3 Simonetta
«Qué dulce es el engaño...»—Nicolás Maquiavelo—Ven, Leonardo, no podemos quedarnos aquí para siempre —dijo Sandro, pero Leonardo seguía con la mirada fija en el patio del Duomo, como si su amigo no hubiera dicho una palabra.
El Duomo, el Baptisterio, el Campanile, unidos por la oscuridad y las sombras, parecían tambalearse en aquella noche nublada iluminada por la luz de las antorchas, como cubiertos por una niebla misteriosa. El Duomo lucía ahora verde y rosa, sus arcos se alzaban por encima de la oscuridad de las puertas de Brunelleschi, sus ventanas intercaladas reflejaban, como si fueran espejos, las fogatas de los penitentes que se habían quedado a orar en la piazza durante toda la noche. Aunque ya no estaban en llamas, los tejados cercanos seguían quemándose. Los heridos y los muertos habían recibido las bendiciones y habían sido trasladados al interior de la iglesia: las monjas procuraban atender las necesidades de los vivos mientras rezaban por aquellos que habían «Subido al cielo en brazos de Nuestra Señora».
Aunque no se podía ver a Lorenzo ni a Giuliano por ninguna parte, los compañeros de la noche de los Medici y los armeggiatori de la familia peinaban la plaza montados a caballo para limpiarla de chusma y ladrones de bolsas. Con sus espadas, recién pulidas, en sus enormes manos, atravesaban la muchedumbre de fieles como soldados del cielo que hubieran descendido a restaurar la voluntad de la gente mediante el terror y la violencia. Todos los que no estaban rezando ni se arrodillaban de la forma adecuada corrían peligro. Muchos ciudadanos habían huido presos del pánico cuando los fuegos de artificio habían empezado a explotar, pero todavía quedaban miles de ellos, y sus guirnaldas de flores y sus velas de altar se enroscaban alrededor de la iglesia como un rosario en llamas. Miembros de los gremios, viudas, campesinos, nobles, putas y Magdalenas rezaban por igual por la virtu de la Madonna, pidiendo una intervención divina que alejara el mal presagio que el caído pájaro ardiente había desatado sobre la ciudad. El cuadro de Nuestra Señora, bien vigilado por hombres de los Medici, seguía aún en el centro de la piazza. La habían trasladado de su litera, que había resultado dañada por un cohete, a un carrocio cubierto con un palio dorado y que lucía leones tallados en sus cuatro ruedas.
La Madonna podría seguir observando lo que ocurría a su alrededor con sus ojos ciegos pintados.
El perfume de lirios, arrastrado por la suave y errática brisa, se mezcló con el olor acre del humo.
—¿Maestro Leonardo? ¿Acaso ves ante ti algo que nosotros no podemos ver? —preguntó Niccolò, que por fin aflojó la fuerza con la que sujetaba la mano de Leonardo.
—¿Como qué, joven Nicco? —preguntó Leonardo tras una pausa.
—Si conociera la respuesta, no te habría hecho la pregunta.
—Estaba mirando dentro de mí. Aunque mis ojos veían todo lo que hay delante de nosotros, yo solo percibía mis propios pensamientos. ¿Entiendes lo que te digo?
—Desde luego. Tengo una tía que duerme con los ojos abiertos como un búho y, sin embargo, no deja de roncar ni aunque le mees sobre un pie.
Leonardo sonrió. Miró a Sandro y asintió a modo de disculpa silenciosa.
—Pero cuando yo miro sin ver es porque estoy inmerso en... la oscuridad —dijo Machiavelli. Leonardo miró al muchacho de forma indulgente, pero Niccolò continuó—. Esa oscuridad está en mi alma, y me siento como si fuera a caer desde lo alto de un acantilado hacia una oscuridad eterna y absoluta. A veces, deseo caer. —El muchacho miró a Leonardo fijamente, de la misma forma que cuando se vieron por primera vez, de pie detrás de Toscanelli en el taller de Verrocchio—. ¿Lo que sientes es a causa de esa mujer, Ginevra?
Leonardo se levantó y respondió casi en un susurro, lleno de respeto:
—Sí, Niccolò. Así es exactamente como me siento. —Y después a Sandro—: Tienes que contarme todo lo que sabes. No puedo aceptar lo que ella me ha dicho.
—Pero me temo que debes hacerlo, Leonardo —dijo Sandro. Mientras él hablaba, hubo una gran conmoción en torno a la litera que portaba la imagen sagrada—. Al parecer es cierto que la Virgen está triste. Deberíamos marcharnos de aquí antes de que surjan más problemas.
—Estoy de acuerdo —dijo Leonardo—, aunque tenemos que hablar. —Justo en ese momento, Niccolò grito que volvería enseguida y se escurrió entre la multitud hacia el carruaje con ruedas con forma de león. Enfadado, Leonardo le ordenó que volviera—. Parece que no soy una niñera muy buena —murmuró a Sandro—. Vamos, encontrémosle y larguémonos de aquí. Ya le he perdido una vez en medio de esta multitud, y no pienso dejar que suceda de nuevo. —Por el momento, Leonardo se olvidó de sí mismo, y el dolor y la ansiedad que sentía, fruto del amor despechado, se amortiguaron ligeramente.
Leonardo y Sandro se abrieron paso por entre la gente, que se había convertido en un anillo prieto e impenetrable en torno al carrocio de la Virgen. Los armeggiatori y los inquisitore ataviados de armadura y túnicas rojas formaban el círculo interior, y cualquiera que se acercara demasiado era abatido por ansiosos curas y partidarios de los Medici deseando poner a prueba su honor: su virtu, como decían los romances florentinos. Era difícil ver qué ocurría delante, pero se podía oír perfectamente, ya que los cotilleos se extendían por la multitud como una tintura en el agua.
Un joven campesino del barrio de Sieci se había escondido en el interior de la iglesia. Después de que los cohetes habían empezado a explotar incontrolados, había conseguido llegar hasta la nave y había cruzado la reja del coro, había subido las escaleras del altar de Nuestra Señora, y había golpeado la imagen de mármol con su cincel de cantero. Después de romper el ojo derecho de la Madonna, había exhibido sus genitales y había orinado en el antipendio. Los guardias, indignados, le habían arrastrado fuera de la iglesia y lo habían golpeado hasta dejarlo inconsciente.
—Debemos encontrar a Niccolò —dijo Leonardo ansioso. Tenía miedo por el muchacho. La muchedumbre se había vuelto violenta, y se sentía como si estuvieran atrapados en medio de un mar enfadado y en efervescencia. Todos pedían sangre y gritaban Ebreo, Ebreo, Ebreo, que significaba «judío».
De pronto, la multitud entró en un frenesí de gritos, y el joven campesino fue izado hacia el abarrotado carrocio. Leonardo y Sandro podían verle allí arriba.
Le habían cortado la mano derecha, y la multitud la lanzaba hacia delante y hacia atrás mientras el miembro dejaba un reguero de sangre a su paso, y formaba un charco allí donde caía, solo para ser arrojada de nuevo. El muchacho era delgado y desgarbado, con pelo largo de color castaño y completamente enmarañado. Tenía la cara cubierta de sangre, e hinchada por la paliza que había recibido. Era obvio que le habían roto la nariz. Mantenía el brazo derecho estirado hacia delante, y su boca se habría en un gesto de incomprensión. Era como si se acabara de despertar y hubiera descubierto que le habían amputado la mano. Su rostro se había convertido en una mueca que anunciaba la muerte.
Las antorchas lo rodearon como una nube luminosa. Los inquisitore y los armeggiatori armados permanecían sentados en sus monturas y observaban. No tenían intención de intervenir. Mientras una anciana desdentada y con escaso pelo blanco sostenía la pintura de Nuestra Señora para que fuera testigo de lo que iba a suceder, cinco hombres sujetaron al muchacho por los brazos, las piernas y la cabeza. Un matón que tenía aspecto de no ser más que un criminal, echó hacia atrás la cabeza del campesino. Luego, otro hombre mostró a la muchedumbre el cincel del muchacho. Aquel hombre no era un campesino y era más que evidente: lucía una túnica decorada con joyas y reborde de metal. Hizo una genuflexión ante el cuadro, hizo la señal de la cruz con el cincel, y luego lo utilizó para arrancarle un ojo al muchacho.
Una vez más la multitud estalló en un frenesí de gritos. El ojo del muchacho sustituiría el que había arrancado de la estatua de la Virgen; y la mano que la había profanado había sido cortada. Por todo ello, la Santa Virgen debía estar satisfecha.
Y quizá lo estuviera. Pero Leonardo sabía que la multitud no se detendría allí. Se abrió paso entre la gente con Sandro a su lado, preocupado por Niccolò que podría resultar fácilmente herido en medio del tumulto que estaba a punto de formarse. Su corazón latía con rapidez y multitud de imágenes enfebrecidas acudieron a su mente: Ginevra, siempre Ginevra, siendo tomada por Nicolini, siendo mutilada por aquella muchedumbre que se había convertido en una bestia de mil cabezas con un solo pensamiento y un solo propósito voraz y malvado.
El ojo de su mente no quería cerrarse. Vio a Ginevra, desnuda, encadenada, sufriendo dolor.
Y él no podía hacer nada.
Leonardo miró al joven campesino, al que habían colgado de una cuerda tan tensa como una vela, con la sangre que caía por el vacío dejado por su ojo derecho, y le cubría todo el rostro; e imaginó que era Niccolò, como si fuera a Niccolò a quien le habían arrancado el ojo, y fuera la mano de Niccolò la que hacían volar por encima de la multitud como un pájaro.
Pero también sintió el poder, el ardor y el atractivo de la muchedumbre. Quizá fuera cierto que Nuestra Señora estuviera dominando la situación, y que aquella pintura iluminada por antorchas fuera la manifestación verdadera de su sagrado y castigador espíritu.
—Ahí estás, Leonardo —gritó Zoroastro—. Mira a quién hemos encontrado. —Él y Benedetto Dei sujetaban a Niccolò, empujándolo para que atravesara la multitud.
Aliviado al ver que Niccolò estaba bien, Leonardo gritó para dar a entender que les había oído, y se abrió paso a empujones. Sandro le siguió.
La multitud estaba cada vez más exaltada. Leonardo pasó cerca de una mujer joven claramente adinerada, que lloraba y rezaba con los puños apretados, y le gritaba a aquel muchacho que había profanado la imagen de la Santa Madre. Su cabello rizado estaba húmedo y se pegaba a su rostro delgado y bello. De pronto, se quedó quieta, de pie, como si estuviera en un trance. Ensimismado, Leonardo hizo un dibujo mental de la mujer y lo guardó en su catedral de la memoria. La expresión relajada en el rostro de la mujer, sus puños cerrados con fuerza, blancos por la falta de la circulación de la sangre; su collar de perlas y su vestito de tela púrpura con un bordado de rubíes de color violáceo; los fornidos guardaespaldas que la protegían. De pronto, la mujer gritó:
—Deo gratias! —Y se postró en el suelo. Sus guardaespaldas desenfundaron sus espadas y crearon un círculo protector a su alrededor.
Niccolò se deshizo de Zoroastro y de Benedetto Dei y corrió hacia Leonardo. Pero pasó demasiado cerca de los guardaespaldas de la mujer, que seguía postrada, y lo empujaron. Leonardo cogió al muchacho antes de que cayera al suelo, y otra mujer gritó detrás de él. La multitud se retiró, al parecer alejándose de Niccolò y Leonardo.
Pero había sido la mano cortada, que todavía seguía volando de mano en mano como una bolsa de objetos inútiles, la que había hecho que la multitud se retirara.
La mano cortada y ensangrentada aterrizó al lado de Niccolò.
El campesino fornido que había empujado a Niccolò se apresuró a acercarse a él; y Leonardo, con expresión dura y la espada preparada, se interpuso entre él y el muchacho.
—Otro paso más, cabrón, y te liberaré de la pierna que tienes en medio.
—Disculpadme, señor, pero tan solo tenía la intención de recoger la mano del judío. No voy a haceros daño. —El hombre era de la estatura de Leonardo, pero tenía el pelo rojo y una barba tan poblada que parecía cubrir todo su rostro hasta sus ojos oscuros y bizcos. Lucía un gorro deshilachado, un jubón sencillo pero limpio, pantalones profusamente decorados y coquilla. Miró al joven Machiavelli y añadió—: Tampoco tengo intención de hacer daño a vuestro joven amigo, señor. Pido disculpas por la rudeza con la que lo he apartado cuando se ha acercado a mí, pero tan solo estaba protegiendo a mi señora, madonna Sansoni.
—¿De un muchacho?
El hombre se encogió de hombros.
—¿Me dejáis pasar? —preguntó.
Leonardo se hizo a un lado y el hombre recogió la mano, una masa blanca cubierta de sangre, y la envolvió en un pañuelo de satén.
—¿Por qué desea vuestra señora conservar algo así? —preguntó Leonardo.
—Si ella guarda esta mano, entonces la apestosa alma de ese ser despreciable no podrá llegar ni siquiera al purgatorio. Se verá atrapada aquí mismo. —Y alzó el paquete que contenía la mano como asegurándose de que todavía lo tenía. Después de que aquel hombre se llevara la mano corrupta del ebreo, la multitud empezó a acercarse de nuevo.
—La mano de ese muchacho les va a causar muchos problemas —dijo Leonardo a sus amigos. Y al instante vieron cómo los guardaespaldas de madonna Sansoni gritaban e intentaban alejar a los curiosos que tenían intención de llevarse la mano por la fuerza, ahora que estaba bien envuelta en el pañuelo. Enseguida se vieron obligados a luchar contra un grupo de árabes sucios que habían conseguido abrirse paso entre la gente.
La mano cortada del muchacho campesino se había convertido de pronto en una posesión muy valiosa.
Ahora, el trionfo de Nuestra Señora de Impruneta, diseñado por Leonardo, se había convertido en una horca improvisada. Entre los brazos abiertos y reforzados de papel maché de la Virgen, se había colocado una clavija de horca desde donde se había colgado una soga de cáñamo. Para aquella multitud era como si aquella Madonna de tamaño extraordinario hubiera ordenado la ejecución del muchacho en persona.
Tras hacer una señal a Zoroastro y a Benedetto, Leonardo agarró a Niccolò y se lo llevó de la piazza. No se detuvieron hasta que estuvieron a salvo en el extremo opuesto de la Via dei Servi. Los muros oscuros y cubiertos de postigos flanqueaban la calle, y la catedral y su cúpula se alzaban por encima de los edificios como una fortificación natural de mármol perfecto. Un aire fétido inundaba aquel claustrofóbico ambiente, un aire que parecía haber absorbido las enfermedades psíquicas de la ciudad.
La calle estaba casi desierta, y aquello era extraño para una noche de festival. Los vecinos, cansados de transitar las calles, estaban asomados a las ventanas y habían salido a los balcones para seguir el festival desde allí. Los postigos rojos, azules, amarillos, verdes y anaranjados estaban abiertos de par en par, como las puertas de una prisión durante una amnistía.
Entonces se oyó un grito, seguido de un aplauso ensordecedor...
Aunque la horca improvisada del trionfo no podía verse desde aquel lado de la Via dei Servi (edificios de tres o cuatro plantas impedían ver la parte inferior del Duomo), a Leonardo no le hizo falta estar presente en la piazza del Duomo para saber que acababan de colgar al ebreo.
Niccolò, que caminaba al lado de Leonardo, sintió un escalofrío y cruzó los brazos sobre su pecho, como para protegerse a sí mismo.
Leonardo se detuvo cuando llegaron a la Piazza della Santissima Annunziata.
—Si no os importa —dijo a Zoroastro y a Benedetto Dei—, Sandro y yo tenemos que hablar de algunos asuntos. Nos encontraremos con vosotros más tarde... donde queráis.
—Se suponía que iba, o mejor dicho, íbamos a reunirnos con Francesco, Atalante, Lorenzo de Credi y Bartholomeo di Pasquino, el orfebre que vive en Vacchereccia, en el Ponte Vecchio después de la procesión. Pero se ha hecho muy tarde. No creo que sigan allí —dijo Benedetto. Era un hombre excepcionalmente alto y delgado, con el cabello dorado y muy denso que asomaba por debajo de su gorro rojo. Tenía unos ojos grandes que parecían estar siempre adormilados, y su boca era carnosa y propensa a hacer mohines.
—Tu amigo Il Neri, ese al que le gusta tanto meterse en líos, tiene una sorpresa para todos nosotros, una fiesta que tiene que ver con Simonetta.
—¿Y en qué consiste exactamente? —preguntó Sandro, claramente interesado.
—Eso es todo lo que sé —respondió Benedetto—. Fue muy misterioso cuando me lo contó... todo lo que tenemos que hacer es ir —dijo a Leonardo—, y así descubriremos de qué se trata. ¿Quizá tu aprendiz Machiavelli pueda esperarte allí...?
Aunque Sandro estaba impaciente por descubrir qué era todo aquello que tenía que ver con Simonetta, dijo:
—Eso nos dará a Leonardo y a mí un poco de tiempo para hablar... De hecho, no creo que lleguemos mucho más tarde que vosotros. Solo necesitamos un poco de privacidad.
—No quiero dejar solo a Niccolò —insistió Leonardo—. Desde luego no en medio del Ponte Vecchio.
—No le pasará nada —dijo Zoroastro.
—Esta noche puede pasar cualquier cosa.
—Entonces que os espere Zoroastro —dijo Benedetto con una sonrisa. Zoroastro hizo un gesto de disgusto.
Pero Niccolò estaba intranquilo y no hizo ningún movimiento para seguir a Benedetto y Zoroastro.
—¿Niccolò...? — preguntó Sandro.
Machiavelli se acercó a Leonardo y preguntó:
—Maestro, ¿puedo ir contigo?
Leonardo miró al muchacho, vio que estaba muy alterado y accedió. Sandro no dijo nada, aunque estaba claramente sorprendido.
Niccolò no iba a entender casi nada de lo que iban a hablar, se dijo Leonardo, y lo que pudiera llegar a comprender no llegaría nunca a convertirse en cotilleo. Confiaba en aquel muchacho, y Leonardo, a quien su maestro Toscanelli había censurado su suprema arrogancia, se consideraba a sí mismo un juez de caracteres de lo más infalible. Es más, Leonardo descubrió que deseaba que Niccolò se quedara con él.
Benedetto tenía razón: Niccolò se había convertido en el aprendiz de Leonardo. Toscanelli era un hombre de ciencia muy perspicaz y consideraba que podía trazarse un mapa de la psique humana tan fácilmente como el de los cielos. Y enseguida se había dado cuenta de que Leonardo y Machiavelli se parecían mucho en temperamento e intelecto.
Zoroastro y Benedetto se alejaron mientras gritaban y cantaban los versos eternamente repetidos del famoso poeta Sacchetti:
—«Que todos griten de alegría, y muerte a aquellos que no canten.» —Y así avanzaron como si fueran los dueños de las calles.
—No parece que tu amigo Zoroastro sea especialmente sensible a tus problemas —dijo Sandro.
—A estas alturas ya deberías conocerlo —replicó Leonardo—. Es su forma de ser. Sin embargo, últimamente se comporta de forma extraña... ese delincuente está tramando algo. Pero ha hecho todo lo que ha podido para ayudarme a encontraros a ti y a Ginevra.
—En lo que a mí respecta, es un scagliola.
Leonardo torció los labios en una leve sonrisa.
—Pero no es más que un fraude, y además, tiene auténtica mano para los artilugios mecánicos.
—Ah, y ahora resulta que tener habilidad para la mecánica sirve para medir el carácter de un hombre —dijo Sandro.
Niccolò caminaba muy cerca de Leonardo, pero parecía perdido en sus pensamientos. Leonardo le dio golpecitos en el hombro, y luego, con la voz ahogada por la preocupación le dijo a Sandro:
—Sabes que estoy enfermo de preocupación y de miedo por Ginevra. ¿Qué ocurre? ¿Cómo ha podido cambiar de idea de esa manera? Ella me ama, y si embargo... Tú has pasado la tarde con ella, eres su confidente...
—Al igual que lo soy tuyo —dijo Botticelli.
—Entonces cuéntame. —Ahora que Leonardo se había permitido bajar la guardia, sintió ese particular vacío que lo había acompañado durante su infancia. Pensó en Caterina, su madre. Y en cómo deseaba volver a Vinci a visitarla a ella y a su marido, un buen hombre llamado Achattabrigha.
—Tú sabes tanto como yo, amigo mío —dijo Sandro lleno de paciencia—. Has perdido a Ginevra. No hay nada que puedas hacer para liberarla de su inminente matrimonio. Ha caído en su propia trampa.
—¡Pero puede salir de ella!
—Si deja a Nicolini, él destruirá a toda su familia para salvaguardar su honor. En realidad, Nicolini no tendrá otra opción.
—¡Tonterías!
—Leonardo, utiliza tu buen juicio —dijo Sandro claramente frustrado por la actitud de Leonardo—. Ginevra debe casarse con ese hombre.
—No se casará.
—Nicolini te ha hecho jaque mate, Leonardo. ¿Qué puedes hacer? Si ella va contra él, deshonrará y arruinará a su familia. Tú no permitirías eso. Su padre es amigo tuyo.
—Y por eso él me escuchará. Hay otra forma, una alternativa... Nicolini no es el único hombre rico de Florencia.
Botticelli hizo una pausa y sus ojos se encontraron con los de Niccolò, como si los dos comprendieran eso que se encontraba más allá del entendimiento de Leonardo.
—Amerigo de Benci no puede escucharte y no lo hará —dijo Sandro a Leonardo—. Ginevra se ha enorgullecido toda su vida de su honradez, ¿y ahora la acusarás de mentir? Quizá quieras decirle a su padre que también crees que es una puta.
—Pero ¿qué es lo que siente Ginevra? —preguntó Leonardo—. Ella no le ama. ¿Cómo puede seguir adelante con esto?
—Ella me ha dicho que esas heridas sanarán, pero que el honor y la familia son eternas.
—Solo las estrellas son eternas.
—Ha dicho que lo entenderás... algún día.
—No, no lo haré —dijo Leonardo.
—Te pide que hables con tu madre, tu madre verdadera.
—¿Por qué?
—Porque os encontráis en una situación muy parecida. Como tu padre, que no pudo casarse con tu madre...
—Detente —dijo Leonardo—. ¡Basta! —Le ardía el rostro, y la ira lo ahogaba—. Mi madre será una campesina, y yo seré un bastardo, pero...
—Lo siento, Leonardo.
—¿Te ha pedido que me digas eso para hacerme daño?
—Quizá para ayudarte a comprender.
—Desde luego no es mi intención que ella se case con alguien que no corresponda a su clase —dijo Leonardo sarcástico como si se tratara de un reflejo de la ira que sentía en su interior. Se tropezaron con dos hombres fornidos que se peleaban y se insultaban. Estaban jugando a civettino, cuyo objetivo era conseguir quitarle el sombrero al oponente. Un grupo de rufianes se había reunido alrededor de los jugadores, y apostaban sobre quién tenía las de ganar. Cada uno de los hombres tenía adelantado el pie derecho, y el hombre más alto estaba pisando el pie de su oponente. El primero que moviera el pie, perdería. Los dos tenían el rostro ensangrentado, porque se trataba de un juego brutal. Incluso podía darse la circunstancia de que uno matara al otro antes de que terminara la partida, además, muchas veces aquel juego derivaba en peleas callejeras. Desde luego, los espectadores no estaban allí para detener la pelea.
Tras doblar una esquina, dejaron atrás a los boxeadores.
—Leonardo, siento mucho que estés afligido —dijo Niccolò. Leonardo le dio unas palmaditas en el hombro, pero no dijo nada. La ira se había helado en su interior y se sentía como si fuera a llegar un momento en que se volviera insensible. Incluso podía llegar a imaginar los grandes bloques de hielo que lo aislarían del mundo... una catedral de hielo azul y helado, majestuosa, invulnerable. Buscó un descanso a su dolor escapando hacia los familiares claustros de su catedral de la memoria. Se sintió aliviado con los artefactos de su infancia, pero se mantuvo bien alejado de aquellas estancias calurosas que contenían sus recuerdos, sus sentimientos, la mera noción de Ginevra.
—Yo también estoy afligido —dijo Niccolò. Después, tras un instante, y al ver que Leonardo no reaccionaba, el muchacho tiró de su manga—. ¿Leonardo...? ¡Leonardo!
Leonardo volvió de su ensueño.
—Lo siento, Nicco. Dime, ¿por qué estás afligido? Seguro que tiene que ver con el muchacho que han desmembrado y colgado.
Machiavelli asintió.
—Puedo entender la violencia de la muchedumbre, porque no es más que una bestia. Pero ese muchacho, ¿por qué ha sido tan estúpido?
—Bueno —dijo Sandro—, si fuera judío de verdad, tendría sentido.
—¿Por qué? —preguntó Niccolò.
—Porque los judíos mataron a Cristo. Por simple y puro odio. Para un judío, la Cristiandad es el enemigo. Para ellos, nosotros somos como los sarracenos. Odian a la Iglesia, y a ti y a mí. Odian a cada Virgen pintada o esculpida. Por eso Pater Patriae, que Dios lo acoja en su seno, les obligó a que se cosieran insignias amarillas en los sombreros y las mangas, para proteger a sus vecinos. Para protegernos a nosotros.
—Entonces lo sucedido le convertirá en un mártir para los de su fe —dijo Niccolò a Sandro.
—Yo no diría eso...
—Esto no tiene ningún sentido —dijo Niccolò—. Leonardo, ayúdame.
—No tengo respuestas para ti —respondió Leonardo—. Si hay alguna, probablemente no la sabremos nunca.
—¿Tú crees que era judío?
Leonardo se encogió de hombros.
—Quizá, quizá no. Pero llamamos judíos a todos los que no nos gustan, así que, ¿qué significa exactamente? —Al ver que Machiavelli estaba claramente agitado, añadió—: Quizá el muchacho estaba simplemente loco, Nicco, o quizá sintió que la Madonna le había fallado en algo. Quizá fuera un asunto del corazón... una mujer. Los jóvenes a menudo desean convertirse en mártires cuando una mujer los rechaza o los abandona por otro. —Leonardo no pudo evitar hacer una mueca al verse reflejado en lo que estaba diciendo—. ¿Recuerdas aquel cuento de Arlotto sobre un viejo que rogó a una estatua de Cristo que salvara a su mujer, que estaba muriéndose de tisis? —Al ver que Niccolò negaba con la cabeza, Leonardo continuó—: Este hombre era un devoto cristiano y había rezado ante aquella estatua durante más de veinte años. Podrías iluminar el mundo con todas las velas que el hombre había encendido y había colocado al pie de aquella imagen. Pero la estatua de Cristo no cumplió con su parte del trato. En pleno ataque de ira, el hombre le arrancó los ojos al Cristo, y gritó «Eres un farsante y una vergüenza».
—¿Y qué le ocurrió? —preguntó Niccolò.
—Según la historia, sus hermanos lo mataron —dijo Leonardo.
—¡Blasfemia! —dijo Sandro—. Los buenos cristianos temerosos de Dios no profanan imágenes sagradas. No deberías enseñar mentiras herejes ni historias blasfemas al muchacho. —Cogió a Niccolò del brazo para captar su atención, y añadió—: Arlotto no era más que un cuentista y un felón. —A pesar de que los cuadros de Botticelli rebosaban sensualidad, vivacidad y buen humor, tenía un lado mojigato que afloraba de vez en cuando.
—Amigo mío —dijo Leonardo—, si sigues pintando esas voluptuosas imágenes de Simonetta, la gente quizá llegue a pensar que eres un libertino y te llame hereje... o judío.
Machiavelli rió, y su risa alivió la tensión del momento, porque ante la mera mención de Simonetta, Sandro estaba dispuesto a convertirse en un santo o a pervertirse en las calles, si con eso podía llegar a ganarse el cariño de la muchacha.
Leonardo había comprendido por fin, lenta y tristemente, que Ginevra no lo amaba. Y eso le había dejado vacío y con cierta sensación de que se había acabado todo.
El Puente Vecchio, que había tenido que ser completamente reconstruido tras la gran inundación de 1333, estaba a oscuras en su mayor parte; pero el Arno, que pasaba por debajo, reflejaba las luces del festival de la ciudad. El río era como la llama de una vela; el agua se movía y la luz titilaba, reflejando las lámparas, las velas y las antorchas que ardían en las calles y en los edificios adyacentes. La mayor parte de las tiendas construidas sobre el propio puente estaban cerradas, igual que el puesto del carnicero, que apestaba. Pero algunas tiendecillas estaban abiertas y vendían dulces, nueces asadas, alubias y vino barato. Algunas prostitutas de aspecto cansado trabajaban por aquella zona frecuentada sobre todo por visitantes y ciudadanos que iban a tomar el Sacramento o a introducirse de pleno en los acontecimientos del festival en torno al Palazzo Vecchio. Muchos de ellos también tenían la intención de visitar el palacio de los Medici, porque esa noche sus jardines estaban abiertos al público y en sus terrenos se asaban tantos cerdos como para alimentar a un pueblo entero.
—¡Eh, maestro Leonardo! ¿Sois vos? —preguntó un muchacho que permanecía de pie sobre las antiguas piedras de Oltrarno, cerca del acceso al puente.
—¿Sí? —respondió Leonardo. El muchacho era Jacopo Saltarelli, un aprendiz de orfebre que a menudo acudía a modelar al taller de Verrocchio. Muchas veces Leonardo había tomado a Jacopo como modelo para sus dibujos y cuadros, porque tenía un cuerpo musculado, sus facciones eran de aspecto fornido, con grandes fosas nasales y la piel cetrina y llena de granos. Su barba, que probablemente se poblaría más cuando alcanzara la madurez, era escasa y rala; no obstante su largo y rizado cabello, que llevaba despeinado, era lujurioso.
—Los maeses Dei y da Peretola me han pedido que os espere y os lleve hasta vuestro destino —dijo Jacopo.
—Quieres decir que te han pagado para que nos esperes, ¿no? —preguntó Sandro, bromeando con el joven.
—Como deseéis, señor.
—¿Y cuál es nuestro destino si puede saberse? —preguntó Sandro.
—La Via Grifone.
—¿Sí...?
—Un gran banquete, señor, en el L’Ugolino. El maestro Guglielmo Onorevoli está dando una fiesta en honor a Simonetta Vespucci.
—Si Il Neri está dando una fiesta —dijo Sandro—, podéis estar seguros de que lo pasaremos bien. —Al rico heredero de la familia Onorevoli lo llamaban Il Neri porque siempre iba vestido de negro. Era como su firma, y lo hacía para impresionar a los demás.
—Es una fiesta muy extraña —dijo Jacopo mientras caminaban—. La villa entera está oscura como una bodega, a excepción de las lámparas de la puerta principal.
—¿Y por qué la casa está a oscuras? —preguntó Sandro, que seguido por Leonardo y Niccolò, se quedó atrás para que pudieran hablar en privado. Hicieron una señal a Jacopo para que siguiera adelante, y ellos lo siguieron a una distancia prudencial. Las calles no estaban tan abarrotadas como antes, y era fácil seguir la pista del muchacho—. Me sorprende que Simonetta acuda a una reunión pública que tiene a Il Neri como anfitrión —continuó Sandro.
Leonardo se volvió hacia él, inquisitivo.
—Il Neri tiene filiaciones políticas muy peligrosas.
—¿Te refieres a los Pazzi? —preguntó Leonardo.
—Incluso ellos creen que Il Neri está loco —respondió Sandro—. Pero Simonetta... suele frecuentar tanto la compañía de Giuliano y Lorenzo de Medici, que no es muy inteligente que establezca relaciones con sus enemigos. Estoy preocupado por ella.
—Será mejor que te guardes tus preocupaciones para ti —dijo Leonardo con un ligero sarcasmo—. La belleza de Simonetta le permite alzarse por encima de la moralidad y de la política.
—Es la virtud personificada, en todos sus aspectos. Pero aún y todo estoy preocupado por ella —dijo Sandro—. También por su salud.
Leonardo rió, como si hubiera vuelto a ser él mismo por un instante.
—¿Quizá debas dejar que sus médicos se ocupen de su salud?
—He escuchado su tos. No suena muy bien. Está muy arraigada en sus pulmones.
—Deberías alejarte de la bottega de Antonio del Pollaiuolo —dijo Leonardo—. Todos los que se pasan tanto tiempo cerca de su mesa de disección se acaban creyendo médicos.
—No tengo que abrir un cuerpo para saber que alguien está aquejado de tisis... o para pintarlo mejor, ya que lo mencionas —dijo Sandro malhumorado.
—Te pido disculpas —dijo Leonardo dando una palmada en el hombro de su amigo.
—Madonna Simonetta es la amante de los hermanos Medici, ¿correcto? —preguntó Niccolò ante la sorpresa de Sandro y Leonardo.
—Es una mera amiga, Niccolò —replicó Sandro.
—Los rumores dicen otra cosa —insistió Machiavelli.
—Quizá no deberíamos hablar de estas cosas delante del muchacho... Parece ser que Niccolò tiene muy buen oído para los cotilleos.
—Bueno, ¿qué esperabas? —dijo Leonardo—. Es uno de los aprendices más brillantes de Toscanelli. Su taller es como una casa de cambio de información.
—De calumnias.
—Algunas veces sí y otras no —dijo Leonardo—. Y claro que Simonetta es amante de los Medici, Sandro. Pero quizá le quede una pequeña reserva de amor para ti de la que te puedas alimentar.
Sandro se sonrojó y soltó un extraño gruñido.
—Podéis hablar todo lo que queráis —dijo Niccolò a modo de disculpa—. No escucharé —y se alejó caminando para reunirse con Jacopo Saltarelli.
Leonardo y Sandro llegaron a la finca Onorevoli, de acceso difícil, por una empinada calle que zigzagueaba entre edificios a punto de derrumbarse y que terminaba en un pasaje bastante amplio donde les esperaban Jacopo y Niccolò. Pero antes de que Jacopo siguiera adelante, Leonardo dijo:
—Nicco, he cambiado de idea. Este no es un lugar adecuado para ti. —Aunque era cierto que Leonardo estaba preocupado por el joven Machiavelli, en realidad él mismo no se sentía demasiado atraído por la perspectiva de cotillear y entretener a los variopintos y, probablemente, perversos invitados de Il Neri. De pronto se sintió extraño, como si la desesperación y las enfermedades del amor fueran un mal que llegara en oleadas igual que la náusea que provoca la comida en mal estado.
—Leonardo, ya casi hemos llegado —dijo Niccolò—. Y tengo hambre. Seguro que habrá comida. ¿Y acaso el maestro Toscanelli no te pidió específicamente que debías ser mi mentor para que pudiera experimentar la vida? Pues bien, la vida está al otro lado de ese pasaje. —Niccolò señaló la oscura fachada de la villa—. ¿Por favor...? Te hará bien, maestro. La diversión hará que olvides los asuntos del corazón.
—Los niños y los locos dicen las verdades —dijo Sandro—. Tiene toda la razón. Vamos...
Leonardo los siguió mientras intentaba mantener su ansiedad a raya. Pero era como si lo persiguiera un perro de caza oscuro y rabioso. Al cruzar el pasaje llegaron a un jardín con un césped inmaculado, un tapis vert de verdad. Los altos muros estaban cubiertos de jazmines trepadores, y un gran salón se abría a una terraza que miraba a la ciudad, que era una constelación de luces. El peristilo de columnas corintias se alzaba como unas ruinas antiguas en aquel moderno, pero eterno, palacio. Las lámparas ardían dentro de vasijas y urnas situadas alrededor de macizos de arbustos podados con formas imaginativas.
Leonardo y sus amigos siguieron a Jacopo por las escaleras, hasta el interior de la casa, que estaba a oscuras excepto por una vela situada en una pequeña mesa de aspecto pesado, pegada a la pared al otro lado de la entrada.
—Veis, es como os decía —dijo Jacopo—. Ahora, seguidme.
—¿Sabes a dónde vas? —preguntó Sandro.
—El señor Onorevoli me ha dado instrucciones —y el muchacho los guió por un tramo de escaleras hacia arriba, y luego hacia abajo, y cruzaron algo que se asemejaba a un abismo a causa de la oscuridad imperante, hasta llegar a una puerta negra. Niccolò no se separó de Leonardo, hasta que este le cogió de la mano.
—Parece que Il Neri ha convertido su casa en un reflejo de su alma —dijo Sandro.
—Lo más probable es que sea una velada llena de acontecimientos grotescos —añadió Leonardo.
—Puedo aguantar lo que sea por pasar una velada con Simonetta —dijo Sandro.
—¿Tienes miedo Niccolò? —preguntó Leonardo.
—No —contestó Machiavelli con mucho énfasis, pero su voz no sonaba muy segura.
De pronto, la luz se extinguió, y Jacopo desapareció.
Incapaz de ver en la oscuridad que los rodeaba, que era tan intensa que parecía tener su propia densidad, Leonardo palpó la puerta que sabía que tenían delante.
—Nicco —dijo—, quédate donde estás... ¿Sandro...?
—Estamos aquí... —dijo Sandro.
—Como pille a ese Jacopo... —dijo Niccolò.
—Tan solo está cumpliendo órdenes—dijo Leonardo tras encontrar el picaporte—. Ya está —y empujó para abrir la puerta.
Niccolò gritó.
Leonardo lo agarró por los hombros. La estancia en la que acababan de entrar estaba cubierta de cortinas negras. Las velas en los apliques de pared arrojaban un luz lánguida y como de otro mundo. Había hornacinas en las paredes, y cada una de ellas contenía una calavera humana iluminada. En las cuatro esquinas de la sala colgaban esqueletos humanos completos, que también estaban iluminados por velas para conseguir un efecto tenebroso. En el centro de la estancia se alzaba una larga mesa cubierta con una tela negra. Y como centro de mesa había otra calavera que descansaba sobre un plato de madera. Alrededor del plato había cuatro vasos de madera. Il Neri, vestido de negro como un sacerdote, su rostro maquillado con polvos blancos como la tiza, y los labios pintados de carmesí, se dirigió a Leonardo con una voz femenina.
—Caballeros, esto no es más que el principio de los placeres que os aguardan esta noche. Por favor, tomad asiento, porque cuando hayamos terminado aquí, nos moveremos a la siguiente... estancia.
—¿Dónde están nuestros amigos, Neri? —preguntó Leonardo.
—Os aseguro que están aquí —respondió Il Neri—. Pero van ligeramente más avanzados que vosotros en el descubrimiento de los placeres que os tengo reservados esta noche. Leonardo, esta noche superaré incluso tus trucos de prestidigitación. Ahora, por favor, sentaos.
Una vez los invitados estuvieron sentados a la mesa, las calaveras se movieron sin que hubiera ningún mecanismo a la vista y, como por arte de magia, de las cuencas de sus ojos asomaron salchichas, y en cada plato aparecieron faisanes asados.
—Muy bien, Neri, ¿pero nos atreveremos a comer estos alimentos? —preguntó Sandro.
—Eso depende de vosotros, amigos míos. —Neri se sentó y procedió a trinchar su faisán.
El ave que descansaba en su plato olía tan mal como las heces.
—No comáis nada —dijo Leonardo, dirigiéndose especialmente a Niccolò—. Será mejor que salgamos de aquí por donde vinimos.
—Ah, eres un aguafiestas, Leonardo —dijo Neri—. En cambio cuando se trata de tus trucos esperas que todo el mundo muestre el debido respeto.
—Pero nunca te he puesto mierda en la cara.
—No parece que mi comida esté mala —dijo Niccolò.
—Ni la mía —añadió Sandro.
Justo entonces hubo un ruido por encima de sus cabezas. Todos saltaron en sus sillas asustados. Se trataba de una mera distracción; porque cuando sus miradas se posaron en la mesa de nuevo, descubrieron que grandes fuentes de ensalada había sustituido a las salchichas y a los faisanes.
Sandro hizo un sonido de disgusto y se levantó de la mesa. Casi se cayó al suelo al hacerlo.
—¿Qué es esto? —preguntó Leonardo.
—Míralo tú mismo.
Leonardo lo hizo, y vio gusanos que se movían entre las hojas verdes.
—Neri, ya es suficiente. Niccolò, Sandro, salgamos de aquí.
—Vamos, vamos, amigos míos, no tenéis sentido del humor —dijo Neri intentando calmar los ánimos—. No es más que pura diversión, para crear una impresión, y no podéis negar que surte efecto de verdad.
—No es momento para bromas absurdas y grotescas —dijo Sandro—. Y hay un niño con nosotros.
—Es cierto que hay un muchacho entre nosotros, pero ¿acaso no está aquí para aprender sobre la vida y sus misterios?
—Así que has hablado con Zoroastro y Benedetto —dijo Leonardo.
Neri sonrió y asintió.
—No hay mejor noche para eso que la que he planeado —dijo a Sandro—. Una noche sagrada, la víspera al día de Resurrección. Una noche para recordar la humedad y el frío de la tumba, una noche para pensar en el sueño eterno y en los gusanos que devoran nuestra carne. Si los milagros del divino Cristo fueran mundanos, si no infundieran terror en su pureza y su esencia sobrenatural, no serían dignos de Nuestro Señor. ¿No es eso lo que debemos enseñar a nuestros hijos?
Hubo otro ruido agudo y repentino, esta vez un poco más distante. Niccolò se asustó igualmente y buscó la protección de Leonardo.
—Nos vamos, Neri —dijo Leonardo.
—Oh, vamos... por favor. Enseguida os llevaré con vuestros amigos... y a lugares menos terroríficos.
—No, gracias.
—Pero, queridos amigos —dijo Neri—, no podréis encontrar la salida sin un guía, sin luz.
Las velas se apagaron de pronto dejando tan solo el recuerdo de su luz en las retinas, en medio de la oscuridad.
—Bien —continuó Neri—, ¿me acompañáis a la fiesta? Os prometo que os divertiréis.
—¿Y qué hay del niño? —quiso saber Leonardo.
—Ya no soy un niño —replicó Niccolò.
—¿Y bien...?
—Tienes mi más solemne juramento—dijo Neri—, de que si ocurre algo inapropiado, el muchacho no se verá envuelto en ello. Haré que le acompañen a casa. Si lo deseas, tú mismo podrás llevarlo a casa, o Sandro. Pero os aseguro que no querréis iros. En los años venideros se hablará de este banquete. Y, Sandro, te aseguro, que tiene que ver con honrar esta fiesta sagrada.
—Me habían hecho creer que esta fiesta era en honor a Simonetta —dijo Sandro.
—Y lo es —respondió Sandro.
—¿Dónde está?
—Está aquí, te lo aseguro. Pero encontrarla depende de ti. —La vela que sostenía Neri se prendió, de nuevo como por arte de magia—. Y ahora... por favor, seguidme. —Abrió una puerta y abandonó la estancia.
Leonardo y Sandro no tenían otra opción que seguirle. Pero los dos sujetaban firmemente a Niccolò.
—Ya estamos —anunció Neri, y llevó a sus invitados a través de una puerta de nogal con engastes de bronce, y entraron en una gran sala abovedada con enormes chimeneas de pietra serena y altas ventanas con molduras y cortinas de tela negra. Había tantas lámparas y velas en la estancia que Niccolò gritó asombrado:
—¡Es un mundo de estrellas!
Al menos un centenar de invitados, casi todos ebrios ya, se arremolinaban en torno a largas mesas cubiertas de candelabros y comida: faisanes, perdices, ternera, cerdo, frutas, condimentos y verduras. Los invitados formaban un grupo dispar y exótico; pero era algo inevitable si la idea era convertir aquella fiesta en un acontecimiento memorable. Había varios cardenales, vestidos en el vigoroso color propio de su oficio, llegados de la Sede en Roma; ricos cortesanos que lucían las provocativas camisas de blanco virginal tan populares en Venecia y Milán; humildes prostitutas de aspecto grasiento que buscaban darse importancia y hablaban en voz muy alta en el dialecto toscano que se hablaba en las calles; y ricos miembros de los gremios que representaban a las familias más importantes de Florencia. Al parecer, solo los Medici estaban ausentes. También había invitados luciendo ropas extranjeras, visitantes de Famagusta, Bejaïa, Túnez y Constantinopla; agentes y clientes de ricos comerciantes de Sevilla, Mallorca, Nápoles, París y Brujas que habían venido para el festival. Un teniente del sagrado sultán de Babilonia lucía un turbante blanco a juego con su disfraz de estilo florentino: una media roja en su pierna derecha y una azul en la izquierda, e incluso sus zapatos eran de dos colores, amatista y blanco. Pero el pájaro más exótico del lugar era un chino de aspecto robusto vestido con túnica y zapatillas de color púrpura. Los criados, hombres y mujeres (hombres jóvenes en su mayoría), iban ataviados con vestidos de gasa. En la práctica, era como si fueran desnudos. Iban de aquí para allí con bandejas llenas de copas de vino.
—Me haces daño —dijo Niccolò. Leonardo lo tenía firmemente sujeto por el brazo.
—Entonces deja de intentar escapar de Sandro y de mí.
—Suéltame. No eres mi padre.
—No me pongas a prueba, Nicco —dijo Leonardo—. Otra palabra y te llevo a casa ahora mismo.
—¿A la bottega del maestro Toscanelli?
—Has elegido ser mi aprendiz —respondió Leonardo—. Y seguirás siéndolo. —Niccolò dejó de revolverse y sonrió a Leonardo, como si esto fuera todo lo que había querido escuchar. Leonardo soltó al muchacho y volvió su atención a Neri—. ¿Todos los que están aquí han tenido el honor de pasar por esa cena íntima al igual que nosotros? —preguntó.
—Solo aquellos invitados especiales a los que quería impresionar particularmente —dijo Neri.
—Eso no incluye a los buenos prelados ni al hombre de ojos rasgados, ¿no? —dijo Leonardo.
—Oh sí, especialmente a los buenos prelados —dijo Neri muy cortante—. Ahora, por favor, comed y bebed con total libertad. Os aseguro que las vituallas serán de vuestro agrado.
Hubo una explosión de luz en un rincón de aquella enorme sala de baile, y después un aplauso. La multitud se arremolinó alrededor de un hombre que se parecía mucho a Leonardo.
De hecho, era exactamente como Leonardo.
—¿Y quién es ese? —preguntó Leonardo a Neri.
Neri rió.
—Bueno, eres tú.
—Eres tú —dijo Sandro gratamente sorprendido—. Y mira, acaba de hacer el truco de crear llamas vertiendo vino tinto en aceite hirviendo. Uno puede entender que ese truco surta efecto entre la chusma, pero estos son ciudadanos de cierto nivel. Sin embargo... Supongo que es un buen truco.
—Vamos, te presentaré —dijo Neri con una sonrisa exagerada producto de sus labios pintados como los de un payaso.
—¿A mí mismo? —preguntó Leonardo divertido.
Siguieron a Neri hasta el rincón donde el doble de Leonardo se dedicaba a entretener a los invitados con una historia muy divertida. Era de la misma estatura que Leonardo; sus ropas, limpias y frescas, eran idénticas a las que llevaba Leonardo: un estrecho jubón de heliotropo, camicia encarnada, y pantalones con tan solo una tira de cuero adherida a la parte de abajo de las calze para proteger la planta de los pies. Pero era su rostro lo que fascinaba a Leonardo. Era como si se mirase en un espejo. Los rasgos eran perfectos, o al menos lo parecían bajo aquella luz que tenía el color de la mantequilla caliente.
¿Cómo lo habría conseguido?, se preguntó Leonardo. Tan solo la voz sonaba un poco extraña, demasiado profunda. Pero a pesar de eso...
—¿Leonardo? —dijo Zoroastro, que estaba cerca del falso Leonardo y lo ayudaba con los conjuros—. ¿Eres tú? —Divertido, se acercó a Leonardo.
—¿Son gemelos? —preguntó alguien.
—Eso es imposible, amigo mío. Porque solo puede haber un genio con el nombre de Leonardo da Vinci —respondió Neri.
—Entonces uno es falso.
—¿Pero cuál?
—¿Quién eres tú? —preguntó Leonardo no sin cierta admiración por aquel hombre.
Pero Zoroastro, que sin duda había caído en el engaño, interrumpió diciendo a Leonardo:
—Ya decía yo que este hombre que parecía ser tú sonaba extraño... demasiado grave, y profundo. —Se volvió hacia el doble de Leonardo y añadió—: Y tú me has dicho que estabas resfriado.
—Y lo estoy —dijo el hombre sin achantarse.
Incapaz de resistirse a bromear un poco, Leonardo miró a Zoroastro.
—¿Estás seguro de que yo soy el verdadero Leonardo?
—Niccolò y Sandro han llegado contigo —dijo Zoroastro intentando mantener su fachada de ecuanimidad—. Facta, non verba.
—Les he pedido que fueran a hacer un encargo para mí mientras yo me adelantaba —dijo el doble de Leonardo siguiendo el pie que le habían dado, como un actor sobre el escenario.
—Sí, sí lo hiciste, maestro Leonardo —dijo Niccolò al doble de Leonardo, su rostro tan serio como si estuviera diciendo la verdad—. Dijiste que querías caminar solo para poder pensar.
—En lo que a mí respecta, los dos podéis ser Leonardo —replicó Zoroastro.
—Una idea excelente —intervino el doble de Leonardo—. Maestro Leonardo, combinemos nuestros considerables talentos. Acabo de completar la construcción de una máquina voladora. ¿Quizá deseéis pilotarla en su vuelo bautismal?
Aquello silenció a todos los presentes.
—Los ángeles —siguió el doble—, serán los que la hagan volar, ya que son seres más ligeros que el aire. Harán que mi máquina se eleve más allá de la esfera de la luna, más allá de la esfera de las estrellas permanentes, hasta la esfera cristalina; es más, hasta el mismísimo Primum Mobile.
—Y después, por supuesto, al paraíso empíreo —remató Leonardo.
—Desde luego. ¿Entonces vos también estáis empeñado en una empresa parecida?
—Sí, pero aunque no lo estuviera, ¿acaso podría discutir racionalmente con alguien de tal sabiduría que puede valerse del sagrado poder de los ángeles? Tendría miedo de ser acusado de incredulidad y herejía.
El doble de Leonardo soltó una carcajada, con una risa franca que le resultó extrañamente familiar a Leonardo. Sin embargo, no conseguía ubicarlo.
—Si habéis construido vuestra propia máquina, no puedo pediros que pilotéis mi humilde artilugio.
—Au contraire —respondió Leonardo con una sonrisa—. Será un honor, porque no suele ser muy común que a uno le pidan volar con los ángeles.
Entonces Neri cogió a Leonardo por el brazo y anunció que tendrían que disculpar a ese Leonardo porque se tenía que marchar.
—No debo, ni pienso dejar solo a Niccolò —susurró Leonardo. Miró a Niccolò reprobador porque el muchacho estaba demasiado cerca de una hermosa muchacha con ojos de ciervo, una de las criadas de Neri. La muchacha sonrió a Niccolò, que se sonrojó, quizá debido a que la muchacha iba casi desnuda. Desde luego, ni se dio cuenta de la mirada reprobadora de su maestro.
Neri habló brevemente con Sandro que prometió vigilar a Niccolò durante un tiempo y, si fuera necesario, velar por su seguridad, lo que significaba mantenerlo alejado de camas y criadas.
—Ya está —dijo Neri—. Alea iacta est. Ahora, ¿te puedes permitir confiarte a mí?
—No soy tan estúpido.
—Pero debo mostrarte por qué te he invitado —insistió Neri.
—Creía que era para que conociera a mi gemelo.
—Y ya lo has conocido. —Leonardo habló brevemente con Sandro y Niccolò, y al quedar satisfecho sabiendo que todo iría bien, permitió que Neri lo guiara a través del salón. Aquellos curiosos que intentaron seguirlos se encontraron con la amable resistencia de los criados de Neri. Una vez Leonardo y Neri dejaron atrás aquella estancia abovedada, dos jóvenes les precedieron iluminando su camino a través de la casa.
—Resulta gratificante ver que te preocupas tanto por tu joven aprendiz —dijo Neri—. No creí que te importara algo más que tu trabajo, ahora que lo pienso, tienes reputación de rebelde. ¿Por qué si no acudirías a una fiesta como esta?
—He venido por Sandro —dijo Leonardo.
—Ah, sí, por Sandro —repitió Neri con cierto sarcasmo poco característico en él—. Haré todo lo que esté en mi mano para entretenerte, y antes de que acabe la noche, te presentaré a alguien que creo que encontrarás muy agradable.
—Espero que no estés diciendo que vamos a tardar toda la noche en volver con los invitados —dijo Leonardo.
—Eso, Leonardo, depende totalmente de ti —dijo Neri misteriosamente.
—¿Y ese invitado que me quieres presentar? ¿Es mi otro «yo»?
—No, pero es un visitante de un lugar muy lejano. Los dos tenéis algo en común.
—¿Y qué es?
—No diré nada más, o lo estropearía todo.
—Neri, ya es suficiente —dijo Leonardo—. Tienes que decirme quién es mi doble.
—Ahora te toca seguirles el juego a los demás para encontrar tus respuestas —dijo Neri con una sonrisa. Seguían caminando detrás de sus criados, atravesando estancias y pasillos donde los retratos de severos comerciantes, damas ancestrales y grotescos centauros de trampantojo, náyades y sátiros, los observaban fijamente. Subieron por unas escaleras, y luego por otras, siempre subiendo, hasta que llegaron ante una puerta pesada engastada en bronce. Los criados se apostaron a ambos lados de la puerta de una forma muy marcial. Si hubieran portado alabardas, lo más probable es que las hubieran cruzado.
—Neri, creo que estás llevando este juego demasiado lejos —dijo Leonardo sintiéndose súbitamente nervioso.
—Dejaré que juzgues eso... dentro de unos instantes —y abrió la puerta. Entraron en un dormitorio bien iluminado pero pequeño y poco ostentoso, salvo por la cama, que era grande con cuatro columnas y dosel. Los postes estaban tallados en forma de plumas de avestruz en lo más alto, y ricas cortinas con grifos bordados colgaban hasta el simple suelo de tablas de madera. En las cuatro esquinas de la habitación ardían velas en sus apliques, había una lámpara sobre una mesa de buen tamaño y a su lado dos vasos, una botella de vino, un lavamanos de porcelana blanca, jabón y una ordenada pila de toallas de lino azul pálido con bordados de plumas y grifos. Neri sirvió a Leonardo un vaso de vino y se lo entregó.
—Siéntate —dijo señalando hacia la cama—, estaré listo en unos momentos.
—Neri, limítate a enseñarme lo que me has traído a ver —dijo Leonardo impacientándose.
Neri se echó hacia atrás la capucha negra y se quitó el tocado que tenía firmemente agarrado a la cabeza. Un cabello largo, rubio y rizado cayó sobre la oscura casulla.
—¿Quién eres? —preguntó Leonardo, impresionado por haber sido engañado por aquel impostor que seguía quitándose capas de finos materiales, piel de animal en su mayor parte. Tras lavarse con agua y jabón, y frotarse con las toallas, el rostro recién revelado resultó ser más impresionante que cualquiera de los trampantojos de las pinturas de los pasillos.
Era el de Simonetta.
Tras quitarse todo el maquillaje, su rostro era blanco como el marfil, e inevitablemente pálido. Ella lo miró atentamente, con el rostro serio, sin un ápice de frivolidad, engreimiento o mezquindad en su expresión. Sus ojos estaban inmóviles y eran insondables, y mientras observaba a Leonardo se desató la túnica y la dejó caer hasta sus pies. Tan solo sus pechos, que ahora parecían pequeños, estaban enrojecidos: una gota de bermellón y rosa contra un fondo blanco.
—No, por favor, Leonardo, no te pongas nervioso —dijo con su propia voz, que tenía una resonancia y un registro totalmente diferente a cuando estaba imitando a Neri. Se acercó a la mesa, se sirvió una copa de vino, y se sentó al lado de Leonardo.
—Tengo que irme —dijo Leonardo, impresionado y avergonzado.
—¿Por qué? Estás enfermo de amor. No te curarás porque te marches ahora. Pero quizá si te quedas... —Simonetta sonrió sin un gramo de malicia. Solo había tristeza. No intentó cubrirse, sino que siguió allí sentada, al parecer muy cómoda.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Leonardo.
—Siempre te he deseado, Leonardo —dijo suavemente y de forma directa.
—Si Lorenzo o Giuliano nos descubren aquí...
Simonetta meneó la cabeza y rió. Su pelo parecía casi transparente a la luz de las velas.
—No tendría mucha importancia para mí, Leonardo, pero para ti significaría el fin de todo.
—Y para ti también. Vámonos, ahora —insistió Leonardo. Su frustración se hizo evidente en su voz.
—Sé lo que te ha ocurrido —dijo Simonetta acercándose a él. Leonardo miró al suelo, en un intento de evitar la desnudez de Simonetta, aunque se sintió excitado por su olor y su cercanía.
—¿Y qué es lo que me ha ocurrido? —preguntó Leonardo.
—Lo sé todo sobre ti y Ginevra, y sobre el viejo Nicolini.
Sorprendido, Leonardo la miró directamente.
—He hablado con Sandro.
—¿Y él te ha contado mis asuntos privados? —preguntó Leonardo sin poder creérselo.
—Él me lo cuenta todo... porque sabe que puede confiar en mí. ¿Y quieres saber por qué?
—No —dijo Leonardo, humillado y enfadado—. No quiero saberlo.
—Porque me muero. Sandro lo sabe, aunque no quiere aceptarlo. Me ama.
—No te creo cuando dices que te mueres —dijo Leonardo, mirándola como si fuera Ginevra.
—Es verdad, pero no tengo intención de toser ante ti hasta que me revienten los pulmones para probártelo. —Entonces ella se abrazó a Leonardo—. Pero esta noche, somos los dos los que nos morimos.
Leonardo se sintió atrapado, aunque sabía perfectamente que podía levantarse y marcharse. Sin embargo, se sentía excitado por Simonetta. Lo había abordado cuando se sentía más vulnerable. Ella era la encantadora, la hechicera, y no él. Ella era el thaumaturgus. Era como si ella lo hubiera liberado de pronto irresistible e irremediablemente del mundo, como si ahora los sueños y las pesadillas estuvieran hechos del mismo material que el fuego y el agua, y las sillas, y las paredes; esas paredes, esos suelos, esa cama, esa mujer que lo acariciaba.
Pero lo que de verdad lo había atrapado, e incluso le había hecho olvidar a Ginevra, fue su profunda tristeza. Se estaba muriendo, no podía ser de otra manera.
Observó como Simonetta deslizaba las manos por sus piernas, tocándolo, liberándolo de la coquilla. Sintió que debía detenerla, parecía haber olvidado cómo funcionaban los músculos necesarios para alejarse de ella. ¿Qué importaba? Él era libre, aunque aquella libertad fuera como una pesadilla. Antes de que pudiera liberarse de su sueño... o su pesadilla, Simonetta se arrodilló en el suelo y tomó su miembro con la boca. Leonardo no se movió, y se sintió como si lo hubieran pillado en falta. El corazón le latía con fuerza y lo sentía palpitar en la garganta. Pensó en agua, en la superficie del mar, en Ginevra, siempre Ginevra. Pero la boca de Simonetta envolvía su miembro, que él imaginó duro y frío como el hielo. O una piedra. Como si fuera Lot y no hubiera podido resistir mirar hacia Sodoma y se hubiera convertido en una estatua de piedra fría e implacable. Pero Simonetta le succionaba entero, calentándolo como si ella fuera un horno, derritiéndolo; hasta que él la empujó hacia la cama, besándola, oliéndola, mientras empezaban a colisionar, el uno contra el otro, como engrasadas máquinas de carne y hueso.
Mientras él la besaba profundamente descubriendo su sabor, ella le ayudó a quitarse la ropa. Simonetta insistió en que quería estar cerca de su piel. Leonardo buscó su lengua, y permitió que ella le llenara la boca con la suya. Y mientras caía sobre la cama, con las piernas abiertas en torno a él, Leonardo lamió su cuello y chupó sus senos como si fuera un niño que tratara de obtener leche a través de sus pequeños y erectos pezones.
Leonardo hundió su rostro entre las piernas de Simonetta, y aspiró el húmedo olor a tierra. Los recuerdos de la infancia lo inundaron: una imagen brillante y luminosa de las laderas del monte Albano en Vinci, las minas de ocre en Val d’Elsa, las flores y hierbas, y las estratificaciones en la oscura gruta de Vinci, su gruta, donde había pasado tantas horas solitarias. Incluso ahora podía recordar el aire impregnado de olor a salvia, tomillo, menta y moras. Recordaba a su madre, y a su primera madrastra, la joven y hermosa Albiera di Giovanni Amadori. La esposa de su padre no había sido mucho mayor que él mismo, y Leonardo había pasado muchas horas en aquella gruta, suspirando por ella. Ahora Leonardo se elevó sobre Simonetta, para penetrarla más profundamente. Ella jadeó cuando él lo hizo, como si la hubiera pillado por sorpresa. Miró a Leonardo, con el rostro serio, como intentando no dejar traslucir su agonía. Simonetta era muy hermosa, con su denso cabello alrededor de su dulce y aristocrático rostro, como un halo de gloria. Y, sin embargo, su rostro no reflejaba más que dolor, era el rostro compungido de un doliente.
Una vez fue vulnerable... y mortal.
Una Madonna de pureza.
Una madre doliente arrancada de su familia.
Una puta fría y hermosa.
Simonetta hizo una mueca a punto de alcanzar el orgasmo, y por un instante, a él le pareció que ella era como Medusa. Cuando era pequeño había pintado un rostro parecido, y su padre había vendido la tabla por trescientos ducados. En ese momento, en ese segundo alucinógeno justo antes de eyacular, Leonardo imaginó el magnífico cabello de Simonetta convertido en lustrosas y doradas serpientes que se retorcían. Y se quedó helado. Una de aquellas criaturas de lengua viperina se enroscó alrededor de él mientras seguía empujando hacia el interior de Simonetta. El roce de la piel húmeda era como el sonido amortiguado de lejanas criaturas que se reunían y se separaban.
De pronto, Leonardo sintió que Ginevra lo observaba, desde algún rincón de su catedral de la memoria. Como si él fuera el pecador.
Pero incluso ahora, especialmente ahora, mientras introducía su vida en el interior de Simonetta, sintió la dolorosa pérdida de Ginevra.
Y en ese frío, húmedo y solitario momento de éxtasis, Leonardo se vio reflejado en los ojos grises de Simonetta.
Los ojos de Ginevra...
Ella lloraba... igual que él.