32 El camino del recuerdo
«Al ascender a los cielos, el hombre cambia realmente.»—Ludolfo de Sudheim«Considera ahora la esperanza y el deseo de retornar a tu tierra, o al caos primigenio, que es como la atracción de la polilla a la luz...»—Leonardo da VinciLeonardo miró por encima de las almenas al campo de batalla del valle. Las lámparas y las antorchas parecían arrojar algún tipo de hechizo, como si el amortiguado rugido de la batalla, los gritos y los gruñidos y los estertores de la muerte, no fueran más que la alegría de la multitud durante un festival. El cielo y la tierra se confundían en la oscuridad, punteada por las estrellas de arriba y las lámparas de abajo. La matanza era total. Los cañones habían cesado el fuego. Los hombres luchaban ahora cuerpo a cuerpo. La derrota de Mehmed era absoluta. El amanecer revelaría la verdad: cientos de miles de hombres muertos... Tanta carne que ni siquiera todos los pájaros carroñeros de toda Persia podrían digerir. Y Niccolò no estaba allí.
Si estaba en el campo de batalla con Mehmed o Mustafà, entonces era seguro que estaba muerto, muerto y enterrado debajo de una montaña de turcos que habían caído como las hojas en otoño. Pronto todos serían incinerados de forma tan anónima como cualquier mendigo que se hubiera cruzado en su camino. Leonardo sentía que estaba clavado al suelo, congelado, como si estuviera atrapado en un sueño lúcido en el que podía reproducir las distintas consecuencias. Y se vio a sí mismo descender de los acantilados en menos tiempo de lo que le llevaría en realidad, haciendo que el tiempo se comprimiera para que se ajustara a lo que él quería, por una vez, por una sola vez, pero...
Bajaría y se enfrentaría a ello, de hecho, ya se había enfrentado: la muerte se cernía sobre él porque había escarbado entre los cadáveres de aquellos hombres, mujeres y niños de las mazmorras. Y ahora que se detenía a pensarlo, quizá debería haberlos incinerado, haber dejado que sus almas se mezclaran con el fuego, haber dejado que el jinn se los llevara por la chimenea, porque había una chimenea. Pero no había podido, al igual que no podía moverse ahora. Por supuesto, podía saltar, y por un instante, una eternidad, flotaría en el aire oscuro como si tuviera alas, como si él fuera su propia máquina voladora; y después caería, el viento silbando en sus oídos, las canciones de los niños, las canciones de...
Echó a correr por las murallas y por los baluartes, bajó escaleras, cruzó los arcos de la entrada del castillo, por debajo de un rastrillo, y luego otro, y corrió por el puente levadizo de madera y bajó la rampa excavada en la roca hasta llegar a un sendero empinado, que lo llevaría directamente hacia la peligrosa oscuridad, hacía el fondo de aquel acantilado con forma de herradura donde lo esperaba Sandro.
—Esperad —gritó Mithqãl con una voz que Leonardo confundió con la de sus propios pensamientos, la de sus sueños, que sonaba «Esperadespera-desperadesperad», en árabe «Wakkaf...afafafafaf»; una música sin letra, y sin razón, Mithqãl tiró del brazo de Leonardo, y él, como si hubiera despertado de un sueño, miró al muchacho—. ¿A dónde vais, maestro? —preguntó Mithqãl—. Os he buscado por todas partes y cuando os encuentro... vos salís corriendo.
—Kuan cuidará de ti —dijo Leonardo—. Encuéntrale, él te protegerá.
—No necesito su protección —dijo Mithqãl—. Leonardo, estáis enfermo, os dije que no tocarais los cadáveres.
—Busca a Kuan —repitió Leonardo suavemente, y luego siguió su camino escaleras abajo, prestando atención a dónde ponía el pie, pero resbalándose de igual manera—. Estará con el califa.
—Yo quiero estar con vos.
—Tu amigo quería volar con su máquina y fue arrojado al vacío. ¿Es eso lo que quieres? —preguntó Leonardo.
—Si es lo que queréis hacer, entonces es lo que deseo.
—No puedo llevarte conmigo.
—¿Os vais?
—Sí... no.
—¿Estáis buscando a Niccolò?
—No —dijo Leonardo, y aquello le sorprendió, como si sus palabras le acabaran de enseñar lo que escondía su alma. Pero sí que estaba buscando a Niccolò.
—Entonces, ¿por qué no puedo ir?
—¿Quieres dejar estas tierras? ¿Abandonarías a tu califa?
—Mi amo Hilãl está muerto —dijo el muchacho—. A partir de ahora todo será difícil para mí y para los demás, de eso estoy seguro. Sí, maestro, dejaría estas tierras... para siempre.
—Bien, pero yo no me voy —dijo Leonardo.
—Entonces yo también me quedaré.
¿Qué importa eso ahora?, pensó Leonardo mientras seguía descendiendo, acercándose al pie del acantilado donde se reunirían con Sandro, donde él...
¿Se marcharía o le diría adiós?
Pero Sandro no estaba allí.
Leonardo vio el resplandor de un fuego a lo lejos. Aquel lugar estaba realmente aislado, porque cuando llegó al claro, que estaba escondido entre árboles de todos los tamaños, un palazzo natural de tierra, de troncos y de acebo; vio el fuego que rugía. A su lado estaban los atavíos del globo y el mismo globo, una pradera de lino teñido dentro del campo de olivos y laurel salvaje. Los esclavos mataban el tiempo a la espera de la orden para izar el globo. Y allí, junto con los esclavos, a lo lejos, estaban Sandro y otros tres hombres.
Uno de ellos era Amerigo. El otro era un hombre mayor que Leonardo no había visto en su vida, aunque vestía las ropas de un comerciante italiano.
Y al lado estaba Niccolò Machiavelli.
Las llamas iluminaban sus rostros y hacían bailar los rasgos de aquellos hombres, como si la materia fuera humo y todos los hombres fueran jinn.
—Leonardo —dijo Amerigo mientras corría hacia él para saludarlo—. Mira a quién hemos encontrado.
Leonardo abrazó a Niccolò, que parecía más alto, mayor y de hecho, mucho más reservado... de como había sido un año antes cuando Leonardo lo había tomado bajo su ala. Cuando Leonardo lo soltó, Niccolò hizo una reverencia y dijo:
—Maestro, me gustaría presentarte a maese Giovan Maria Angiolello, embajador de Venecia ante el imperio de los turcos.
Leonardo hizo una reverencia educada, y después se volvió hacia Niccolò.
—¿Y cómo es que estás aquí, Nicco?
—Niccolò —le corrigió el muchacho.
—Vuestro hijo me ha salvado la vida —dijo el embajador a Leonardo. El veneciano era un hombre moreno y guapo—. El Gran Turco se ha marchado dejándonos sin ni siquiera un par de caballos, abandonándonos para que hiciéramos frente —sufrió un escalofrío mientras hablaba—, a los mamelucos que estaban masacrando a todos los que se encontraban en su camino.
—Niccolò le ha pedido a uno de los oficiales del califa que los llevara ante el califa en persona —dijo Amerigo—. Kuan les ha interceptado y me los ha traído a mí. Y yo los he traído aquí, porque Niccolò no quería marcharse sin su amigo.
—Habíamos decidido arriesgarnos a apelar a la generosidad del califa —dijo Niccolò—. Quizá nos hubiera perdonado nuestras vidas, quizá no. Quizá hubiera torturado a maese Giovan. Pero una vez nos hemos reunido con Amerigo, no quería arriesgarme a dejarlo solo, y Kuan ha sido de lo más generoso.
Leonardo tan solo podía guardar silencio y escuchar... y sentir la entumecedora sorpresa de haber encontrado el objeto de sus deseos y descubrir a un extraño en su lugar. Y como si la tierra fuera una extensión de Leonardo, el suelo tembló ligera pero irritantemente, y oyó un rugido lejano.
Y así, Leonardo, Sandro, Niccolò y su amigo, y Mithqãl flotaron hacia el cielo, desde la oscuridad hasta el amanecer, repartidos sobre la base de mimbre para mantener el equilibrio. Leonardo alimentó el brasero y subieron más en el inmóvil y húmedo aire, hacia la zona gris por encima de los acantilados, por encima del castillo; y observó el campo de batalla, y las pirámides y las avenidas de cadáveres, y las trincheras que aún humeaban; y miró a Niccolò, que era educado, y distante, y estaba vacío. De hecho, Niccolò había aprendido mucho de reyes y embajadores, pero sobre todo de Leonardo; y por medio de una terrible revelación, Leonardo comprendió que ahora él y Niccolò eran uno solo, capaces de hablar el uno con el otro, pero incapaces de comunicarse. Sí, había enseñado a Niccolò, le había enseñado al perderlo. El muchacho se había convertido en un hombre, el hombre estaba muerto.
Tan muerto como los que descansaban en el campo de batalla.
Leonardo palpó su cuaderno de notas, que seguía colgando de su cinturón. Debería arrojarlo por la borda, a las montañas, pero lo sujetó con fuerza porque aún no podía deshacerse de él.
Incluso a pesar de que aquella carnicería había sido culpa suya.
Él era el ángel de la muerte, y no Mithqãl. ¿Acaso no estaban muertos todos los que le rodeaban? ¿Acaso aquellas pilas de cadáveres no eran resultado de sus cañones y sus bombas explosivas; sus armas y sus carros con guadañas, de igual manera que eran resultado de sus dibujos?
¿Acaso no había creado a Niccolò, que ahora lo examinaba todo sin la pasión de un niño?
Mithqãl tomó su mano, como Niccolò había hecho una vez; Mithqãl, que comprendía la muerte y el vacío.
La muerte que se aferraba a la muerte, a Leonardo, que miró en su interior, en su memoria, en el gran edificio que era su catedral de la memoria, que parecía flotar transparente en el aire como si no pesara nada, como las constelaciones. Y Leonardo recordó... recordó lo que san Agustín llamaba los tres tiempos: el presente de las cosas pasadas, el presente de las cosas presentes, y el presente de las cosas futuras: todas las habitaciones y galerías, un laberinto de capillas y ábsides, la materia de la memoria.
Y como tantas otras veces, Leonardo entró en la catedral.
Una vez más estaba de pie ante el demiurgo de tres cabezas, la estatua de bronce que representaba a su padre, a Toscanelli y a Ginevra. Pero la cabeza de Ginevra estaba vuelta, para evitar que Leonardo se viera abrumado por el dolor. Sus ojos de pesados párpados estaban cerrados, como si estuviera muerta. Pero las cabezas de Toscanelli y de su padre lo observaban, y Toscanelli le sonrió como dándole la bienvenida. Después el demiurgo se hizo a un lado y le indicó que entrara en aquellas lejanas estancias oscuras y galerías y pasillos en penumbra del futuro, que resplandecían iluminados por la luz que atravesaba los vidrios tintados. Toscanelli asintió, dándole permiso, y Leonardo avanzó y no se detuvo al pasar al lado de las habitaciones bien iluminadas de su pasado reciente, ni al atravesar estancias de califas y reyes, de amor y miedo; a través de la agonía de miles de hombres. Y sabía que era mejor no detenerse allí, en Florencia, donde Ginevra vivía intacta en sus recuerdos. Siguió el ejemplo de Ginevra y Leonardo desvió la mirada, porque no quería mirar en su dormitorio, donde ella había sido asesinada, para no quedarse atrapado allí: Toscanelli le había advertido de los peligros del pasado. Pasó al lado de asesinatos y conspiraciones; al lado de reflexiones, cuadros y frescos, inventos y entusiasmos; y sintió el dolor de la pérdida y de la soledad al pasar al lado de Simonetta, que una vez lo había confundido con un ángel al mirar más allá del rostro de Leonardo, y hacia la perfecta rosa de los cielos.
Atravesó pasillos divididos en plazas cuadradas... Pasó a través de puertas de bronce que llevaban a los baptisterios de Vinci, donde vio a su madre, Caterina, y a su padrastro, Achattabrigha. Sintió las manos ásperas de Achattabrigha; percibió el olor a ajo y estofado que impregnaba la ropa de su madre; vio y sintió y olió las grutas y los bosques que había descubierto de niño. Pero avanzó rápidamente por las plazas, pasillos, capillas y coros que se iban oscureciendo, y después llegó a la luz coloreada del presente de las cosas futuras de san Agustín. Allí, en medio de aquella luz suave y contemplativa, miró dentro de una habitación de paredes blancas manchadas de hollín; una luz débil se filtraba por las altas y estrechas ventanas, refractada a través de los paneles centrales de un ojo de buey como si fueran unos prismas pobremente construidos. Libros, papeles y pergaminos enrollados cubrían las paredes y llenaban los largos escritorios; y desperdigados por las mesas y por el suelo había mapas, más papeles, instrumentos y lentes.
Un hombre mayor estaba sentado frente al hogar y arrojaba a las llamas anaranjadas las páginas de uno de sus más preciados cuadernos de notas. El fuego silbaba cuando la madera, aún verde y sin madurar, transpiraba gotas de agua que se evaporaban por el calor con un chasquido; y las páginas se arrugaban y encogían como flores que se cerraban, y una vez arrojadas al fuego, ennegrecían a gran velocidad.
Y cuando Leonardo desvió la mirada de las sombras que algún día serían él mismo, la oscuridad empezó a inundar las habitaciones vacías los pasillos y las galerías de su catedral de la memoria.
Y mientras el portento del califa se alzaba en el aire hacia las nubes coloreadas por el amanecer y se movía milagrosamente hacia el oeste; mientras los terremotos lejanos destruían ciudades lejanas y la tierra temblaba como si tuviera frío; Leonardo se dio cuenta de que todo aquello, todo lo que había ocurrido en aquellas tierras extrañas, debía ser relegado al sueño y a la pesadilla. Estaba satisfecho de poder cerrar esas puertas al mundo, como si aquellas aventuras no hubieran sucedido nunca. Aunque sujetaba con fuerza su cuaderno de notas, sabía que algún día iría a parar a las llamas. Pero por el momento estaba contento, porque había visto su mayor obra, creada a partir del amor, del placer y de la agonía; y de la culpa, la soledad, el genio y la oscuridad.
Había visto entera su catedral de la memoria.
Había visto los tres tiempos.
Y había podido cerrar sus puertas al mundo entero.