28 Cabezas

«Entré en la ciudad de Calindra, próxima a nuestras fronteras. La ciudad está situada a los pies de aquella parte de las montañas del Taurus que está dividida por el Éufrates y mira hacia los picos del gran monte Taurus hacia el oeste. Esos picos son tan altos que parece que tocan el cielo, y en todo el mundo no existe nada más alto que su cima.»—Leonardo da Vinci«Muchacho, estoy perdido. ¿Podré soportar seguir vivo tras las muerte que ha supuesto sufrir tu muerte?».—Homero, IlíadaEncontraron a Ussun Cassano desolado en medio de una ciudad de cadáveres y cabezas cercenadas clavadas en picas. Lo encontraron en una pequeña mezquita, su ejército diezmado. El hedor a carne putrefacta era sobrecogedor; ni siquiera las hogueras que rugían en lo que había sido la plaza del mercado de aquella ciudad podían consumir aquel olor amargo y nauseabundo. Prostitutas y soldados, mujeres persas que luchaban al lado de sus maridos, niños y burgueses, todos se habían convertido en humo. La ciudad había ardido hasta los cimientos, pero resultaba imposible determinar quién había quemado, acuchillado, asesinado, violado y saqueado: ¿persas o turcos?

Ka’it Bay ordenó inmediatamente que se recogieran todas las cabezas de las picas y se les diera un entierro digno. Para obedecer a su señor, los soldados tuvieron que matar a los perros que se lanzaban a por ellos con la intención de proteger sus agusanados trofeos. Era mediodía, el aire era denso a causa de la ceniza que convertía al sol en una mancha y aumentaba el calor. Resultaba difícil respirar... El aire había transformado todo en espejismos, como si aquel lugar no fuera más que una ilusión, una aparición de pesadilla; una pesadilla soñada por un soldado sediento y moribundo perdido en el desierto.

A pesar de todo, mientras el ejército del califa acampaba alrededor de la ciudad, los señores persas y los capataces acompañaron a granjeros y a persas de las ciudades vecinas que no habían sido quemadas ni saqueadas, y abrieron los mercados para vender sus productos y dar la bienvenida a Ka’it Bay. Proveedores, carniceros, panaderos, cocineros y nuevos regimientos de prostitutas se dispusieron a hacer negocio, y todos aquellos comerciantes se transformaron en hombres ricos porque el ejército de Ka’it Bay había crecido hasta alcanzar la cifra de ciento treinta mil hombres.

—El rey pregunta por ti —le dijo Kuan a Leonardo, que estaba en compañía de Hilãl y Mithqãl, montando un gran círculo de cañones y artillería alrededor del campamento que envolvió incluso a los soldados que esperaban nerviosamente en las colinas. Los mamelucos, que habían estado cabalgando y marchando formando falanges parecidas a las utilizadas por los antiguos griegos o los macedonios, estaban preparados para la batalla y no había otra cosa que desearan más. Habían estado rezando alegremente a Alá, el Único Dios, el Dios Verdadero e invocaban su nombre; y clamaban a su diosa: la diosa de la guerra, la diosa de la vida y la muerte, del sexo y los salmos, Mun shan ayoon A’isheh. Ahora estaban asombrados y mudos ante la visión de los verdaderos y recientes rostros de la muerte que los rodeaban.

Leonardo asintió y acompañó a Kuan a través del campamento hasta el corazón de Calindra.

—He oído que las cosas no van bien entre tú y tus amigos —dijo Kuan.

—¿Qué tal está Amerigo? —preguntó Leonardo.

—Está acampado conmigo. Has tenido oportunidades suficientes para visitarlo, pero al parecer prefieres la compañía de los eunucos.

—¿Amerigo está... de acuerdo con Sandro? —Leonardo no quería ser más explícito, porque no quería dar forma a la posibilidad de qué él hubiera sido responsable de la muerte de Zoroastro.

—Tienes que hablar con los dos. Sandro no está seguro de lo que vio.

—¿No está seguro?

—No es tan afortunado como nosotros... No posee ningún sistema para recordar.

Leonardo rió con amargura.

—Ningún sistema funciona en momentos como estos. —No estaban hablando más que de simples agravios. Discutir temas como aquellos parecía un sacrilegio; allí, con el aire impregnado de la esencia de las almas y las cenizas de los restos de lo que una vez había sido carne viviente. Enfrentados con el rostro de lo eterno, estaban discutiendo cosas de lo más efímeras..., y sin embargo era importante, porque el frágil vínculo del amor y la amistad equilibraba toda aquella muerte y aquella carnicería que se había convertido en algo tan normal en aquel lugar que durante segundos, minutos, horas, podía hacerse invisible—. ¿Sabes lo que ha sucedido? —preguntó Leonardo.

—Ha sido como dicen los soldados persas. Los asaltaron por la noche, muchos murieron en sus tiendas.

—No tiene sentido. El rey nunca se relajaría tanto como para...

—Sí, maestro —dijo Kuan—. A veces hay momentos en el que todos los hombres se duermen.

—Ya sabes lo que quiero decir —dijo Leonardo irritado.

Kuan desvió la mirada y sonrió, pero era una sonrisa irónica.

—Les superaban en número, y eran los mejores jenízaros de Mustafà.

—¿Mustafà?

—El hijo favorito del Turco. Se parece mucho a su padre, igual que Zeinel se parecía mucho a Ussun Cassano. Se escondían en las colinas.

—El rey los subestimó.

Kuan se encogió de hombros y pasaron al lado de una fosa abierta. Ropas desgarradas y cráneos que sangraban donde les habían arrancado el pelo. Un hombre se arrodillaba ante la fosa y gritaba y lloraba. Temblaba de forma incontrolada, como si sufriera convulsiones. Una mujer estaba de pie detrás de él, llorando y aullando con una voz muy aguda. Aunque Leonardo sabía que era mejor no mirar en el interior, no pudo evitarlo. Todos los cadáveres eran de mujeres y niños.

Leonardo y Kuan pasaron al lado de guardias persas y mamelucos, y llegaron a la mezquita. La habitación era oscura y fresca. Las ornamentadas alfombras de rezo estaban extendidas por todo el suelo de mármol, y la luz entraba a través de altas y estrechas ventanas. Ussun Cassano estaba sentado cerca del centro. Su cabello estaba grasiento, su jubón acolchado y su turbante verde estaban sucios y salpicados de sangre, al igual que sus manos. Leonardo se fijó en su anillo de plata y cornalina, el mismo anillo que él había estado observando durante horas mientras esperaba en la tienda del rey. De alguna manera, y de forma muy poco lógica, Leonardo había identificado aquel anillo con el rezo. Al lado del rey descansaba un frasco de cristal.

Contenía la cabeza cercenada de su hijo Zeinel.

—¿Dónde está el califa? —susurró Leonardo a Kuan. De pronto sentía miedo de quedarse a solas con el rey, pero Kuan se dio la vuelta y se marchó.

Leonardo no podía hacer otra cosa que seguir adelante, porque Ussun Cassano le miró. Los ojos del rey estaban inyectados en sangre, como si pudieran ver el infierno, como si sus fuegos internos hubieran iluminado el desgarro del mundo y pudieran enseñarle su propia muerte.

—Señor de los mundos... —dijo Leonardo evitando mirar el frasco que había delante del rey, pero con un solo vistazo registró todos los detalles: el rostro joven y sin marcas; ojos fríos y azules como el cristal que, de hecho, eran de cristal; cabello denso y rojo recogido en un moño en la nuca; labios carnosos pero cerrados con fuerza; mejillas afiladas y un mentón ligeramente hendido. A excepción de la piel, que era amarillenta como el pergamino viejo, el rostro era el de Ussun Cassano, más joven y terso, pero su mismo reflejo. El efecto era sobrecogedor.

—Ahora has visto a mis dos hijos, maestro.

—Los he visto a todos, gran rey... en el funeral de Unghermaumet.

—Ah, así que los has visto —dijo Ussun Cassano mirando fijamente el frasco que contenía la cabeza—. Ahora sí que los has visto a todos, porque este es mi hijo Zeinel, un obsequio del Turco. Le he devuelto el favor enviándole a sus embajadores cortados en trocitos. —El rey hizo una pausa, pensativo, y luego dijo—: Al parecer guardaba la cabeza de mi hijo porque le divertía. La usaba de decoración para su tienda.

—Seguro que ya sabíais que...

—Ha pasado menos de un año —dijo Ussun Cassano—. Recé para que estuviera vivo. Creía que los turcos lo tenían prisionero, porque cuando envié emisarios a la capital, Mehmed no lo negó. —Ussun Cassano rió. Y después, con un tono de voz apenas audible, preguntó a Leonardo—: ¿Recuerdas lo que dije cuando maté a mi propio hijo? —Durante un instante miró al frente, como si estuviera escuchando voces lejanas; ángeles o... jinns—. Pero he asesinado a dos hijos. —Recogió el frasco y miró a los ojos de cristal de Zeinel—. Ahora te toca a ti ver, ser testigo. —Y miró a Leonardo, impaciente por escuchar su respuesta.

—No, amo, no lo recuerdo —dijo Leonardo.

—Entonces busca en tu catedral de la memoria, y no me mientas.

—Dijisteis «Una última humillación», y después sacasteis a Unghermaumet de la tienda funeral.

—Eso es, ¿lo ves?

Leonardo no podía decir nada a eso. Se arrodilló al lado de Ussun Cassano, porque se consideraba irrespetuoso permanecer más alto que la cabeza del rey.

—Estaba equivocado, muy equivocado, pero ahora... Ahora te lo diré otra vez. Esta será la última humillación... para mí. La última de verdad.

—¿Qué queréis decir, Gobernador de los Mundos? —preguntó Leonardo nervioso. Miró alrededor en la mezquita. Estaban solos, aunque quizá hubiera alguien al otro lado de la puerta tallada. Al menos, debería haber alguien.

Ussun Cassano ignoró la pregunta de Leonardo y dijo:

—Así que mi único confidente es un kâfir a quien salvé de asesinar a mi hijo. ¿Acaso no lo hice, maestro?

—Sí, gran rey, lo hicisteis.

—Y a quien entregué mi tienda.

—Eso ha sido muy gentil de vuestra parte —dijo Leonardo.

—Quiero que mi hijo Calul sea rey. No llorará ni guardará luto por mí. Luchará. Los ejércitos se unirán a su alrededor.

—Pero vos sois el rey.

—No, no lo soy. Te lo dije cuando abandoné nuestro campamento.

—Dijisteis «Quizá lo sea dentro de unas horas, o un día, pero ahora no».

—Así que sí que tienes buena memoria —dijo Ussun Cassano—. Debes transmitir mis deseos a Calul.

—¿Por qué queréis que sea yo quien se los transmita?

—Porque confío en ti —y Ussun Cassano le dio una carta a Leonardo, cerrada con el sello real. Después desenfundó su espada y la dejó en el suelo—. Me debes una muerte. Hazlo ahora.

Leonardo se levantó y retrocedió.

—Deseo ser enterrado con mi hijo, pero nadie debe poner sus ojos sobre él. Era mi favorito, mi posesión más preciosa, mi amor, yo mismo... si un padre pudiera poseer a su hijo.

—No puedo hacerlo... Vos no podéis hacer esto, gran rey. Vuestro camino es la venganza. Castigar a los turcos por lo que han...

—No discutas conmigo, o serás tú el que se encuentre entre dos espadas.

—No os asesinaré —dijo Leonardo—. He pagado mi deuda por fallaros una vez. —Se volvió y empezó a alejarse, asustado, preguntándose si lo siguiente que sentiría será la hoja de una espada o la punta de una flecha clavada en su espalda por su desobediencia. En vez de eso oyó un gemido, un suspiro; y cuando se dio la vuelta, vio que Ussun Cassano se había clavado su propia daga justo debajo del ombligo y que estaba intentando abrirse el pecho con ella.

Durante un instante se miraron a los ojos: Leonardo perplejo, Ussun Cassano retorciéndose en la agonía. Y entonces, sin pensarlo, Leonardo volvió al lado del rey, recogió la espada que yacía sobre una alfombra de rezos, y cuando el rey se inclinó hacia delante, lo decapitó. Leonardo oyó que incluso él estaba rezando, como si él, el que no creía en nada, tan solo pudiera encontrar a Dios en medio de la sangre y la lucha.

Entonces vio que Ka’it Bay estaba a su lado. Lo había presenciado todo.

—Ahora, maestro, la deuda está saldada —y cogió la carta de Leonardo y lo guió fuera de la mezquita—. Ya estaba muerto. Antes de que se clavara esa daga, antes de que le ayudaras a subir al Cielo. Te amaba, como yo te amo.

Y el califa se lo explicó todo a Leonardo, que era como un hijo para él... Un esclavo que podía llegar a tener en sus manos el poder de un emir.

Leonardo, que durante un instante había encontrado a Dios... durante un breve instante... notó que cálidas lágrimas corrían por sus mejillas, y lloró en silencio por aquel rey bárbaro que lo había convertido en un asesino, que lo había convertido... en él mismo.

La imagen era la de Leonardo.

Y así como Simonetta había mirado dentro de los ojos de los ángeles, así es como Leonardo pudo ver su propia alma.

Cuando el príncipe persa Calul llegó, Ka’it Bay le enseñó el cuerpo decapitado de su padre y mintió al decirle que los turcos se habían llevado la cabeza como trofeo. Después llevó a aquel hombre grotescamente alto, calvo y de piel clara hasta el sitio donde tendría lugar el funeral.

Calul estaba de pie entre el califa y Leonardo, apretando en sus manos la carta de su padre y con los ojos fijos en aquella tumba de arcilla como si fuera un problema que hubiera que resolver calculando. El príncipe emanaba efusividad y una fría ira. Sus estrechos ojos azules brillaban hundidos en el marco oscuro de las cejas y las sombras, como una demostración de que, efectivamente, los ojos eran el espejo del alma. Detrás de él, sin que apenas se les viera, su ejército de diez mil hombres esperaba nerviosamente, sin saber si debían llamar al califa y a sus tropas aliados o enemigos.

—¿Y qué más os dijo mi padre? —preguntó Calul a Leonardo.

—Os lo he contado todo.

—Y no sabíais nada de mi hermano Zeinel, el Turco ha...

—Solo sé lo que he visto —mintió Leonardo. Se sentía incómodo, pero miró directamente a los ojos del príncipe.

—¿Encontrasteis a mi padre con su espada en la mano?

—Yo no lo encontré, pero estaba en el campo de batalla —dijo Leonardo—. ¿Creéis que yo os mentiría?

—Por supuesto que no, maestro Leonardo. Pero uno de mis oficiales cree haber visto a mi padre vivo dentro de la mezquita.

Leonardo se encogió de hombros.

—Entonces debéis obedecer vuestro instinto, mi señor.

—Mi padre confiaba en vos. —Calul le entregó la carta y Leonardo la leyó, aunque ya la había leído antes, cuando Ka’it Bay la había abierto y la había vuelto a cerrar con el sello del rey. ¡Cómo odiaba aquello! No era buen mentiroso, pero no tenía otra opción.

Era parte del plan del califa.

El joven Niccolò habría dicho a Leonardo que era por una buena causa, que incluso Ussun Cassano habría aprobado la artimaña del califa; porque si los persas descubrían que su rey se había suicidado, se desmoralizarían y no querrían seguir luchando. Para evitarlo, Ka’it Bay ordenó la ejecución de cualquier persa que sospechara algo.

Evidentemente, Hilãl, o los matones de Hilãl, no habían sido todo lo cuidadosos que deberían haber sido.

Los ejércitos persas se unieron bajo la bandera de Calul, que tenía la altura de su padre, aunque era de constitución más delgada. Era un estudioso y carecía de la energía puramente física y de la belleza de su padre. Su espíritu era limitado, pero concentrado como un rayo de luz cortando la oscuridad de una catedral, y tan fuerte que le provocaba temblores en las manos. Sus tenientes le tenían miedo, sin embargo, el odio que sentía por los turcos era la llama que atraía hacia él a todos sus hombres.

Los ejércitos persa y árabe marcharon juntos, enfrentándose al enemigo allí donde lo encontraban, masacrando y quemando a través de aquellas elevadas y salvajes regiones como si toda la tierra fuera turca en vez de persa. Se adentraron en las montañas siguiendo señales y huellas, tomando los caminos que habían pisado los miles de hombres de Mustafà; entrando en valles que se escondían en barrancos y que parecían catedrales con vidrieras a la luz pálida y amarillenta del amanecer; siguiendo senderos que se enroscaban y se ramificaban peligrosamente en las montañas; luchando en los pasos con hombres y cañones; destrozando rocas con proyectiles como si el califa pudiera crear truenos y relámpagos para hacer frente a la ira de la naturaleza; y así se acercaron a los campos de batalla donde los esperaban los gigantescos ejércitos de Mehmed. Los turcos habían arrasado aquellas tierras para alimentarse. Era una tierra muerta, a pesar de las montañas azules, los bosques de pinos, las cañadas y los estrechos valles; y las llanuras eran prístinas, como si náyades y sátiros, centauros y ninfas vivieran en aquellos refugios naturales y solo temieran a los dioses que alejaban la noche y daban por terminados los días. Pero pasaron por tantas ciudades y aldeas quemadas que hedían a carne putrefacta que la imagen bucólica desapareció enseguida.

Leonardo vio águilas que volaban en círculos sobre sus nidos y sobre sus escondites cavernosos por encima de sus cabezas, como si estuvieran esperando para lanzarse en picado sobre los rezagados y llevárselos a algún festín prometeico.

Leonardo cabalgaba con Hilãl y Mithqãl, y Sandro se unió a ellos. Cabalgó en silencio al lado de su viejo amigo, como si no hubiera ocurrido nada entre ellos. Pero Sandro no podía permanecer mucho tiempo alejado de Gutne, que seguía a Leonardo. De vez en cuando, Sandro se retrasaba para cabalgar al lado de Gutne y hablar con ella durante breves períodos de tiempo. Sandro miraba constantemente a Leonardo, como para asegurarse de que su amigo no se enfadaba ni se ponía celoso..., como si él, Sandro, estuviera haciendo algo malo.

Sandro había adelgazado incluso más. Aunque se quejaba continuamente de su infelicidad, tenía aspecto robusto. Al parecer le hacía bien vivir en el infierno. Se había hecho amigo del imán de Ussun Cassano, que le estaba enseñando filosofía coránica. Leonardo no se sorprendería si Sandro decidía quedarse en aquellas tierras, por mucho que echara de menos su hogar. Ahora era un vidente que nunca más podría verter sus visiones y alucinaciones religiosas en sus lienzos. Pero, ¿qué le importaba eso a él? La oración sería su pan.

No hablaron de Zoroastro.

No hablaron de Florencia.

Simplemente cabalgaron juntos, como si estuvieran constantemente a punto de romper su silencio, que se aferraba a su cháchara intranscendente y esporádica como la niebla en el aire, hasta que acamparon en un valle cerca de un arroyo y una fuente natural.

Allí Ka’it Bay recibió a cuatro embajadores de Mehmed. Se encontró con ellos al aire libre, bajo la fina llovizna que caía desde hacía horas. Calul, el rey persa, estaba a su lado y observó impasible toda la reunión.

Los turcos iban ricamente vestidos con seda, como si fueran miembros elegantes de la guardia de élite del califa. Aquellos hombres, armados con mazas y hachas eran peiks, mensajeros. Pero parecían asustados y no se asemejaban nada a un oficial. Tenían la mirada apagada de los soldados de infantería que han visto demasiadas carnicerías. Era como si Mehmed hubiera enviado a campesinos a encontrarse con el califa, como si sus meros rostros fueran un insulto al Rey de los Mundos, el Señor de todos los Árabes.

Los turcos hicieron una reverencia. Tres de ellos traían regalos. El portavoz abrió una carta cerrada con el sello azul del Gran Turco y la leyó. Tenía problemas para respirar y se ahogaba, como si no pudiera inspirar, solo expulsar el aire. Le temblaban las manos.

Los cuatro estaban seguros de que les iban a matar, o como mucho mutilar, en cuanto terminaran con su misión.

—Mehmed Çelebi, gran soberano de los turcos, os envía a vos, Ka’it Bay, estos regalos dignos de vuestra grandeza, porque valen tanto como vuestro reino. —El portavoz se estremeció y ni siquiera alzó los ojos. Como obedeciendo a aquellas palabras, dos de los peiks dejaron en el suelo un bastón de oro, una silla de montar y una espada incrustada con joyas—. Si sois un hombre valiente —continuó el portavoz—, guardad bien estos obsequios, porque tengo intención de recuperarlos pronto. Me llevaré todo lo que poseéis con todo derecho, porque va en contra del orden natural que los bastardos de los campesinos gobiernen en un reino como hacéis vos.

Ka’it Bay desenfundó su espada, su rostro ruborizado de ira y humillación. Calul dio un paso atrás para dejarle sitio al califa.

El turco continuó, las manos y la voz temblorosas. Los demás clavaron sus ojos en el suelo, como si pudieran desaparecer a voluntad, como si pudieran quemar sus propios ataúdes con el calor de su mirada.

—Mehmed Çelebi, gran soberano de los turcos, os envía a vos, Ka’it Bay otro obsequio, este de naturaleza personal, pero destinado a que todos los vean. Y como nosotros os hacemos entrega de esto, así os lo quitará Mehmed Çelebi de vuestra propia mano, para su diversión y satisfacción. —El tercer mensajero colocó un objeto cubierto con una tela púrpura delante del califa. Y en cuanto retiró la tela, los otros mensajeros se lanzaron de rodillas al suelo, y hundieron su cara en el polvo del suelo, sus caderas elevadas hacia el cielo. Y luego, el portavoz se arrodilló también a la espera de que llegara la muerte.

Era un frasco idéntico al que contenía la cabeza de Zeinel.

Este contenía la cabeza de A’isheh.

Los ojos abiertos, azules como la porcelana; el rostro tranquilo, la boca cosida; el cabello cortado y recogido en la nuca como la cabeza de Zeinel; la piel morena y suave como si la hubieran pulido.

Ka’it Bay ahogó un gritó y retrocedió, pero enseguida recuperó la compostura y recogió el frasco, y lo alzó para que lo viera todo el mundo.

—Lo veis —gritó—. Esto es lo han hecho. Mirad y recordad. Recordad.

Los mamelucos empezaron a gritar «Mun shan ayoon A’isheh». Las mujeres comenzaron con su agudo ulular, los hombres gritaron, se rasgaron las vestiduras como si acabaran de ver la cabeza cortada de sus propias hermanas, esposas o hijas. Las tropas amenazaron con convertirse en una muchedumbre descontrolada, y ocurría tan rápido como cuando se forma una tormenta a pesar de que segundos antes el cielo estuviese claro y azul. Leonardo percibió aquella oleada de energía histérica. Se quedó de pie al lado de Hilãl y Sandro, y absorbió todo lo que ocurría a su alrededor.

Estaba frío y muerto; sus pensamientos eran nítidos pero extraños, como si pertenecieran a otra persona, a alguien que no era más que un testigo o un escriba que solo estaba allí para registrar lo que sucedía. Y sin darse cuenta, Leonardo miró a su alrededor, y vio la perplejidad en el rostro de Sandro, labios fruncidos, cejas arqueadas; vio a Gutne que lo observaba con calma, porque ella también era una observadora; y memorizó los rostros de los que le rodeaban, como si estuvieran atrapados en un instante eterno, en un cuadro elaborado sin pinceles ni pigmentos. Aquel, aquel era el momento del arte, la asfixia antes del dolor y la pena, la apertura vibrante y total, como si Leonardo pudiera ver cada ángulo, cada perspectiva, y a través de cada ojo. Y se oyó a sí mismo gemir, primero en sus oídos, y luego dentro de su cuerpo, como en una especie de trueno interior. Y recordó a A’isheh, la recordó con detalle, recordó los instantes mundanos pasados a su lado, recordó su tacto, recordó su cassone, recordó el odio en sus ojos cuando se llevó a Niccolò a su barco.

Sintió que cálidas lágrimas caían de sus ojos.

Pero su rostro estaba seco.

Ahora nunca sabría... nunca sabría si la amaba, porque Leonardo se había convertido en una piedra, como le había sucedido cuando la muerte de Ginevra.

Pero él no había conocido a A’isheh de verdad.

Ella lo había amado y lo había convertido en piedra.

Leonardo repitió el nombre de A’isheh una y otra vez, o al menos lo hacía en su cabeza, y vio a Ginevra, Ginevra... Pero no, era Gutne, Gutne que yacía en su habitación mutilada, ensangrentada, con su carne blanca abierta, mientras él, Leonardo, desgarraba entrañas, cortaba y aplastaba. Todo el mundo se había ido. Todo el mundo estaba muerto. Todo el mundo menos Niccolò. Leonardo ahogó un grito al pensar en Niccolò.

¿Qué había pasado con él? ¿Había tenido el mismo destino que A’isheh?

Y entonces todo se redujo a un solo pensamiento. Tenía que descubrir si Niccolò estaba vivo. Tenía que hacerlo. Si algo sabía era que quería a aquel muchacho.

Los mamelucos del califa se acercaron peligrosamente y Ka’it Bay les ordenó que se detuvieran. Ellos le obedecieron, y Ka’it Bay empezó a pasear de un lado a otro delante de los peiks arrodillados, con la cabeza de su prima en la mano, sus lágrimas mezclándose con la lluvia que relucían en su rostro como si fueran grasa.

—Tú —dijo al portavoz de los peik—. Levántate y mírame. —Cuando el peik se levantó y reunió el coraje suficiente para mirar a Ka’it Bay a los ojos, el califa continuó—: Te daré tu vida a cambio de la de un traidor. —Entregó el frasco a Kuan, que lo tomó e indicó a los guardias que cerraran filas a su alrededor para evitar que los soldados al borde de la histeria siguieran viendo la cabeza de A’isheh. Pero al parecer el califa sabía lo que estaba haciendo, porque todo el mundo guardó silencio—. Puedes estar seguro de que no soy tan ingenuo como para creer que Mehmed no tiene un espía entre mi gente. Entrégamelo y yo te daré tu vida... y quizá las vidas de tus compañeros. ¿Acaso le debéis vuestras vidas a Mehmed? ¿Para que os mutile miembro a miembro? Estoy seguro de que sabéis que os ha elegido por eso. No porque os ame, sino porque sabe qué os haré yo, ¿no? —Ka’it Bay miró directamente al portavoz, que era alto y desgarbado.

Leonardo se dio cuenta de que el portavoz tenía un grano en el cuello. Estaba inflamado e infectado y definía bastante bien al mensajero, como si fuera su nombre real. Leonardo lo veía todo como con visión de túnel, como si se hubiera alejado de todo y estuviera observando desde muy lejos, desde lo alto de las montañas donde el aire era frío y vigorizante como un pensamiento racional. El dolor y las emociones eran parte del tejido de los sueños, y por fin se había despertado. Estaba entumecido, y, sin embargo, en los sueños había sido capaz de sentir hasta la más leve presión de sus dedos, como si su cuerpo estuviera tan frío como su alma.

Pero encontraría a Niccolò...

No quería ni pensar en que quizá estuviera...

No. Le encontraría.

—¿Y bien? —preguntó el califa.

El peik asintió y buscó en el perímetro de soldados, con cuidado de no acercarse demasiado no fuera que se lanzaran a por él para sacarle las entrañas. Le escupieron, le golpearon, y el tropezó y cayó. Lo acompañaron varios guardias de Ka’it Bay, y estos empujaron a los soldados a medida que avanzaban. Se detuvo delante de Hilãl, Sandro y Leonardo.

Miró a Sandro, como si le reconociera. Después dio un paso atrás y lo señaló.

El califa se acercó a él por detrás.

—Así que has elegido a un artista florentino.

El turco inclinó la cabeza. No se atrevía a mirar alrededor. Sandro parecía clavado en su sitio.

—¿Cómo sabes que es él? —preguntó Ka’it Bay.

—Le he visto.

—Ah, ¿y dónde le has visto?

Pero el califa no esperó la respuesta. Alzó su espada y Sandro dio un paso atrás, rezando, con toda probabilidad pensando que aquellas serían sus últimas palabras en la tierra. Pero el califa dejó caer la espada sobre la cabeza del turco y, literalmente, cortó al hombre en dos.

Leonardo y Hilãl acabaron cubiertos de sangre y vísceras.

Los soldados perdieron el control: vitorearon y gritaron el nombre de A’isheh, reclamaron las cabezas de los otros tres turcos. Ka’it Bay ordenó a los otros peiks que se levantaran, y así lo hicieron, dispuestos a morir. El califa volvió y se paró delante de ellos.

—¿Hay un traidor entre mi gente?

Los turcos siguieron de pie muy erguidos.

—¿Y bien?

—Sí —susurró uno de ellos, un hombre bajo con constitución de tonel al que le faltaba un diente en la parte delantera. Sus otros dientes estaban casi negros cerca de las encías, como si se los hubiera pintado.

—¿Entonces me dirás quién es?

El turco bajó los ojos y se miró los pies, y Ka’it Bay rió.

—Ah, ¿crees que tendrás el mismo destino que tu hermano? Bien, ¡responde a mi pregunta!

—Nunca cuestionaría la decisión de un rey.

—Entonces señala a vuestro hombre —dijo Ka’it Bay.

—No puedo. Yo... no los conozco.

—¿Así que hay más de uno?

—No lo sé, mi señor. Solo que...

—¿Sí?

—Que nos observarían, y que si fallábamos, nos matarían.

—¿Y vosotros? —preguntó Ka’it Bay a los otros peiks.

—Es tal y como dice mi compañero. —Aquel hombre era el más joven, no aparentaba tener más de veinte años.

—¿Por qué te ha elegido el Gobernador de los Mundos?

—Como prueba.

—¿Por qué querría probarte?

—Me jacté de que...

—Continúa.

—De que podía sosteneros la mirada sin...

El califa soltó una carcajada, su voz aguda y alterada, pero enseguida volvió a recuperar el control.

—¿Sin qué, joven imprudente?

—Sin temblar, mi señor.

—Pero estás temblando... y mintiendo... ¿no es cierto?

—No, no...

—¿No te jactaste de que me cortarías la cabeza? —El califa blandió su espada de lado a lado, como si estuviera practicando.

El joven turco titubeó, pero finalmente dijo:

—Sí. —Resignado, inclinó la cabeza y cerró los ojos.

—Bien, no seré yo quien te corte la tuya, joven soldado —dijo Ka’it Bay—. Pero tu señor quizá lo haga cuando le hagas entrega de mis obsequios y mis agradecimientos. —Dicho esto recogió del suelo la espada incrustada con joyas y ordenó a sus guardias que recogieran el bastón y la silla de montar. Susurró algo a Hilãl que enseguida habló con uno de sus tenientes. Un instante más tarde aparecieron varios hombres arrastrando tras ellos varios sacos. El hedor a putrefacción era insoportable, incluso al aire libre.

—Enseñad a nuestros invitados los regalos que hemos guardado para el más grande de los turcos —dijo Ka’it Bay.

Los guardias abrieron los sacos y les dieron la vuelta: unas cabezas salieron rodando. Cabezas de turcos. Los soldados vitorearon. Uno consiguió pasar entre los guardias y le propinó una patada a una cabeza, que fue a parar a la multitud. Los guardias arrojaron otra hacia las tropas, y luego otra, hasta que hubo más de veinte volando por los aires. Los soldados gritaron y maldijeron, pero no se rieron, no tenían intención de perder su mortífero temperamento... no tenían intención de olvidar a A’isheh, su Madonna; de hecho, llevarían con ellos la cabeza como una ofrenda sagrada a la muerte.

Como si los ojos ciegos de A’isheh pudieran mostrarles el camino.

—Decidle a vuestro ilustrísimo soberano que pronto tendré más obsequios que entregarle, igual que estos. Los multiplicaré por mil y los coronaré con su propia cabeza. —El califa hizo una pausa, y luego siguió hablando con el más joven de los peiks—. Será mejor que recuerdes que tienes que ser valiente, joven soldado, porque si tú o tus compañeros perdéis los nervios, o mis obsequios, también os cortaré la cabeza. ¿Crees que Mehmed es el único que tiene espías?

Ka’it Bay los despidió y los observó caminar cabizbajos entre iracundos mamelucos y tropas persas. Después envió a sus mejores exploradores para que los siguieran y descubrieran dónde y cómo estaban desplegadas las tropas de Mustafà... y Mehmed.

Dos días después encontraron a los exploradores cerca de un paso rocoso que daba acceso a un valle largo y estrecho. Los veinte estaban desnudos y empalados en postes.

Por supuesto, les habían cortado la cabeza.

Aquella era una tierra peligrosa para Ka’it Bay. Su ejército era vulnerable por su tamaño, y los turcos habían comenzando a atacar fervientemente con tácticas de guerrilla, mediante emboscadas, desgastando los flancos del ejército, y desapareciendo en las colinas, las montañas y los bosques. Amenazaban con convertir la marcha de conquista del califa en una guerra de desgaste. Los regimientos se desplegaban para perseguir a los turcos y muchas veces acababan masacrados. La artillería de Hilãl era una carga para un ejército en marcha, y resultaba inútil contra la estrategia turca de atacar súbitamente y desaparecer. Era como si el mismo país estuviera en contra del califa: los senderos de montaña, los escarpados acantilados, los estrechos pasos donde cincuenta hombres podían enfrentarse a diez mil. Calul, por su parte, envió mensajeros para llamar a las armas al país entero, y su ejército creció, hasta que los persas y los árabes, mamelucos y hombres de las tribus, gholaums y partos, georgianos y tártaros, avanzaban por la tierra en regimientos y compañías separadas como grandes sombras arrojadas por las montañas al atardecer.

Pero los soldados y los animales estaban hambrientos, porque el maíz y la cebada habían empezado a escasear. Los turcos habían quemado todo a su paso, y a no ser que Ka’it Bay pudiera abrir brecha en las filas enemigas, que parecían cambiar y disolverse como el barro en el agua, su ejército sería derrotado por el hambre antes de que los turcos se acercaran para humillar a los egipcios y a los turcos con espadas y picas.

Los turcos atacaron de noche y el ejército del califa se vio empujado hacia un bosque. Murieron cinco mil árabes, y el doble resultaron heridos. Los mamelucos también hirieron gravemente a las tropas de Mustafà, pero la carne humana era barata, y el hijo del Gran Turco desapareció dejando atrás a sus propios hombres. Volvería a atacar de nuevo. Pero, ¿cuándo?

César dividió y conquistó; así que Mustafà dividió, se escondió, se convirtió en parte de la tierra, mordió y huyó.

Enfadados, nerviosos, hambrientos y agotados, los soldados marcharon día tras día, e incluso de noche.

Ya no gritaban el nombre de A’isheh. Ya no reclamaban la sangre turca. Estaban atentos, y eran peligrosos, y frustrados como estaban más allá de cualquier límite soportable, se volvieron contra su califa. Su caballería feudal, la que había asesinado al hombre santo en su propia mezquita, demandaba raciones dobles y una paga, y amenazaba con darse la vuelta y marcharse a casa. Otros se unieron a ellos, aunque los mamelucos del califa se mantuvieron distantes, demostrando así que sus sentimientos estaban con los hombres de las tribus amotinadas.

Los amotinados dispararon flechas y lanzaron sus picas contra la tienda de Ka’it Bay. Se las arreglaron para hacerse con un cañón y lo dispararon en la dirección de la tienda del califa. Aquello obligó a los guardias a entrar en acción, pero Ka’it Bay los detuvo. Montó su caballo y cabalgó por entre las filas, espada en mano, pero sin la protección de su guardia, ofreciéndose a sus hombres; y lanzó arengas y exhibió la cabeza de A’isheh en el frasco de cristal turco. Los humilló gritándoles:

—Los cobardes son libres de volver a sus casas. No quiero cobardes a mi lado. Me vengaré de los turcos aunque tenga que hacerlo yo solo. ¡Solo!

Y después se alejó a caballo de la forma más dramática posible.

Sucedieron algunos gritos, tumultos y esporádicas peleas entre mamelucos y los jinetes tribales. Unos cien hombres de las tribus murieron bajo la hoja de la espada; otros fueron destrozados por el mismo cañón con el que habían disparado a Ka’it Bay. Después, resonaron las trompetas y el ejército avanzó con un ímpetu renovado: esclavos, arqueros y piqueros de gorros rojos, curtidos soldados beduinos, mamelucos, los heridos, incluso las mujeres, se apresuraron a seguir a su rey, se apresuraron a seguir a A’isheh. Como si la masacre de sus propios compañeros traidores les hubiera curado y les hubiera ayudado a recuperar su gusto por la sangre y la venganza.

Leonardo se apresuró a montar su caballo, no fuera que a alguien se le ocurriera acusarlo de traición. Y cabalgó con Hilãl y sus mil guardias.

El califa cabalgó como si nada hubiera ocurrido. Llegado un momento, sus guardias ocuparon sus puestos detrás de él y a su lado, sus falanges marcharon y los mamelucos cabalgaron. Una enorme y sudorosa procesión cuyo único pensamiento era matar.

—Leonardo.

Sandro estaba a su lado con Gutne, que se quedó atrás para permitirles hablar.

—Me he dado cuenta de que estás algo más que encariñado con mi esclava —comentó Leonardo.

—Si lo deseas me mantendré alejado de ella. Pero eres tú el que la ha dejado atrás.

Leonardo sonrió, pero era una sonrisa resignada.

—No, confiaba en que cuidarías de ella.

—¿No... no te preocupas por ella?

—Desde luego —respondió Leonardo—. ¿Por qué? ¿Quieres pedirme su mano? —Sandro se ruborizó. La broma de Leonardo le había calado, porque de hecho estaba enamorado de ella—. Tu amigo Mirandola no está aquí para exorcizarte —continuó Leonardo—. Así que ten cuidado con tus afectos.

—Siento lo de A’isheh —dijo Sandro. Miró al frente al decirlo, como para disimular su incomodidad. Al ver que Leonardo no respondía, continuó—: No tenía ni idea de que la amabas.

—Vaya, ¿así que ahora tienes la habilidad de leer las mentes, Tonelete?

—Puedo leer la tuya, Leonardo.

De nuevo, Leonardo sonrió.

—Ah, entonces ya sabías que el califa iba a partir en dos al turco. ¿Por eso diste un paso atrás, a punto de desmayarte?

Sandro se molestó, se ruborizó y se santiguó.

—Leonardo, yo...

—Entonces, ¿estabas leyéndome la mente cuando le dijiste a Benedetto que yo maté a Zoroastro? —continuó Leonardo.

Sandro guardó silencio durante un instante, y luego dijo:

—Sí, se lo dije, y estaba equivocado.

—¿Equivocado?

—Cuando te diste la vuelta, pensé... —Sandro parecía estar escogiendo cuidadosamente sus palabras, considerando lo que tenía que decir, inseguro—. Lo he repasado en mi mente miles de veces, Leonardo. Me enfadé mucho cuando le diste la espalda y la ira me cegó. Estuvo mal que yo te acusara.

—Quizá tuvieras razón —dijo Leonardo—. Yo también lo he repasado una y otra vez. Quizá yo le maté.

—No —dijo Sandro—. No lo hiciste.

—¿Por qué no has acudido a mí antes?

—Lo intenté, pero eras tan..., frío, estabas tan distante. Creía que habías cambiado, que todo lo que ha ocurrido...

—¿Y lo he hecho?

—No lo sé —dijo Sandro—. Pero mi corazón estaba contigo cuando el mensajero turco descubrió la cabeza de A’isheh. La mirada que tenías en aquel momento, ya la había visto otra vez.

Leonardo se volvió hacia él. El camino por el cabalgaban pronto les llevaría hasta un profundo valle. Un bosque de pinos se alargaba a su derecha, alzándose varios metros; y mientras descendían, el oscuro bosque y las montañas escarpadas los envolvieron en oscuridad a pesar de que el cielo estaba claro y brillante como una cinta centelleante.

—¿Qué mirada es esa? —preguntó Leonardo.

—Cuando estabas en la habitación de Ginevra mirando por la ventana. Antes de que saltaras para escapar del fuego. Cuando nos miraste, tenías la misma expresión en la cara.

—Recuerdo que creí ver a Tista a tu lado, y al lado de Niccolò. Pero Tista estaba muerto. Pobre Tista.

—Lo siento, Leonardo.

Leonardo asintió y apretó el brazo de Sandro, y después, sin darse la vuelta dijo:

—Pero al parecer hay gente muy interesada en esta conversación. —Habló en voz alta dirigiéndose a Gutne, que cabalgaba muy cerca de ellos. Aminoraron el paso para reunirse con ella. Su rostro estaba cubierto con un velo y era imposible adivinar si estaba avergonzada.

—Mi amo no llora por A’isheh —dijo Gutne. Le habló a Sandro como si él fuera también su señor... o su igual..., o quizá alguien que nunca tendría amo.

—¿Entonces por quién? —preguntó Sandro.

—Por su amigo... Naliiko —dijo Gutne, dirigiéndose a Leonardo.

—¿Niccolò?

—Sí, Niikolo.

—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Leonardo, perplejo.

—Te he oído hablar en sueños...

—¿En sueños?

—Hablas de él cuando duermes, maestro.

En aquel instante, Leonardo creyó ver el rostro de Niccolò, lo vio realmente, como si estuviera en el ojo de su mente; lo vio con la claridad de la vista en vez de con la del recuerdo.

Con la claridad de un sueño.

Y se preguntó, apenado, si había mirado más allá de la muerte.

Más tarde, abrumado por la tristeza, Leonardo buscó a Mithqãl y los dos hablaron como hacían siempre, mientras cabalgaban. Aquello le dio cierta paz y tranquilidad, porque Mithqãl estaba tan ansioso por adquirir conocimientos y experiencia como lo había estado Niccolò. Y así, Leonardo le habló de su catedral de la memoria y de la historia de Plinio; enseñó al muchacho álgebra y los atributos de la vista, y el sistema musical sol-fa de Guido d’Arezzo.

Enseñó a Mithqãl como había enseñado a Niccolò...

Pero Mithqãl estaba obsesionado con Valturio y Alejandro Magno, estaba obsesionado con la guerra y su teoría, porque Mithqãl era un impostor.

Al contrario que Niccolò, tenía el aspecto de un niño.