10 Los velos del alma
«Aquellos que han nacido bajo el mismo astro se reconocen de tal modo que la imagen del más bello de ellos, penetrando a través de los ojos en el espíritu del otro, concuerda en todos los sentidos con aquella imagen preexistente, impresionada al comienzo de la procreación, tanto en el velo celestial del alma, como en las profundidades del espíritu.»—Marsilio Ficino«¿Acaso no sabes que tus planes han sido desvelados?»—Cicerón—Debes dejarme que la vea ahora.
—Primero tienes que serenarte —dijo Simonetta—. Y debes saber de qué trata todo esto.
—¿Bajo qué pretexto la has hecho venir? ¿Ha venido con sus guardianes?
Simonetta sonrió y dijo:
—Por supuesto. Están con ella ahora mismo, pero pronto les despistaré porque Gaddiano, al contrario que otros pintores de la corte, insiste en trabajar a solas con su modelo.
—¿Gaddiano? —exclamó Leonardo, porque él ya sabía que Simonetta era Gaddiano.
Ella sonrió.
—Sí. Lorenzo en persona ha encargado a Gaddiano que haga un retrato de Ginevra como regalo de boda. Y yo he ofrecido mis habitaciones al artista.
—¿Lorenzo lo sabe?
—¿Que soy Gaddiano? —preguntó Simonetta—. No. Pero desea ayudarte. Le atrae especialmente la idea de engañar a Nicolini, hacia quien no alberga ningún cariño. Ese viejo es un adulador de los Pazzi.
—¿Y Ginevra lo sabe? —preguntó Leonardo.
—Solo tú lo sabes, querido Leonardo.
—¿Y qué quieres que haga? —preguntó Leonardo. Estaba nervioso, se sentía como si hubiera estado corriendo y se hubiera quedado sin aliento.
Simonetta sonrió indulgente.
—No creo que haya necesidad de que te explique la delicadeza de la situación. —Simonetta se levantó—. Pero ahora voy a entrar y voy a acompañar a los criados de Nicolini hasta la calle; de hecho, parecen más que contentos de poder pasar la tarde en la posada de la Mala Cocina. Y cuando vuelvan, encontrarán a Gaddiano en carne y hueso pintando a la hermosa Ginevra; y la pobre Simonetta estará descansando en sus habitaciones. Pero mientras tanto, la tendrás toda para ti.
—Quedo en deuda contigo para toda la vida —dijo Leonardo, levantándose también pero manteniéndose a distancia de Simonetta.
—Bueno, entonces quizá, si vivo lo suficiente, te haga cumplir con tu obligación pidiéndote un favor muy delicado. —Simonetta se acercó a él y le acarició la casi desaparecida cicatriz que cubría su mejilla. Luego le besó, y dijo—: Le he dicho a tu hermosa Ginevra que Gaddiano y tú sois grandes amigos, y que habéis acordado que el retrato sea una colaboración entre ambos. Así que no debes pasar todo el tiempo en sus brazos. Debes avanzar con el retrato para no levantar las sospechas de los hombres de Nicolini.
—¿Ginevra te ha pedido que organices todo esto?
—Sabe que tú y yo somos amigos, eso es todo. Así que no debes temer por sus celos. Pero no te preocupes, Leonardo. Te aseguro que su interés no será precisamente interrogarte a fondo. Luca vendrá a buscarte en unos minutos. —Y dicho esto, Simonetta, se marchó.
Luca cerró la puerta del estudio de Simonetta detrás de Leonardo, que se quedó paralizado al ver a Ginevra. La estancia abovedada, con una enorme chimenea de pietra serena y altos techos y ventanas, era perfecta para albergar un estudio. Y la luz del atardecer iluminaba la habitación cubriendo todas las superficies con una pátina dorada que suavizaba las sombras, destacándolas como un gato escondido. Ginevra estaba sentada con la espalda muy recta en un cassone donde se habían colocado varios cojines para que estuviera cómoda. Miró a Leonardo con los labios tensos y la mirada directa; aquellos hermosos ojos de pesados párpados que siempre parecían estar adormilados lo observaban todo con una mirada penetrante.
—¿No piensas entrar, Leonardo? —preguntó con el rostro impasible.
Leonardo avanzó hasta el caballete donde estaba colocado el lienzo del retrato de Ginevra, pero ni siquiera lo miró. Su cuerpo temblaba y su corazón latía frenético. Sin embargo, durante un instante, no sintió nada. Era como si, al igual que le había ocurrido a Sandro, a él también le hubieran extirpado todas las emociones, como si su amor por Ginevra hubiera ardido y se hubiera consumido. Se sentía purificado. Pero entonces, ¿por qué temblaba? ¿Por qué sentía que el corazón le había subido hasta la garganta?
—Tienes buen aspecto —dijo de forma extraña.
—Tú también —respondió ella sin moverse del sitio, como si estuviera condenada a permanecer en aquel cassone componiendo la pose para el artista—. Temía que... —Pero enseguida se detuvo y desvió la mirada. Estaba muy hermosa con su sencillo vestido de mangas rojas, que lucía sobre una blusa muy fina. Un pañuelo negro cubría las partes desnudas de sus pecosos hombros, y una red de encaje negro cubría la parte posterior de su cabeza. Su rizado cabello rojo estaba despeinado, y rompía la casi perfecta simetría de su delicado rostro oval.
—¿Te gusta el retrato que ha comenzado tu amigo Gaddiano?
Solo entonces Leonardo miró el cuadro de Simonetta. Había capturado el encanto especial de Ginevra de forma admirable; de hecho, el cuadro era pura luz. Estaba ejecutado con diversas capas de pinceladas, al estilo de Leonardo, y era tan profundo y sereno como una tarde de domingo.
—Es un buen retrato —dijo Leonardo impresionado. Y después, tras una pausa, siguió hablando mientras su rostro se iba sonrojando por momentos—: Ginevra, ¿por qué... estás aquí?
—Tenía la impresión de que era lo que deseabas.
Leonardo mantuvo las distancias.
—He deseado estar contigo desde...
—Y yo contigo también —dijo Ginevra y se ruborizó. Se miró las manos, que temblaban, y las apretó con fuerza la una contra la otra. Menos sus manos, el resto de su cuerpo siguió muy quieto, como si posara. Era como si Leonardo estuviera hablando con una imagen, no con la propia Ginevra que era todo juventud, carne y pasión.
—No he podido verte antes —continuó—, porque he sido una prisionera. Supongo que te lo habrás imaginado. —Siguió mirando sus manos fijamente y las abrió, como si hubiera soltado algo precioso que hubiera atrapado con ellas—. Leonardo, te amo. Si no, ¿por qué habría venido?
Igual que una rama seca enseguida empieza a arder, abrumado por una emoción que era difícil de distinguir de la ira, temblando, Leonardo solo pudo asentir. Sin embargo, sintió que se excitaba, y la deseó con una inmediatez que le resultó muy familiar. Ella se había abierto a él... y su cuerpo respondía a las palabras de Ginevra igual que a sus caricias. Sin embargo, no podía entregarse a ella todavía porque una parte de él, incrédula y que pensaba demasiado, luchó por salir a la superficie y hacerse con el control.
—Si eso es cierto, ¿por qué hablaste así después de que la paloma hiciera estallar los fuegos artificiales en el Duomo?
Aquello afectó a Ginevra.
—Porque sabía que maese Nicolini tenía espías por todas partes. ¿Acaso no apareció como un fantasma justo después de que habláramos? ¿Lo has olvidado, Leonardo? ¿De verdad crees que él deseaba escuchar lo que yo tenía que decirte?
—Podías habérmelo hecho saber... de alguna manera. En vez de torturarme.
—No podía poner en peligro a mi familia. —La voz de Ginevra temblaba, pero se mantenía desafiante. Y Leonardo imaginó que ella había sufrido por él, tanto como él había sufrido por ella—. La primera vez que intenté hacerte llegar un mensaje —continuó—, me resultó imposible. Si no hubiera sido por tu amiga madonna Simonetta, no sé qué habría hecho.
—Yo también te amo —dijo Leonardo.
—Van a presentarme con el anillo de Luigi di Bernardo —dijo Ginevra. Lo que significaba que pronto el «contrato» que la unía a Nicolini sería consumado en la cama del anciano. Ella miró a Leonardo a los ojos, solo que esta vez, también lo hizo con cierta expectación.
—¿Y qué propones que hagamos al respecto? —preguntó Leonardo. Él también temblaba. Deseó abrazarla, pero se sentía como si le hubieran crecido raíces y estuviera pegado a la tierra; y las palabras de aquella conversación resonaban como si las hubieran pronunciado en una gran sala vacía.
—No puedo casarme con él —dijo Ginebra refiriéndose a Nicolini—. Si tú todavía... me aceptas. Creo que podría, por el honor de mi familia.
Leonardo asintió.
—Le he hablado a papá de la posibilidad de que no tome mis votos matrimoniales con maese Nicolini.
—¿Y... qué ha dicho?
—Se echó a llorar, Leonardo. —Habló sin emoción, como si estuviera recitando de memoria los hechos. Sus ojos relucían, llenos de lágrimas, que no llegaron a sus mejillas—. Pero...
—¿Sí?
—Entiende que no será desacreditado en público. Ya ha recibido la... dote, que no puede ser reclamada sin que eso suponga la desgracia de maese Nicolini. Ahora hemos saldado todas nuestras deudas y la familia no está en peligro. Aunque, de hecho, quizá podamos devolverle la suma en dos, quizá tres años. En cualquier caso, he disgustado a mi padre. Le he fallado y le he convertido en un tramposo y en un mentiroso. —Las lágrimas cayeron de sus ojos—. Simplemente no podía seguir adelante con la boda. Soy demasiado egoísta. No podría estar con él. —Sintió un escalofrío—. Él me ahogaría. Moriría, yo...
—¿Entonces tenías pensado seguir con el plan desde el principio? —preguntó Leonardo.
—No lo sé, Leonardo. Durante un tiempo pensé que no, luego que sí. Pensé que tenía que hacerlo por papá. ¿Por qué me torturas así? —preguntó Ginevra, con la ira evidente en su voz y en sus ojos.
—Porque tengo miedo —respondió Leonardo.
—¿De qué?
—De perderte otra vez, porque me ocurriría lo mismo que a Sandro.
Ella sonrió, una sonrisa preocupada.
—Creo que quizá a mí ya me ha pasado. Pensé que si moría a causa de la melancolía del amor, entonces por lo menos tendría dentro de mí un reflejo de tu alma, para siempre.
—Tonterías —dijo Leonardo.
—Pero nosotros somos imágenes el uno del otro, Leonardo —insistió Ginevra—. Cuando sueño que me haces el amor, veo el rostro del ángel Rafael sobre nuestras cabezas. Me susurra que él nos curará, que en nuestra creación fuimos creados a imagen y semejanza el uno del otro, y que la imagen misma tiene vida propia.
—Pero él es el patrón de los ciegos, mi dulce Ginevra —dijo Leonardo con una sonrisa irónica.
—He jurado encender una vela a san Rafael cada día si...
—¿Si...? —preguntó Leonardo. Y de pronto se acercó a ella, mientras ella levantaba a cabeza para mirarle a los ojos.
—Si podemos estar juntos —susurró Ginevra, y Leonardo se arrodilló ante ella como si estuviera presentando su propio ex voto ante un altar. Ginevra se inclinó, apoyando todo su peso en él, mientras Leonardo se acercaba para besarla. Pero sus labios apenas se tocaron por miedo a entregarse tan solo a ese breve éxtasis, no fueran a dejarse arrastrar por la pasión. Siguieron mirándose a los ojos, buscando el reflejo de sus almas; Se exploraron el cuerpo con sus manos y tan solo las respiraciones aceleradas y el roce de la seda rompían el silencio. Entonces, como si sus entrañas y sus corazones hubieran llegado a un acuerdo, se lanzaron el uno sobre el otro, tratando de liberarse de la ropa. Demasiado impacientes para llegar a la cama, se estremecieron, se aferraron el uno al otro y se deslizaron al frío e incómodo suelo de baldosa. Tuvieron cuidado de no dejar marcas en el cuerpo del otro mientras se deslizaban, besándose, mordiéndose y lamiéndose, como si de pronto se encontraran incómodos dentro de los confines de su propia sangre y sus huesos.
—Cosa bellisima —dijo Ginevra mientras retiraba la coquilla de Leonardo y se posicionaba de modo que pudiera tomar el pene con su boca para darle a su amante el supremo y más íntimo de los placeres. Ginevra nunca había hecho antes nada parecido; y la calidez de su boca redujo a Leonardo hasta reducirlo a tan solo aquella parte de su cuerpo entre sus piernas, cada vez más y más caliente como un pedazo de carbón. Pero Leonardo luchó contra sus sensaciones y observó como actuaba su amante, que era tan pura, sagrada y hermosa como la voz del cielo. Ella lo reverenciaba con un amor que se alejaba de la simple lujuria, de esa forma casi perfecta imaginada por Platón... O quizá Rafael, el más sagrado de los ángeles.
Y Leonardo correspondió a las atenciones de Ginevra, besándola, saboreando sus secreciones saladas, y luego arrastrándose sobre ella, con su pene erecto buscando reposo como un ancla; y entonces se miraron a los ojos mientras Leonardo entraba en ella tan profundamente como le era posible. Terminaron pronto, porque sus emociones estaban demasiado a flor de piel, especialmente las de Leonardo que no pudo retener su eyaculación. Pero siguió entrando y saliendo en Ginevra, porque aunque por el momento ya estaba satisfecho y su pene se había vuelto blando e insensible, estaba decidido a dar a Ginevra el mismo placer que ella le había dado a él. Siguió trabajando en el cuerpo de su amante, como si fuera un pedazo de roca que hubiera que tallar y al que hubiera que dar forma. Y por fin ella se rindió, susurrando que lo amaba una y otra vez, retorciéndose y arqueando la espalda en aquel suelo humedecido por el sudor. Ginevra parecía totalmente libre mientras se dejaba llevar por aquel instante de puro y casi líquido momento de amor y placer.
Leonardo descansaba, casi dormido, en alguna oscura región entre el sueño y la vigila. Abrazaba a Ginevra con fuerza. Ella estaba despierta y lo observaba.
—Leonardo... ¿Leonardo?
—Sí... —respondió con voz ahogada, ya que su rostro descansaba sobre el pecho de su amante. Leonardo se incorporó y descansó el peso de su cuerpo sobre un codo, de modo que pudiera mirar a Ginevra directamente a los ojos.
—¿Alguna vez le has hecho el amor a madonna Simonetta? —preguntó Ginevra. De pronto se había puesto terriblemente seria, pero también tenía cierto aire infantil. Por un momento, sus ojos fueron un fiel reflejo de su rojo cabello.
—No —dijo Leonardo, a quien la pregunta había cogido con la guardia baja. Se forzó a reír y se sentó—. Por supuesto que no. ¿Por qué me preguntas eso?
Ginevra se encogió de hombros, como si ya hubiera olvidado que le hubiera hecho tal pregunta, y atrajo a Leonardo hacia ella. Pero Leonardo se sentía como si lo hubieran pillado.
—¿Cuántas mujeres se han arrodillado ante ti como yo lo he hecho ahora? —preguntó Ginevra refiriéndose a su delicada felación.
—¡Ginevra! —dijo Leonardo—. Qué preguntas.
—Ah, ¿son tantas que no puedes responder? —insinuó ella de forma traviesa.
—Desde luego, son incontables —respondió él a la vez que se relajaba. Y empezó a acariciarla, en la cara, en el cuello, en los hombros, y luego pasó a sus pechos, a la vez que ella le tocaba a él. Él estaba listo, igual que ella. La pasión se había apagado ligeramente, pero seguía siendo pasión. Leonardo había recuperado a Ginevra gracias al milagro de Simonetta. Pero mientras los dos amantes hacían el amor, como si estuvieran rezando en voz alta, una sombra batió los pensamientos de Leonardo: Simonetta. No podía evitar imaginar que era ella, y no Ginevra la que se encontraba debajo de él, como si fuera el cabello rubio de Simonetta el que acariciaba su cuerpo... La piel pálida de Simonetta rozándose contra la suya, como si ella estuviera allí para atormentarlo y atraerlo a su propio vórtice de éxtasis.
Leonardo cerró los ojos con fuerza, intentando deshacerse de la fantasmal presencia de Simonetta; pero ya había llegado al orgasmo y la culpa se transformó en placer.
Así era la perversidad de, incluso, el amante más ardiente.