6 Vapores

«La fascinación es una fuerza emanada del espíritu del fascinador, que entra por los ojos de la persona fascinada como un fantasma y penetra en su corazón. Por lo tanto, el espíritu es el instrumento de la fascinación, ya que este emite por los ojos rayos que se parecen a él y aportan una cualidad espiritual. Por ende, los rayos que emanan de los ojos cansados e inyectados en sangre, al encontrarse con los ojos de quienes le contemplan, llevan consigo el vapor de la sangre corrompida, haciéndoles contraer la misma enfermedad.»—Agripa de Nettesheim«Tan confuso me vi que cerca de morir estuve, porque bien se tratara de imaginación, bien de sueño de durmiente, bien fuese visión, o bien ensueño, me parecía que Amor me había arrancado el corazón y lo había sacado de mi cuerpo.»—Renato de AnjouCuando Leonardo volvió a la bottega de Verrocchio, Simonetta estaba esperándole en su taller. Estaba sentada delante de la pequeña Madonna y la observaba muy de cerca, como si estuviera descifrando un jeroglífico. A esas horas de la tarde el cielo estaba cubierto, y la luz en aquel taller de techos altos parecía muerta... gris. Al ver que Leonardo y Niccolò entraban, Simonetta se alejó del cuadro.

—Oh, dulce Leonardo, me has pillado —dijo Simonetta—. Estaba memorizando cada pincelada. Creo que eres un seguidor de los pitagóricos.

—¿Y por qué crees eso? —preguntó Leonardo, que estaba muy sorprendido de verla allí tan pronto y en su propia habitación, además. ¿Dónde estaría Andrea? Simonetta era una invitada especial y muy importante, y se merecía que la atendieran adecuadamente. Leonardo besó la mano que ella le ofreció. Sintió que algo pasaba, pero no pudo evitar ceder a la tentación de un poco de conversación banal antes de pasar a los temas serios.

—Bueno, la Madonna, el niño y el gato componen un triángulo —dijo Simonetta—. ¿No fue Platón el que en su Timaeus empleó un triángulo para representar el alma inmortal?

—Siento decepcionarte, madonna Simonetta, pero no soy un pitagórico... no que yo sepa, al menos. —Simonetta rió y Leonardo prosiguió—: Pero el triángulo parecía ser la forma adecuada para este cuadro. Quizá, en este caso, el inmortal Pitágoras estuviera en lo cierto. Como no podía ser de otra manera que utilizar tu imagen para representar la belleza y la pureza del alma de la Virgen.

—¿Y no tiene nada que ver con que Lorenzo te haya encargado el cuadro?

Leonardo no pudo evitar reír, porque Simonetta le estaba provocando de una forma muy atractiva.

—Confío en que no te parezca descortés, pero no esperaba verte hasta más tarde. ¿Dónde está Il Magnifico? Creía que iba a acompañarte.

—Está con... —Simonetta se calló y luego añadió—: Niccolò, ¿serías tan amable de ir a buscarme un poco de vino? Estoy sedienta.

Niccolò hizo una educada reverencia y dijo:

—Sí, madonna. —Pero estaba claro que no estaba muy conforme. Dirigió una mirada desagradable a Leonardo antes de salir de la estancia. Nicco no podía soportar que lo dejaran fuera de nada.

Después de que su hubiera marchado, Simonetta abrió los brazos a Leonardo, como una madre a su hijo, y él se arrodilló a su pies. Ella le besó, y vio que Simonetta tenía aspecto cansado y preocupado.

—¿Qué sucede, madonna? —preguntó Leonardo.

—Lorenzo está con Sandro, al igual que tu maestro, Andrea.

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Leonardo temiéndose lo peor.

—Lorenzo, Giuliano y yo habíamos planeado una tarde divertida. Me han despertado al alba para ir a Careggi, y por el camino teníamos intención de sacar a Sandro de debajo de las sábanas para que yo tuviera compañía mientras ellos hablaban de Platón con Joannes Argyropoulos y Marsilio Ficino. Pero cuando hemos llegado a casa de Sandro, enseguida hemos sabido que todo iba mal. Su bottega estaba completamente desordenada. Había cubierto todas las ventanas con cortinas y tan solo podía entrar algún débil rayo de luz. Lo hemos encontrado en la cama. Estaba en los huesos, porque no ha comido nada en los últimos días. Y se podía oler que estaba enfermo. —Simonetta se abrazó a Leonardo. Y él pudo sentir cómo temblaba. Después, ella se separó un poco de él y añadió—: Pero sus ojos... estaba como iluminados. Cuando me ha visto, se ha vuelto y ha dicho: «Llegas demasiado tarde, ya te poseo». No sonaba muy racional.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Leonardo.

—Creo que se ha infectado con una ilusión... de mí. No necesito que un médico me diga que está enfermo de amor. Uno puede verlo al mirarle a los ojos.

—Probablemente sea melancholia illa heroica —dijo Niccolò mientras entraba en el taller. Su rostro estaba sonrojado y parecía excitado: estaba claro que había estado escuchando desde la puerta—. Es una enfermedad de melancolía provocada por el amor. Consume el cuerpo y el espíritu. Tan solo los ojos parecen estar vivos, porque en ellos reside el «fuego interno» del alma. El maestro Toscanelli me ha enseñado todo sobre esos temas. Sabe mucho de medicina, y de magia también.

—Nicco, este es un asunto privado —dijo Leonardo reprobador.

—Pero yo también me preocupo por Sandro —dijo Niccolò—. Puedo ayudar. He leído el Lilium medicinale. ¿Acaso tú lo has leído?

—Te estás poniendo impertinente —dijo Leonardo, aunque sin ira en su voz.

—Por favor, déjale quedarse —dijo Simonetta alejándose de Leonardo, que se levantó y sirvió un vaso del vino que había traído Niccolò.

—Sé guardar una confidencia —insistió Niccolò.

Simonetta tomó la mano de Niccolò durante un instante, y después se alejó hasta la ventana.

—Es culpa mía. Sandro estaba enamorado de mí.

—No puedes culparte, madonna —dijo Leonardo.

—Aquella noche en la fiesta de Il Neri, oí cómo me llamaba, pero aún así, me fui.

—Lo hiciste por su bien. La culpa es mía, porque no he ido a verle en una semana. Podría haber evitado que se perdiera tanto en su imaginación.

—Debería haberme entregado a él —dijo Simonetta en un susurro apenas audible, como si estuviera hablando para ella misma—. Me he entregado a otros hombres. —Y tras una pausa, añadió—: Lorenzo ha llevado a su médico a la bottega de Sandro. Todavía está allí, sangrándole con sanguijuelas. Incluso él ha sugerido que llevemos a un teúrgo.

Leonardo asintió, aunque no confiaba demasiado en la magia de los teúrgos.

—Lorenzo también se ha ocupado de eso —dijo Simonetta.

—Entonces Sandro está bien atendido.

—Sí, y Lorenzo me ha enviado a buscarte.

—Pero estoy seguro de que Sandro desea verte a ti más que a nadie —dijo Leonardo.

—Después de decirme que había llegado demasiado tarde, se ponía muy nervioso cada vez que me acercaba a él —dijo Simonetta—. De hecho, me he tenido que quedar fuera de su habitación, porque se ponía a gritar de forma incontrolable en mi presencia. Ha intentando salir de la cama y llegar hasta mí. El médico temía que fuera a hacerme daño. Pero él seguía pronunciando mi nombre, incluso aunque estuviera en la habitación de al lado, igual que hizo cuando nos fuimos de la fiesta. Es una pesadilla, Leonardo. Debo confesar que ha sido un alivio para mí cuando Lorenzo me ha enviado a buscarte.

—Por supuesto —dijo Leonardo.

—No debéis volver a la bottega de Sandro con nosotros —dijo Niccolò—. Puede ser peligroso.

—¿Cómo es eso? —preguntó Leonardo—. Estará protegida.

—Si Sandro se ha infectado con su propia ilusión de madonna Simonetta, entonces intentará robarle a ella el espíritu a través de sus ojos.

—Quizá sea buena idea que Simonetta no vuelva al lado de Sandro, pero eso no son más que tonterías supersticiosas.

Madonna, ¿Sandro cerraba los ojos al hablaros? —preguntó Niccolò.

—Pues sí.

—¿Y los abría cuando no estaba en sus cabales?

—Sí —dijo Simonetta—. Me miraba como si me quisiera devorar.

—Y habéis dicho que estaba como loco y que quería salir de la cama. El doctor Bernard de Gordon llama a ese síntoma «manía ambulatoria». Y también me atrevería a decir que el pulso del maestro Sandro era muy irregular.

—El médico lo ha dicho, sí —dijo Simonetta.

—Los síntomas de la melancolía son falta de sueño, de hambre o de sed —dijo Niccolò, incapaz de ocultar su entusiasmo joven y vanidoso—. El cuerpo se debilita, a excepción de los ojos. Si no se trata al maestro Sandro, se volverá maníaco y morirá. Il Magnifico ha acertado al pedir que llevaran a un teúrgo. Pero, madonna Simonetta, Sandro ha cerrado los ojos en cuanto os ha visto, en su momento racional, para no infectaros con su «fuego interno».

—Nicco, eso es...

—Por favor, maestro, permíteme que acabe. Sé que no crees en fuegos internos ni en los rayos ígneos que salen de nuestros ojos. Pero simplemente estoy aplicando los conocimientos que he adquirido con el maestro Toscanelli. ¿Puedo continuar?

Leonardo asintió y se sentó al lado de Simonetta, que tomó su mano. Había que respetar al muchacho. En una situación menos grave, Leonardo habría disfrutado mucho de la exposición de Nicco.

—Vuestra imagen ha pasado a través de sus ojos hasta su corazón; es tan real como sus pensamientos, y se ha convertido en parte de su pneuma, su misma alma. La imagen, la ilusión, es un reflejo de vos; pero está envenenada y es peligrosa.

—¿Qué se puede hacer para ayudarle? —preguntó Simonetta.

—Si los métodos más suaves no funcionan, lo mejor es azotarle y quizá aplicarle placeres sensuales tales como practicar el coito con varias mujeres. Si nada de eso resulta eficaz, entonces...

Simonetta volvió la cabeza.

—Bien, voy a ir a ver si puedo ayudar en algo —dijo Leonardo a Simonetta—. Sin embargo, sí creo que Niccolò tiene razón en lo que respecta a tu seguridad. Estás muy nerviosa, ¿por qué no descansas aquí durante un rato? Niccolò cuidará de ti.

—Pero... —dijo Niccolò. Estaba decepcionado porque se había hecho la ilusión de presenciar la actuación del teúrgo... y quizá sí que estaba preocupado por Sandro.

—No, Leonardo, tengo que hacer todo lo que pueda por ayudarlo —dijo Simonetta—. Si me quedo aquí me sentiré culpable. Estoy enferma de preocupación por él, ahora más que nunca.

Leonardo dirigió una mirada severa a Niccolò por haber disgustado a Simonetta.

—Tú nos esperarás aquí.

—Pero debo ir —dijo Niccolò—. Al menos sé algo sobre esta enfermedad; y de verdad que estoy preocupado por el maestro Sandro. ¿Qué puedes perder si me permites acompañarte?

—Estoy preocupado por lo que puedas aprender si vas... Y de que veas algo que resulte perjudicial para ti.

Niccolò dejó patente su impaciencia y su descontento haciendo un sonido que era una mezcla entre un gruñido y una tos.

—Pero el maestro Toscanelli te dijo que yo debía...

—Nicco... ¡Ya es suficiente! Puedes acompañarnos siempre y cuando no te pongas pesado.

—Lo prometo.

A pesar de su angustia, Simonetta no pudo evitar sonreír. Pero Leonardo se había tornado distante, como si hubiera vuelto a perderse en sus pensamientos. Mientras caminaban por las abarrotadas calles hacia la bottega de Sandro, los débiles rayos de sol de la tarde parecían dejarlo al descubierto, como reprochándole su comportamiento.

Simonetta había tenido razón al decir que la bottega olía a enfermedad. Leonardo percibió el hedor empalagoso y acre tan pronto puso un pie en el taller. Todas las habitaciones estaban a oscuras, ya que se habían cerrado todos los postigos interiores de largas y estrechas ventanas. Tan solo la puerta de la salle que daba a un pequeño patio posterior estaba abierta de par en par. Quizá así la emanación venenosa que había afectado a Sandro encontrara una forma de abandonar la casa.

Sin embargo, se consideraba que era peligroso dejar que la luz entrara en las habitaciones porque podía atraer al alma enferma de Sandro, y esta podría intentar escapar.

Mientras cruzaban el patio vieron a una anciana con aspecto de bruja, enfundada en una gamurra rota, con el pelo sucio y probablemente plagado de piojos. Se hizo presente como una aparición, y enseguida desapareció de la luz. Tomaron la escalera para subir al segundo piso, que estaba dividido en cuatro habitaciones: dos estudios, un dormitorio y un baño. Los suelos eran de baldosas pulidas, y las habitaciones, todas ellas con chimenea, eran pequeñas, pero tenían techos altos.

Verrocchio, que esperaba fuera del dormitorio, los saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa tensa.

—¿Sería prudente que entrarais en esta habitación, madonna? —le preguntó a Simonetta.

—Tendré mucho cuidado, Andrea —respondió ella—. Si surge la más mínima conmoción, me marcharé. Lo prometo...

Aunque parecía que Andrea no las tenía todas consigo, los guió al interior del dormitorio en penumbra, que también servía de cocina; el olor a hierbas y medicinas era empalagoso y penetrante. Hacía tanto calor como en un horno, y todo estaba cerrado. Un rugiente fuego arrojaba una luz extraña y creaba sombras temblorosas sobre Lorenzo, su hermano Giuliano y su pequeña corte que permanecía cerca de la cama de Sandro. Sandro yacía desnudo, su cabeza elevada con una almohada. Miraba fijamente al techo mientras dos prostitutas intentaban excitarle, sin éxito. Temblaba cada pocos segundos como si su sangre tuviera un ritmo propio.

Leonardo se sorprendió al ver a su amigo, porque Sandro parecía inmerso en el coma que precede a la muerte: su rostro estaba cubierto de aceite y del sudor que producen el calor y la fiebre; sus ojos estaban vidriosos y parecían hundidos, puesto que había perdido demasiado peso. Sangraba a través de heridas recientes y de varias sangrías: los enormes verdugones resaltaban en la pálida carne como arterias en una piel vieja y translúcida.

Horrorizado e incapaz de hacer otra cosa, Leonardo alejó a las prostitutas y cubrió la desnudez de su amigo.

—Tonelete, soy yo, Leonardo. —Pero Sandro parecía no oírle. Murmuraba algo, y Leonardo se acercó a su amigo para poder escuchar su susurro:

—Simonetta... Simonettaettaettaetta..., Simonetta...

Leonardo tocó la frente de Sandro, que ardía, y dijo:

—No te preocupes amigo, madonna está aquí, al igual que yo.

Lorenzo de Medici tiró suavemente de Leonardo para alejarlo de su amigo. Abrazó a Leonardo y sacudió la cabeza desesperado por Sandro.

—No sirve para nada —dijo una de las prostitutas—. Es imposible que follemos con él. No queda sangre en ese blando gusano suyo. —Era una mujer robusta, con grandes pechos que colgaban como péndulos; su cabello parecía tan sucio como el de la bruja que Leonardo había visto en el patio, aunque poseía cierta belleza rudimentaria—. Si lo creéis oportuno, podríamos azotarle de nuevo, conde —dijo la mujer dirigiéndose a un joven no mucho mayor que Niccolò, que estaba al lado de Lorenzo y Giuliano de Medici, y cerca del escalón cubierto de trapos que llevaba a la alta cama.

Aquel era el conde Pico della Mirandola, el preferido de la corte de Lorenzo. Un joven mago y erudito que había descifrado los secretos de la cábala judía y había escrito el brillante Discurso platónico sobre el amor, como comentario al poema de su amigo Girolamo de Paolo Benivieni. Ciertamente era un muchacho atractivo, de hecho, era extraordinariamente hermoso. Tenía la piel muy pálida, penetrantes ojos grises, blancos e inmaculados dientes, un cuerpo musculado y el cabello rojizo peinado de forma muy elaborada. Vestía el atuendo tradicional de los teúrgos: una corona de laurel y una túnica de lana inmaculadamente blanca. Sudaba profusamente a causa del calor. Los otros hombres, incluido Verrocchio, iban en mangas de camisa, in zuppone, mientras que los criados llevaban el torso desnudo.

—Dejadlo, habéis hecho lo que habéis podido —dijo Mirandola, y la prostituta dejó la cama, a la vez que su compañera, que era plana como una tabla y se la podía haber confundido fácilmente con un chico.

—Il Magnifico —dijo la mujer robusta—, ¿deseáis que nos quedemos para... ayudar a cualquier otro de vuestros ciudadanos? —Miró a Niccolò y luego a Mirandola. Su piel estaba resbaladiza por el sudor y brillaba a la luz de la chimenea—. Realmente vuestro mago tiene aspecto de necesitar un buen revolcón, ¿no es cierto, mio Illustrisimo Signore?

Mirandola la ignoró completamente, aunque cierto color tocó sus mejillas.

—Gracias no... de ninguna manera —dijo Lorenzo con una sonrisa, y puso un florín en la mano de cada mujer.

Después de que las prostitutas se marcharan, Simonetta se acercó a la cama, pero fue muy cautelosa. Tomó las manos de Leonardo y Lorenzo, y preguntó, casi a modo de plegaria:

—¿Qué podemos hacer? Esto es tan... degradante. —Simonetta lloraba y no podía dejar de mirar a Sandro, que debía haber oído o sentido su presencia, porque de pronto volvió a la vida.

Se sentó en la cama, con aspecto asustado, como si se acabara de despertar de una pesadilla. Antes de que pudieran detenerlo, salió de la cama de un salto. Se abalanzó sobre Simonetta sin dejar de repetir su nombre.

Giuliano consiguió detenerle, pero, como a los demás, Sandro le había cogido por sorpresa. Leonardo, Lorenzo y Verrocchio lo sujetaron, aunque les resultó difícil, porque gritaba y daba patadas; de pronto, como si hubiera sufrido un ataque erótico, volvió a caer en ese coma de respiración lenta y periódicos temblores.

Mientras los hombres llevaban a Sandro de vuelva a la cama con cierta dificultad, Mirandola cogió a Simonetta del brazo y la llevó firmemente hacia la puerta.

Madonna Simonetta, ¿no os he dicho que no entréis en esta habitación? Es muy peligroso... para vos y para maese Botticelli.

—No os enfadéis conmigo Pico. ¿Qué daño puedo hacer ahora? Solo deseo ayudar. Parece como si Sandro estuviera consumiéndose... como si los demonios dominaran su cuerpo. Por favor, Dios, protégele. Temo que vaya a morir.

—Quizá no. Voy a intentar otro exorcismo, madonna. Si eso falla, os informaré.

—¿Sí?

—Y entonces tendréis que tomar una decisión que quizá ponga en peligro vuestra vida.

Simonetta asintió, pero tenía el aspecto de alguien a quien le han quitado un peso de encima.

Luego se deslizó fuera de aquella estancia calentada por el fuego.

Cuando uno de los criados le preguntó a Lorenzo si podía apagar el fuego antes de que alguien llegara a desmayarse, Mirandola respondió por Il Magnifico.

—Hay que avivar el fuego, pero antes, traed a la bruja inmediatamente.

—¿De qué sirve el fuego? —preguntó Leonardo.

—Quizá deberíamos apagarlo —dijo Lorenzo secándose el sudor de la cara con un pañuelo—. No parece que este calor haya ayudado a Sandro.

—Os ruego un poco más de paciencia, Magnifico —dijo Mirandola—. El fuego no es para el maestro Sandro, sino para nosotros. El calor es para protegernos de la peligrosa influencia de la ilusión de Eros que domina a Sandro.

—¿Y por qué el calor nos ofrece protección? —preguntó Leonardo lleno de curiosidad por esa superstición.

—¿No estáis familiarizado con la distinción que hace Aristóteles de los vapores fríos de la melancolía, y los espíritus puros o cálidos?

—Debo confesar que no —dijo Leonardo.

—Bueno, es suficiente con decir que el calor previene la infección de los sueños y espíritus a causa de la «fría» y, por lo tanto impura, melancolía.

Leonardo decidió no seguir preguntando a Mirandola. No quería humillar a aquel insolente y pomposo joven aristócrata en presencia de Lorenzo.

—Si la bruja no puede romper esos vínculos —dijo Mirandola a Lorenzo y a Giuliano, que se acercó a la cama de Sandro—, entonces solo Simonetta podrá ayudarlo.

—¿Cómo? —preguntó Lorenzo.

—El espíritu enfermo de Sandro podrá ser purificado si puede restablecer contacto con el objeto de su obsesión: Simonetta. Pero para hacerlo, Simonetta tendría que absorber la ilusión que está envenenando a Sandro. —Tras una pausa, añadió—: Solo podemos esperar que su alma no esté muerta dentro de él. Si ese fuera el caso, tan solo vive a través del objeto de su obsesión. Y si es así, entonces ya está perdido.

—¿Y qué hay de Simonetta? —preguntó Leonardo convencido de que no era más que mera superstición, pero que era peligrosa de todos modos.

—En efecto, ella recuperará su propia ilusión. Pero ese espíritu que ha sido generado en el alma de Sandro a causa de la angustia de la melancolía está contaminado. No es un reflejo verdadero de Simonetta. Sería como si ella tomara veneno.

—Entonces no puedo permitirlo —dijo Lorenzo.

—Pero... —continuó Mirandola—, hay muchas probabilidades de que podamos curarla, exorcizarla, si se hace inmediatamente. Es peligroso, pero existe un antídoto, por así decirlo.

»Debéis ser conscientes —continuó—, de que si el alma de nuestro Sandro ya ha perecido, cuando Simonetta acepte la ilusión creada por él, él morirá, tan seguro como si un cuchillo atravesara su corazón.

En ese instante, la bruja entró en la habitación y Leonardo casi vomitó al olerla. Pero su olor no era solo el de la suciedad, era el de la descomposición, como el olor a carne podrida. Lucía un barato mantello negro que le cubría la cabeza y los hombros. Hizo una inclinación de cabeza a Lorenzo y a Mirandola y dijo:

—No os hago promesas, señores.

Pero Mirandola, ignorándola, caminó hasta la cama. Fijó sus ojos en los de Sandro, o en la ilusión que se reflejaba en ellos, y dijo:

—¡Oh señor supremo de nombre santo!, ¡oh señor Saturno, que eres frígido y estéril, de semblante lóbrego y torvo; tú, que eres sabio e impenetrable, que no conoces ni el placer ni la alegría, que conoces todos los trucos y las artes del divino impostor, que provocas la prosperidad o la ruina, y que llevas a los hombres el placer o la miseria! ¡Oh Padre Magnífico, a través de tu bondad y benevolencia, permite que tus sirvientes curen el alma débil y contaminada de este hombre de su enfermedad ilusoria!

Sandro cerró los ojos con fuerza y tuvo un escalofrío. Después, sacudió la cabeza como si estuviera a punto de sufrir un ataque.

—Atadle las manos y las piernas a la cama —ordenó la bruja—. ¡Y daos prisa antes de que vuelva a desvanecerse!

Leonardo protestó, pero Mirandola hizo una señal a sus criados, que hicieron lo que pedía la anciana. Mientras ataban a Sandro, Lorenzo dijo:

—Leonardo, esto es difícil para todos nosotros; pero no tenemos otra opción, a no ser que deseemos dejar morir a nuestro amigo.

Leonardo mantuvo la boca cerrada porque sería imposible convencer a Lorenzo, o a cualquier otro presente, de que aquella hechicería no conseguiría nada. Y era especialmente peligroso oponerse al joven conde Mirandola, el favorito de Il Magnifico.

Cuando terminara aquella humillación, Leonardo se ocuparía de Sandro.

Pero la bruja no perdió el tiempo. Sacó unas bolsitas atadas con cuerda de cáñamo y las arrojó al fuego. Su contenido crepitó mientras ardía, y soltó vapores que olían a hierba, perfumes, formaldehído y resina. Hacían escocer los ojos y creaban varias formas y colores en las llamas.

Leonardo se sintió mareado, como si hubiera bebido demasiado. Le pareció ver, por el rabillo del ojo, imágenes que explotaban. Estaba convencido de que los vapores de la bruja iban destinados a confundir a todos los que los inhalaran, de modo que se alejó del fuego y se cubrió la boca con una manga hasta que los vapores se disiparon. Ordenó a Niccolò que hiciera lo mismo.

La bruja dio vueltas alrededor de la cama de Sandro y empezó a insultarlo con su voz rasposa. Lo humilló llamándolo judío y sodomita; calumnió a Simonetta, el objeto del deseo de Sandro, y la llamó puta y zorra. La bruja se inclinó sobre él y se quitó su mantello, de modo que sus rizos cayeron sobre él en una escena de grotesca sensualidad. Después, ella empezó a gritar y a sacudir a Sandro por los hombros.

—Tu mujer es una fregona, una exhibicionista, una puta. —La bruja se subió a la cama y se sentó a horcajadas sobre la cabeza de Sandro, rodeándolo que sus huesudas piernas—. Mira mi raja, saco de mierda. —Y con una voz muy femenina, preguntó—: ¿La carne del amor de tu mujer es tan bonita como la mía? —Se quitó la ropa, dejando a la vista sus genitales, y se quitó un trapo empapado en sangre de menstruación, que obviamente no era suya, y que llevaba atado a la cintura.

—Quitad las cortinas de las ventanas —gritó a Mirandola.

—Eso es para ayudar a liberar a Sandro de su ilusión —dijo Niccolò.

Leonardo meneó la cabeza con disgusto.

—No creo que sea necesario que veas nada más de lo que suceda aquí. —Pero Niccolò actuó como si no hubiera escuchado nada, y se retiró al otro extremo de la habitación.

Mirandola retiró las cortinas provisionales, cada vez que quitaba una, invocaba «Deus lux summa luminum»: la luz invisible de Dios. La débil luz del atardecer bañó la estancia, tan transparente y diáfana como la luz de los cuadros de Sandro, uno de los cuales estaba apoyado contra la pared, según podía ver Leonardo ahora. Era la Primavera, y el grupo danzante de Gracias, representadas como se describían en un pasaje de Apuleyo, parecían haber sido creadas directamente de la luz. Aquellas figuras no parecían tener una existencia física. Eran espíritus luminosos, angelicales, visiones inefables, ilusiones de Simonetta que habitaban en la mente de Sandro.

Y, por supuesto, los rostros y las figuras de aquella tabula picta eran las de Simonetta.

Quizá los vapores que emanaban del fuego trastocaron su visión, pero Leonardo creyó ver que las Gracias se movían sutilmente, que eran almas vivas y torturadas, atrapadas en el espacio atemporal y bidimensional del cuadro.

La bruja agitó el trapo empapado de sangre por encima de la cabeza de Sandro, hizo sonidos sexuales y se sentó sobre su pecho. Pasó el trapo por la cara de Sandro, lo mantuvo debajo de su nariz, y murmuró el malleus maleficarum:

—Tu mujer repulsiva, tu puta, ella es como... esto. Ella es la perdición.

Después se arrastró hacia atrás apoyándose en sus rodillas y manipuló el pene de Sandro para meterlo en su interior.

Los ojos de Sandro estaban abiertos, y parecían estar fijos en ella.

Era verdad que solo sus ojos parecían estar vivos...

Tras girar encima de él en una grotesca parodia del coito, finalmente la bruja se dio por vencida. Todavía agachada sobre el cuerpo de Sandro como una araña de cuatro patas, se volvió hacia Mirandola y Lorenzo y dijo:

—Esto no es un hombre sino un demonio. ¡Nada puede ayudarle! —Se bajó de la cama. Se envolvió en su gamurra y salió de la estancia con andares y semblante orgulloso de una mujer de alta cuna que hubiera sido insultada.

Para horror y disgusto de Leonardo, Sandro, que todavía temblaba y murmuraba el nombre de Simonetta, tuvo una erección.

Cuando Mirandola volvió a la habitación con Simonetta, Leonardo no se atrevió a protestar demasiado, no fuera que Lorenzo descubriera la relación que lo unía a ella. Con toda seguridad, para Simonetta eso sería más peligroso que toda aquella palabrería mágica. Al verla, Lorenzo gimió; después adoptó la postura de firmes como si fuera uno de sus guardias, y tuviera que dar ejemplo a todos los demás. Giuliano permaneció en silencio al lado de su hermano.

—¿Deseáis abandonar la habitación? —preguntó Mirandola a Lorenzo.

—¿Podría tener algún efecto perjudicial en la... curación de Sandro?

—No lo creo, pero podría ser peligroso para los demás.

—Entonces todo aquel que lo desee puede marcharse ahora —dijo Lorenzo de modo que todos pudieran oírle. El médico, con aspecto cansado y desaliñado, hizo una reverencia y se marchó con sus sanguijuelas ulcerantes.

Verrocchio dio un abrazo de oso a Lorenzo.

—Por mucho que quiera a Sandro, creo que es mejor si os doy a Simonetta y a vos, Magnifico, un poco de intimidad. Si me necesitáis, acudiré a vuestra llamada.

—Será mejor que os llevéis a Nicco —dijo Leonardo.

Andrea asintió, sonrió gravemente y llamó a Niccolò.

—Vamos —dijo mientras empujaba a Niccolò y a un joven criado para que salieran con él.

—¿Estás segura de que quieres correr este riesgo? —preguntó Lorenzo a Simonetta con cierto tono de desesperación en su voz. Simonetta asintió y lo besó en la mejilla. Lorenzo la abrazó y añadió—: Tiene que haber otras opciones.

—Lo siento, Magnifico, pero hemos agotado todos los remedios establecidos —dijo Mirandola.

—Entonces debemos estudiar el caso más a fondo —dijo Lorenzo. Sus manos descansaban sobre los hombros de Simonetta—. No puedo permitirte que hagas esto, madonna. Eres muy especial para mí. —Mientras Lorenzo atraía a Simonetta hacia él, Leonardo y Giuliano se retiraron educadamente.

—¿Y qué hay del pobre Sandro? —preguntó Simonetta—. Si no le ayudamos morirá. ¿Acaso no os importa?

—Por supuesto que me importa, él es como un hermano para mí. Pero no puedo perderte, querida mía.

—Magnificencia, si no le ayudo, morirá. No puedo vivir con eso. Os amo, pero debo hacerlo. Debéis permitirme que me redima a mí misma.

—¿Redimirte? —preguntó Lorenzo.

—No me pidáis que os lo explique, porque os contaría la verdad, como siempre. Pero ¿recordáis vuestra promesa? No debemos hacernos preguntas el uno al otro. —Y entonces susurró—: Tan solo debemos entregarnos el uno al otro. ¿No es cierto?

Lorenzo dejó caer su enorme y fea cabeza, y Leonardo sintió una repentina lástima por aquel hombre.

—Ahora es mi oportunidad de poner a prueba mi fe —dijo Simonetta. Lorenzo asintió y consiguió mostrar una sonrisa—. Ahora tenéis que marcharos todos. Tan solo tengo en mente vuestra seguridad, porque os amo a todos. —Sonrió a Leonardo, como si estuvieran compartiendo sus secretos.

—Yo me quedo —dijo Lorenzo.

—Y yo os haré compañía —dijo Leonardo.

—Y yo también —añadió Giuliano.

—Giuliano... —dijo Lorenzo, pero enseguida se detuvo. Dio a su hermano un abrazo enorme, y vio a Niccolò, que discretamente había vuelto a la habitación y se ocultaba entre las sombras detrás de la puerta—. Pero tú, joven precoz, debes marcharte. ¿O tú también piensas desobedecerme?

Niccolò salió a la luz, hizo una reverencia y se disculpó. Tenía las orejas rojas, pero tuvo la suficiente compostura como para decirle a Simonetta:

—Deseo que la misericordia de Dios os acompañe en vuestra empresa, querida señora.

Cuando se hubo marchado, Mirandola miró a Simonetta.

—No tenemos mucho tiempo antes de que Sandro vuelva a sufrir otro ataque. Tenéis que absorber su espíritu, pero no debéis dejar que os infecte. Cuando su espíritu pase a vos, tenéis que confinarlo detrás de vuestros ojos, y no dejar que alcance vuestro corazón ni que circule por vuestro cuerpo. Como os he explicado, querida señora, detrás de vuestros ojos debéis imaginar un espacio vasto y luminoso, como una catedral llena de luz.

—Sí, Pico, lo recuerdo.

—Entonces id a su lado.

—Ten cuidado —susurró Lorenzo, y después elevó una plegaria.

Mientras Simonetta caminaba directamente hacia la cama, Mirandola se acercó a la chimenea y arrojó otro leño al fuego. La madera crepitó y humeó, puesto que aún estaba verde. Después, arrojó al fuego una bolsita y un vapor sulfuroso y penetrante inundó la habitación, como si fuera la luz misma. Una vez más Leonardo se sintió mareado... y tuvo la ilusión de que su ser se expandía. Aunque era inevitable evitar respirar aquel efluvio, se cubrió el rostro con una manga. Ahora Leonardo podía imaginar que los cuerpos y el espacio, y la existencia física podían ser ignorados; que todo era espíritu: imagen separada de la materia.

Eso era lo que creía Sandro...

Simonetta se acercó a la cama de Sandro y le cogió una mano, que seguía atada al cabecero de la cama.

—Tonelete —susurró—, soy yo, Simonetta. He venido a llevarme tu dolor. Para libertarte...

—Simonetta... Simonettaetta —murmuró Sandro como si fuera una canción. Y un instante después, sus cejas se fruncieron, y su rostro pareció volver a la vida. Pero cerró los ojos con tanta fuerza que la tensión hizo que sus labios se elevaran, como si Simonetta fuera el sol, demasiado brillante para mirarla directamente.

Sandro intentó liberarse de las cuerdas y sacudió la cabeza. De pronto, pareció que le hubiera vuelto la lucidez momentáneamente y dijo:

—¡Vete, por favor, déjame! No quiero hacerte daño. Mi hermosa Simonetta, Simonetta...

—No me iré —dijo Simonetta cogiendo la cabeza de Sandro firmemente entre sus manos—. Mírame, estoy aquí.

Pero Sandro se negaba a abrir los ojos. Se agitaba en la cama, como si el delicado contacto de Simonetta estuviera quemándole la piel; a pesar de ello, nunca la arrojaría de la cama. Simonetta mantuvo a Sandro sujeto entre sus manos hasta que paró de moverse y agitarse sin sentido.

De pronto, ella lo atrapó.

Sandro abrió los ojos durante un instante, la vio, y volvió su cabeza, presionando un lado de su rostro contra la cama, como si deseara enterrarse en ella; pero después, temblando por la tensión, intentando luchar contra los músculos que obedecían a su espíritu, pero no a su mente, Sandro volvió a mirar a Simonetta.

Y al mirarla, con los ojos abiertos de par en par, paralizado, Sandro se tranquilizó de forma instantánea.

Ya era de noche. El fuego apenas ardía, las pilas de brasas brillaban rojizas en el hogar. Las velas titilaban en sus apliques de pared, arrojando pálidas y temblorosas sombras; y las lámparas ardían sobre la mesa y los bancos. Los humos de las pociones arrojadas al fuego habían desaparecido en medio de aquel aire sofocante, sin embargo, Leonardo vio, o más bien intuyó, que algo vaporoso pasaba de Sandro a Simonetta.

Pasó de los ojos vidriosos de Sandro a los de Simonetta, claros y brillantes.

Aquel vapor era del color de la sangre, puro y ardiente: era un parpadeo, una especie de gloria pasajera tan pálida y sutil como el halo que rodea a la luna en una noche de niebla y tormentas.

Mirándose el uno a otro fijamente, unidos en un abrazo que no tenía nada de físico, se besaron. Sus ojos permanecieron abiertos, observándose el uno al otro, llenos de asombro, mientras las lenguas se buscaban.

Se comportaban como si no hubiera nadie más presente.

Lorenzo se movió nerviosamente apoyándose en uno y otro pie.

—Ojalá este no sea su binsica —dijo Mirandola.

Leonardo creía que la mera idea del extático beso de la muerte no era más que una tontería supersticiosa, pero aún así sintió un escalofrío que le recorría la espina dorsal; una reacción que seguramente era producto de los vapores de la bruja.

Multiplex semen, multiplex Venus, multiplex amor, multiplex vinculum —entonó Mirandola, como si la descripción de los principios pudiera atar a Sandro y a Simonetta a la vida.

—Desatadle —dijo Simonetta mientras retiraba las suaves sábanas que cubrían el pene erecto de Sandro.

Mirandola se acercaba a la cama para obedecer el deseo de Simonetta, Lorenzo caminó tras él, pero enseguida se detuvo, sacudió la cabeza y suspiró. Leonardo le estrechó el brazo y Lorenzo asintió agradecido.

—Simonetta no resultará herida, Leonardo —dijo Lorenzo, como intentando convencerse a sí mismo.

Pero Leonardo entendió que el primer ciudadano estaba sintiendo el ataque de los celos, porque él mismo podía sentir lo mismo en su interior.

Mirandola desató a Sandro, y Simonetta, como si estuviera en un sueño, se subió a la cama. Sandro la abrazó, y después, con un movimiento brusco, la empujó contra el colchón. Sandro se colocó encima de Simonetta, besándola, mientras rápidamente intentaba liberarla de su ropa interior. Simonetta gritó cuando él entró en ella; e hicieron el amor salvajemente, sin dejar de mirarse a los ojos.

Consumidos por el fuego interno de sus almas, se convirtieron en una única carne.

—No puedo soportar ver esto —gritó Lorenzo, y les dio la espalda. Pero después, como si la fascinación por lo abominable lo hubiera poseído, volvió a mirar. Giuliano le sujetó por el brazo y Leonardo, que estaba al otro lado de Lorenzo, le cogió una mano y se la apretó con fuerza. Lorenzo retrocedió, pero Giuliano y Leonardo le sujetaron hasta que recobró la compostura.

Lorenzo observaba, entonces el vinculum vinculorum, la cadena de las cadenas, se rompió.

Sandro se separó de Simonetta, que yacía sobre la cama, como sin vida; sin sangre ni color, con los ojos abiertos y mirando hacia el techo. Respiraba lentamente, parecía dormida o en trance. Sandro se frotó los ojos y, sin comprender nada, miró a Leonardo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en un susurro. Y después se volvió hacia Simonetta. Y al mirarla, se echó a llorar. Tocó su rostro y dijo—: Jesù, ¿qué es lo que he hecho?

Leonardo y Lorenzo se acercaron a la cama. Mientras Leonardo tranquilizaba a Sandro, Lorenzo intentaba animar a Simonetta.

—Magnifico, esperad —dijo Mirandola mientras delicadamente alejaba a Lorenzo de la cama—. Debéis permitir que sea yo quien la despierte. Hay muy poco tiempo, y su alma está llena del veneno de la ilusión de Sandro. Mirad, podéis ver cómo llena sus ojos. —Lorenzo asintió y se retiró. Entonces Mirándola, momentáneamente, volvió su atención hacia Botticelli—. Esta mujer de verdad se preocupa por vos, Sandro. Os ha curado. Ahora, con la ayuda de Dios, empezaréis a recobrar vuestra fuerza.

Pero Sandro, que sudaba sin parar, como si realmente todos los venenos estuvieran abandonando su cuerpo, cayó desmayado en los brazos de Leonardo.

—Dejadle —dijo Mirandola—. No tenemos tiempo. Tenemos que alejar a madonna de Sandro.

Mientras Leonardo y Giuliano transportaban a Simonetta hasta un banco ornamentado con tallas, situado en un extremo de la habitación, Mirandola hizo que todo el mundo saliera de la estancia. Después, miró a Leonardo y a Giuliano y les dijo:

—Si tenéis que quedaros, permaneced cerca de Sandro, aunque se haya desvanecido, debéis bloquear su visión de madonna. Cubrid sus ojos si es necesario. No sería imposible que su ilusión volviera al corazón de Sandro. Y en ese caso, los dos, él y madonna, se debilitarían y morirían. Ahora, por favor, Magnifico, dejadnos.

Leonardo y Lorenzo observaron a Mirandola desde la cama, donde estaban sentados de modo que impidieran que Sandro mirara a Simonetta, si llegaba a despertarse. Mirandola sujetó a Simonetta para impedir que se cayera de su asiento. La habitación estaba oscura, a pesar de que la débil luz de la luna entraba por las ventanas, y las velas ardían arrojando una luz amarillenta y temblorosa. Una lámpara arrojaba su propia luz en forma de aura desde una banqueta situada en el extremo opuesto a donde se sentaba Simonetta. Mirandola acercó la lámpara hacia él y sacó un pequeño espejo de algún bolsillo interior de su túnica. Lo colocó en la banqueta, para poder cogerlo con facilidad. Después, cogió su saquito de cuero, del cual sacó un bálsamo, un trozo de azúcar, un amuleto de oro, ciruelas, un pequeño frasco de perfume y un puñado de piedras preciosas. Puso todos esos objetos al lado del espejo y dijo:

—Que estos dones del mundo animado, estos homines phlebotomici, se conviertan en el recipiente del pneuma venenoso. Que se conviertan en objetos divinos y que, a través de sus afinidades con el mundo elevado, obtengan el apoyo de los etéreos ángeles.

Mantuvo el frasco cerca de la nariz de Simonetta. Su cabeza se agitó como si acabara de oler agua de amoníaco. Antes de que Mirandola cubriera el frasco, él también inhaló su contenido y cerró los ojos durante un segundo, como transportado a otro lugar. Después de dejar el frasco sobre la banqueta, Mirandola dio una fuerte palmada delante de la cara de Simonetta.

—Despierta —dijo mientras sostenía el espejo delante de ella.

Los ojos de Simonetta estaba dilatados. Cogió el espejo de las manos de Mirandola, y sonrió al observarlo.

—Es precioso —susurró al ver el reflejo de sus ojos en el espejo.

Parecía que hubiera alcanzado un estado de felicidad total.

—¿Qué es lo que veis? —preguntó Mirandola ansioso.

—El pneuma de Sandro... su creación. Me halaga, porque su ilusión es un ángel. ¿Cómo puedo estar a la altura de una imagen tan perfecta?

Madonna, no dejéis que la imagen os hechice —dijo Mirandola—. Debéis expulsarla. ¿Lo entendéis?

—Puedo mirar directamente el corazón del mundo elevado...

—Madonna. ¡Madonna! ¿Podéis oírme?

Ella asintió.

—Si deseáis imbuiros con las características del mundo elevado debéis dejar que estos objetos que he colocado frente a vos se conviertan en vuestros afines. Dejad que sean los recipientes del pneuma que habéis recogido de Sandro; y si las características del pneuma están contaminadas, ellos lo rechazarán... y vos estaréis a salvo. Pero para hacerlo, debéis dejar que la ilusión de Sandro pase al espejo.

—Lo veo ahí —dijo Simonetta.

—Muy bien. Ahora cerrad los ojos y mirad en vuestro interior, en un lugar brillante detrás de vuestros ojos. Ahí es donde habéis atrapado a la ilusión, ¿cierto?

Simonetta asintió.

Mirandola puso las joyas, el amuleto y el azúcar en la mano de Simonetta, que descansaba sobre su regazo.

—Ahora decidme, signora Vespucci, ¿queda algo de la imagen en la catedral que habéis creado en vuestra mente?

De nuevo, ella asintió.

—Entonces debéis obligarlo a que pase al espejo. Dejad que los objetos que tenéis en vuestra mano os den la fuerza de las presencias elevadas. Ahora abrid los ojos. Dejad que la ilusión pase al espejo.

—Está oscuro. El espejo está oscuro.

—¿La ilusión os ha abandonado?

Simonetta asintió.

Mirandola cogió el espejo, lo arrojó al suelo, y lo hizo añicos de un pisotón. Obligó a Simonetta a que abriera la mano y dejara caer las joyas y el amuleto, y limpió el azúcar que quedaba en su palma.

—Ya está hecho —anunció—. Ahora los criados deben tomar las joyas, los trozos de cristal y otros objetos afines, que ahora son venenosos, y deben enterrarlos. Y el médico debe purgar la sangre del maestro Botticelli y de madonna Vespucci con sus sanguijuelas. Os devuelvo a vuestros amigos —dijo a Lorenzo. Sonrió cálidamente a su benefactor.

Mientras Mirandola hablaba, Simonetta miró directamente a Leonardo.

Y ella también sonrió.

Pero era una sonrisa de disimulo.

De pronto, Sandro despertó. Luchó por encontrar aire para respirar, como si fuera un hombre que se ahogaba y buscara la superficie de la mar. Miró directamente a Simonetta y preguntó:

—Leonardo, ¿dónde está? ¿Dónde está Simonetta...?

—Tranquilo, ahora debes descansar —dijo Leonardo mientras secaba el sudor del rostro de Sandro con una esquina de la sábana—. Todo está bien.

—Y Simonetta, ¿qué hay de Simonetta?

—Como tú, Tonelete, pronto estará entre espíritus más elevados —dijo Leonardo, a pesar de que un escalofrío de preocupación le recorriera la espina dorsal.

—¿Me prometes que eso es cierto, Leonardo?

—Sí, amigo mío —mintió.