15

 

 

La resignación es un suicidio cotidiano.
H. de Balzac
Antonio se levantó a eso de las ocho menos veinte con la sensación de no haber tenido un sueño suficientemente reparador. Sus párpados estaban fríos; así habían permanecido la noche entera, hasta el amanecer. Le escocían los ojos y se notaba ligeramente acelerado; se sentía cansado pero no enfermo. Se había pasado la noche en duermevela, y esto ya le venía ocurriendo demasiado a menudo últimamente como para no pararse a pensar en las razones. Mientras buscaba a tientas su ropa cuidadosamente extendida junto a la de Marta en la banqueta del vestidor, meditó durante un instante acerca de su situación, de la cósmica soledad que escoltaba sus pasos, de la distancia inabarcable entre su cerrado mundo y el de sus convecinos, ajenos a cualquier sentimiento o experiencia introspectiva; en si haría al fin desvanecerse la pesada bruma que levitaba sobre sus viejas esperanzas de reparación; en si podría disipar algún día la niebla de tristeza que oprimía sus pulmones. Sintió una punzada de angustia en el pecho. Una oleada de ansiedad. Y, a continuación, una clara perspectiva de quietud le bañó la conciencia, con un efecto similar al que podría ejercer la súbita e inesperada caridad de un desconocido hacia el más desgraciado de los parias. Un gran vigor le invadió en recorrido ascendente desde las plantas de sus pies y desalojó el cansancio de piernas, tronco y brazos, convirtiéndose en una luz blanquísima y placentera al llegar a su cerebro. Porque no le había abandonado la fe, después de todo.
Debía estar alerta. Con los cinco sentidos puestos en sí mismo. Era raro dormir cuando su cerebro instaba a su cuerpo a una vigilia plena.
Se conformaría con echarse sobre la cama para reparar fuerzas. Intentaría aflojar los músculos, mientras rescataba de sus recuerdos los instantes vividos en calma; percibiría a través de ellos un perfume, reviviría una cálida noche de julio apurando unas cañas de cerveza helada en el jardín del Hotel, mientras la brisa se levantaba desde las peñas para secarles el sudor que les empapaba, y estrellarles en pleno rostro el aliento del romero de los setos.
Hasta que todo acabase.
Últimamente dormía como dos años atrás, cuando le dio por hacer cenas copiosas, en las que se tomaba cuatro o cinco copas de vino. Inquieto. Febril. Los pensamientos que revoloteaban en su cabeza eran tan acuciantes que algo de culpa, suponía, debían de tener en este hecho, aunque Ramón había optado por atribuir sus problemas de sueño a que roncase en exceso. «¿Ronca?», había preguntado, dirigiéndose a Marta en su presencia, una vez que decidió confiarle el asunto.
Ella había resoplado con resignación y meneado la cabeza de un lado a otro para terminar por afirmar: «insoportable». Se quedó un poco sorprendido porque su esposa no se lo hubiese comentado antes en privado. ¿Tanta molestia era para Marta? Le costaba entender que se hubiese tenido que enterar por medio de Ramón. No era propio de Marta, no al menos de la Marta de mirada huidiza que vio tendida sobre el césped de la piscina municipal, un día de agosto del ochenta y uno —lo recordaba como si fuese ayer—, leyendo «El talento de Mr. Ripley». Había un extraño influjo en su forma de mirar a la gente, que le transformó en otra persona. Los ojos, celeste pálido, de aquella chica de piel tostada, que leía novelas de Hammett, Raymond Chandler y Patricia Higsmith, tendida sobre el césped, se habían cebado en él y ya fue incapaz de quitársela de la cabeza hasta que no pudo abordarla días más tarde.
No, no era propio de su mujer guardarse lo que pensaba. Siempre se había mostrado franca y directa con él. Marta no había dejado jamás de reprocharle las cosas que hacía mal, de serle crítica, amonestándole por todos sus actos irreflexivos, haciéndole ver al instante cuándo metía la pata, con aquel tono de severidad profesoral y aquella mirada indulgente por la que asomaba un destello de amor y confianza. A la atenta mirada de Marta, nunca se habían ocultado sus problemas de salud, por más que él se obstinase en soslayarlos, en restarles importancia, precisamente para evitarle cualquier preocupación al respecto. Ella sabía cuándo su estómago se le encogía como un preso doblegado por los latigazos, y cuándo en su espalda parecían estar escarbando las pezuñas de un jabalí hambriento. Aunque vomitase a escondidas y simulase estar dormitando en los momentos en que el dolor le hurgaba en las vértebras, ella lo sabía con sólo mirarle a los ojos.
Pero su mujer estaba cambiada. Algo diferente, indefinible, había tomado cuerpo en su carácter. De repente, se había tornado esquiva, lacónica; se la veía absorta, callada, abstraída en pensamientos que se adivinaban sombríos, en cosas capaces de anular el brillo de sus ojos, de entristecerla y asustarla, como si temiese la llegada de una mala noticia, como si percibiese una amenaza que pudiese cambiar la vida de ambos; algo que le involucrase a él, algo que torciese la armonía conyugal...
Mientras se afeitaba, viendo reflejado en el espejo el cansancio de su rostro y su preocupación, rebobinó en su área de memoria, para tratar de dar con un hecho o circunstancia que pudiese haber desencadenado tal transformación en su mujer. El intento por retirar la tutela de sus hijos a Gabino y Francisca se había quedado en nada. Mala suerte para los niños y para Marta, que encajaba mal esa clase de reveses. No en vano, había puesto muchas esperanzas en que se solucionase. Él lo entendía. Marta era una idealista que nunca consideraba los matices políticos, no era capaz de suponer que ciertas decisiones que competían a quienes interpretaban las normas y leyes se tomaban o no se tomaban según la oportunidad del momento y no por hacer lo más justo. Se lo había explicado pero había sido inútil. Ella seguía en sus trece. Ese asunto le había afectado, aunque notaba que había otra cosa de naturaleza muy distinta, destruyéndoles subrepticiamente a ambos. Rápidamente cayó en la cuenta de que la actitud taciturna de Marta había comenzado inmediatamente después de aquel domingo en que Ramón y él habían repasado en casa los acontecimientos del sesenta y nueve; el domingo trece de Octubre, el de su hipoglucemia aguda, el de la excursión decidida sobre la marcha, a instancias de Ramón. Sí, eso había cambiado el gesto de Marta. Estaba demasiado encerrado en sí mismo, demasiado aislado. ¡Tenía que solucionar eso!, se dijo, con una difusa sensación de desamparo rondándole. El cúmulo de cosas que andaban por su cabeza le había impedido darse cuenta antes.
Ahora lo recordaba perfectamente: cuando volvió a casa aquella tarde, su mujer ya no era la misma. Parecía disgustada, confusa... Como si estuviese sopesando el alcance para sus vidas de su obstinación en husmear donde no le llamaban, de su empecinamiento en meterse en semejante fregado, y de paso, meter a su amigo. Como si hubiese descubierto que había otra persona desconocida dentro de él, que una tara de la infancia lastraría su forma de ser para siempre, y que eso les separaría, les alejaría al uno del otro... Quizá estaba llegando demasiado lejos.
Marta desaprobaba lo que estaba haciendo; eso le parecía, al menos... Pero, ¿por qué se empeñaba en imaginar lo que andaba dentro de la cabeza de su mujer? ¿Cómo saberlo?... Era un poco paranoico, lo admitía. ¡Si ella supiese cuánta falta le hacía pasar página de una vez! Entonces, le comprendería; y las lanzas se tornarían cañas.
Volvió a equivocarse la noche anterior. Ella lloró de nuevo, en silencio, como hacía siempre. Sin reproches. Había vuelto a escapársele aquella muletilla vulgar. Las lágrimas le resbalaban con tanta rapidez que le empaparon el jersey, pero ella no se las enjugaba, presa de una especie de parálisis. Se echó sobre la cama y le pidió que la dejara sola.
No soportaba verla llorar y menos por aquella estupidez suya. ¡Si pudiera restañar todo aquel sufrimiento!
Asomó la cabeza al interior del dormitorio para mirarla de nuevo a hurtadillas antes de marcharse, para mirar el gesto que componía en su rostro aquellos ojos azules con las persianas de los párpados, echadas. Parecía dormir tranquilamente. Le vino su padre a la memoria, quizá porque los recuerdos más gratos (y también los peores) que tenía de él se relacionaban con el dormitorio. Él era un crío; siete años tendría entonces. Se metía en la cama de sus padres los domingos por la mañana. Su madre se levantaba muy temprano, le gustaba salir a regar las macetas y barrer las escaleras de fuera de la casa. Su padre, en cambio, se eternizaba en la cama, ya despierto, recitando con énfasis dramático, clásicos poemas de Machado, de Amado Nervo, de Hernández...
A él le fascinaba escucharle. Sentía admiración por esa faceta amable de su padre, por esa vena artística que le mantenía alegre, optimista.
Se aprendió de memoria bastantes de ellos y aún recordaba pequeños fragmentos de algunos como el de Vieja Llave:

 

Herrumbrosa, orinecida,
como el metal de mi vida
como el hierro de mi fe,
esa llave sin llavero
nada es ya de lo que fue...

 

A ratos, su padre le hacía cosquillas, hasta que la risa le obligaba a saltar de la cama. Los domingos, solía levantarse de buen humor, aunque más tarde se enfadase por cualquier tontería. Tenía muchísimo genio. Él tenía pánico a aquellas volcánicas explosiones de ira de su padre, que hacían desmayarse a su madre en ocasiones; rezaba a menudo pidiendo a Dios que todo le saliese a pedir de boca, le rogaba constantemente con un hilo de pensamiento para que no tuviese los contratiempos del día a día. Era inútil porque, o Dios no existía o tenía la costumbre de llevarle la contraria. El caso era que su padre, de una forma u otra, siempre hallaba cualquier excusa para subirse por las paredes, y su madre y él debían asistir aterrorizados al rápido desarrollo y abrupta conclusión de su rapto de violencia verbal y gestual. Porque aquella violencia jamás la había ejercido físicamente, ni siquiera la dirigía contra ellos, aunque eso no le restaba un ápice de poder intimidatorio. Curiosamente, su padre le tenía también miedo a él, de eso se acordaba con mucha claridad: le tenía miedo y por eso se escondía para que no le viera fumar aquellos cigarrillos Lark con filtro de carbón a los que se había aficionado en una de sus estancias en la feria de Sevilla. A veces le había sorprendido en el bar de Garrido, y entonces parecía avergonzarse y lo ocultaba con disimulo. Era bastante recto en eso, le disgustaba dar mal ejemplo a sus hijos. Durante un tiempo, sintió el imperioso impulso de espiar a su padre, de acecharlo a la salida de casa después del almuerzo para sorprenderle luego fumando y obligarle a tirar el cigarro. En tales circunstancias, su padre no se enfadaba. Al contrario, le sonreía con el sonrojo y la tribulación de un niño sorprendido al masturbarse, y luego se mostraba indulgente con él, como si hubiesen sellado un pacto entre ambos, un contrato de permisividades mutuas.
El recuerdo de aquellos domingos de la infancia pasados junto a su padre tenía un sabor agridulce. Dependía de la suerte. Solían ser magníficos cuando era el tiempo de los níscalos, e iban juntos a buscarlos, llevando al pequeño Juan Carlos con ellos. Entonces su hermano era poco más que un coco, retraído y asustadizo. A su padre le encantaba escarbar en la pinocha, y mostrarles el modo de desprender los níscalos de la tierra, sin dañar las finas láminas del hongo. «¿Veis cómo se hace?», les repetía continuamente. Quería que estuviesen perfectos cuando se limpiaran y trocearan en la cocina. Era un maniático de los detalles, algo que entroncaba perfectamente con la afición por los sellos, que luego él había heredado. Contemplar y clasificar los sellos parecía relajarle más que ninguna otra cosa. Todavía tenía fresco el recuerdo de su rostro risueño y la visión del ojo aumentado unas diez veces su tamaño, al otro lado de aquella lupa con mango nacarado con la que escudriñaba los ejemplares más preciados de su colección, tratando de descubrir los que presentaban algún defecto por mínimo que éste fuese. Tenía algunas asombrosas facetas ocultas su padre que, ahora, hurgando en su memoria, recordó con la ayuda de sus sentidos.
Él había sido un magnífico cocinero que en una sola ocasión guisó para sus hijos, uno de los días en que su madre estuvo ingresada en el hospital, después de extirparle la vesícula. No podía creer que aquella sabrosísima tortilla de patatas y aquel milagroso gazpacho fuesen obra suya, de un hombre que se ponía la ropa del revés. Sin embargo, los domingos lluviosos, o cuando las calles estaban cubiertas de nieve, resultaban problemáticos en casa. Se ponía de muy mal humor cuando algo o alguien obstaculizaban su propósito de salir a la calle y reunirse con los amigos en la cafetería. No es que adorase las tertulias, es que simplemente las necesitaba como el oxígeno del aire: aquel espíritu libre e inquieto no concebía un único día de confinamiento entre las cuatro paredes del hogar.
Abstraído en sus recuerdos, perdió el hilo de lo que debía hacer para prepararse el desayuno, y se quedó parado como un estúpido delante del mueble donde se guardaba el azúcar y el tarro de cristal que contenía el café molido. Cuando se recobró se vio a sí mismo sonriendo a causa de una de las curiosas fobias de su padre: el espanto y la «irritación» que sentía ante una mujer fea. Odiaba la fealdad en la mujer, no así en el hombre, igual que odiaba el jarabe, la mermelada o cualquier cosa que supiese u oliese remotamente a fresas. Apenas era capaz de disimular delante de un adefesio con falda, y era mucho peor cuando iba pintarrajada con «cuatro tiznajos»; eso era incapaz de soportarlo, y se escabullía, apretando los dientes como si le estuviesen arrancando una uña con unas tenazas.
Sin desearlo, rescató de su subconsciente los otros recuerdos que relacionaban a su padre con el dormitorio. Aquellos casi dos tristísimos años, postrado en cama, hasta que su vida se extinguió en la más profunda inconsciencia. Estando a su lado todo aquel tiempo, había sentido a veces un ferviente deseo de un desenlace lo menos indigno posible. La fórmula precisa de aquella idea recurrente estaba jalonada de eufemismos. Ahora lo recordaba con claridad. Una leve sonrisa adobada de tristeza le acudió al darse cuenta de su actitud. Hasta en los pensamientos, que tan proclives son a la sinceridad, había ocultado las terribles palabras que describían la desaparición de su padre, se había negado a reproducirlas, como si al proscribirlas le garantizase un final no tan irreversible, no tan cerrado a toda esperanza. Su madre había resistido apenas seis semanas; abandonó, yéndose a vivir con Juan Carlos a Córdoba. Nadie quiso entender aquella decisión. Los reproches y las críticas la hicieron precipitarse en un abismo del que ya fue incapaz de salir. Sin embargo, él la comprendía; su madre estaba hecha de otra pasta, carecía de espíritu; si se hubiese quedado, al final tendría que haber cuidado de ambos. Además, su hermano era un ser especialmente vulnerable, confuso aún respecto de su identidad sexual. Le venía muy bien tener a su madre cerca, se complementaban.
Aunque su hermano era el único que todavía albergaba dudas. Para el resto de su familia estaba muy claro desde que era un gazapillo. Su hermano huía de la incomprensión de su padre desde los dieciséis años. Antes, había tenido que cargar con el sentimiento de decepción y vergüenza que nadaba en la mirada del cabeza de familia. Suponía, aunque nunca lo expresó así, que su padre hubiese preferido vivir con una extremidad menos que sufrir el bochorno de un hijo afeminado del que la gente hacía continuas burlas. Hasta su propio padrino, el tío Paco, le hacía el paso a menudo y luego estallaba de ira lamentándose de tener un maricón por ahijado. Para mayor escarnio de su padre, el tío Paco se jactaba ante él de ser capaz de «curarlo», si le permitían llevárselo de putas una noche. Y sólo tenía entonces quince años.
Sí, era muy posible, ahora que lo pensaba bien al recordarle, que, defraudado en lo más esencial para una persona de su educación, su padre hubiese enfermado, en gran medida por culpa de sus prejuicios. No le culpaba; se había compadecido del daño que su rígida moral infligió a su salud, a la autoestima de su hijo menor, a la convivencia, en unos años que resultaron trágicos porque no sólo vio a su padre postrarse irreversiblemente en aquella cama, sino que, además, su propia noción de la felicidad se disgregó a la par que se disolvía la familia.
Lo demás había sido un completo horror, un grandísimo desgarro en el alma. Una variante rápidamente progresiva de la enfermedad de Parkinson había devorado a su padre, ante su impotencia. La enfermedad había acabado por llevárselo todo, desde los gestos a los sentimientos. Era difícil explicar a la gente lo que suponía el pasar por eso.
Lavarle, alimentarle, cambiarle... Terminó por reintroducirle él mismo la sonda del estómago porque se tiraba de ella constantemente, se la arrancaba en tantas ocasiones que ya sentía vergüenza de llamar al practicante.
Esos años le cambiaron la vida, pensó, mientras terminaba de calzarse tratando de no despertar a Marta.
Marta debía de estar agotada, seguramente habría conciliado el sueño en torno al amanecer. Despertó en un par de ocasiones y no estaba a su lado. Como sabía que era incapaz de permanecer dando vueltas en la cama durante mucho rato, no se alarmó aunque era inevitable experimentar cierta intranquilidad. El bienestar de Marta: eso era lo que le tenía sin sueño y no aquella absurda teoría de Castillo que ella misma había alimentado. Porque todo su sin vivir era una consecuencia directa (y también indirecta) de los problemas de Marta, y de su afán por recuperar la armonía conyugal, por comenzar a tener lo que una vez se había imaginado que serían esos años magníficos que iban a recorrer juntos.
—¡No!—gritó—. No, no te dije eso —Antonio desvió un instante su atención hacia el ligero temblor de los dedos que sostenían el cigarrillo, mientras, en un acto instintivo, apretó fuertemente con su otra mano el aro forrado en cuero del volante. Era la primera vez que lo notaba.
De repente toda la energía acumulada para reprochar a Higinio Muñoz su desliz, cedió a favor de una atribulada mirada a su mano. Sus antecedentes le aterraban—. No te dije que pudieses pregonarlo a los cuatro vientos —precisó más calmado, sin dejar de mirarse de reojo la mano.
El humo zigzagueaba ligeramente, instigado por aquellas inesperadas oscilaciones.
El pobre Higinio no ofreció réplica. Se limitó a bajar los ojos y a respirar de un modo más ruidoso aún de lo ordinario.
—Lo que quería —prosiguió Antonio en otro tono más mesurado, casi familiar —era que lo hablases con el alcalde. ¡Coño! Es que se ha enterado hasta el gato.
Ladrón de Guevara redujo la presión sobre el acelerador para enfilar la estrecha calle en pendiente que serpenteaba hasta los aledaños de la gestoría. Pensaba en dejar el coche aparcado en la puerta y beberse un par de cafés en Garrido antes de encerrarse en su despacho.
Aún tenía tiempo suficiente hasta las diez. Quiroga abría sobre las nueve y media (nunca era demasiado preciso con el horario) y él, como dueño del negocio, se arrogaba el privilegio de retrasarse en media hora aproximadamente. Contra su costumbre, había pospuesto el primer Winston hasta salir de casa. Esa mañana se había hecho a sí mismo el firme propósito de cuidar más de Marta, y consideró que un buen comienzo podía ser el evitar fumar en su presencia. Había recogido al viejo en la ronda de las escuelas; paseando por indicación del médico, como a diario. Casualmente le venía como anillo al dedo que lo llevase hasta el centro del pueblo, porque tenía planeado hacer la compra al terminar el paseo. Higinio tuvo que notarle lo enfadado que estaba.
Tenía unas ganas enormes de cruzárselo desde la mañana anterior, cuando comprendió que se había ido de la lengua. ¡Mira que se lo había advertido! Hasta que no se entrevistase con el corresponsal, era importante no dar publicidad a aquel papel.
Higinio Muñoz, apodado El Mirón, se quitó la boina gris moteada de lana, y se acarició la cabeza calva. Llevaba un chaquetón grueso de paño gris, involuntariamente a juego, pesado y poco calorífugo. En lugar de zapatos, calzaba unas deportivas blancas. Una vestimenta bastante atrabiliaria en opinión del gestor, pero no inusual en un anciano que vive solo, o con una esposa incapacitada. Era curioso que con tal apariencia de abandono despidiese aquel olor tan agradable a Heno de Pravia.
Higinio Muñoz parecía estar enfadado consigo mismo.
—Me falla la cabeza, Antonio —se disculpó, temblándole la voz—.
Me ha llegado la vejez de golpe.
El cálculo de Higinio era erróneo: hacía años que comenzó a infiltrársele en el cuerpo, como una infección.
El mercedes se detuvo en doble fila, a veinte metros de la puerta de la gestoría. La mañana estaba despejada. Un gran trozo de uniforme azul techaba la angostura de la calle.
—¿Qué tal te viene quedarte aquí? —preguntó Antonio mientras iniciaba, marcha atrás, la maniobra de aparcar.
—Bien, bien. Aprovecharé para ir a la plaza de abastos... Perdona —añadió agarrando el tirador de la puerta—; me confundí.
Ladrón de Guevara apagó el motor y salieron ambos.
—Fue un malentendido —dijo conciliador— ¿Pero lo hablaste con el alcalde o no?
—Claro.
La relación de amistad que unió a Higinio con su padre había sido demasiado estrecha como para que Antonio no la tuviese en cuenta.
Le tenía simpatía.
—Bueno; pues ya está. No te preocupes más.
Higinio Muñoz hizo ademán de marcharse. Realmente estaba muy envejecido; podía pasar, de largo, por un octogenario, pero acababa de cumplir setenta y tres.
—¿Has visto a Manolo? Me dijo que quiere hacer un reportaje a dos páginas —le explicó después de sonarse la nariz y gargajear sobre el pañuelo.
Antonio torció el gesto al acordarse del infumable trabajo del corresponsal. Era culpa suya por no haber revisado el artículo. Su propósito había sido que el corresponsal pusiese en evidencia los paralelismos, pero el muy cretino dejó las cosas más confusas aún.
Habría reportaje, pero el autor sería esta vez él, aunque lo firmase Manolo Corpas.
—Ya veremos. ¿Y tu mujer?
—Fatal —dijo cansinamente Higinio—. Quejándose continuamente. Unos días le duelen los huesos; otros, está tan mareada que no levanta cabeza. Y ahora, encima, se ha resfriado. Tiene asma... Se pasa las noches tosiendo sin parar, como una campana.
—Si necesitas algo, dímelo. ¿Te apetece un café?
—Gracias —negó con la cabeza el viejo. Y se encaminó, arrastrando ostensiblemente los pies, hacia la ligera pendiente que daba con la plaza.
Sin preguntarle, Eusebio le sirvió un cortado, y a continuación le dio los buenos días. El diario deportivo del día anterior estaba sobre la barra.
La barra de la cafetería era una ele de once metros en total, con la base cerca de la entrada. En el interior olía fuertemente a esencia de limón, con la que Eusebio acababa de pulverizar los aseos. Ya se habían marchado los albañiles y peones, y su lugar comenzaba a ser ocupado por los borrachines sin oficio, pero aún era algo temprano, porque la verdadera eclosión llegaría entre las diez y las doce. Dos administrativos de una inmobiliaria ocupaban el extremo del fondo, y un tipejo desaseado, habitante de una cortijada de las afueras del pueblo, apuraba una copa de brandy, más o menos en el centro. Como de costumbre, la calefacción estaba desconectada.
Al paladear el primer sorbo del café, Antonio sintió una angustia repentina. Extendió la mano con disimulo, pero comprobó con fugaz alivio que el temblor había cesado. La angustia, extrañamente, retornó de inmediato, y notó el asedio cruel de una sensación de vacío y aislamiento como no había sentido jamás. Parecía como si los acontecimientos estuviesen a punto de desbordarle y escapar definitivamente a su control. Experimentó el vértigo terrorífico a perderlo todo, a tener que asistir impotente al desmoronamiento de su frágil vida burguesa: su matrimonio, las amistades valiosas, su trabajo... Le sobrevinieron nuevamente las dudas contra las que había luchado encarnizadamente durante meses. Las que creía desterradas para siempre. Y volvió a hacerse las mismas preguntas que tanto le habían atormentado. Se sentía desamparado, igual que lo estuvo aquella tarde de invierno, cuando con nueve años volvió a casa y se encontró cerrada la puerta de su casa, sin saber adónde habían ido sus padres.
Ni la profunda delectación de la primera calada diaria consiguió devolverle algo de sosiego y de esperanza.
Federico Caparrós entró seguido por un guardia llamado Oscar.
—Buenos días.
Antonio les devolvió con desgana el saludo. Al verles, tuvo la rara premonición de que, a partir de aquel encuentro casual, se le vendría un problema encima.
—Buenas.
—Hola —dijo Eusebio—. ¿Qué les sirvo?
—Café con leche. —El sargento hizo indicación con los dedos de que fuesen dos. Luego, se separó del agente y se dirigió a Antonio.
—Vengo de ver al alcalde.
Ladrón de Guevara le ofreció un cigarrillo, pero el sargento se lo rechazó esta vez reflejando en su rostro una expresión que decía claramente que, de aceptar la dádiva, le sería imposible mostrarse severo.
Mientras le decía que no al Winston y hacía una indicación al agente de que permanecería allí, intentó acomodarse en un taburete en el que era imposible estar cómodo: la banqueta estaba ligeramente inclinada hacia delante e inevitablemente uno se resbalaba.
—Un poco temprano —ironizó Antonio, sin volverse del todo.
La expresión de Caparrós dejaba entrever que no estaba precisamente para bromas esa mañana.
—¡Qué follón has liado!—le reprochó en tono amistoso.
El tipejo desaseado vocalizaba palabras ininteligibles y de vez en cuando les miraba con ojos nublados de entendimiento.
—¿Follón?—dijo Antonio haciéndose de nuevas. Sabía perfectamente a qué se refería Caparrós. Desde la publicación del artículo, el sábado anterior, el ambiente se había enrarecido. El acuerdo al que llegó con el corresponsal estipulaba que no debía mencionar sus fuentes. Claro que eso era papel mojado, pues Ramón y el mismo Corpas lo habían extendido como la gripe, aunque sólo se lo reprochaba a Corpas, por desleal.
—Sí, Antonio. No te hagas el tonto, hazme el favor.
Por razones prácticas (de convivencia) había aceptado que Caparrós le tutease, pero el que se dirigiese a su persona en aquellos términos le causaba retortijones. Intelectualmente, era incapaz de admitir que personas con un cociente tan pobre le considerasen como un igual.
—No te he comprometido —dijo sin mirarle.
Eusebio le sirvió el café a Caparrós. Antonio aprovechó que estaba allí para pedirse otro.
—¿Cómo que no me has comprometido? ¡Has puesto el cuartel en la picota!... Ahora la gente puede pensar que no hemos hecho nuestro trabajo. ¿Sabes que los familiares de los fallecidos han venido a verme varias veces desde el sábado, que ya no están conformes con lo que se ha hecho? Quieren explicaciones que yo no puedo darles...
Por fin, el celebérrimo pánico a la masa del sargento. Percibió que la estulticia de aquel hombre hacía germinar en su interior una nueva voluntad. De pronto, aparcados los malos augurios, sentía renacida su determinación y su clarividencia.
—Déjaselas al alcalde —aconsejó Antonio—.Ya está enterado de todo y sabrá lo que tiene que hacer.
—El alcalde está fuera de juego. Entre el papel que le has hecho llegar, la historieta de Corpas, y lo que le ha contado Ramón, el pobre hombre está desorientado, temiendo que el pueblo se le eche encima.
Yo le entiendo porque, si toma alguna medida, puede meter la pata y si se queda a verlas venir, la gente va a decir que es un inútil... Nos has puesto en un aprieto y lo sabes. Reflexiona un poquito, Antonio.
A Ladrón de Guevara se le encogieron las tripas. ¿Realmente sabría Federico Caparrós el significado de la palabra reflexión?
—Puedes manejarlo sin problemas —expulsó una gran bocanada de humo.
—¿Tú crees?
—Seguro. Ya ha pasado el peligro.
—Ya ha pasado el peligro... —repitió el sargento—. Parece, Antonio, como si no te tomases en serio lo que te estoy diciendo ¿Y si hubiese que desenterrar los cuerpos?
Ladrón de Guevara intentó sonreír sin conseguirlo y le echó una rápida ojeada a su reloj, constatando que no habían dado aún las diez.
—Valiente remedio. Que lo hagan si quieren —propuso medio en broma Antonio, mientras la cara de Caparrós se crispaba todavía más—. En serio, sería una salvajada innecesaria. Bueno..., no creo que nadie lo proponga. Los forenses quedarían en entredicho. Pero lo que pasó, pasó. Y por mucho que te empeñes en lamentarte del alcance de las noticias, por mucho que el alcalde se retuerza en su sillón dándole vueltas al coco, los hechos están ahí.
Caparrós vertió la sacarina en el café que, con todo el calor de la conversación, había olvidado beberse.
—Como no tenía bastante con este homicidio... ¡Me faltaba esto!—exclamó antes de dar una tragantada al líquido ya frío.
—¿Quiénes son los que te están dando la lata?
—¡Ah!..., La viuda y la hija de Mañas, sobre todo. Luego, también han venido los hermanos de Lucio, aunque esa gente es de otra manera, sólo querían informarse.
—¿Y los de Valera?
—No. Era soltero... Le quedaba una hermana, pero no se hablaban.
Y con sus sobrinos tenía alguna relación pero distante.
—Deja que te eche una mano —dijo Antonio, girando su cuerpo noventa grados.
Federico le miró con una mezcla de enfado y desconfianza.
—¿Con qué?
—Con los familiares. ¿Tienes sus teléfonos, o sabes dónde viven?
—Sí. No es problema.
—Reúnelos esta misma tarde y yo les hablaré. Aclararé todas sus dudas.
El sargento se tomó unos segundos para procesar mentalmente la oferta del gestor.
—No sé.
—Pero ¿por qué, hombre? Cuando les explique la historia completa..., cuando sepan la verdad de lo que pasó, se les quitará toda la ansiedad.
—Porque no me fío. ¿Y si lo empeoras?
Si la propia estrategia de Ladrón de Guevara no hubiese estado detrás del ofrecimiento, habría mandado a freír espárragos al sargentito de los cojones.
—¡Me cago en la puta! ¡Cómo que no te fías! ¿Pero qué puedes perder?, a ver, dime... Te aseguro que, cuando oigan lo que tengo que decirles, dejarán las cosas como están... Y tú te quitarás un gran peso de encima —añadió con segundas.
—¿Y si sale mal? —insistió Caparrós.
—Tú no te juegas nada. Te lavarías las manos —dijo Antonio, volviendo a ponerse un Winston entre los labios y ofreciendo otro a Caparrós, que sí lo aceptó en esta ocasión —.Vas a estar a mi lado durante la reunión y podrás desmarcarte de lo que yo diga en cualquier momento. ¡Puedes cortarla cuando quieras!
Escucharon a Oscar hablar por radio. Después hizo una señal al sargento.
—Lo consultaré con la comandancia.
Antonio se apresuró a quitarle de la cabeza al sargento la idea de celebrar el encuentro en las dependencias del cuartel.
—No es necesario. Será como una reunión informativa cualquiera.
No es oficial. Convócala en el salón de la Escuela de Artes y Oficios; es mejor.
En los pasillos de la Escuela, se habían juntado un total de siete personas. Hacían corrillo, cuando el sargento y Antonio aparecieron por allí, en torno a las cuatro. La creciente ansiedad de Federico había actuado como un eficacísimo acicate para estimularle a moverse con rapidez.
Allí estaban la esposa y la hija menor de Mañas, su yerno, además de dos hermanos varones de Beltrán, con sus respectivas esposas. Aunque el sargento se había tomado la molestia de avisar a los sobrinos de Valera, ninguno de los tres apareció, tal como había supuesto. Más adelante, tal vez, si olfateaban dinero en todo aquel jaleo.
Ladrón de Guevara tenía mucho en qué pensar, cosas desde luego más importantes que en curar al sargento de sus tribulaciones. Marta no se encontraba bien desde hacía dos o tres días. Esa última mañana había empeorado y al parecer vomitó un par de veces, aunque ella, al interesarse su marido por las razones de su mala cara, le había restado importancia, justificándose con una mala digestión. Estaba un poco mareada, le dijo, por las arcadas que había sufrido desde las doce en adelante. Era muy propio de Marta quitar hierro a ese tipo de acontecimientos, o tratar de que pasasen desapercibidos para su marido, pues no concebía escudarse en el pretexto de la (mala) salud para eludir lo que consideraba que eran sus «responsabilidades». Ella se creía en el deber de ser fuerte, y ser fuerte era también parecerlo; su determinación por experimentar a todas horas el dinamismo y la energía que una vez mostró su madre, a la que veneraba con el pensamiento pese a no haberla llegado a conocer (la abandonó, marchándose con un militar cuando ella tenía apenas un año), le habían conducido a consumir diariamente una o dos aspirinas, después de descubrir, con diecisiete años, que no era sólo que le aliviasen el dolor de la regla, sino que además poseían un efecto maravilloso sobre el cansancio, al que —ciertamente sin eliminarlo—, borraban, como el tipex a la tinta, y, luego, hacían de dique, impidiendo que con su frenética actividad le inundara un lógico agotamiento. De manera que muy pronto comenzó a tomarlas nada más levantarse. Marta se había esforzado en llevar todo lo en secreto que le había sido posible su sencillo truco para mantener la forma, ingiriéndolas preferentemente a escondidas, pues cuando Antonio la había sorprendido tomándolas se había mostrado contrariado, sin llegar, eso era verdad, a mencionar el tema. Gracias a sus muchas precauciones, el consumo regular le había pasado desapercibido a Antonio.
A éste los padecimientos de Marta le trastornaban el ánimo y su humor se veía resentido hasta el punto de despojarle de la sociabilidad que le había convertido en una de las personas más relevantes del pueblo. Tendía a volverse arisco, perdía los estribos con facilidad. Como se conocía a la perfección, procuraba evitar las relaciones sociales o de trabajo cuando las cosas no iban bien en casa, lo que suponía generalmente un trastorno que escapase a su control. Ahora estaba obligado a apretar los dientes y olvidarse durante media hora de los problemas domésticos si no quería que aquello se le fuese de las manos.
Se trataba de una habitación grande, rectangular, de unos cincuenta metros cuadrados. Antonio se había traído la copia de la llave que guardaban los municipales. Era una copia defectuosa; perdió unos segundos en encontrar el punto de ajuste para poder girarla. La sillería era una antigualla y estaba notablemente deteriorada, excepto las dos primeras filas donde se alineaban asientos con pupitre incorporado, de reciente adquisición. La mesa, junto a la pizarra, ocupaba la esquina del fondo de un nivel superior, a un escalón del resto de la solería. La frialdad del interior le causó un ligero estremecimiento. No estaba nervioso, al contrario; verlos a todos reunidos le infundía una confortable seguridad, y pensó en que si no fuese por la situación en casa, disfrutaría de la misión que se había encomendado a sí mismo. Pero el frío en el auditorio era mal compañero para un conferenciante, aún peor que un público hostil. Nada más entrar conectó los dos radiadores de aceite.
—Hola a todos y gracias por venir —dijo Caparrós haciendo un gesto con la mano de que tomaran asiento—. A Antonio ya le conocen.
Como les anuncié, ha venido porque quiere hablarles. Ojalá que se aclaren todas sus dudas —Y cedió con una mirada ansiosa el testigo a Antonio.
—Buenas tardes —tras el saludo, Antonio dejó caer sus posaderas en el borde de la mesa que usaba el profesorado, y en un par de segundos evaluó la situación fijándose en «su» público, en la postura que adoptaban una vez sentados: así podía saber si estaban tensos o tranquilos, si había algún tipo de agresividad latente en ellos, o acudían simplemente a encontrar un poco de esa paz que aún les faltaba—. No voy a andarme con rodeos. Más o menos, os conozco a todos, y vosotros me conocéis bien... Sé que estáis inquietos por lo que se ha publicado en el periódico —se acarició la barbilla —y que queréis saber qué ha pasado.
—Eso, eso —voceó uno de los hermanos de Lucio, haciendo aspavientos y mirando a ambos lados como si buscase apoyos en los demás.
La hija de Mañas se enjugó una lágrima mientras Antonio maldecía entre dientes su mala suerte: era obvio que se enfrentaba a un borracho. Y eso suponía siempre un gran riesgo; la reunión podía descontrolarse y terminar como el rosario de la aurora. Además sentía que algo no iba bien, pero no sabía qué.
—Aunque os parezca extraño, existe la posibilidad de que se hayan intoxicado con una seta —hizo una pausa para encender un Winston—.
De eso quería hablaros.
—¿Ahora nos vienes con esas, Antonio?—dijo la mujer de Mañas, una campesina robusta de cincuenta y tantos, con los labios sin perfilar y un carmín barato repartido a suerte— ¡El periódico ya dice eso de las setas!
—Dejémosle hablar —pidió nervioso y conciliador Caparrós.
—Las setas son peligrosas —sentenció el borracho, moviendo la cabeza de arriba abajo. Luego hizo ademán de levantarse, pero su esposa le cogió del brazo.
—Cállate, Juan —le ordenó—. ¿De una seta?—se dirigió a Antonio, extrañada—. A mi cuñado no le gustaban las setas.
Antonio cruzó una mirada con el sargento. Ahora ya sabía lo que no iba bien, lo que echaba de menos: faltaba la hermana de Lucio, Consuelo, lo cual era bastante raro si tenía en cuenta que era ella precisamente la más unida al finado, la única que parecía haber sentido de veras su muerte. ¿Qué motivos tendría para faltar a la reunión? No podía creer que no le interesase el asunto que iba a tratarse allí. Dedujo que, con toda probabilidad, debía haberse enemistado con sus otros hermanos, seguramente por cuestiones derivadas de la herencia, una grave disputa, tan seria como para preferir perderse la cita con tal de no verles la cara. ¿Por qué, si no, iba a ausentarse?
Hubiese preferido tenerla allí.
—La intoxicación no sería por comerlas —frunció el ceño—. Seguramente, sólo de tocarlas.
Se produjo un murmullo entre los presentes. Juan quiso hablar de nuevo, y una vez más, su esposa le recriminó.
—¿Y qué hacemos nosotros?—dijo el yerno de Mañas.
—Atendedme. Ya, nada —se oyeron algunas protestas—. Escuchadme, por favor. Una cosa igual pasó hace veintisiete años. A mí me pilló de lleno aquello; fui quien descubrió uno de los cuerpos —suspiró con pausada tristeza—. Tenía entonces catorce años. Habían muerto tres personas, como ahora —volvió a elevarse un murmullo—.
Alguno de vosotros se tiene que acordar —el otro hermano de Lucio y su mujer, asintieron—. Se investigó y luego se supo que era producto de una intoxicación... Un insecticida, en combinación con ciertas condiciones del tiempo, afectaba a las setas que os he dicho... En fin, aquello se acabó por fortuna. Y esto también.
—También —repitió con histriónica convicción el borracho.
—¡A ti no se te ha muerto tu padre!—atronó indignado el yerno de Mañas.
Las lágrimas de la hija de Mañas corrieron mejilla abajo. Federico comenzó a ponerse nervioso.
—Para, para, Antonio —terció Germán—. Esto es muy grave.
¿Cómo es que nadie avisa del peligro? ¡Hay que denunciarlo, cojones!
Los niños...—se volvió muy agitado hacia los demás, mirando a un lado y otro—. Cualquier niño que salga al campo está en peligro.
Los demás asintieron entre murmullos. Antonio extendió su mano derecha pidiendo calma.
—Sabes que mi padre está muerto, Emilio —respondió Antonio, con serenidad—. En cuanto a eso que has dicho —dijo mirando comprensivo a Germán—, es porque estás indignado y con mucha razón. Pero mira, Germán, si lo piensas tranquilamente, te darás cuenta de que de un caso así no se puede avisar como se avisa de un temporal o de la crecida de un río. Esto llevaba tantos años sin suceder que nadie podía imaginar que volvería. Encima, estamos hablando de un riesgo muy pequeño.
Estas setas se ven poquísimo, nadie las come y sólo este año en los últimos veintisiete han tenido esa venenosidad tan grande... Entiendo que todo esto os disguste, pero ¿qué vais a hacer? Nadie ha tenido la culpa.
El hermano sobrio de Lucio hizo un gesto de contrariedad.
—¿Quieres que nos quedemos quietos? Alguien tenía que haber hecho algo.
—¿El qué, Germán..., dime? —Ladrón de Guevara ofreció tabaco a Federico—. Nadie debe coger setas que no conozca; eso lo sabes: es de sentido común. Y comúnmente es así; ves una seta que sabes que no es comestible y la dejas donde está, pasas de largo sabiendo que no va a hacerte daño. Los animales tampoco las comen, lo llevan en el instinto. Aquí lo que ha podido pasar es que alguno de estos ejemplares quizá estuviese junto a setas de chopo o de cardo cuco, o entre la misma mala hierba que hay que limpiar, ¡vete tú a saber!... Y la tocasen por accidente. ¿Hacer? —miró otra vez a Germán a los ojos—. El campo es muy grande, Germán. Aun así, se ha avisado en cuanto se supo del peligro, ¿no? Pero no se sabía que una cosa así podía repetirse después de tanto tiempo. ¡Son veintisiete años los que han pasado!
¿Quién iba a sospecharlo?—añadió, encendiendo a continuación su cigarrillo—. Le podía haber tocado a cualquiera, y ellos han tenido esa mala suerte. Eso es lo que ha sido: mala suerte... ¿Qué es lo que queréis? ¿Desenterrar los cuerpos? ¿Otra autopsia?—hubo murmullos de desaprobación—. ¿Para qué? Pensadlo bien.
La viuda de Mañas, a la que conocían por La Quica, dijo como para sí:
—No hay derecho.
—A estas alturas tampoco es probable encontrar ejemplares de esas malditas setas —observó pedagógicamente Antonio— porque cuando pasa su periodo dejan de verse. Hay un botánico, al que conozco, que está interesado en buscarlas... Pero es difícil —concluyó, reflexivo.
En ese instante se abrió la puerta y se asomó una mujer con gafas doradas, pelo canoso descuidado y con aspecto grasiento, que parecía estar estupefacta. Por su gesto, era obvio que se había equivocado de reunión.
—¡Ah, perdonen!—dijo, cerrando inmediatamente tras de sí.
—¿Y tú por qué nos has llamado?—preguntó su hija, sobreponiéndose por primera vez a su congoja. Era de esa clase de mujeres —piel tostada, melena negra ondulada y ojos que parecen guardar turbios y apetecibles secretos—, a las que favorecía estar cruelmente preocupadas o melancólicas.
—Porque estabais desorientados y teníais derecho a disponer de toda la información posible. Lo mínimo que podía hacer era reuniros y aclararos las cosas...
—Muy bien, Antonio —aplaudió el borracho.
—Cállate, Juan —dijo Germán, visiblemente molesto con las interrupciones. Acto seguido, interpeló a Ladrón de Guevara—: ¿Tú crees, Antonio, que es mejor dejar las cosas como están?
—¡Qué mierda!—profirió Juan, mientras se volvían a oír los mismos murmullos de desaprobación.
—Mirad, atendedme todos. Esto no es el resultado de un vertido industrial, de la responsabilidad de una empresa o persona o autoridad que tiene nombre y apellidos. Mi obligación era sacar a relucir que estas desgraciadas muertes podían no ser tan naturales como aparentaban, mi obligación, entendedme, era poner sobre aviso al pueblo para que se tomaran medidas. Desde la muerte de Ángel, he intentado por todos los medios buscar indicios, primero para estar seguro de que no me equivocaba y además para saber si había forma de evitar al menos la tercera. Podéis preguntar a don Ramón Castillo. Se lo conté todo a primeros del mes pasado, le pedí que me ayudase. Y lo hizo.
Entre ambos, hemos llevado a cabo múltiples gestiones. Él incluso viajó a Madrid, a entrevistarse con una persona que investigó las muertes del sesenta y nueve —se detuvo y miró con severidad a los presentes—... Tened la tranquilidad de que se han hecho bien las cosas, tanto por la guardia civil como por la autoridad judicial... Distinto es que lo ocurrido no se haya podido evitar ¿Qué vais a ganar con remover más este asunto? Decidme...¿Os gustaría tener que abrir las tumbas de vuestros seres queridos? —Los presentes se miraron, negando unos a otros—. Prácticamente ya sabéis lo que ha pasado, que es lo que importa. ¡Hay que mirar hacia delante!—concluyó sin haber perdido en momento alguno un ápice de su reconocida elocuencia.
—Antonio tiene razón —dijo Estrella, una de las cuñadas de Lucio.
—Ánimo. Yo obraría así con mi padre —dijo Antonio, encaminándose hacia la puerta.
La reunión se disolvió rápidamente y, mientras abandonaban el local, la hija de Mañas dijo como para sí:
—Pero no era tu padre.
Los paneles luminosos de la gasolinera estaban ya encendidos y los surtidores a pleno rendimiento. Entre un todo terreno, dos tractores, un cuatro ele abollado y un par de ciclomotores, los accesos a las mangueras se hallaban atestados, excepto en una de las caras del surtidor de súper.
Federico Caparrós giró su Escort y embocó en sentido contrario al resto de los vehículos. Apagó el motor y se dispuso a aguardar su turno. Estaba absolutamente admirado de cómo Antonio había logrado manejar la reunión, hasta el punto de hacer que, como por arte de magia, las lanzas se volviesen cañas en apenas unos minutos de charla. Después de todo, no había salido tan malparado como se temía; sin fundamentos, había pecado de excesivamente precavido, lo reconocía. Era extraordinaria la manera en que el gestor había sabido reconvertir la dispersa agresividad del grupo en energía positiva. No había corrido con tantos riesgos como presumía al dejarle llevar a efecto su idea de la reunión, que tanto le asustaba en un principio. Para él, la gente era siempre imprevisible. El jodido de Antonio había cumplido con nota su promesa de echarle una mano. Aquel individuo poseía un don natural para tratar con las personas, acababa de demostrárselo, y le había demostrado de paso que sus recelos carecían de justificación. Se sentía aliviado. Suponía que a partir de ese momento desaparecería la beligerancia con la que se habían comportado aquellas gentes, muy particularmente el yerno de Mañas, un maldito cocainómano que no atendía a razones.
La empleada de la gasolinera le sacó bruscamente de sus meditaciones.
—¿Qué le ponemos?
El ruido que hacía uno de los tractores era atronador, parecía que iba a explotar de un momento a otro.
—Llénelo —propuso Caparrós sin apearse, esforzándose en hacerse oír.
El rostro de aquella mujer le desagradaba, sentía aversión por las arrugas que rodeaban su boca y por sus ojos enratonados, aunque no había pensado en ello hasta no verla allí, asomándose al interior del coche.
—¿Cómo ha ido?—dijo Consuelo. Luego siguió el tractor con la mirada, dándose tiempo para continuar una vez mitigado el ruido por su marcha—. ¿Los ha convencido Antonio?
Había tanto sarcasmo en aquellas palabras que Federico comprendió que cualquier cosa que dijese —una y su contraria— carecería de valor para la mujer.
—Se han ido más tranquilos —dijo.
Consuelo se rió con ganas pero su risa era de amargura.
—El tío tiene un pico de oro —comentó— ¿A que sí?
Federico pagó la cuenta a la empleada, que era de tres mil cuatrocientas pesetas, y arrancó el motor.
—Podía haber ido usted, si hubiese querido —sugirió.
—No me interesa lo que pueda decir ése —dijo Consuelo retirándose del coche.
El Escort no pudo esquivar los terrones de barro endurecido desgajados de las cuchillas del tractor. El sargento sintió cómo golpeaban en los bajos del coche, antes de hacer el stop para girar a la derecha, camino de casa. Mientras esperaba, encendió un cigarrillo.
La irrupción de Consuelo, su actitud, había ensombrecido abruptamente el optimismo de Caparrós. En fin, estaba claro que el problema no había desaparecido del todo, se dijo con cierto desánimo, mientras conducía de vuelta al cuartel, pero, al menos, se había desactivado gran parte de la tensión existente, y eso era gracias a Ladrón de Guevara. Algo de tranquilidad podía llevarse a casa. Un mal augurio, sin embargo, venía con aquel encuentro que no presagiaba nada bueno, pues lo más probable era que aquella mujer estuviese dispuesta a dar guerra; dársela a él, que era lo peor del asunto. De ser creyente, hubiese ofrecido una oración por que la animadversión mostrada hacia Antonio Ladrón de Guevara nada tuviese que ver con Lucio.
Al llegar al cuartel se encontró con nuevas noticias. Tenía un fax que acababa de llegar, sobre la mesa: eran los resultados de la autopsia de Santos. Leyó varias veces seguidas los tres folios antes de llamar a Castillo, para informarle sobre el más que probable arma homicida.
No se lo esperaba, francamente, y necesitaba más que nunca su consejo. Luego, le puso al corriente de la reunión.
María quería tener un marido, al menos cuando él estuviese en casa. No necesitaba un zombi, o un individuo medio sonámbulo deambulando por los pasillos, sin reparar en la gente que pasaba a su alrededor. Eso le dijo esa misma noche, mientras cenaban, porque notaba cómo, últimamente, estaba siendo absorbido por su trabajo.
María tenía toda la razón. Debía aprender a desconectar, tanto por ella y la pequeña Rosa, como por sí mismo. Aprovecharía el poco de sosiego que había encontrado gracias a la providencial intervención de Antonio de esa tarde.
Por la noche tuvo una gloriosa erección, y la sintió disfrutar de su pene como hacía muchos días no ocurría. María se retorció, mientras bamboleaba su terso culo respingón de un modo tan alocado que se le hizo difícil seguir el ritmo de aquella belleza que sus palmas sujetaban con agónica lujuria, y no pudo retener, como otras veces, sus pezones sonrosados en la boca. Más tarde, con todos los músculos de su cuerpo flácidos por un delicioso abandono, se quedó con los ojos fijos en el techo, largo rato, sin poder conciliar el sueño. Algo se lo impedía: era un pensamiento recurrente que le desconcertaba. ¿De qué otro modo podía describirse el hecho de que Antonio Ladrón de Guevara hubiese oficiado de bombero diligente después de actuar como un peligroso pirómano?