13

 

 

Puede faltarnos tierra donde vivir, pero no donde morir.
Tácito
—Le acompaño en el sentimiento —dijo con voz trémula el viejo, tendiéndole una mano temblorosa y débil. Castillo observó que la humedad que había en sus ojos no era fingida. Lo vio en su mirada: una expresión de tristeza que le transfiguraba el rostro.
Aún no se sentía con ánimo para pasar consulta, sólo notaba vaciedad dentro de sí.
La palma de Jacinto era áspera, su roce le recordaba a su abuelo, que solía tirar de sus brazos para poder alzarle y estamparle un beso sonoro que le dejaba húmedo el moflete.
Castillo volvió a afligirse al estrechársela. Se rehízo con dificultad del nudo que le ahogaba.
—Gracias.
—¿Qué años tenía? ¿Era mayor?
—Setenta y cuatro —dijo.
—Entonces no era mayor —cabeceó apesadumbrado el viejo—.
¡Qué vamos a hacerle! Es ley de vida, don Ramón.
—Ley de vida —admitió con un suspiro Castillo.
Pero no pensaba eso. Su pensamiento central, casi único, era la injusticia despiadada de la muerte de su madre, la impotencia de verla desaparecer. ¿Ley de vida? ¿Puede llamársele ley al acontecimiento biológico que te priva para siempre del ser más querido?
«Debían llamarla castigo o pena, nunca ley», se dijo, expulsando aceleradamente las palabras de su cerebro, rechazando retenerlas en la cabeza, sintiendo la repugnancia que le causaba percibirlas, aunque fuese como algo incorpóreo, sin sonido, un concepto casi abstracto.
Esas palabras servían para rememorar una pesadilla en la que había estado sumido durante cuatro días.
Fue su prima Olga quien le llamó al hostal. No su padre.
«Ramón, tienes que venirte para Málaga», le dijo con voz medrosa, titubeante. «Tranquilo, eh». «Tranquilo», repitió varias veces. «No corras». Todas las alarmas de su cerebro se habían disparado de pronto, gracias al acento de esa voz, a su timbre de miedo. Pero era incapaz de pensar con claridad. Comenzó a planearle en la cabeza el concepto de muerte, entre un magma extraño de escenas ya vividas y otras imaginadas, un concepto representado por una sola imagen repetida: la de su madre en el féretro, palidísima, toda quietud y tristeza. Era como si no verle antes de morir la hubiese sumido en una pena irreconciliable. Todo lo demás era confuso. Excepto los recuerdos de la infancia: éstos aparecieron para ocupar sus pensamientos, voluminosos y detallados, nítidos, sin orden. Y, con ellos, los olores, sí, percibió olores que creía olvidados. ¡Las estupideces de las que había sido capaz, de niño!
Al recordarlo más tarde, mientras conducía de camino a Málaga con el corazón ahogado en la incertidumbre, pensó en la paradoja del efecto contrario, tuvo conciencia de que el acento de la voz de su prima era esa clase de acento que en lugar de disfrazar la gravedad de lo que transmite, la evidencia. Con la primera sílaba emitida. Consideró una y otra vez el empeño absurdo que inspira ese proceder. ¿Pueden las palabras adormecer la ansiedad y el miedo frente a lo que se escapa a todo control?
«Se han llevado a la tita al clínico». «Está en coma», añadió, ante su insistencia en saber más. «Pero no corras, por lo que más quieras», volvió a suplicarle con sincera preocupación su prima Olga.
Salió apresuradamente del hostal, tras darse una ducha rápida.
Eran las diez y cinco. El sueño y el cansancio parecían haberse esfumado como por arte de magia, no el dolor. El dolor, no.
No se había detenido hasta llegar a Santa Elena. La lluvia fina de la ida se había transformado en arrebatos de furia durante la vuelta, especialmente entre Pinto y Valdepeñas. Una nueva parada en Loja, en el complejo de Los Abades, alrededor de las tres de la madrugada, y un café más, una bofetada más de realidad impresa en la rutina de las vidas ajenas. Todo seguía un rumbo matemático, mientras el amor, las caricias, el sufrimiento, la inquietud, la alegría, el llanto, el rubor, los recuerdos..., se desgajaban de un cuerpo a punto de morir. Así había sido durante millones de años de existencia, de impiedad...
Los aparcamientos del hospital estaban semivacíos, silenciosos y oscuros, pero la luz de la vigilia brotaba de las ventanas de algunas habitaciones. Y también de las entradas de urgencias.
En los pasillos de las habitaciones, en la sexta planta, la iluminación era más taimada que en los rellanos, frente a los ascensores. Su padre paseaba despacio en dirección al control; no levantó la cabeza del suelo hasta que estuvo a su altura. Tenía mal color; le vio más afectado de lo que esperaba y quiso abrazarle, pero su padre no era de los que abrazan, no era de los que se desmoronan. Se conformó con juntar su mejilla con la de él, mientras le sujetaba de los hombros. En silencio.
Sus ojos le contestaron a todas las preguntas más perentorias, sin necesidad de que abriese la boca.
Dentro de la minúscula habitación se arremolinaban sus hermanos y primos. Todos menos Patricia y Fran, que se habían ido a descansar un rato. También estaba su tía Paquita, sentada atrás, en una esquina, sollozando como cuando la abuela agonizaba. Mirando de reojo a su madre inmóvil, los abrazó uno a uno, sintió la irradiación de sus cuerpos, sus manos frotándole cálidamente por encima de la cintura, estrujando la carne de sus brazos con lenta suavidad, de manera que pudiese sentir lo que sufrían por su madre y lo que sufrían también por él, el más remoto a la tragedia y, sin embargo, el más vulnerable. La mano de su hermano Jorge le rodeó la nuca, para acariciarle, mientras se le saltaban las lágrimas. No recordaba cuándo había sido la última vez que sintió el contacto de su cara; Jorge era como su padre: un descastado ¡Qué extraña y confortable sensación!
Hizo denodados esfuerzos por contener las lágrimas, tragando saliva una y otra vez.
Entonces, aún con el miedo de enfrentarse al hecho, porque enfrentarse era de algún modo aceptar la pérdida, fue hacia ella y la besó en la frente, sintiendo que era ella quien le besaba, al despertarlo un domingo cualquiera, y recordó el bienestar despreocupado bajo aquellas sábanas suaves junto al hambre que sentía al levantarse y el olor de la tostada con mantequilla y la malta con leche, aguardando en el comedor.
Luego se entretuvo en mirarla, en tratar de escrutar lo que vivía tras aquellos ojos cerrados. Si aún vivían. Se fijó en la mascarilla de oxígeno, incrustada en su nariz, en el elástico clavado en sus orejas.
En la sonda que le habían enterrado en una de sus fosas nasales. Observó que no estaba pálida: los pómulos tenían un tono rojizo, saludable. Y se agachó para besarla de nuevo, varias veces seguidas, hasta que el sabor salino del sudor invadió su boca. Y, sintiendo los ojos inundados, la visión nublada por una gran desesperanza, por la negación de todo bien futuro, buscó bajo las sábanas su mano para repetir el ritual de sus últimas visitas, el contacto que tanto necesitaba ella, la única cosa que tonificaba su ánimo y cambiaba su expresión. Notó con pena que la mano estaba flácida, que no aprehendía la suya, y volvió a sentir que era su madre la que le cogía la mano para que no se cayese en el estanque de los patos, en los Jardines de Puerta Oscura, cuando se aprestaba emocionado a darles de comer.
Durante un buen rato, mientras oía cuchichear a sus primas y a su cuñada, mientras su padre permanecía en el pasillo, dando vueltas entre la puerta y el control de la planta, como un sonámbulo, tuvo su mano cogida, apretándosela a intervalos con el inconsciente propósito de que sintiese que estaba allí; besándosela constantemente, tomándole el sabor, reflexionando. Y maldijo los sábados y domingos que se había perdido de ella, porque entonces era incapaz de comprender que las cosas, todas, tienen un final, y que los momentos de amor no entregados (y, en consecuencia, perdidos) jamás se recuperan. Maldijo su ceguera y su inconsciencia, porque nunca hasta ese momento se había dado cuenta (y ya era tarde para rectificar) de que la sonrisa y el afecto de su madre tenían fecha de caducidad, que dejaría de recaudarlos un día y se empobrecería por no tenerlos, y no había sido capaz de sentirse rico cuando lo era, y que, entonces, cuando ya no los tuviese, los anhelaría por primera vez en su vida.
La noche se le había hecho corta y eterna al mismo tiempo, viendo el pecho de su madre hundirse y levantarse, fatigosamente, como un barco entre las olas furiosas de una tormenta, reviviendo los viajes trimestrales de vuelta a casa desde el internado, cuando tenía catorce años. Los abrazos de su madre al llegar eran diferentes entonces, le atenazaban desde el estómago: eso lo recordaba ahora de pronto, cuando hubiese hecho cualquier cosa con tal de estrecharla entre sus brazos, ahora que estaba inerme, con los brazos rotos sobre la cama. En aquella etapa de su vida, cuando era el único niño en la casa (sus dos hermanos estaban en la universidad), era como si a su madre le rejuveneciese el tenerle a su lado. Recordaba el paisaje, visto a través de las ventanas del autobús, la tierra escarchada de los llanos de Antequera; recordaba con nitidez la excitación por el regreso, el pensar en reencontrarse con sus amiguillos en los patios de los bloques y ponerse a idear trastadas, anhelando el sabor del queso añejo que traía su padre de La Mancha.
El sueño le había vencido a breves intervalos. No se había despojado de la cazadora en toda la noche. Lo supo cuando amaneció; antes, escuchando la respiración de su madre, contemplando su agonía hundido en el lodo de los recuerdos, no había tenido tiempo de apercibirse. Pero ahora, mientras la claridad del amanecer se adentraba en la habitación a través del gran ventanal que cubría todo el lateral del fondo y sus primas y su cuñada cabeceaban en sus sillas, notó el sudor pegajoso en el cuello y en el pecho. Le hacía falta ducharse y tomar un café para afrontar la mañana, pero sólo era momento de cruzar el recinto del hospital y sentarse unos minutos en una de las cafeterías del otro lado de la calle.
Tuvo ánimos para ojear el periódico, mientras el café le devolvía a la vida. Hubiera querido llevarse a su padre con él, pero desistió al ver que se había dormido sobre uno de los sofás del estar de los ascensores grandes, le apenó verlo con tan mal aspecto, derrotado por el cansancio, y lo dejó allí, decidido a llevarlo a casa en cuanto regresase.
Se quedó hasta hablar con el neurólogo. Luego, se fue a casa a ducharse y dejó allí a su padre. Era un infarto cerebral masivo, le dijo, en el hemisferio izquierdo. «No podría remontar la situación», esas fueron sus palabras exactas, y no creía que pudiese durar más allá de un día o dos. Con esa angustia se marchó, cerciorado de que si se apartaba de ella un instante, ése podría ser el de su despedida.
Pero su madre resistió, aunque a él le doliese luego tanta lucha estéril.
Lo más duro en aquellos días era las horas que pasaba fuera de la habitación, ser devorado por la ansiedad de no ver ni palpar el pequeño resto de vida a punto de esfumarse. Especialmente angustioso le resultaba el trayecto entre el piso y el hospital; esa media hora de coche hacía que le saltase el corazón dentro del pecho. Luego, al verla igual, se le velaba el alma, y volvía una especie de resignación y de serena tristeza.
Su madre había sido una persona muy fuerte. Era de lo que hacía ella siempre gala, el gran mito familiar. La resistencia de su madre ante las adversidades, desde niña, se había convertido en el emblema de su azarosa juventud. Y ahora, en la derrota completa y definitiva, repasaba una a una las «gestas» que tantas veces había relatado ella: sobrevivir al incendio de la casa familiar cuando tenía apenas dos años, a la tuberculosis que había matado a sus hermanos, a las palizas brutales del padre que nunca se resignó al hecho de que no fuese un varón, ella, la primogénita. Su abuelo, un hombre educado y violento a la vez, que había llegado a amenazar a su abuela con una pistola, exigiéndole el divorcio, al encapricharse con una cupletista. La misma pistola con la que se disparó en la cabeza unos meses más tarde, en Valencia, tras haberles dejado a ellos en Linares sin rentas ni ingresos, obligando a su pobre madre a ponerse a limpiar casas de gente acomodada para subsistir. La pobreza, después, en la posguerra, asilada de mala manera en casa de sus tías, cuatro solteronas que la tomaron como una moza en lugar de considerarla como lo que era: su sobrina carnal, huérfana y sola del modo más cruel. Su madre queridísima había muerto inmediatamente después de finalizar la contienda, desangrada, al someterse a un aborto clandestino para no arrastrar la vergüenza de una relación impuesta por el estado de necesidad en la que se habían consumido ya dos de sus hijos varones, el mismo que mataría poco más tarde a los restantes.
Todas aquellas trágicas peripecias resultaban tan increíbles que algunas veces, desde la normalidad confortable en la que se había criado, sentía el impulso de tomarlas a chanza. Entonces, ella se enfadaba mucho, y también su padre se ponía muy serio, afeándole que se mofase de aquel sufrimiento que, en lugar de haberle endurecido el corazón, había sido capaz de ablandárselo, haciéndola más compasiva y generosa. Sólo había fraguado en su carácter un cemento de ánimo inquebrantable, de resistencia indómita, para bien de su familia. El embarazo que le había traído al mundo a él, el más pequeño, había sido una más de las heroicidades de su madre, porque se había hecho contra el sentido común, contra todo consejo médico. La diabetes había convertido los embarazos anteriores en situaciones de alto riesgo.
En el de Jorge, sufrió una eclampsia grave, que a punto estuvo de llevársela al otro barrio. Pese a ello, insistió en quedarse de nuevo encinta.
Había nacido con casi seis kilos de peso, y su madre lo había amamantado durante dieciocho meses porque el tocólogo había tenido el desliz de comentarle que era un niño débil, que a pesar de tener usualmente mucho peso, los niños de madres diabéticas eran muy vulnerables.
Ella decidió «fortalecerle» aún a costa de poner de nuevo en un brete su salud. Lo más curioso de todo era que, si bien su salud se había visto minada por todos aquellos desafíos, no así su resistencia. Las complicaciones de la diabetes habían aparecido de modo temprano, afectándole a la visión del ojo izquierdo, y la neuropatía le causaba pérdidas de sensibilidad y un dolor lancinante en los últimos años. Pero había sobrevivido a una trombosis en su pierna izquierda, a las complicaciones anestésicas de una intervención por fractura de cadera, y a un colapso causado por unos cálculos biliares sin tratar. Superaba las situaciones críticas con pasmosa naturalidad, como si el destino le tuviese preparado un capítulo específico, y ella de algún modo lo intuyese.
Si algo enorgullecía a su madre y era capaz de levantarle el ánimo, caído por la amargura que se asomaba en sus recuerdos, por lo injustamente irrecuperable de su infancia perdida, ello consistía en hacerle ver lo conscientes que eran de su granítica fortaleza aquellos a los que más quería o consideraba, sus parientes, amigos y, especialmente, los médicos que la habían tenido como paciente. Le irradiaban los ojos un brillo sin soberbia ni vanidad, y el mentón le temblaba ligeramente mientras las comisuras de sus labios se alejaban entre sí, para destapar una sonrisa de modesta autoafirmación. En ese instante, suspiraba profundamente y corroboraba el valor de los cumplidos con una o dos palabras que escondían una gratitud sincera por ese reconocimiento. Ella entendía ese tono admirativo no como una lisonja, sino como la expresión más humana de los pensamientos y las reflexiones de quienes la habían tenido en cuenta porque les importaba de verdad lo que le ocurriese, lo que le afectase, lo que fuese de ella.
Por supuesto, el día o dos que pronosticó el neurólogo como límites para un desenlace fatal, se superó con creces. Nadie en su familia esperaba menos de ella en ese envite crucial, aunque nadie en esta ocasión esperaba tampoco el milagro al que los tenía acostumbrados.
Durante el transcurrir de las horas y, posteriormente, los días, y a medida que la agonía se prolongaba más allá de lo humanamente comprensible, Ramón entendió que en aquella oportunidad, en la que su lucha desafiaba de nuevo los principios biológicos más elementales, quedarían sin lugar —porque ya no despertaría para escuchárselos— los elogios a su singular constitución. Se marcharía sin oírles cuánto les había vuelto a asombrar.
Curiosamente, y así lo reflexionó luego, hubo en todo ese tiempo numerosos momentos en los que rió junto a sus primos y hermanos, en los que oyó, risueño, relatar a su cuñada alguna de las «hazañas» que había protagonizado de niño, como aquella de sacar, junto a su pandilla, todas las tuberías de plomo del viejo Hospital de la Encarnación, para luego venderlo al peso. ¡Cuánto pesaba aquella carretilla!
Lo recordaba como si estuviese viendo una película: el color del mar, picado y furioso, la hora en que llegaron él y sus amiguillos a la chatarrería, su sudor perlándole la frente.
Qué modo tan curioso tiene el ser humano de defenderse de la desintegración emocional, pensó entonces.
Las condolencias de Federico le llegaron a través del teléfono, alrededor de la media mañana.
—¿Te cojo en mal momento?
—Espera —dijo Castillo. Y rogó a Providencia que se saliese. (De todos modos, el correlato de sus quejas de esa mañana era una repetición en diferente orden de las que había escuchado en las visitas anteriores.)—. Tengan paciencia, que tengo que hablar por teléfono —suplicó a los que esperaban turno, asomándose al recibidor.
Luego, escuchó al sargento hablarle de una llamada hecha al cuartel desde la comandancia. Sin extenderse en más detalles, se interesó, inmediatamente después, por el resultado de sus gestiones en la capital de España.
—Lo de Madrid, ¿qué tal?
—Casi de ciencia ficción. Lo que me contó Antonio es rigurosamente cierto. En esencia, vamos. Pero tendré que comprobar una cosa.
Más bien —reflexionó un instante—... descartarla.
Nada de aquello tenía significado concreto para el sargento, pero se abstuvo de pedir más aclaraciones pues el asunto que le había movido a llamarle era otro.
—El teniente coronel me llamó ayer tarde —comenzó explicando Federico—. Y me habló de ti. ¿Sabes ya a qué me refiero?
Castillo lo esperaba con ansiedad, así que no le pilló desprevenido.
—Sí, supongo.
—¿No podías habérmelo dicho a mí directamente?—dijo con cierta aspereza Federico—. ¿Tenías que hacer uso de tus influencias?
Castillo pareció pensárselo antes de contestar.
—Dudo mucho, y lo digo con total humildad, de que me hubieses hecho el más mínimo caso.
—¡Joder, Ramón!—protestó Federico.
—Si yo estuviera en tu lugar haría lo mismo.
Castillo oyó resoplar de enfado al sargento, a través del auricular.
—¿Harías qué?
—Pasar de una historia así.
—¿Has hecho la prueba?—dijo con aspereza Federico.
Castillo se esforzó por modular su voz. Tenía que destilar comprensión hacia el otro.
—Y menos aún, dar información a alguien de fuera.
El sargento se desvió de una cuestión que parecía obvia.
—Tienes amigos importantes. Un eurodiputado ha hecho gestiones en tu nombre.
—No conozco a ningún eurodiputado, te lo aseguro —se incomodó Castillo, temiendo que Bernal hubiese volado demasiado alto. Le disgustaba pensar que sus maniobras hubiesen intimidado al sargento, en lugar de buscar su favor, porque podría verle como un enemigo, no como el aliado que le hacía falta para resolver el caso—. Sólo le pedí ayuda a un agente español de EUROPOL.
—Lo sé; me ha llamado hace un rato. ¿Qué hiciste en Sevilla?
Las dudas le sobrevinieron nuevamente.
—... Ayudarle un poco.
—Según tu amigo Bernal, resolviste los asesinatos de extranjeras del año ochenta y dos. Tú solito.
—¡Qué exageración!
—A lo mejor quiere echarte un cable... Sea como fuere, me han ordenado desde la comandancia que entres.
—A la fuerza, no —se apresuró a replicar Castillo—. Le insistí a Bernal que la decisión fuera tuya. Puedes creértelo o no, pero te juro que es verdad.
—Es lo que menos importa. Yo seré el más beneficiado si eres tan especial como dice tu amigo el superpolicía. Me apuntaré un tanto, si es que hay algo que apuntarse.
Castillo entendió perfectamente ambas insinuaciones, pero pasó por alto la despectiva.
—Efectivamente, hay algo, Federico —corroboró.
—Entonces, ¿por qué te lo callas?
—Es que todavía no sé qué es. Pero ciertos detalles no encajan con la versión de las intoxicaciones.
Hubo una breve pausa al otro lado del teléfono. A Castillo se le ocurrió que quizá Federico estuviese sopesando la pertinencia de profundizar más en el asunto. Conociéndolo, tal vez no le interesase mostrar una curiosidad excesiva.
—Háblame de esos detalles, si quieres —le instó finalmente, sin demasiado entusiasmo.
Realmente no quería hablarle aún de aquellas incongruencias y se aprovechó de que el sargento parecía estar pidiendo a gritos que no se le implicase en una nueva investigación.
—Son aspectos de naturaleza científica que no entenderías bien —mintió—. Prefiero explicártelo todo más adelante.
—Pero algo tendrás pensado hacer —dijo Federico con un tono que trasudaba alivio a oídos de Castillo.
—Primero, averiguar lo que pueda sobre una variedad rara de setas... Después..., bueno, en gran parte depende de las pruebas forenses... Ya veré. —Y decidió callarse el siguiente paso.
—Mira, antes de empezar vamos a dejar las cosas claras, Ramón.
Para cada paso que des, cuenta conmigo, haz el favor. Yo te puedo prestar toda la colaboración que esté en mi mano prestarte, pero no pierdas de vista una cosa: las muertes de estas personas no están siendo aún objeto de investigación policial. No hay denuncias, no hay indicios relevantes y no se han abierto diligencias judiciales, ¿entiendes lo que te digo?...
—Por supuesto.
—Vale.
—No te molestaré mucho, Federico. Quizá sólo necesite echarle un vistazo al cortijo de Lucio.
La pretensión del médico era como el contacto de una cuchilla afilada para el sargento, porque le recordaba su ligereza inicial y porque no se le ocurría una fórmula para ejecutarla sin levantar sospechas en la hermana de Beltrán, que era quien guardaba la llave. Y eso no podía consentirlo.
—Eso que quieres es complicado —titubeó, incómodo—. A ver cómo me justifico.
—¿Qué te parece que vaya por mi cuenta? Puedo decir que es para el informe..., que es costumbre hacer una descripción general del lugar donde se produce el deceso.
—De eso nada —le cortó el sargento—. Búscate la excusa que quieras pero yo voy contigo.
Mientras el Volvo vadeaba el agua embalsada en la zona de transición entre asfalto y tierra, al pie de la urbanización en construcción, planeada para albergar a residentes enamorados del verano de la comarca (las casitas estaban siendo adquiridas por familias acomodadas de Murcia y Albacete, mayormente; lugares en los que el promotor desarrollaba su principal actividad, y donde sabía que se podían encontrar fácilmente compradores), el atardecer se atragantaba a toda prisa de los últimos rayos del anémico sol de noviembre. Las lluvias del ocho y nueve habían enfangado la rojiza tierra arcillosa a ambos lados del carril, desde las naves avícolas del extrarradio, hasta el tercio final del trayecto. A partir de esa distancia la tierra era porosa y había absorbido sin dificultades el contingente de agua caída en tan corto intervalo de tiempo.
Era bastante curioso que la única preocupación de Castillo durante el trayecto fuese el ensuciarse las suelas de goma de sus botas camperas.
Odiaba tener que caminar sobre terreno embarrado, y esa perspectiva no le dejaba pensar en lo que se había propuesto hacer en obligada compañía de Caparrós. Sólo acudía a su cabeza el disgusto de verse hundido en el fango hasta los tobillos, el disgusto de verse sucias y pesadas las botas por la masa pegajosa de barro y broza, y manchados los pantalones hasta las mismas rodillas. Le daba dentera, sólo imaginarlo. Concebirlo como una penitencia particular, en un momento dado, le quitó parte de la irritación.
Castillo le había pedido a Federico que fuese hasta el lugar vestido de paisano, y que el desplazamiento lo hiciesen en su Volvo. Tenía un gran problema con la enfermiza prudencia del sargento; le obligaba a mentir innecesariamente. Ya no se trataba de dar excusas: debía inventarse rocambolescas historietas para preservar intacta la reputación de aquel neurótico, que sufría lo indecible pensando en los imaginarios juicios de intenciones que albergaban los comentarios de los vecinos, ante cualquier elemento que perturbase el normal discurrir de los acontecimientos. Por sus apreciaciones, se le adivinaba una febril obsesión con que nada pusiese en entredicho lo hecho por él hasta ese instante ¿Cómo aplacar sus temores infundados? Aquello le iba en el carácter, de modo que cualquier cosa que dijese se revelaría como inútil. Era más práctico pasar de puntillas sobre eso y hacerle ver que se asumía completamente la responsabilidad, sin dejarle al margen.
Fue lo que hizo, delante de la hermana de Lucio, animándole a que les acompañase, como si aquella idea se le hubiese ocurrido sobre la marcha. Él aceptó, claro, sin darle la más mínima importancia al hecho. A Consuelo le dijo con toda naturalidad que, mirando en el interior del cortijo, trataba de saber si su hermano ya se había sentido enfermo antes de desplomarse en el exterior, que era pura rutina, y que era el mismo forense quien se lo había sugerido, con vistas a completar el informe definitivo, que estaría listo pronto. Si comenzó a sentirse mal dentro, era probable que hubiese cierto desorden de naturaleza distinta al habitual: una silla caída, o alguna bebida desparramada, por ejemplo. Consuelo, cuyo rostro era el de una persona permanentemente airada, pareció dar por buenas tales explicaciones porque no puso ningún impedimento ni les hizo preguntas, aunque les advirtió que ella había estado con posterioridad a la muerte de Lucio en el interior y no recordaba que nada hubiese llamado su atención. Castillo se mostró contrariado, preguntándole a continuación si también recordaba haber movido las cosas de sitio (evitó deliberadamente la expresión «tocar algo»), pero la respuesta de Consuelo no despejó las dudas acerca de si había sido alterada la disposición de los objetos en el interior, pues aunque la mujer juraría que se limitó a echar una ojeada, su instinto le estaba advirtiendo de cuán difícil resultaba a la condición femenina no ceder a esa compulsión natural por restablecer el orden perdido de las cosas. Sí estaba completamente segura, al menos, de que no había barrido ni fregado el suelo de la habitación. Algo era algo.
Federico se había presentado a la cita vestido con un chándal de marca Nike, de color negro, con refuerzos blancos en los costados y hombreras. Encima de los hombros llevaba un chaquetón deportivo gris, pues, al clarearse el cielo, había entrado en todo el país aire procedente del ártico y la tarde era bastante fría. Parecía, por su aspecto y actitud, que fuese a hacer ejercicio, y el compromiso adquirido le obligase a posponerlo, y que, en cierto modo, estuviese molesto por ello. Decididamente, se había precipitado al juzgarlo porque ahora veía con claridad cuánto se había equivocado con respecto a sus cualidades.
Además de un tipo avispado, era un excelente actor; el problema residía en que su aversión a contrariar a la gente (a la población civil, no a sus subordinados, pues con éstos era más que severo) era de tal magnitud, que prácticamente lo dejaba sin iniciativa.
Tuvieron suerte con el barro. Pese a que, en el desvío de la entrada, las ruedas del vehículo chapotearon y patinaron más que en ninguna otra parte del recorrido y sintieron proyectarse contra los bajos grandes porciones de fango, al acercarse a la edificación, Castillo pudo comprobar que había un acceso por donde cabía el coche, con una forma ligeramente convexa, que lo había preservado del reblandecimiento causado por la lluvia, y que prácticamente los llevaba hasta la puerta.
Al acceder al interior, los ojos de Consuelo se llenaron bruscamente de lágrimas. Desde aquellos enseres tantas veces vistos y tocados por sus manos y las de Lucio, los recuerdos de toda una vida debían haber saltado a su pecho para alojársele en el corazón. La escena que contempló Castillo, con la ayuda de la luz mortecina de un único fluorescente de 18 W, le deprimió y le hizo sentir una repentina necesidad de ver a Sandra, de oírla, de tocarla y olvidarse por unas horas del resto de las cosas deprimentes que había en el mundo. Las bolsas de plástico, vacías o con los más dispares contenidos, se veían por todas partes, además de aperos, cubos y espuertas, algunas conteniendo grano, polvo de yeso, cemento, o materiales que no podía identificar a simple vista. Había unas cuantas latas de aceite de motor y al menos una docena de envases plásticos conteniendo herbicidas y «líquidos para fumigar», como los denominaban los agricultores, además de varias jaulas vacías, apiladas sin orden sobre unas cajas de fruta. Bajo la única ventana había un somier y un colchón, cubierto con una manta barata de un horrible estampado en naranja y marrón. Frente a ella, un televisor marca Sanyo de catorce pulgadas, con la carcasa más sucia que había visto en su vida, colocado sobre un soporte metálico de pared.
Y, en el centro de la habitación, una mesa cuadrada de madera sin barnizar, manchada hasta lo inimaginable, con granos de azúcar y restos de pan y pepitas de uva. Un par de vasos (en pie) y una botella de gaseosa de la misma marca que la que había encontrado en el exterior, con una cuarta parte de contenido, posiblemente vino del país, reposaban sobre la mesa. Recordó lo que había pensado, días atrás, frente al cadáver de Lucio, al encontrarse aquella botella, y trató de localizar más envases para comprobar la teoría que se formuló a sí mismo. Girándose sobre su hombro izquierdo, halló la respuesta en el hueco de poco más de un metro que había tras la puerta: no menos de veinte envases, todos llenos, aparentemente del mismo líquido que el de la mesa. Pero lo peor de todo era el olor penetrante, retestinado, un hedor que recordaba vagamente al malatión de los «polvos para las hormigas», combinado con el tufo agrio de la fruta podrida.
Dejado descuidadamente a los pies de la cama, había un mono azul, cubierto de tiznajos. Castillo lo tomó durante dos segundos y lo devolvió a su lugar de origen.
—¿Se lo ponía para trabajar?—le preguntó a Consuelo, con aparente desinterés.
Consuelo se restregó la nariz con el dorso de su mano derecha después de sorberse los mocos y asintió, echándose de espaldas sobre la pared llena de suciedad y telarañas.
—Lo que le dio, no le dio aquí —dijo.
Detrás de Consuelo, los ojos de Federico merodeaban como los de un lobo hambriento.
Castillo se volvió hacia ella.
—¿Cómo dice?
—La puerta estaba cerrada con llave. Si se hubiese puesto malo estando aquí, no se habría entretenido en cerrarla ¡Digo yo!
La lógica elemental y certera de Consuelo despertó el interés de Castillo.
—Puede, pero no esté tan segura de eso. Si yo enfermase de pronto en un lugar alejado del pueblo, como es éste, trataría de irme rápidamente adonde me asistieran y también trataría de evitar que me robasen en mi ausencia. Por tanto, si mis fuerzas aún me lo permitiesen, yo cerraría mi puerta.
Los ojos de Consuelo se humedecieron de nuevo.
—Usted no conocía a mi hermano. Era muy descuidado.
—Quizá no llegó a entrar —admitió Castillo, mientras reparaba en un minúsculo objeto, junto a una de las patas de la silla que tenía más próxima. Se agachó a recogerlo. Era el capuchón plástico de una aguja hipodérmica—. ¿Estaba enfermo su hermano?—dijo mostrándoselo.
—¿Qué es eso?—dijo Consuelo, acercándose a mirarlo.
—Es el protector de una aguja —explicó, escrutando a continuación las proximidades del lugar del hallazgo, en busca de una jeringa o parte de ella. Pero no vio nada.
—Lucio no se ponía inyecciones; tenía pánico a las agujas. Se tomaba unas pastillas para la artrosis —dudó—... Voltarén, me parece.
Federico se metió ambas manos en los bolsillos forrados en paño de lana del chaquetón, después de experimentar un ligero estremecimiento a causa del frío húmedo imperante en la estancia. Sentía una incómoda comezón por la pasividad que se había otorgado a sí mismo.
Deseaba intervenir en la conversación pero se refrenaba, carcomido por la inquietud. Era como si le picase terriblemente una parte de su cuerpo y no pudiese rascarse, teniendo libertad para hacerlo.
—Yo no lo atendía —Castillo comenzó a husmear por los rincones de la habitación, separando las bolsas y cubos que estaban muy juntos—... así que no lo sé... Era paciente de don José María, ¿verdad?
—Creo que sí. Pero Lucio iba poco al médico.
—Iría a por la receta de las pastillas —apuntó Castillo.
Consuelo meneó la cabeza, con los ojos nuevamente húmedos.
—Se las compraba en la farmacia. Como valían poco, no le importaba pagarlas. ¿Qué es lo que está buscando?
—Bueno..., estaba mirando por si encontraba la jeringa, o algún medicamento para inyectar.
—Le he dicho que mi hermano no se pinchaba. Si hay jeringas por aquí, no eran para él —aseguró Consuelo.
—¿Y entonces?—dijo Castillo, en cuclillas, delante del cabecero de la cama.
—Las usan los agricultores para hacer las mezclas con «los líquidos».
—Qué curioso —comentó como para sí, dándose a la vez por vencido en su operación de búsqueda.
Consuelo suspiró.
—No sé si ha tenido que ver en lo que le pasó, pero últimamente estaba un poco raro: comía menos y había perdido unos kilos.
Castillo se sintió interesado.
—¿Se refiere a que estaba triste?
—No, triste no estaba —dijo, pensativa, Consuelo—. Tenía mucha ilusión con la casa. Ya le quedaba muy poco para acabarla —se le quebró la voz—... Se estaba haciendo una casa nueva en el pueblo, ¿lo sabía?
—No... Si no estaba triste, ¿qué le pasaba?
—Se preocupaba más, por tonterías. Le daba muchas vueltas a las cosas.
Castillo echó a volar la imaginación. Lucio Beltrán presentaba últimamente un comportamiento obsesivo, según se desprendía de lo dicho por su hermana. A pesar de que no se le había ido del todo de la cabeza, de que Sandra pululaba por ella, en una extraña danza, junto a la sordidez de aquel antro, ahora, al mencionarse el posible trastorno de Beltrán, la mirada de la psicóloga desalojó el resto de las imágenes que ocupaban sus pensamientos, porque comenzó a imaginarse que ella tenía algo que decir en esas circunstancias, que le competía, pero era un simple subterfugio de su propia mente para recuperarla, y eso sólo podía ocurrirle —lo pensó durante unas décimas de segundo— porque la necesitaba como una vez había necesitado a Elena. Entonces, sintió una oleada de tristeza, profunda y breve, al darse cuenta de que con ello se desataban al fin las débiles amarras emocionales que aún le mantenían unido al recuerdo de la maestra, y era una tristeza también extraña porque la percibía como una suerte de desamparo, pero no suyo, sino de Elena respecto de él, como si ya fuese incapaz de protegerla durante el resto de sus días de cualquier peligro que la acechase. Era un sentimiento desconcertante pues, sin añorarla, notaba como si todavía se sintiese responsable de ella.
Carraspeó para liberarse de un picorcillo pasajero en la garganta.
Después, apretó con fuerza el protector de plástico, inmediatamente antes de guardárselo en el bolsillo del pantalón, e hizo un gesto de dar por concluida su presencia allí. Federico se volvió hacia la puerta.
—¿Usted no le comentó nada?—dijo Castillo, antes de abandonar la maloliente habitación.
Consuelo se le adelantó, interponiéndose entre la salida y Castillo.
—¿De qué?
—De por qué estaba así.
—No —negó con rotundidad, mientras salía al exterior. Castillo la siguió. Federico fue el último en abandonar el cortijo y, a continuación, ella cerró la puerta. Parecía desolada, tras hacerlo—. Pero estaba muy aprensivo —gimió—..., pensando en enfermedades. Yo creo —especuló, mientras sorteaba el barro para entrar en el Volvo—... que estaba acobardado, con miedo de que le diera algo, como a esta gente...
Castillo giró la llave de encendido.
—Salvador Picogordo y Mañas —dijo.
—Ésos.
—¿Eran amigos?
—Amigos de salir, no. Pero tenían roce: eran de la misma quinta.
—Ya.