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Los peores verdugos
son los que tienen buen corazón.
Louis-Ferdinand Célin
Al llegar los primeros días de septiembre,
un empeoramiento brusco del tiempo sorprendió a los habitantes de
la comarca, agotados entonces por las muchas jornadas de agobiante
calima. El paisaje se agrisó, como una lumbre extinguida, desde las
colinas calvas de Los Tramos hasta Sierra Ancha. El calor sofocante
que agostaba los bancales fue engullido con celeridad por el
temporal que había encapotado el cielo.
Algunas nubes eran tan oscuras que parecían
tiznadas de carbón; viajaban de noroeste a sudeste, muy
rápidamente, arrastradas por un viento racheado, húmedo y
desapacible. Los caminos se llenaron de charcos, algunos de tal
profundidad que las marcas de lucha de las ruedas zigzagueaban en
el fango de los bordes como serpientes heridas. El agua huía por
las pendientes asfaltadas, para refugiarse en los arcenes,
corriendo como una multitud asustada, y a veces se remansaba en las
pequeñas irregularidades dándole un fugaz barniz violeta con
destellos dorados al alquitrán rugoso y desteñido. El olor de la
tierra cambió en un instante y, al escampar, ráfagas templadas
inundaron de pasto mojado las cocinas de los cortijos, cuyas
ventanas permanecían abiertas durante todo el verano, protegidas
sólo por viejas mosquiteras de malla de alambre. El tiempo no
mejoró hasta seis días después.
El nueve de septiembre, cuando el cielo
volvía a ser de un azul bruñido y el sol de mediodía calentaba con
energía renovada los cultivos tardíos, apareció el primer cuerpo.
Dos niños que paseaban en bicicleta por el laberinto de carriles de
tierra de la zona lo hallaron en un campo de girasoles.
Correspondía a un varón maduro y de mediana estatura, grueso,
vestido con ropa vieja, descolorida y salpicada por rotos y
rozaduras, de la que se usa para trabajar, que fue identificado
como un agricultor al que —al igual que a su padre y a su abuelo—
apodaban Picogordo, debido al insólito grosor de los labios de su
bisabuelo paterno. Debía de llevar muerto unos dos días. El cadáver
estaba boca abajo, y más de la mitad del mismo, incluida la cabeza,
se encontraba dentro de una acequia, en contacto con el agua.
Picogordo, cuyo verdadero nombre era
Salvador Valera, tenía muy pocos amigos y los pocos que tenía (si
es que se puede llamar amigos a los que compartían con él barra y
botella de vino) eran amistades estrictamente de taberna y no se
relacionaba con ellos en ningún otro lugar.
Su familia sólo contaba para las grandes
ocasiones. A nadie extrañó que no se le viera por el pueblo durante
tres días pues hacía a menudo pequeños viajes para vender legumbres
sin dar cuenta de su marcha.
Todos los comentarios de los vecinos acerca
de su muerte apuntaban en la misma dirección, y es que nadie dudaba
de que aquel hecho fuera el resultado de un desgraciado accidente,
producto de una de sus múltiples francachelas. Causó cierta
extrañeza, sin embargo, que el cuerpo fuese hallado en lugar
apartado de sus rutas de vendedor, y en donde nadie sabía que
tuviese tierra o intereses. Aunque durante una gran borrachera, un
dipsómano puede tomar cualquier dirección, por absurda que parezca,
y recalar en el lugar menos pensado para concluir su desgraciado
estado con un profundo y prolongado sueño, del que algunos jamás
despiertan.
Se siguió el procedimiento de rutina para
estos casos. Por mandato del juzgado de instrucción
correspondiente, el juez de Paz de Portas levantó el cadáver,
auxiliado por el médico de la localidad. No se observaron signos de
violencia. Y el hecho de que el cuerpo no fuese hallado hasta tres
días después de ocurrida la muerte, a pesar de encontrarse muy
cerca de un carril bastante frecuentado, fue atribuido a la altura
y espesor de los girasoles en aquella zona y a la marea producida
por la gran velocidad del agua dentro de la acequia, que alejaba a
la brisa del camino, disimulando la descomposición ya evidente en
aquellos momentos.
La autopsia no aportó grandes cosas. Las
livideces post mortem en las zonas
declives impedían determinar la existencia o no de cianosis en el
rostro, muy característica de los ataques al corazón.
Por otra parte, no había agua en los
pulmones lo que permitió excluir al ahogamiento como causa, por más
que, inesperada y curiosamente, el estómago y el esófago hasta la
misma garganta estaban repletos de ella, como si en los instantes
previos a la muerte hubiera sentido una sed insaciable. Aunque el
estómago también contenía una notable cantidad de brandy, la
disección de los órganos vitales no mostró nada anormal y el
forense concluyó en su informe que se trataba de una muerte
repentina cuyo origen era, probablemente, una arritmia cardiaca. De
hecho, no había nada que sustentara esta suposición, pues el finado carecía por completo de
antecedentes médicos, pero a ella se llegó por exclusión y no hubo
objeciones.
Se estaba empezando a olvidar el asunto
cuando fue hallado un nuevo cadáver en unas circunstancias muy
similares al anterior: también era un agricultor de más de sesenta
años y su cuerpo estaba muy cerca del agua, aunque no en contacto
con ella. Su proximidad al río hizo pensar a la guardia civil —que
había hallado al infortunado poco después de recibir denuncia por
su desaparición—, en un ahogamiento. Sin embargo, se comprobó que
sus ropas estaban completamente secas y que la inclinación del
lecho del río era tan pronunciada en ese punto que resultaba
imposible que el cadáver hubiese llegado hasta allí empujado por la
corriente. La autopsia reveló más o menos los mismos datos que en
el caso precedente: no había agua en los pulmones, pero sí en el
tubo digestivo. Había bebido en el río hasta hartarse y no existía
lesión aparente alguna en los órganos diseccionados. Pero la
pregunta era: ¿por qué bebió el agua turbia y cenagosa del cauce si
a menos de cien metros de donde fue hallado existía una pequeña
fuente de la que precisamente se abastecían los agricultores de la
zona?
LOS CRÍMENES DE LA ESCOMBRERA
Veintidós de octubre
de 1982 (Diecinueve y diez horas, aproximadamente)
—...
Un repentino arrebato de ira le había hecho
aplastar el auricular del teléfono contra la base. Inmediatamente
se levantó del sillón resoplando y perjurando entre dientes. Los
dos policías cruzaron una mirada furtiva. Estaban desconcertados.
Tal reacción era del todo inesperada, teniendo en consideración la
delicadeza con la que se le había expuesto el plan. Le habían
juzgado mal: por sus modales educados, aparentaba mucho más control
de sí mismo.
—¡Un momento!... —le espetó al que vestía
ropa de calle—. Usted piensa que me voy a comer esta mierda... ¿Me
toma por imbécil? ¡Se equivoca por completo, hombre!
Los ojos del forense centelleaban de rabia.
Desde sus ciento noventa centímetros bien proporcionados, una
mirada de insana ferocidad como aquella resultaba ligeramente
inquietante. Bernal miró a su compañero para darse tiempo a
encontrar las palabras adecuadas. Maldijo a Encinas y a sus
asquerosos dientes en doble hilera por no haberle dejado usar el
teléfono. Otra de las típicas arbitrariedades del jefe.
Decía esto, y tenía que ser esto: cosas sin
fundamento ni sustancia, casi siempre. Era increíble cómo un
personaje con la mente tan desorganizada había colonizado un área
de tales responsabilidades. Mientras decidía cómo parar la
embestida, volvió a recrear en su mente el hocico deforme de
Encinas, su dentadura enmohecida como el tronco de un álamo en la
umbría del bosque. Y se cagó en ella.
—Entiendo que no es una situación cómoda
para usted. Tampoco a nosotros nos gusta —mintió Bernal—. Es la
primera vez que la brigada recibe una colaboración así... Pero es
preciso que lo sepa: se ha avenido a firmar un documento de
confidencialidad. Sin poner pegas.
Eso le asegura a usted la plena autoría de
los informes.
—¡Me traen sin cuidado sus componendas!
—aulló el hombretón.
—Le ruego que se tranquilice —dijo,
levantándose, el inspector. Le resultaba muy incómodo permanecer
sentado en la morada de quien mostraba una actitud tan
hostil.
—Dígame cómo —le retó, desafiante, el
forense, dándoles la espalda.
Bernal experimentó ese sofoco sanguíneo que
invade el pecho de quien debe morderse la lengua para no responder
con justa contundencia a una tergiversación interesada del objeto
de la discusión, a una verdad a medias. Consiguió suspirar hondo,
sintiendo cómo se entrecortaba el flujo de aire en su interior,
frenado por las venas congestionadas de sus pulmones y, midiendo el
tono de sus palabras, desmenuzó con prudente asepsia un primer
argumento:
—Está enfocándolo como un agravio, y no lo
es...
—¡Ah, no! —escupió el forense con sarcástico
desdén.
—Mire: es una oportunidad que tenemos...
Quiero aprovecharla —dijo con humildad el inspector—. Esta línea de
investigación no cuestiona su autoridad, ni mucho menos su
trabajo... Simplemente es nuestra obligación explorar esas
posibilidades.
Había una distanciada elegancia en la
inflexión de la voz del policía que desconcertaba al airado
forense. Casi conseguía adormecer sus ímpetus.
—Ponen a mi alumno al frente —aseguró más
calmado— ¡Es así de simple!
El sol se extinguía en el exterior del
despacho, de improviso, como la emoción de un sueño al despertar.
Desde pocos días atrás las caravanas de la propaganda electoral se
habían adueñado del centro de la ciudad, pero con obstinada
insistencia exportaban su particular caos, su agitación soez, por
las grandes avenidas del sureste, para cruzar finalmente el
Guadalquivir, guiadas por un hálito extraño y caprichoso, en un
itinerario ciego, sin rutas preconcebidas, hasta esfumarse en medio
de la selva de bocinas. Bernal empujó el coqueto silloncito de
estilo inglés hacia atrás y volvió a sentarse, inclinándose un poco
hasta apoyar los codos en sus rodillas, de modo que su cabello
fino, lacio y prematuramente canoso, se deslizó hacia el centro de
su frente, ocultándola casi por completo. Con parsimonia calculada
juntó las palmas de sus manos y entrecruzó los dedos. En la
academia se le había instruido en el lenguaje corporal de la
persuasión.
—No, verá: su alumno puede estar en lo
cierto. Lo que deduce en su escrito tiene lógica y ninguno de
nosotros había sido capaz de planteárselo... Sí, ya me lo ha dicho.
Y estoy de acuerdo con usted en que su trabajo de prácticas no
cumple el objetivo que le había sido encomendado..., que va por
libre y... se encamina a resolver unas cuestiones que no le
conciernen, ¡de acuerdo! Es así. Tiene razón en eso...
Mire; a ver cómo se lo hago comprender... Es
bien sencillo: lo necesitamos. Su alumno razona de un modo muy
diferente al resto; y le aseguro que no estamos obcecados. Sabemos
muy bien qué lugar ocupa cada cual —remachó con
determinación.
La descarga de adrenalina había secado la
boca del forense y sus labios aparecían un poco descoloridos y
arrugados. Chasqueaban ligeramente al abrirse. Sus mejillas aún
estaban abarrotadas de indignación. Pese a su reputación, no le
parecía un hombre de carisma, y, además, no se ganaba muchas
simpatías con su forma de ser.
Pero él no estaba allí para juzgarle. De
hecho, comprendía su punto de vista y por esa razón más que por
ninguna otra trataba de escenificar una especie de plan
alternativo. Para que no pareciese lo que en realidad era: que le
habían sustraído las atribuciones de su cargo, pero no la acción.
Como si a uno le arrebataran el alma.
La ira brevemente contenida irrumpió casi
por sorpresa en su cuello tirante, que se pobló de venas
ingurgitadas y azules.
—¡No sabe de lo que habla!—replicó el
forense a voz en grito—. ¡En toda mi vida profesional he visto una
cosa tan absurda, además de irregular! ¡Mi trabajo, de coartada a
un juego de adivinanzas! Es...—se detuvo, rojo de ira— es
subordinar lo científico a lo empírico ¿Cómo esperan que me preste
a una cosa así? ¿Es que no se dan cuenta?
La escenita no intimidó a Bernal. Él siempre
se crecía en las situaciones tensas. ¡Qué cojones!, se dijo,
contrayendo los maseteros para recargarse de toda la mala leche de
la que era capaz. Si tenía que ser por las malas, ¡pues por las
malas!
—No me hace falta recordarle —dijo mientras
se tiraba, con evidente cabreo, de las solapas de la americana
negra de pana—, que ésa no es la única irregularidad, ¿verdad? —El
forense comenzó a volverse, desconcertado por aquel nuevo tono
lleno de aspereza. Lo que se encontró frente a él fue la mirada
desafiante del inspector—. El sistema de turnos, ¿recuerda?
—continuó—. Eso también se lo ha saltado la Audiencia. Por una
sugerencia suya, según creo —apuntó en tono irónico.
Bernal se equivocaba en esta ocasión porque
la idea no había sido del todo del forense, aunque pareció acogerla
con verdadero entusiasmo. Desde luego, él se creía el único capaz
entre sus compañeros; tal vez por eso no había puesto reparo alguno
en dar de lado al resto de los patólogos, a los que siempre había
considerado en el cenit de su soberbia como «unos mediocres».
Probablemente, no habría uno sólo de ellos que no cometiese varios
errores de bulto en esa clase de investigación, pensaba para sí.
Mejor que hubiesen decidido asignarle a él la práctica de todas las
pruebas forenses del caso. Sabía a ciencia cierta que sus
aportaciones serían de gran ayuda. No había nadie más capacitado
que él.
Lo que molestaba al inspector eran esos
escrúpulos hipócritas, acerca del alumno, planteados como una
cuestión de ética en el procedimiento. El gobernador había tenido
que emplearse a fondo con el presidente de la Audiencia Provincial,
y éste, sofocar un conato de rebelión entre los dieciséis forenses
de los juzgados de la ciudad y los pueblos del cinturón, que nunca
antes se habían visto sometidos a semejante intromisión
externa.
—¿Me está amenazando?
El compañero de Bernal se estrujó furtiva y
nerviosamente los dedos de la mano derecha, detrás de la espalda,
mientras trataba de disimular su inquietud asomándose a la ventana
con una mirada vacía.
—En absoluto. El proceso deductivo —continuó
Bernal, desviándose de la cuestión—, también es un método válido...
Mire, lo que hemos pensado es que incorpore un anexo a sus
informes. Sólo eso.
Se limitará a observar y a decirnos lo que
ve.
El forense se dirigió a la puerta y giró el
pomo, invitándoles a marcharse.
—Lo veremos.
—Bueno... don Fernando se lo habrá explicado
con claridad, ¿no?
Puede llamar al gobierno civil si
quiere...
Pero la puerta se había cerrado antes de que
pudiera advertirle que ya era una decisión del gobernador.
EL CODO DE ELEANOR BOWIE
16 de abril de 1983
La macilenta textura de la espalda y, a buen
seguro también, la completa ausencia de pelo en la cabeza podían
explicar en parte cómo al menos una docena de camionetas y furgones
y turismos con remolques, habían pasado de largo, a pesar de que la
distancia del cuerpo a la zona transitable no superaba los cuatro
metros y medio. Desde la altura a la que está del suelo la cabina
de un camión grande, se habría divisado con facilidad, pese a que
las piernas y el brazo derecho se hallaban ocultos bajo unos
cartones. Pero los vehículos pesados tenían otra ruta de entrada y
salida, al norte del descampado. Eso y la montaña de escombros a
cuyo pie había sido abandonado, que
mantenía en cierta penumbra la oquedad donde se halló. La tierra
estaba tan seca y trillada en el camino que el paso de cualquier
vehículo levantaba una nube de polvo fino, casi ingrávido, cuya
tardanza en aposentarse provocaba una niebla de suciedad
permanente. Durante el último mes no había caído ni una gota de
agua. La piel ya era del color del polvo que todo lo cubría. De
haber conservado sus rizados cabellos rubios, seguramente hubiera
llamado la atención de alguien nada más despuntar el día. Un pelo
como el de aquella muchacha no pasa fácilmente desapercibido. Pero
fueron finalmente las moscardas las que señalaron su presencia a
uno de los muchos chatarreros, habituales del vertedero.
Al pobre hombre, del susto, se le volcó el
carro de supermercado, desparramándosele los cachivaches.
Demasiado tarde, se repitió el estudiante.
Las once menos veinte, a no ser que su reloj se hubiese vuelto loco
en un suspiro. Pero no, no era este el motivo; la hora del barato
reloj de pared del local se aproximaba mucho a la que marcaba el
suyo. Ya estaba con el segundo café. El humo ascendía desde los
bordes de la taza, construyendo anillos deslavazados, y escapaba
también del montoncito de espuma acumulada en el centro. El foco de
luz halógena del techo concentraba su energía justo sobre la taza.
Bajo su esfuerzo clarificador aparecería cualquier mínimo detalle o
textura o matiz de color o forma. Nada podía ocultarse en ese
perímetro, ni siquiera el insecto casi microscópico que atravesaba
esa parte del mostrador a velocidad de vértigo.
Vino nuevamente a su cabeza el origen de
aquel embrollo, y repasó, una a una, las disputas en las que se
había visto mezclado contra su voluntad y los malos ratos pasados
en nombre de un deber moral que, él, no acababa de entender.
Apelaron a su conciencia, exprimiéndola, para servir —en teoría— a
una causa noble, de un modo semejante a como un recaudador de
tributos esquilma a la misma miseria en favor de la conquista de un
reino. Ahora se percataba del juego. Todo por dar su parecer con
sincero desinterés, por querer ayudar a cambio de nada.
Se le había pedido una opinión, sólo eso. La
rutina de un ejercicio de prácticas. Y él la dio, sin imaginar
siquiera que sería tomada como una ofensa. Cuantas cosas habían
sucedido después escapaban parcialmente a su voluntad. El subrayado
al texto y los ulteriores pasos encaminados en esa dirección (la
correcta, estaba seguro) eran cosa de Luis Bernal.
Se preguntaba por qué resultaban tan
complicadas todas las cosas.
Hasta ahora, no se le había ocurrido
imaginar que pudiese ignorarse el efecto de un acontecimiento
cualquiera, a expensas de una razón distinta a la de su
desencadenante. El actual, estaba siendo un momento propicio para
entender que, detrás de cada hecho, presentándolo, determinando sus
consecuencias y las decisiones a que debe dar lugar, hay siempre un
número indeterminado de circunstancias, de fuerzas dispares, de
actitudes encubiertas, de impulsos más que de sentido común. Menos
mal que Bernal era un tío sensato que trataba de mirar a su
alrededor sin el velo de los prejuicios, un policía que sabía
subordinar su vanidad profesional en aras de la objetividad; al que
traía sin cuidado la opinión de sus colegas, cuando la verdad de
los hechos se ponía a tiro. El que fuese un estudiante de
veintitrés años no suponía en modo alguno que estuviera ciego.
¡Pero si estaba más claro que el agua! ¿Qué culpa tenía él de que
el hallazgo no hubiera sido obra del jefe? Seguro que si así fuese,
ya estaría reseñado oportunamente en los informes y catalogado con
la validez que se merecía. Lo pasó por alto, sencillamente porque
no supo interpretarlo.
El catedrático carecía por completo de la
humildad necesaria para aprender de sus equivocaciones. Por eso se
había burlado de las conclusiones de su informe. Ése era el modo de
hacer valer sus prerrogativas. Suponía que, aferrándose al poder de
los diplomas que colgaban de su despacho, tenía derecho a
ridiculizar cualquier aportación distinta a las suyas. ¡Qué iba a
hacérsele! Al menos, se consolaba pensando que el indicio no estaba
perdido porque alguien con un poco de sesera le había hecho caso,
comenzando a buscar en la dirección apropiada.
Empezaba a estar impaciente porque a la una
le esperaba un examen de «médicas». Un cosquilleo en el estómago se
lo recordaba continuamente. Era un muy mal día para tener la cabeza
en otras cosas, eso era cierto, pero la elección era tan suya como
lo es de la cebra abatida por una manada de leonas la mandíbula que
finalmente apresa su tráquea hasta ahogarla. La llamada se había
producido poco después de las ocho. Ya antes de descolgar el
teléfono, sabía que se trataba de una
nueva víctima del monstruo que «El Caso» había bautizado como el
Asesino de la Escombrera, un apodo que se había ganado desde el
inicio de sus fechorías por haber abandonado los cuerpos de las dos
primeras mujeres a las que apaleó hasta la muerte en la escombrera
trasera al polígono industrial del este de la ciudad. Lo sabía más
que lo suponía. Pensó por un instante en lo seguros que debían de
estar en la Brigada para joderle la mañana a un personaje tan
ensoberbecido e irascible como don Jorge Fuentes, un tipo que se
había fabricado a sí mismo el status de «primera autoridad» en la
ciudad, principalmente por su continua concurrencia en programas de
televisión de corte sensacionalista, tras su célebre dictamen en el
proceso por violación y abusos sexuales seguido contra un
matrimonio sevillano que fingían ser aristócratas (condes de Valmonte, era el título que figuraba en
su tarjeta), dueños de una productora cinematográfica, y
filántropos. Excéntricos, al estilo de Dalí y Gala, prometían
contratos como actores a jóvenes de ambos sexos, algunos
adolescentes. Fuentes había brillado, a decir de todas las partes,
a excepción de la defensa de los procesados, tanto en el examen
como en la presentación de las pruebas periciales. Un trabajo que
había sido fundamental para condenar a ambos. Las salvajes orgías
sadomasoquistas que llevaron a cabo en su finca de Cazalla de la
Sierra se habían saldado con quince delitos de abusos a menores y
dos violaciones. Se les relacionó con la desaparición de una
adolescente, pero no se pudo finalmente demostrar su implicación,
que siempre negaron. Conocido como «el caso Lender» (apellido de
origen alemán de ella), llegó a ser portada de algunos diarios
europeos.
Un gran escándalo que encumbró al
profesor.
«Sí», se dijo convencido: para volver a
emparejarles a él y a Fuentes, no debía caberles la más mínima duda
en la Brigada de que éste también era obra del Asesino de la
Escombrera.
El estudiante estaba bastante seguro de no
haber confundido el lugar de encuentro, pese a su aturdimiento en
el instante de descolgar el teléfono, que había actuado de
despertador. Sin embargo, la tardanza comenzaba a hacerle dudar. Se
concentró en el café. Apenas pudo dar dos sorbos, contrayendo el
rostro por miedo al dolor de la quemadura.
Sintió la presión de una mano sobre su codo
derecho, justo cuando estaba enfrascado en una tercera tentativa
para salir con la lengua indemne.
—¿Otro día sin clase? —aventuró con sorna el
recién llegado.
—Hoy tengo examen... —dijo el estudiante
volviéndose hacia la voz cavernosa—. A la una —puntualizó, poniendo
toda la intención posible en sus palabras.
La respuesta, teñida de ironía, buscó el
punto más doloroso.
—Lo tendrás complicado con tanta actividad
extra lectiva. Por cierto, estoy sin
coche —aclaró Fuentes a modo de excusa por la tardanza.
Debía evitar mirarle. Así no percibiría su
impaciencia y puede que entonces todo fuera sobre ruedas por esta
vez. Puede que no tuviese que padecer el calvario del día en que
salieron a encargarse de la americana. Aquel día, domingo por la
tarde, estaba especialmente encabronado. Había sido una bronca
constante, una vergonzosa sarta de burlas y miradas despectivas.
Aquel día era el primero en el que se tragaba el sapo que le había
cocinado Bernal. Hasta el juez tuvo que afearle su conducta en
público. Gracias a aquel comentario indulgente, que le puso a salvo
de las puyas del catedrático, consiguió hacer a duras penas lo que
Bernal le había encomendado. Esta vez, aparentaría sumisión sólo
para contar con más margen de maniobra y no sentirse acosado por
invectivas y desaires: ya había bastante ponzoña, y se le estaban
acabando los antídotos.
—¡Por favor! —gritó en vano el estudiante
hacia el extremo del mostrador.
Los dedos de la mano derecha del recién
llegado repiquetearon sobre la madera de la barra.
—Con leche —dijo con displicencia.
El joven hizo un gesto con su mano al único
de los camareros que miraba hacia esa parte de la barra. Todos
parecían frenéticamente activos: se entrecruzaban con destreza y
rapidez en el exiguo espacio de la tarima, manteniendo en
prodigioso equilibrio varios servicios en una mano mientras con la
otra anotaban las consumiciones en la hoja de los clientes. A
menudo, gritaban estridentemente a la cocina, con un acento
chulesco que arrastraba las vocales, y empleaban normalmente
diminutivos para dar nombre a sus pedidos.
Entre los clientes había muy pocos vestidos
de calle. Abundaban los pijamas sanitarios, especialmente los
verdes y azules y algo menos los blancos. Los de color beige
estaban en franca minoría. Los había igualmente, aunque en escaso
número, vestidos de calle y portando una bata. Y éste era el caso
de su acompañante.
El estudiante se interesó, a continuación,
por la avería del Palas.
—El radiador —contestó tardíamente Fuentes,
mientras arrastraba hasta sí la taza de café con leche que acababan
de servirle.
Al menos, no le había ladrado. Quiso ser
cortés y le hizo ver su extrañeza, dada la corta edad del
vehículo.
—Deja eso —zanjó el asunto el catedrático—.
Tenemos mucho trabajo esta mañana.
—¿Dónde está?
El profesor apuró el contenido de la
taza.
—En el depósito —dijo, alejándose de la
barra en dirección a la caja registradora.
El estudiante siguió sus pasos, ensimismado
en la respuesta recién recibida. A la postre, se sintió incapaz de
morderse la lengua y deslizó, por entre sus labios, la reflexión en
la que estaba enfrascado. ¿Iban a practicar la autopsia? Suponía
que le había avisado para levantar el cuerpo...
El comentario fue completamente ignorado,
con la misma indiferencia con que la gente ignora al andar el
corretear de los gorriones a su alrededor en busca de cualquier
cosa comestible.
—Te busco luego —dijo el profesor
dirigiéndose a un hombre alto y desgreñado, (su atuendo verde
descolorido sugería que era cirujano) cuyos ojos y pelo seguramente
habían eludido la cita con el milagro benefactor del agua fresca,
tras una noche tormentosa. Y, encadenado a su anuncio, trazó una
espiral imaginaria con dos dedos de su mano derecha extendidos
hacia la puerta, para dar a entender el lugar del encuentro.
El tipo alto se mostró conforme.
El estudiante tragó saliva, sintiendo cómo
se le enrojecía el rostro.
Y de inmediato le invadió una segunda
preocupación: que tal efecto en su piel pasara completamente
desapercibido para su acompañante. Estaba meridianamente claro que
quería borrarle de puertas adentro, anularle, o quizá aburrirle. Y
todo porque le parecía inverosímil que su única intención fuese el ayudar, sin importarle
quién se anotara el tanto, qué nombre se publicase en la prensa y
qué otro no apareciera. Los ojos se le habían ensombrecido de pura
rabia contenida, pero su paso seguía siendo firme. Luchó por
mantener la calma, por no dejar traslucir los efectos del golpe.
Sin duda, no había vulnerado ningún principio contrario a la verdad
y al interés público, a excepción del puramente jerárquico, para
merecerse un trato así, aunque se mentiría si, en ese mismo
instante, no se dijera que esperaba algo parecido. De hecho, si no
fuera por Bernal, por su insistencia y determinación, sus
«prácticas» habrían acabado meses atrás.
Claro que también le habían puesto imposible
aprobar «legal». Pero eso, al cabronazo de Luis, ¿qué más le daba?
A él le importaba un carajo eso, y que tuviese que mentirle a sus
compañeros de piso. «Invéntate algo», le decía. Verse obligado a
montarse una historia un día sí y el otro también le ponía
frenético. Javi iba a lo suyo, pero Gonzalo y Josemi eran dos
moscas cojoneras y ninguno era tonto. A nadie en el piso de
estudiantes se le había pasado por alto sus «actividades secretas»,
el coche que venía a recogerle, ni las llamadas de teléfono que
recibía a menudo de un hombre que se negaba a dar otra
identificación que no fuese la de «un amigo». Le jodía mucho, le
jodía que pensasen que le estaban dando por el culo o que era él
quien le daba a «su amigo». Se lo habían insinuado más de una vez.
«¿Qué, está bueno tu amigo?», comentaba con sorna Gonzalo. «Todos
los días me lo paso por la piedra», respondía él. Si te cabreabas,
se cebaban contigo; era mejor seguirles la corriente. Ya no se
limitaba a tenerle «disponible» para una autopsia, se había
obstinado en mostrarle toda la documentación de los expedientes:
fotos, informes, declaraciones, etcétera, etcétera, etcétera. ¡Y
eran tantos los etcéteras! Hasta se empeñó en que asistiera a los
interrogatorios. Necesitaba «su particular enfoque», empleando sus
propias palabras. Decía que sabía extraer de un informe redactado
por otra persona o de una respuesta cualquiera lo que él llamaba
«conclusiones inversas», que escapaban a la imaginación de los
demás.
¡Eran horas y horas de trabajo! En la
comisaría, además. Le abrumaba la dimensión de la empresa; mucho
más si tenía en cuenta que no era capaz de compartir el entusiasmo
de Bernal respecto de sus propias habilidades. La contrapartida era
que se sentía halagado por ese depósito de confianza,
inverosímilmente ingente. Adujo haberse embarcado en un trabajo de
investigación para la cátedra, pues no había otro modo de
quitárselos de encima. Sabía que aceptarían la explicación.
¡Quién iba a atreverse a preguntarle al
catedrático! Y si lo hubieran hecho, ¿qué? ¿Le desenmascararía el
propio Fuentes? Nunca. Fuentes negaría cualquier cosa que le
otorgara protagonismo, porque sería restárselo a él mismo. Ya era
igual: no habría marcha atrás. El paso del Rubicón en su singular
pacto con la policía y el departamento, era un hecho desde unos
meses atrás, pero no estaba siendo un camino de rosas precisamente.
Sintió en ese momento que debía afrontar sin más dilación el
problema, plantearlo abiertamente, pero una vez más le detuvo la
duda de si tal iniciativa no agrandaría aún más la sima abierta
entre ambos, en lugar de tender algún puente. Podría no ser útil. Y
se lo debía a Luis.
Salieron al pasillo y bajaron rápidamente
las amplias escaleras, muy transitadas a esa hora. La ausencia de
vida en el semisótano contrastaba fuertemente con el ajetreo de las
plantas superiores. El profesor evitó mirarle aunque le seguía con
el rabillo de su ojo izquierdo.
Finalmente el estudiante reunió el valor
suficiente y le interrogó acerca de la muchacha muerta. La pregunta
se la hizo ya en el interior del departamento de Medicina Legal. El
despacho del jefe de departamento servía a su vez de conducto de
comunicación entre la secretaría y el laboratorio, donde se
analizaban y etiquetaban las muestras. El profesor se reclinó
brevemente sobre el respaldo de su confortable sillón giratorio,
antes de sentarse e iniciar el ritual de prepararse una de sus
Dupont.
—Siéntate — le ordenó—. No se sabe aún, pero
podría tratarse de otra extranjera —dijo,
ralentizando la pronunciación de cada palabra, para acentuar su
posición de dominio ante él—. Por su aspecto y porque no figura
como desaparecida... La han encontrado en una escombrera ilegal del
término de Camas, en el borde de un acceso a la autopista de
Huelva... Sí —corroboró ante la expresión de sorpresa de su
interlocutor.
Demasiado locuaz, pensó el estudiante.
Demasiado minucioso. Él no acostumbraba a darle explicaciones, a
mostrarle las primeras respuestas del crucigrama. ¿Por qué ese
cambio? ¿Había modificado la estrategia por sus propios intereses,
o le estaba negando las verdaderas salidas del laberinto, al
señalarle amablemente las falsas?
Se decidió a aprovechar la sorprendente
predisposición del catedrático y le tanteó acerca de las
características de aquella muerte violenta.
—Lo mismo, chico —afirmó con educada
soberbia. Luego se tomó el tiempo necesario para encender la pipa y
chupar unas cuantas veces hasta asegurarse de que tiraba bien.
Cuando el perfume azulado hubo invadido por completo el perímetro
del despacho, añadió, airado—: Y no te molestes en llamar a tu
amigo Bernal. Me da lo mismo que te quejes... porque estoy hasta
los huevos... ¿entiendes? ¡Hasta los hueeevoss!—bramó—... De esa
gentuza... que no escriben más que sandeces... Por eso está aquí,
¿entiendes? ¡La hemos quitado de en medio!
El joven apartó la mirada, eludiendo ir al
quite en ese instante.
Sabía cómo aguantar el chaparrón; era un
simple arrebato. ¿Quejarse de la prensa? La prensa era para él como
el oxígeno: un elemento vital, una necesidad primigenia. Daba lo
mismo el método o la veracidad, sólo importaba que estuviese su
nombre, el número de veces que se mencionara, y mucho mejor si
aparecía en los titulares; maravilloso que fuese en portada. Cierto
que Torres Arcas, desde El Correo, había hundido en el fango de su
panfleto toda la investigación. Y eso le afectaba a él. Pero sólo
en teoría.
El ayudante (vagamente creía saber que se
apellidaba Castro) avisó a don Jorge, interrumpiendo su siguiente
pregunta.
Mientras se cambiaba de ropa en el vestuario
de la sala de necropsias, excluido de una tópica conversación que
se substanciaba en la sempiterna rivalidad futbolística entre
Madrid y Barça, trataba de imaginar cuáles serían los pensamientos
que sucederían a aquella frase, lo que se callaba respecto de su
persona, lo que consideraba una inadmisible intromisión.
Probablemente algo como «Qué coño se habrá creído este niñato» o un
«Estás aquí porque yo quiero». Era porque unas potestades
inquebrantables, a las que se subordinaban por tradición las cosas
objetivas, los hechos, se habían visto zarandeadas de improviso.
¿Cómo era eso posible? Nunca se lo diría abiertamente, pero lo
pensaba, estaba seguro. Aunque no era exactamente así. Lo sabía por
Luis. Él frenó su exclusión del caso planteándole dos alternativas:
o le dejaba permanecer y los informes seguirían siendo del
profesor, o pasaría a formar parte de la brigada policial como
asesor para seguir con su trabajo y la
prensa sabría que todo el mérito en el esclarecimiento de los
asesinatos correspondía a un alumno en prácticas que supo
ver lo
que su tutor ignoró. De manera que su posición, aunque incómoda,
era bastante favorable a sus propósitos. Por prudencia política e
interés personal del catedrático, evidentemente.
Sólo la coraza de su propia impaciencia
evitó que aquella visión terrible desviara su atención de lo
esencial, aunque le fuera imposible pasar por alto el aspecto
humano del drama. Por suerte, después de enormes esfuerzos, había
sido capaz de confeccionar una especie de traje de buzo con el que
envolver su psique. No sabía muy bien cómo, pero había conseguido
blindarse temporalmente frente a aquel horror que, por real, era
aún más penetrante, porque podía tocarlo y olerlo, y percibir su
viscosa humedad como un residuo de antiguos sueños que no llegaron
a culminarse. Siempre auscultaba la vida ya vencida tras de
aquellos cuerpos rotos; siempre, aunque fuese un solo instante, se
le habían aparecido, mirándole fijamente, como si comprendiesen
cuál sería su destino inmediato. Por esa razón se sorprendía al ver
aislada al fin su mente, liberada de una conciencia vigilante, que
la contamina y la empaña con el vaho aceitoso del pudor. Había
luchado porque lo odiaba; odiaba someterse a su propio pudor de
niño educado en un buen colegio. Había tenido que echar a un lado
parte de sus prejuicios y, en el proceso de identificarlos y
separarlos, aprendió que tenía muchos más de los que hubiese podido
imaginar. Pero había merecido la pena: ahora, tras la escafandra de
su curiosidad científica, estanca para las emociones que con
frecuencia nublan la comprensión, podría verlo todo con claridad
meridiana.
La iluminación era casi perfecta. Los
reflectores de luz blanca del techo concentraban sus haces sobre la
mesa proporcionando una visión diáfana. El estudiante miraba
rodeado de silencio, violento y espeso.
Un silencio edificado con la argamasa de un
vacío tenazmente sostenido, irreducible, sin fisuras. El profesor y
su diminuto esbirro (apenas superaba el metro y medio), con
disciplina casi militar, habían resuelto obviarle, mantenerle
fuera, aislado como un náufrago largamente perdido en lugar remoto.
Pero todavía podía ver, escudriñar la fisonomía de cualquier cosa o
hecho, como cuando era un niño, mediante esa curiosidad paciente
heredada de su padre, que le había convertido en un bicho raro a
ojos de otros niños. Y lo que veía se asemejaba extraordinariamente
a lo reflejado por los hallazgos anteriores. Similares lesiones
externas, excepción hecha de que las heridas faciales parecían
haber sido infligidas con un instrumento pesado y de superficie
pequeña y cuadrada, como un martillo o un mazo, en lugar de con una
piedra. Y el cuero cabelludo, rapado como en ocasiones anteriores,
estaba prácticamente intacto, salvo por un par de pequeños
cortes.
Sintió curiosidad por saber mediante qué
elementos de su aspecto había formulado
don Jorge Fuentes la teoría de que se trataba de una extranjera.
Una mujer desnuda, cuyo rostro es sólo un amasijo de carne y huesos
rotos, y que ha sido despojada por completo de su pelo, no da
indicios de su nacionalidad.
Esos comentarios eran bastante reveladores
acerca de una cosa: el jefe se estaba apuntando a su hipótesis,
circunvalando la investigación con sus propias observaciones, que
nada aportaban a lo que ya se sabía. Su intención estaba clarísima:
atribuirse la autoría, llegado el momento, robársela. Pues bien: le
deseaba suerte, que le aprovechase.
Un hijo de la gran puta, necrófilo, diestro,
de complexión muy fuerte (pero no un culturista, ni fanático del
gimnasio) estaba matando guiris, desde nadie sabía cuándo (algunos
cadáveres seguían sin aparecer, probablemente correspondían a
personas dadas por desaparecidas, pero estaba seguro que habría
más) y llevaba un año como mínimo instalado en Sevilla o sus
alrededores, o al menos, visitando la ciudad desde otro lugar, para
diseminar el rastro sin vida de sus profundas obsesiones.
—¿Lo ves? —dijo don Jorge, mirando a
Castro.
—Parece el mismo.
—Está claro —convino—. Bueno, venga —indicó
a Juan José, señalando con los ojos la sierra eléctrica.
El estudiante quiso intervenir antes de que
la sierra se pusiera en marcha. Con voz sumisa, solicitó al cátedro
que le dejase examinar el cuerpo, sólo durante unos segundos. Creía
bastarle para redactar el informe. No le retrasaría mucho.
—Tu cronograma de trabajo me trae sin
cuidado —le cortó don Jorge—. Igual que tus conclusiones.
—Ya, pero...
—¿Olvidas el acuerdo? —bramó—. Estás aquí
sólo para observar.
El joven alumno apretó los dientes y suspiró
profundamente.
Luego miró alternativamente a don Jorge y a
la mujer que yacía muerta tras una cruel tortura infligida con
miedo y dolor en proporciones inimaginables. No le estaba pidiendo
otra cosa diferente a esa: observar.
Decidió plantarse.
El catedrático resopló disgustado,
reviviendo en su cabeza el pacto que había aceptado a
regañadientes.
—Bien. Adelante; vamos —dijo, cruzándose de
brazos—. Pero date prisa. No quiero perder la mañana contigo.
La humillación que le produjo esta última
advertencia, surtió los efectos que el jefe buscaba, pues durante
unos breves instantes la rabia contenida le impidió centrarse en
otra cosa que no fuese maldecirle y sofocar el calor interior que
le dificultaba respirar. Cuando, urgido por el ultimátum, consiguió
reponerse, rodeó la mesa de autopsias, antes de detenerse a
examinar más a fondo el cuerpo. Durante una mínima fracción de
tiempo, el brillo grisáceo, mortecino a espaldas de los focos, de
la pared de azulejos blancos del local atrajo sin querer su
mirada.
Era como un recordatorio del extraño paraje
que pisaba, de lo frágil de su posición. El lugar le era tan ajeno
como el despunte del sol a un noctámbulo empedernido. El profesor y
Juan José Castro se habían apartado un poco, aguardando su turno a
los pies de aquella infeliz.
Trató de apartar con celeridad los
sentimientos de vergüenza y disgusto que le confundían. Para
observar, debía hacer lo que había aprendido: prescindir en lo
posible de toda emoción.
Comenzó por el cuello: las marcas eran más
anchas, con un trazado uniforme, casi lineal. Las rodillas estaban
desolladas en el contorno de las rótulas, igual que en los casos
precedentes. El resto del cuerpo mostraba pocas heridas y marcas,
excepto en la parte interna de ambos muslos. Vio un gran hematoma
en el muslo derecho, perfectamente diferenciado de la lividez que
se extendía a lo largo de la zona. Sabía muy bien lo que eso
significaba, por lo que no era necesario que lo corroborara
examinando la vagina. Un detalle carente de interés para él. Lo que
buscaba estaba en las manos. Y la derecha parecía dañada; su
rotación con respecto a la pelvis era contra natura. Para
examinarlas mejor, tendría que darle la vuelta al cuerpo.
Ninguno de los presentes dio muestras de
querer ayudarle, cuando introdujo su mano derecha bajo la espalda
de la chica e inició la maniobra de girar el tronco, tirando hacía
sí del hombro derecho, mientras empujaba el izquierdo hacia atrás y
abajo. Sintió una repentina y profunda náusea que le hizo dar una
arcada. Ahora sí que olía. Ni la aspiración forzada bajo la mesa
había podido detener la expansión instantánea del hedor. Menos mal
que era muy poco pesada, a pesar de sus ciento setenta centímetros.
Unos cincuenta y ocho kilos, calculaba.
El catedrático le miraba, irritado.
—Antes de irte lo dejas todo como estaba.
¿Me escuchas?
El estudiante apretó los dientes y exhaló
aire comprimido por su nariz, terminando entretanto de dar
compostura a las piernas, para conseguir un decúbito prono
perfecto. No pudo colocar correctamente sobre la mesa el brazo
derecho, porque la actitud en flexión era irreducible, así que lo
dejó caer hacia fuera y quedó colgando, como si indicara una
dirección. «Antes de irte», significaba que le echaba. Se atenía al
pacto, interpretándolo a su modo. Tendría que hablarlo con Bernal,
pero ya estaba cansado, harto de esa lucha sin sentido.
Abandonaría. Que se las apañasen sin él, o el estrés le abriría un
agujero en el estómago. Y lo que era peor: si seguía así repetiría
curso. De eso, no le cabía la menor duda... ¿Valía la pena?
Giró hacia la izquierda la cabeza. No quería
que aquel rostro sin cara le mirase.
La espalda no había sufrido maltrato. A
simple vista, una pequeña erosión únicamente, a la altura del
omoplato izquierdo. En los glúteos, las lesiones no eran
importantes, pero el ano estaba desgarrado y la sangre seca
impregnaba sus paredes y había manchado la cara posterior del muslo
izquierdo. Sólo el talón derecho estaba desollado, y mostraba el
residuo de una mínima hemorragia. Tomó el brazo derecho e intentó
girarlo para mirar las palmas, pero no pudo darle más que un tercio
de vuelta. El codo estaba considerablemente hinchado, sin señales
de contusiones ni heridas. Ésa era la razón por la que el antebrazo
estaba tan rígido.
Sentía los labios resecos. Los «traumas» se
defendían de la pestilencia insoportable de los huesos triturados
con un sencillo truco: mantener la boca abierta para respirar. De
este modo, el paladar blando colapsaba parcialmente las fosas
nasales. Eso ayudaba mucho; el resto era cosa de la voluntad.
Se agachó para inspeccionar bien las manos
de la víctima. En la yema del segundo y tercer dedos de la mano
derecha encontró marcas y una desolladura que traspasaba en
diagonal el territorio de los dedos para abarcar un área mínima de
la palma, en la base del quinto dedo. La desolladura tenía pequeñas
soluciones de continuidad, pero era fácil seguir su trayecto
completo, a poco que se prestara atención a su morfología. La
muñeca mostraba una arruga oblicua, y parecía macerada, como si
otra mano la hubiese agarrado con fuerza para retorcerla. En la
izquierda descubrió un alisamiento apenas perceptible de la
epidermis en la parte central, en paralelo a la línea de unión de
los dedos: era algo que no había visto con anterioridad. Como los
daños del codo derecho, que repasó una vez más...
Entonces lo supo.
Le dolían un poco las rodillas y le mareaba
el espeso cóctel de olores de la estancia, pero la emoción anuló
toda incomodidad, como por ensalmo. Un individuo, conduciendo de
noche con unas Ray-Ban de sol, cuyo rostro era aún un mero
contorno, un trazo desdibujado, impreciso, ocupó el escenario de su
mente durante un segundo. Casi podía ver la zaga de su SEAT,
encogiéndose hasta convertirse en un punto amarillo, antes de
evaporarse en la lejanía de una de las avenidas de la ciudad. Supo
que había culminado la carrera, y que ahora podría al fin respirar
hondo y pausado. Lo notaba porque acababa de invadirle una
indefinible sensación de gratitud, de paz, de anhelo rápidamente
cumplido. Se sentía más agradecido a su fe en el proceso escalonado
del buen juicio, del pensamiento racional, que en los frutos de su
correcta aplicación. Intuía que esa tenacidad investida de lógica
iba a ayudarle más en la vida que cualquier otro impulso, por noble
y singular que fuese.
Con bastante menos trabajo del que invirtió
al principio, devolvió a la muchacha a la postura en la que estaba
y se quitó la mascarilla.
Tenía que hablar con Luis de inmediato.
Corrió hacia el exterior sin mirar atrás ni pronunciar una sola
palabra. Se perdió la mirada estupefacta de don Jorge siguiéndole
hasta la puerta en su huida.
Estaba de suerte: encontró libre el teléfono
público del corredor central.
—¿Luis? Escucha. Soy yo, Ramón —dijo
atropellándose—. ¿Vamos a vernos luego?... Creo que tengo algo
importante —avanzó con modestia. La pura realidad era que lo tenía
todo, por esa razón temblaba de los pies
a cabeza, henchido de emoción y orgullo. Estaba a un paso de
justificar con creces ante Bernal la confianza que él le había
otorgado. Sabía lo mal que lo estaba pasando. Era consciente de que
se le había acabado el crédito en la comisaría, por insistir con
aquella teoría suya que estaba a punto de demostrar por fin.
Gracias a Dios que Luis era terco y con los nervios bien templados.
Tenía que contárselo pronto. Pero también deseaba apurar poco a
poco el licor de su pequeño triunfo, sin precipitarse, sin que le
volviese a traicionar la vehemencia. Tenía tiempo aún para
exponerle su descubrimiento.
—Creemos saber quién es —dijo fríamente Luis
Bernal—. Una escocesa, de la que no se tenían noticias desde el día
diez. Una tal Eleanor Bowie —pronunció en un inglés perfecto—. ¿Has
estado en el depósito?
Sintió que Luis no era sincero; el tono de
su voz le hacía suponer que estaba al tanto de aquella jugarreta
del cátedro.
Si así era, bien que se lo había
callado.
—Me la has jugado, so cabrón —aparentó
indignarse—. ¡Porque no me vengas ahora con que tú no sabías
nada!
Bernal pareció pensarse la respuesta durante
unos segundos.
—¿Y qué quieres que te diga? Ha sido...
imposible. Me ha puenteado, ¿me comprendes? El hijo puta conoce
bien a mi jefe. Le debe más de un favor.
El estudiante se masticó sus propios dientes
con rabia y soltó una imprecación. ¿Qué clase de favores son los
que hace un forense a un comisario de policía? Luis le revelaba sin
quererlo los trapicheos y amaños que manchaban el dorso de los
informes periciales, las dobleces que podían hacer cuadrar los ejes
de una investigación. La zozobra de una ruptura —la de su fe— le
invadió repentinamente. Miró su reloj, angustiado.
—Mira, ahora tengo un examen. No puedo
pararme. A las siete te veo en Juda’s. ¿Vale? —le apremió.
Bernal se mordió la lengua. Luchaba contra
su instinto, y se enfrentaba a su concepto de la lealtad. Le jodía
admitirlo pero nada ocurriría como esperaba Ramón.
—A las siete.
Los que vieron vomitar al estudiante ante el
desolado parterre lateral del edificio, pensaron que estaba
enfermo.
Ninguno se acercó a preguntarle el
motivo.
LA CERTEZA DEL INSPECTOR
Luis Bernal llevaba un año escaso en la
Brigada de Homicidios. De origen cántabro, se había criado en
Carmona. No superaba el metro setenta centímetros, tenía el cabello
oscuro, muy lacio, moderadamente largo, peinado mediante una raya
en el centro, de modo que, según la postura que adoptaba, los haces
le caían a veces, tapándole la frente y ocultando parcialmente sus
ojos azul pálido; y demasiadas canas para un joven de treinta y un
años, con una hoja limpia de perjuicios y reveses. A su tendencia
innata a engordar, atribuían los que le conocían el que tuviese
unos mofletes prominentes, que daban a su cara un aspecto aniñado,
pero la realidad era que las fluctuaciones de su peso apenas se
apreciaban en sus carrillos. Durante el invierno, solía vestir un
Pulligan de cuello alto y una americana a cuadros, siempre que el
tiempo no fuese demasiado caluroso. En cambio, de sus mocasines
Sebago, a los que reverenciaba como si se tratase de un apéndice
más de su anatomía, no se separaba nunca. Sus compañeros lo tenían
por un majareta listo y buena gente, de reacciones infantiles a
veces, pero carecía de verdaderos amigos en el cuerpo. Tenía un
extraño aguante para las grandes contrariedades y se encolerizaba
con facilidad por cuestiones nimias; era vehemente y optimista,
impulsivo y terco al mismo tiempo. El mote de Travolta se lo habían
colgado al instante en la Brigada por su peculiar forma de andar. A
los veinticuatro años estaba destinado como inspector en la
comisaría de Coín: era un destino forzoso. Su meta estaba en
Sevilla, cerca de la Torre del Oro, donde poseía un piso que sus
padres le habían legado a su muerte. Sus hermanas Práxedes y
Manolita tenían la vida hecha en Alemania, donde habían contraído
matrimonio con dos sajones de familias razonablemente bien
acomodadas, y no parecía que ninguna pensase en regresar. Fue un
alivio que ambas estuviesen de acuerdo con el reparto de los
bienes. Pensaron que la casa de Santander les convenía más con
vistas al futuro, porque la querían como inversión, y era tan
grande que se podía dividir en tres viviendas como poco. Deseaba
mudarse pronto, reunirse con sus amigos en Triana, disfrutar con
ellos de la templanza nocturna del Guadalquivir. Estaba impaciente
por recuperar las mañanas de sábados y domingos, los partidillos de
fútbol sala y las cañas en Gambrinus y en las terrazas del
Paseo.
Sus expectativas se habían cumplido a
medias, porque el golpe de Tejero retrasó en ocho meses su
traslado. Los crímenes que más adelante le valdrían el ascenso a
inspector jefe, comenzaron muy poco después de instalarse en
Sevilla.
Cuando se produjo el primero de los
asesinatos, la ciudad era un hervidero de turistas, a causa del
mundial de fútbol. El cuerpo de la joven holandesa, Anna De Rooij,
fue encontrado el dieciséis de Junio, dos días después del partido
Brasil-URSS. El caso se mantuvo en una investigación ajena durante
cuatro meses: parecía el típico crimen, no premeditado, de una
prostituta. Un cliente matón, cabreado y seguramente pasado de coca
o de alcohol, ofrecía el perfil buscado por la policía.
Pero el asesino solo se había tomado sus
vacaciones de verano, al menos en Sevilla. Entre el diez de octubre
y quince de noviembre se produjeron cuatro nuevos crímenes. Tal
cúmulo de muertes y las similitudes entre ellas, dieron un completo
giro a la investigación. La alarma social era aún moderada, pues a
las víctimas se las suponía prostitutas, al no haber sido
identificadas en un principio, ni nadie haber denunciado su
desaparición. Luego se sabría que se trataba de turistas con
escasos recursos, de jóvenes con vocación bohemia que buscan, a
bajo precio, el encanto de un otoño benigno, alojándose en viejas
casas del casco antiguo a las que se llama hoteles sólo porque un
distintivo azul con una H cuelga de sus fachadas. Dos de ellas eran
amigas, y fueron secuestradas y asesinadas al mismo tiempo, en una
demostración de crueldad y determinación que hizo entender a la
policía que se enfrentaban a un tipo de criminal muy diferente al
que estaban habituados a perseguir y detener.
A partir de ese instante, comenzó a planear
la duda de si no estarían enfrentándose a una pareja de asesinos
que trabajaban en sociedad.
Ramón Castillo estaba asignado al grupo B de
prácticas de Medicina Legal. Cada grupo era de siete alumnos. Esto
suponía una hora de trabajo común, los jueves, en el laboratorio de
criminología, cotejando el análisis de pruebas, y auxiliar al
forense de guardia, cuando fuese requerido por el juez. A este
cometido se dedicaba una semana de completa disponibilidad, en
turnos rotatorios, mediante sorteo o acuerdo privado del grupo.
Podía ocurrir que algunos únicamente tuviesen la oportunidad de
asistir a la elaboración de informes periciales, o al examen de
documentos médicos. Ocasionalmente, la semana transcurría sin
incidencias, aunque por lo general se debía proceder a levantar uno
o más cadáveres. A Castillo le tocó examinar a «Uñas Negras». Con
este apodo se nombró, desde el hallazgo de sus restos, a Margaret
V. Rossintong. Los de la policía judicial se encargaban de poner el
mote, amparándose en un distintivo, una peculiaridad de la víctima;
a veces, tenía relación con el lugar del hallazgo, con la
coincidencia con determinado acontecimiento, todo dependía del
ingenio del inventor. Margaret era de baja estatura, rellenita y
mostraba un espmalte negro, descuidadamente aplicado en las uñas
que todavía conservaba. La habían arrojado en el interior de una nave industrial
abandonada, en la esquina contigua a la puerta, como un saco
inservible. Las uñas pintadas de negro eran características de la
estética punk.
El problema estribaba en que habían dejado
muy poca cara y cuero cabelludo intacto. Apenas se intuía un esbozo
de cresta en el occipucio (el cabello era castaño, sin teñir). La
sombra negra que rodeaba los ojos, sin embargo, resultaba muy
reveladora, a pesar de que las lágrimas de la pobre muchacha se
habían cebado con el rímel, arrasándolo como una riada a un
arrozal.
La prueba de prácticas de Castillo consistió
en un informe, por decisión de su tutor. Un informe destinado a
cambiar el curso de la investigación. «Uñas Negras» era la segunda
víctima de la serie otoñal del monstruo,
y ahora estaban seguros de que los crímenes continuarían, aunque
nadie esperaba un frenesí tal. A esa altura, se carecía de pistas
para orientar la búsqueda. No había testigos, ni los restos
orgánicos hallados en las víctimas (semen y saliva) aclaraban nada,
excepto su pertenencia a alguien cuya sangre era del tipo «0». A la
primera reunión en el gobierno civil, para asignar los medios
extraordinarios que requería el caso, acudieron los comisarios y
subcomisarios. Fernando Sanz Pastor les exigió que se coordinaran e
intercambiaran toda la información disponible. No estaba dispuesto
a admitir, dijo, «reinos de taifas»; utilizando un tono áspero y
desagradable, amenazó con «pasar por encima de ellos», si fuese
necesario, para reclutar a los más capaces entre sus subordinados.
No hizo falta que insistiera, porque uno de los comisarios (no
Encinas) se le adelantó al sugerir que se
convocase una segunda reunión de manera inmediata, en la que
estuviesen presentes los inspectores y agentes con experiencia en
homicidios. En ella se trazarían las líneas maestras del
procedimiento a seguir, incluyendo la posibilidad —sugerida por el
propio gobernador civil— de crear brigadas mixtas entre dos o más
comisarías, y se decidiría por mayoría sobre cualquier propuesta
que mereciese la pena ser votada. Puso especial énfasis al insistir
en que el valor de los votos no estaría sujeto al lugar que cada
uno ocupaba en el escalafón. De ese modo, nadie podría escudarse en
la falta de quórum.
No todos estaban de acuerdo, pero ninguno se
atrevió a manifestarse en contra, tras comprobar la buena acogida
que le dispensó el gobernador.
El veintidós de octubre amaneció despejado,
luego de dos jornadas de niebla espesa, fantasmal, que no se
dispersaba hasta bien entrada la mañana.
Un viento del este había salmodiado durante
toda la noche entre las copas de las palmeras y los arces,
arrastrando consigo la humedad del valle.
El río dejó de parecerse a un espectro que
se adentra en las sombras de un mundo invisible, un reptil
sigiloso, a cuyo lomo se aventuran las traineras. Volvían a
divisarse sus orillas, las factorías abandonadas, los astilleros y
las barcazas amarradas, que cabeceaban con pereza en los diques.
Las calles parecían más vivas que nunca, con docenas de terrazas
expeliendo el vaho perfumado de las cafeteras. Carteles y pasquines
de propaganda electoral empapelaban los exteriores de los bajos de
los edificios, las carrocerías de los automóviles, los postes y
farolas; vestían de sonrisas cosméticas los grandes paneles
estratégicamente ubicados en avenidas e intersecciones. La
combustión negruzca de los motores de los autobuses de línea
mezclaba sus esencias con las de los kioscos callejeros de
tejeringos. Esa pócima irresistible al olfato es la que percibió
Bernal al apearse a las puertas del gobierno civil, a eso de las
nueve y veinticinco. Los otros dos inspectores de su comisaría
convocados, Celso Lima, y José Ángel Cantos, que regresaban aquella
mañana de Córdoba, donde una mujer había sido asesinada de un modo
similar a las de Sevilla, avisaron la tarde anterior de que
vendrían desde el hotel cordobés en el Mini Cooper de Celso. Del
Renault 12 oficial se bajaron también el conductor —su subordinado
Montosa—, y Encinas. Hacía días que parecía haberle cambiado el
carácter; su dicharachera estupidez se había tornado en sobria
circunspección, cosa que Bernal agradecía sinceramente, porque cada
vez que estaba de buen humor, su dentadura se convertía en el
centro de sus pesadillas nocturnas. Montosa era un buen chaval,
bético cerrado, con un único problema: el no saber hablar de otra
cosa que no fuera fútbol.
Un policía de uniforme estaba ocupado en
repartir botellas de agua por la mesa cuando llegaron a la sala de
reuniones. Como un fiel reflejo de la política de apretarse el
cinturón que había impuesto en el gobierno civil su nuevo
inquilino, las tres lámparas del techo estaban apagadas, aunque
entraba suficiente claridad por las balconadas que daban a la
plaza. Encinas dejó la cartera sobre la mesa y se desabrochó el
cinturón para ajustarse los pantalones. Se les habían adelantado
los del distrito norte. Pero Sanz Pastor no estaba aún presente, lo
que suponía una oportunidad para charlar brevemente con ellos. Solo
conocía a Olalla, un inspector alicantino con el que jugaba al
fútbol a menudo. A los demás los había visto o saludado alguna vez,
pero no recordaba sus nombres.
—¡Jesús! —Se adelantó unos pasos hacia el
corro.
Olalla volvió su cabeza sin cuello, girando
media vuelta el corpachón que la sostenía.
—Me alegro de verte —dijo extendiendo la
mano para estrechar la que Luis le ofrecía. Los otros dos se
apartaron.
—¿Qué me cuentas?
—¡A ver qué cojones quieren!
—masculló.
—Qué van a querer. —Se encogió de hombros—.
Que les solucionemos la papeleta.
—No pueden meternos en más fregados, Luis.
Las elecciones lo absorben todo. ¿Sabes cómo nos tiene el jefe? De
mitin en mitin y mamándosela a los políticos... Peor que las putas
—se lamentó Olalla.
—Las elecciones son dentro de siete días.
Mientras se monta un operativo conjunto entre comisarías, pasarán
dos semanas por lo menos... Mejor que no lo pongas como
excusa.
La sala olía fuertemente a barniz y a tabaco
enfriado. Luis presionó con suavidad su vientre. ¡Menuda mata de
pelo le salía a Jesús por las orejas! Le resultaba muy extraño el
hecho de que su mirada no pudiese desviarse ni un milímetro del
motivo de su aversión. Sentía asco de aquella visión y encima
notaba su estómago raro. Tenía la sensación de no haber digerido
bien la cena; quizá porque una excitante expectativa serpenteaba en
sus entrañas. Sacó una tableta de Alka Seltzer del bolsillo de su
chaqueta y se preparó el remedio que tan buenos resultados le daba
cuando se colaba con los pelotazos.
—Pues la llevan clara —replicó Jesús Olalla,
palpándose los bolsillos interiores—. Esto va para largo, eh...
Acuérdate de lo que te digo.
Bernal, creyéndose a punto de vomitar,
rechazó el Camel, que a continuación se puso Olalla entre los
labios. Sus acompañantes habían empezado a discutir con Montosa
sobre el Betis, que, en aquellos momentos, era tanto como filosofar
sobre la importancia de Gordillo en el equipo.
—Ya veremos —dijo, superando una breve
oleada nauseosa.
—Lo verás tú. Mi maricona —explicó— no ha
cantado una mierda en tres meses. Y eso me mosquea, ¿sabes?, porque
habla por los codos la muy hija de puta.
Jesús se refería a La Vanesa, su confidente
transexual. Se jactaba a menudo de odiar «la mariconería», pero era
vox populi en el cuerpo que se pirraba
por tirarse a un travestí de vez en cuando.
—¿Cuánto hace que no le comes la polla?
—ironizó Luis.
—No me toques los huevos, ¿vale? —dijo
Olalla en un tono amistosamente conminatorio.
El eructo que Bernal mantenía en la
clandestinidad, se deslizó silenciosamente hasta su boca. Guiñó un
ojo a Jesús Olalla. Empezaba a sentirse mucho mejor.
—Tú estate atento.
—Señores, ¡buenos días! —La entrada en la
sala de Sanz Pastor sorprendió a Encinas rascándose el escroto a
través del bolsillo derecho de los pantalones. Ni se inmutó. Siguió
enfrascado en una frenética pugna por recolocar sus testículos.
Perseguía aliviarlos de las consecuencias del confinamiento perenne
en unos calzoncillos inadecuados.
Había perdido la cuenta de las veces que
dijo a su mujer que se los comprase de algodón puro, y de las veces
que ella había ignorado el hecho de que no soportaba las fibras. El
gobernador no llegaba solo; había traído a sus escoltas y
colaboradores, de guarda maestres: cuatro en total. El tío con
gafas de culo de botella y pelo gris grasiento que les acompañaba,
resultó ser la mano derecha del alcalde. Nadie lo hubiera
adivinado, de haberse dejado guiar por el aspecto desaliñado y
anodino que le confería su vestimenta y su cabello, largo y
alborotado.
Del Valle quería estar alerta ante lo publicado en los medios, y ante lo
que se publicase en adelante. Necesitaba saber en qué se apartaba
de lo suministrado por los investigadores—. ¿Nos sentamos?...
¿Estamos todos o falta alguien? —les espetó, mientras miraba con el
ceño fruncido a su alrededor, y los convocados se acomodaban—.
Comencemos.
Como anfitrión, Sanz Pastor ofició de
maestro de ceremonias presentando a los reunidos, y explicándoles
los objetivos del encuentro.
Le rogó a Luis María Centeno que levantase
acta, nombrándole secretario. «¿Tienen alguna objeción?» preguntó
en tono protocolario. La situación, afirmó a continuación, les
estaba desbordando. No se tenían antecedentes de unos hechos como
aquellos en la ciudad. En consecuencia, carecían de experiencia en
combatir esa clase de crímenes. Y se había convertido en un
problema transnacional (esa fue la palabra que utilizó); la
INTERPOL, como ya sabían, estaba colaborando; rastrearía en sus
archivos la existencia de delitos con un perfil parecido, para
buscar una posible conexión. No se podía descartar, a priori, que
el responsable de aquellas atrocidades ya hubiese actuado antes en
otro país.
Así lo creían en la división para crímenes
sexuales de este organismo.
Los gobiernos de Estados Unidos y Holanda, a
través de sus embajadas, se habían interesado por los pormenores de
la investigación. Esa presión sobreañadida, no debían considerarla
un obstáculo, sino por el contrario servirles de estímulo. Quería,
dijo, poner los medios que hiciese falta para acabar de inmediato
con los asesinatos. En dicha tarea estaba comprometido el ministro
del Interior y la presidencia del gobierno. Solicitó a todos los
presentes una «tormenta de ideas», que condujera a
«propuestas».
Lima habló en primer lugar.
—Perdón, don Fernando..., antes de que
empecemos... ¿puedo hacerle una pregunta?
—Adelante.
—Tengo la duda de si esto es o no una
reunión de la Junta de Seguridad Ciudadana. Lo digo porque veo que
el ayuntamiento está representado en esta sala...—dijo mirando a su
izquierda. El asesor de Del Valle reaccionó a la mención a su
persona elevando la mirada hasta el techo con aire de despiste,
mientras se quitaba las gruesas gafas para limpiarlas.
—¿Cambia eso algo? —le cortó con sequedad el
gobernador.
—Bueno, yo...—balbuceó.
—No hemos venido aquí a satisfacer la
curiosidad de nadie —volvió a interrumpir a Lima, Sanz Pastor—.
Tengan claro esto... Aquí el que convoca es el gobierno y
yo en su nombre... Tampoco piensen que no
soy consciente de que en la práctica mi situación actual es de
interinidad. Sé que un cambio de gobierno entra dentro de lo muy
probable, tras las elecciones. Nada va a cambiar si esto ocurre y
soy relevado de mi puesto. Vamos a mantener el plan previsto,
¿comprenden?... Así que les recomiendo que no actúen como si todo
esto fuese a quedar en agua de borrajas, porque eso no ocurrirá.
Bien, ¿tienen alguna otra pregunta? —inquirió, mirando a cada uno
de los presentes. Luego de un breve silencio, apostilló—: Lo que
quiero son ideas, ¿entienden? La realidad, ya la conocen: no
tenemos ni indicios ni pistas. El único punto de partida son estos
crímenes atroces; eso es lo que sabemos y les supongo centrados en
los hechos... Así que... —les miró severo— procuren deshacerse de
reflexiones esotéricas, vaguedades y anécdotas.
Quiero ideas y propuestas. Todo lo demás me
sobra.
El comisario Centeno se apresuró a
intervenir en primer lugar.
—Nosotros...—carraspeó— nos venimos
preguntando hace semanas a quién debemos buscar. Los informes
forenses parecen indicar que estamos ante un violador que mata para
no dejar testigos. A la vista de ello, cotejamos las fichas de
agresores sexuales que han cumplido pena
y están ahora en libertad. Interrogamos a unos quince,
aproximadamente. Nada de momento... También hemos pedido
información al respecto en otras comisarías...
—¿A cuántas? —dijo Encinas.
—No a todas, claro. Hemos considerado que
debíamos seguir un criterio de cercanía,
y nos hemos centrado en las andaluzas y manchegas..., digamos que
de Madrid para abajo —explicó Luis María.
Bernal no pudo evitar que una casi
imperceptible mueca de burla se dibujase en su cara.
—Las de Badajoz y Cáceres están
descartadas... —insinuó con cierta socarronería.
—Las contacté yo —repuso el inspector Moreno
Luna, compañero de brigada de Olalla—, pero no colaboran con
nosotros... Tienen otras prioridades.
—¿Ah, sí? Explíquenos cuáles —solicitó el
gobernador.
—Están volcados en el PLUCO1. Sugieren que este marrón es sólo
nuestro.
—Pues se equivocan —aseveró Sanz Pastor—. Yo
me encargaré...
Encinas carraspeó.
—Estas mujeres fueron secuestradas. Sin
embargo, no contamos con testigos.
Hubo un murmullo de asentimiento.
—Puede que estuvieran haciendo dedo
—aventuró Montosa—. Las turistas son demasiado confiadas.
—La holandesa viajaba en bicicleta —se
apresuró a señalar Encinas, refiriéndose a la primera víctima
oficial, dada por desaparecida en mayo, tras perderle sus padres la
pista en Zaragoza un mes antes, e identificada cuarenta y dos días
después de haber sido hallada, merced a un tatuaje en el muslo
izquierdo —y no estaba registrada en ningún hotel.
Puede que la sorprendieran en alguna de las
carreteras de acceso a Sevilla... Pero dudo mucho que hiciese
autostop.
La ciudad, en plena ebullición, repiqueteaba
en los amplios ventanales. Moreno Luna, ansioso por aportar su
granito de arena, certificó:
—Las violaciones siguen un patrón. Las
vaginales son ante mortem, al contrario
que las anales...
La aplicación del inspector desató una
sonrisa sarcástica en Olalla.
Una enconada enemistad les separaba desde
hacía tiempo.
—Ya, ya... Bien. Escúchenme: olvídense de
repetir lo que sabemos.
Es una pérdida de tiempo. Además, no quiero
que se pierdan en disquisiciones inútiles —les reprendió en tono
severo el gobernador—.
¿Y los confidentes? ¿Qué dicen?
La regañina frenó en seco los ímpetus de
Olalla, que deseaba a toda costa franquearse el interés de los
mandamases. Pero, pese a que titubeó, tuvo arrestos para ser el
primero en tomar la palabra a continuación del gobernador.
—Las muertas no eran putas de la calle
—observó mediante un susurro—. No sacaremos nada de los
soplones...Creo.
Luis Bernal hizo un ademán a Encinas. El
momento que esperaba había llegado.
—No es cuestión de que sean putas o no,
Jesús —le corrigió—. El carácter de los delitos es lo que los hace
válidos o inútiles.
A Olalla le centellearon los ojos de puro
cabreo. No soportaba que un chulo cabrón sabelotodo como Luis le
enmendara la plana delante del gobernador.
—Mira, Bernal —se adelantó a Pepe Encinas,
que en ese instante tosía para aclararse la voz—. Los soplones
viven con putas; de las putas; o son putas —recalcó, arrastrando
las eses con rabia—. Eso es lo que importa.
Luis hizo una mueca con los labios, para
compensar a Olalla de la afrenta y zanjar con ello el asunto.
Estaba excitado ante lo que se avecinaba; no permitiría que una
absurda discusión, excéntrica a la cuestión principal, lo
distrajese.
—El inspector de homicidios Luis Bernal
—habló el comisario de los dientes de tiburón, fijando los ojos en
Sanz Pastor—, cree tener una línea de investigación nueva en sus
manos... Si me lo permiten...
—Hizo una pausa breve, poniendo cara de
incrédulo desinterés— Yo discrepo de la importancia que Bernal le
concede a este documento del que voy a entregarles copia ahora —y
sacó unas hojas de la cartera, repartiéndolas entre los presentes,
comenzando por el gobernador—, pero dejaré que él les explique su
contenido... Y ustedes saquen sus propias conclusiones.
—Díganos ¿De qué se trata? —le espetó Sanz
Pastor, intrigado, mientras echaba un vistazo al folio.
Bernal se ajustó sus gafas de cerca y
explicó:
—Es el ejercicio de prácticas de Medicina
Legal de un alumno de nuestra facultad. Si lo leen verán que se
trata de un informe forense derivado de la inspección externa de un
cadáver... una descripción de las lesiones que presentaba la punky
americana del polígono... ¿están en ello? —se detuvo para comprobar
si los demás le seguían—. Bien, lo importante está al final, en la
página tres, en el apartado «conclusiones»... ¿lo tienen?... En el texto
—prosiguió, tras comprobar que nadie andaba perdido— se formula una
teoría acerca del autor de este crimen... Les leo:... «las lesiones
en las palmas de las manos pueden corresponder a las marcas dejadas
por el tirador de la puerta de un vehículo, probablemente roto,
porque sugieren el deslizamiento sobre los bordes irregulares de
una muesca. La diferente localización de las heridas en cada mano
hace pensar que es el tirador de la puerta trasera izquierda... Con
seguridad ha sido arrastrada, aún viva, por el tipo de lesiones que
presenta en las rodillas y los talones, todas con signos de
reactividad. Esta maniobra parece haberse hecho a cierta distancia
del cuerpo, probablemente empleando el extremo de una lazada
ajustada a su cuello...».
Durante el paréntesis de silencio que se
hizo a continuación, sus ojos se posaron furtivamente en los
rostros de estupor de sus compañeros de brigada, a los que,
deliberadamente, no había puesto al corriente, aun a sabiendas de
que tarde o temprano le pasarían factura por aquel gesto de
deslealtad. Decidió asumir ese riesgo con tal de evitar
filtraciones a otras comisarías. De haber existido, la reunión se
habría adulterado irremisiblemente, condicionando con toda
seguridad la actitud del gobernador civil.
Por desgracia, no había tenido más remedio
que contar con el jefe. Le había costado dios y ayuda convencer al
dentón, no sólo de que le avalase en la reunión, sino de la
importancia también de mantenerlo en secreto hasta entonces. Estaba
seguro de que le habrían preparado una encerrona.
—Prosiga —le instó el gobernador.
Luis se quitó las gafas, parpadeó con aire
de ansiedad contenida y se echó ritualmente hacia atrás el haz
derecho de su flequillo.
—La deducción es brillante.
—¿En qué se basa para decir eso?—inquirió el
gobernador.
—En que no sólo se atreve a plantear una
hipótesis, sino que además todo lo que apunta tiene mucho
sentido... Creo —lanzó una mirada llena de reproches a Encinas— que
este estudiante tiene un don que le permite ir un paso más allá que
los demás en la observación y que debemos aprovecharnos —en ese
punto se oyeron exclamaciones despectivas— para trazar nuevas
líneas de investigación...
—Quiere concretar —le interrumpió impaciente
el gobernador.
—Creo que debemos considerar su hipótesis
seriamente, e investigarla.
—¿Y cuál es la hipótesis? —dijo con frialdad
el comisario Centeno.
—Está claro, ¿no? Señala a un taxista. O a
alguien que utiliza un taxi.
El comisario sonrió con desprecio.
—Claro, estará para usted. ¿Trata de
decirnos que se toma a pies juntillas una especulación con base tan
endeble? ¡Es increíble! Las lesiones que... este chaval atribuye al
«tirador» de la puerta de un coche, son seguramente defensivas...
Lo que ya es para nota —añadió, sarcásticamente—, y me parece
mentira que se lo tome usted en serio, es que se atreva a
indicarnos la puerta concreta... ¡Hombre!
—Lo probé ayer —afirmó Bernal, mostrando las
palmas, surcadas por pequeñas rozaduras, a los presentes—. Fui a un
desguace y rompí el tirador trasero izquierdo de un 131, empleando
unos alicates... El pasajero aborda el tirador izquierdo de
distinto modo al derecho. Un diestro —colocó su mano en actitud
para la demostración— al intentar forzar el fragmento del tirador,
sufriría lesiones en las yemas del segundo y tercer dedos de la
mano derecha, principalmente. Si estuviese partido el tirador
derecho, deberían afectarse más el cuarto y quinto...
Centeno se sacudió la nariz.
—Vamos a ver; no entiendo bien. ¿Quiere
decir que ese vehículo —si existe—, carece de tirador derecho
trasero, y tiene roto el izquierdo?
—Creo que el derecho está intacto. Ninguna
de las puertas puede abrirse desde el interior.
—Un taxista —terció Moreno Luna— no puede
salir a trabajar teniendo inutilizadas las puertas
traseras...
—Probablemente —admitió Bernal—. Aunque, en
mi opinión, las puertas no están inutilizadas: han sido manipuladas
para que abran sólo desde fuera.
—Puede ser —dijo el inspector, doblando
nerviosamente la hoja del informe—. Vale... Pero estarás de
acuerdo, Luis, en que ese, digámosle, defecto del taxi, hubiese
llamado bastante la atención.
Bernal se quitó las gafas antes de
replicar:
—Depende... Deberíamos considerar la
posibilidad de que se trate de un camuflaje ¿Es un verdadero
taxista, o un impostor que se refugia en ese disfraz para salir de
caza? —se preguntó a sí mismo, rodeando la mesa con la mirada—...
Le basta con cambiar el cartel interior de «libre» por el de
«ocupado», para evitarse cualquier molestia con los clientes. En
una ciudad del tamaño de Sevilla, con tantas licencias, no debe
resultar fácil detectar a un falso taxista. Pensemos en alguien que
no utiliza las paradas oficiales. Eso si no nos enfrentamos con un
taxista auténtico, un autónomo que tiene en su licencia el medio
perfecto para hacer realidad su hobby. Si tiene ese trabajo como
una actividad complementaria, podría funcionar como le viniera en
gana.
La discusión se estaba deslizando hacia un
terreno que disgustaba profundamente a Luis María. Era la forma de
plantear el asunto, de arrogarse el protagonismo absoluto, la
manera de hacer que las luces le enfocasen sólo a él, lo que le
sacaba de sus casillas. El que Bernal pareciese tener respuestas
para todo, era algo que ya se esperaba de un modo u otro. Conocía
bien la clase de ambición que se escondía tras ese tono de
autosuficiencia porque era un mero reflejo de la suya, recién
llegado al cuerpo y con veinte años menos. Contaba con que se
habría estudiado los expedientes hasta el mínimo detalle, sin dejar
suelto ningún cabo que no lo estuviese ya por las propias
circunstancias de la investigación.
—¿Por qué no un clavo..., por ejemplo?
—discrepó—. O el cerrojo de un tragaluz... Pongamos que fue una
arista de la pared del zulo donde fue retenida. ¿Acaso sabemos si
han estado o no encerradas?
—Pues porque, en ese caso, las otras
tendrían lesiones muy diferentes, en localización, profundidad y
tamaño —replicó Bernal, con las mejillas encendidas—. O,
sencillamente, no las tendrían. Y en todas hay pequeños desgarros en las palmas.
—Veo que lo sabe usted todo
¡Enhorabuena!—dijo ¡Perfecto! Mi opinión, Luis, y no me la va a
cambiar ni usted ni el estudiante —dijo el comisario sin rendirse
del todo—, es que corresponden a la agresión...
Un anillo con un corindón defectuoso, o mal
montado, pongamos por caso —aventuró.
—¿A esa distancia?... Habría restos de piel
bajo las uñas de las víctimas —señaló
Bernal—. Porque no los hay... Repasemos —prosiguió con extraña
firmeza en la voz— los informes y las fotos de los cadáveres, y se
comprobará que las heridas son casi coincidentes...
Encinas bostezó nuevamente, mientras su
colega Luis María maldecía entre dientes su ocurrencia de haber
propuesto al gobernador que los inspectores tuviesen voz y
voto.
—¡Vamos, hombre! —estalló—. Es una teoría
sin fundamentos. Por qué un taxista... ¿porque se imagina que la
mujer estuvo en el asiento trasero de un coche?... Y si así fuese,
¿no podría tratarse de un vehículo particular?
—Mire las fotos de los otros cuerpos
—aconsejó Bernal— Si es...
—¡Ya las he mirado!—le interrumpió el
comisario—. No perdamos más tiempo en esto, por favor.
Sanz Pastor medió entre ambos.
—Dejémosle terminar, Luis María...
—Gracias —Bernal miró al gobernador,
sorbiendo a continuación un poco de agua—... Decía que si el
asesino tiene un coche particular recogería a sus víctimas,
haciéndolas subir al asiento del lado del conductor. En cambio, en
un coche de servicio público, la gente se monta detrás. Un taxista
o alguien que se hace pasar por él, tiene a su favor dos cosas: que
nadie desconfía y un gran número de oportunidades para hacer la
selección que le conviene...
—En la mía es fijo Gordillo —observó
burlonamente Olalla.
—Nada de bromas —dijo, imperativo, el
gobernador—. Bien, señor...
—Bernal.
—Me imagino que ha hablado usted con este
alumno...
—Lo hice el viernes pasado —confirmó,
refiriéndose al diecinueve—. Y me dijo algo más, aunque esto ya es
pura especulación, lo reconozco.
—Prosiga. No nos deje usted en ascuas.
—Él cree que el autor de estos crímenes
sufre algún tipo de enfermedad en las manos, algo que afecta a su
piel.
Centeno contagió sus carcajadas ahogadas a
los policías de su grupo. Cantos también sonrió...
—¿Sí? ¿Y en qué se basa? —se impacientó Sanz
Pastor.
Luis encogió levemente sus hombros.
—En que ataca a
distancia... Es como si quisiera evitar un contacto directo
hasta que las reduce... Por eso utiliza una especie de cinturón o
lazo de cuero.
—Le ha proporcionado los informes de los
otros casos...—aventuró el gobernador.
Bernal asintió.
—Quise que me diera su opinión.
—¡Seamos serios, por favor! —protestó Pepe
Encinas, que estaba ansioso por distanciarse de su subordinado y
resarcirse de la sensación de ridículo que le había invadido
después de asistir al montaje teatral de
Luis. El muy cipote de Bernal lo había puesto en una situación
incómoda por culpa de aquel disparate, y si no fuese porque había
intuido que ese tipo de planteamientos «modernos» agradaban al
gobernador, nunca se hubiese avenido a patrocinarlo.
—Lo somos —aseguró Luis con pasmosa
seguridad—... Podemos tomarlo o no en consideración pero tiene su
lógica... Es una especie de «rutina preventiva» frente al rechazo,
algo que se ha acostumbrado a hacer a la fuerza, y que no puede
dejar de hacer, por mucho que se lo proponga.
Sería el equivalente al acto de comprobar
que se ha cerrado la llave del gas o apagado la estufa.
Las protestas más sonoras partieron del
grupo de Centeno, pero nadie parecía estar de acuerdo con Bernal, a
excepción del gobernador, al que había impresionado la teoría del
alumno.
—¡Señores; por favor! —Elevó la voz—. Si no
están conformes, hablen de uno en uno...
Centeno se adelantó al resto con la
propuesta que traía preparada.
—Con todo el respeto para ese aventajado y
sagaz alumno —dijo Centeno—, lo que tenemos que hacer es buscar a
un violador fichado que ha escalado un
peldaño en su conducta violenta... Si no hacemos eso, estaremos
perdiendo el tiempo...
Sanz Pastor ignoró olímpicamente los
argumentos del comisario.
—¿Y su propuesta? —apremió a Bernal.
—Centrarnos en el gremio de taxistas.
Averiguar sus turnos y recorridos. He pedido el listado de
profesionales a la Asociación. Para el resto, acudiremos al
registro municipal de licencias... Será una tarea ardua —admitió—
porque... no solo tendremos que investigarles... —se detuvo para
buscar comprensión en la mirada de don Fernando—. Además...
tendremos que hablar con todos ellos, para saber si han detectado a
algún intruso.
El estrafalario asesor de Del Valle
intervino para asegurar:
—Si así se decide, tendrán toda la
colaboración de la alcaldía.
—Nos faltan recursos —protestó ahogadamente
Olalla, meneando la cabeza con aire desolado.
El gobernador reaccionó con celeridad.
—Solicitaré un traslado temporal de diez
agentes. Su comisaría —se dirigió a Centeno— que siga investigando
a los encausados por delitos sexuales de cualquier clase. Y, usted,
Encinas, asigne ese alumno al forense. Que le acompañe..., si hay
más cadáveres... Y ojalá que no tengamos que leer un nuevo informe
suyo. ¿Están de acuerdo? Bien, tome nota, Luis María.
El acta de la reunión, se concluyó en unos
minutos, sin que las protestas en voz baja y los comentarios de
desaprobación de Moreno Luna y Olalla cesaran del todo. Centeno
pareció tragarse al fin el sapo.
—Quiero un buen entendimiento, no disputas
—solicitó en su despedida el gobernador—. Les citaré de nuevo si
hay progresos.
Bernal sintió, al bajar la escalinata, que
su estómago se retorcía suplicando un café caliente. Buena señal.
Estaba contento, especialmente por la determinación de Sanz Pastor
de contar con Ramón.
Pero finalmente, y como él sospechaba, no se
había producido ninguna votación.
UN CRUCIAL REPASO A LOS INCIDENTES DE TAXIS
En las tardes que tenía libre, Bernal solía
citarse con Daniel, un botánico empleado por el Ayuntamiento para
la introducción de especies en el parque de María Luisa, al que
había conocido unos meses atrás en el polideportivo municipal.
Carecían de amigos comunes, pero eso no fue ningún obstáculo para
que entablasen conversación durante las vueltas de calentamiento en
la pista de albero, pues ambos parecían propender a relacionarse
con extraños. Daniel rondaba los treinta, era locuaz, aficionado a
practicar fondo atlético y un aceptable jugador de tenis. Estaba
tan colgado con la música de Zappa, que dedicaba la totalidad de
sus escasos ahorros a asistir a uno de sus conciertos en América,
cada verano. Las primeras charlas que habían mantenido, a cuenta de
cosas banales, convencieron a Bernal de que las ideas de ambos
—especialmente las políticas— coincidían en muchos aspectos, asunto
que se le antojaba esencial cuando se trataba de compartir el
tiempo libre, porque, según su razonamiento, únicamente con los
afines se pueden examinar aspectos de la realidad presente o pasada
que se presten a enfoques opuestos, sin que las diferencias de
criterios terminen por abrir brechas en la confianza, o —lo que es
peor—, sin que el ánimo por preservar la amistad acabe sojuzgando
en cierta medida la libre expresión de opiniones. En ocasiones,
Daniel acudía con su novia pelirroja, Sara, una sevillana de raza
con gusto por el chocolate marroquí, de bondad germinal y dulzura
espontánea, un poco hippie, y bastante guapa, cuyo fuerte olor a
pachulí le agradaba, aunque podía llegar a marearle. Las nuevas
amistades le vinieron como anillo al dedo para alejarse un poco de
las monocordes reuniones con policías, en las que apenas se hablaba
de otra cosa que no fuesen tías, casos pendientes y fútbol. Como
Daniel se movía en moto, se avenía de buen grado a tomar café en
alguna de las muchas cafeterías-pastelerías de las proximidades de
la plaza de España, a escasos metros de su casa, evitándole la
molestia de sacar el R-5. Daniel era tan aficionado al dominó, que
siempre llevaba consigo un juego de fichas; unas miniaturas de
madera, excelentemente terminadas, que transportaba en un estuche
plano, hecho en cuero grueso, que alguien le había traído de La
India.
Luis era un poco reacio a las partidas,
aunque le atraían; tal vez por su temor a no comportarse como era
debido, dado que se consideraba a sí mismo como un ludópata en
potencia. En eso, tenía mucho de su madre, a la que recordaba,
subida de colorete, en aquellas tediosísimas partidas de mus que
organizaba con sus amigas, tarde tras tarde. Su madre (era el más
amargo de los flash-back de su memoria)
se deslizó al final por la pendiente estúpida de una adicción
tiránica, redujo el resto de su vida —incluida su familia— a una
mera anécdota, se hundió en el estupor miope de su absorbente y
minúsculo mundo, circunscrito a los naipes. Recelaba del juego
tanto como le atraía. Pero acabó cediendo a la insistencia de
Daniel y, solos o en compañía de Sara, solían jugar un buen número
de tardes, apostándose el café. Cuando el joven Ramón se unió
intermitentemente al grupo, Luis propuso cambiar de lugar de
encuentros, y, de común acuerdo, comenzaron a frecuentar otros
locales, cercanos a la Facultad. No hubo problemas. En esto, como
en otras cosas, Dani y Sara, demostraban a Bernal la clase de
personas que eran. El vínculo profesional
que se había establecido entre Luis y Ramón, se mantuvo en un
discreto aparte, al que ni la despreocupada pelirroja, ni el
botánico deportista, tenían acceso. No parecía extrañarles la poco
usual relación de amistad entre un policía y un estudiante, ocho
años menor. Sobre las seis o las siete, la reunión se trasladaba a
Juda's, un local al estilo de los pubs ingleses, que estaba libre
de algunos de los inconvenientes que sí tenían otros bares de copas
del casco antiguo. Generalmente, se podía aparcar cerca de la
puerta, porque la calle Cíngulo carecía de salida y los vecinos
habían conseguido que se catalogase como de «acceso restringido»,
por lo que colocaron vallas en la entrada, que disuadían a los
conductores, temerosos de no poder retirar posteriormente su
vehículo. Bernal conocía ese truco, el ambiente era agradable, y lo
que más apreciaba era que por un Ballantine's con soda, le cobraban
doscientas treinta pesetas, setenta menos que en la mayoría de los
pubs del centro. Sevilla era una ciudad cara, donde se quemaba con
rapidez el sueldo de un inspector. Desde luego, mucho antes que en
Coín, contando incluso con las frecuentes escapadas que, en esa
época, hacía a Marbella, en busca de unos pelotazos y —si se
terciaba— un polvo decente. Aunque la razón principal por la que se
había convertido en fiel cliente, era Tina (Valentina debía de ser
su verdadero nombre), la camarera que servía las mesas. Aquella
chica de veintiuno a veinticuatro años era una especie de imán para
su vista. Se sentía completamente incapaz de dejar de mirarla
mientras atendía a los clientes, por la manera en que se le marcaba
el culo en sus tejanos ceñidos y se le deslizaba la media melena
hacia su carita, al inclinarse para depositar las bebidas. Lo único
que lamentaba era no atreverse a entablar conversación. Echaba de
menos algo de desparpajo para abordar a las mujeres. En sus años en
Coín se había aprovechado de la labia de Miguelito, el locutor de
la radio local, su colega de correrías nocturnas, que, no obstante,
asumía con indudable buen humor el papel de feo oficial en el seno
de una simbiosis perfecta. Huesudo, desgarbado, con antiguas y
profundas cicatrices del acné en el rostro, era de esos mamones que
poseen un encanto inverosímil, que hacen reír a una tía en cuanto
se la topan. Esa clase de hijos putas que atraen sin proponérselo
la atención de cualquier hembra. Pero para qué engañarse. Lejos de
las habilidades de Miguelito, no era gran cosa. O las mujeres le
ligaban a él, o no se comía una rosca. Por fortuna y por desgracia:
la fortuna era que nunca faltaban tías con ganas de marcha, y la
desgracia, que la mayoría de ellas valía menos que un pimiento. A
veces, era como si se le atrancaran las palabras en el gaznate,
ahogándole de pura impotencia, como si le mantuviesen sujeto con
una camisa de fuerza, cuando un niño, al que podría salvar, está a
punto de ser aplastado por un camión. Tina estaba más buena que la
tarta de galletas con chocolate que su madre le hacía de pequeño.
En sus fantasías, se imaginaba a la chica acercándosele y tomando
su mano. Él la seguiría sin rechistar, con el corazón traqueteando
desbocado entre los pulmones, hasta la trastienda. Allí, una Tina
muda, sonriente y enigmática, le bañaría el rostro con perfume a
esencia de limón, irradiaría su cuello de una tibieza carnal nunca
antes percibida, para entregarle, sin el precio de la deuda
contraída, unos labios de inimaginable textura y sabor. El sueño
concluía en ese abrazo, donde se sentía desvanecer de lujuria
insatisfecha; no era capaz de imaginar más allá. Era una especie de
reverencia instintiva, una barrera de protección frente al deseo
incontrolado. Sentía un impulso estúpido que siempre posponía a una
mejor ocasión: contar a la chica el desarrollo de su sueño. Tras
desechar, por descabellada, la idea, se consolaba pensando que, si
intimaba un poco, podría desvanecérsele la imagen formada, podría
dársele a conocer una Tina muy diferente a la que él se había
construido dentro, tal vez soez, deslenguada y con novio. Ahora, al
pasar de los treinta, había convertido sus claudicaciones en
experiencias de las que sabía sacar ventaja.
En cuanto Bernal vio aparecer al estudiante,
doblando la esquina de la calle Estraza, abandonó su asiento
provisional del capó del R-5, y supo que estaba a punto de afrontar
su desagradable encargo con una aspereza impostada y algo cruel.
Había confiado ciegamente en él, en su singular enfoque. Ahora
sentía que una fuerza desconocida le desplazaba hacia otra
percepción más pragmática y lo alejaba de Ramón. Quizá se había
dejado llevar durante demasiado tiempo por un entusiasmo
inconsciente con aquel muchacho, como deslumbrado por una
clarividencia que a él le faltaba. Nada de cuanto había intuido el
estudiante se había podido demostrar hasta el momento. Ninguna de
sus complejas y brillantes elucubraciones había tenido la respuesta
de siquiera una minúscula confirmación. Sentía como si hubiera
saltado desde un trampolín sin mirar abajo.
Pero la piscina estaba completamente
vacía.
—Estás fuera —le anunció Luis, a modo de
bienvenida, haciendo un gesto elocuente con su mano derecha—. Se
acabó la teoría del taxi.
Ramón apretó las mandíbulas, alterado y
sorprendido por las palabras de Bernal. Sudaba, y notaba la
camiseta húmeda y pegajosa. Un vaho sofocante se había adueñado del
espacio existente entre ésta y el jersey de Shetland, que a duras
penas aliviaba agrandando el diámetro del cuello con su dedo. La
caminata a paso ligero y el imprevisible efecto del río sobre la
brisa templada del suroeste, habían obrado el resto.
—¿No me vas a escuchar? —preguntó con
estupor.
Luis lo cogió suavemente del brazo y lo
empujó hasta el interior del pub. No esperaba encontrarse con
Daniel aquella tarde. Lo había llamado, para estar seguro; Sara le
recordó que los jueves tocaba prácticas (se iba a examinar del
coche, a finales de mes). En el umbral se cruzaron con Tina, que
les sonrió, sin apenas mirarles, con una frialdad llena de encanto.
Quiso comerse aquellos labios recién humedecidos con la
lengua.
—Te llevo escuchando meses —dijo Bernal,
acomodándose sobre uno de los taburetes de la barra, y ofreciendo
un Fortuna a Ramón.
Suspiró con resignación: tenía que dejar de
pensar en Tina—. ¿Qué hemos adelantado? ¿A ver, dime?
El calor era asfixiante bajo la lana. Ramón
se despeinó al desembarazarse del jersey y aceptó el cigarro. Luego
pidió que le sirvieran un botellín helado de Lanjarón.
—Es cosa tuya —sugirió decepcionado.
—No —negó secamente el inspector.
—Claro.
Luis Bernal paladeó un primer sorbo de
ginebra con Coca-cola, y aguardó a que el estudiante prosiguiese
exigiéndole una explicación.
Entretanto dejó a un lado la persona de Tina
y recorrió con la vista a los varones, unos pocos en grupo, tres
más con su pareja, repartidos por las mesas del local. Escudriñó
sus ojos, el destino de sus miradas, tratando de averiguar con
morbosa curiosidad si éstas delataban una pasión equivalente a la
suya por la camarera de los tejanos ceñidos y los labios carnosos y
brillantes. Le fascinaba descubrirlos, alimentándose como él de la
sensualidad de la muchacha. Había descubierto que los que iban en
compañía femenina sentían una especial predilección por aquel
cuerpo.
—Luis...
—Hemos perdido el tiempo, ¡cojones! —le
interrumpió— ¡Un puto montón de horas de trabajo! Y ¡cero!
—¿Por qué me has hecho ir? —preguntó Ramón
con un tono visiblemente apesadumbrado.
Empezaba a darse cuenta. El haber creído y
defendido la teoría del estudiante había sido para Bernal como
apostar todos los ahorros de una vida en la ruleta a un solo color
y número. La bola, que veía rodar aún, lo hacía cada vez con más
lentitud, y cada vez más lejos del objetivo.
—¿Tienes idea... —chupó de la boquilla del
Fortuna como si le fuera la vida en ello— del tiempo y las energías
que hemos gastado?
A Castillo le sublevó aquella «adivinanza»
que le proponía Bernal.
¿Ahora resultaba que él no había arriesgado
nada?
—¡Parece mentira, tío!—dijo ofuscado—. Me
hablas como si yo hubiese ganado algo. ¿No te das cuenta que me he
jugado el curso?
—Ya da igual... Tu catedrático —siseó las
palabras— se ha salido con la suya. Entre él y el mamonazo de
Centeno han convencido al gobernador de que tus consideraciones
estaban viciadas en origen...
Francamente, no se esperaba eso de Luis: que
se mostrase tan insensible y tan egoísta, como para ignorar de
aquel modo su parte de sacrificio en el tinglado, que era mucha y
desinteresada además.
—Viciadas —repitió sarcásticamente Ramón—.
¿Qué quiere decir eso?
—No sé. No me preguntes —dijo Bernal con la
mirada baja—. A mí me ha llamado Encinas... Se separarán de los
expedientes tus informes. Eso es lo que sé.
—No me lo puedo creer. ¡Qué hijo de
puta!
—Cuando no tienes una mierda —dijo Bernal en
tono de reproche—, te callas. Y te jodes. Porque, pensándolo bien
Ramón, ¿con qué defiendo este circo que hemos montado entre los
dos?
—Lo primero que podías haber hecho —dijo,
airado, el estudiante —era hacerle ver a tus jefes, incluido el
gobernador, que Fuentes ha empleado más folios en rebatir mis
anotaciones que en presentar unas conclusiones propias. Pero claro:
era una guerra. ¡Eh!—apretó los dientes—. Lo que importaba era
colgarse los galones.
—Que no te enteras, mamón —dijo Luis con voz
cansada.
El murmullo sordo de las conversaciones del
fondo derecho de la barra, se apagó durante un instante; el tiempo
suficiente para advertir a Bernal de que hablaban demasiado
alto.
—Atravesar una ciénaga. Eso es lo que he
estado haciendo en estos meses —reflexionó amargamente Ramón—.
Primero lidiar con Fuentes, aguantar sus putadas... Después me
vienes tú con que tienes que pagarle los favores que le debe la
comisaría.
—¡Más bajo! —susurró Luis— Yo no le debo
nada... Eso es cosa del dentón.
—¿Pero qué mierda es ésa? ¿Qué apaños le
hace el catedrático?
—Déjalo estar —rogó.
Las mandíbulas de Ramón se encallaron
brevemente de rabia. Bufó como un animal perseguido y se estrujó
con la mano la porción de melena que sobresalía de su nuca. Se
sentía como un pelele, vapuleado por unos desaprensivos que tenían
que proteger a la sociedad y en lugar de ello estaban enfrascados
en luchas de poder. ¿Para esto se había jugado el aprobado en
«legal»?
Apeló a su lealtad con Bernal y le exigió
saber el tipo de favores que se prestaban Fuentes y Encinas.
—Para contarlo en el Interviú —supuso el
inspector.
—Estás como una puta cabra.
Luis tomó aire antes de apurar el
cigarrillo. Se hubiera jugado el cuello por la confianza que Ramón
le inspiraba. Intuía que cualquier cosa que contase al estudiante
sería enterrado como un cofre valioso en las galerías de su
memoria. Allí se quedaría como testimonio de una decepción y como
descubrimiento. Un triste descubrimiento: el de una de las variadas
miserias que han de reducir en poco tiempo a cenizas la inocencia
de la juventud en la que aún vivía Ramón, y que él había perdido
para siempre. En consecuencia, contó a su amigo, con pelos y
señales, lo que quería saber. Una muestra orgánica podría aparecer
en un cadáver para inculpar al criminal.
¿Sabía él cuántos asesinos quedaban libres
por falta de pruebas? Su joven amigo no tenía ni la más remota idea
de lo frustrante que era eso. Hay varias maneras de hacer justicia.
¡Vaya que si las hay!
El estudiante bajó la cabeza. La decepción
era tan honda con respecto a Luis que parecía como si todas las
culpas y todos los amaños, las tretas, las burlas a La Ley, y hasta
los delitos que se escondían tras aquella confesión fuesen obra de
una sola persona, de aquel amigo que parecía haber traicionado algo
mayor que la propia amistad: la imagen que tenía de él.
Ahora comprendía, aunque seguía sin
entender. Una insoportable sensación de asco le quitó durante unos
segundos todas las fuerzas. Pero se recobró al sentir revolotear en
su corteza cerebral los antiguos compromisos. Sentía muy hondo en
su conciencia el ansia de no dejar pasar aquella oportunidad;
después saltaría sobre la inmundicia y desaparecería aunque fuese
con las suelas enfangadas de mierda.
—Se acabó —repitió Bernal, con un punto de
melancolía—. Aceptémoslo.
Ramón apuró el botellín y continuó con su
lista de agravios:
—La cabronada de hoy, ¿qué?... Me la podías
haber ahorrado, macho.
—Has ido —dijo sin mirarle a los ojos— para
no darle el gusto a ese hijo de puta... Y me la he jugado. Me jode
pensar que vaya a regodearse el muy cabrón, después de lo que he
pasado en estos meses... He dado la cara, ¿entiendes? —prosiguió en
tono persuasivo—. ¿O eso no lo entiendes? Si fuera por mí,
seguirías, lo sabes... Estoy casi seguro
de que lo tenemos bien encaminado, pero
no hemos avanzado... ¡Reconócelo, Ramón! ¡Coño!
El estudiante hurgó en el bolsillo posterior
de sus vaqueros y sacó un fragmento de papel, doblado dos veces, y
arrugado. Durante los últimos tres meses los periódicos locales
habían recogido múltiples falsedades y esbozado las teorías más
disparatadas. Los portavoces policiales nunca justificaron en ese
tiempo la existencia de una línea de investigación en base a los
interrogatorios a profesionales del taxi, pero no pudieron impedir
que se especulara con ellos: habían recabado la colaboración
ciudadana en su comparecencia ante los medios de comunicación. A
las mujeres se les rogó que informaran a la policía de cualquier
elemento extraño que deparara su encuentro con un desconocido,
entre los que como es natural debían incluirse a los
taxistas.
Los periódicos comenzaron a publicar
testimonios de ciudadanos que, víctimas probablemente de la
psicosis colectiva desatada por los crímenes, informaban a la
policía de «incidentes» en el uso de este medio de transporte. Los
conductores de taxis de la ciudad llegaron a organizar una protesta
ante el ayuntamiento, a comienzos de enero. Se sentían injustamente
vigilados y perseguidos.
Bernal y el estudiante habían discrepado
sobre el valor de algunos de los testimonios dados a la policía.
Mientras que al inspector le sonaban a simples desahogos de gente
fantasiosa o con ánimo de notoriedad, a Ramón le inquietaban. Había
coincidencias que no parecían ser casuales, pero hasta ahora no
había sido capaz de interpretarlas.
No al menos hasta inspeccionar el cuerpo de
aquella infeliz desconocida que Fuentes suponía (por inercia de los
hechos precedentes) extranjera. Bernal parecía ponerse de muy mal
humor cada vez que el estudiante mencionaba el tema.
—Las declaraciones de clientes de taxi...
—dijo Ramón, poniendo el papel en la barra y girándolo para que
quedara a la vista de Bernal.
Se hacía mención en aquel fragmento de
periódico de los testimonios de ciudadanos, recogidos por la
policía—. ¿Recuerdas las de aquellas dos chicas de
Heliópolis?
El inspector tomó aire por la nariz,
mientras le palpitaba el pecho de frustración y cólera. Los
mofletes, rubicundos y brillantes, parecían dos pellejos de vino a
punto de estallar.
—¡Otra vez con lo mismo! Declaraciones...
testimonios... llamadas de teléfono. ¡Las tenemos a cientos! ¡Qué
más da!... ¡Nada!... ¿Es que no te das cuenta? Te han vetado. Y
vetándote a ti, me han vetado a mí también. Se han cargado
tu teoría —recalcó—. La investigación
seguirá un camino, ¡un único camino!, ¿te enteras?: el que quería
El Berraco (así se referían a Centeno, por la barba espesa y la
sonrisa cerduna).
Ramón continuó como si no le hubiera
escuchado, o como si nada de lo que había oído le afectase.
—Repasé las declaraciones —dijo
pausadamente—, y al principio no hallé nada significativo... Luego,
con una lectura más atenta, caí en la cuenta de que lo que contaron
las muchachas era casi idéntico al relato de aquella empleada del
consulado noruego... no recuerdo su nombre, que paró un taxi en La
Maestranza. ¿Sabes a quién me refiero?
Una chica rubia con atuendo peculiar...
Tienes que acordarte porque la entrevistaste tú.
—Déjalo —sugirió Luis Bernal, apurando el
último sorbo del cubata—. Ese camino no tiene salida. ¿No viste los
retratos robot? Eran completamente distintos, recuérdalo...
Escarbamos hasta donde fue razonable.
—Utiliza un taxi, Luis... No sé si un
taxista, pero ese monstruo se vale de un taxi. No me cabe en la
cabeza que ahora lo pongas en duda.
Con gesto desencantado, el inspector suspiró
profundamente.
—En el gobierno civil me enfrenté a todos
por eso.
—¿Vas a abandonar?
—Voy a hacer lo que me digan.
El joven estudiante conocía a la perfección
los detalles que estaba a punto de pedir a Bernal. Su intención era
situar al inspector ante los hechos.
—Préstame atención un momento —le rogó—...
Repíteme lo que contó la noruega.
Bernal miró a Ramón profundamente hastiado;
sin encontrar un átomo de energía en su organismo; con el hastío
inmarcesible del que ha cavado hasta la extenuación en busca de un
tesoro sin encontrar nada. Pero, pese a su agotamiento mental, dio
satisfacción a la demanda del joven refiriendo sucintamente, y con
evidente desgana, lo dicho por la chica. La empleada del consulado,
una joven rubia vestida con una túnica de lana policroma y una capa
de loneta azul, contó extrañada a la policía que, tras parar un
taxi, el conductor le había preguntado a través de la ventanilla
del acompañante adónde quería ir.
Cuando le dio la dirección, el taxista se
volvió grosero de pronto y le dijo que se buscara otro taxi, que el
suyo estaba ocupado, procediendo en ese momento a darle la vuelta
al cartel de «libre». Después, había salido zumbando y escupiendo
toda clase de tacos. La chica no sabía el modelo de coche ni se
había fijado en la matrícula. Sólo se fijó en que el individuo,
grueso y con una sombra de bigote, sudaba copiosamente, pese a que
el ambiente era bastante fresco. También le chocó un poco que
llevara gafas de sol, unas Ray-Ban doradas, porque el crepúsculo
había caído sobre la ciudad un buen rato antes. Era como si
quisiese ocultarse tras ellas. Bernal, que fue el primero en
entrevistarla, se tomó la molestia de mandar hacer un retrato
robot.
—No te esfuerces, Ramón —dijo a continuación
de su relato—. Incidentes como ese se dan a menudo. ¿Qué tiene de
extraño? Los taxistas suelen estar estresados... Estaría acabando
su turno y no le apetecería pasarse de horario... No sé... A lo
mejor, el servicio que quería la noruega le suponía retrasarse
media o una hora... ¡Qué sé yo!
—Dame un cigarro, anda —dijo el joven—.Y no
te enrolles. Mira —prosiguió tras encender el Fortuna y dar una
primera calada—: el testimonio de las niñas que pararon el taxi en
la avenida de Heliópolis es tan parecido... ¡Es que es
calcado!
—¿Y qué? ¿No te he dicho que cosas así pasan
todos los días? ¡A saber los que se habrán producido y nosotros sin
enterarnos! ¿Cuántos hemos tenido igual que este?... No sé... Siete
u ocho... A ver si hago memoria: uno en las Tres Mil Viviendas...,
en Reyes, creo. Otro... en el casco antiguo..., no recuerdo la
fecha. A últimos de mes, tuvimos uno en la puerta de Los
Lebreros... Esos son los que recuerdo. No significan nada, Ramón
—insistió Bernal—. Los incidentes en el uso del taxi son muy
corrientes. Lo sabes, lo hemos hablado muchas veces... Taxistas que
se cabrean y echan a los clientes... clientes a los que no gusta
cómo les mira el taxista... o cómo huele. Ya que has repasado las
declaraciones... ¿te has fijado en cuántas se refieren a taxistas
que se insinúan a clientas?
—Catorce —comentó Ramón—. Ese hijo puta no
le tira los tejos a nadie. Eso lo sabes, tío, así que no te salgas
por la tangente.
—Me estás poniendo de mala hostia, Castillo
—dijo Bernal sucumbiendo a su otro yo, el insensible y violento
revés de su alma—. ¿De qué vas? ¿De sabihondo? ¡Eso se investigó a
fondo! ¡Ya está, joder!
El estudiante se encomendó a una deidad
abstracta, mientras pedía al camarero que le sirviese un gin-tonic.
Entraba y salía gente con apacible sensación de rutina. Hacía algo
de calor, porque el ventilador del techo, tras la barra, se había
detenido unos minutos antes. Renunció a entrar al trapo y dejó que
Bernal se distrajese siguiendo con la vista el insinuante andar de
Tina, a lo largo del local, una visión que normalmente le ponía de
excelente humor, aunque le turbase un poco. Los primeros tragos del
pelotazo se despeñaron ruidosamente en el interior de sus entrañas
a la par que los ojos del inspector se clavaban una vez y otra en
las caderas de Tina. En el exterior, a través de los cristales
velados de puerta y ventanas, la luz se iba difuminando con
lentitud exasperante.
—Escúchame con atención, por favor —suplicó
Ramón—. Un minuto nada más... Luego me mandas a tomar por
culo...
—Lárgalo ya, hombre —concedió de muy mala
gana el inspector.
—No sé como no lo vimos, Luis —reflexionó—.
Joder, lo hemos tenido delante de nuestros ojos durante más de un
mes. Había algo especial en aquellas páginas, pero no sabía qué...
Hasta que me fijé en las fotos. Fue entonces cuando supe la razón
de aquella concordancia. Pero vayamos por partes. Primeramente,
asistimos a dos testimonios que se asemejan mucho —comenzó a
explicar el joven, chispeándole la mirada—. Sí, sí: ya sé lo que me
vas a decir, que hay más de dos; tú lo has dicho: siete u ocho.
Pero ¡son diferentes! Aunque la noruega no pudo reconocer el coche,
negó que fuese el R-18 de Los Lebreros, o un Ford Taurus, como
ocurrió en Las Tres Mil Viviendas. ¡Eso es lo que me confundía!
Luego lo discutimos, si quieres... Las similitudes de estos dos son
de vital interés. Repasémoslas. Ambos se refieren a un pequeño
incidente, aparentemente sin importancia. Haciendo uso del permiso
que me diste, le pedí al Monti los expedientes, y los estudié con
atención. En mi opinión, esconden la clave para resolver todo esto.
Veamos: un taxista se niega a subir a unas personas, una vez que
éstas le dicen el destino al que desean que se les lleve. En ambos
casos, el taxista, a través de la ventanilla del acompañante —y
esto es crucial, porque el modo en que se anticipa es muy poco
común; en el uso del taxi, lo «normal» es que el cliente se suba y
luego diga el destino—, les pregunta y, al recibir respuesta, se
larga echando pestes. La única diferencia entre ambos incidentes es
que, en el caso de las muchachas de Heliópolis, el taxi se
encontraba aparcado, y en el de La Maestranza, en movimiento. En
ambos casos, ese conductor se comporta con una grosería
incomprensible, por su aparente falta de razón. En Heliópolis no se
fijan en la cara del individuo, al que prácticamente sólo ven de
perfil unos segundos.
Ni siquiera coinciden en si tenía pelo o no.
Una asegura creer que estaba bastante calvo. Pese a ello, se las
invita en comisaría a participar en la elaboración de un retrato
robot, a lo que acceden. El siguiente error fue plasmar los rasgos
en el dibujo desde una visión frontal.
Nunca tuvieron esa visión del conductor. Fue una equivocación: era
imposible definir unas facciones, y lo sabes. Una coincidencia
entre ambos retratos hubiese sido milagrosa. En lo único en que se ponen de acuerdo
es en que llevaba gafas de sol y en que era «recio». Éstas chicas
creen que el vehículo es un SEAT, puede que un 124, pero no están
seguras del modelo. ¿Qué impulsa a este taxista a comportarse de
ese modo?
El destino de las de Heliópolis es Camas. En
cambio, la noruega pide que la lleve a la avenida Ramón y Cajal, a
una de las oficinas de una importante entidad aseguradora. El
incidente ocurre a última hora de la tarde, en horario comercial,
más o menos a la misma hora que en el otro caso, pero cuatro días
más tarde...
—Resume —exigió Bernal, interrumpiendo a un
excitado estudiante.
Ramón cogió el paquete de Fortuna que Luis
había dejado sobre la barra y extrajo un cigarrillo. Se lo puso en
los labios con provocadora pereza; sus ojos refulgieron durante un
par de segundos.
—No parecía importante, así que
prematuramente lo desechamos.
En realidad lo habíamos enfocado mal —dijo
aceptando el mechero de manos del inspector—. Era un individuo de
mal carácter, pensamos, al que se le cruzaron los cables por
cualquier gilipollez... Un tío irascible, que da un rabotazo sin
motivo aparente y se las pira; que deja tirado al cliente. Puede
que así sea en los cinco o seis casos restantes... Porque
no se trataba de la misma persona... Pero
aquí no.
No, Luis, el motivo es otro... Y este es el
hecho clave: a ese tío lo que le ocurre realmente es que se le
fastidia el plan, al darse cuenta de que las que él creía guiris,
son en realidad españolas, o cree que lo son porque hablan —como en
el caso de la noruega— perfectamente el idioma. Las chicas de
Heliópolis, recuérdalo Luis, son dos hermanas rubias de rasgos
eslavos; su padre es estonio. Pero ellas son de madre y
nacionalidad española. Es más, nacieron en Camas. Aquella reacción
violenta nada tenía que ver con los destinos, sino con las mujeres
en sí. Ese tío iba de caza —dio una nerviosa calada—. Quería
asegurarse de que a su vehículo subiría una guiri; nunca una
española.
No se arriesgaría. A las extranjeras podría
llevarlas a otro destino muy diferente al que le habían pedido. No
conocen la ciudad, y eso las pone en el punto de mira. Puede
enfilar el camino que le apetezca sin levantar sus sospechas hasta
que están completamente perdidas.
¿No te das cuenta, Luis? Por eso no las deja
subir hasta que no hablan. Su plan descansa sobre esa única
oportunidad: la que le ofrecen las extranjeras, confiadas e
ignorantes de los accesos a las diferentes zonas de la ciudad,
incluso las más emblemáticas. Además, tiene las puertas
inutilizadas por dentro, y no puede permitirse el desliz de tomar
las decisiones una vez que se han subido al vehículo. Por eso se lo
llevaron los demonios al muy cabrón: las presas que imaginó a su
alcance se le habían esfumado... Es ese individuo, no tengo
dudas.
El inspector Bernal puso cara de póker, pero
no pudo evitar que un sentimiento de intriga se le dibujara en la
mirada.
—Aunque tuvieses razón —dijo—, y aunque yo
lo creyera, no es suficiente para montar de nuevo el
operativo.
—Lo es —repuso con rapidez el estudiante—.
Porque tengo otro indicio.
—Estás de cachondeo, ¿no?
—Te lo dije esta mañana, cuando te llamé
desde la facultad. ¡No me digas que no te acuerdas! Mis palabras
fueron «tengo algo importante», si mal no recuerdo —dijo con
recochineo Ramón.
—¿Voy a tener que estrujarte los huevos para
que lo sueltes? —preguntó molesto el inspector pero dando claras
muestras de un interés creciente.
Ramón rió nerviosamente, como liberado al
fin de una gran tensión.
Y participó a Bernal de su hallazgo de por
la mañana. A la muchacha muerta la habían sujetado con extrema
violencia de la muñeca, retorciéndosela hasta romperle el codo,
probablemente, haciendo palanca con una superficie dura, ¿quizá el
borde superior del respaldo de un asiento? ¿Por qué? Él sabía que
por alguna razón desconocida evitaba en la medida de lo posible
«tocar» a sus víctimas. Siempre se ayudaba de un lazo o una cincha
de cuero para reducirlas. Había indicios de que prefería incluso
patearlas hasta que quedaban exánimes, y luego extendía aquel
instrumento de asfixia alrededor de su cuello para someterlas.
Debía de tirar de él desde atrás, para ajustar el nudo, porque
había señales en la espalda de las víctimas de que uno de sus pies
le había servido de palanca. Menos en la última. Su desconocida
víctima de la escombrera tenía la espalda prácticamente intacta,
sin las maceraciones y hematomas de las otras. Entonces ¿por qué
este cambio? Al principio se le había pasado por alto, pero en
cuanto repasó la tremenda fractura del codo lo supo. Supo que aquel
acto brutal había sido un sencillo reflejo de defensa. En el
interior del taxi se había desarrollado una lucha. En algún momento
de su viaje hacia la muerte, la joven había llegado a comprender lo
que le esperaba. Aquella desgraciada intentó defender su vida
empleando un instrumento punzante que seguramente llevaba consigo:
un destornillador, un cortaplumas..., algo que clavó profundamente
en el hombro derecho o en el cuello de su atacante, mientras
permanecía aún en el asiento trasero de aquella jaula de muerte. De
ahí, su furia incontrolada. En consecuencia, aquel criminal debía
de estar herido de alguna consideración. No sería difícil
atraparle. Bastaba con buscar en los registros de urgencia de
hospitales y dispensarios de la ciudad o sus alrededores a alguien
que se hubiese presentado con una herida de esas características...
En cuanto se hubiese fijado la fecha aproximada de la muerte, se
dibujaría un perímetro de tiempo lógico, para la búsqueda.
Bernal pagó la consumición y salió del pub,
seguido por el estudiante.
Su marcha fue tan apresurada que se olvidó
de mirar a Tina por última vez, de buscar en su increíble boca un
saludo de despedida. Subieron al R-5 y se encaminaron a la
comisaría. La noche había caído en toda su plenitud con su
fanfarria de luces, destellos, sombras y secretos, una de esas
noches apaciblemente templadas que solo se dan en marzo en la
ciudad de La Giralda. Necesitaban cuanto antes el informe forense.
Una de las copias estaba en su mesa. A falta del estudio
entomológico, podía colegirse de la putrefacción que la muerte
debía de haber ocurrido unos cinco días atrás, entre el ocho y el
nueve. Esa era la conclusión de Fuentes. La de Ramón no estaba
escrita pero les llevaría hasta el criminal.
La pesadilla en la que había vivido la
ciudad terminó dos días después, el dieciocho. El registro de
urgencias de la casa de socorro de Dos Hermanas, les dio una pista
fiable. En la madrugada del nueve habían curado a un varón de
treinta y ocho años, de una herida punzante en el hombro derecho,
que refirió haberse hecho con un clavo que sobresalía de la pared
de su buhardilla, al caer de espaldas. Era una herida muy similar a
la descrita por el estudiante. Se llamaba Fermín S... y era
transportista. Tal y como suponía el estudiante padecía una
enfermedad que afectaba a sus manos, pero no era precisamente la
que él pensaba. Sufría una forma severa de hiperhidrosis, que le causaba desde niño graves
problemas en las relaciones interpersonales. Eso explicaba el
porqué los crímenes se habían detenido durante los meses de verano,
época en la que la sudoración de sus manos era tan profusa que se
le hacía imposible conducir cualquier vehículo. Dio un domicilio de
Carmona, pero tenía una finca en Écija, una finca apartada con una
casa... Poseía un SEAT 1430, autorizado para servicio público, que
arrendaba durante el verano. Se examinó el coche que, como había
predicho Ramón, tenía roto el tirador de la puerta trasera
izquierda y... manchas de sangre en la tapicería. Tras cinco horas
de un interrogatorio que dirigió el inspector Luis Bernal confesó
once crímenes (se le tenían atribuidos ocho) aunque días después se
retractó. En comparecencia conjunta ante la prensa, Encinas, Bernal
y el catedrático de Medicina Legal Jorge Fuentes (al que el
inspector había amenazado con «tirar de la manta» poniendo al
descubierto los entresijos de la investigación, si Ramón Castillo
no aprobaba «legal» en junio) dieron rendida cuenta del
procedimiento seguido para su captura, en la que habían participado
las Brigadas de Homicidios de varias comisarías, con la inestimable
ayuda de las pruebas forenses. El juez había dictado auto de
procesamiento por el asesinato de siete mujeres. Aunque insistió
mas tarde en negar su participación en los crímenes, su semen y
saliva eran del grupo 0, coincidente con la encontrada en las
víctimas.
La chica del codo destrozado por una furia
salvaje, la que con sus ansias de vivir les había conducido hasta
el monstruo, no fue repatriada porque nadie reclamó su cadáver. Se
había criado en un orfanato, en el norte de Escocia, y, al alcanzar
la mayoría de edad, decidió correr mundo consagrándose a una vida
errante y bohemia, quizá como reacción frente a su prolongado
internamiento de la niñez. Tras permanecer dos meses en el
depósito, fue enterrada en el cementerio de San Fernando. Los
gastos del sepelio corrieron a cuenta del gobierno civil. Los que
conocen dónde se encuentra esa víctima casi anónima, aseguran que
ven flores de cuando en cuando sobre su tumba.
Ni en la comparecencia oficial ni en la
prensa se hizo mención a ningún estudiante.