24 El castillo del águila

«El ave que no desee morir no debería acercarse nunca a su nido.»—Leonardo da Vinci«Como un remolino de viento que corre hacia un valle arenoso y profundo, y en su carrera apresurada arrastra hacia su centro todo lo que se interpone en su furioso camino.»—Leonardo da VinciNo había tiempo para dormir, porque ya casi era de día.

Aunque el campamento estaba inmerso en un tremendo alboroto, todo el mundo hablaba en susurros. El cielo era una panoplia de estrellas y su reflejo y la luz de las hogueras hacían que aquella escena justo antes del amanecer pareciera de otro mundo. Leonardo buscó a sus amigos. Entumecido, vagó por el campamento. Absorbió toda y cada una de las partes grotescas de aquel campo de batalla: a todos los que iban de acá para allá y a los que permanecían inmóviles a causa del dolor o la fatiga... Para Leonardo, todas las personas y los objetos que le rodeaban se convirtieron en una especie de cuadro, un cuadro que estaba vivo y que cambiaba, crecía, se descomponía e incluso moría al pasar el tiempo; pero solo como morían las plantas en invierno mientras todo lo demás seguía vivo. Leonardo veía aquel cuadro viviente como si estuviera pintado según la moda flamenca: barnizado, con varias capas de pigmentos al óleo, tan brillante y profundo como la prisión helada del Anticristo.

Una y otra vez volvía a aquella idea, como si Dante le ordenara y lo acosara como un ave de rapiña, castigándolo por todo aquello, por sus máquinas de destrucción, por aquellos campos de huesos y muerte negra como el ébano. Las estrellas eran el barniz; parecía que la luz misma emanaba de los cadáveres esparcidos para siempre en el campo de batalla. Leonardo quiso adecentarlos, poner rectos sus retorcidos miembros, cerrar sus ojos interrogantes y llenos de estrellas, cubrir su desnudez, porque daban la impresión de estar desnudos, como si los hubieran interrumpido en algún acto indecoroso. Leonardo había visto la muerte en otras ocasiones, pero no bajo tantas formas distintas; nunca le había afectado tanto cuando cortaba carne y articulaciones en su bottega para investigar la naturaleza. Así que así era la muerte llana y simple: una ladrona que desgarraba y desmembraba; de hecho, aquellos que habían caído habían sido recogidos del suelo como pedazos de basura. Muchos yacían medio desnudos, porque para un beduino llevarse las ropas del enemigo conquistado era una señal de victoria.

Pero aquellos hombres eran todos hermanos, Ak-koinlu, miembros de la tribu de la Oveja Blanca.

Los pensamientos de Leonardo tenían vida propia, porque pensó en un gran festín: las bandejas cubiertas de salsa hirviendo y arroz brillante, el aroma de la carne asada que provocaba que se la hiciera la boca agua, las cabezas de oveja hervidas sobre una montaña de arroz, salsa y carne; sus bocas abiertas con sus negras y humeantes lenguas asomando entre unos dientes blancos como la luna.

Asqueado, se dio la vuelta, la muerte lo rodeaba... y todavía ni siquiera se había aventurado a caminar entre los kurdos que habían sido destrozados por sus máquinas... Recordó el Ponte Vecchio de Florencia, el puente de los carniceros, donde siempre se pisaban charcos de sangre coagulada; paseó por delante de los cuerpos recién troceados que serían la cena de esa misma noche.

—Leonardo, ¿es que no duermes nunca? —preguntó Kuan. Leonardo se sorprendió e instintivamente echó mano de su daga. Aquel acto le hizo gracia a Kuan.

—No estoy solo —dijo Leonardo—. Y nadie más está durmiendo, salvo los muertos. —Miró los cadáveres.

—Te arrepentirás cuando cabalguemos. Entonces desearás haber dormido.

—Quizá, pero entonces, tú también deberías probar tu propia medicina.

Kuan lo ignoró y observó a los enterradores que empezaron a trabajar cavando tumbas poco profundas. Leonardo recordó la peste y sintió un escalofrío.

—¿Has encontrado a tus amigos? —preguntó Kuan.

—He buscado por todo el campamento —dijo Leonardo—. No están en ninguna parte. ¿Han sido enviados a casa?

—Tenías que haber visitado mi tienda. Están a mi cargo, y así seguirán.

—Entonces, ¿tú los llevarás de vuelta? —preguntó Leonardo. Deseaba desesperadamente ir con ellos, volver a casa; pero solo a través del califa podría encontrar a Niccolò y a A’isheh. No podía volver a casa sin Niccolò. Y, aunque no quisiera admitirlo, tampoco quería marcharse sin ver con sus propios ojos lo que Zoroastro había hecho con sus inventos.

—No, el gobernador de los mundos todavía no está listo para dejarlos partir, especialmente a tu amigo Sandro. Les ha invitado a que nos acompañen.

—¿Adónde? —preguntó Leonardo, sorprendido.

Kuan se encogió de hombros y dijo:

—A la guerra.

—¿Por qué? Ninguno de ellos es un guerrero... más bien todo lo contrario.

—Quizá Ka’it Bay necesite que alguno de ellos haga de embajador, alguien a quien ya conozca el enemigo, alguien que simpatice con el Gran Turco. —Kuan rió suavemente—. Y ha elegido a tu artista, el diplomático menos diplomático.

—¿Y Amerigo?

—Le hemos retenido para que vosotros dos accedáis a quedaros, pero puede marcharse si quiere. —Kuan sonrió de nuevo, ligeramente—. Sin embargo, aquí está más seguro, bajo nuestra protección.

—Temo por ellos.

—Harías bien en temer por ti mismo y dejar que el destino cuide de tus amigos.

—¿Qué quieres decir?

—Ussun Cassano nunca habría dejado que lo sorprendieran así —dijo Kuan señalando a los muertos—. Las putas lo sabían. Tienen su propio... medio de comunicarse.

—¿Qué es lo que sabían?

—Que íbamos a masacrar a las tropas de Unghermaumet. Unghermaumet debería haberse dado cuenta de que las putas no habían caído sobre sus hombres como gusanos sobre la carne, pero estaba demasiado ocupado siendo un sentimental, llorando como una mujer por su padre muerto.

La llamada al rezo de los muecines resonó por todo el campamento, y durante los siguientes minutos todo se detuvo; como si incluso la naturaleza, las pequeñas criaturas que se arrastraban y se escurrían, la pesada atmósfera, las piedras, la arena y las lejanas colinas cubiertas de niebla, estuvieran esperando los efectos rejuvenecedores de la oración. Porque las palabras podían crear el universo, y desde luego podían dar vida a un nuevo día. Como respuesta, las estrellas se apagaron por el este a la vez que una luz grisácea invadía aquel rincón de la noche, borrando la oscuridad como si se tratara de un disolvente.

Unghermaumet fue enterrado con la pompa y la ceremonia de un príncipe caído en el campo de batalla.

Se cerraron las fosas comunes.

Ka’it Bay y Ussun Cassano se reunieron para hablar.

Y sus ejércitos se separaron en medio del calor de la mañana, a través de oleadas de calor, arena centelleante y planicies de barro tan suaves y lisas como piedra pulida.

Leonardo recibió permiso para cabalgar al lado de Sandro y Amerigo, pero ellos sabían tan poco como él sobre el destino al que se dirigían. Solo sabían que cabalgan hacia el noroeste.

¿A Jerusalén?

Pero Leonardo quería ir a Damasco, para ver a Zoroastro y a Benedetto, y la bottega que estaba produciendo sus inventos.

El desierto fue el castigo por toda aquella muerte y todos aquellos desmembramientos, por robar y profanar a los muertos.

Un viento sofocante se levantó como un vendaval azotando la arena y los arbustos. Empezó con pequeñas ráfagas y remolinos, como un khamsin egipcio, haciéndose más fuerte poco a poco hasta que llegó un momento en el que las tropas del califa parecían enfrentarse al constante chorro de aire de un horno caliente. Leonardo sintió que el sudor de sus mejillas era gélido como el hielo; saboreó su sabor salado con la lengua, como para contrarrestar la sequedad de sus labios cuarteados, su rostro y sus manos. A pesar de que se había tapado la nariz y la boca con el turbante al estilo de los árabes, los ojos le escocían. La arena quemaba como el ácido.

Todo estaba envuelto en una bruma blanca. Había poca visibilidad. Era como flotar en un sueño, un doloroso sueño con olas constantes. Los camellos avanzaban con dificultad, lentamente, abriéndose paso en aquella atmósfera como de humo que parecía solidificarse a su alrededor. De vez en cuando, Leonardo se sobresaltaba como le ocurría a menudo cuando dormía profundamente. Apenas podía respirar, y eso le aterrorizaba, porque tenía la sensación de que se le había cerrado la garganta de tal manera que se ahogaría hasta morir. Aunque había aprendido el truco de los beduinos de beber como camellos en cada pozo que se encontraban, y de hecho había bebido hasta que había creído que iba a explotar, estaba sediento de nuevo. La boca le sabía a metal.

Solo se habían detenido una hora para acurrucarse bajo la protección de algunas mantas, y luego, Ka’it Bay había retomado el avance a marchas forzadas. Sus tropas ya ni siquiera intentaban hablar en medio de aquel viento para gritar: «Por los ojos de A’isheh», como habían hecho cientos de veces anteriormente. A’isheh era una presencia del desierto. Los hombres hablaban de ella como si la conocieran, como si fuera una perla que no tuviera precio, el grial. Como si fuera la encarnación de las bellezas que encontrarían en el Paraíso, su recompensa por morir en nombre de Dios. Era una filosofía, un propósito y un destino. Era una idea, una bandera y un país.

Y todo por obra de Ka’it Bay.

A través de sus trovadores y sus hombres santos, y el milagro del boca a boca, el califa había transformado la carne de A’isheh en espíritu, y ella había pasado de prostituta a diosa.

Así como los florentinos hablaban de sus santos como si tuvieran alguna relación íntima, como si fueran parientes lejanos ricos; así hablaban aquellos hombres de A’isheh.

Pero a la mente de Leonardo le resultaba muy difícil aceptar que aquella gente que luchaba continuamente entre ella, que no podía ponerse de acuerdo ante las cosas más tangibles, pudieran sacrificarse por una simple idea de amor.

El viento sopló todo el día y toda la noche.

El rostro de Leonardo ardía y sangraba, temblaba a causa de la fiebre cuando se acurrucó en posición fetal debajo de su manta para descansar unas pocas horas antes de que Ka’it Bay llamara a sus guardias para retomar la marcha. Todavía no había amanecido, y Leonardo cabalgó detrás de Kuan en aquella oscuridad de torbellinos de viento que asemejaban humo dentro de una habitación oscura. La luna no era más que un borrón en el espacio distorsionado por la tormenta de arena. Dos horas más tarde, la tormenta redobló su fuerza, y el viento soplaba tan caliente y arrojaba arena con tanta fuerza que provocaba heridas sangrantes. Tuvieron que azuzar a los camellos que querían abandonar la columna, como para darle la espalda a la furia del viento.

A un lado de Leonardo cabalgaba Amerigo, al otro, Sandro. No podían hablar a causa de la tormenta, así que cabalgaron como el día anterior: los ojos entrecerrados, los rostros cubiertos, meciéndose sobre los camellos en algo parecido a un sueño, la mente llena de pensamientos vacíos, soñando. Y Leonardo entraba y salía de su catedral de la memoria, dando saltos hacia delante y hacia atrás en el tiempo, como un anciano que rebusca en el pasado pero vive en el presente. Estaba en la gruta cerca de la casa de Caterina, el lugar de su nacimiento y de su infancia, el paisaje que aparecía en muchos de sus cuadros; aquellos cuadros en los que se asomaba a sus recuerdos a través de una ventana, como si a través de los pigmentos y del aceite de linaza se pudieran refrescar los ojos cansados para ver de nuevo con la perfección de la niñez.

A Leonardo le ardían y le dolían los ojos. Era como si estuviera mirando aquella tormenta blanca a través de una persiana, aquella luz cegadora a través de un larguísimo y oscuro pasillo. Los hombres que lo rodeaban aparecían y desaparecían, como si la tormenta se los llevara a otro mundo y los devolviera luego a la realidad. Leonardo se preguntó si era producto de la fiebre o de la arena.

—Sandro —gritó Leonardo en medio del vendaval—. Sandro, ¿dónde está Amerigo? —Amerigo había desaparecido, pero Leonardo no podía decir si había sido hace minutos o hace horas.

—No lo sé —respondió Sandro a gritos—. Yo... —Pero el viento se llevó sus palabras, y era imposible distinguir ninguna expresión en su rostro, porque llevaba tapadas la nariz y la boca con la tela de su turbante.

Leonardo buscó entre las filas de jinetes, avanzó, y luego volvió grupas hasta retaguardia, y al final encontró el camello de Amerigo, sin jinete, que iba atado con los camellos que transportaban el equipaje. Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Si Amerigo se había perdido en aquella tormenta, en aquel desierto, entonces era seguro que estaba muerto.

—¿Dónde está el hombre que montaba este camello? —preguntó a un beduino envuelto en tela de arriba abajo y que dirigía los animales de carga.

El beduino se encogió de hombros, pero Leonardo insistió.

—Debo saberlo. —Si el que anduviera perdido hubiera sido un hombre de su tribu, aquel hombre no se habría quedado de brazos cruzados.

—No me he quedado nada —dijo el beduino—. Puedes verlo tú mismo. —Y señaló el camello con su carga.

—No tengo intención de acusar a uno de los elegidos de Ka’it Bay de ser un ladrón —dijo Leonardo—. Tan solo deseo saber qué ha ocurrido. —Sandro le había seguido y se acercó al beduino, aunque no lo suficiente para que este se pusiera nervioso.

La educada forma de hablar de Leonardo tranquilizó al beduino, que dijo:

—El camello se ha unido a los demás como si estuviera perdido. He atado a la bestia para que estuviera segura.

—Y por eso serás recompensado —dijo Leonardo.

El hombre asintió, pero una ráfaga de viento puso fin a la conversación. Cuando la tormenta se hubo aplacado un poco, continuó.

—El jinete, quizá se ha caído —dijo.

—¿Caído?

—A veces sucede, yo lo he visto. Uno se queda dormido... y se cae. También sucede cuando un hombre monta a una mujer durante demasiado tiempo. —Rió su propia gracia—. En esta tormenta es muy fácil perderse. —El hombre tenía razón, la visibilidad apenas era de tres metros.

Leonardo avanzó por la columna hasta alcanzar a Kuan. Estaba seguro de que él montaría una partida de búsqueda para encontrar a Amerigo. Inmediatamente Kuan comprobó en persona el camello de Amerigo y habló con el beduino que vigilaba la carga en un dialecto del desierto que Leonardo no pudo entender. El beduino parecía muy animado, pero la conversación fue corta. Leonardo apenas podía mantenerse erguido en su silla, oleadas de fiebre altísima lo asaltaban, como si las trajera el viento. Y con la fiebre vinieron los furúnculos.

El viento se detuvo, como si estuviera cogiendo fuerzas para la próxima ráfaga de arena y de aire caliente y pútrido.

—Lo siento —dijo Kuan.

Leonardo se quedó perplejo.

—¿Lo sientes?

—No puedo hacer nada.

—Pero la tormenta ha amainado, puedes verlo tú mismo —dijo Sandro.

—No me hace falta preguntar al califa si enviará una partida en búsqueda de tu amigo —dijo Kuan—. Conozco la respuesta. Y no está de buen humor.

—No creo que sus guardias vayan a perderse —dijo Leonardo.

—No presumas de lo que no sabes —dijo Kuan—. Al contrario que tu amigo —se refería a Sandro—, él no es importante. —Y se adelantó al trote dejando atrás a Leonardo y a Sandro que cabalgaban al lado del beduino que vigilaba la carga.

Leonardo había percibido la heladora ira de Kuan, su furia, y se dio cuenta de que Kuan odiaba a Sandro.

Era la fiebre... o un sueño inducido por la fiebre.

En un instante cabalgaba al lado de Sandro, y al siguiente estaba solo, perdido, atrapado en un sueño de torbellinos de viento y arena, un capullo gris de aire caliente y ardiente; y cuando el viento se calmaba, podía oír el gemido desesperado del camello. Leonardo sintió dolor y alivio simultáneamente; alivio por poder alejarse de sus pensamientos y sus recuerdos, porque ahora tan solo existía el movimiento... viento y movimiento, y un dolor intenso e insoportable.

Minutos, o quizá horas, después, el viento amainó y descubrió un mundo suave, muerto, como esculpido. La tormenta había pasado. La repentina intensidad del sol le hizo daño en los ojos, porque la centelleante arena reflejaba la luz y el calor. Imágenes aparecían y desaparecían allí donde miraba Leonardo: planicies y valles tan lisos como piedras, siempre en movimiento, como el agua. Y con cada movimiento del camello debajo de él, Leonardo sentía que las acometidas de la sed se volvían más y más intensas.

Si durante el delirio en el que había decidido salir en busca de Amerigo no le había preocupado nada, ahora se preguntaba si se había perdido y cuál era la dirección en la que debía moverse. Solo había una: hacia delante. Vio formas, sombras ondulantes que podían ser Kuan y un grupo de guardias, o quizá estuviera viendo una ciudad, no, un castillo... o una catedral que parecía flotar a los lejos, en el aire. Y entonces recordó. El calor y el vacío se habían convertido en el lienzo de sus recuerdos, y los objetos del pasado aparecían ante él con facilidad ayudados por los remolinos de arena que se convertían en cosas vivas. El desierto había reproducido la catedral que Leonardo había pintado en la esquina superior del retrato de Ginevra, el castillo que él había dibujado y que luego había borrado.

Incluso podía oír la voz de Ginevra y ver su rostro, tan radiante como el sol. Su voz, tan fresca como el agua, su lengua tan rápida y resbaladiza como el mercurio, reflejando, reflejando...

—Leonardo, ¡Leonardo! Te pondrás bien. Chss, no hables ahora, intenta sentarte y beber de este odre.

Kuan surgió de entre la bruma borrosa iluminada por el sol, y Leonardo le vio como si estuviera mirando a través de una lupa: la cicatriz de Kuan era un verdugón rojo que atravesaba su mejilla sin afeitar, y ni siquiera la barba podía disimular. Su piel estaba morena y cuarteada, y en los labios agrietados asomaba una grieta recta, como si la hubiera cortado a propósito con algún objeto afilado. Pero sus ojos eran fríos y oscuros, tan fríos e impactantes como el agua que estrujaba del odre y que tocaba la boca de Leonardo.

Fría como el aire en los climas superiores, justo debajo de las nubes.

—Le daré forma elíptica a la balsa y...

—Chss, Leonardo —dijo Kuan con una sonrisa—, he leído tus notas.

—¿Amerigo?

—Le hemos encontrando antes de encontrarte a ti.

—¿Está bien?

—Le hemos encontrado antes de que su cerebro empezara a hervir, como te ha sucedido a ti —respondió Kuan—. Se ha caído de su camello y tiene un buen golpe en la cabeza. Se dio con algo al caer y se quedó inconsciente. No le hizo falta estar inconsciente mucho tiempo para perderse en la tormenta.

La fiebre de Leonardo remitió a la vez que el vendaval volvía con renovada fuerza.

—Debo confesar que no sé cómo he llegado aquí.

Kuan se encogió de hombros.

—Fue una treta muy estúpida y, sin embargo, brillante, maestro. Debes amar mucho a tu amigo.

—¿Qué queréis decir?

—Bueno, sabías que Amerigo no era indispensable. Pero, si tu compatriota Sandro se hubiera caído de su caballo, el califa hubiera enviado una partida en su busca con toda seguridad... Que es lo que ha sucedido cuando Sandro ha informado de que eras tú el que había desaparecido. Así que aunque sabías que existía el riesgo de que no te encontráramos, sabías que te buscaríamos.

—¿Qué tiene que ver que vinieras a buscarme con el hecho de que hayas encontrado a Amerigo? —preguntó Leonardo—. No tiene sentido que lo buscaras a él si te han ordenado que me buscaras a mí.

—Quizá no —dijo Kuan—, aunque yo creía que era obvio que siento cierto afecto por Amerigo.

—No es tan obvio como vuestro disgusto por Sandro —replicó Leonardo sorprendido por la confesión de Kuan.

Kuan asintió.

—Me halaga que hayas creído que soy capaz de pensar en una estrategia como esa. —Leonardo creía que Kuan era demasiado frío como para sentir nada por nadie. Después de todo, Amerigo nunca había hablado con él. ¿Quizá ese afecto había nacido durante el tiempo que habían pasado juntos en el desierto? ¿Era posible que se hubieran convertido en amantes?— Si te preocupas tanto por Amerigo, ¿cómo te mostraste tan... tranquilo cuando te dije que había desaparecido?

—Quizá no eres muy perspicaz —respondió Kuan—. Te puedo asegurar que no estaba tranquilo en absoluto.

—Pero habrías dejado que muriera.

Y Kuan sonrió, con una sonrisa que le heló la sangre a Leonardo, porque le recordó a la de Ginevra.

La fiebre ardió en su interior, le ardieron los ojos y se volvieron hacia el interior de la oscuridad de su carne; y Leonardo se desmayó.

Se despertó cuando avanzaban por un paisaje de colinas. El aire olía a sal y a humedad. Por deferencia a los camellos, cuyos delicadas patas estaban llenas de grietas y ampollas, la falange de guardias mamelucos de Ka’it Bay había decidido cabalgar por un anfiteatro de roca natural. A su alrededor había acantilados que parecían bloques cortados en la roca y apilados apresuradamente unos encima de otros. Más allá se veían más colinas que, a los ojos secos y doloridos de Leonardo, parecían mujeres tumbadas, con pechos y estómago firmes, definidos por las subidas y las bajadas, por la hierba y los árboles.

Llegaba el lejano aroma a ajenjo, los olores y las formas de vida de la humedad y la descomposición.

Sandro agobió a Leonardo con sus atenciones. Amerigo seguía inconsciente o estaba durmiendo, sujeto a su camello en una posición que no parecía muy cómoda. Mientras Leonardo observaba a su amigo sintió un dolor sordo en la parte baja de la espalda que parecía extenderse hacia la ingle, las piernas, y hacia arriba hacia el pecho y el cuello, culminando en un dolor insoportable sobre los ojos.

—¿Dónde estamos? —preguntó Leonardo.

—Cerca del mar Muerto —respondió Sandro.

—¿Sabes a dónde vamos?

—He oído algo del oasis de Ziza, pero no son más que rumores.

Leonardo miró a Amerigo y dijo:

—¿Estás seguro que se pondrá bien?

—Hablas como un niño, Leonardo. Quizá Kuan tuviera razón... quizá sí que te ha hervido el cerebro. —Al ver que Leonardo no respondía, y ni siquiera sonreía, Sandro añadió—: Kuan me ha asegurado que se pondrá bien. Viene a menudo a comprobar que está bien. Kuan no es la persona que tú crees que es.

—¿Y qué es lo que creo, Tonelete?

—Crees que no tiene sentimientos. Sus cuidados ya salvaron a Amerigo en otra ocasión, ¿recuerdas?

Leonardo tenía intención de decir: «Los sentimientos no son lo mismo que habilidad o el talento», pero en vez de hacerlo, simplemente asintió. Enseguida sintió el peso del sueño, que lo envolvía de nuevo, y se dejó llevar hasta que toda la luz y el mundo que le rodeaban quedaron reducidos al camello y al jinete que iban delante de él; como si el espacio y la visión se hubiesen transformado en tiempo y los estudios de perspectiva de Leonardo estuvieran todos equivocados. Y el día transcurrió, fluído y distante, hasta que los rayos del sol se alargaron y colorearon de púrpura las sombras de las colinas.

Delante de ellos se alzaba Al-Karak: el castillo del Águila.

Enormes torres cuadrangulares terminadas en cono, nacían una dentro de la otra, o eso parecía desde aquella distancia. La única entrada al castillo estaba excavada en la sólida roca, un río lo rodeaba completamente y los acantilados lo flanqueaban.

Leonardo lo reconoció de inmediato como un espejismo en el desierto. Lo había visto antes. Y en su delirio lo había confundido con su catedral de la memoria.

Kuan y San Agustín, tenían razón: había un presente de las cosas futuras; y uno podía llegar a verlo, como si fuera un recuerdo. Pero aquel momento de lucidez desapareció rápidamente devorado por la fiebre, un Leteo de hirvientes aguas que seguía avanzando a través de Leonardo.