12 La rama de olivo

«Al hombre que vive en desesperación hay que obligarle a que vuelva su cuchillo contra él, a que rasgue sus ropas con sus manos, y que una de esas manos sea la que abra la herida. Que separe los pies, doble las piernas ligeramente, y así incline todo su cuerpo hacia el suelo y deje caer su cabello como un río que fluye.»—Leonardo da Vinci«El ojo, que también recibe el nombre de espejo del alma...»—Leonardo da Vinci¿Cabía la posibilidad de que todo aquello no hubiera sido más que un mal sueño, una pesadilla febril, una ilusión?

Aunque el tribunal había aceptado la fianza de Lorenzo, y Leonardo había evitado su encarcelamiento, todavía seguía públicamente acusado y humillado. Seguramente esta era la materia de la que trataba el Ars notoria de Mirandola: el negro demonio de la desesperanza, de la melaina cholos. Los acontecimientos habían perdido su familiar realidad; todo se había convertido en presagios, formas, símbolos y propósitos ocultos. Incluso el tiempo había perdido su equilibrio: las horas pasaban insoportablemente despacio, mientras que los días desaparecían a gran velocidad, uno tras otro, como si fueran trozos de carbón arrojados a un pozo oscuro. Los acontecimientos y el tiempo adquirieron un aura de pesadilla y, aunque Leonardo hacía lo imposible por despertarse, no podía.

¿El mundo había cambiado realmente?

¿Realmente había sido arrestado y acusado...?

Estaba sentado ante su mesa, en el estudio. La estancia estaba en penumbra salvo por una lámpara de agua, que estaba sobre la mesa: un invento de Leonardo que aumentaba la capacidad de iluminar de una mecha impregnada en aceite, y proporcionaba una luz constante. Todavía no era de noche, pero el día había sido gris, con un cielo cubierto de nubes. La luz de la lámpara parecía oscurecer más la estancia, y oprimía el normalmente iluminado y aireado estudio.

Dibujos anatómicos cubrían la mesa y el suelo, la mayoría de ellos marrones y manchados, salpicados de entrañas y sangre. Jarras, frascos, vasos de precipitados y diversas herramientas para diseccionar ocupaban la mayor parte del espacio: acero y pinzas, bisturís, correas, arcilla blanca y cera, una sierra con dientes muy finos para cortar huesos, un cincel, una escribanía y una navaja.

Había convertido su estudio en un laboratorio, una cámara de disecciones.

Varios quemadores estaban calentado una jarra medio llena con líquido viscoso (claras de huevo) hasta hervirlo. Y dentro de esa mezcla hirviendo estaban los ojos arrancados de bueyes y cerdos. Leonardo había ido al matadero aquella mañana y había observado cómo el ayudante del carnicero arrojaba a los animales al suelo cubierto de sangre mientras no dejaban de chillar y luego el propio carnicero los acuchillaba con destreza en el corazón con un estilete. Sabían que él estaba allí y habían permitido que Leonardo se llevara los ojos sin cobrarle nada por ellos.

Mientras los ojos bailaban y hervían, subiendo y bajando en el cuenco de metal, acabaron pareciéndose a los huevos: blancos y esponjosos.

Aunque las manos de Leonardo estaban sucias, escribió una carta. Escribió en un folio al lado de las notas que había tomado para construir una camera obscura y de varios esbozos que mostraban cortes transversales de los ojos de varios pájaros y otros animales. Escribió con rapidez, en el código de su escritura de espejo, como hacía siempre con sus primeros borradores. Haría una petición a Bernardo di Simone Cortigiani, que había sido amigo de su padre. Era un gonfalonieri del Gremio de la Seda al que le gustaba su trabajo, un hombre importante al que le caía bien Leonardo y que había sentido piedad por su causa.

Quizá Piero da Vinci aún no lo hubiera malmetido contra Leonardo.

Piero se había alejado de su hijo, enfadado y humillado. Leonardo había escrito a su padre sin éxito; e incluso se había presentado personalmente en su casa, tan solo para que los criados le dijeran que su padre no quería verlo.

«...Sabéis, señor, —escribió Leonardo—, y os lo he dicho otras veces, que al parecer nadie quiere ponerse de mi lado. Y no puedo evitar sino pensar que si no existe el amor, entonces, ¿qué es lo que merece la pena de la vida? ¡Amistad!» Leonardo se detuvo, y después, al pensarlo más detenidamente, subrayó la última palabra con una rúbrica. Maldijo, rompió lo que había escrito arrancándolo del folio, y lo convirtió en una bola de papel.

Había escrito a todo el mundo que pudiera ayudarle. Incluso había escrito a su tío en Pistoia, con la esperanza de que él quizá pudiera ablandar a su padre.

Francesco no pudo hacer nada.

Leonardo bien podía estar muerto, o ser un fantasma sin causar ningún efecto. De hecho, se sentía como un fantasma, porque el taller se encontraba totalmente vacío: Andrea había cogido a sus aprendices y a su familia y se los había llevado al campo, finalmente convencido del peligro de la peste cuando una familia apareció muerta en aquella misma calle. Sandro y Mirandola se habían marchado con Lorenzo para esperar en Careggi a que pasaran el calor y la plaga; y Leonardo había enviado a Niccolò de vuelta con Toscanelli. Porque ¿cómo podía el joven seguir siendo su aprendiz, si a Leonardo le habían acusado de pederastia?

—Ginevra —dijo Leonardo. Era un lamento, aunque expresado en apenas un susurro. Apoyó los codos en la mesa y se cubrió la cara con sus grandes, torcidas y casi femeninas manos.

Ginevra se había ido con su padre a su casa de campo el día después de la acusación de Leonardo. Leonardo había rezado por ella, para que ella aguantara por él, para que no permitiera que Nicolini...

Desde luego, ella lo amaba. Leonardo lo sabía. Debería regañarse a sí mismo por dudar de ella.

Pero la había perdido, irrevocablemente. Lo sabía y sentía un gran vacío, un frío y oscuro vacío que crecía en su interior.

En esos momentos, Leonardo no se habría sorprendido si aquella enfermedad del alma se le hubiera manifestado súbitamente como la peste. Habría sido de lo más adecuado. Se imaginó la presión de las bubas debajo de los brazos y visualizó su propia muerte. Una imagen flotó en su mente: la virgen de la plaga, la terrible hermana gemela de la amable diosa Flora. Se dedicaba a rociar las calles y los campos con veneno en vez de con guirnaldas de flores.

Leonardo hizo un dibujo de ella y escribió una nota debajo para recordarlo en un futuro. Después se levantó, se inclinó sobre la mesa y sacó los globos oculares del cuenco donde hervían las claras de huevo con una espumadera de cocina. Apagó la llama de los quemadores y depositó los ojos ante él. Estaban tan sólidos como si fueran huevos duros. Eligió un escalpelo de entre su ordenada variedad de herramientas para diseccionar; y después, tras dejar al lado un folio para tomar notas, empezó a cortar el ojo de forma transversal, de modo que ningún líquido pudiera escurrirse por el centro. Como atrapado en un frenesí, Leonardo diseccionaba y tomaba notas y hacía dibujos anatómicos en las hojas ensangrentadas que tenía a mano.

«Es imposible que el ojo se proyecte desde sí mismo, por medio de rayos visuales, el poder visual...» —escribió. Y mientras lo hacía sintió que su rostro ardía al recordar la mirada de odio de su padre sobre su cuello.

Después siguió garabateando a lo largo del diagrama que había copiado del Opus Maius de Roger Bacon: «E incluso si el ojo estuviera formado por millones de mundos, no podría evitar ser consumido por la proyección de su propio poder; y si su poder, esa emanación, viajara por el aire como sucede con el perfume, entonces los vientos podrían desviarlo y llevarlo a otro lugar».

Estaba claro que Platón, Euclides, Vitruvio e incluso John Peckham y Roger Bacon estaban equivocados.

El ojo no podía emitir rayos.

Su padre no podía quemarle con su mirada...

Y así, Leonardo diseccionó los ojos, uno detrás de otro, y su ira se fue desvaneciendo a medida que su mesa se llenaba de sangre y humores. Hablaba consigo mismo mientras trabajaba y mientras confiaba sus pensamientos a un trozo de papel. Estaba especialmente interesado en la «lente» del ojo: «La naturaleza ha hecho que la superficie de la pupila tenga forma convexa, de modo que los objetos puedan imprimir sus imágenes desde mayores ángulos de lo que sería posible si fueran planos».

Pero cuando hubo terminado con los ojos de los cerdos y los bueyes, que se habían convertido en una pasta viscosa sobre la mesa, sus pensamientos adquirieron un carácter más filosófico o, más bien, un carácter más introvertido, porque escribió: «Quien pierde sus ojos condena su alma a la más oscura de las prisiones, donde no hay esperanza de ver de nuevo el sol, la luz del mundo».

Ginevra...

Entonces alguien llamó a la puerta con fuerza.

—Maestro Leonardo —sonó la voz grave y masculina de Smeralda, la criada más vieja de Andrea, que se había negado a marcharse de la bottega con su amo.

—Te he dicho que no me molestes, Smeralda. No tengo hambre.

—No os lo he preguntado —dijo la mujer insolente mientras abría la puerta—. ¡Y no me importaría nada que os murierais de hambre!

Era una mujer robusta envuelta en un burdo vestido y un basto delantal, y que parecía que no podía sostenerse en pie a causa del peso de todos los amuletos y bolsas de popurrí que llevaba encima. Llevaba el hueso de la cabeza de una rana, la cáscara de una avellana llena de mercurio y la lengua de una serpiente venenosa, olía a resina, ámbar, clavo y tabaco: todo aquello eran remedios seguros y protección contra la plaga y otros pequeños infortunios. La mujer también escribía diariamente ciertas oraciones en un papel, que doblaba siete veces y que luego se tragaba con el estómago vacío. Así no tenía razón alguna para temer a la peste o al inconstante temperamento de Leonardo. Pero cuando vio que Leonardo había estado diseccionando de nuevo en su mesa, se santiguó siete veces rápidamente. Hizo un gesto de disgusto, murmuró alguna oración formularia, y dijo:

—Aquí dentro apesta. Supongo que deseáis que entre el danzante oscuro.

—Smeralda, ¿qué quieres?

La mujer se puso una bolsa de popurrí en la boca.

—Hay alguien en la puerta preguntando por vos.

—¿Quién? —quiso saber Leonardo.

Smeralda se encogió de hombros.

—¿Una dama?

De nuevo se encogió de hombros.

—Supongo que sabes quién es.

—¿Recibiréis al visitante?

—¿Es Sandro...? ¿Pico della Mirandola?

La mujer se le quedó mirando, parpadeando.

Leonardo maldijo impaciente.

—¡También os traeré algo de comer! —dijo la mujer mientras salía de la estancia dejando detrás de ella la bolsa de popurrí para purificar el aire.

—Es incluso peor de lo que esperaba —dijo Sandro entrando en el estudio de Leonardo—. ¡Tienes un aspecto horrible! —Miró a su alrededor con disgusto; después, al fijarse en el desorden que había sobre la mesa, preguntó—: ¿Autophaneia?

Leonardo sonrió levemente, era la primera vez que sonreía desde hacía días, quizá semanas.

—No encontrarás a ningún demonio por aquí, al menos hoy no. Solo los invoco en Sabbath.

—Entonces, ¿qué es todo eso? —Caminó hasta la mesa, pero enseguida dio un paso atrás.

—Estos son los restos de los órganos más perfectos: son, o mejor dicho, eran, las ventanas del alma. ¿Acaso no tienes ojos para verlos? —Leonardo no tenía intención de que fuera un sarcasmo, pero no puedo contenerse. Sin embargo, no tenía deseos de estar solo, estaba contento de ver a su amigo y ese mismo sentimiento le sorprendía.

—Hay que limpiar todo eso —dijo Sandro—. Y tienes que respirar aire fresco.

—Desde luego —dijo Leonardo casi en un susurro.

Sandro abrió las ventanas, caminando por la habitación de forma metódica, y luego preguntó:

—¿Por qué no has contestado a mis cartas? ¿Las has recibido? Lorenzo quiso que fueras su invitado.

—Si hubiera podido salir de Florencia, ¿no crees que hubiera seguido a Ginevra? —preguntó Leonardo—. No puedo dejarme ver en sociedad hasta que esto... termine. —Leonardo seguía bajo fianza y no podía abandonar la ciudad. Si fuera visto fuera de los límites de Florencia, fuera quien fuera el que lo acompañara sería acusado como su cómplice; era un paria, por definición de la ley, y por los hechos.

—No hacía falta que te preocuparas por eso. Lorenzo no te habría rechazado. Tendrías la protección del primer ciudadano.

—Pero no me ha invitado. Si la memoria no me falla, fue a ti a quien te extendió la invitación.

—Bueno, ya no importa. Todos hemos vuelto a casa. Por lo visto Florencia vuelve a ser un lugar seguro, excepto este lugar lleno de efluvios.

—¿Y Ginevra? —preguntó Sandro examinando detenidamente a su amigo, como si la respuesta pudiera hallarse grabada en su rostro—. No has dicho nada de Ginevra.

—No la he visto —respondió Sandro—. No llevábamos mucho tiempo en Careggi cuando madonna Clarise tuvo un sueño en el que la virgen de la plaga la perseguía. Estaba muy asustada, así que nos trasladamos a Cafaggiolo. La distancia era muy grande.

Leonardo asintió al oír el nombre de la esposa de Lorenzo, Clarise.

—¿No sabes nada de Ginevra? ¿Nada en absoluto?

Sandro parecía incómodo.

—Le escribí cartas, al igual que te escribí a ti.

—¿Y...?

—Me respondió con las frases usuales. Está bien, pero me informó de que habían tenido que sangrar a su padre a causa de su gota. ¿Entiendo que no tienes noticias de ella?

—Ni una palabra —dijo Leonardo con la amargura evidente en su voz. Había intentado buscar excusas, pero no podía negar la verdad: Ginevra había huido de él como si fuera la peste misma.

Sandro apretó afectuosamente el brazo de Leonardo, después metió la mano en la manga de su túnica gonella y sacó una carta sellada con lacre. Se la entregó a Leonardo.

—Este es un obsequio del hombre a quien maltratas continuamente.

—¿Y quién es si puede saberse? —preguntó Leonardo.

—Il Magnifico.

—Yo nunca....

—Abre la carta —dijo Sandro casi a modo de reproche. Pero su expresión, que normalmente era la placidez personificada, no podía ocultar cierta excitación.

Leonardo abrió la carta. En una hoja del papel de Lorenzo con reborde de oro tan solo aparecían las palabras: «Absoluti cum conditione ne retamburentur».

Se habían retirado los cargos contra Leonardo.

Leonardo gritó y envolvió a Sandro en un abrazo de oso.

—Ya basta —dijo Sandro riendo—. Yo solo soy el mensajero. —Cuando Leonardo le soltó, añadió—: Lorenzo acaba de saberlo y le he pedido permiso para ser yo quien te trajera las buenas noticias.

—Me alegro de que lo hayas hecho —dijo Leonardo—. Tengo que ver a Ginevra. —Buscó su gorra y su capa, como si estuviera a punto de salir.

—Por favor, Leonardo —dijo Sandro—. Concédeme un poco más de tiempo, porque tengo otra sorpresa para ti. Pero tienes que tener este poco de paciencia. —Sandro curvó su dedo índice sobre el pulgar, dejando un pequeño espacio entre los dedos—. ¿Y bien...?

Leonardo estuvo de acuerdo en esperar, pero no dejó de pasearse por la habitación como si fuera a perderlo todo si se quedaba un solo segundo más. Enseguida alguien llamó a la puerta, y Smeralda entró con una gran bandeja con comida y vino.

Niccolò la seguía.

—¿Qué es eso? —preguntó mientras dejaba caer un saco con su ropa y sus sábanas, y se inclinaba sobre la mesa después.

—Un experimento —respondió Leonardo. Sonrió al muchacho, que enseguida se lanzó a los brazos de su maestro. Aunque no se había dado cuenta hasta ese instante, Leonardo había echado mucho de menos su compañía. Niccolò era desde luego su aprendiz.

—¿Puedo quedarme contigo, Leonardo? —preguntó Niccolò mientras se ponía recto para aparentar ser más alto de lo que era. Desde luego, ya casi era un hombre—. Tengo el permiso del maestro Toscanelli.

—No creo que sea lo mejor para ti.

—Pero quizá sea lo mejor para ti, Leonardo —intervino Sandro.

—Eso no es relevante.

—Toscanelli creyó que sí. Se imaginó, y acertó, que estarías absorbido por ti mismo y por tu trabajo.

Leonardo lanzó un gruñido.

—Te escribí desde la Romagna —dijo Niccolò—. Pero nunca me contestaste.

—Estaba enfermo, Nicco. Era como un sonnambulo. ¿Recuerdas cuando Sandro estuvo enfermo? Pues era algo parecido.

—No soy un niño, Leonardo. Puedes hablarme como le hablarías a Sandro. —Pero de todos modos parecía haberse quedado satisfecho con aquella explicación. Miró de nuevo aquel material que se iba endureciendo sobre la mesa y dijo, como si fuera un hecho incontrovertible—: Melancolía. Pero impura.

—No, Niccolò —dijo Sandro—, no es lo que tú piensas. No estaba invocando demonios. Pero está enfermo, incluso ahora.

—Estoy tan bien como tú —dijo Leonardo rápidamente.

Sandro asintió no muy convencido y después pidió a Niccolò que llamara a Smeralda que, resultó estar muy cerca porque había estado escuchando toda la conversación desde detrás de la puerta.

—Hay que limpiar esta habitación —le dijo Sandro a la mujer—. Inmediatamente.

Smeralda se santiguó y dijo:

—No seré yo desde luego. —Y se marchó apresurada.

Mientras Leonardo observaba cómo Niccolò comía los trozos de carne y col hervida que Smeralda había traído, descubrió que estaba hambriento. Aunque se sentía como un borracho que se acabara de despertar de su borrachera, le dolían la cabeza y las piernas, y tenía la boca tan seca que parecía de algodón. A pesar de todo empezó a comerse la col hervida, e incluso probó algo de carne, hasta que Sandro le advirtió que comiera despacio si no quería caer enfermo. Leonardo tomó algo de vino y dijo:

—Tengo que encontrar a Ginevra y darle las buenas noticias. Y hasta que haga eso...

—Déjame ir contigo —insistió Niccolò.

—Aunque me haga muy feliz verte, no creo que sea adecuado que te tome ya bajo mi responsabilidad...

—Los dos iremos contigo —dijo Sandro siguiéndole la corriente a Leonardo—. Pero hoy no, esta noche no. Mañana, cuando estés más fuerte.

Leonardo, sintiéndose súbitamente cansado, algo mareado y aliviado de que hubieran retirado los cargos, aceptó lo que decía su amigo; y Sandro y Niccolò se hicieron cargo de recoger todos los restos orgánicos de las disecciones de Leonardo mientras él dormía. Solo entonces Smeralda volvería para barrer el suelo, cambiar las sábanas y dejar el estudio en buen orden.

Cuando Leonardo se despertó, y después de que se hubiera dado un buen baño caliente, cosa que no había hecho desde hacía semanas, insistió en salir a las estrechas y abarrotadas calles. Sandro y Niccolò no tuvieron otra opción que seguir a Leonardo, porque estaba lleno de energía; era como si hubiera estado reuniéndola durante los últimos dos meses y ahora quisiera agotarla toda de una vez,

—¿Adónde vas? —preguntó Niccolò mientras corría intentando no perder a su maestro. Leonardo lucía ropas limpias del mejor estilo, como un caballero elegante; una veste togata con un cappuccio que caía sobre sus hombros, zapatos rojos y azules, y un birrete de dos colores.

—A ninguna parte... a todas partes —dijo Leonardo dando a Niccolò una palmada en el hombro mientras urgía a su aprendiz y a Sandro a que se apresuraran para mantener su paso—. ¡Soy libre! —Respiró profundamente; los olores de las calles eran nocivos porque la basura y la porquería se había ido acumulando en las calles durante el último ataque de pánico causado por una peste que probablemente se había llevado una buena proporción de los buenos ciudadanos de Florencia. Había más de lo que los perros podían comerse. En algunos sitios la porquería había hecho intransitables las calles; y fueran a donde fueran Leonardo y sus amigos, las calles estaban resbaladizas por los residuos orgánicos: un lodo denso de color azul oscuro que lo cubría todo, desde las paredes de los edificios hasta los puestos de los vendedores.

Los artesanos y los comerciantes habían salido a la calle todos a la vez. Había un ambiente de día de fiesta en las calles abarrotadas. Hacía calor, incluso podía decirse que hacía una extraña calima; todavía quedaba una hora de luz. Todo era ruido y color: banderolas que colgaban de las ventanas, toldos de colores luminosos en los balcones, ricos y pobres por igual, eran como bancos de peces brillantes que se movían en aguas quietas y tranquilas. La multitud parecía impulsada a moverse de un lado a otro, antes de que entrara en vigor el toque de queda. Era como si todo el griterío, el comprar y vender, el amar, el conversar y el pasear tuvieran que tener lugar en ese breve período entre el atardecer y la oscuridad de la noche. Pronto, en los barrios más pobres y en el gueto judío, casi todos, salvo unas pocas excepciones se verían obligados a ir a dormir o a sentarse en la oscuridad, porque el sebo e incluso las lámparas de grasa, más baratas y apestosas, eran mucho más caras que la carne.

Niccolò se tapó la nariz al pasar al lado de los restos del puesto del pescado. Sandro se cubrió la cara con un pañuelo. La multitud estaba gritando e insultando a un joven delgado de pelo rubio al que habían colocado en la picota, detrás de su puesto de venta. De su cuello colgaba un collar de pescado podrido y un cartel pintado con la palabra «Ladro»: ladrón. Ese era el castigo tradicional para los comerciantes deshonestos. Con sus brazos y piernas sujetos por rudimentarias argollas, el hombre permanecía sentado y miraba la calle; tan solo gritó cuando una piedra lanzada por algún joven le alcanzó en la cabeza.

Leonardo guió a sus amigos a través de las calles abarrotadas. Las calles de los príncipes tenían el mismo aspecto que las calles del comercio. Las grandes casas con sus fachadas planas y sus sporti de ladrillo y mármol rosado dominaban las calles por encima de las de sus primos más pobres; porque las grandes familias controlaban sus calles y barrios como si se tratara de pequeños reinos. Pasaron delante del palacio del Gremio de la Lana, bajaron por la Via Cacciajoli, la calle de los comerciantes de queso, hasta la Via dei Pittori, donde vivían y trabajaban los artistas, los tejedores, los ebanistas y los alfareros.

Animado y sin tener ni idea de adónde les llevaba Leonardo, Niccolò se dedicó a conversar alegremente.

—Sandro, cuéntale a Leonardo lo del festival del Marzocco.

—Lorenzo desea que te unas a él durante el festival —dijo Sandro. Parecía incómodo con la dirección tomada por los pasos de Leonardo, quizá porque sabía que iban directos al castillo Vespucci. Sin embargo, no dijo nada sobre eso—. Por supuesto, informaré a Il Magnifico que exiges que él mismo en persona te extienda la invitación.

—Ya basta, Tonelete —dijo Leonardo.

—Habrá animales por las calles —dijo Niccolò—. Jabalíes salvajes, y osos y leones, y todos lucharán unos contra otros.

—¿Por qué se celebra ese festival? —preguntó Leonardo, aunque su expresión era distante, como si se hubiera alejado de todo lo que no le acercara a su objetivo.

—Sí que has estado recluido y alejado del mundo —dijo Sandro—. Toda Florencia está celebrando que dos leonas de la reserva han tenido crías.

El león heráldico, el Marzocco, era el emblema de Florencia. Durante cientos de años la Signoria había tenido encerrados a varios leones en las mazmorras del palazzo. Estaban protegidos por el Estado, y sus muertes se lloraban y los nacimientos se celebraban. El nacimiento de un león auguraba una época de prosperidad; su muerte, guerra, peste, y todo tipo de tiempos terribles y catástrofes.

—Desde luego, tiene toda la lógica celebrar un nacimiento con actos violentos y muertes —dijo Leonardo—. ¿Cuántos animales murieron en la arena durante el último festival? ¿Y cuántos hombres?

Pero Niccolò no dejó que eso le apagara el entusiasmo.

—¿Iremos, Leonardo? Por favor...

Leonardo le ignoró.

—Sabes que en medio de toda esa carnicería que detestas —dijo Sandro—, quizá obtengas nuevos especímenes para diseccionar: panteras, leopardos, onzas, tigres...

—Quizá —dijo Leonardo. Deseaba estudiar los órganos olfativos de los leones; quería estudiar y comparar sus nervios ópticos con los de otros animales que había diseccionado—. Quizá —dijo de nuevo, distraído.

Niccolò guiñó el ojo a Sandro, pero el acto no provocó ninguna respuesta, porque Sandro le dijo a Leonardo:

—Simonetta no está bien.

Leonardo aminoró su paso, casi deteniéndose.

—¿Su tos ha empeorado?

—Sí —dijo Sandro—. Ha vuelto a Florencia, pero estoy preocupado por ella.

—Lo siento, Tonelete —dijo Leonardo sintiéndose súbitamente culpable. No había pensado en ella las últimas tres semanas—. Iré a verla tan pronto como me sea posible.

—Sigue sin aceptar visitas... Pero estoy seguro de que ella querrá verte.

—Ahí está la casa de Ginevra —dijo Leonardo como si no hubiera oído lo que Sandro acababa de decirle. Al mirar a través de un arco que se alzaba ante ellos, Leonardo podía ver las paredes de estilo rústico y las ventanas arqueadas del palazzo de los De Benci. Pero entonces Leonardo maldijo y se lanzó hacia el palacio con balaustradas.

—Leonardo, ¿qué ocurre? —gritó Niccolò mientras corría detrás de él. Pero Sandro se quedó atrás durante un segundo, como si no pudiera soportar lo que le aguardaba más adelante.

Decorando cada ventana había una vela y una rama de olivo, rodeado todo por una corona de gladiolos. Los gladiolos representaban la sagrada tranquilidad de la Virgen, tal y como se describía en el apócrifo Libro de Juana; la rama de olivo era el símbolo de la felicidad terrenal. Juntos, los dos símbolos anunciaban al mundo que se había consumado un matrimonio.

Ginevra se había casado con Nicolini. Leonardo estaba de pie en medio de la calle, lleno de ira y de dolor.

Golpeó la puerta, pero la puerta no se abrió. Un criado observó lo que ocurría desde un portillo en la puerta, algo que se había convertido en costumbre en aquellos tiempos, y preguntó quién llamaba.

—Informa a maese Amerigo de Benci y a su hija madonna Ginevra que su amigo Leonardo está aquí y desea ser recibido.

Pasó un incómodo período de tiempo y el criado, que había abandonado su puesto junto a la puerta para ir a informar a su señor, volvió.

—Lo siento, maestro Leonardo, pero se encuentran indispuestos en este instante. El amo me pide que os comunique sus felicitaciones y su pesar, porque desea veros como a...

—¿Indispuestos? —dijo Leonardo mientras su rostro enrojecía por la ira y la humillación—. ¿Indispuestos? ¡Abre esta puerta, criado! —Y golpeó la puerta decorada con paneles de marquetería. Y la embistió con su hombro, como un ariete.

—¡Leonardo, ya basta! —gritó Sandro; pero cuando intentó detener a su amigo, este se volvió contra él, violento—. No sirve para nada —continuó Sandro—. No puedes atravesar esa puerta, al igual que no podría yo. Venga, vamos, vamos. No hay nadie aquí que pueda oírte.

Pero Leonardo no se movió.

Gritó llamando a Ginevra, rugiendo desesperado, y sintió que volvía a caer en la pesadilla de hacía unos meses. Sintió el escalofrío del sudor frío debajo de los brazos y alrededor del torso, a pesar de que le ardía el rostro; y afortunadamente, empezó a alejarse, a alejarse de las calles, del ruido, de sus propios gritos... De hecho, a alejarse de sí mismo. Aquello era un sueño, y él era el que soñaba.

—Ginevra. ¡Ginevra!

Sandro intentó una vez más llevarse a su amigo de allí, pero Leonardo se negó y se liberó de él.

Y como resultado da algún proceso alquímico la multitud empezó a reunirse en la calle. La chusma, peligrosa y fácil de entretener, gritaba y silbaba.

—Dejadlo en paz —dijo alguien.

—Eso —dijo otro.

—Abrid la puerta, ciudadano, o por el cuerpo de Cristo que le ayudaremos a echarla abajo.

Rindiéndose al dolor y a la inconsciencia de su furia, Leonardo gritó y rugió y amenazó.

Quo iure? —gritó.

¿Por qué has hecho esto?

Ya había pasado el momento de la dignidad y de la humillación. Su orgullo y su compostura habían sido erradicadas por su razón. ¿Cómo era posible que Ginevra y Nicolini lo hubieran reducido a nada con unas pocas ramas de olivo secas?

Pero Leonardo era un espectáculo. Era magnífico, estaba poseído y se sacudía como si estuviera encadenado. Su alma estaba envenenada, pero no por la ilusión de la morte di bacio como la que había envenenado a Sandro, no estaba intoxicado por ninguna visión de amor perfecto.

Era la bestia la que lo tenía poseído. Sus propias furias. Su pérdida. Porque había perdido a todos los que amaba, a su padre, a su madre. Y ahora, finalmente, a Ginevra.

Y casi era un alivio.

La puerta se abrió y la muchedumbre vitoreó.

El padre de Ginevra apareció en la puerta. Era un hombre alto y en otros tiempos había tenido buen porte, pero ahora parecía demacrado y enfermo. Leonardo apenas lo reconoció. Amerigo de Benci sonrió a su amigo y dijo:

—Entra, Leonardo, te he echado de menos. —Después saludó a Sandro y a Niccolò con un gesto de cabeza, pero no los invitó a entrar.

La muchedumbre se alegró y aplaudió, y empezó a dispersarse cuando Leonardo entró en el palacio.

Leonardo hizo una reverencia al padre de Ginevra y se disculpó, pero Amerigo de Benci le tomó del brazo y lo guió por un patio con columnas, y luego cruzaron una puerta de madera de nogal montada en bronce hasta llegar a una sala abovedada.

—Siéntate, Leonardo —dijo Amerigo, e indicó una silla al lado de una mesa de juego. Pero Leonardo se vio extasiado ante un retrato que descansaba sobre un escritorio de caoba: el mismo que Simonetta y él habían hecho de Ginevra. Sin embargo, por primera vez se dio cuenta de que la había retratado fríamente, como si su cálida carne no fuera más que piedra. Ella le miraba desde el otro lado de la sala, desde su marco, con aquellos ojos fríos como el agua del mar, un ángel radiante con un halo de negros enebros.

—Sí, maese Gaddiano y tú la habéis retratado muy hermosa —continuó Amerigo—. Ginevra me lo ha contado todo. —El anciano parecía triste y también bastante nervioso. Se sentó al lado de Leonardo. Un criado entró en la sala y les sirvió dos copas de vino.

Leonardo miró el tablero de ajedrez que tenía delante, observó las tallas rojas y negras: caballos, alfiles, torres, peones, un rey y una reina, y dijo:

—He sido liberado de todos los cargos, Amerigo.

—No tenía duda alguna de que así sería.

—Entonces, ¿por qué hay ramas de olivo en las ventanas? —preguntó Leonardo. Esta vez miró al padre de Ginevra a los ojos—. Decís que Ginevra os lo ha contado todo. ¿Acaso no os ha hablado de lo que siente por mí... de que íbamos a casarnos?

—Sí, lo hizo, Leonardo.

—Entonces, ¿qué ha ocurrido?

—Leonardo, por el amor de Dios, te acusaron de sodomía —respondió Amerigo.

—Sois un hipócrita.

—Y también eres un bastardo, Leonardo —dijo Amerigo en voz baja, sin rencor—. Tu padre es amigo mío, al igual que tú. Pero mi hija... Somos descendientes de una familia muy antigua. Hay algunas parcelas de la vida que siempre estarán cerradas para ti.

—¿Así que habéis hecho esto porque no me admitieron en la universidad?

—Leonardo...

—Tengo que ver a Ginevra. No puedo creer que haya decidido libremente sacrificar su vida de esta manera.

—Eso es imposible —dijo Amerigo—. Está hecho. Es una mujer casada.

—Pero puede anularse —insistió Leonardo—. Será anulado.

—No puedo, ni pienso hacerlo —dijo Nicolini desde el pie de una escalera doble que llevaba a la habitación que había detrás de Leonardo—. Ha sido debidamente consumado, buen señor.

Leonardo se levantó y se enfrentó a él. Temblaba al recordar un sueño, una imagen que a menudo vagaba por su mente: Ginevra luchando contra Nicolini sin posibilidad de éxito mientras él la aplastaba con su peso y la penetraba.

—Por favor —dijo Nicolini—, no deseo luchar con vos. Incluso aunque me matéis, Ginevra no será vuestra, porque vos tan solo traeríais más humillación a su familia.

—Creo que debe ser Ginevra quien me diga eso.

—¡Eso es imposible! —intervino Amerigo.

—Creo que no —dijo Nicolini—. Quizá ya sea el momento de poner a prueba su entereza —y ordenó a un criado que fuera a buscar a Ginevra.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Amerigo a Nicolini, claramente preocupado por la situación. Se dio la vuelta para seguir al sirviente, pero Nicolini le detuvo con una mano.

Cuando el criado volvió dijo:

Madonna Ginevra os ruega que la disculpéis, maese Nicolini, pero le resulta imposible bajar en este preciso momento.

—¿Ella sabe que estoy aquí? —preguntó Leonardo.

—Sí, maestro Leonardo, se lo he comunicado.

—¿Y ha dicho que no va a bajar?

El criado asintió nervioso, dio un paso atrás y se dio la vuelta inmediatamente.

—Creo que ahí tenéis vuestra respuesta —le dijo Nicolini a Leonardo. Su expresión, aunque severa, no tenía ni rastro de triunfo o deleite.

—Esto no es una respuesta. Tengo que oír de sus propios labios que no me ama.

—Leonardo, se ha terminado —dijo Amerigo—. Ahora es una mujer casada. Aceptó sin coacción: spontanea, non coacta.

—No puedo creerlo —dijo Leonardo.

El rostro de Nicolini enrojeció.

—Creo que ya es suficiente. Os hemos permitido alargar esta visita mucho más de lo que os merecéis en honor a la relación que mi suegro tiene con vuestra familia.

—Yo le considero un amigo —afirmó Leonardo.

—Y soy tu amigo, Leonardo —dijo Amerigo—. Las circunstancias dictaban que se tomara este curso de acción. Lo siento mucho por ti... pero no podía hacer nada, te lo aseguro.

—Creo que ya le habéis dedicado tiempo suficiente —dijo Nicolini.

—Tengo que ver a Ginevra.

—No quiere verte, Leonardo —dijo Amerigo.

—Entonces dejad que sea ella la que me lo diga.

—Ya basta —dijo Nicolini mientras se daba la vuelta y hacía una señal con su brazo. A su orden, dos criados robustos entraron en la habitación. Claramente habían estado a la espera de la señal de su señor, estaban armados y listos.

—Luigi —dijo Amerigo a Nicolini—, no creo que sea necesario...

Pero Leonardo desenfundó su estoque, al igual que lo hicieron los guardias de Nicolini.

—¡No! —gritó Amerigo.

—No importa —susurró Leonardo como si hablara para sí mismo, mientras sentía que los líquidos purificadores emanaban de las glándulas del pecho dándole fuerzas. Ya no se sentía vulnerable. Incluso aunque tuviera que enfrentarse a tres hombres con una única espada, ya no le temía a la muerte. El dolor le había devuelto el ánimo, le había hecho resucitar; y si aquel iba a ser su último aliento, decidió dedicárselo a Ginevra gritando su nombre. Uno de los criados se detuvo sorprendido, pero enseguida siguió avanzando al lado del otro.

—Leonardo, por favor, envaina tu espada —dijo Amerigo—. Esto ya ha ido demasiado lejos.

—¡Leonardo, ya es suficiente! —Era la voz de Ginevra, que acababa de entrar en la habitación. Nicolini y los criados la dejaron pasar. Parecía demacrada y diminuta envuelta en su camisola de estilo morisco.

Leonardo la abrazó, pero ella se mantuvo tensa, como si la estuviera reteniendo en contra de su voluntad. Nicolini no interfirió.

Tras unos segundos, Leonardo la soltó.

—¿Eso es todo?

Ella miró al suelo de parqué.

—¿Por qué no has contestado a mis cartas? —preguntó Leonardo.

Ginevra miró a su padre y dijo:

—Nunca las he recibido. —Su ira tan solo se manifestó en la mirada que dirigió a su padre, pero pasó enseguida, porque de nuevo adoptó su expresión tranquila. Amerigo bajó los ojos avergonzado. Ginevra se volvió de nuevo hacia Leonardo, y dijo—: No importa, Leonardo, no habrían supuesto diferencia alguna. El sacerdote ya ha dictado la messa del congiuonto. Pertenezco a maese Nicolini. Enviaste las cartas a una mujer casada.

—Que es la razón por la que las retuve —intervino Amerigo.

—¿Me creías culpable? —preguntó Leonardo.

—No —dijo ella suavemente—. Ni por un instante.

—¿Y no podías esperar... darme una oportunidad?

—No, Leonardo, había ciertas circunstancias.

—Ah, sí, circunstancias. ¿Y ahora puedes mirarme a la cara y decirme que no me amas?

—No, no puedo, Leonardo. Te amo —dijo ella muy tensa—. Pero eso no importa.

—¿No importa? —dijo Leonardo—. ¿No importa? Lo es todo.

—No es nada —dijo Ginevra—. No te merecías todo lo que te ha sucedido. —Hablaba por Nicolini, estaba siendo fría, sin emociones, como muerta—. Pero he tomado una decisión por mi familia, y estoy dispuesta a cumplir con mis obligaciones. —Estaba decidida. Leonardo la había perdido, tan seguro como que ella se había enamorado de Nicolini.

Leonardo se volvió hacia Nicolini.

—Vos me acusasteis en el tamburo.

Nicolini le aguantó la mirada y no negó la acusación.

—¿Ginevra? —preguntó Leonardo, tomándola del brazo—. Ven conmigo.

—Tienes que marcharte —dijo Ginevra liberándose de él—. Incluso aunque tu humillación sea mi propia humillación, no puedo causar más desgracias a mi familia. Nuestras heridas sanarán y algún día lo entenderás.

—Pero, ¿puedes casarte con el hombre que me acusó?

—Vete, Leonardo. Nunca me retractaré de la palabra dada a Dios.

Al oír esto, Leonardo apuntó a Nicolini con su espada. Nicolini, que estaba listo, dio un paso atrás y desenvainó su hoja. Uno de los guardias hirió a Leonardo en la espalda con su espada, y el otro le golpeó en la cabeza con el mango corrugado de su estoque.

Leonardo se tambaleó. Oyó como un punteo monótono, como si se hubiera partido la cuerda de un laúd; mientras caía, vio el rostro de Ginevra.

Era de piedra.

De hecho, todo lo que abarcaba su campo de visión se había petrificado. Y después, como si hubiera centrado su mente y sus pensamientos en otra cosa, en alguna otra materia, todo desapareció...

En la oscuridad que precede al recuerdo.