15
La resignación es un
suicidio cotidiano.
H. de Balzac
Antonio se levantó a eso de las ocho menos
veinte con la sensación de no haber tenido un sueño suficientemente
reparador. Sus párpados estaban fríos; así habían permanecido la
noche entera, hasta el amanecer. Le escocían los ojos y se notaba
ligeramente acelerado; se sentía cansado pero no enfermo. Se había
pasado la noche en duermevela, y esto ya le venía ocurriendo
demasiado a menudo últimamente como para no pararse a pensar en las
razones. Mientras buscaba a tientas su ropa cuidadosamente
extendida junto a la de Marta en la banqueta del vestidor, meditó
durante un instante acerca de su situación, de la cósmica soledad
que escoltaba sus pasos, de la distancia inabarcable entre su
cerrado mundo y el de sus convecinos, ajenos a cualquier
sentimiento o experiencia introspectiva; en si haría al fin
desvanecerse la pesada bruma que levitaba sobre sus viejas
esperanzas de reparación; en si podría disipar algún día la niebla
de tristeza que oprimía sus pulmones. Sintió una punzada de
angustia en el pecho. Una oleada de ansiedad. Y, a continuación,
una clara perspectiva de quietud le bañó la conciencia, con un
efecto similar al que podría ejercer la súbita e inesperada caridad
de un desconocido hacia el más desgraciado de los parias. Un gran
vigor le invadió en recorrido ascendente desde las plantas de sus
pies y desalojó el cansancio de piernas, tronco y brazos,
convirtiéndose en una luz blanquísima y placentera al llegar a su
cerebro. Porque no le había abandonado la fe, después de
todo.
Debía estar alerta. Con los cinco sentidos
puestos en sí mismo. Era raro dormir cuando su cerebro instaba a su
cuerpo a una vigilia plena.
Se conformaría con echarse sobre la cama
para reparar fuerzas. Intentaría aflojar los músculos, mientras
rescataba de sus recuerdos los instantes vividos en calma;
percibiría a través de ellos un perfume, reviviría una cálida noche
de julio apurando unas cañas de cerveza helada en el jardín del
Hotel, mientras la brisa se levantaba desde las peñas para secarles
el sudor que les empapaba, y estrellarles en pleno rostro el
aliento del romero de los setos.
Hasta que todo acabase.
Últimamente dormía como dos años atrás,
cuando le dio por hacer cenas copiosas, en las que se tomaba cuatro
o cinco copas de vino. Inquieto. Febril. Los pensamientos que
revoloteaban en su cabeza eran tan acuciantes que algo de culpa,
suponía, debían de tener en este hecho, aunque Ramón había optado
por atribuir sus problemas de sueño a que roncase en exceso.
«¿Ronca?», había preguntado, dirigiéndose a Marta en su presencia,
una vez que decidió confiarle el asunto.
Ella había resoplado con resignación y
meneado la cabeza de un lado a otro para terminar por afirmar:
«insoportable». Se quedó un poco sorprendido porque su esposa no se
lo hubiese comentado antes en privado. ¿Tanta molestia era para
Marta? Le costaba entender que se hubiese tenido que enterar por
medio de Ramón. No era propio de Marta, no al menos de la Marta de
mirada huidiza que vio tendida sobre el césped de la piscina
municipal, un día de agosto del ochenta y uno —lo recordaba como si
fuese ayer—, leyendo «El talento de Mr. Ripley». Había un extraño
influjo en su forma de mirar a la gente, que le transformó en otra
persona. Los ojos, celeste pálido, de aquella chica de piel
tostada, que leía novelas de Hammett, Raymond Chandler y Patricia
Higsmith, tendida sobre el césped, se habían cebado en él y ya fue
incapaz de quitársela de la cabeza hasta que no pudo abordarla días
más tarde.
No, no era propio de su mujer guardarse lo
que pensaba. Siempre se había mostrado franca y directa con él.
Marta no había dejado jamás de reprocharle las cosas que hacía mal,
de serle crítica, amonestándole por todos sus actos irreflexivos,
haciéndole ver al instante cuándo metía la pata, con aquel tono de
severidad profesoral y aquella mirada indulgente por la que asomaba
un destello de amor y confianza. A la atenta mirada de Marta, nunca
se habían ocultado sus problemas de salud, por más que él se
obstinase en soslayarlos, en restarles importancia, precisamente
para evitarle cualquier preocupación al respecto. Ella sabía cuándo
su estómago se le encogía como un preso doblegado por los
latigazos, y cuándo en su espalda parecían estar escarbando las
pezuñas de un jabalí hambriento. Aunque vomitase a escondidas y
simulase estar dormitando en los momentos en que el dolor le
hurgaba en las vértebras, ella lo sabía con sólo mirarle a los
ojos.
Pero su mujer estaba cambiada. Algo
diferente, indefinible, había tomado cuerpo en su carácter. De
repente, se había tornado esquiva, lacónica; se la veía absorta,
callada, abstraída en pensamientos que se adivinaban sombríos, en
cosas capaces de anular el brillo de sus ojos, de entristecerla y
asustarla, como si temiese la llegada de una mala noticia, como si
percibiese una amenaza que pudiese cambiar la vida de ambos; algo
que le involucrase a él, algo que torciese la armonía
conyugal...
Mientras se afeitaba, viendo reflejado en el
espejo el cansancio de su rostro y su preocupación, rebobinó en su
área de memoria, para tratar de dar con un hecho o circunstancia
que pudiese haber desencadenado tal transformación en su mujer. El
intento por retirar la tutela de sus hijos a Gabino y Francisca se
había quedado en nada. Mala suerte para los niños y para Marta, que
encajaba mal esa clase de reveses. No en vano, había puesto muchas
esperanzas en que se solucionase. Él lo entendía. Marta era una
idealista que nunca consideraba los matices políticos, no era capaz de suponer que ciertas
decisiones que competían a quienes interpretaban las normas y leyes
se tomaban o no se tomaban según la oportunidad del momento y no por hacer lo más
justo. Se lo había explicado pero había sido inútil. Ella seguía en
sus trece. Ese asunto le había afectado, aunque notaba que había
otra cosa de naturaleza muy distinta, destruyéndoles
subrepticiamente a ambos. Rápidamente cayó en la cuenta de que la
actitud taciturna de Marta había comenzado inmediatamente después
de aquel domingo en que Ramón y él habían repasado en casa los
acontecimientos del sesenta y nueve; el domingo trece de Octubre,
el de su hipoglucemia aguda, el de la excursión decidida sobre la
marcha, a instancias de Ramón. Sí, eso había cambiado el gesto de
Marta. Estaba demasiado encerrado en sí mismo, demasiado aislado.
¡Tenía que solucionar eso!, se dijo, con una difusa sensación de
desamparo rondándole. El cúmulo de cosas que andaban por su cabeza
le había impedido darse cuenta antes.
Ahora lo recordaba perfectamente: cuando
volvió a casa aquella tarde, su mujer ya no era la misma. Parecía
disgustada, confusa... Como si estuviese sopesando el alcance para
sus vidas de su obstinación en husmear donde no le llamaban, de su
empecinamiento en meterse en semejante fregado, y de paso, meter a
su amigo. Como si hubiese descubierto que había otra persona
desconocida dentro de él, que una tara de la infancia lastraría su
forma de ser para siempre, y que eso les separaría, les alejaría al
uno del otro... Quizá estaba llegando demasiado lejos.
Marta desaprobaba lo que estaba haciendo;
eso le parecía, al menos... Pero, ¿por qué se empeñaba en imaginar
lo que andaba dentro de la cabeza de su mujer? ¿Cómo saberlo?...
Era un poco paranoico, lo admitía. ¡Si ella supiese cuánta falta le
hacía pasar página de una vez! Entonces, le comprendería; y las
lanzas se tornarían cañas.
Volvió a equivocarse la noche anterior. Ella
lloró de nuevo, en silencio, como hacía siempre. Sin reproches.
Había vuelto a escapársele aquella muletilla vulgar. Las lágrimas
le resbalaban con tanta rapidez que le empaparon el jersey, pero
ella no se las enjugaba, presa de una especie de parálisis. Se echó
sobre la cama y le pidió que la dejara sola.
No soportaba verla llorar y menos por
aquella estupidez suya. ¡Si pudiera restañar todo aquel
sufrimiento!
Asomó la cabeza al interior del dormitorio
para mirarla de nuevo a hurtadillas antes de marcharse, para mirar
el gesto que componía en su rostro aquellos ojos azules con las
persianas de los párpados, echadas. Parecía dormir tranquilamente.
Le vino su padre a la memoria, quizá porque los recuerdos más
gratos (y también los peores) que tenía de él se relacionaban con
el dormitorio. Él era un crío; siete años tendría entonces. Se
metía en la cama de sus padres los domingos por la mañana. Su madre
se levantaba muy temprano, le gustaba salir a regar las macetas y
barrer las escaleras de fuera de la casa. Su padre, en cambio, se
eternizaba en la cama, ya despierto, recitando con énfasis
dramático, clásicos poemas de Machado, de Amado Nervo, de
Hernández...
A él le fascinaba escucharle. Sentía
admiración por esa faceta amable de su padre, por esa vena
artística que le mantenía alegre, optimista.
Se aprendió de memoria bastantes de ellos y
aún recordaba pequeños fragmentos de algunos como el de Vieja
Llave:
Herrumbrosa, orinecida,como el metal de mi vidacomo el hierro de mi fe,esa llave sin llaveronada es ya de lo que fue...
A ratos, su padre le hacía cosquillas, hasta
que la risa le obligaba a saltar de la cama. Los domingos, solía
levantarse de buen humor, aunque más tarde se enfadase por
cualquier tontería. Tenía muchísimo genio. Él tenía pánico a
aquellas volcánicas explosiones de ira de su padre, que hacían
desmayarse a su madre en ocasiones; rezaba a menudo pidiendo a Dios
que todo le saliese a pedir de boca, le rogaba constantemente con
un hilo de pensamiento para que no tuviese los contratiempos del
día a día. Era inútil porque, o Dios no existía o tenía la
costumbre de llevarle la contraria. El caso era que su padre, de
una forma u otra, siempre hallaba cualquier excusa para subirse por
las paredes, y su madre y él debían asistir aterrorizados al rápido
desarrollo y abrupta conclusión de su rapto de violencia verbal y
gestual. Porque aquella violencia jamás la había ejercido
físicamente, ni siquiera la dirigía contra ellos, aunque eso no le
restaba un ápice de poder intimidatorio. Curiosamente, su padre le
tenía también miedo a él, de eso se acordaba con mucha claridad: le
tenía miedo y por eso se escondía para que no le viera fumar
aquellos cigarrillos Lark con filtro de carbón a los que se había
aficionado en una de sus estancias en la feria de Sevilla. A veces
le había sorprendido en el bar de Garrido, y entonces parecía
avergonzarse y lo ocultaba con disimulo. Era bastante recto en eso,
le disgustaba dar mal ejemplo a sus hijos. Durante un tiempo,
sintió el imperioso impulso de espiar a su padre, de acecharlo a la
salida de casa después del almuerzo para sorprenderle luego fumando
y obligarle a tirar el cigarro. En tales circunstancias, su padre
no se enfadaba. Al contrario, le sonreía con el sonrojo y la
tribulación de un niño sorprendido al masturbarse, y luego se
mostraba indulgente con él, como si hubiesen sellado un pacto entre
ambos, un contrato de permisividades mutuas.
El recuerdo de aquellos domingos de la
infancia pasados junto a su padre tenía un sabor agridulce.
Dependía de la suerte. Solían ser magníficos cuando era el tiempo
de los níscalos, e iban juntos a buscarlos, llevando al pequeño
Juan Carlos con ellos. Entonces su hermano era poco más que un
coco, retraído y asustadizo. A su padre le encantaba escarbar en la
pinocha, y mostrarles el modo de desprender los níscalos de la
tierra, sin dañar las finas láminas del hongo. «¿Veis cómo se
hace?», les repetía continuamente. Quería que estuviesen perfectos
cuando se limpiaran y trocearan en la cocina. Era un maniático de
los detalles, algo que entroncaba perfectamente con la afición por
los sellos, que luego él había heredado. Contemplar y clasificar
los sellos parecía relajarle más que ninguna otra cosa. Todavía
tenía fresco el recuerdo de su rostro risueño y la visión del ojo
aumentado unas diez veces su tamaño, al otro lado de aquella lupa
con mango nacarado con la que escudriñaba los ejemplares más
preciados de su colección, tratando de descubrir los que
presentaban algún defecto por mínimo que éste fuese. Tenía algunas
asombrosas facetas ocultas su padre que, ahora, hurgando en su
memoria, recordó con la ayuda de sus sentidos.
Él había sido un magnífico cocinero que en
una sola ocasión guisó para sus hijos, uno de los días en que su
madre estuvo ingresada en el hospital, después de extirparle la
vesícula. No podía creer que aquella sabrosísima tortilla de
patatas y aquel milagroso gazpacho fuesen obra suya, de un hombre
que se ponía la ropa del revés. Sin embargo, los domingos
lluviosos, o cuando las calles estaban cubiertas de nieve,
resultaban problemáticos en casa. Se ponía de muy mal humor cuando
algo o alguien obstaculizaban su propósito de salir a la calle y
reunirse con los amigos en la cafetería. No es que adorase las
tertulias, es que simplemente las necesitaba como el oxígeno del
aire: aquel espíritu libre e inquieto no concebía un único día de
confinamiento entre las cuatro paredes del hogar.
Abstraído en sus recuerdos, perdió el hilo
de lo que debía hacer para prepararse el desayuno, y se quedó
parado como un estúpido delante del mueble donde se guardaba el
azúcar y el tarro de cristal que contenía el café molido. Cuando se
recobró se vio a sí mismo sonriendo a causa de una de las curiosas
fobias de su padre: el espanto y la «irritación» que sentía ante
una mujer fea. Odiaba la fealdad en la mujer, no así en el hombre,
igual que odiaba el jarabe, la mermelada o cualquier cosa que
supiese u oliese remotamente a fresas. Apenas era capaz de
disimular delante de un adefesio con falda, y era mucho peor cuando
iba pintarrajada con «cuatro tiznajos»; eso era incapaz de
soportarlo, y se escabullía, apretando los dientes como si le
estuviesen arrancando una uña con unas tenazas.
Sin desearlo, rescató de su subconsciente
los otros recuerdos que relacionaban a su padre con el dormitorio.
Aquellos casi dos tristísimos años, postrado en cama, hasta que su
vida se extinguió en la más profunda inconsciencia. Estando a su
lado todo aquel tiempo, había sentido a veces un ferviente deseo de
un desenlace lo menos indigno posible. La fórmula precisa de
aquella idea recurrente estaba jalonada de eufemismos. Ahora lo
recordaba con claridad. Una leve sonrisa adobada de tristeza le
acudió al darse cuenta de su actitud. Hasta en los pensamientos,
que tan proclives son a la sinceridad, había ocultado las terribles
palabras que describían la desaparición de su padre, se había
negado a reproducirlas, como si al proscribirlas le garantizase un
final no tan irreversible, no tan cerrado a toda esperanza. Su
madre había resistido apenas seis semanas; abandonó, yéndose a
vivir con Juan Carlos a Córdoba. Nadie quiso entender aquella
decisión. Los reproches y las críticas la hicieron precipitarse en
un abismo del que ya fue incapaz de salir. Sin embargo, él la
comprendía; su madre estaba hecha de otra pasta, carecía de
espíritu; si se hubiese quedado, al final tendría que haber cuidado
de ambos. Además, su hermano era un ser especialmente vulnerable,
confuso aún respecto de su identidad sexual. Le venía muy bien
tener a su madre cerca, se complementaban.
Aunque su hermano era el único que todavía
albergaba dudas. Para el resto de su familia estaba muy claro desde
que era un gazapillo. Su hermano huía de la incomprensión de su
padre desde los dieciséis años. Antes, había tenido que cargar con
el sentimiento de decepción y vergüenza que nadaba en la mirada del
cabeza de familia. Suponía, aunque nunca lo expresó así, que su
padre hubiese preferido vivir con una extremidad menos que sufrir
el bochorno de un hijo afeminado del que la gente hacía continuas
burlas. Hasta su propio padrino, el tío Paco, le hacía el paso a
menudo y luego estallaba de ira lamentándose de tener un maricón
por ahijado. Para mayor escarnio de su padre, el tío Paco se
jactaba ante él de ser capaz de «curarlo», si le permitían
llevárselo de putas una noche. Y sólo tenía entonces quince
años.
Sí, era muy posible, ahora que lo pensaba
bien al recordarle, que, defraudado en lo más esencial para una
persona de su educación, su padre hubiese enfermado, en gran medida
por culpa de sus prejuicios. No le culpaba; se había compadecido
del daño que su rígida moral infligió a su salud, a la autoestima
de su hijo menor, a la convivencia, en unos años que resultaron
trágicos porque no sólo vio a su padre postrarse irreversiblemente
en aquella cama, sino que, además, su propia noción de la felicidad
se disgregó a la par que se disolvía la familia.
Lo demás había sido un completo horror, un
grandísimo desgarro en el alma. Una variante rápidamente progresiva
de la enfermedad de Parkinson había devorado a su padre, ante su
impotencia. La enfermedad había acabado por llevárselo todo, desde
los gestos a los sentimientos. Era difícil explicar a la gente lo
que suponía el pasar por eso.
Lavarle, alimentarle, cambiarle... Terminó
por reintroducirle él mismo la sonda del estómago porque se tiraba
de ella constantemente, se la arrancaba en tantas ocasiones que ya
sentía vergüenza de llamar al practicante.
Esos años le cambiaron la vida, pensó,
mientras terminaba de calzarse tratando de no despertar a
Marta.
Marta debía de estar agotada, seguramente
habría conciliado el sueño en torno al amanecer. Despertó en un par
de ocasiones y no estaba a su lado. Como sabía que era incapaz de
permanecer dando vueltas en la cama durante mucho rato, no se
alarmó aunque era inevitable experimentar cierta intranquilidad. El
bienestar de Marta: eso era lo que le tenía sin sueño y no aquella
absurda teoría de Castillo que ella misma había alimentado. Porque
todo su sin vivir era una consecuencia directa (y también
indirecta) de los problemas de Marta, y de su afán por recuperar la
armonía conyugal, por comenzar a tener lo que una vez se había
imaginado que serían esos años magníficos que iban a recorrer
juntos.
—¡No!—gritó—. No, no te dije eso —Antonio
desvió un instante su atención hacia el ligero temblor de los dedos
que sostenían el cigarrillo, mientras, en un acto instintivo,
apretó fuertemente con su otra mano el aro forrado en cuero del
volante. Era la primera vez que lo notaba.
De repente toda la energía acumulada para
reprochar a Higinio Muñoz su desliz, cedió a favor de una
atribulada mirada a su mano. Sus antecedentes le aterraban—. No te
dije que pudieses pregonarlo a los cuatro vientos —precisó más
calmado, sin dejar de mirarse de reojo la mano.
El humo zigzagueaba ligeramente, instigado
por aquellas inesperadas oscilaciones.
El pobre Higinio no ofreció réplica. Se
limitó a bajar los ojos y a respirar de un modo más ruidoso aún de
lo ordinario.
—Lo que quería —prosiguió Antonio en otro
tono más mesurado, casi familiar —era que lo hablases con el
alcalde. ¡Coño! Es que se ha enterado hasta el gato.
Ladrón de Guevara redujo la presión sobre el
acelerador para enfilar la estrecha calle en pendiente que
serpenteaba hasta los aledaños de la gestoría. Pensaba en dejar el
coche aparcado en la puerta y beberse un par de cafés en Garrido
antes de encerrarse en su despacho.
Aún tenía tiempo suficiente hasta las diez.
Quiroga abría sobre las nueve y media (nunca era demasiado preciso
con el horario) y él, como dueño del negocio, se arrogaba el
privilegio de retrasarse en media hora aproximadamente. Contra su
costumbre, había pospuesto el primer Winston hasta salir de casa.
Esa mañana se había hecho a sí mismo el firme propósito de cuidar
más de Marta, y consideró que un buen comienzo podía ser el evitar
fumar en su presencia. Había recogido al viejo en la ronda de las
escuelas; paseando por indicación del médico, como a diario.
Casualmente le venía como anillo al dedo que lo llevase hasta el
centro del pueblo, porque tenía planeado hacer la compra al
terminar el paseo. Higinio tuvo que notarle lo enfadado que
estaba.
Tenía unas ganas enormes de cruzárselo desde
la mañana anterior, cuando comprendió que se había ido de la
lengua. ¡Mira que se lo había advertido! Hasta que no se
entrevistase con el corresponsal, era importante no dar publicidad
a aquel papel.
Higinio Muñoz, apodado El Mirón, se quitó la
boina gris moteada de lana, y se acarició la cabeza calva. Llevaba
un chaquetón grueso de paño gris, involuntariamente a juego, pesado
y poco calorífugo. En lugar de zapatos, calzaba unas deportivas
blancas. Una vestimenta bastante atrabiliaria en opinión del
gestor, pero no inusual en un anciano que vive solo, o con una
esposa incapacitada. Era curioso que con tal apariencia de abandono
despidiese aquel olor tan agradable a Heno de Pravia.
Higinio Muñoz parecía estar enfadado consigo
mismo.
—Me falla la cabeza, Antonio —se disculpó,
temblándole la voz—.
Me ha llegado la vejez de golpe.
El cálculo de Higinio era erróneo: hacía
años que comenzó a infiltrársele en el cuerpo, como una
infección.
El mercedes se detuvo en doble fila, a
veinte metros de la puerta de la gestoría. La mañana estaba
despejada. Un gran trozo de uniforme azul techaba la angostura de
la calle.
—¿Qué tal te viene quedarte aquí? —preguntó
Antonio mientras iniciaba, marcha atrás, la maniobra de
aparcar.
—Bien, bien. Aprovecharé para ir a la plaza
de abastos... Perdona —añadió agarrando el tirador de la puerta—;
me confundí.
Ladrón de Guevara apagó el motor y salieron
ambos.
—Fue un malentendido —dijo conciliador—
¿Pero lo hablaste con el alcalde o no?
—Claro.
La relación de amistad que unió a Higinio
con su padre había sido demasiado estrecha como para que Antonio no
la tuviese en cuenta.
Le tenía simpatía.
—Bueno; pues ya está. No te preocupes
más.
Higinio Muñoz hizo ademán de marcharse.
Realmente estaba muy envejecido; podía pasar, de largo, por un
octogenario, pero acababa de cumplir setenta y tres.
—¿Has visto a Manolo? Me dijo que quiere
hacer un reportaje a dos páginas —le explicó después de sonarse la
nariz y gargajear sobre el pañuelo.
Antonio torció el gesto al acordarse del
infumable trabajo del corresponsal. Era culpa suya por no haber
revisado el artículo. Su propósito había sido que el corresponsal
pusiese en evidencia los paralelismos, pero el muy cretino dejó las
cosas más confusas aún.
Habría reportaje, pero el autor sería esta
vez él, aunque lo firmase Manolo Corpas.
—Ya veremos. ¿Y tu mujer?
—Fatal —dijo cansinamente Higinio—.
Quejándose continuamente. Unos días le duelen los huesos; otros,
está tan mareada que no levanta cabeza. Y ahora, encima, se ha
resfriado. Tiene asma... Se pasa las noches tosiendo sin parar,
como una campana.
—Si necesitas algo, dímelo. ¿Te apetece un
café?
—Gracias —negó con la cabeza el viejo. Y se
encaminó, arrastrando ostensiblemente los pies, hacia la ligera
pendiente que daba con la plaza.
Sin preguntarle, Eusebio le sirvió un
cortado, y a continuación le dio los buenos días. El diario
deportivo del día anterior estaba sobre la barra.
La barra de la cafetería era una ele de once
metros en total, con la base cerca de la entrada. En el interior
olía fuertemente a esencia de limón, con la que Eusebio acababa de
pulverizar los aseos. Ya se habían marchado los albañiles y peones,
y su lugar comenzaba a ser ocupado por los borrachines sin oficio,
pero aún era algo temprano, porque la verdadera eclosión llegaría
entre las diez y las doce. Dos administrativos de una inmobiliaria
ocupaban el extremo del fondo, y un tipejo desaseado, habitante de
una cortijada de las afueras del pueblo, apuraba una copa de
brandy, más o menos en el centro. Como de costumbre, la calefacción
estaba desconectada.
Al paladear el primer sorbo del café,
Antonio sintió una angustia repentina. Extendió la mano con
disimulo, pero comprobó con fugaz alivio que el temblor había
cesado. La angustia, extrañamente, retornó de inmediato, y notó el
asedio cruel de una sensación de vacío y aislamiento como no había
sentido jamás. Parecía como si los acontecimientos estuviesen a
punto de desbordarle y escapar definitivamente a su control.
Experimentó el vértigo terrorífico a perderlo todo, a tener que
asistir impotente al desmoronamiento de su frágil vida burguesa: su
matrimonio, las amistades valiosas, su trabajo... Le sobrevinieron
nuevamente las dudas contra las que había luchado encarnizadamente
durante meses. Las que creía desterradas para siempre. Y volvió a
hacerse las mismas preguntas que tanto le habían atormentado. Se
sentía desamparado, igual que lo estuvo aquella tarde de invierno,
cuando con nueve años volvió a casa y se encontró cerrada la puerta
de su casa, sin saber adónde habían ido sus padres.
Ni la profunda delectación de la primera
calada diaria consiguió devolverle algo de sosiego y de
esperanza.
Federico Caparrós entró seguido por un
guardia llamado Oscar.
—Buenos días.
Antonio les devolvió con desgana el saludo.
Al verles, tuvo la rara premonición de que, a partir de aquel
encuentro casual, se le vendría un problema encima.
—Buenas.
—Hola —dijo Eusebio—. ¿Qué les sirvo?
—Café con leche. —El sargento hizo
indicación con los dedos de que fuesen dos. Luego, se separó del
agente y se dirigió a Antonio.
—Vengo de ver al alcalde.
Ladrón de Guevara le ofreció un cigarrillo,
pero el sargento se lo rechazó esta vez reflejando en su rostro una
expresión que decía claramente que, de aceptar la dádiva, le sería
imposible mostrarse severo.
Mientras le decía que no al Winston y hacía
una indicación al agente de que permanecería allí, intentó
acomodarse en un taburete en el que era imposible estar cómodo: la
banqueta estaba ligeramente inclinada hacia delante e
inevitablemente uno se resbalaba.
—Un poco temprano —ironizó Antonio, sin
volverse del todo.
La expresión de Caparrós dejaba entrever que
no estaba precisamente para bromas esa mañana.
—¡Qué follón has liado!—le reprochó en tono
amistoso.
El tipejo desaseado vocalizaba palabras
ininteligibles y de vez en cuando les miraba con ojos nublados de
entendimiento.
—¿Follón?—dijo Antonio haciéndose de nuevas.
Sabía perfectamente a qué se refería Caparrós. Desde la publicación
del artículo, el sábado anterior, el ambiente se había enrarecido.
El acuerdo al que llegó con el corresponsal estipulaba que no debía
mencionar sus fuentes. Claro que eso era papel mojado, pues Ramón y
el mismo Corpas lo habían extendido como la gripe, aunque sólo se
lo reprochaba a Corpas, por desleal.
—Sí, Antonio. No te hagas el tonto, hazme el
favor.
Por razones prácticas (de convivencia) había
aceptado que Caparrós le tutease, pero el que se dirigiese a su
persona en aquellos términos le causaba retortijones.
Intelectualmente, era incapaz de admitir que personas con un
cociente tan pobre le considerasen como un igual.
—No te he comprometido —dijo sin
mirarle.
Eusebio le sirvió el café a Caparrós.
Antonio aprovechó que estaba allí para pedirse otro.
—¿Cómo que no me has comprometido? ¡Has
puesto el cuartel en la picota!... Ahora la gente puede pensar que
no hemos hecho nuestro trabajo. ¿Sabes que los familiares de los
fallecidos han venido a verme varias veces desde el sábado, que ya
no están conformes con lo que se ha hecho? Quieren explicaciones
que yo no puedo darles...
Por fin, el celebérrimo pánico a la masa del
sargento. Percibió que la estulticia de aquel hombre hacía germinar
en su interior una nueva voluntad. De pronto, aparcados los malos
augurios, sentía renacida su determinación y su
clarividencia.
—Déjaselas al alcalde —aconsejó Antonio—.Ya
está enterado de todo y sabrá lo que tiene que hacer.
—El alcalde está fuera de juego. Entre el
papel que le has hecho llegar, la historieta de Corpas, y lo que le
ha contado Ramón, el pobre hombre está desorientado, temiendo que
el pueblo se le eche encima.
Yo le entiendo porque, si toma alguna
medida, puede meter la pata y si se queda a verlas venir, la gente
va a decir que es un inútil... Nos has puesto en un aprieto y lo
sabes. Reflexiona un poquito, Antonio.
A Ladrón de Guevara se le encogieron las
tripas. ¿Realmente sabría Federico Caparrós el significado de la
palabra reflexión?
—Puedes manejarlo sin problemas —expulsó una
gran bocanada de humo.
—¿Tú crees?
—Seguro. Ya ha pasado el peligro.
—Ya ha pasado el peligro... —repitió el
sargento—. Parece, Antonio, como si no te tomases en serio lo que
te estoy diciendo ¿Y si hubiese que desenterrar los cuerpos?
Ladrón de Guevara intentó sonreír sin
conseguirlo y le echó una rápida ojeada a su reloj, constatando que
no habían dado aún las diez.
—Valiente remedio. Que lo hagan si quieren
—propuso medio en broma Antonio, mientras la cara de Caparrós se
crispaba todavía más—. En serio, sería una salvajada innecesaria.
Bueno..., no creo que nadie lo proponga. Los forenses quedarían en
entredicho. Pero lo que pasó, pasó. Y por mucho que te empeñes en
lamentarte del alcance de las noticias, por mucho que el alcalde se
retuerza en su sillón dándole vueltas al coco, los hechos están
ahí.
Caparrós vertió la sacarina en el café que,
con todo el calor de la conversación, había olvidado beberse.
—Como no tenía bastante con este
homicidio... ¡Me faltaba esto!—exclamó antes de dar una tragantada
al líquido ya frío.
—¿Quiénes son los que te están dando la
lata?
—¡Ah!..., La viuda y la hija de Mañas, sobre
todo. Luego, también han venido los hermanos de Lucio, aunque esa
gente es de otra manera, sólo querían informarse.
—¿Y los de Valera?
—No. Era soltero... Le quedaba una hermana,
pero no se hablaban.
Y con sus sobrinos tenía alguna relación
pero distante.
—Deja que te eche una mano —dijo Antonio,
girando su cuerpo noventa grados.
Federico le miró con una mezcla de enfado y
desconfianza.
—¿Con qué?
—Con los familiares. ¿Tienes sus teléfonos,
o sabes dónde viven?
—Sí. No es problema.
—Reúnelos esta misma tarde y yo les hablaré.
Aclararé todas sus dudas.
El sargento se tomó unos segundos para
procesar mentalmente la oferta del gestor.
—No sé.
—Pero ¿por qué, hombre? Cuando les explique
la historia completa..., cuando sepan la verdad de lo que pasó, se les quitará toda la
ansiedad.
—Porque no me fío. ¿Y si lo empeoras?
Si la propia estrategia de Ladrón de Guevara
no hubiese estado detrás del ofrecimiento, habría mandado a freír
espárragos al sargentito de los cojones.
—¡Me cago en la puta! ¡Cómo que no te fías!
¿Pero qué puedes perder?, a ver, dime... Te aseguro que, cuando
oigan lo que tengo que decirles, dejarán las cosas como están... Y
tú te quitarás un gran peso de encima —añadió con segundas.
—¿Y si sale mal? —insistió Caparrós.
—Tú no te juegas nada. Te lavarías las manos
—dijo Antonio, volviendo a ponerse un Winston entre los labios y
ofreciendo otro a Caparrós, que sí lo aceptó en esta ocasión —.Vas
a estar a mi lado durante la reunión y podrás desmarcarte de lo que
yo diga en cualquier momento. ¡Puedes cortarla cuando
quieras!
Escucharon a Oscar hablar por radio. Después
hizo una señal al sargento.
—Lo consultaré con la comandancia.
Antonio se apresuró a quitarle de la cabeza
al sargento la idea de celebrar el encuentro en las dependencias
del cuartel.
—No es necesario. Será como una reunión
informativa cualquiera.
No es oficial. Convócala en el salón de la
Escuela de Artes y Oficios; es mejor.
En los pasillos de la Escuela, se habían
juntado un total de siete personas. Hacían corrillo, cuando el
sargento y Antonio aparecieron por allí, en torno a las cuatro. La
creciente ansiedad de Federico había actuado como un eficacísimo
acicate para estimularle a moverse con rapidez.
Allí estaban la esposa y la hija menor de
Mañas, su yerno, además de dos hermanos varones de Beltrán, con sus
respectivas esposas. Aunque el sargento se había tomado la molestia
de avisar a los sobrinos de Valera, ninguno de los tres apareció,
tal como había supuesto. Más adelante, tal vez, si olfateaban
dinero en todo aquel jaleo.
Ladrón de Guevara tenía mucho en qué pensar,
cosas desde luego más importantes que en curar al sargento de sus
tribulaciones. Marta no se encontraba bien desde hacía dos o tres
días. Esa última mañana había empeorado y al parecer vomitó un par
de veces, aunque ella, al interesarse su marido por las razones de
su mala cara, le había restado importancia, justificándose con una
mala digestión. Estaba un poco mareada, le dijo, por las arcadas
que había sufrido desde las doce en adelante. Era muy propio de
Marta quitar hierro a ese tipo de acontecimientos, o tratar de que
pasasen desapercibidos para su marido, pues no concebía escudarse
en el pretexto de la (mala) salud para eludir lo que consideraba
que eran sus «responsabilidades». Ella se creía en el deber de ser
fuerte, y ser fuerte era también parecerlo; su determinación por
experimentar a todas horas el dinamismo y la energía que una vez
mostró su madre, a la que veneraba con el pensamiento pese a no
haberla llegado a conocer (la abandonó, marchándose con un militar
cuando ella tenía apenas un año), le habían conducido a consumir
diariamente una o dos aspirinas, después de descubrir, con
diecisiete años, que no era sólo que le aliviasen el dolor de la
regla, sino que además poseían un efecto maravilloso sobre el
cansancio, al que —ciertamente sin eliminarlo—, borraban, como el
tipex a la tinta, y, luego, hacían de dique, impidiendo que con su
frenética actividad le inundara un lógico agotamiento. De manera
que muy pronto comenzó a tomarlas nada más levantarse. Marta se
había esforzado en llevar todo lo en secreto que le había sido
posible su sencillo truco para mantener la forma, ingiriéndolas
preferentemente a escondidas, pues cuando Antonio la había
sorprendido tomándolas se había mostrado contrariado, sin llegar,
eso era verdad, a mencionar el tema. Gracias a sus muchas
precauciones, el consumo regular le había pasado desapercibido a
Antonio.
A éste los padecimientos de Marta le
trastornaban el ánimo y su humor se veía resentido hasta el punto
de despojarle de la sociabilidad que le había convertido en una de
las personas más relevantes del pueblo. Tendía a volverse arisco,
perdía los estribos con facilidad. Como se conocía a la perfección,
procuraba evitar las relaciones sociales o de trabajo cuando las
cosas no iban bien en casa, lo que suponía generalmente un
trastorno que escapase a su control. Ahora estaba obligado a
apretar los dientes y olvidarse durante media hora de los problemas
domésticos si no quería que aquello se le fuese de las manos.
Se trataba de una habitación grande,
rectangular, de unos cincuenta metros cuadrados. Antonio se había
traído la copia de la llave que guardaban los municipales. Era una
copia defectuosa; perdió unos segundos en encontrar el punto de
ajuste para poder girarla. La sillería era una antigualla y estaba
notablemente deteriorada, excepto las dos primeras filas donde se
alineaban asientos con pupitre incorporado, de reciente
adquisición. La mesa, junto a la pizarra, ocupaba la esquina del
fondo de un nivel superior, a un escalón del resto de la solería.
La frialdad del interior le causó un ligero estremecimiento. No
estaba nervioso, al contrario; verlos a todos reunidos le infundía
una confortable seguridad, y pensó en que si no fuese por la
situación en casa, disfrutaría de la misión que se había
encomendado a sí mismo. Pero el frío en el auditorio era mal
compañero para un conferenciante, aún peor que un público hostil.
Nada más entrar conectó los dos radiadores de aceite.
—Hola a todos y gracias por venir —dijo
Caparrós haciendo un gesto con la mano de que tomaran asiento—. A
Antonio ya le conocen.
Como les anuncié, ha venido porque quiere
hablarles. Ojalá que se aclaren todas sus dudas —Y cedió con una
mirada ansiosa el testigo a Antonio.
—Buenas tardes —tras el saludo, Antonio dejó
caer sus posaderas en el borde de la mesa que usaba el profesorado,
y en un par de segundos evaluó la situación fijándose en «su»
público, en la postura que adoptaban una vez sentados: así podía
saber si estaban tensos o tranquilos, si había algún tipo de
agresividad latente en ellos, o acudían simplemente a encontrar un
poco de esa paz que aún les faltaba—. No voy a andarme con rodeos.
Más o menos, os conozco a todos, y vosotros me conocéis bien... Sé
que estáis inquietos por lo que se ha publicado en el periódico —se
acarició la barbilla —y que queréis saber qué ha pasado.
—Eso, eso —voceó uno de los hermanos de
Lucio, haciendo aspavientos y mirando a ambos lados como si buscase
apoyos en los demás.
La hija de Mañas se enjugó una lágrima
mientras Antonio maldecía entre dientes su mala suerte: era obvio
que se enfrentaba a un borracho. Y eso suponía siempre un gran
riesgo; la reunión podía descontrolarse y terminar como el rosario
de la aurora. Además sentía que algo no iba bien, pero no sabía
qué.
—Aunque os parezca extraño, existe la
posibilidad de que se hayan intoxicado con una seta —hizo una pausa
para encender un Winston—.
De eso quería hablaros.
—¿Ahora nos vienes con esas, Antonio?—dijo
la mujer de Mañas, una campesina robusta de cincuenta y tantos, con
los labios sin perfilar y un carmín barato repartido a suerte— ¡El
periódico ya dice eso de las setas!
—Dejémosle hablar —pidió nervioso y
conciliador Caparrós.
—Las setas son peligrosas —sentenció el
borracho, moviendo la cabeza de arriba abajo. Luego hizo ademán de
levantarse, pero su esposa le cogió del brazo.
—Cállate, Juan —le ordenó—. ¿De una seta?—se
dirigió a Antonio, extrañada—. A mi cuñado no le gustaban las
setas.
Antonio cruzó una mirada con el sargento.
Ahora ya sabía lo que no iba bien, lo que echaba de menos: faltaba
la hermana de Lucio, Consuelo, lo cual era bastante raro si tenía
en cuenta que era ella precisamente la más unida al finado, la
única que parecía haber sentido de veras su muerte. ¿Qué motivos
tendría para faltar a la reunión? No podía creer que no le
interesase el asunto que iba a tratarse allí. Dedujo que, con toda
probabilidad, debía haberse enemistado con sus otros hermanos,
seguramente por cuestiones derivadas de la herencia, una grave
disputa, tan seria como para preferir perderse la cita con tal de
no verles la cara. ¿Por qué, si no, iba a ausentarse?
Hubiese preferido tenerla allí.
—La intoxicación no sería por comerlas
—frunció el ceño—. Seguramente, sólo de tocarlas.
Se produjo un murmullo entre los presentes.
Juan quiso hablar de nuevo, y una vez más, su esposa le
recriminó.
—¿Y qué hacemos nosotros?—dijo el yerno de
Mañas.
—Atendedme. Ya, nada —se oyeron algunas
protestas—. Escuchadme, por favor. Una cosa igual pasó hace
veintisiete años. A mí me pilló de lleno aquello; fui quien
descubrió uno de los cuerpos —suspiró con pausada tristeza—. Tenía
entonces catorce años. Habían muerto tres personas, como ahora
—volvió a elevarse un murmullo—.
Alguno de vosotros se tiene que acordar —el
otro hermano de Lucio y su mujer, asintieron—. Se investigó y luego
se supo que era producto de una intoxicación... Un insecticida, en
combinación con ciertas condiciones del tiempo, afectaba a las
setas que os he dicho... En fin, aquello se acabó por fortuna. Y
esto también.
—También —repitió con histriónica convicción
el borracho.
—¡A ti no se te ha muerto tu padre!—atronó
indignado el yerno de Mañas.
Las lágrimas de la hija de Mañas corrieron
mejilla abajo. Federico comenzó a ponerse nervioso.
—Para, para, Antonio —terció Germán—. Esto
es muy grave.
¿Cómo es que nadie avisa del peligro? ¡Hay
que denunciarlo, cojones!
Los niños...—se volvió muy agitado hacia los
demás, mirando a un lado y otro—. Cualquier niño que salga al campo
está en peligro.
Los demás asintieron entre murmullos.
Antonio extendió su mano derecha pidiendo calma.
—Sabes que mi padre está muerto, Emilio
—respondió Antonio, con serenidad—. En cuanto a eso que has dicho
—dijo mirando comprensivo a Germán—, es porque estás indignado y
con mucha razón. Pero mira, Germán, si lo piensas tranquilamente,
te darás cuenta de que de un caso así no se puede avisar como se
avisa de un temporal o de la crecida de un río. Esto llevaba tantos
años sin suceder que nadie podía imaginar que volvería. Encima,
estamos hablando de un riesgo muy pequeño.
Estas setas se ven poquísimo, nadie las come
y sólo este año en los últimos veintisiete han tenido esa
venenosidad tan grande... Entiendo que todo esto os disguste, pero
¿qué vais a hacer? Nadie ha tenido la culpa.
El hermano sobrio de Lucio hizo un gesto de
contrariedad.
—¿Quieres que nos quedemos quietos? Alguien
tenía que haber hecho algo.
—¿El qué, Germán..., dime? —Ladrón de
Guevara ofreció tabaco a Federico—. Nadie debe coger setas que no
conozca; eso lo sabes: es de sentido común. Y comúnmente es así;
ves una seta que sabes que no es comestible y la dejas donde está,
pasas de largo sabiendo que no va a hacerte daño. Los animales
tampoco las comen, lo llevan en el instinto. Aquí lo que ha podido
pasar es que alguno de estos ejemplares quizá estuviese junto a
setas de chopo o de cardo cuco, o entre la misma mala hierba que
hay que limpiar, ¡vete tú a saber!... Y la tocasen por accidente.
¿Hacer? —miró otra vez a Germán a los ojos—. El campo es muy
grande, Germán. Aun así, se ha avisado en cuanto se supo del
peligro, ¿no? Pero no se sabía que una cosa así podía repetirse
después de tanto tiempo. ¡Son veintisiete años los que han
pasado!
¿Quién iba a sospecharlo?—añadió,
encendiendo a continuación su cigarrillo—. Le podía haber tocado a
cualquiera, y ellos han tenido esa mala suerte. Eso es lo que ha
sido: mala suerte... ¿Qué es lo que queréis? ¿Desenterrar los
cuerpos? ¿Otra autopsia?—hubo murmullos de desaprobación—. ¿Para
qué? Pensadlo bien.
La viuda de Mañas, a la que conocían por La
Quica, dijo como para sí:
—No hay derecho.
—A estas alturas tampoco es probable
encontrar ejemplares de esas malditas setas —observó
pedagógicamente Antonio— porque cuando pasa su periodo dejan de
verse. Hay un botánico, al que conozco, que está interesado en
buscarlas... Pero es difícil —concluyó, reflexivo.
En ese instante se abrió la puerta y se
asomó una mujer con gafas doradas, pelo canoso descuidado y con
aspecto grasiento, que parecía estar estupefacta. Por su gesto, era
obvio que se había equivocado de reunión.
—¡Ah, perdonen!—dijo, cerrando
inmediatamente tras de sí.
—¿Y tú por qué nos has llamado?—preguntó su
hija, sobreponiéndose por primera vez a su congoja. Era de esa
clase de mujeres —piel tostada, melena negra ondulada y ojos que
parecen guardar turbios y apetecibles secretos—, a las que
favorecía estar cruelmente preocupadas o melancólicas.
—Porque estabais desorientados y teníais
derecho a disponer de toda la información posible. Lo mínimo que
podía hacer era reuniros y aclararos las cosas...
—Muy bien, Antonio —aplaudió el
borracho.
—Cállate, Juan —dijo Germán, visiblemente
molesto con las interrupciones. Acto seguido, interpeló a Ladrón de
Guevara—: ¿Tú crees, Antonio, que es mejor dejar las cosas como
están?
—¡Qué mierda!—profirió Juan, mientras se
volvían a oír los mismos murmullos de desaprobación.
—Mirad, atendedme todos. Esto no es el
resultado de un vertido industrial, de la responsabilidad de una
empresa o persona o autoridad que tiene nombre y apellidos. Mi
obligación era sacar a relucir que estas desgraciadas muertes
podían no ser tan naturales como aparentaban, mi obligación,
entendedme, era poner sobre aviso al pueblo para que se tomaran
medidas. Desde la muerte de Ángel, he intentado por todos los
medios buscar indicios, primero para estar seguro de que no me
equivocaba y además para saber si había forma de evitar al menos la
tercera. Podéis preguntar a don Ramón Castillo. Se lo conté todo a
primeros del mes pasado, le pedí que me ayudase. Y lo hizo.
Entre ambos, hemos llevado a cabo múltiples
gestiones. Él incluso viajó a Madrid, a entrevistarse con una
persona que investigó las muertes del sesenta y nueve —se detuvo y
miró con severidad a los presentes—... Tened la tranquilidad de que
se han hecho bien las cosas, tanto por la guardia civil como por la
autoridad judicial... Distinto es que lo ocurrido no se haya podido
evitar ¿Qué vais a ganar con remover más este asunto? Decidme...¿Os
gustaría tener que abrir las tumbas de vuestros seres queridos?
—Los presentes se miraron, negando unos a otros—. Prácticamente ya
sabéis lo que ha pasado, que es lo que importa. ¡Hay que mirar
hacia delante!—concluyó sin haber perdido en momento alguno un
ápice de su reconocida elocuencia.
—Antonio tiene razón —dijo Estrella, una de
las cuñadas de Lucio.
—Ánimo. Yo obraría así con mi padre —dijo
Antonio, encaminándose hacia la puerta.
La reunión se disolvió rápidamente y,
mientras abandonaban el local, la hija de Mañas dijo como para
sí:
—Pero no era tu padre.
Los paneles luminosos de la gasolinera
estaban ya encendidos y los surtidores a pleno rendimiento. Entre
un todo terreno, dos tractores, un cuatro ele abollado y un par de
ciclomotores, los accesos a las mangueras se hallaban atestados,
excepto en una de las caras del surtidor de súper.
Federico Caparrós giró su Escort y embocó en
sentido contrario al resto de los vehículos. Apagó el motor y se
dispuso a aguardar su turno. Estaba absolutamente admirado de cómo
Antonio había logrado manejar la reunión, hasta el punto de hacer
que, como por arte de magia, las lanzas se volviesen cañas en
apenas unos minutos de charla. Después de todo, no había salido tan
malparado como se temía; sin fundamentos, había pecado de
excesivamente precavido, lo reconocía. Era extraordinaria la manera
en que el gestor había sabido reconvertir la dispersa agresividad
del grupo en energía positiva. No había corrido con tantos riesgos
como presumía al dejarle llevar a efecto su idea de la reunión, que
tanto le asustaba en un principio. Para él, la gente era siempre
imprevisible. El jodido de Antonio había cumplido con nota su
promesa de echarle una mano. Aquel individuo poseía un don natural
para tratar con las personas, acababa de demostrárselo, y le había
demostrado de paso que sus recelos carecían de justificación. Se
sentía aliviado. Suponía que a partir de ese momento desaparecería
la beligerancia con la que se habían comportado aquellas gentes,
muy particularmente el yerno de Mañas, un maldito cocainómano que
no atendía a razones.
La empleada de la gasolinera le sacó
bruscamente de sus meditaciones.
—¿Qué le ponemos?
El ruido que hacía uno de los tractores era
atronador, parecía que iba a explotar de un momento a otro.
—Llénelo —propuso Caparrós sin apearse,
esforzándose en hacerse oír.
El rostro de aquella mujer le desagradaba,
sentía aversión por las arrugas que rodeaban su boca y por sus ojos
enratonados, aunque no había pensado en ello hasta no verla allí,
asomándose al interior del coche.
—¿Cómo ha ido?—dijo Consuelo. Luego siguió
el tractor con la mirada, dándose tiempo para continuar una vez
mitigado el ruido por su marcha—. ¿Los ha convencido Antonio?
Había tanto sarcasmo en aquellas palabras
que Federico comprendió que cualquier cosa que dijese —una y su
contraria— carecería de valor para la mujer.
—Se han ido más tranquilos —dijo.
Consuelo se rió con ganas pero su risa era
de amargura.
—El tío tiene un pico de oro —comentó— ¿A
que sí?
Federico pagó la cuenta a la empleada, que
era de tres mil cuatrocientas pesetas, y arrancó el motor.
—Podía haber ido usted, si hubiese querido
—sugirió.
—No me interesa lo que pueda decir ése —dijo
Consuelo retirándose del coche.
El Escort no pudo esquivar los terrones de
barro endurecido desgajados de las cuchillas del tractor. El
sargento sintió cómo golpeaban en los bajos del coche, antes de
hacer el stop para girar a la derecha, camino de casa. Mientras
esperaba, encendió un cigarrillo.
La irrupción de Consuelo, su actitud, había
ensombrecido abruptamente el optimismo de Caparrós. En fin, estaba
claro que el problema no había desaparecido del todo, se dijo con
cierto desánimo, mientras conducía de vuelta al cuartel, pero, al
menos, se había desactivado gran parte de la tensión existente, y
eso era gracias a Ladrón de Guevara. Algo de tranquilidad podía
llevarse a casa. Un mal augurio, sin embargo, venía con aquel
encuentro que no presagiaba nada bueno, pues lo más probable era
que aquella mujer estuviese dispuesta a dar guerra; dársela a él,
que era lo peor del asunto. De ser creyente, hubiese ofrecido una
oración por que la animadversión mostrada hacia Antonio Ladrón de
Guevara nada tuviese que ver con Lucio.
Al llegar al cuartel se encontró con nuevas
noticias. Tenía un fax que acababa de llegar, sobre la mesa: eran
los resultados de la autopsia de Santos. Leyó varias veces seguidas
los tres folios antes de llamar a Castillo, para informarle sobre
el más que probable arma homicida.
No se lo esperaba, francamente, y necesitaba
más que nunca su consejo. Luego, le puso al corriente de la
reunión.
María quería tener un marido, al menos
cuando él estuviese en casa. No necesitaba un zombi, o un individuo
medio sonámbulo deambulando por los pasillos, sin reparar en la
gente que pasaba a su alrededor. Eso le dijo esa misma noche,
mientras cenaban, porque notaba cómo, últimamente, estaba siendo
absorbido por su trabajo.
María tenía toda la razón. Debía aprender a
desconectar, tanto por ella y la pequeña Rosa, como por sí mismo.
Aprovecharía el poco de sosiego que había encontrado gracias a la
providencial intervención de Antonio de esa tarde.
Por la noche tuvo una gloriosa erección, y
la sintió disfrutar de su pene como hacía muchos días no ocurría.
María se retorció, mientras bamboleaba su terso culo respingón de
un modo tan alocado que se le hizo difícil seguir el ritmo de
aquella belleza que sus palmas sujetaban con agónica lujuria, y no
pudo retener, como otras veces, sus pezones sonrosados en la boca.
Más tarde, con todos los músculos de su cuerpo flácidos por un
delicioso abandono, se quedó con los ojos fijos en el techo, largo
rato, sin poder conciliar el sueño. Algo se lo impedía: era un
pensamiento recurrente que le desconcertaba. ¿De qué otro modo
podía describirse el hecho de que Antonio Ladrón de Guevara hubiese
oficiado de bombero diligente después de actuar como un peligroso
pirómano?