió a la muchacha a la postura en la que estaba y se quitó la mascarilla.
Tenía que hablar con Luis de inmediato. Corrió hacia el exterior sin mirar atrás ni pronunciar una sola palabra. Se perdió la mirada estupefacta de don Jorge siguiéndole hasta la puerta en su huida.
Estaba de suerte: encontró libre el teléfono público del corredor central.
—¿Luis? Escucha. Soy yo, Ramón —dijo atropellándose—. ¿Vamos a vernos luego?... Creo que tengo algo importante —avanzó con modestia. La pura realidad era que lo tenía todo, por esa razón temblaba de los pies a cabeza, henchido de emoción y orgullo. Estaba a un paso de justificar con creces ante Bernal la confianza que él le había otorgado. Sabía lo mal que lo estaba pasando. Era consciente de que se le había acabado el crédito en la comisaría, por insistir con aquella teoría suya que estaba a punto de demostrar por fin. Gracias a Dios que Luis era terco y con los nervios bien templados. Tenía que contárselo pronto. Pero también deseaba apurar poco a poco el licor de su pequeño triunfo, sin precipitarse, sin que le volviese a traicionar la vehemencia. Tenía tiempo aún para exponerle su descubrimiento.
—Creemos saber quién es —dijo fríamente Luis Bernal—. Una escocesa, de la que no se tenían noticias desde el día diez. Una tal Eleanor Bowie —pronunció en un inglés perfecto—. ¿Has estado en el depósito?
Sintió que Luis no era sincero; el tono de su voz le hacía suponer que estaba al tanto de aquella jugarreta del cátedro.
Si así era, bien que se lo había callado.
—Me la has jugado, so cabrón —aparentó indignarse—. ¡Porque no me vengas ahora con que tú no sabías nada!
Bernal pareció pensarse la respuesta durante unos segundos.
—¿Y qué quieres que te diga? Ha sido... imposible. Me ha puenteado, ¿me comprendes? El hijo puta conoce bien a mi jefe. Le debe más de un favor.
El estudiante se masticó sus propios dientes con rabia y soltó una imprecación. ¿Qué clase de favores son los que hace un forense a un comisario de policía? Luis le revelaba sin quererlo los trapicheos y amaños que manchaban el dorso de los informes periciales, las dobleces que podían hacer cuadrar los ejes de una investigación. La zozobra de una ruptura —la de su fe— le invadió repentinamente. Miró su reloj, angustiado.
—Mira, ahora tengo un examen. No puedo pararme. A las siete te veo en Juda’s. ¿Vale? —le apremió.
Bernal se mordió la lengua. Luchaba contra su instinto, y se enfrentaba a su concepto de la lealtad. Le jodía admitirlo pero nada ocurriría como esperaba Ramón.
—A las siete.
Los que vieron vomitar al estudiante ante el desolado parterre lateral del edificio, pensaron que estaba enfermo.
Ninguno se acercó a preguntarle el motivo.
LA CERTEZA DEL INSPECTOR

 

Luis Bernal llevaba un año escaso en la Brigada de Homicidios. De origen cántabro, se había criado en Carmona. No superaba el metro setenta centímetros, tenía el cabello oscuro, muy lacio, moderadamente largo, peinado mediante una raya en el centro, de modo que, según la postura que adoptaba, los haces le caían a veces, tapándole la frente y ocultando parcialmente sus ojos azul pálido; y demasiadas canas para un joven de treinta y un años, con una hoja limpia de perjuicios y reveses. A su tendencia innata a engordar, atribuían los que le conocían el que tuviese unos mofletes prominentes, que daban a su cara un aspecto aniñado, pero la realidad era que las fluctuaciones de su peso apenas se apreciaban en sus carrillos. Durante el invierno, solía vestir un Pulligan de cuello alto y una americana a cuadros, siempre que el tiempo no fuese demasiado caluroso. En cambio, de sus mocasines Sebago, a los que reverenciaba como si se tratase de un apéndice más de su anatomía, no se separaba nunca. Sus compañeros lo tenían por un majareta listo y buena gente, de reacciones infantiles a veces, pero carecía de verdaderos amigos en el cuerpo. Tenía un extraño aguante para las grandes contrariedades y se encolerizaba con facilidad por cuestiones nimias; era vehemente y optimista, impulsivo y terco al mismo tiempo. El mote de Travolta se lo habían colgado al instante en la Brigada por su peculiar forma de andar. A los veinticuatro años estaba destinado como inspector en la comisaría de Coín: era un destino forzoso. Su meta estaba en Sevilla, cerca de la Torre del Oro, donde poseía un piso que sus padres le habían legado a su muerte. Sus hermanas Práxedes y Manolita tenían la vida hecha en Alemania, donde habían contraído matrimonio con dos sajones de familias razonablemente bien acomodadas, y no parecía que ninguna pensase en regresar. Fue un alivio que ambas estuviesen de acuerdo con el reparto de los bienes. Pensaron que la casa de Santander les convenía más con vistas al futuro, porque la querían como inversión, y era tan grande que se podía dividir en tres viviendas como poco. Deseaba mudarse pronto, reunirse con sus amigos en Triana, disfrutar con ellos de la templanza nocturna del Guadalquivir. Estaba impaciente por recuperar las mañanas de sábados y domingos, los partidillos de fútbol sala y las cañas en Gambrinus y en las terrazas del Paseo.
Sus expectativas se habían cumplido a medias, porque el golpe de Tejero retrasó en ocho meses su traslado. Los crímenes que más adelante le valdrían el ascenso a inspector jefe, comenzaron muy poco después de instalarse en Sevilla.
Cuando se produjo el primero de los asesinatos, la ciudad era un hervidero de turistas, a causa del mundial de fútbol. El cuerpo de la joven holandesa, Anna De Rooij, fue encontrado el dieciséis de Junio, dos días después del partido Brasil-URSS. El caso se mantuvo en una investigación ajena durante cuatro meses: parecía el típico crimen, no premeditado, de una prostituta. Un cliente matón, cabreado y seguramente pasado de coca o de alcohol, ofrecía el perfil buscado por la policía.
Pero el asesino solo se había tomado sus vacaciones de verano, al menos en Sevilla. Entre el diez de octubre y quince de noviembre se produjeron cuatro nuevos crímenes. Tal cúmulo de muertes y las similitudes entre ellas, dieron un completo giro a la investigación. La alarma social era aún moderada, pues a las víctimas se las suponía prostitutas, al no haber sido identificadas en un principio, ni nadie haber denunciado su desaparición. Luego se sabría que se trataba de turistas con escasos recursos, de jóvenes con vocación bohemia que buscan, a bajo precio, el encanto de un otoño benigno, alojándose en viejas casas del casco antiguo a las que se llama hoteles sólo porque un distintivo azul con una H cuelga de sus fachadas. Dos de ellas eran amigas, y fueron secuestradas y asesinadas al mismo tiempo, en una demostración de crueldad y determinación que hizo entender a la policía que se enfrentaban a un tipo de criminal muy diferente al que estaban habituados a perseguir y detener.
A partir de ese instante, comenzó a planear la duda de si no estarían enfrentándose a una pareja de asesinos que trabajaban en sociedad.
Ramón Castillo estaba asignado al grupo B de prácticas de Medicina Legal. Cada grupo era de siete alumnos. Esto suponía una hora de trabajo común, los jueves, en el laboratorio de criminología, cotejando el análisis de pruebas, y auxiliar al forense de guardia, cuando fuese requerido por el juez. A este cometido se dedicaba una semana de completa disponibilidad, en turnos rotatorios, mediante sorteo o acuerdo privado del grupo. Podía ocurrir que algunos únicamente tuviesen la oportunidad de asistir a la elaboración de informes periciales, o al examen de documentos médicos. Ocasionalmente, la semana transcurría sin incidencias, aunque por lo general se debía proceder a levantar uno o más cadáveres. A Castillo le tocó examinar a «Uñas Negras». Con este apodo se nombró, desde el hallazgo de sus restos, a Margaret V. Rossintong. Los de la policía judicial se encargaban de poner el mote, amparándose en un distintivo, una peculiaridad de la víctima; a veces, tenía relación con el lugar del hallazgo, con la coincidencia con determinado acontecimiento, todo dependía del ingenio del inventor. Margaret era de baja estatura, rellenita y mostraba un espmalte negro, descuidadamente aplicado en las uñas que todavía conservaba. La habían arrojado en el interior de una nave industrial abandonada, en la esquina contigua a la puerta, como un saco inservible. Las uñas pintadas de negro eran características de la estética punk.
El problema estribaba en que habían dejado muy poca cara y cuero cabelludo intacto. Apenas se intuía un esbozo de cresta en el occipucio (el cabello era castaño, sin teñir). La sombra negra que rodeaba los ojos, sin embargo, resultaba muy reveladora, a pesar de que las lágrimas de la pobre muchacha se habían cebado con el rímel, arrasándolo como una riada a un arrozal.
La prueba de prácticas de Castillo consistió en un informe, por decisión de su tutor. Un informe destinado a cambiar el curso de la investigación. «Uñas Negras» era la segunda víctima de la serie otoñal del monstruo, y ahora estaban seguros de que los crímenes continuarían, aunque nadie esperaba un frenesí tal. A esa altura, se carecía de pistas para orientar la búsqueda. No había testigos, ni los restos orgánicos hallados en las víctimas (semen y saliva) aclaraban nada, excepto su pertenencia a alguien cuya sangre era del tipo «0». A la primera reunión en el gobierno civil, para asignar los medios extraordinarios que requería el caso, acudieron los comisarios y subcomisarios. Fernando Sanz Pastor les exigió que se coordinaran e intercambiaran toda la información disponible. No estaba dispuesto a admitir, dijo, «reinos de taifas»; utilizando un tono áspero y desagradable, amenazó con «pasar por encima de ellos», si fuese necesario, para reclutar a los más capaces entre sus subordinados. No hizo falta que insistiera, porque uno de los comisarios (no Encinas) se le adelantó al sugerir que se convocase una segunda reunión de manera inmediata, en la que estuviesen presentes los inspectores y agentes con experiencia en homicidios. En ella se trazarían las líneas maestras del procedimiento a seguir, incluyendo la posibilidad —sugerida por el propio gobernador civil— de crear brigadas mixtas entre dos o más comisarías, y se decidiría por mayoría sobre cualquier propuesta que mereciese la pena ser votada. Puso especial énfasis al insistir en que el valor de los votos no estaría sujeto al lugar que cada uno ocupaba en el escalafón. De ese modo, nadie podría escudarse en la falta de quórum.
No todos estaban de acuerdo, pero ninguno se atrevió a manifestarse en contra, tras comprobar la buena acogida que le dispensó el gobernador.
El veintidós de octubre amaneció despejado, luego de dos jornadas de niebla espesa, fantasmal, que no se dispersaba hasta bien entrada la mañana.
Un viento del este había salmodiado durante toda la noche entre las copas de las palmeras y los arces, arrastrando consigo la humedad del valle.
El río dejó de parecerse a un espectro que se adentra en las sombras de un mundo invisible, un reptil sigiloso, a cuyo lomo se aventuran las traineras. Volvían a divisarse sus orillas, las factorías abandonadas, los astilleros y las barcazas amarradas, que cabeceaban con pereza en los diques. Las calles parecían más vivas que nunca, con docenas de terrazas expeliendo el vaho perfumado de las cafeteras. Carteles y pasquines de propaganda electoral empapelaban los exteriores de los bajos de los edificios, las carrocerías de los automóviles, los postes y farolas; vestían de sonrisas cosméticas los grandes paneles estratégicamente ubicados en avenidas e intersecciones. La combustión negruzca de los motores de los autobuses de línea mezclaba sus esencias con las de los kioscos callejeros de tejeringos. Esa pócima irresistible al olfato es la que percibió Bernal al apearse a las puertas del gobierno civil, a eso de las nueve y veinticinco. Los otros dos inspectores de su comisaría convocados, Celso Lima, y José Ángel Cantos, que regresaban aquella mañana de Córdoba, donde una mujer había sido asesinada de un modo similar a las de Sevilla, avisaron la tarde anterior de que vendrían desde el hotel cordobés en el Mini Cooper de Celso. Del Renault 12 oficial se bajaron también el conductor —su subordinado Montosa—, y Encinas. Hacía días que parecía haberle cambiado el carácter; su dicharachera estupidez se había tornado en sobria circunspección, cosa que Bernal agradecía sinceramente, porque cada vez que estaba de buen humor, su dentadura se convertía en el centro de sus pesadillas nocturnas. Montosa era un buen chaval, bético cerrado, con un único problema: el no saber hablar de otra cosa que no fuera fútbol.
Un policía de uniforme estaba ocupado en repartir botellas de agua por la mesa cuando llegaron a la sala de reuniones. Como un fiel reflejo de la política de apretarse el cinturón que había impuesto en el gobierno civil su nuevo inquilino, las tres lámparas del techo estaban apagadas, aunque entraba suficiente claridad por las balconadas que daban a la plaza. Encinas dejó la cartera sobre la mesa y se desabrochó el cinturón para ajustarse los pantalones. Se les habían adelantado los del distrito norte. Pero Sanz Pastor no estaba aún presente, lo que suponía una oportunidad para charlar brevemente con ellos. Solo conocía a Olalla, un inspector alicantino con el que jugaba al fútbol a menudo. A los demás los había visto o saludado alguna vez, pero no recordaba sus nombres.
—¡Jesús! —Se adelantó unos pasos hacia el corro.
Olalla volvió su cabeza sin cuello, girando media vuelta el corpachón que la sostenía.
—Me alegro de verte —dijo extendiendo la mano para estrechar la que Luis le ofrecía. Los otros dos se apartaron.
—¿Qué me cuentas?
—¡A ver qué cojones quieren! —masculló.
—Qué van a querer. —Se encogió de hombros—. Que les solucionemos la papeleta.
—No pueden meternos en más fregados, Luis. Las elecciones lo absorben todo. ¿Sabes cómo nos tiene el jefe? De mitin en mitin y mamándosela a los políticos... Peor que las putas —se lamentó Olalla.
—Las elecciones son dentro de siete días. Mientras se monta un operativo conjunto entre comisarías, pasarán dos semanas por lo menos... Mejor que no lo pongas como excusa.
La sala olía fuertemente a barniz y a tabaco enfriado. Luis presionó con suavidad su vientre. ¡Menuda mata de pelo le salía a Jesús por las orejas! Le resultaba muy extraño el hecho de que su mirada no pudiese desviarse ni un milímetro del motivo de su aversión. Sentía asco de aquella visión y encima notaba su estómago raro. Tenía la sensación de no haber digerido bien la cena; quizá porque una excitante expectativa serpenteaba en sus entrañas. Sacó una tableta de Alka Seltzer del bolsillo de su chaqueta y se preparó el remedio que tan buenos resultados le daba cuando se colaba con los pelotazos.
—Pues la llevan clara —replicó Jesús Olalla, palpándose los bolsillos interiores—. Esto va para largo, eh... Acuérdate de lo que te digo.
Bernal, creyéndose a punto de vomitar, rechazó el Camel, que a continuación se puso Olalla entre los labios. Sus acompañantes habían empezado a discutir con Montosa sobre el Betis, que, en aquellos momentos, era tanto como filosofar sobre la importancia de Gordillo en el equipo.
—Ya veremos —dijo, superando una breve oleada nauseosa.
—Lo verás tú. Mi maricona —explicó— no ha cantado una mierda en tres meses. Y eso me mosquea, ¿sabes?, porque habla por los codos la muy hija de puta.
Jesús se refería a La Vanesa, su confidente transexual. Se jactaba a menudo de odiar «la mariconería», pero era vox populi en el cuerpo que se pirraba por tirarse a un travestí de vez en cuando.
—¿Cuánto hace que no le comes la polla? —ironizó Luis.
—No me toques los huevos, ¿vale? —dijo Olalla en un tono amistosamente conminatorio.
El eructo que Bernal mantenía en la clandestinidad, se deslizó silenciosamente hasta su boca. Guiñó un ojo a Jesús Olalla. Empezaba a sentirse mucho mejor.
—Tú estate atento.
—Señores, ¡buenos días! —La entrada en la sala de Sanz Pastor sorprendió a Encinas rascándose el escroto a través del bolsillo derecho de los pantalones. Ni se inmutó. Siguió enfrascado en una frenética pugna por recolocar sus testículos. Perseguía aliviarlos de las consecuencias del confinamiento perenne en unos calzoncillos inadecuados.
Había perdido la cuenta de las veces que dijo a su mujer que se los comprase de algodón puro, y de las veces que ella había ignorado el hecho de que no soportaba las fibras. El gobernador no llegaba solo; había traído a sus escoltas y colaboradores, de guarda maestres: cuatro en total. El tío con gafas de culo de botella y pelo gris grasiento que les acompañaba, resultó ser la mano derecha del alcalde. Nadie lo hubiera adivinado, de haberse dejado guiar por el aspecto desaliñado y anodino que le confería su vestimenta y su cabello, largo y alborotado.
Del Valle quería estar alerta ante lo publicado en los medios, y ante lo que se publicase en adelante. Necesitaba saber en qué se apartaba de lo suministrado por los investigadores—. ¿Nos sentamos?... ¿Estamos todos o falta alguien? —les espetó, mientras miraba con el ceño fruncido a su alrededor, y los convocados se acomodaban—. Comencemos.
Como anfitrión, Sanz Pastor ofició de maestro de ceremonias presentando a los reunidos, y explicándoles los objetivos del encuentro.
Le rogó a Luis María Centeno que levantase acta, nombrándole secretario. «¿Tienen alguna objeción?» preguntó en tono protocolario. La situación, afirmó a continuación, les estaba desbordando. No se tenían antecedentes de unos hechos como aquellos en la ciudad. En consecuencia, carecían de experiencia en combatir esa clase de crímenes. Y se había convertido en un problema transnacional (esa fue la palabra que utilizó); la INTERPOL, como ya sabían, estaba colaborando; rastrearía en sus archivos la existencia de delitos con un perfil parecido, para buscar una posible conexión. No se podía descartar, a priori, que el responsable de aquellas atrocidades ya hubiese actuado antes en otro país.
Así lo creían en la división para crímenes sexuales de este organismo.
Los gobiernos de Estados Unidos y Holanda, a través de sus embajadas, se habían interesado por los pormenores de la investigación. Esa presión sobreañadida, no debían considerarla un obstáculo, sino por el contrario servirles de estímulo. Quería, dijo, poner los medios que hiciese falta para acabar de inmediato con los asesinatos. En dicha tarea estaba comprometido el ministro del Interior y la presidencia del gobierno. Solicitó a todos los presentes una «tormenta de ideas», que condujera a «propuestas».
Lima habló en primer lugar.
—Perdón, don Fernando..., antes de que empecemos... ¿puedo hacerle una pregunta?
—Adelante.
—Tengo la duda de si esto es o no una reunión de la Junta de Seguridad Ciudadana. Lo digo porque veo que el ayuntamiento está representado en esta sala...—dijo mirando a su izquierda. El asesor de Del Valle reaccionó a la mención a su persona elevando la mirada hasta el techo con aire de despiste, mientras se quitaba las gruesas gafas para limpiarlas.
—¿Cambia eso algo? —le cortó con sequedad el gobernador.
—Bueno, yo...—balbuceó.
—No hemos venido aquí a satisfacer la curiosidad de nadie —volvió a interrumpir a Lima, Sanz Pastor—. Tengan claro esto... Aquí el que convoca es el gobierno y yo en su nombre... Tampoco piensen que no soy consciente de que en la práctica mi situación actual es de interinidad. Sé que un cambio de gobierno entra dentro de lo muy probable, tras las elecciones. Nada va a cambiar si esto ocurre y soy relevado de mi puesto. Vamos a mantener el plan previsto, ¿comprenden?... Así que les recomiendo que no actúen como si todo esto fuese a quedar en agua de borrajas, porque eso no ocurrirá. Bien, ¿tienen alguna otra pregunta? —inquirió, mirando a cada uno de los presentes. Luego de un breve silencio, apostilló—: Lo que quiero son ideas, ¿entienden? La realidad, ya la conocen: no tenemos ni indicios ni pistas. El único punto de partida son estos crímenes atroces; eso es lo que sabemos y les supongo centrados en los hechos... Así que... —les miró severo— procuren deshacerse de reflexiones esotéricas, vaguedades y anécdotas.
Quiero ideas y propuestas. Todo lo demás me sobra.
El comisario Centeno se apresuró a intervenir en primer lugar.
—Nosotros...—carraspeó— nos venimos preguntando hace semanas a quién debemos buscar. Los informes forenses parecen indicar que estamos ante un violador que mata para no dejar testigos. A la vista de ello, cotejamos las fichas de agresores sexuales que han cumplido pena y están ahora en libertad. Interrogamos a unos quince, aproximadamente. Nada de momento... También hemos pedido información al respecto en otras comisarías...
—¿A cuántas? —dijo Encinas.
—No a todas, claro. Hemos considerado que debíamos seguir un criterio de cercanía, y nos hemos centrado en las andaluzas y manchegas..., digamos que de Madrid para abajo —explicó Luis María.
Bernal no pudo evitar que una casi imperceptible mueca de burla se dibujase en su cara.
—Las de Badajoz y Cáceres están descartadas... —insinuó con cierta socarronería.
—Las contacté yo —repuso el inspector Moreno Luna, compañero de brigada de Olalla—, pero no colaboran con nosotros... Tienen otras prioridades.
—¿Ah, sí? Explíquenos cuáles —solicitó el gobernador.
—Están volcados en el PLUCO1. Sugieren que este marrón es sólo nuestro.
—Pues se equivocan —aseveró Sanz Pastor—. Yo me encargaré...
Encinas carraspeó.
—Estas mujeres fueron secuestradas. Sin embargo, no contamos con testigos.
Hubo un murmullo de asentimiento.
—Puede que estuvieran haciendo dedo —aventuró Montosa—. Las turistas son demasiado confiadas.
—La holandesa viajaba en bicicleta —se apresuró a señalar Encinas, refiriéndose a la primera víctima oficial, dada por desaparecida en mayo, tras perderle sus padres la pista en Zaragoza un mes antes, e identificada cuarenta y dos días después de haber sido hallada, merced a un tatuaje en el muslo izquierdo —y no estaba registrada en ningún hotel.
Puede que la sorprendieran en alguna de las carreteras de acceso a Sevilla... Pero dudo mucho que hiciese autostop.
La ciudad, en plena ebullición, repiqueteaba en los amplios ventanales. Moreno Luna, ansioso por aportar su granito de arena, certificó:
—Las violaciones siguen un patrón. Las vaginales son ante mortem, al contrario que las anales...
La aplicación del inspector desató una sonrisa sarcástica en Olalla.
Una enconada enemistad les separaba desde hacía tiempo.
—Ya, ya... Bien. Escúchenme: olvídense de repetir lo que sabemos.
Es una pérdida de tiempo. Además, no quiero que se pierdan en disquisiciones inútiles —les reprendió en tono severo el gobernador—.
¿Y los confidentes? ¿Qué dicen?
La regañina frenó en seco los ímpetus de Olalla, que deseaba a toda costa franquearse el interés de los mandamases. Pero, pese a que titubeó, tuvo arrestos para ser el primero en tomar la palabra a continuación del gobernador.
—Las muertas no eran putas de la calle —observó mediante un susurro—. No sacaremos nada de los soplones...Creo.
Luis Bernal hizo un ademán a Encinas. El momento que esperaba había llegado.
—No es cuestión de que sean putas o no, Jesús —le corrigió—. El carácter de los delitos es lo que los hace válidos o inútiles.
A Olalla le centellearon los ojos de puro cabreo. No soportaba que un chulo cabrón sabelotodo como Luis le enmendara la plana delante del gobernador.
—Mira, Bernal —se adelantó a Pepe Encinas, que en ese instante tosía para aclararse la voz—. Los soplones viven con putas; de las putas; o son putas —recalcó, arrastrando las eses con rabia—. Eso es lo que importa.
Luis hizo una mueca con los labios, para compensar a Olalla de la afrenta y zanjar con ello el asunto. Estaba excitado ante lo que se avecinaba; no permitiría que una absurda discusión, excéntrica a la cuestión principal, lo distrajese.
—El inspector de homicidios Luis Bernal —habló el comisario de los dientes de tiburón, fijando los ojos en Sanz Pastor—, cree tener una línea de investigación nueva en sus manos... Si me lo permiten...
—Hizo una pausa breve, poniendo cara de incrédulo desinterés— Yo discrepo de la importancia que Bernal le concede a este documento del que voy a entregarles copia ahora —y sacó unas hojas de la cartera, repartiéndolas entre los presentes, comenzando por el gobernador—, pero dejaré que él les explique su contenido... Y ustedes saquen sus propias conclusiones.
—Díganos ¿De qué se trata? —le espetó Sanz Pastor, intrigado, mientras echaba un vistazo al folio.
Bernal se ajustó sus gafas de cerca y explicó:
—Es el ejercicio de prácticas de Medicina Legal de un alumno de nuestra facultad. Si lo leen verán que se trata de un informe forense derivado de la inspección externa de un cadáver... una descripción de las lesiones que presentaba la punky americana del polígono... ¿están en ello? —se detuvo para comprobar si los demás le seguían—. Bien, lo importante está al final, en la página tres, en el apartado «conclusiones»... ¿lo tienen?... En el texto —prosiguió, tras comprobar que nadie andaba perdido— se formula una teoría acerca del autor de este crimen... Les leo:... «las lesiones en las palmas de las manos pueden corresponder a las marcas dejadas por el tirador de la puerta de un vehículo, probablemente roto, porque sugieren el deslizamiento sobre los bordes irregulares de una muesca. La diferente localización de las heridas en cada mano hace pensar que es el tirador de la puerta trasera izquierda... Con seguridad ha sido arrastrada, aún viva, por el tipo de lesiones que presenta en las rodillas y los talones, todas con signos de reactividad. Esta maniobra parece haberse hecho a cierta distancia del cuerpo, probablemente empleando el extremo de una lazada ajustada a su cuello...».
Durante el paréntesis de silencio que se hizo a continuación, sus ojos se posaron furtivamente en los rostros de estupor de sus compañeros de brigada, a los que, deliberadamente, no había puesto al corriente, aun a sabiendas de que tarde o temprano le pasarían factura por aquel gesto de deslealtad. Decidió asumir ese riesgo con tal de evitar filtraciones a otras comisarías. De haber existido, la reunión se habría adulterado irremisiblemente, condicionando con toda seguridad la actitud del gobernador civil.
Por desgracia, no había tenido más remedio que contar con el jefe. Le había costado dios y ayuda convencer al dentón, no sólo de que le avalase en la reunión, sino de la importancia también de mantenerlo en secreto hasta entonces. Estaba seguro de que le habrían preparado una encerrona.
—Prosiga —le instó el gobernador.
Luis se quitó las gafas, parpadeó con aire de ansiedad contenida y se echó ritualmente hacia atrás el haz derecho de su flequillo.
—La deducción es brillante.
—¿En qué se basa para decir eso?—inquirió el gobernador.
—En que no sólo se atreve a plantear una hipótesis, sino que además todo lo que apunta tiene mucho sentido... Creo —lanzó una mirada llena de reproches a Encinas— que este estudiante tiene un don que le permite ir un paso más allá que los demás en la observación y que debemos aprovecharnos —en ese punto se oyeron exclamaciones despectivas— para trazar nuevas líneas de investigación...
—Quiere concretar —le interrumpió impaciente el gobernador.
—Creo que debemos considerar su hipótesis seriamente, e investigarla.
—¿Y cuál es la hipótesis? —dijo con frialdad el comisario Centeno.
—Está claro, ¿no? Señala a un taxista. O a alguien que utiliza un taxi.
El comisario sonrió con desprecio.
—Claro, estará para usted. ¿Trata de decirnos que se toma a pies juntillas una especulación con base tan endeble? ¡Es increíble! Las lesiones que... este chaval atribuye al «tirador» de la puerta de un coche, son seguramente defensivas... Lo que ya es para nota —añadió, sarcásticamente—, y me parece mentira que se lo tome usted en serio, es que se atreva a indicarnos la puerta concreta... ¡Hombre!
—Lo probé ayer —afirmó Bernal, mostrando las palmas, surcadas por pequeñas rozaduras, a los presentes—. Fui a un desguace y rompí el tirador trasero izquierdo de un 131, empleando unos alicates... El pasajero aborda el tirador izquierdo de distinto modo al derecho. Un diestro —colocó su mano en actitud para la demostración— al intentar forzar el fragmento del tirador, sufriría lesiones en las yemas del segundo y tercer dedos de la mano derecha, principalmente. Si estuviese partido el tirador derecho, deberían afectarse más el cuarto y quinto...
Centeno se sacudió la nariz.
—Vamos a ver; no entiendo bien. ¿Quiere decir que ese vehículo —si existe—, carece de tirador derecho trasero, y tiene roto el izquierdo?
—Creo que el derecho está intacto. Ninguna de las puertas puede abrirse desde el interior.
—Un taxista —terció Moreno Luna— no puede salir a trabajar teniendo inutilizadas las puertas traseras...
—Probablemente —admitió Bernal—. Aunque, en mi opinión, las puertas no están inutilizadas: han sido manipuladas para que abran sólo desde fuera.
—Puede ser —dijo el inspector, doblando nerviosamente la hoja del informe—. Vale... Pero estarás de acuerdo, Luis, en que ese, digámosle, defecto del taxi, hubiese llamado bastante la atención.
Bernal se quitó las gafas antes de replicar:
—Depende... Deberíamos considerar la posibilidad de que se trate de un camuflaje ¿Es un verdadero taxista, o un impostor que se refugia en ese disfraz para salir de caza? —se preguntó a sí mismo, rodeando la mesa con la mirada—... Le basta con cambiar el cartel interior de «libre» por el de «ocupado», para evitarse cualquier molestia con los clientes. En una ciudad del tamaño de Sevilla, con tantas licencias, no debe resultar fácil detectar a un falso taxista. Pensemos en alguien que no utiliza las paradas oficiales. Eso si no nos enfrentamos con un taxista auténtico, un autónomo que tiene en su licencia el medio perfecto para hacer realidad su hobby. Si tiene ese trabajo como una actividad complementaria, podría funcionar como le viniera en gana.
La discusión se estaba deslizando hacia un terreno que disgustaba profundamente a Luis María. Era la forma de plantear el asunto, de arrogarse el protagonismo absoluto, la manera de hacer que las luces le enfocasen sólo a él, lo que le sacaba de sus casillas. El que Bernal pareciese tener respuestas para todo, era algo que ya se esperaba de un modo u otro. Conocía bien la clase de ambición que se escondía tras ese tono de autosuficiencia porque era un mero reflejo de la suya, recién llegado al cuerpo y con veinte años menos. Contaba con que se habría estudiado los expedientes hasta el mínimo detalle, sin dejar suelto ningún cabo que no lo estuviese ya por las propias circunstancias de la investigación.
—¿Por qué no un clavo..., por ejemplo? —discrepó—. O el cerrojo de un tragaluz... Pongamos que fue una arista de la pared del zulo donde fue retenida. ¿Acaso sabemos si han estado o no encerradas?
—Pues porque, en ese caso, las otras tendrían lesiones muy diferentes, en localización, profundidad y tamaño —replicó Bernal, con las mejillas encendidas—. O, sencillamente, no las tendrían. Y en todas hay pequeños desgarros en las palmas.
—Veo que lo sabe usted todo ¡Enhorabuena!—dijo ¡Perfecto! Mi opinión, Luis, y no me la va a cambiar ni usted ni el estudiante —dijo el comisario sin rendirse del todo—, es que corresponden a la agresión...
Un anillo con un corindón defectuoso, o mal montado, pongamos por caso —aventuró.
—¿A esa distancia?... Habría restos de piel bajo las uñas de las víctimas —señaló Bernal—. Porque no los hay... Repasemos —prosiguió con extraña firmeza en la voz— los informes y las fotos de los cadáveres, y se comprobará que las heridas son casi coincidentes...
Encinas bostezó nuevamente, mientras su colega Luis María maldecía entre dientes su ocurrencia de haber propuesto al gobernador que los inspectores tuviesen voz y voto.
—¡Vamos, hombre! —estalló—. Es una teoría sin fundamentos. Por qué un taxista... ¿porque se imagina que la mujer estuvo en el asiento trasero de un coche?... Y si así fuese, ¿no podría tratarse de un vehículo particular?
—Mire las fotos de los otros cuerpos —aconsejó Bernal— Si es...
—¡Ya las he mirado!—le interrumpió el comisario—. No perdamos más tiempo en esto, por favor.
Sanz Pastor medió entre ambos.
—Dejémosle terminar, Luis María...
—Gracias —Bernal miró al gobernador, sorbiendo a continuación un poco de agua—... Decía que si el asesino tiene un coche particular recogería a sus víctimas, haciéndolas subir al asiento del lado del conductor. En cambio, en un coche de servicio público, la gente se monta detrás. Un taxista o alguien que se hace pasar por él, tiene a su favor dos cosas: que nadie desconfía y un gran número de oportunidades para hacer la selección que le conviene...
—En la mía es fijo Gordillo —observó burlonamente Olalla.
—Nada de bromas —dijo, imperativo, el gobernador—. Bien, señor...
—Bernal.
—Me imagino que ha hablado usted con este alumno...
—Lo hice el viernes pasado —confirmó, refiriéndose al diecinueve—. Y me dijo algo más, aunque esto ya es pura especulación, lo reconozco.
—Prosiga. No nos deje usted en ascuas.
—Él cree que el autor de estos crímenes sufre algún tipo de enfermedad en las manos, algo que afecta a su piel.
Centeno contagió sus carcajadas ahogadas a los policías de su grupo. Cantos también sonrió...
—¿Sí? ¿Y en qué se basa? —se impacientó Sanz Pastor.
Luis encogió levemente sus hombros.
—En que ataca a distancia... Es como si quisiera evitar un contacto directo hasta que las reduce... Por eso utiliza una especie de cinturón o lazo de cuero.
—Le ha proporcionado los informes de los otros casos...—aventuró el gobernador.
Bernal asintió.
—Quise que me diera su opinión.
—¡Seamos serios, por favor! —protestó Pepe Encinas, que estaba ansioso por distanciarse de su subordinado y resarcirse de la sensación de ridículo que le había invadido después de asistir al montaje teatral de Luis. El muy cipote de Bernal lo había puesto en una situación incómoda por culpa de aquel disparate, y si no fuese porque había intuido que ese tipo de planteamientos «modernos» agradaban al gobernador, nunca se hubiese avenido a patrocinarlo.
—Lo somos —aseguró Luis con pasmosa seguridad—... Podemos tomarlo o no en consideración pero tiene su lógica... Es una especie de «rutina preventiva» frente al rechazo, algo que se ha acostumbrado a hacer a la fuerza, y que no puede dejar de hacer, por mucho que se lo proponga.
Sería el equivalente al acto de comprobar que se ha cerrado la llave del gas o apagado la estufa.
Las protestas más sonoras partieron del grupo de Centeno, pero nadie parecía estar de acuerdo con Bernal, a excepción del gobernador, al que había impresionado la teoría del alumno.
—¡Señores; por favor! —Elevó la voz—. Si no están conformes, hablen de uno en uno...
Centeno se adelantó al resto con la propuesta que traía preparada.
—Con todo el respeto para ese aventajado y sagaz alumno —dijo Centeno—, lo que tenemos que hacer es buscar a un violador fichado que ha escalado un peldaño en su conducta violenta... Si no hacemos eso, estaremos perdiendo el tiempo...
Sanz Pastor ignoró olímpicamente los argumentos del comisario.
—¿Y su propuesta? —apremió a Bernal.
—Centrarnos en el gremio de taxistas. Averiguar sus turnos y recorridos. He pedido el listado de profesionales a la Asociación. Para el resto, acudiremos al registro municipal de licencias... Será una tarea ardua —admitió— porque... no solo tendremos que investigarles... —se detuvo para buscar comprensión en la mirada de don Fernando—. Además... tendremos que hablar con todos ellos, para saber si han detectado a algún intruso.
El estrafalario asesor de Del Valle intervino para asegurar:
—Si así se decide, tendrán toda la colaboración de la alcaldía.
—Nos faltan recursos —protestó ahogadamente Olalla, meneando la cabeza con aire desolado.
El gobernador reaccionó con celeridad.
—Solicitaré un traslado temporal de diez agentes. Su comisaría —se dirigió a Centeno— que siga investigando a los encausados por delitos sexuales de cualquier clase. Y, usted, Encinas, asigne ese alumno al forense. Que le acompañe..., si hay más cadáveres... Y ojalá que no tengamos que leer un nuevo informe suyo. ¿Están de acuerdo? Bien, tome nota, Luis María.
El acta de la reunión, se concluyó en unos minutos, sin que las protestas en voz baja y los comentarios de desaprobación de Moreno Luna y Olalla cesaran del todo. Centeno pareció tragarse al fin el sapo.
—Quiero un buen entendimiento, no disputas —solicitó en su despedida el gobernador—. Les citaré de nuevo si hay progresos.
Bernal sintió, al bajar la escalinata, que su estómago se retorcía suplicando un café caliente. Buena señal. Estaba contento, especialmente por la determinación de Sanz Pastor de contar con Ramón.
Pero finalmente, y como él sospechaba, no se había producido ninguna votación.
UN CRUCIAL REPASO A LOS INCIDENTES DE TAXIS

 

En las tardes que tenía libre, Bernal solía citarse con Daniel, un botánico empleado por el Ayuntamiento para la introducción de especies en el parque de María Luisa, al que había conocido unos meses atrás en el polideportivo municipal. Carecían de amigos comunes, pero eso no fue ningún obstáculo para que entablasen conversación durante las vueltas de calentamiento en la pista de albero, pues ambos parecían propender a relacionarse con extraños. Daniel rondaba los treinta, era locuaz, aficionado a practicar fondo atlético y un aceptable jugador de tenis. Estaba tan colgado con la música de Zappa, que dedicaba la totalidad de sus escasos ahorros a asistir a uno de sus conciertos en América, cada verano. Las primeras charlas que habían mantenido, a cuenta de cosas banales, convencieron a Bernal de que las ideas de ambos —especialmente las políticas— coincidían en muchos aspectos, asunto que se le antojaba esencial cuando se trataba de compartir el tiempo libre, porque, según su razonamiento, únicamente con los afines se pueden examinar aspectos de la realidad presente o pasada que se presten a enfoques opuestos, sin que las diferencias de criterios terminen por abrir brechas en la confianza, o —lo que es peor—, sin que el ánimo por preservar la amistad acabe sojuzgando en cierta medida la libre expresión de opiniones. En ocasiones, Daniel acudía con su novia pelirroja, Sara, una sevillana de raza con gusto por el chocolate marroquí, de bondad germinal y dulzura espontánea, un poco hippie, y bastante guapa, cuyo fuerte olor a pachulí le agradaba, aunque podía llegar a marearle. Las nuevas amistades le vinieron como anillo al dedo para alejarse un poco de las monocordes reuniones con policías, en las que apenas se hablaba de otra cosa que no fuesen tías, casos pendientes y fútbol. Como Daniel se movía en moto, se avenía de buen grado a tomar café en alguna de las muchas cafeterías-pastelerías de las proximidades de la plaza de España, a escasos metros de su casa, evitándole la molestia de sacar el R-5. Daniel era tan aficionado al dominó, que siempre llevaba consigo un juego de fichas; unas miniaturas de madera, excelentemente terminadas, que transportaba en un estuche plano, hecho en cuero grueso, que alguien le había traído de La India.
Luis era un poco reacio a las partidas, aunque le atraían; tal vez por su temor a no comportarse como era debido, dado que se consideraba a sí mismo como un ludópata en potencia. En eso, tenía mucho de su madre, a la que recordaba, subida de colorete, en aquellas tediosísimas partidas de mus que organizaba con sus amigas, tarde tras tarde. Su madre (era el más amargo de los flash-back de su memoria) se deslizó al final por la pendiente estúpida de una adicción tiránica, redujo el resto de su vida —incluida su familia— a una mera anécdota, se hundió en el estupor miope de su absorbente y minúsculo mundo, circunscrito a los naipes. Recelaba del juego tanto como le atraía. Pero acabó cediendo a la insistencia de Daniel y, solos o en compañía de Sara, solían jugar un buen número de tardes, apostándose el café. Cuando el joven Ramón se unió intermitentemente al grupo, Luis propuso cambiar de lugar de encuentros, y, de común acuerdo, comenzaron a frecuentar otros locales, cercanos a la Facultad. No hubo problemas. En esto, como en otras cosas, Dani y Sara, demostraban a Bernal la clase de personas que eran. El vínculo profesional que se había establecido entre Luis y Ramón, se mantuvo en un discreto aparte, al que ni la despreocupada pelirroja, ni el botánico deportista, tenían acceso. No parecía extrañarles la poco usual relación de amistad entre un policía y un estudiante, ocho años menor. Sobre las seis o las siete, la reunión se trasladaba a Juda's, un local al estilo de los pubs ingleses, que estaba libre de algunos de los inconvenientes que sí tenían otros bares de copas del casco antiguo. Generalmente, se podía aparcar cerca de la puerta, porque la calle Cíngulo carecía de salida y los vecinos habían conseguido que se catalogase como de «acceso restringido», por lo que colocaron vallas en la entrada, que disuadían a los conductores, temerosos de no poder retirar posteriormente su vehículo. Bernal conocía ese truco, el ambiente era agradable, y lo que más apreciaba era que por un Ballantine's con soda, le cobraban doscientas treinta pesetas, setenta menos que en la mayoría de los pubs del centro. Sevilla era una ciudad cara, donde se quemaba con rapidez el sueldo de un inspector. Desde luego, mucho antes que en Coín, contando incluso con las frecuentes escapadas que, en esa época, hacía a Marbella, en busca de unos pelotazos y —si se terciaba— un polvo decente. Aunque la razón principal por la que se había convertido en fiel cliente, era Tina (Valentina debía de ser su verdadero nombre), la camarera que servía las mesas. Aquella chica de veintiuno a veinticuatro años era una especie de imán para su vista. Se sentía completamente incapaz de dejar de mirarla mientras atendía a los clientes, por la manera en que se le marcaba el culo en sus tejanos ceñidos y se le deslizaba la media melena hacia su carita, al inclinarse para depositar las bebidas. Lo único que lamentaba era no atreverse a entablar conversación. Echaba de menos algo de desparpajo para abordar a las mujeres. En sus años en Coín se había aprovechado de la labia de Miguelito, el locutor de la radio local, su colega de correrías nocturnas, que, no obstante, asumía con indudable buen humor el papel de feo oficial en el seno de una simbiosis perfecta. Huesudo, desgarbado, con antiguas y profundas cicatrices del acné en el rostro, era de esos mamones que poseen un encanto inverosímil, que hacen reír a una tía en cuanto se la topan. Esa clase de hijos putas que atraen sin proponérselo la atención de cualquier hembra. Pero para qué engañarse. Lejos de las habilidades de Miguelito, no era gran cosa. O las mujeres le ligaban a él, o no se comía una rosca. Por fortuna y por desgracia: la fortuna era que nunca faltaban tías con ganas de marcha, y la desgracia, que la mayoría de ellas valía menos que un pimiento. A veces, era como si se le atrancaran las palabras en el gaznate, ahogándole de pura impotencia, como si le mantuviesen sujeto con una camisa de fuerza, cuando un niño, al que podría salvar, está a punto de ser aplastado por un camión. Tina estaba más buena que la tarta de galletas con chocolate que su madre le hacía de pequeño. En sus fantasías, se imaginaba a la chica acercándosele y tomando su mano. Él la seguiría sin rechistar, con el corazón traqueteando desbocado entre los pulmones, hasta la trastienda. Allí, una Tina muda, sonriente y enigmática, le bañaría el rostro con perfume a esencia de limón, irradiaría su cuello de una tibieza carnal nunca antes percibida, para entregarle, sin el precio de la deuda contraída, unos labios de inimaginable textura y sabor. El sueño concluía en ese abrazo, donde se sentía desvanecer de lujuria insatisfecha; no era capaz de imaginar más allá. Era una especie de reverencia instintiva, una barrera de protección frente al deseo incontrolado. Sentía un impulso estúpido que siempre posponía a una mejor ocasión: contar a la chica el desarrollo de su sueño. Tras desechar, por descabellada, la idea, se consolaba pensando que, si intimaba un poco, podría desvanecérsele la imagen formada, podría dársele a conocer una Tina muy diferente a la que él se había construido dentro, tal vez soez, deslenguada y con novio. Ahora, al pasar de los treinta, había convertido sus claudicaciones en experiencias de las que sabía sacar ventaja.
En cuanto Bernal vio aparecer al estudiante, doblando la esquina de la calle Estraza, abandonó su asiento provisional del capó del R-5, y supo que estaba a punto de afrontar su desagradable encargo con una aspereza impostada y algo cruel. Había confiado ciegamente en él, en su singular enfoque. Ahora sentía que una fuerza desconocida le desplazaba hacia otra percepción más pragmática y lo alejaba de Ramón. Quizá se había dejado llevar durante demasiado tiempo por un entusiasmo inconsciente con aquel muchacho, como deslumbrado por una clarividencia que a él le faltaba. Nada de cuanto había intuido el estudiante se había podido demostrar hasta el momento. Ninguna de sus complejas y brillantes elucubraciones había tenido la respuesta de siquiera una minúscula confirmación. Sentía como si hubiera saltado desde un trampolín sin mirar abajo.
Pero la piscina estaba completamente vacía.
—Estás fuera —le anunció Luis, a modo de bienvenida, haciendo un gesto elocuente con su mano derecha—. Se acabó la teoría del taxi.
Ramón apretó las mandíbulas, alterado y sorprendido por las palabras de Bernal. Sudaba, y notaba la camiseta húmeda y pegajosa. Un vaho sofocante se había adueñado del espacio existente entre ésta y el jersey de Shetland, que a duras penas aliviaba agrandando el diámetro del cuello con su dedo. La caminata a paso ligero y el imprevisible efecto del río sobre la brisa templada del suroeste, habían obrado el resto.
—¿No me vas a escuchar? —preguntó con estupor.
Luis lo cogió suavemente del brazo y lo empujó hasta el interior del pub. No esperaba encontrarse con Daniel aquella tarde. Lo había llamado, para estar seguro; Sara le recordó que los jueves tocaba prácticas (se iba a examinar del coche, a finales de mes). En el umbral se cruzaron con Tina, que les sonrió, sin apenas mirarles, con una frialdad llena de encanto. Quiso comerse aquellos labios recién humedecidos con la lengua.
—Te llevo escuchando meses —dijo Bernal, acomodándose sobre uno de los taburetes de la barra, y ofreciendo un Fortuna a Ramón.
Suspiró con resignación: tenía que dejar de pensar en Tina—. ¿Qué hemos adelantado? ¿A ver, dime?
El calor era asfixiante bajo la lana. Ramón se despeinó al desembarazarse del jersey y aceptó el cigarro. Luego pidió que le sirvieran un botellín helado de Lanjarón.
—Es cosa tuya —sugirió decepcionado.
—No —negó secamente el inspector.
—Claro.
Luis Bernal paladeó un primer sorbo de ginebra con Coca-cola, y aguardó a que el estudiante prosiguiese exigiéndole una explicación.
Entretanto dejó a un lado la persona de Tina y recorrió con la vista a los varones, unos pocos en grupo, tres más con su pareja, repartidos por las mesas del local. Escudriñó sus ojos, el destino de sus miradas, tratando de averiguar con morbosa curiosidad si éstas delataban una pasión equivalente a la suya por la camarera de los tejanos ceñidos y los labios carnosos y brillantes. Le fascinaba descubrirlos, alimentándose como él de la sensualidad de la muchacha. Había descubierto que los que iban en compañía femenina sentían una especial predilección por aquel cuerpo.
—Luis...
—Hemos perdido el tiempo, ¡cojones! —le interrumpió— ¡Un puto montón de horas de trabajo! Y ¡cero!
—¿Por qué me has hecho ir? —preguntó Ramón con un tono visiblemente apesadumbrado.
Empezaba a darse cuenta. El haber creído y defendido la teoría del estudiante había sido para Bernal como apostar todos los ahorros de una vida en la ruleta a un solo color y número. La bola, que veía rodar aún, lo hacía cada vez con más lentitud, y cada vez más lejos del objetivo.
—¿Tienes idea... —chupó de la boquilla del Fortuna como si le fuera la vida en ello— del tiempo y las energías que hemos gastado?
A Castillo le sublevó aquella «adivinanza» que le proponía Bernal.
¿Ahora resultaba que él no había arriesgado nada?
—¡Parece mentira, tío!—dijo ofuscado—. Me hablas como si yo hubiese ganado algo. ¿No te das cuenta que me he jugado el curso?
—Ya da igual... Tu catedrático —siseó las palabras— se ha salido con la suya. Entre él y el mamonazo de Centeno han convencido al gobernador de que tus consideraciones estaban viciadas en origen...
Francamente, no se esperaba eso de Luis: que se mostrase tan insensible y tan egoísta, como para ignorar de aquel modo su parte de sacrificio en el tinglado, que era mucha y desinteresada además.
—Viciadas —repitió sarcásticamente Ramón—. ¿Qué quiere decir eso?
—No sé. No me preguntes —dijo Bernal con la mirada baja—. A mí me ha llamado Encinas... Se separarán de los expedientes tus informes. Eso es lo que sé.
—No me lo puedo creer. ¡Qué hijo de puta!
—Cuando no tienes una mierda —dijo Bernal en tono de reproche—, te callas. Y te jodes. Porque, pensándolo bien Ramón, ¿con qué defiendo este circo que hemos montado entre los dos?
—Lo primero que podías haber hecho —dijo, airado, el estudiante —era hacerle ver a tus jefes, incluido el gobernador, que Fuentes ha empleado más folios en rebatir mis anotaciones que en presentar unas conclusiones propias. Pero claro: era una guerra. ¡Eh!—apretó los dientes—. Lo que importaba era colgarse los galones.
—Que no te enteras, mamón —dijo Luis con voz cansada.
El murmullo sordo de las conversaciones del fondo derecho de la barra, se apagó durante un instante; el tiempo suficiente para advertir a Bernal de que hablaban demasiado alto.
—Atravesar una ciénaga. Eso es lo que he estado haciendo en estos meses —reflexionó amargamente Ramón—. Primero lidiar con Fuentes, aguantar sus putadas... Después me vienes tú con que tienes que pagarle los favores que le debe la comisaría.
—¡Más bajo! —susurró Luis— Yo no le debo nada... Eso es cosa del dentón.
—¿Pero qué mierda es ésa? ¿Qué apaños le hace el catedrático?
—Déjalo estar —rogó.
Las mandíbulas de Ramón se encallaron brevemente de rabia. Bufó como un animal perseguido y se estrujó con la mano la porción de melena que sobresalía de su nuca. Se sentía como un pelele, vapuleado por unos desaprensivos que tenían que proteger a la sociedad y en lugar de ello estaban enfrascados en luchas de poder. ¿Para esto se había jugado el aprobado en «legal»?
Apeló a su lealtad con Bernal y le exigió saber el tipo de favores que se prestaban Fuentes y Encinas.
—Para contarlo en el Interviú —supuso el inspector.
—Estás como una puta cabra.
Luis tomó aire antes de apurar el cigarrillo. Se hubiera jugado el cuello por la confianza que Ramón le inspiraba. Intuía que cualquier cosa que contase al estudiante sería enterrado como un cofre valioso en las galerías de su memoria. Allí se quedaría como testimonio de una decepción y como descubrimiento. Un triste descubrimiento: el de una de las variadas miserias que han de reducir en poco tiempo a cenizas la inocencia de la juventud en la que aún vivía Ramón, y que él había perdido para siempre. En consecuencia, contó a su amigo, con pelos y señales, lo que quería saber. Una muestra orgánica podría aparecer en un cadáver para inculpar al criminal.
¿Sabía él cuántos asesinos quedaban libres por falta de pruebas? Su joven amigo no tenía ni la más remota idea de lo frustrante que era eso. Hay varias maneras de hacer justicia. ¡Vaya que si las hay!
El estudiante bajó la cabeza. La decepción era tan honda con respecto a Luis que parecía como si todas las culpas y todos los amaños, las tretas, las burlas a La Ley, y hasta los delitos que se escondían tras aquella confesión fuesen obra de una sola persona, de aquel amigo que parecía haber traicionado algo mayor que la propia amistad: la imagen que tenía de él.
Ahora comprendía, aunque seguía sin entender. Una insoportable sensación de asco le quitó durante unos segundos todas las fuerzas. Pero se recobró al sentir revolotear en su corteza cerebral los antiguos compromisos. Sentía muy hondo en su conciencia el ansia de no dejar pasar aquella oportunidad; después saltaría sobre la inmundicia y desaparecería aunque fuese con las suelas enfangadas de mierda.
—Se acabó —repitió Bernal, con un punto de melancolía—. Aceptémoslo.
Ramón apuró el botellín y continuó con su lista de agravios:
—La cabronada de hoy, ¿qué?... Me la podías haber ahorrado, macho.
—Has ido —dijo sin mirarle a los ojos— para no darle el gusto a ese hijo de puta... Y me la he jugado. Me jode pensar que vaya a regodearse el muy cabrón, después de lo que he pasado en estos meses... He dado la cara, ¿entiendes? —prosiguió en tono persuasivo—. ¿O eso no lo entiendes? Si fuera por mí, seguirías, lo sabes... Estoy casi seguro de que lo tenemos bien encaminado, pero no hemos avanzado... ¡Reconócelo, Ramón! ¡Coño!
El estudiante hurgó en el bolsillo posterior de sus vaqueros y sacó un fragmento de papel, doblado dos veces, y arrugado. Durante los últimos tres meses los periódicos locales habían recogido múltiples falsedades y esbozado las teorías más disparatadas. Los portavoces policiales nunca justificaron en ese tiempo la existencia de una línea de investigación en base a los interrogatorios a profesionales del taxi, pero no pudieron impedir que se especulara con ellos: habían recabado la colaboración ciudadana en su comparecencia ante los medios de comunicación. A las mujeres se les rogó que informaran a la policía de cualquier elemento extraño que deparara su encuentro con un desconocido, entre los que como es natural debían incluirse a los taxistas.
Los periódicos comenzaron a publicar testimonios de ciudadanos que, víctimas probablemente de la psicosis colectiva desatada por los crímenes, informaban a la policía de «incidentes» en el uso de este medio de transporte. Los conductores de taxis de la ciudad llegaron a organizar una protesta ante el ayuntamiento, a comienzos de enero. Se sentían injustamente vigilados y perseguidos.
Bernal y el estudiante habían discrepado sobre el valor de algunos de los testimonios dados a la policía. Mientras que al inspector le sonaban a simples desahogos de gente fantasiosa o con ánimo de notoriedad, a Ramón le inquietaban. Había coincidencias que no parecían ser casuales, pero hasta ahora no había sido capaz de interpretarlas.
No al menos hasta inspeccionar el cuerpo de aquella infeliz desconocida que Fuentes suponía (por inercia de los hechos precedentes) extranjera. Bernal parecía ponerse de muy mal humor cada vez que el estudiante mencionaba el tema.
—Las declaraciones de clientes de taxi... —dijo Ramón, poniendo el papel en la barra y girándolo para que quedara a la vista de Bernal.
Se hacía mención en aquel fragmento de periódico de los testimonios de ciudadanos, recogidos por la policía—. ¿Recuerdas las de aquellas dos chicas de Heliópolis?
El inspector tomó aire por la nariz, mientras le palpitaba el pecho de frustración y cólera. Los mofletes, rubicundos y brillantes, parecían dos pellejos de vino a punto de estallar.
—¡Otra vez con lo mismo! Declaraciones... testimonios... llamadas de teléfono. ¡Las tenemos a cientos! ¡Qué más da!... ¡Nada!... ¿Es que no te das cuenta? Te han vetado. Y vetándote a ti, me han vetado a mí también. Se han cargado tu teoría —recalcó—. La investigación seguirá un camino, ¡un único camino!, ¿te enteras?: el que quería El Berraco (así se referían a Centeno, por la barba espesa y la sonrisa cerduna).
Ramón continuó como si no le hubiera escuchado, o como si nada de lo que había oído le afectase.
—Repasé las declaraciones —dijo pausadamente—, y al principio no hallé nada significativo... Luego, con una lectura más atenta, caí en la cuenta de que lo que contaron las muchachas era casi idéntico al relato de aquella empleada del consulado noruego... no recuerdo su nombre, que paró un taxi en La Maestranza. ¿Sabes a quién me refiero?
Una chica rubia con atuendo peculiar... Tienes que acordarte porque la entrevistaste tú.
—Déjalo —sugirió Luis Bernal, apurando el último sorbo del cubata—. Ese camino no tiene salida. ¿No viste los retratos robot? Eran completamente distintos, recuérdalo... Escarbamos hasta donde fue razonable.
—Utiliza un taxi, Luis... No sé si un taxista, pero ese monstruo se vale de un taxi. No me cabe en la cabeza que ahora lo pongas en duda.
Con gesto desencantado, el inspector suspiró profundamente.
—En el gobierno civil me enfrenté a todos por eso.
—¿Vas a abandonar?
—Voy a hacer lo que me digan.
El joven estudiante conocía a la perfección los detalles que estaba a punto de pedir a Bernal. Su intención era situar al inspector ante los hechos.
—Préstame atención un momento —le rogó—... Repíteme lo que contó la noruega.
Bernal miró a Ramón profundamente hastiado; sin encontrar un átomo de energía en su organismo; con el hastío inmarcesible del que ha cavado hasta la extenuación en busca de un tesoro sin encontrar nada. Pero, pese a su agotamiento mental, dio satisfacción a la demanda del joven refiriendo sucintamente, y con evidente desgana, lo dicho por la chica. La empleada del consulado, una joven rubia vestida con una túnica de lana policroma y una capa de loneta azul, contó extrañada a la policía que, tras parar un taxi, el conductor le había preguntado a través de la ventanilla del acompañante adónde quería ir.
Cuando le dio la dirección, el taxista se volvió grosero de pronto y le dijo que se buscara otro taxi, que el suyo estaba ocupado, procediendo en ese momento a darle la vuelta al cartel de «libre». Después, había salido zumbando y escupiendo toda clase de tacos. La chica no sabía el modelo de coche ni se había fijado en la matrícula. Sólo se fijó en que el individuo, grueso y con una sombra de bigote, sudaba copiosamente, pese a que el ambiente era bastante fresco. También le chocó un poco que llevara gafas de sol, unas Ray-Ban doradas, porque el crepúsculo había caído sobre la ciudad un buen rato antes. Era como si quisiese ocultarse tras ellas. Bernal, que fue el primero en entrevistarla, se tomó la molestia de mandar hacer un retrato robot.
—No te esfuerces, Ramón —dijo a continuación de su relato—. Incidentes como ese se dan a menudo. ¿Qué tiene de extraño? Los taxistas suelen estar estresados... Estaría acabando su turno y no le apetecería pasarse de horario... No sé... A lo mejor, el servicio que quería la noruega le suponía retrasarse media o una hora... ¡Qué sé yo!
—Dame un cigarro, anda —dijo el joven—.Y no te enrolles. Mira —prosiguió tras encender el Fortuna y dar una primera calada—: el testimonio de las niñas que pararon el taxi en la avenida de Heliópolis es tan parecido... ¡Es que es calcado!
—¿Y qué? ¿No te he dicho que cosas así pasan todos los días? ¡A saber los que se habrán producido y nosotros sin enterarnos! ¿Cuántos hemos tenido igual que este?... No sé... Siete u ocho... A ver si hago memoria: uno en las Tres Mil Viviendas..., en Reyes, creo. Otro... en el casco antiguo..., no recuerdo la fecha. A últimos de mes, tuvimos uno en la puerta de Los Lebreros... Esos son los que recuerdo. No significan nada, Ramón —insistió Bernal—. Los incidentes en el uso del taxi son muy corrientes. Lo sabes, lo hemos hablado muchas veces... Taxistas que se cabrean y echan a los clientes... clientes a los que no gusta cómo les mira el taxista... o cómo huele. Ya que has repasado las declaraciones... ¿te has fijado en cuántas se refieren a taxistas que se insinúan a clientas?
—Catorce —comentó Ramón—. Ese hijo puta no le tira los tejos a nadie. Eso lo sabes, tío, así que no te salgas por la tangente.
—Me estás poniendo de mala hostia, Castillo —dijo Bernal sucumbiendo a su otro yo, el insensible y violento revés de su alma—. ¿De qué vas? ¿De sabihondo? ¡Eso se investigó a fondo! ¡Ya está, joder!
El estudiante se encomendó a una deidad abstracta, mientras pedía al camarero que le sirviese un gin-tonic. Entraba y salía gente con apacible sensación de rutina. Hacía algo de calor, porque el ventilador del techo, tras la barra, se había detenido unos minutos antes. Renunció a entrar al trapo y dejó que Bernal se distrajese siguiendo con la vista el insinuante andar de Tina, a lo largo del local, una visión que normalmente le ponía de excelente humor, aunque le turbase un poco. Los primeros tragos del pelotazo se despeñaron ruidosamente en el interior de sus entrañas a la par que los ojos del inspector se clavaban una vez y otra en las caderas de Tina. En el exterior, a través de los cristales velados de puerta y ventanas, la luz se iba difuminando con lentitud exasperante.
—Escúchame con atención, por favor —suplicó Ramón—. Un minuto nada más... Luego me mandas a tomar por culo...
—Lárgalo ya, hombre —concedió de muy mala gana el inspector.
—No sé como no lo vimos, Luis —reflexionó—. Joder, lo hemos tenido delante de nuestros ojos durante más de un mes. Había algo especial en aquellas páginas, pero no sabía qué... Hasta que me fijé en las fotos. Fue entonces cuando supe la razón de aquella concordancia. Pero vayamos por partes. Primeramente, asistimos a dos testimonios que se asemejan mucho —comenzó a explicar el joven, chispeándole la mirada—. Sí, sí: ya sé lo que me vas a decir, que hay más de dos; tú lo has dicho: siete u ocho. Pero ¡son diferentes! Aunque la noruega no pudo reconocer el coche, negó que fuese el R-18 de Los Lebreros, o un Ford Taurus, como ocurrió en Las Tres Mil Viviendas. ¡Eso es lo que me confundía! Luego lo discutimos, si quieres... Las similitudes de estos dos son de vital interés. Repasémoslas. Ambos se refieren a un pequeño incidente, aparentemente sin importancia. Haciendo uso del permiso que me diste, le pedí al Monti los expedientes, y los estudié con atención. En mi opinión, esconden la clave para resolver todo esto. Veamos: un taxista se niega a subir a unas personas, una vez que éstas le dicen el destino al que desean que se les lleve. En ambos casos, el taxista, a través de la ventanilla del acompañante —y esto es crucial, porque el modo en que se anticipa es muy poco común; en el uso del taxi, lo «normal» es que el cliente se suba y luego diga el destino—, les pregunta y, al recibir respuesta, se larga echando pestes. La única diferencia entre ambos incidentes es que, en el caso de las muchachas de Heliópolis, el taxi se encontraba aparcado, y en el de La Maestranza, en movimiento. En ambos casos, ese conductor se comporta con una grosería incomprensible, por su aparente falta de razón. En Heliópolis no se fijan en la cara del individuo, al que prácticamente sólo ven de perfil unos segundos.
Ni siquiera coinciden en si tenía pelo o no. Una asegura creer que estaba bastante calvo. Pese a ello, se las invita en comisaría a participar en la elaboración de un retrato robot, a lo que acceden. El siguiente error fue plasmar los rasgos en el dibujo desde una visión frontal. Nunca tuvieron esa visión del conductor. Fue una equivocación: era imposible definir unas facciones, y lo sabes. Una coincidencia entre ambos retratos hubiese sido milagrosa. En lo único en que se ponen de acuerdo es en que llevaba gafas de sol y en que era «recio». Éstas chicas creen que el vehículo es un SEAT, puede que un 124, pero no están seguras del modelo. ¿Qué impulsa a este taxista a comportarse de ese modo?
El destino de las de Heliópolis es Camas. En cambio, la noruega pide que la lleve a la avenida Ramón y Cajal, a una de las oficinas de una importante entidad aseguradora. El incidente ocurre a última hora de la tarde, en horario comercial, más o menos a la misma hora que en el otro caso, pero cuatro días más tarde...
—Resume —exigió Bernal, interrumpiendo a un excitado estudiante.
Ramón cogió el paquete de Fortuna que Luis había dejado sobre la barra y extrajo un cigarrillo. Se lo puso en los labios con provocadora pereza; sus ojos refulgieron durante un par de segundos.
—No parecía importante, así que prematuramente lo desechamos.
En realidad lo habíamos enfocado mal —dijo aceptando el mechero de manos del inspector—. Era un individuo de mal carácter, pensamos, al que se le cruzaron los cables por cualquier gilipollez... Un tío irascible, que da un rabotazo sin motivo aparente y se las pira; que deja tirado al cliente. Puede que así sea en los cinco o seis casos restantes... Porque no se trataba de la misma persona... Pero aquí no.
No, Luis, el motivo es otro... Y este es el hecho clave: a ese tío lo que le ocurre realmente es que se le fastidia el plan, al darse cuenta de que las que él creía guiris, son en realidad españolas, o cree que lo son porque hablan —como en el caso de la noruega— perfectamente el idioma. Las chicas de Heliópolis, recuérdalo Luis, son dos hermanas rubias de rasgos eslavos; su padre es estonio. Pero ellas son de madre y nacionalidad española. Es más, nacieron en Camas. Aquella reacción violenta nada tenía que ver con los destinos, sino con las mujeres en sí. Ese tío iba de caza —dio una nerviosa calada—. Quería asegurarse de que a su vehículo subiría una guiri; nunca una española.
No se arriesgaría. A las extranjeras podría llevarlas a otro destino muy diferente al que le habían pedido. No conocen la ciudad, y eso las pone en el punto de mira. Puede enfilar el camino que le apetezca sin levantar sus sospechas hasta que están completamente perdidas.
¿No te das cuenta, Luis? Por eso no las deja subir hasta que no hablan. Su plan descansa sobre esa única oportunidad: la que le ofrecen las extranjeras, confiadas e ignorantes de los accesos a las diferentes zonas de la ciudad, incluso las más emblemáticas. Además, tiene las puertas inutilizadas por dentro, y no puede permitirse el desliz de tomar las decisiones una vez que se han subido al vehículo. Por eso se lo llevaron los demonios al muy cabrón: las presas que imaginó a su alcance se le habían esfumado... Es ese individuo, no tengo dudas.
El inspector Bernal puso cara de póker, pero no pudo evitar que un sentimiento de intriga se le dibujara en la mirada.
—Aunque tuvieses razón —dijo—, y aunque yo lo creyera, no es suficiente para montar de nuevo el operativo.
—Lo es —repuso con rapidez el estudiante—. Porque tengo otro indicio.
—Estás de cachondeo, ¿no?
—Te lo dije esta mañana, cuando te llamé desde la facultad. ¡No me digas que no te acuerdas! Mis palabras fueron «tengo algo importante», si mal no recuerdo —dijo con recochineo Ramón.
—¿Voy a tener que estrujarte los huevos para que lo sueltes? —preguntó molesto el inspector pero dando claras muestras de un interés creciente.
Ramón rió nerviosamente, como liberado al fin de una gran tensión.
Y participó a Bernal de su hallazgo de por la mañana. A la muchacha muerta la habían sujetado con extrema violencia de la muñeca, retorciéndosela hasta romperle el codo, probablemente, haciendo palanca con una superficie dura, ¿quizá el borde superior del respaldo de un asiento? ¿Por qué? Él sabía que por alguna razón desconocida evitaba en la medida de lo posible «tocar» a sus víctimas. Siempre se ayudaba de un lazo o una cincha de cuero para reducirlas. Había indicios de que prefería incluso patearlas hasta que quedaban exánimes, y luego extendía aquel instrumento de asfixia alrededor de su cuello para someterlas. Debía de tirar de él desde atrás, para ajustar el nudo, porque había señales en la espalda de las víctimas de que uno de sus pies le había servido de palanca. Menos en la última. Su desconocida víctima de la escombrera tenía la espalda prácticamente intacta, sin las maceraciones y hematomas de las otras. Entonces ¿por qué este cambio? Al principio se le había pasado por alto, pero en cuanto repasó la tremenda fractura del codo lo supo. Supo que aquel acto brutal había sido un sencillo reflejo de defensa. En el interior del taxi se había desarrollado una lucha. En algún momento de su viaje hacia la muerte, la joven había llegado a comprender lo que le esperaba. Aquella desgraciada intentó defender su vida empleando un instrumento punzante que seguramente llevaba consigo: un destornillador, un cortaplumas..., algo que clavó profundamente en el hombro derecho o en el cuello de su atacante, mientras permanecía aún en el asiento trasero de aquella jaula de muerte. De ahí, su furia incontrolada. En consecuencia, aquel criminal debía de estar herido de alguna consideración. No sería difícil atraparle. Bastaba con buscar en los registros de urgencia de hospitales y dispensarios de la ciudad o sus alrededores a alguien que se hubiese presentado con una herida de esas características... En cuanto se hubiese fijado la fecha aproximada de la muerte, se dibujaría un perímetro de tiempo lógico, para la búsqueda.
Bernal pagó la consumición y salió del pub, seguido por el estudiante.
Su marcha fue tan apresurada que se olvidó de mirar a Tina por última vez, de buscar en su increíble boca un saludo de despedida. Subieron al R-5 y se encaminaron a la comisaría. La noche había caído en toda su plenitud con su fanfarria de luces, destellos, sombras y secretos, una de esas noches apaciblemente templadas que solo se dan en marzo en la ciudad de La Giralda. Necesitaban cuanto antes el informe forense. Una de las copias estaba en su mesa. A falta del estudio entomológico, podía colegirse de la putrefacción que la muerte debía de haber ocurrido unos cinco días atrás, entre el ocho y el nueve. Esa era la conclusión de Fuentes. La de Ramón no estaba escrita pero les llevaría hasta el criminal.
La pesadilla en la que había vivido la ciudad terminó dos días después, el dieciocho. El registro de urgencias de la casa de socorro de Dos Hermanas, les dio una pista fiable. En la madrugada del nueve habían curado a un varón de treinta y ocho años, de una herida punzante en el hombro derecho, que refirió haberse hecho con un clavo que sobresalía de la pared de su buhardilla, al caer de espaldas. Era una herida muy similar a la descrita por el estudiante. Se llamaba Fermín S... y era transportista. Tal y como suponía el estudiante padecía una enfermedad que afectaba a sus manos, pero no era precisamente la que él pensaba. Sufría una forma severa de hiperhidrosis, que le causaba desde niño graves problemas en las relaciones interpersonales. Eso explicaba el porqué los crímenes se habían detenido durante los meses de verano, época en la que la sudoración de sus manos era tan profusa que se le hacía imposible conducir cualquier vehículo. Dio un domicilio de Carmona, pero tenía una finca en Écija, una finca apartada con una casa... Poseía un SEAT 1430, autorizado para servicio público, que arrendaba durante el verano. Se examinó el coche que, como había predicho Ramón, tenía roto el tirador de la puerta trasera izquierda y... manchas de sangre en la tapicería. Tras cinco horas de un interrogatorio que dirigió el inspector Luis Bernal confesó once crímenes (se le tenían atribuidos ocho) aunque días después se retractó. En comparecencia conjunta ante la prensa, Encinas, Bernal y el catedrático de Medicina Legal Jorge Fuentes (al que el inspector había amenazado con «tirar de la manta» poniendo al descubierto los entresijos de la investigación, si Ramón Castillo no aprobaba «legal» en junio) dieron rendida cuenta del procedimiento seguido para su captura, en la que habían participado las Brigadas de Homicidios de varias comisarías, con la inestimable ayuda de las pruebas forenses. El juez había dictado auto de procesamiento por el asesinato de siete mujeres. Aunque insistió mas tarde en negar su participación en los crímenes, su semen y saliva eran del grupo 0, coincidente con la encontrada en las víctimas.
La chica del codo destrozado por una furia salvaje, la que con sus ansias de vivir les había conducido hasta el monstruo, no fue repatriada porque nadie reclamó su cadáver. Se había criado en un orfanato, en el norte de Escocia, y, al alcanzar la mayoría de edad, decidió correr mundo consagrándose a una vida errante y bohemia, quizá como reacción frente a su prolongado internamiento de la niñez. Tras permanecer dos meses en el depósito, fue enterrada en el cementerio de San Fernando. Los gastos del sepelio corrieron a cuenta del gobierno civil. Los que conocen dónde se encuentra esa víctima casi anónima, aseguran que ven flores de cuando en cuando sobre su tumba.
Ni en la comparecencia oficial ni en la prensa se hizo mención a ningún estudiante.