17 Entregado al viento
«Ya ha pasado una vuelta de reloj y ahí fluye la segunda...»—Cancioncilla de grumete«No se aparta de su ruta aquel que se ha fijado en una estrella.»—Leonardo da VinciFue una semana de sangre y de ira.
Leonardo observó a las turbas que corrían por la calle justo debajo de su estudio; vio los asesinatos y los robos por la mañana y por la tarde; y escuchó la noche, que era tan silenciosa como un bosque tras ser arrasado por un incendio. Pero sus ojos estaban muertos, como aquellos que una vez había hervido en clara de huevo, y no recordaba nada. Cuando un niño moría pisoteado en las calles, veía a Ginevra. Cuando una mujer gritaba, él le daba la espalda como si no pudiera oírla. Después de todo, Ginevra no había gritado. No le habían dado la oportunidad de gritar.
Cuando Sandro y Pico della Mirandola visitaron a Leonardo para interesarse por su salud, lo encontraron en estado de alerta, pero tranquilo, casi sereno. Todavía le dolía el golpe, pero la caída no había sido muy grave gracias a un toldo. La gracia de Dios había estado con él. Pero Leonardo estaba viviendo la misma pesadilla que había comenzado cuando descubrió que estaban violando a Ginevra, incluso aunque estuviera ya muerta.
El tiempo, las conversaciones, los acontecimientos, todo estaba fragmentado:
Las exequias de Giuliano de Medici tuvieron lugar en San Lorenzo. La Signoria recibió nuevos miembros. Se asesinó o encarceló a las familias de los conspiradores, se confiscaron sus bienes y sus casas. Incluso el cuñado del propio Lorenzo tuvo que refugiarse en el Palazzo Medici. Y las ejecuciones prosiguieron, trescientas, y más. El papa excomulgó a Lorenzo. Pronto, toda Florencia quedaría proscrita de los derechos de la Santa Iglesia. Pronto comenzaría la guerra.
Pero para Leonardo, Florencia terminaría con una canción.
Leonardo despertó con las voces de unos niños y unos golpes en la puerta. No podía verlos desde la ventana y bajó las escaleras. Pero Niccolò y A’isheh ya habían abierto. Mientras Niccolò maldecía a los niños, A’isheh apretó su velo negro contra la nariz y la boca. El insoportable hedor a putrefacción combinado con el de la humedad inundó la estancia. Había estado lloviendo sin parar durante una semana entera. Niccolò dio un portazo al cerrar.
—Espera, Nicco —dijo Leonardo. A’isheh se hizo a un lado. Leonardo abrió la puerta con dificultad, porque alguien había atado una cuerda al pomo. Al otro extremo de la puerta estaba atado el cuerpo exhumado de Jacopo de Pazzi, el patriarca de aquella familia de fatal destino.
—Llama a la puerta del traidor, maese Jacopo —gritó uno de los niños al cadáver que, claramente, había sido arrastrado por las calles. El muchacho estaba empapado y su rostro relucía por el agua. Luego dijo a Leonardo—: Pronto estarás como él.
—Jacopo tiene una carta para ti —dijo otro niño, un pícaro con hoyuelos que llevaba puesto un gorro de dormir rojo. Después, los niños salieron corriendo dejando el cadáver atado a la puerta de Leonardo. Leonardo cerró inmediatamente.
—¿Vas a dejarlo ahí? —preguntó Niccolò.
—¿Te refieres a la carta o a maese Jacopo?
—A los dos.
—¿Qué quieres que haga? El cuerpo está lleno de gusanos y seguramente de peste. Tocar la carta sería como tocar a un leproso. Probablemente se la habrán quitado al mensajero de maese Toscanelli.
—¿Del maestro Toscanelli?
—Aunque la tinta se ha borrado, todavía queda el sello. Y no está roto —respondió Leonardo—. De todas maneras los niños no saben leer. Pero venga, entra, que nos vamos.
—¿Nos vamos?
—Ayúdame a reunir todas mis notas, tenemos que empacar la ropa y preparar los caballos. Rápido.
—Solo porque..., ¿Solo porque esos niños creen que eres un traidor? —preguntó Niccolò—. ¿Lorenzo los ha enviado porque te odia? ¿Porque eras el amante de Simonetta?
—Has estado prestando atención a los cotilleos, Nicco —dijo Leonardo. Sin embargo, el muchacho se merecía una respuesta—. Lorenzo me ha perdonando, pero creo que tengo enemigos en su corte. Y son ellos los que están decidiendo quién será amigo de Lorenzo y quién no lo será.
—Entonces deberíamos temer a todo el mundo —dijo Niccolò.
Leonardo sonrió tristemente.
—Sí, Niccolò. Haríamos bien en temer a todo el mundo.
A’isheh les ayudó a hacer el equipaje; metódica y tranquila, como si por fin estuviera contenta.
No estaban solos en casa de Toscanelli, porque el palazzo del anciano se había convertido en una estación de paso para los que tenían problemas de índole política, especialmente miembros de la orden franciscana: los franciscanos se habían puesto de parte de la Iglesia. Pero Toscanelli se las arreglaba para conseguir una vía de escape para aquellos religiosos y para otros «enemigos del Estado florentino».
El mismo Toscanelli les abrió la puerta a Leonardo y Niccolò; el anciano hizo una reverencia a A’isheh y regañó a Leonardo por acudir a su palazzo de forma tan abierta que todos podían verlo. Los aprendices del anciano atendieron a los caballos y se ocuparon del carromato que estaba cargado con todas las posesiones que Leonardo consideraba importantes: la mayor parte eran libros e instrumentos, pero también había ropa. En el carromato también iba el cassone de A’isheh, cerrado con llave como era su costumbre.
—¿Acaso no has recibido mi carta? —preguntó Toscanelli, agitado—. Entonces, ¿por qué no has obedecido mis instrucciones? Nos has puesto a todos en peligro. Mi aprendiz te dio mi carta, ¿no?.. —Entonces, como si pensara y murmurara para sí mismo, dijo—: El muchacho tenía que haber regresado hace tiempo.
Leonardo explicó que la carta de Toscanelli había llegado a su casa en el cadáver de Jacopo de Pazzi.
Toscanelli se preocupó.
—Has hecho muy bien en no entrar en contacto con el muerto —dijo mientras cruzaban el patio y entraban en la casa—. La chusma se lo ha estado pasando muy bien con el pobre y viejo Jacopo. Ya le han enterrado dos veces, y sin embargo se mueve como si siguiera vivo.
—No deberían haber intentado enterrarle en suelo consagrado —dijo Amerigo Vespucci tras salir a saludarles—. Los granjeros son supersticiosos. Culpan a Jacopo de la lluvia que arruina sus cosechas. Y se quejan de que durante la noche oyen las voces de los demonios en sus campos. Eso también es culpa del viejo.
Helado, Leonardo se alegró de haberse resguardado de la llovizna.
—Quizá es verdad que los oyen —dijo Leonardo, y dio un abrazo a Amerigo.
—Así que has acudido a la llamada del maestro pagholo —dijo Amerigo.
—¿Así que me habéis mandado llamar entonces? —preguntó Leonardo a Toscanelli.
—El ilustre devatdar desea la compañía de su bella sirvienta. —Toscanelli sonrió y se inclinó ante A’isheh—. Ha enviado a buscarte.
—Eso es lo que he pensado en cuanto he visto la carta —dijo Leonardo—. Pronto nos pondremos en camino.
A’isheh parecía nerviosa, sorprendida, como si no hubiera esperado que la separaran de Leonardo.
—¿Tu destino? —preguntó Toscanelli, aunque Leonardo tenía la sensación de que su maestro le estaba tendiendo una trampa, le estaba manipulando.
—Vinci, quizá. Mi madre y mi padrastro viven allí.
Toscanelli negó con la cabeza.
—No estarás a salvo en Vinci. —Habló en voz baja y Leonardo apenas pudo escucharle.
—Entonces, ¿lo sabéis? —preguntó Leonardo.
—He oído rumores.
—¿Qué clase de rumores?
—Algunos de los amigos de Lorenzo, que desde luego no son amigos tuyos, todavía hablan de la... acusación, de cuando te arrestaron junto con cierto Tornabuoni, cuya familia estaba implicada en la conspiración —dijo Toscanelli—. Y los franciscanos van a acusarte de matar a un sacerdote... o eso me han dicho. Al parecer, querido Leonardo, tienes bastantes enemigos en ambos bandos.
—¿Y mi amigo Sandro? ¿Qué piensa él? ¿Ha oído esos rumores también? No le he visto los últimos días.
—Nadie le ha visto —dijo Toscanelli—. Los rumores dicen que Il Magnifico le ha mandado a Oriente en alguna misión.
—¿Qué?
—Es todo lo que sé.
—Me habría dicho algo —dijo Leonardo.
Toscanelli se encogió de hombros.
—Leonardo, tienes que marcharte de Florencia. Hasta que tus enemigos pierdan su sed de venganza. Hasta que Lorenzo deje de llorar y reinstaure el orden.
Leonardo rió. Dejad que tengan su venganza, pensó. En aquellos instantes, lo último que temía era la muerte. ¿Cómo podía ser que aquellos cercanos a los Medici pudieran pensar que él era un traidor... después de haber salvado la vida de Lorenzo? Pero en cuanto había cerrado la puerta tras el cadáver de Jacopo de Pazzi había sabido que él y su casa estaban en peligro.
¿Y dónde estaba Sandro? Leonardo no creía que se hubiera marchado sin decir adiós.
—Has desarrollado un sentido del humor de lo más extraño —dijo Toscanelli.
—Supongo que sí. Sabéis que Ginevra ha muerto. —Leonardo lo dijo como si fuera un simple acontecimiento, como si ella fuera alguien a quien él no conocía.
—Sí, Leonardo, he oído esas tristes noticias. Lo siento mucho. ¿Has...?
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Leonardo a Amerigo—. ¿Mi maestro también te ha mandado llamar?
—No ha sido necesario. He venido en busca de refugio —la voz de Amerigo sonaba tensa y él parecía incómodo; a pesar de todo, continuó—: Han arrestado a mi tío Piero, ¿te acuerdas de él? Tan solo puedo rezar para que no lo ejecuten, como han hecho con los demás.
—¿Tu tío? —preguntó Leonardo perplejo—. Creía que Il Magnifico protegería a tu familia.
Esta vez fue Amerigo el que rió.
—Ahora en Florencia las cosas cambian muy rápido. Me han dicho que el intento de asesinato de Lorenzo y la muerte de su hermano, han sido una venganza por la muerte de Simonetta.
—¿Qué quieres decir?
—Su muerte fue misteriosa. Francesco de Pazzi intentó convencer a mi familia de que Lorenzo había asesinado a Simonetta. O Giuliano. Por celos.
—Eso es absurdo —dijo Leonardo.
—Razón por la cual mi familia rechazó la idea —replicó Amerigo—. Pero al parecer eso le importa bien poco a Lorenzo, porque su hermano fue asesinado el Domingo de Resurrección.
—Ah —dijo Leonardo. Simonetta había muerto también un Domingo de Resurrección. Si los Vespucci hubieran tenido la idea de vengar a uno de los suyos, habrían elegido un día propicio para ello, un aniversario—. Así que los Pazzi han hecho que las cosas se pongan feas para ti.
Amerigo asintió.
—¿Y qué piensas hacer?
—Iré contigo, querido amigo —dijo Amerigo lleno de tristeza—. ¿Qué más puedo hacer?
Entraron en la biblioteca de Toscanelli, una habitación bastante pequeña; el fuego de la chimenea mantenía la humedad a raya e inundaba la estancia con una luz cálida. Sentado delante del fuego estaba Kuan Yin-hsi, el emisario del devatdar. Se levantó, hizo una reverencia a A’isheh, y le dijo a Leonardo:
—Me alegro de que hayáis aceptado la oferta del devatdar.
—No sabía que lo hubiera hecho —replicó Leonardo.
Kuan se sorprendió
—¿Qué otra opción te queda? —preguntó Toscanelli.
—Ya —dijo Leonardo en un susurro—. Ya. —Pero no tenía corazón para la aventura. Quería ver a su madre y a su marido, Achattabrigha. Quería ir a casa. Y si los hombres de Lorenzo lo atrapaban, si los franciscanos lo encontraban, ¿qué importaba? ¿Qué podían hacerle? ¿Matarlo? Leonardo daría la bienvenida a la muerte. La imaginaba como un sueño, y él esperaba encontrar a Ginevra en sus fríos y eternos dominios.
—Así que has aceptado el ofrecimiento del devatdar —dijo Leonardo a Amerigo.
—Sí, igual que Benedetto Dei, que nos servirá de guía porque ya ha viajado a Oriente en otras ocasiones.
—Eso está muy bien, pero yo tengo asuntos que terminar aquí.
—Se ha terminado, Leonardo —dijo Toscanelli—. Aquí tan solo te aguarda la agonía y, quizá, la muerte.
—¿Y en Oriente? ¿Qué me aguarda allí? —preguntó Leonardo a Kuan, con sarcasmo evidente en la voz.
—Quizá la muerte, Leonardo, pero por lo menos moriréis por una causa. Levantaréis la espada de la Cristiandad contra los otomanos. El Turco no es tan solo el enemigo de toda Italia, también es el enemigo del devatdar. Si no detenemos al Gran Turco y a sus ejércitos, entonces toda Italia, y toda la Cristiandad serán conquistadas. Caerán, con la misma seguridad con la que ha caído Constantinopla. Ningún lugar será seguro, por muy remoto que sea. —Entonces Kuan sonrió—. Pero eso no es una tentación para vos, ¿verdad? ¿Qué os importa a vos todo eso?
—Nada —respondió Leonardo. Apretó el hombro de Niccolò como para indicarle que no lo decía de corazón.
—He visto vuestros dibujos de las máquinas de muerte, y casi me he sentido... en paz. No eran más que ejercicios para la mente, ¿no? ¿Vais a dejar pasar la oportunidad de hacer realidad vuestro sueño... de darles vida?
—No necesito viajar a Oriente para hacer eso —dijo Leonardo.
—¡Ah! —dijo Kuan—, ¿entonces habéis conseguido un empleo como ingeniero militar?
—He tenido cierta comunicación con Ludovico Il Moro de Milán para este tema.
—Leonardo —dijo Toscanelli impacientándose—. Ludovico es peor que Lorenzo. Si te acoge en su corte, eso quizá ponga en peligro su paz con Florencia. ¿Y de verdad crees que te tomaría en serio como ingeniero? ¿Al artista de Il Magnifico?
—No lo sé —respondió Leonardo—. Y es más, no me importa. No he venido aquí a...
—¿Emprender una aventura? —intervino Kuan—. ¿Pero qué más os queda?
Leonardo no respondió, y sin poder evitarlo se imaginó sus máquinas voladoras sobrevolando vastos ejércitos, y sus proyectiles de pólvora explotando entre los soldados, venciéndolos. Vio coreografías de muerte y destrucción y, desde luego, sus imágenes de metal de miembros amputados eran tan neutras y naturales como las colinas verdes y los olivos. Era el sagrado y perfecto mundo mecánico de la naturaleza.
Alguien llamó insistentemente a la puerta y lo sacó de su ensueño.
Toscanelli mandó llamar a uno de sus jóvenes aprendices.
—Sí, Filipino, ¿qué ocurre?
—Hay cierto revuelo en la calle. Soldados por todas partes, pero son...
—¿Sí?
—Turcos, maestro. —El muchacho estaba asustado—. Están quemando la ciudad, ¿acaso no oléis el humo?
Todos corrieron al patio. El olor a humo era muy intenso y podían ver soldados a través de las estrechas ventanas.
Alguien golpeó la puerta con insistencia.
—Abrid —dijo Toscanelli tras mirar quién era—. Son Benedetto y Zoroastro.
—¿Zoroastro? —preguntó Leonardo sorprendido.
Los aprendices de Toscanelli abrieron la puerta a Benedetto Dei y a Zoroastro da Peretola. Un oficial con turbante los acompañó al entrar en el patio, en un costado lucía una cimitarra con finas incrustaciones y llevaba un escudo con forma de halcón colgado en la espalda. Veinte o treinta soldados mamelucos y otros tantos de caballería se quedaron fuera. El aprendiz de Toscanelli había confundido a los soldados del califa de Babilonia con los jenízaros turcos. Estaba claro que formaban parte de una caravana, porque muchos de los enormes caballos árabes iban cargados con grandes paquetes, probablemente llenos de damasco, terciopelo y sedas tejidas con hilo de oro: las joyas de Florencia.
—¿Qué ocurre? —preguntó Toscanelli a Benedetto.
—Leonardo —dijo Benedetto al ver a su amigo—, es tu casa la que está ardiendo.
Cuando la caravana pasó el puente Rubiconte, Leonardo una vez más, vio a Jacopo de Pazzi, pues unos chiquillos habían arrojado su cuerpo hinchado al Arno y lo seguían corriendo por la orilla, gritando y cantando:
Maese Jacopo está muerto y flotaArno abajo, entre las barcas...Milagrosamente, el cuerpo flotaba en la superficie del agua como si estuviera intentando seguir el paso de la caravana. La gente fue acercándose para ver el espectáculo.
La cancioncilla parecía repetirse una y otra vez en la mente de Leonardo.
Tardaron quince días en llegar a Venecia, aunque una vez dejaron atrás los límites de Florencia la lluvia se detuvo y las frías y grises nubes desaparecieron. Había algunos cristianos en la caravana, y creyeron que la lluvia había sido una señal de Dios. Florencia estaba siendo castigada; después de todo, la ciudad ya estaba bajo interdicción. Pronto el campo florentino sería arrasado por las tropas del papa. La caravana ya se había encontrado con ellas en las afueras de la ciudad de Forlì.
Pero ya no estaban en Florencia. Florencia había quedado atrás.
Aquello era Venecia, la ciudad que se había casado con el mar. Y en aquellos breves instantes antes de entrar en la ciudad, Leonardo se sintió libre. El aire era más limpio y la luz era más brillante que en Florencia. Podría pintar y pensar y escribir en aquel lugar claro y transparente donde el agua se encontraba con el cielo, como si el uno y el otro fueran uno solo. Y Leonardo sintió que tan solo tenía que abrir los brazos para echar a volar en aquel azulado mar de nubes.
Pero Leonardo no se quedaría en Venecia. Una pequeña parte de él vibraba con la excitación de emprender una nueva aventura, con nuevos inventos y nuevas tierras por descubrir.
La caravana cruzó rápidamente aquella ciudad de altos postes y hermosos pero apestosos canales, hasta llegar a los rivas, los muelles.
El devatdar, flanqueado por Christoforo Columbus y sus oficiales, dio una calurosa bienvenida a Kuan y a su grupo. Estaba especialmente contento de ver a Leonardo y a Benedetto Dei. Con la seguridad de un rey, inmediatamente tomó posesión de A’isheh, que se había alejado silenciosamente de Leonardo. Leonardo sintió una súbita sensación de pérdida. Sintió como si A’isheh hubiera desaparecido, como si una alta y hermosa extraña, cubierta de seda y largos velos hubiera tomado su lugar.
Ante él flotaban los barcos del devatdar, meciéndose y cabeceando suavemente: su gran buque insignia, una galleassa de tres mástiles y construcción veneciana erizada de remos y baterías de cañones; y dos robustas carabelas venecianas de popas altas, largas de eslora y con velas latinas. En las cubiertas había marineros y soldados armados con ballestas, espingardas y falconetes; por encima de ellos, las coloridas banderas tan largas como el propio barco chasqueaban al ondear en el viento. Pero salvo las banderas, todas las velas estaban recogidas. Olía a pintura nueva, cáñamo y masilla; a sol que calentaba la madera recién cortada, a sebo, brea y aceite de ballena; y al insoportable hedor de la sentina que simultáneamente apestaba y endulzaba el aire.
Leonardo se emocionó al ver los barcos que parecían aferrados al mar por aquellas interminables filas de remos manejadas por los marineros. Estaban listos para zarpar.
—Bien, maestro Leonardo, nos alegramos de que hayáis podido uniros a nosotros —dijo Columbus. El sol le había cubierto la cara de pecas y mechones rubios brillaban en su largo cabello rojizo.
Leonardo dejó de mirar los barcos.
—Os lo agradezco —dijo de forma bastante formal: recordaba el último encuentro con aquel hombre. Niccolò probablemente había acertado en su juicio: el comandante Christoforo Columbus estaba loco.
—Tengo otras intenciones además de las obvias, amigo mío —dijo Columbus—. Veréis, hemos perdido a uno de nuestros pilotos y ya que vos habéis estudiado con el maestro Toscanelli y entendéis de matemáticas y navegación, y sabéis leer las efemérides...
—No soy marinero —dijo Leonardo—. Seguro que Benedetto Dei está más cualificado.
—Entonces los dos debéis quedaros en el barco —dijo Columbus—. Es el Devota, ese de ahí. —Señaló el barco más pequeño, un velero de velas cuadradas que parecía asentarse bien en el agua.
A’isheh susurró algo al oído del devatdar, que negó con la cabeza.
—No te alarmes —dijo Benedetto a Leonardo—. El capitán del barco nos guiará. —Benedetto negó con la cabeza indicando a Leonardo que no discutiera más.
—Entonces está decidido —dijo el devatdar—. Zarparemos en la tercera guardia. —Un grupo andrajoso de hombres de tierra, algunos de ellos muy mayores, se arremolinaba en los muelles, afanándose con la carga, subiendo a los barcos enormes barriles de vino; mientras los soldados y los marineros se encargaban de las mercancías traídas por la caravana y de los objetos personales de los pasajeros.
—Vamos —dijo un oficial a Leonardo y a Benedetto.
Leonardo se despidió de Zoroastro y Amerigo Vespucci, que iban a ser los invitados del devatdar. Aunque A’isheh se quedaría al lado de su señor, sus ojos revelaban lo que sentía por Leonardo. Cuando Niccolò siguió a Leonardo, Columbus le detuvo.
—Jovencito, te diriges al barco equivocado. —Los oficiales y los marineros rieron. Furioso, Niccolò se volvió hacia Columbus con el rostro ruborizado de vergüenza—. No hay sitio para ti en los camarotes del Devota —continuó Columbus—, a no ser que quieras dormir con los marineros sobre cubierta o en la bodega con las ratas y las cucarachas. —Aquello provocó otra carcajada.
—Entonces tendremos que encontrar un sitio para él, comandante —dijo Leonardo a Columbus.
—¿Dónde, maestro, en vuestra cama? —dijo Columbus, provocando más carcajadas.
Leonardo dio un paso adelante y echó mano de su espada, pero Benedetto le detuvo.
—Ya basta, Leonardo.
El devatdar habló con Columbus, y esta vez le tocó a él ruborizarse. Obviamente, desconocía las acusaciones que habían pesado sobre Leonardo.
—Os ruego que me disculpéis, maestro —dijo Columbus—. No era más que una broma.
Entonces el devatdar dijo:
—De todas maneras, el muchacho viajará con nosotros.
Leonardo intentó que cambiara de idea, sin éxito. Así que dio un paso adelante: Niccolò se quedaría con él. Pero antes de que pudiera llegar hasta el chico, varios guardias del devatdar se interpusieron. Sujetaron a Leonardo por las muñecas, y Leonardo sintió varias hojas peligrosamente cerca de su ingle y sus costillas. El devatdar tenía el control, no solo de los barcos, sino también de la vida de todos y cada uno de ellos, incluida la de Leonardo.
Mientras la canción de Jacopo se repetía en su mente, Leonardo tuvo un terrible presentimiento que enterró en su catedral de la memoria.
Maese Jacopo está muerto y flotaArno abajo, entre las barcas...Está muerto y flota, entre las barcas...