22 La oveja blanca
«Es una gran lástima que algunos reyes de Oriente, poderosos y extremadamente inteligentes, no tuvieran a su lado un historiador que tomara nota de sus hechos; porque entre los sultanes de Egipto y los reyes de Persia ha habido hombres excelentes en la guerra, dignos de ser comparados en sus hechos de armas, no tan solo con los reyes bárbaros de la Antigüedad, sino también con los grandes comandantes griegos y romanos.»—Prefacio de Ramusio para Caterino«¡Mata, asesina! Si vences, recibirás grandes recompensas de nuestro rey.»—Sinan Bassà—Todo El Cairo ha visto la máquina que flota en el cielo, al igual que la han visto en los bosques, en el río y en el desierto —le dijo Kuan al califa—. Y han visto al rey de lo eterno de pie en la plataforma, mirándolos como si fuera un ángel en llamas.
—O un jinn —interrumpió el califa, divertido. Su gran camello blanco permanecía arrodillado a su lado, como si incluso las bestias supieran que había que arrodillarse ante él.
—La historia se extenderá tan rápido como puedan navegar los barcos más rápidos y puedan galopar los caballos más rápidos; la historia de que Ka’it Bay, gobernador de los mundos puede, de hecho... volar como un jinn —continuó Kuan—. Estoy seguro de que Mehmed y los demás turcos recibirán bien pronto la noticia. —Hablaba con un tono de voz artificial, como si estuviera recitando alguna poesía épica. Pero el califa estaba claramente complacido y contento de ver a su sirviente y amigo.
—¿Acaso no han oído, y visto, vuestras armas que multiplican los cadáveres?
Ka’it Bay sonrió y asintió.
—Y de eso debemos estar agradecidos al maestro Leonardo. Esperemos que su trabajo impresione a nuestros enemigos y a nuestros aliados por igual.
Leonardo miró a Kuan buscando una explicación, pero el califa dijo:
—No compongas ese gesto de desconcierto, maestro. ¿Acaso pensabas que no íbamos a hacer nada con tus dibujos? Pronto verás el fruto de tus creaciones. —El califa les dio la espalda.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Leonardo.
Sandro estaba a punto de responder, pero Kuan intervino.
—Sé paciente y guarda tus preguntas —dijo.
Un robusto guardia kurdo de rostro ancho y lleno de pecas, el cabello trenzado y párpados pintados, trajo a Kuan un camello blanco, un animal enorme con ligeras manchas marrones. Tan solo el camello del califa era más alto. El guardia sonrió a Kuan, que asintió como toda respuesta, estaba claro que Kuan estaba complacido y que había reconocido a aquella bestia como la suya. El califa en persona le trajo a Leonardo un camello, un regalo que este aceptó gentilmente; pero cuando Leonardo intentó acariciar el mentón del animal, la joven bestia se alejó tímidamente.
—Hazte su amigo —dijo el califa—. Es tuya.
Kuan entregó a Leonardo un bocado que mostró al camello. El camello lo tomó suavemente con los dientes. Había algo inherentemente humano en aquel animal y Leonardo se dio cuenta de que tenía tanto pestañas superiores como inferiores. Su pelo era igual que la mejor lana.
—¿Sabes algo de camellos, Leonardo? —preguntó el califa, retando a Leonardo—. Son estúpidos, traicioneros y feos, y odian a todos los demás animales. Pagarán tu amabilidad escupiéndote vómito verde en la cara, y se arrastrarán cientos de kilómetros para morir cerca de un pozo de modo que sus restos envenenen el agua. Son criaturas de Shaitan. Excepto estos, que son tan blancos como los ojos de Dios, y tan dulces como una madre. —Dicho esto, montó su camello, habló con Kuan y con algunos de sus guardias, y después agitó el brazo. Los guardias le siguieron, excepto aquellos que se quedaron para recoger el globo, como si se tratara de una gran bestia que había que descuartizar y transportar. Amerigo cabalgó con el califa, pero se volvió e hizo un gesto a Leonardo haciéndole saber que más tarde tendrían oportunidad de hablar.
—Vamos —dijo Sandro.
—Nunca he montado un animal como este —dijo Leonardo.
—Será mejor que aprendas. El califa cabalga muy rápido y durante mucho tiempo, a veces incluso más de ciento sesenta kilómetros sin detenerse, como si no necesitara comer ni beber. Él es como sus camellos. Mira, te enseñaré cómo se monta.
—Tonelete —dijo Leonardo—, ¿cómo es que estás aquí?
—Primero deja que te ayude a montar.
—¿Qué noticias traes? Debo saber, no puedo esperar. Verte aquí es como un... milagro.
—No es un milagro —dijo Sandro—, pero sí lo será que llegues a tu destino sin saber montar en esta bestia. Ahora, presta atención, y te prometo que te lo contaré todo. —Miró a los hombres que habían estado cortando la tela y que ahora la estaban cargando en sus camellos—. Están listos para partir y no podemos permitirnos perder de vista la caravana, no sobreviviríamos durante mucho tiempo en estas tierras.
—¿Caravana?
—Ya lo verás —dijo Sandro y le enseñó cómo hacer que el camello se arrodillara. Leonardo subió y se sentó en la silla, que era una estructura de madera cubierta con una estera, y enganchó una pierna en el borrén delantero como había sugerido Sandro. En el borrén trasero iban atados un pellejo de agua, ropas, y una cimitarra envuelta en una improvisada funda de tela: ¿otro obsequio del califa? En cuanto estuvo sobre el camello, Leonardo se sintió mareado; el animal se había levantado y había alcanzado una altura considerable: primero las patas delanteras, luego las traseras, y Leonardo creyó que se caería de la silla en el proceso. Se había sentido más seguro y había tenido menos miedo a bordo del globo.
Después, Sandro montó en su camello, que emitió un gruñido lastimero que sonó casi humano, y lo guió hasta colocarse al lado de Leonardo.
—No es por mi peso como podrías pensar —dijo—, a veces gime cuando desmonto.
—¿Y ahora qué tengo que hacer? —preguntó Leonardo mientras sentía al animal debajo de él como si estuviera en lo alto de una montaña que respiraba, se balanceaba y hedía a leche agria. Pero no esperó la respuesta y formuló otra pregunta, porque no podía contener su paciencia durante más tiempo—. Ahora dime, ¿cuáles son esas noticias?
—Niccolò Machiavelli está vivo —dijo Sandro—. Eso debería hacerte más llevadera la carga, amigo mío.
—¡Gracias a Dios! —gritó Leonardo. Sintió una oleada de alegría y alivio que se convirtió en una tristeza llena de añoranza y se echó a llorar como un niño, jadeando como si no pudiera respirar bien. Y de pronto se sintió cansado, como si la noticia lo hubiera agotado.
—Leonardo, ¿estás bien?
Leonardo recuperó la compostura y preguntó:
—¿Dónde... dónde le has visto? ¿Y cómo? Tienes que contármelo todo ahora. —Mientras hablaban, los últimos guardias del califa se lanzaron al galope con sus camellos cargados de grandes fardos de lino.
—Le vi en Constantinopla —respondió Sandro.
—¿Está bien, está...?
—Está bien, Leonardo —dijo Sandro, y señaló a los guardias que desaparecían—. Ahora debemos ponernos en marcha. —Sandro explicó a Leonardo cómo golpear suavemente el costado del cuello del camello para indicar la dirección, y cómo regular el trote con los talones. Los camellos echaron a andar y Leonardo se sintió como si estuviera de vuelta en el Devota, porque el balanceo hacia delante y hacia atrás era como el de un barco.
Leonardo no estaba cómodo, aunque no creía que necesitara sujetarse al borrén de la silla para estar seguro.
—Sandro...
—Lo haces muy bien, Leonardo. El califa lo encontrará divertido.
—¿Divertido?
—Sí, te encuentra muy divertido, Leonardo. Quizá vea más allá de tu gesto exageradamente serio y jactancioso. —Sandro sonrió a su amigo a la vez que componía un gesto de inocencia, y dijo—: Sabes que Lorenzo...
—No estoy interesado en Lorenzo —dijo Leonardo—. Deja de jugar conmigo y cuéntamelo todo. ¡Ahora!
Sandro miró hacia delante, como si le resultara doloroso hablar.
—La prima del califa, tu antigua concubina, está siendo tratada como una invitada de honor por la Sublime Puerta. Me recibió como si ella fuera una reina turca. —Hizo una pausa y luego continuó—: Pero Niccolò está en prisión, como si fuera un asesino o un ladrón común. A’isheh no puede hacer nada para ayudarlo. —Sandro suspiró como si se hubiera liberado de una pesada carga.
—Me pregunto si lo ha intentado lo suficiente.
—Yo creo que ha hecho todo lo que ha podido, Leonardo. ¿Por qué no lo haría? Ah, crees que porque tú la rechazaste ella...
—No, claro que no.
—Le dijo a Mehmed que Niccolò era el favorito del califa, que estaría dispuesto a pagar una elevada suma como recompensa por su liberación.
—¿Y él la creyó? —preguntó Leonardo.
—Quizá sí, quizá no. Pero, ¿quién puede entender los motivos de los reyes?
Procuraron tener siempre a la vista a los guardias mamelucos del califa, aunque a veces los jinetes desaparecían al descender alguna pendiente. Cabalgaban a través de una tierra yerma y baldía, cubierta de arena y bloques de piedra arenisca. No había ni rastro de vida en aquel lugar, ni huellas de gacelas, ni lagartos, pájaros o ratas, tan solo las grotescas formas adoptadas por la arena y el enorme y vacío cielo, que estaba tan seco como el cascarón roto de un huevo de petirrojo.
—Dime, ¿qué aspecto tiene Nicco? ¿Le alimentan bien? ¿Está enfermo o herido?
—Leonardo, está vivo. Es todo lo que sé. Eso debería ser suficiente para ti. Es inútil que te tortures así.
Sandro tenía razón y Leonardo intentó no seguir pensando en cómo estaría Niccolò. Pero imágenes terribles acudían a su mente, como si el muchacho estuviera soportando todas las agonías de Cristo.
—Hablé con el rey yo mismo —continuó Sandro—, e intenté rescatar a Niccolò en nombre de Lorenzo.
—¿Lorenzo te dio permiso?
—No... él no sabía nada del destino de Niccolò hasta que yo mismo lo supe. Pero estoy seguro de que hubiera aceptado pagar un precio razonable como rescate.
—¿Y cuál fue la respuesta del rey turco?
—Me advirtió de que no me aprovechara de mi buena fortuna.
—¿Tu buena fortuna?
—Sí, porque me entregó a Bernardo de Bandini Baroncelli.
Leonardo negó con la cabeza, porque aquel nombre no le resultaba familiar.
—Fue la mano de Baroncelli la que asesinó a Giuliano en la capilla. Los Pazzi lo contrataron para que ejecutara el asesinato. Lorenzo no ha descansado hasta dar con él. Baroncelli será colgado, como todos los demás. —Tras una pausa, Sandro continuó—: Lorenzo ya no es el mismo. Se ha convertido en un ángel de la muerte. Ahora solo viste de negro. —Con una mano, Sandro hizo la señal de la cruz.
—¿Baroncelli se las ingenió para escapar a... Turquía?
—Desde luego, Lorenzo tiene el brazo muy largo. A través de sus espías descubrió que Baroncelli estaba en Constantinopla y envió una delegación de embajadores encabezada por su primo Antonio para rescatarlo. Pero el rey no quiso aceptar ningún rescate. Nos entregó a Baroncelli sin pedir nada a cambio con la finalidad de consolidar la amistad de Florencia con la Sublime Puerta. Aunque Mehmed es su enemigo, Lorenzo nunca ha dejado de comerciar con los turcos. Los beneficios son muy jugosos. Un pacto impío.
—Deberías haber sido sacerdote, Tonelete —dijo Leonardo—. Pero ¿por qué Lorenzo te envió a ti a rescatar a Baroncelli? Seguro que él...
—El Gran Turco me invitó personalmente.
—Ya.
—Al parecer conocía mi trabajo. Aunque, según he sabido va en contra de su religión, posee una gran colección de cuadros y estatuaria. Así que Lorenzo me envió con un cuadro para él como gesto de buena voluntad.
—¿Y qué cuadro le llevaste? —preguntó Leonardo.
—Lo llamo Palas sometiendo al centauro —dijo Sandro con una sonrisa—. Le prometí a Lorenzo que haría otro para él.
—Ah —dijo Leonardo—. Supongo que el Gran Turco es el centauro.
—Si lo crees así... Venga, Leonardo, tenemos que ir más deprisa o nos perderemos —y pusieron los camellos al trote, algo que casi arrojó a Leonardo de su silla. Una vez los animales se acomodaron al paso, un trote largo, no era tan distinto a montar un caballo. Ante ellos se extendía una llanura de matorrales y arena amarillenta salpicada de arbustos verdes. No pudieron hablar durante un rato, pero entonces los guardias que iban delante de ellos aminoraron el paso, y Leonardo y Sandro los imitaron.
—Ellos no cabalgan como el califa —dijo Sandro—. Él va a todas partes como si estuviera bajo el ataque del enemigo.
—Creo que está loco —dijo Leonardo.
—No —corrigió Sandro—. Puede estar de todo menos loco.
Leonardo asintió.
—¿Y cómo has venido a parar aquí? ¿No deberías estar acompañando a tu prisionero Baroncelli?
—La verdad es que no sirvo para guardia, y Antonio de Medici cuenta con cincuenta hombres de su propia guardia para vigilar a Baroncelli. Me dio permiso para partir y uno de sus mejores guardaespaldas para que me guiara a través de Persia y Arabia hasta encontrarte. El rey me dio una carta firmada con su propio sello para asegurarme un paso franco. Así que ya lo ves, me he convertido en un aventurero.
—Ya lo veo —dijo Leonardo—. Pero ¿por qué el Gran Turco te daría un salvoconducto para que viajaras a las tierras de su enemigo?
—Es un hombre de honor —dijo Sandro—. Hay que concederle eso, incluso aunque es posible que sea la reencarnación de Satán. Seguramente quería que le hablara al califa de su poderío militar. No es ningún tonto. Leonardo, no puedes imaginarlo. Tiene más hombres... que granos de arena hay en este desierto. Es invencible. Me temo que los reinos cristianos no tendrán más remedio que pactar con él, o tendremos que hacer de Mahoma nuestro Profeta.
—Al parecer tú ya lo has hecho.
—No blasfemes —replicó Sandro.
—Yo tendría mucho cuidado de alabar a los turcos delante del califa.
Sandro asintió, como si hubiera recibido el consejo de buen agrado.
—Sin embargo, el Kur-án respeta a Cristo y en cierto sentido es muy interesante. He afianzado mi fe, Leonardo. Esta gente, tanto los turcos como los árabes, acogen a Dios en sus vidas de una manera que nosotros no lo hacemos. Me temo que el Juicio Final está a punto de caer sobre nosotros. No habrá escapatoria, ni piedad, ni...
—¿Qué son las armas que multiplican los cadáveres? —preguntó Leonardo.
—¿Qué?
—Kuan estaba hablando al califa de esas armas, y el califa hizo referencia a mis dibujos. Ibas a contármelo, pero Kuan te detuvo.
—Están armando un ejército con tus inventos, Leonardo —respondió Sandro—. Es de lo más impresionante. Te felicito. Lorenzo cometió un error al ignorar tu talento como ingeniero militar.
—¿Y quién mejor que yo podría construir mis propios inventos? —preguntó Leonardo.
—Al parecer, tu aprendiz Zoroastro.
—¡Él no es mi aprendiz! ¿Por qué el califa le encomendaría una tarea así? Es...
—Tiene mucho talento —dijo Sandro—. Tú mismo lo dijiste.
—¿Qué ha hecho?
—Al califa le impresionó especialmente tu cañón de repetición y tu arcabuz de serpiente.
—Tengo una idea que mejora incluso el sistema de serpiente —dijo Leonardo. La serpiente era un mecanismo de disparo que sujetaba la mecha que se encendía cuando se apretaba el gatillo. Leonardo había estado haciendo dibujos para un arma que se disparara mediante un sistema que combinaba una rueda y un trozo de pedernal para iniciar la chispa.
—¿Dónde está?
—¿Zoroastro? —Se encogió de hombros.
Leonardo sonrió al pensar en Zoroastro dando vida a sus dibujos, pero cuando interrogó a Sandro sobre el tema, él no le dio respuestas. Leonardo había cometido errores intencionados en sus dibujos, añadiendo piezas extra y trinquetes y cilindros. Aquello había tenido que frustrar bastante a Zoroastro.
—¿Y qué hay de mis máquinas voladoras?
De nuevo, Sandro se encogió de hombros. Luego dijo:
—¿Para qué querrías construir una máquina con alas si ya tienes una máquina que flota como una nube?
—Porque las alas son los mecanismos de la naturaleza.
—¿Y las nubes no?
Frustrado, Leonardo dijo:
—Háblame de Florencia. ¿Qué ha ocurrido allí?
—¿Quieres decir que no lo sabes?
—He estado encerrado en una botella —dijo Leonardo, luego asintió con la cabeza y arqueó las cejas como preguntando a Sandro si había captado su doble sentido. Sandro debía conocer a los jinn si había leído el Kur-án—. No tengo noticias de casa.
—Está mal... muy mal —dijo Sandro—. Florencia está en guerra con el Papa, que ha excomulgado a toda la Toscana. Para empeorar las cosas, nuestros obispos, reunidos en el Duomo, han excomulgado al papa.
—¿Qué? ¿Cómo es posible?
—Afirman que la Donación de Constantino y la Donación de Pipino son falsificaciones. —Sandro hizo el signo de la cruz—. Los obispos han repudiado la legitimidad del papado, Dios nos perdone a todos, y lo han publicado y distribuido por todas partes.
—¿Y qué hay de la guerra con Sixto?
Tras una pausa, Sandro respondió:
—La estamos perdiendo.
—Háblame de A’isheh —dijo Leonardo.
Pero Sandro dijo:
—Lorenzo te manda sus saludos, Leonardo. Me ha pedido que me disculpe en su nombre.
—¿Por qué?
—Porque no cumplió la promesa que le hizo a Simonetta. Estaba dolido y enfadado. Quiere que sepas que eres bienvenido en Florencia y que hará un sitio para ti.
—Si eso fuera cierto, Tonelete, me habría escrito directamente —dijo Leonardo—. Estoy seguro de que no traes una carta para mí.
—Mi palabra debería bastarte... al igual que la suya.
—¿Qué hay de A’isheh? —preguntó Leonardo.
—¿Qué quieres saber?
—¿Ha preguntado por mí?
—¿La amas, Leonardo? —preguntó Sandro.
Leonardo le dirigió una mirada fría, y no respondió.
—¿Te importa, al menos? —preguntó Sandro.
—Sí, Tonelete, me importa.
—Ella me ha pedido que te diga que te ama, aunque está convencida de que tú la desprecias porque se llevó a Niccolò. Se humilla ante ti.
—No es eso lo que quiero —dijo Leonardo.
—¿Qué es lo que quieres?
Pero Leonardo no respondió. A lo lejos vio cientos de tiendas negras. Caballos y camellos pacían en la hierba del desierto, unas pocas palmeras crecían en pequeños grupos, como maleza en un jardín muerto de invierno. Parecía haber cierto movimiento.
Sandro maldijo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Leonardo.
—Están desmontando las tiendas. Pensé que quizá podríamos descansar esta noche.
—¿Y a dónde van?
—A dónde vamos, Leonardo. No lo sé.
Cabalgaron toda la noche hasta llegar a la aldea de Akaba, al noreste del mar Rojo. Los guardias a caballo y montados en camellos, un millar de soldados fuertes en total, irrumpieron en la aldea como si tuvieran intención de atacarla. Una legión de guardaespaldas del califa habían levantado un campamento, y la madera espinosa ardiendo en las hogueras crepitaba en el aire seco.
Era justo el momento antes del amanecer, el cielo era gris y rosado. Aquel era un país llano, aunque a lo lejos podía verse una cordillera de montañas no muy altas, tan vaga como la niebla, aunque ligeramente más gris y más rosada. Sin embargo, el sol pronto ardería y convertiría en perfecta nitidez las vaguedades del amanecer, y el cielo se volvería azul y transparente.
Leonardo podía oler el penetrante olor a café y el agridulce aroma a cordero asado y arroz; era como un suave perfume. Los camellos gruñían y escupían, y trataban de liberarse de los postes a los que estaban atados, pero los soldados estaban alerta. Se levantaron para recibir a su califa con las espadas desenfundadas. En cuestión de segundos estaban todos montados en sus camellos y caballos, gritando y blandiendo las cimitarras que sonaban como el silbido de las flechas en el aire. Mujeres cubiertas con velos asomaban tímidamente por las aberturas de las negras tiendas, observando cómo jugaban los hombres; y las prostitutas con las manos pintadas de henna, sin velos, corrían al claro, dispuestas a entregar sus cuerpos al negocio. No les importaba estar aún pegajosas de transacciones anteriores, había importantes visitas en el campamento mameluco: tres mil gholaums, soldados del rey persa Ussun Cassano, amo de toda Persia, líder de los Ak-koinlu, la tribu de la Oveja Blanca.
Ellos también habían venido con su correspondiente cantidad de ganado, criados y mujeres. Sin embargo, se decía que las esposas persas luchaban al lado de sus maridos como las amazonas de la Antigüedad y, si se había de creer tales historias, eran incluso más fieras que ellos.
Así que las prostitutas tenían mucho cuidado.
Había diez mil hombres acampados en aquel valle de palmeras datileras, incluyendo partos, georgianos y tártaros, que debían lealtad a Ussun Cassano.
Un hombre de enorme complexión estaba de pie en el centro de aquella increíble reunión. Miraba a su alrededor, con las manos apoyadas en las caderas, como si estuviera disfrutando enormemente del espectáculo de los jinetes gritando y blandiendo sus espadas a unos centímetros de su cabeza. En el dedo meñique de su mano izquierda brillaba un anillo plateado de cornalina que reflejaba la luz de una hoguera cercana.
Era el hombre más alto que Leonardo había visto nunca: por lo menos mediría dos metros, y sus rasgados ojos grises parecían entrecerrados. Tenía más el aspecto de un mongol que del rey de los persas. Iba vestido de fina seda roja y su jubón era tan grueso que una flecha no podría haberlo atravesado. Lucía un turbante verde, porque también afirmaba ser un seheref o descendiente del Profeta, y portaba una cimitarra y un cinturón cruzado lleno de pistolas. Su propia caballería lo rodeaba. Las sillas de montar eran más ligeras y pequeñas que cualquiera que Leonardo hubiera visto antes, además llevaban los estribos más cortos que los egipcios. Pero aquellos hombres podían montar mejor que cualquier hombre, excepto quizá los mongoles. Podían detener sus monturas en un instante... y así jugaban alrededor de Ussun Cassano. ¿Goliat podía haber sido tan alto como él?, se preguntó Leonardo.
Montados en sus camellos, Leonardo y Sandro observaron desde lejos. Sandro dijo que había oído rumores sobre el rey persa, y que aquel gigante tenía que ser él.
—Mehmed en persona me habló de Ussun Cassano. Él y sus hijos habían aplastado a los persas y yo vi con mis propios ojos la cabeza cortada de Zeinel, hijo de Ussun Cassano, que murió a manos de un soldado de a pie en medio de la batalla. El Gran Turco la conserva en una jarra de cristal. La habrán embalsamado de alguna manera, porque tiene un aspecto muy saludable, como si estuviera vivo. Los ojos son de cristal pintado, muy realista.
Leonardo sacudió la cabeza.
—Yo no le contaría eso al gigante.
—Se lo conté al califa. Estoy seguro de que sabrá mejor que yo cómo utilizar esa información. Sin embargo, el Gran Turco puede ser muy civilizado —insistió Sandro—. Le he visto apiadarse de sus enemigos. Su victoria sobre los persas le costó gran esfuerzo. Los persas ganaron varias batallas y masacraron a los turcos en cuanto estos cruzaron el río Éufrates. Pero Ussun Cassano quería humillar a los turcos. Los persiguió hasta las montañas. —Sandro se encogió de hombros, un gesto muy característico en él—. Mehmed y sus hijos reagruparon sus ejércitos y presentaron batalla a los persas. Si escuchas la historia de labios de Mehmed sabrás que fue una carnicería. Una humillación para Ussun Cassano, que huyó de la batalla como un cobarde. —Sandro hablaba en voz baja y en italiano, no quería que nadie le oyera—. Mehmed afirma que solo perdió un millar de hombres, pero yo he oído que la cifra real se acerca más a catorce mil.
—¿Y cuáles fueron las pérdidas de los persas?
—Iguales, creo —dijo Sandro—. Por eso hemos cabalgado toda la noche, Leonardo. Estoy seguro de eso, y me temo que aún falta mucho para que se nos permita descansar y dormir.
—Para ti todo parece mucho más claro que para mí, Tonelete.
—Niccolò lo comprendería si estuviera aquí —dijo Sandro—. Los egipcios y los persas tienen un enemigo común. Tiene sentido que luchen juntos.
—Puesto que Ussun Cassano es el que se ha desplazado hasta aquí, yo diría que el califa está en una posición más dominante.
—Así que tú también has aprendido algo de nuestros anfitriones paganos. Hemos ganado con nuestras experiencias. —Sandro rió nervioso, como si de pronto le avergonzara su perogrullada. Pero Leonardo no le oyó; estaba agotado y perdido en sus pensamientos, recordando, soñando con Ginevra y Simonetta, con Niccolò y A’isheh. Sandro le miró avergonzado.
Los gritos y los silbidos de los sables cesaron; todo estaba en movimiento: los jinetes ataron sus caballos y camellos a los postes; las prostitutas encontraron sus clientes; los esclavos alimentaban las hogueras, los soldados levantaban las tiendas, hablaban, se movían y discutían las ovejas balaban antes de que les cortaran la garganta, y en cuestión de una hora, se serviría un banquete para alimentar a diez mil hombres.
El califa Ka’it Bay y sus invitados se sumergieron en aquel festín mañanero de carne de oveja, arroz y salsa. Dos ovejas enteras y humeantes yacían sobre una enorme bandeja de salsa y arroz, una comida típica beduina. Leonardo estaba muerto de hambre. Se arrodilló, hundió la mano en la salsa caliente, cogió un puñado de arroz y carne, mientras dejaba que la salsa sobrante se escurriera entre sus dedos y cayera sobre la bandeja. El califa eligió los bocados más sabrosos, como el hígado, para ofrecérselos a Ussun Cassano, que estaba sentado entre Leonardo y el califa. Y después hizo lo mismo para Leonardo, situándolo al mismo nivel que un rey. Nadie habló durante la comida en la gran tienda negra del califa. Una costumbre, que era la completa antítesis de una comida florentina. Leonardo se sintió un poco extraño sentado de cuclillas ante aquella aromática masa de salsa, carne y cebollas. La comida era deliciosa, aunque un poco pesada, y Leonardo se sintió como si se hubiera bebido él solo una botella de buen vino tinto. Toda aquella comida no podía ser solo para Leonardo, Ussun Cassano, Kuan y el califa. No le cabía duda de que más tarde se unirían a ellos los oficiales y otros invitados.
De vez en cuando, el gigante persa miraba a Leonardo y desviaba la mirada. La primera vez, Leonardo le saludó con un gesto de cabeza, aunque la mirada de aquel hombre hizo temblar sus carnes. Era puro odio. En los instantes en los que se encontraban sus miradas, Leonardo creía sentir con toda claridad que aquellos ojos le quemaban; sentía la misma presión, casi una invasión visceral, que cuando su padre le había mirado en el juicio, cuando estaba acusado de sodomía ante toda la ciudad.
Cuando Leonardo hubo terminado inclinó la cabeza y pidió permiso al califa para marcharse, pero el califa dijo en árabe:
—¿No vas a compartir un café y una pipa con nosotros?
Leonardo estaba ansioso por reunirse con Amerigo y Sandro, porque necesitaba estar en su compañía. Al volver a ver a sus amigos se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos su hogar, los paisajes, olores y sonidos de Florencia: las colinas y los sinuosos caminos, los ríos y los puentes, la suavidad y la energía de las palabras pronunciadas en toscano, y el sabor del vino y las comidas familiares. Pero no podía rechazar la invitación. Siguió al califa al ala oeste de la tienda, donde las cortinas de pelo de cabra estaban abiertas de par en par: hacia el este, las cortinas de la pared estaban echadas para evitar que entrara el calor del sol. Aquella tienda larga y espaciosa era como un pabellón a la sombra.
El califa se frotó las manos con arena, y Ussun Cassano, Kuan y Leonardo le imitaron. En cambio, el rey persa ya se había limpiado las manos en su pelo, así que el acto de frotarse las manos con arena no fue más que algo puramente ceremonial. Todo el mundo guardó silencio mientras un esclavo preparaba el café. Tan solo se podía oír hablar y reír a las esposas del califa, separadas de los hombres por tapices colgantes que dividían el hareem del resto de la tienda. Cuando se sirvió el café, el califa despidió al esclavo y le ordenó que cerrara la cortina al marcharse.
Se sentaron en círculo, fumaron sus pipas, y sorbieron un café tan fuerte como el licor.
—¿Así que confiáis en que este kâfir será capaz de matar a mi hijo? —preguntó sin rodeos Ussun Cassano al califa mirando a Leonardo.
Leonardo se quedó tan sorprendido por la pregunta que se estremeció. Kuan le dio un apretón en el hombro, pero Leonardo no supo quedarse callado.
—¿Qué es lo que dice?
Ka’it Bay se encogió de hombros y preguntó:
—¿Es que ya no entiendes nuestra lengua?
—¿Por qué querríais que yo matara a vuestro hijo? —preguntó Leonardo al rey directamente.
—Porque no importa si ardes en el infierno, maestro —respondió el califa como si Ussun Cassano se hubiera quedado sin lengua—. Y porque políticamente es lo más prudente. Para nosotros... y para ti.
—¿Para mí?
—Yo diría que la muerte del maestro Botticelli podría tener algunas ramificaciones políticas. ¿Acaso no es el embajador de Il Magnifico ante la Sublime Puerta?
Leonardo sintió que un escalofrío le atravesaba la columna vertebral, pero mantuvo la calma.
—¿El maestro Botticelli? Pero si es un amigo de los Medici y un artesano, nada más. ¿Por qué deberíamos hablar de su muerte?
El califa alzó una mano, indicando paciencia, y luego hizo un gesto a Kuan con la cabeza. Kuan salió de la tienda para volver segundos después acompañado de Sandro. Sandro, obviamente, no tenía ni idea de que estaba en peligro. Hizo una reverencia ante el califa y Ussun Cassano y miró la comida, que seguía caliente y aromática.
—Kuan, córtale el cuello al maestro Botticelli —dijo el califa.
Kuan ya había desenfundado su cimitarra y acercó la afilada hoja a la garganta de Sandro. Le hizo una pequeña herida de la que manó sangre. Sandro se quedó helado de sorpresa y horror.
—¡Un momento! —dijo Leonardo poniéndose de pie—. ¡Por favor! ¿Por qué querríais matar a Sandro? ¿Qué ha podido hacer él que...?
—Maestro, cualquiera diría que has crecido en un hareem. Sin embargo, se me ha dicho que matas con mucha eficacia.
—No puedo imaginar quién os habrá dicho una cosa así, pero ¿qué tiene que ver con Sandro? Por favor, ilustrísimo señor, no le hagáis daño.
La hoja de Kuan seguía en el cuello de Sandro.
—Mataría al maestro Botticelli como simple demostración —dijo el califa. Pasó a hablar en italiano—. Para darte a ti, maestro, un incentivo para obedecer mis órdenes. —Sonrió a Leonardo y luego miró a Sandro—. ¿Quizá sea suficiente con que le corte la nariz y las orejas? ¿No es así como el Gran Turco envía a los embajadores de vuelta a sus tierras?
—No lo sé —respondió Sandro.
—Tienes a Mehmed en alta estima... Crees que su ejército es invulnerable. ¿No es lo que le has dicho a mi esclavo y consejero?
Kuan asintió para que Sandro supiera que el califa se refería a él.
—Al parecer eres un embajador del mismísimo Mehmed —continuó el califa.
—Soy...
—¿Qué, maestro? —preguntó el califa—. Por favor, dime qué sois.
—Un ciudadano de Florencia. Nada más.
—Solo por eso podría matarte —dijo Ka’it Bay con una ligera sonrisa en su rostro, como si hubiera contado un pequeño chiste o hubiera hecho un juego de palabras—. Porque tu magnífico amigo Lorenzo comercia con sus enemigos y envía espías, como tú, para provocar problemas entre sus aliados. —Miró a Leonardo.
—Dejadle ir, gran soberano... Haré lo que me pidáis.
Pero Ka’it Bay alzó su mano. Solo con dejarla caer, Kuan le cortaría el cuello a Sandro.
—Haré cualquier cosa que me pidáis, señor de los mundos —suplicó Leonardo.
Al oír aquello, el califa sonrió y le dijo a Kuan:
—Creo que nuestro invitado, el maestro Botticelli, está hambriento.
Kuan retiró su espada, pero Sandro no se movió. Miró a Leonardo, que asintió para tranquilizarlo.
—Ve a llamar a mis generales —continuó el califa— y pregúntales si me harían el honor de compartir este banquete con nosotros.
Kuan hizo lo que se le ordenaba.
—Cuando terminen —dijo el califa a Ussun Cassano—, he preparado unos juegos en vuestro honor. Y una sorpresa...
Pero el rey persa no parecía prestar mucha atención. Sujetó con fuerza la pipeta de ámbar de una pipa dorada y plateada de casi metro y medio de alto y miró hacia delante, concentrándose en un punto que solo él podía ver.
—Si me fallas, te mataré yo mismo —dijo a Leonardo—. Lenta y dolorosamente. —Su voz era grave y dura, y sus ojos separados, ojos de soñador, no revelaban emoción alguna. Eran como un fuego que se hubiera consumido: tenían el color de la ceniza y estaban muertos—. Debes matar a mi hijo rápidamente y sin piedad.
El persa miró a Ka’it Bay, que asintió como si quisiera confirmar su pacto para luchar juntos contra el Turco, y dijo:
—Bi-smi-llah.
Que quería decir «En el nombre de Dios».
Leonardo encontró a Kuan cerca del lecho seco de un río, preparando una enorme yegua ruana para la furusiyya, un juego de guerra. Cientos de hombres, la mayoría de ellos guardias de Ussun Cassano, entrenaban con sus lanzas en las inmediaciones. Kuan estaban preparando su caballo con accesorios persas: una silla ligera, bridón y cortos estribos de hierro, que le permitirían dominar al caballo mucho mejor que con el equipamiento egipcio.
—Te he estado buscando —dijo Leonardo en toscano.
Kuan le ignoró; pero después lo pensó mejor y dijo:
—No hables a la ligera, ni siquiera en tu lengua —y guió a Leonardo hasta un bosquecillo de palmeras datileras para poder estar solos.
—Por favor, explícame por qué el califa me ha ordenado que asesine al hijo del gigante —dijo Leonardo.
—Si el califa te pide que mates a alguien, entonces no puedes vacilar. No debes cuestionarte nada. Y, desde luego, no debes cuestionar sus órdenes. Es un milagro que no me haya ordenado que te matara allí mismo.
—Y lo habrías hecho —dijo Leonardo.
—Desde luego —respondió Kuan—. Y si te hubiera pedido a ti que me mataras a mí, también hubieras debido hacerlo sin pensar.
—Quizá sea eso lo que distingue nuestras formas de ser. Yo no puedo matar sin pensar.
—Bien, entonces será mejor que aprendas. No solo eres responsable de tu vida. Te habría culpado a ti si hubiera tenido que matar al maestro Botticelli, aunque debo admitir que me importan bien poco él y sus cuadros. —Tras un segundo, continuó—: ¿Crees que él dudaría un solo segundo en matar a todos tus amigos? No, Leonardo, quizá tengas razón.
—¿Sí...?
—Él no los habría matado inmediatamente. Primero los habría desfigurado horriblemente, y no habría permitido que mataras al hijo del persa para salvar sus vidas, por mucho que suplicaras.
—¿Y me dejaría vivir?
Kuan se encogió de hombros.
—Que sigas vivo después de haber cuestionado sus órdenes delante del persa es la prueba de que te ama, maestro.
—¿Por qué yo? Cualquiera podría asesinar al príncipe persa.
—Pero el califa quiere que lo hagas tú, Leonardo.
—¿Cómo una prueba? ¿Para poner a prueba mi lealtad?
—Te lo ha dicho, pero no escuchas.
—Porque yo no arderé en el infierno. Eso es lo que ha dicho.
Kuan asintió.
—Porque no crees en la verdadera fe. Para un creyente sería un pecado asesinar a un príncipe de la fe. «Aquel que mate a propósito a un creyente, arderá en el Infierno para siempre. Incurrirá en la ira de Dios, que dejará caer su maldición sobre él y le preparará un castigo terrible».
—Sí, lo he leído en el Kur-án —dijo Leonardo impaciente—. Pero tal y como yo lo veo, se hace todos los días.
Kuan se encogió de hombros.
—Pero el persa ha encomendado la responsabilidad de asesinar a su hijo al califa. Ussun Cassano podría ser un poderoso aliado en nuestra guerra contra el turco, y ha encargado una tarea de lo más delicada a nuestro califa, que ha demostrado ser un hombre de recursos al asignártela a ti.
—Hay otros que...
—Te ama. Y él sabe de lo que es capaz un hombre. Ha visto en ti la capacidad de matar con facilidad.
—¿Qué?
—Ha visto los dibujos de tus máquinas de guerra. Incluso tú estarás de acuerdo en que son... platónicos. Dibujas soldados destrozados como si estuvieras pintando flores.
Leonardo vio que Kuan le estaba enfrentando consigo mismo, y se sintió enfermo.
—Eso no es cierto —susurró—. Tan solo son dibujos.
—El capitán del Devota le hizo al califa una minuciosa narración de tu destreza en la batalla, también yo mismo he visto esa habilidad con mis propios ojos. Creo que eres muy diferente de tus amigos, especialmente del maestro Botticelli, que sería muy sabio si volviera a su bottega y no saliera nunca más. —Hizo una pausa, y luego dijo—: El persa conoce tu valía, Leonardo.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te has dado cuenta de que llevaba una pistola en su fajín?
—Sí, pero...
—¿No te has dado cuenta de que era un diseño tuyo, Leonardo? Lástima.
—No puedo asesinar —dijo Leonardo en voz baja, como si lo de su invento no le interesara para nada—. He matado, pero solo en defensa propia. —Leonardo hablaba consigo mismo tanto como con Kuan, pero había algo que lo molestaba, un recuerdo relacionado con la muerte de Ginevra. Algo que tenía que ver con espejos del alma que se apagaban. Destrozados... La imagen se borró, desapareció.
—Te ayudaré, maestro. O tendré que matarte, a ti y a tus amigos. —Después, dio a Leonardo unas palmaditas en un hombro y añadió—: ¿De verdad crees que somos tan diferentes?
—Sí, lo creo —dijo Leonardo pensativo, intentando averiguar qué acababa de suceder.
—Quizá no tanto como piensas, porque ni siquiera me has preguntado por qué el persa quiere que mates a su propio hijo. ¡Has creído que lo sabías! Babilonia o Florencia, las diferencias son nimias. Tan nimias como entre tú y yo... entre Lorenzo y el califa... o, ya que estamos, entre tú y el califa.
Aturdido, Leonardo preguntó por qué Ussun Cassano deseaba matar a su hijo.
Cuando supo la respuesta, no le sorprendió en absoluto.
Los juegos fueron salvajes, aunque solo murieron tres hombres, y dos de ellos eran súbditos persas. Los tártaros que cabalgaron con Ussun Cassano eran los guerreros más fieros y podían hacer que sus caballos dieran vueltas con un simple toque de sus pies. Por el contrario, los mamelucos y los persas estuvieron todo el rato a merced de sus oponentes al final de cada carrera polvorienta. Fue una justa burda y desigual, sin la pompa que Lorenzo confería a sus ostentosas competiciones; pero esta servía como preparación para la batalla, no era una exhibición cívica. Ni Ussun Cassano ni el califa mostraron sus habilidades, aunque se decía que ningún hombre podía equipararse a ellos con lanza o espada en mano. Las mujeres observaban los ejercicios al aire libre desde detrás de unos tapices coloristas colocados a modo de muralla. Las esposas de los egipcios y sus hijas, separadas de los hombres, vestían velos y polvorientas túnicas negras. Las mujeres persas, sin embargo, lucían sedas encarnadas, brazaletes y monedas de oro imbricadas en sus peinados. Eran tan ruidosas y se comportaban de forma tan natural como las prostitutas, escupían, gritaban y animaban a los hombres.
Sandro y Amerigo buscaron a Leonardo y lo encontraron detrás de la multitud que observaba los juegos. Estaba intentando imaginar qué era lo que tenía que hacer. Las ideas, las imágenes y los recuerdos se arremolinaban en su mente, como solía sucederle antes de quedarse dormido. Leonardo, en cambio, ya había superado el sueño y la fatiga, los límites entre realidad y pesadilla habían desaparecido. Y observó, observó a los soldados que volaban los unos contra los otros, chocando entre ellos y cayendo al suelo. El polvo se elevaba como el vapor. Hacía calor y el aire era seco. Muchachos vestidos de soldados, con corazas de hierro cubiertas de seda, se mantenían erguidos en sus sillas de montar sobre sus caballos al galope, lanza en ristre. Un joven esclavo mameluco mantenía el equilibrio en una herradura de madera que descansaba sobre las hojas de las espadas de dos guardias a caballo.
—Leonardo —dijo Sandro—. ¿Estás bien?
—Sí, Tonelete. Solo estoy cansado. —Leonardo sonrió y saludó a Amerigo.
—Gracias... por salvarme la vida —dijo Sandro, sin mirar a Leonardo a los ojos mientras hablaba—. Creí que el califa era un buscador de la verdad. Un humanista como nuestro Lorenzo. Le di consejos como hice con él, y le hablé de todo lo que había visto. Creí que por lo menos estaría bajo su protección.
Leonardo le miró muy serio.
—Lo sé... hay oídos por todas partes —dijo Sandro—. Tendré cuidado.
—Siempre te metes en líos porque dices lo que piensas y confías pronto en la gente —le dijo Amerigo, que sonrió un poco avergonzado.
—Eres el perfecto embajador —dijo Leonardo a Sandro, sarcástico.
Sandro intentó reír.
—Desde luego. Pero mi trabajo ya está hecho. Vuelvo a Florencia.
Sorprendido, Leonardo preguntó:
—¿Has hablado de esto con alguien? —Estaba seguro de que el califa retendría a Sandro por lo menos hasta que él asesinara al hijo de Ussun Cassano.
—El esclavo del califa, Kuan, ha hecho todos los preparativos. Me ha dicho que te marchas esta noche.
Leonardo asintió. Lo único que podía hacer era seguir la corriente. Quizá existiera la posibilidad de que no tuviera que asesinar al príncipe.
—Yo me voy con él, Leonardo —dijo Amerigo—. Lorenzo me ha prometido su protección; estaré seguro en casa. —Suspiró. Sin duda Sandro le había hablado de lo que había ocurrido con su familia en los días posteriores a la conspiración Pazzi. La familia Vespucci tenía relaciones con los Pazzi—. Y tú, ¿tú estarás bien?
De nuevo, Leonardo asintió. Era como si hubiera una espada entre ellos. Sandro y Amerigo no se atrevían a decir nada más, solo palabras intrascendentes. Leonardo tan solo podía tratar de adivinar lo que sabían sus amigos. Y así pasaron juntos una melancólica hora, observando el último juego, el kabak: Se levantaron altos postes en el campo, cada uno de ellos con un objeto de oro o plata. Los objetos eran en realidad jaulas con palomas. De uno en uno, los guerreros cabalgaron a toda velocidad hacia el objetivo y dispararon flechas al pasar por delante del poste. Cuando un jinete acertaba el objetivo, el asustado pájaro escapaba de su jaula y quedaba libre. Ka’it Bay obsequió a los ganadores con el lino de su «máquina-que-flota» y con las jaulas de oro y plata.
Los espectadores aplaudieron y gritaron, pero llegó un momento en el que parecía que las festividades acabarían en una pelea. Los guardias de Ka’it Bay irrumpieron en escena y todos se retiraron presos del terror.
Las espadas silbaron al cortar el aire.
—Mira, Leonardo —dijo Amerigo—. Ahí están tus inventos para impresionar a los persas.
—Y también para impresionar a los soldados del califa —añadió Sandro, y Amerigo le miró enfadado, porque era cierto que había oídos por todas partes, y ¿cómo podían saber si alguno de aquellos soldados, prostitutas y esclavos podía hablar y entender toscano?
No era probable... Pero tampoco parecía probable que el califa quisiera matar a Sandro.
Leonardo se adelantó para ver mejor.
Era cierto. Zoroastro había dado vida a sus dibujos.
Mamelucos vestidos con seda negra montaban caballos que tiraban de carros de combate de los que asomaban hojas afiladas. Marcharon por el campo, los jinetes inclinados sobre las testas de sus yeguas como espectros. Se habían instalado en cada carro cuatro enormes guadañas que se movían gracias a unos tornillos conectados a ruedas dentadas con varillas dobladas. Las guadañas eran unas curvas brillantes muy afiladas, terribles pero hermosas al mismo tiempo; porque aquellas máquinas no habían sido construidas para segar el trigo, sino hombres, cortando brazos, piernas y cabezas como si fueran el fruto de la tierra.
Leonardo no pudo disimular su excitación, y se dio la vuelta disgustado cuando el califa demostró la aterradora precisión de los carros al lanzar un perro en su camino.
Dos caballos siguieron a los carros de asalto, iban tirando de un cañón ligero sobre ruedas diseñado como los tubos de un órgano. Sus jinetes se detuvieron, desmontaron, dirigieron la pieza de artillería hacia un grupo de palmeras datileras y prendieron fuego a la pólvora. Once armas dispararon simultáneamente y destrozaron las copas de las palmeras. La multitud gritó entusiasmada. Un artillero accionó un gato para bajar la mira del cañón y así su trayectoria, mientras que el otro preparó la siguiente descarga. Once cañones dispararon otra vez... y otra vez.
Los soldados guardaron un silencio sepulcral.
Las palmeras explotaron en ardientes trozos, corteza quemada y astillas.
De nuevo, el arma de múltiples cañones disparó.
Y otro bosque de palmeras ardió y explotó.
Después, Leonardo se dio la vuelta y caminó como un sonámbulo hacia las tiendas. Aquello tenía que ser un sueño. Oyó la voz de Sandro llamándole desde lejos, como en un sueño.
Asesino...
Todo era un sueño...
No era posible que Leonardo estuviera allí, en aquellas tierras de sarracenos. No era posible que Ginevra estuviera muerta. No era posible que Niccolò estuviera en prisión. No era posible que sus dibujos hubieran adquirido vida, no podían adquirir vida. ¿Y cómo era posible que hubiera accedido a asesinar al hijo de un rey?
Agotado, Leonardo durmió bajo la sombra de la tienda, y en sus sueños enfebrecidos, flotó en la máquina de Kuan por encima de todo aquel ruido, conmoción y muerte.