25 La lengua de hierro
«Por fin, una respuesta a nuestras plegarias. El tiempo nos ha traído ayuda incluso a nosotros...La ayuda de un dios.»—Virgilio«Por quastio se debe entender el tormento y el sufrimiento inflingidos en un cuerpo con el fin de obtener la verdad.»—Domicio Ulpiano«También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos.»—II Timoteo 3:1La cámara de torturas era muy hermosa.
Estaba situada en el ala oeste del castillo, cerca de la cocina, y se asemejaba más la sala abovedada de un príncipe italiano que a un instrumento de arrepentimiento. La pared del fondo, dividida por pilastras, lucía frescos que representaban grandes batallas pintadas al estilo europeo. De hecho, Leonardo reconoció la mano de Filippo Lippi, Marco Zoppo y Petrus Christus. Debido a la pobre iluminación, Leonardo tenía la impresión de que las figuras se movían ligeramente, como si el estrépito de la guerra pudiera detenerse en seco, pero solo durante un instante. Todas las demás paredes estaban cubiertas de cuadros, tanto religiosos como profanos, todos dignos incluso del mismo Lorenzo; los retratos eran magníficos y las representaciones de la Crucifixión y la Anunciación, luminosas. El suelo era de baldosas de mayólica pintada y el zócalo tallado en madera que decoraba las paredes sobresalía y se convertía en bancos.
Leonardo echó un vistazo a la habitación, pero su atención se detuvo en los instrumentos de tortura: un potro para separar los huesos de las articulaciones, una cigüeña para presionar el cuerpo hasta convertirlo en una masa. Había una jaula en cuyo interior había hileras de pinchos, y una grúa izaba la jaula para luego dejarla caer. Había horcas y picotas, mesas cubiertas de tenazas y argollas, y todo tipo de cuchillos, sierras, hachas, flechas y artilugios para quemar, cortar y golpear. Todos aquellos aparatos de tortura estaban colocados alrededor de un horno encendido que tenía una pequeña plataforma donde descansaban varios instrumentos al rojo vivo. Varios artilugios de hierro colgaban ordenados en la pared: máscaras, garfios, coronas de espinas y jaulas con pinchos. Pesados tapices dividían la cámara y separaban a una víctima de otra para que no pudieran verse... y a su vez ocultaban a las víctimas de los espectadores. El olor a sudor rancio, carne quemada, miedo, heces y enfermedad resultaba estremecedor, y Leonardo y Sandro se taparon la boca.
A su anfitrión, Ka’it Bay, le hizo gracia la reacción de sus invitados y se volvió hacia Sandro.
—Presta atención, maestro, no sea que tú también olvides quiénes son mis enemigos.
Leonardo pensó que la forma de componer aquella frase de advertencia era cuanto menos curiosa. ¿Aquella amenaza velada también iba destinada a él? Leonardo todavía no se había recuperado de su fiebre, que había remitido hacía dos días, aunque los dolorosos furúnculos que cubrían sus brazos, su pecho y sus nalgas habían desaparecido mucho antes.
Entonces el califa ordenó a uno de los torturadores que retirara una cortina negra para revelar a un hombre que parecía estar de pie, pero en realidad estaba atado a un potro empapado de sangre. Su cuerpo escuálido estaba sucio y amoratado. Quizá en algún momento aquel hombre había sido guapo y musculoso. Era alto, lucía bigote y sus ojos vacíos se hundían en su rostro. Tenía los dientes rotos y las manos vendadas con harapos. Era obvio que le habían cortado los dedos.
—Este hombre era un oficial del Gran Turco, un diplomático, un embajador igual que tú, maestro. —Una vez más Ka’it Bay le habló directamente a Sandro, que estaba claramente conmocionado.
—¿Por qué nos habéis traído aquí, gobernador de los mundos? —preguntó Leonardo. Kuan le tocó ligeramente en el hombro como advertencia para que cuidara sus palabras.
—No puedes reprenderme por ser impaciente, Leonardo. He esperado a que tú y tu amigo os recuperarais antes de enseñaros mis preciosos objetos. —Hizo un gesto con la mano y abarcó los cuadros y los frescos—. Esto es sin duda una prueba de que os estimo tanto a vosotros y a vuestro arte que estoy dispuesto a sufrir en la otra vida por poseer estas imágenes.
Leonardo guardó silencio.
—¿Lo apruebas? —continuó Ka’it Bay. Señaló a un clérigo que permanecía en silencio a su lado—. Mi imán no lo aprueba, desde luego.
—Es difícil apreciar la belleza de vuestro arte cuando... —dijo Leonardo.
—¿Crees que os he traído aquí sin un propósito?
—Estoy seguro de que no, mi señor —respondió Leonardo sintiéndose enfermo por aquella pobre alma atada al potro.
—Tengo algunas noticias que alegrarán vuestros corazones —anunció Ka’it Bay—, pero primero tenéis que aceptar mi bendición en todo su esplendor —y dicho esto habló directamente con el prisionero con una voz muy agradable—. ¿Estás listo para morir?
El hombre asintió.
—Entonces cuenta tu historia una vez más y te permitiré morir con honor.
El prisionero balbuceó en varios idiomas de los cuales Leonardo no entendió ninguno hasta que el hombre susurró:
—A’isheh.
Estaba cautiva en una fortaleza llamaba Erzincan, que estaba a tan solo unos pocos días a caballo... Pero, ¿por qué querría el Gran Turco traerla a Persia?
—¿Y qué hay de Niccolò? —preguntó Leonardo olvidándose de dónde se encontraba.
El embajador jenízaro se le quedó mirando y Ka’it Bay asintió.
El torturador, cuyo cuerpo era blando y rollizo, y podía ser confundido fácilmente con un funcionario o un clérigo, ordenó a dos hombres que soltaran al hombre del potro; y con una fuerza y una ferocidad que sorprendieron a Leonardo, le cortó la cabeza al jenízaro con un hacha de hoja ancha. Después colocó la cabeza cortada en una cesta, antes incluso de que sus labios dejaran de moverse.
Sandro empalideció y sin poder evitarlo le dio la espalda al califa y vomitó. Leonardo desvió la mirada por acto reflejo, y en ese instante sus ojos se fijaron en el decorativo techo de estuco: los frescos de los casetones eran ángeles y dioses paganos que sonreían y observaban los procedimientos de tortura desde las puras y blancas alturas de los cielos.
El califa mantuvo su palabra: no tenía intención de exhibir la cabeza del jenízaro empalado en un poste, ni pensaba dárselo como alimento a las aves carroñeras. Sería enterrada en una tumba sin nombre. No es un gran consuelo, pensó Leonardo.
Gracias a Dios A’isheh estaba viva, y tan cerca... y quizá Niccolò estuviera con ella.
Rezó para que así fuera.
Pero aquel asunto todavía no había terminado. El califa había montado su espectáculo como si estuvieran en algún teatro, y con un gesto de su mano ordenó que se levantara otra cortina para descubrir a otra víctima. Aquel hombre mantenía cuidadosamente el equilibrio con sus caderas y sus manos dentro de una jaula llena de pinchos de metal, que colgaba de una viga con una cadena que iba unida a una polea. Una máscara de hierro le cubría la cabeza y la aplastaba el rostro como si llevara bozal, aunque este tenía como mordaza una lengua de hierro. Sus ojos, sorprendentemente azules, estaban vidriosos y muertos.
La jaula era un duplicado de la que había visto nada más entrar en aquella cámara.
El prisionero se daba bandazos contra los pinchos de hierro y emitía gritos ahogados.
La jaula bajó hasta quedar a unos pocos centímetros del suelo. Mientras uno de los torturadores afianzaba la polea, el otro abrió la jaula que se balanceaba y retiró la máscara de hierro de la cabeza del prisionero. La lengua de metal, que había estado introducida en la boca del hombre, estaba mojada y empapada de sangre. Y Leonardo vio que a aquel hombre también le habían roto los dientes, probablemente al encasquetarle aquella «corona» de hierro.
Después cerraron la jaula de nuevo.
Leonardo no se dio cuenta de inmediato, pero se horrorizó al descubrir que el prisionero era Zoroastro. Estaba negro por la sangre seca y las heridas; y su pelo brillaba de suciedad y sudor. Gemía como si respirar fuera una tortura.
Leonardo corrió a la jaula, pero los dos torturadores le impidieron acercarse.
—Dejadle pasar —dijo Ka’it Bay.
Al principio pareció que Zoroastro no reconocía a Leonardo. Era como si estuviera en trance; pero enseguida se despertó y dijo perplejo:
—¿Leonardo? ¿Es posible que seas tú? —Apenas podía susurrar.
—Sí, amigo mío, y Sandro también está aquí. —Sandro había seguido a Leonardo y se acercó a la jaula para coger la mano de Zoroastro.
Leonardo se volvió hacia el califa, iracundo.
—¡Abrid esta jaula y dejadlo salir!
—Cuando se decida a hablar, te permitiré que lo juzgues —dijo Ka’it Bay—. Y si eso no te satisface, tengo jaulas y sirvientes suficientes como para acogeros a ti y a tu amigo.
—Por esto os llaman el Jinn Rojo —dijo Leonardo levantando la cabeza enfadado y desafiante y señaló todos aquellos instrumentos de tortura que los rodeaban.
Kuan intentó interceder por Leonardo, pero el califa le ignoró.
—Zoroastro da Peretola, cuéntale a tu amigo Leonardo cómo me has traicionado —dijo Ka’it Bay en italiano.
Zoroastro intentó hablar. Por fin, susurró:
—Acepté una oferta...
—¿Y qué oferta aceptaste? —preguntó el califa.
—Para...
Ka’it Bay esperó pacientemente, y al ver que Zoroastro no continuaba, le preguntó:
—¿Quién te hizo esa oferta?
—El Gran Turco.
—Ah, nuestro enemigo, el que retiene como prisioneros a mi prima y a vuestro amigo Niccolò Machiavelli, ¿no es cierto?
Zoroastro ignoró la pregunta. Era como si algo más importante hubiera llamado su atención: estaba mirando el techo fijamente, a los ángeles. Quizá estuviera imaginando que de pronto adquirirían vida...o quizá le estuvieran llamando para que se uniera a ellos en el cielo del fresco.
—Ahora cuéntale a tus amigos qué te ofreció el emisario del Gran Turco.
Tras una pausa y sin mirar al califa, Zoroastro respondió:
—Un puesto... como capitán de ingenieros.
—¿Y le enseñaste al espía turco los dibujos de Leonardo?
—Sí.
—¿Y le dijiste que eran tuyos?
—Sí.
—Entonces eres un traidor, ¿no?
—Soy un florentino —dijo Zoroastro.
—Casi hemos terminado —dijo el califa—. Pero aún quedan algunas preguntas por hacer. Háblale al maestro Leonardo de Ginevra.
—¿Ginevra? —preguntó Leonardo—. Está muerta. —Suspiró y añadió—: Eso ya es agua pasada.
—Cuéntales —ordenó el califa a Zoroastro.
De pronto, Zoroastro se recompuso y recuperó la razón.
—Leonardo, lo siento...
—¿Por qué?
—Por hacerte daño.
—Zoroastro, ¿qué tiene que ver Ginevra con todo esto? —preguntó Leonardo y señaló la jaula en la que estaba encerrado su amigo.
Zoroastro bajó la mirada y dijo:
—Trabajaba para Luigi di Bernardo Nicolini.
—¿Qué? —preguntó Leonardo perplejo.
—Os espiaba a Ginevra y a ti. Le hablaba de tus encargos y le mantenía al día de tus intenciones.
—La mataste, Zoroastro —dijo Leonardo dándole la espalda a su amigo. No podía soportar mirarle a la cara.
—Leonardo, voy a morir. Tienes que perdonarme.
—¿Por qué ayudaste a Nicolini a que me quitara a Ginevra? —preguntó Leonardo. Tembló al recordar el aspecto de Ginevra muerta en su cama, su rostro herido e hinchado, la garganta cercenada, las ropas arrancadas. Y recordó. Recordó cómo había aplastado y destrozado los ojos de los ladrones que habían ido a saquear el palacio de Nicolini... que habían violado y asesinado a Ginevra. Si Ginevra no hubiera sido la esposa de un seguidor de los Pazzi, aún seguiría viva—. ¿Por qué, Zoroastro? ¿Por qué me traicionaste?
—Tenía problemas financieros. Recibía constantes amenazas de asesinos, mi familia también.
—¿Y cómo pudo ocurrir eso? Yo te pagaba bien.
Zoroastro negó con la cabeza.
—Eso ya no importa. Pero esto sí, Leonardo. Tan pronto como pagué mis deudas intenté ayudarte con Nicolini. Intenté deshacer el daño que había hecho. Nunca le hablé de tu encuentro con Ginevra en casa de Simonetta. Intenté ayudar. Intenté...
Leonardo dio un paso atrás como si alguien le empujara, como si no pudiera permanecer cerca del origen de aquellas palabras. En aquel estado, su mente imaginó que esas palabras, cada sonido, cada chirrido, gruñido, susurro o murmullo, eran bombas que explotaban, destrozando los miembros y el torso de Zoroastro. Y también imaginó que el tiempo avanzaba más despacio para aumentar el dolor de todos los presentes. Zoroastro miró directamente a Leonardo, como si toda su conciencia y su dolor ardieran con fuerza, como si rayos emanaran de sus ojos, el refugio del alma. Y en aquel instante quemó a Leonardo y él mismo se consumió.
—Así que ya has juzgado —dijo Ka’it Bay.
Antes de que Leonardo pudiera decir nada, los hombres del califa izaron la jaula.
Se elevó y se balanceó.
Los gritos de dolor de Zoroastro no eran más que susurros.
—¡No! —gritó Leonardo en un intento de detener a los torturadores. Pero ya era demasiado tarde, porque el califa dijo:
—Yalla —que significaba «Adelante», y la jaula cayó, y Zoroastro murió empalado en las estacas de hierro.
Kuan agarró a Leonardo, que tenía intención de lanzarse sobre el califa.
Sandro rezó. Años más tarde confesó a Leonardo que aquel había sido el momento en el que había decidido convertirse en un clérigo laico; y que aquel momento había sellado su destino y lo había condenado en un futuro a seguir al fraile loco Savonarola.
Pero en aquel instante, Leonardo estaba perdido. Las imágenes de Ginevra siendo masacrada en su casa se proyectaban en la oscuridad de su memoria.
Sus plegarias eran de sangre y muerte, y sin embargo, gritó por Zoroastro incluso a pesar de que los ángeles de los frescos sonreían sobre aquellos instrumentos del destino.
Aquel mismo día, más tarde, dos esclavos de piel oscura enterraron a Zoroastro en aquella tierra que olía a arcilla. Pero el súbito estruendo de una descarga de cañones los asustó y dejaron caer en la tumba la rústica camilla y el cadáver amortajado al estilo musulmán. Sandro, que había estado rezando por el alma inmortal de Zoroastro, también se sobresaltó. Gritó a los esclavos en italiano, pero ellos lo ignoraron y metódicamente empezaron a dar paladas de piedras y tierra para cubrir el agujero.
—Tonelete, no pueden entenderte —dijo Leonardo suavemente, casi en un susurro. El aire era húmedo y fresco a la sombra del castillo. La hierba estaba crecida y las laderas de las colinas eran tan empinadas como acantilados de roca; colina tras colina como olas rompiendo contra un mar de nubes blancas como las estrellas. Aquí y allí fluían arroyos que se deslizaban hacia los calurosos valles inferiores. El campo era fragante y cálido, un lugar que quizá habría recordado a Zoroastro a su propia tierra.
Resonó otra descarga, seguida de otras más cortas.
—Termina tus oraciones —dijo Leonardo, aunque él no tenía lágrimas para Zoroastro. Estaba tan seco como el desierto que habían cruzado para llegar a aquel castillo.
—He terminado —dijo Sandro mirando hacia el castillo.
Otra descarga de cañones.
—Será mejor que volvamos al castillo —dijo Sandro después de santiguarse. Miró la tumba una última vez—. Apostaría lo que fuera a que el califa te está buscando.
—¿Por qué me está buscando? —preguntó Leonardo.
—Para exhibirte ante sus eunucos.
Leonardo miró al más joven de los enterradores, que quedó en evidencia al retirar la mirada apurado.
—Sandro, creo que estos... informantes sí que te entienden.
Sandro se ruborizó, pero cuando estuvieron bien lejos de los esclavos, Leonardo le preguntó de nuevo por qué el califa estaría buscándole.
—Porque tú has diseñado el cañón.
—¿Y...?
—¿Crees que un mameluco de sangre roja podría apreciar un aparato como ese? Solo un castrado podría amar esas máquinas. Un hombre de verdad no lo haría.
Y en esas palabras Leonardo pudo sentir la ira de su amigo.
—Iré a ver a Amerigo —dijo Sandro—. Quizá le haya remitido la fiebre.
La habitación estaba a oscuras. Sus altas ventanas de vidrio y celosías estaban cubiertas con pesados tapices; y el aire estaba impregnado del acre olor del humo y del penetrante y familiar aroma del incienso y las semillas de cilantro. El califa presidía la reunión de una docena de eunucos mamelucos de alto rango suntuosamente vestidos con caftanes color escarlata, verde y violeta, bordados con hilo de oro y plata. Estaban sentados en mullidos sillones, reclinados contra las frías paredes de piedra, fumando pipas de metro y medio de alto y prestando toda su atención al devatdar, que estaba de pie en el centro de la habitación y sujetaba la palma de la mano de un muchacho que no tendría más de doce años. El rostro del niño estaba pintado como el de una prostituta, y lucía dibujos de henna en los dedos.
Aunque los accesorios eran diferentes, Leonardo reconoció la puesta en escena; la había visto con anterioridad. Aquel muchacho bellamente pintado miraría en un charco de tinta en la palma de su mano y entraría en el mundo sobrenatural para interrogar a los ángeles, demonios, jinns y santos que estuvieran disponibles. Por supuesto, Leonardo no creía que fueran más que supersticiones, aunque recordaba que su joven aprendiz Tista había visto el fuego que había consumido a Leonardo en el dormitorio de Ginevra.
Ahora Tista estaba muerto, había caído del cielo como Ícaro por culpa de la máquina voladora de Leonardo.
Y Leonardo recordó: Tista había visto su propia muerte. Se había alejado del devatdar, que le había sujetado la mano, y había gritado: «Me caigo, ayudadme».
El devatdar convocó a sus genios, sus espíritus familiares, y aunque Leonardo no había podido entender nada la primera vez que había escuchado esas invocaciones hechas en árabe en el palazzo de Toscanelli en Florencia, ahora sí que pudo.
Tarshuu, y Taryooshun, venid a mí, jinns.Venid a mí y presentaos, porque ¿adóndehan ido el príncipe y sus tropas? ¿Dónde están El-Ahmarel príncipe y sus tropas? Presentaossirvientes que respondéis a esos nombres.Esto es el comienzo. Y hemos retirado el veloque os cubre, y hoy podréis ver a través de sus grietas.El carbón y las hierbas aromáticas ardían en un cuenco sobre el hornillo que estaba al lado del muchacho, y Leonardo sintió que se le expandían los pulmones y como que un escalofrío le atravesaba el pecho. Después, sintió que le pesaba la cabeza y, finalmente, notó que estaba tan concentrado como un solo rayo de luz plateada que hubiera entrado a través de una grieta entre los tapices y el muro del oeste. Miró a Kuan, que era el que le había llevado allí, pero Kuan desvió la mirada, ignorándole.
El muchacho siguió concentrado en la palma de su mano, como si ya tuviera experiencia en la búsqueda de dioses y santos que habitaban los charcos de tinta, y dijo:
—Veo a un califa y a su ejército.
—¿Quién es ese califa y qué hay de su ejército? —preguntó el devatdar.
—Es el ejército de Dios.
—¿Y el califa?
El muchacho se encogió de hombros y dijo:
—Es el califa de Dios.
—¿El califa está dispuesto a responder a una pregunta? —preguntó Ka’it Bay.
De nuevo, el muchacho se encogió de hombros.
—¿Dónde ha reunido el Gran Turco a su ejército? ¿En las montañas del Taurus o al oeste? ¿Se imagina a sí mismo marchando hacia el sur, hacia Halab? ¿Cree que podrá tomar Damasco o incluso El Cairo? ¿Dónde me... dónde podré encontrar y devorar a sus ejércitos...?
—Mi señor, ya es difícil convencer a un jinn de que conteste a una sola pregunta —dijo el devatdar—. ¿Queréis confundir a las criaturas del fuego con todas esas preguntas?
El muchacho dejó caer la mano y derramó la tinta de su palma. Luego se limpió la mano en su túnica blanca.
—El califa se ha ido. Todos se han ido —dijo.
—¿Te ha hablado? —preguntó el devatdar.
—Ha citado el Kur-án —respondió el muchacho.
—¿Y...?
—«Cuando la tierra tiemble y se quiebre, entonces preguntarás qué es lo que significa».
Ka’it Bay sonrió sombríamente, porque el muchacho había citado una línea de la sura Al-Zalzalah: «El terremoto».
El experimento había fracasado.
El devatdar se disculpó ante el califa y retiró los tapices que cubrían las ventanas, dejando que la pálida luz de la tarde inundara la estancia. El muchacho, que parecía encontrarse cómodo entre aquellos emires eunucos de más alto rango, se sentó en un sillón al lado de un hombre anciano de tamaño formidable que lucía un turbante decorado con hojas de avestruz. Aquel eunuco tenía un rostro redondo y plano y acarició el cuello del muchacho mientras miraba a Leonardo lleno de curiosidad.
Leonardo sintió una extraña presión y se volvió para encontrarse con los ojos del eunuco. El eunuco sonrió e inclinó la cabeza, y en aquel instante él, Leonardo, fue consciente de todo lo que le rodeaba en aquella habitación; como si pudiera ver en todas direcciones y en el interior de cada corazón. Aquellos hombres no eran femeninos, ni inanes. Eran blandos de rostro y cuerpo, pero emanaban dureza y fuerza. Sus ojos eran muy vivos y, sin embargo, Leonardo no podía evitar temer a aquellos castrados que hablan con voces agudas y dulces. Los más jóvenes podrían posar como modelos para los ángeles que solía pintar Sandro; el más anciano parecía un patriarca oriental. Sin embargo, si aquellos hombres eran ángeles, no eran sino ángeles de la muerte, Leonardo estaba seguro de eso. Y aquellas eran las criaturas con las que más cómodo se sentía Ka’it Bay. Había invitado a Leonardo a su sanctasanctórum para que este conociera a su familia y ahora, allí sentado sintiendo la calidez del sol y aspirando el penetrante olor a tabaco y a hierbas, Leonardo imaginó que el califa le había castrado, tan seguro como que también lo había hecho con el muchacho que había hablado con el jinn.
—Y bien, maestro —preguntó el emir que estaba acariciando al muchacho—, ¿qué deducís de lo dicho por Mithqãl?
Mithqãl era el muchacho.
El califa, que estaba sentado cómodamente al lado del eunuco anciano, miró a Leonardo como si estuviera impaciente por obtener una respuesta. Él también empezó a acariciar al muchacho.
—Estoy seguro de que no sé qué deducir —dijo Leonardo sorprendido—. No creo que sea yo quien deba decir...
—Se te ha hecho una pregunta —dijo el califa—. Di lo que piensas.
—No tengo ni idea. Alguien que tenga un conocimiento más profundo del Kur-án debería interpretar lo que ha dicho el muchacho. Yo debo confesar que no creo en nigromancias como esta.
—¿Te refieres al Kur-án? —preguntó el eunuco.
—Disculpadme —dijo Leonardo con mucho cuidado—. He dicho cosas que no me corresponden, pero tan solo me refiero a la magia.
—Pero ¿si tuvieras que elegir...? —preguntó el devatdar, que seguía de pie en el centro de la estancia.
—Supondría que el Turco avanzaría por el oeste, dependiendo, claro está, de la información que él tenga sobre vuestros ejércitos, rey de los mundos —dijo Leonardo al califa.
—¿Por qué el Turco haría eso? —preguntó el eunuco.
—Porque los persas están concentrados en las montañas, ¿no? —Al ver que nadie respondía, Leonardo continuó—: ¿Por qué iba el Turco a enfrentarse voluntariamente a dos ejércitos?
—¿Cómo estás tan seguro de que tendría que enfrentarse a dos ejércitos en las montañas? —preguntó el califa.
—Si el hombre al que torturasteis dijo la verdad, los turcos retienen a A’isheh en las montañas. ¿Acaso no estáis haciendo esta guerra por ella?
El eunuco se rió.
—Así que Mehmed utilizaría a A’isheh para alejarnos de sus ejércitos.
—Pues si lo que está haciendo en las montañas es un guerra falsa, lo está fingiendo muy bien —dijo otro emir. Un hombre barbilampiño que aparentaba estar mediada la treintena. Pero claro, todos aquellos hombres eran barbilampiños.
—Sí, Fãris, ya sé que el Turco ha asolado todo el país a sangre y fuego —dijo el devatdar—. Ha avanzado entre Arsenga y Tocat quemando cada ciudad que se ha encontrado por el camino, cortando a trocitos a cada niño, hombre y mujer. Ha tomado Carle. Los persas no pueden detenerlo.
—Es su hijo, Mustafà —dijo el eunuco más anciano. Estaba sentado al lado del califa, pero no se volvió para mirarlo—. Es él el que debería recibir el nombre de Jinn Rojo —y después dio unas palmaditas en el hombro al califa, como si este fuera un niño—. Pero está claro que el Turco puede mantener su posición en las montañas, donde unos pocos hombres pueden ser tan formidables como un ejército. Una guerra así quizá resulte atractiva para los turcos o los persas, pero no es tu estilo, querido Ka’it Bay. Aunque yo te conozco muy bien, el Gran Turco es tu enemigo; y a veces los enemigos nos conocen tan bien como aquellos que nos aman. —Sonrió al califa. Su expresión era ligeramente burlona.
De pronto, Leonardo comprendió que Ka’it Bay consideraba que aquellos emires eran su familia. Ellos le trataban con respeto, pero tan solo con el respeto que se le debía a un hermano; a excepción del eunuco anciano a quien el califa llamaba Hilãl. Parecía funcionar más como un padre, y el califa como un hijo. Sintiéndose avergonzado al contemplar una interacción tan extraña, Leonardo se concentró en la alfombra, que representaba el Paraíso: un jardín entretejido de canales, estanques llenos de peces, arbustos y flores, patos, y varios pájaros entre la maleza.
—¿Tan interesante te resulta la alfombra? —le preguntó Hilãl—. Siéntate, maestro. Ahí, al lado de Kuan. —Uno de los otros emires entregó al anciano un grueso libro encuadernado en vitela, y mientras lo hojeaba, Hilãl dijo—: Nuestro señor ha sido tan amable como para enseñarnos tu trabajo y debo decir que estamos todos muy impresionados. Especialmente con tu receta de pólvora. Tus proporciones de carbón, sulfuro y nitrato hacen que las descargas sean más poderosas que las nuestras. Pero tus cañones, amigo mío, eso es la cima de tu ingenio. ¿Has visto nuestra exhibición?
—He oído las descargas cuando estaba enterrando a mi amigo —dijo Leonardo.
—Ah, sí, el traidor. Una lástima. —Hilãl hizo una pausa—. Me temo que hoy habrá que enterrar a más hombres. Tu bomba ha sido de lo más efectiva.
—¿Qué queréis decir?
—Hemos disparado una de tus bombas explosivas, y los proyectiles que contenía han caído sobre nuestros soldados que estaban demasiado cerca del blanco. Es su culpa, por supuesto, pero sin embargo...
—Lo siento —dijo Leonardo.
Hilãl observó a Leonardo.
—Ha servido como una demostración muy efectiva, aunque yo tendría cuidado por dónde camino, maestro. —Leonardo se quedó perplejo, y el anciano continuó—: Los otros Emires de los Mil no están muy contentos contigo.
—Porque sus hombres han muerto.
Hilãl sonrió.
—Aparentemente sí, es por eso, pero más bien te odian por tu relación con nosotros.
—¿Con vosotros?
—Nosotros entendemos la importancia que tienen la artillería y las armas de fuego. Desde luego, nuestros enemigos también porque llevan años comprando cañones en nuestro país. Pero los vigorosos hombres que hay fuera de esta habitación solo saben de caballos y de tácticas en una guerra abierta. Cagan y follan sobre sus caballos, y componen poemas sobre ellos también. Tus armas los obligan a desmontar sus caballos, para siempre, porque no sirve de nada cabalgar hacia los puestos de batalla fortificados de los turcos. Y ellos lo saben.
Leonardo había oído que los turcos habían creado fortificaciones portátiles al unir entre sí pesados carromatos y armándolos con cañones y arcabuces. Tenía curiosidad por verlo con sus propios ojos.
—También han visto tu poesía —continuó el anciano—. No debiste firmar tus piezas de campo, maestro.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Leonardo dirigiéndose a Kuan.
—Las armas llevan inscripciones en los cañones —dijo Kuan—. Cortesía de tu amigo Zoroastro. Sin embargo, creo que su intención era alabarte en vez de herirte.
—¿Qué escribió? —insistió Leonardo.
—«Soy un Dragón, el espíritu del humo y del fuego, el escorpión que desea eliminar a nuestros enemigos con el trueno y el plomo» —recitó Kuan, como si estuviera leyendo las palabras en el aire—. «Leonardus Vincius, Maestro de Máquinas y Capitán de Ingenieros me diseñó en 1479». —Kuan hizo una pausa y añadió—: Le dio a cada cañón un hombre diferente.
—Todos los instrumentos necesitan un nombre —dijo Hilãl—. Pero los hombres llaman a las armas por tu nombre, en vez de por los que ya tienen. —Se encogió de hombros y sonrió—. Quizá tu amigo te haya dado la inmortalidad.
—He tomado una decisión —dijo el califa interrumpiendo la conversación—. Lucharemos en Anatolia, en las montañas. Todos mis informantes me dicen que Mehmed está en las montañas, y donde él esté, estará su ejército.
—¿Entonces dejaréis sin protección el camino a Damasco? —preguntó Hilãl.
—No tengo intención de hacer eso —dijo Ka’it Bay—. Si Mehmed hace un movimiento semejante, nosotros lo interceptaremos. Nuestros informes son excelentes y le tenemos bien vigilado. Le quemaremos en las montañas, porque allí tendremos el apoyo de nuestro amigo Ussun Cassano. El Gran Turco ha traído a A’isheh para negociar. Quizá podamos destruir su fortaleza antes de que tenga la oportunidad de enviarnos una delegación.
—Sin embargo, la negociación aseguraría el bienestar de vuestra prima —dijo Hilãl.
—Tenemos que recuperarla.
—Quizá le hagan daño.
—Y eso hará que todos y cada uno de mis soldados se vuelvan locos de ira. Y entonces lucharán de verdad. No creo que ni siquiera Mehmed sea tan corto de miras.
—Mehmed es cualquier cosa menos corto de miras, mi señor —dijo Hilãl.
Ka’it Bay no pareció ofenderse por las palabras del eunuco, pero tampoco cambió de idea.
—Nos serviremos de sus inventos —dijo, y con eso se refería a los inventos de Leonardo—. Los turcos nunca han visto nada parecido a tus ingenios para el asedio —dijo dirigiéndose a Leonardo—. Y nunca han visto armas como las que llevaremos a la batalla. Los sorprenderemos, los destrozaremos y los envenenaremos con tus bombas explosivas, los derrotaremos con tus carros armados y sus guadañas. —Miró a Hilãl y dijo—: Si el terreno les permite avanzar. —Miró a Kuan—. Y dejaremos caer bombas desde el aire con tus máquinas que flotan en el cielo. —Se refería a los globos de Kuan.
—Ah, sí —dijo Hilãl con un tono burlón en la voz—. Creerán que sois el jinn que vuela por los aires. Hemos oído lo que se dice.
El califa se inclinó brevemente, y dijo:
—Kuan ha dado forma a esas leyendas al vestirse como si fuera yo.
—Ya veo el parecido —dijo Hilãl.
Al califa aquello no le hizo gracia.
—Los efectos de esos inventos serán milagrosos y os lo probaré, a todos vosotros.
—Mi señor, no necesitáis convencernos de la importancia de los artilugios de artillería —dijo Hilãl.
—El terror derrotará a los hombres de Mehmed. Vamos, tengo una demostración que haceros. —Hizo una inclinación hacia Kuan y añadió—: Ahora es mi turno de jugar al thaumaturgus. Primero, una lección de... asombro. Estoy seguro de que lo disfrutarás, Hilãl, sabiendo lo mucho que odias a todos los que tienen testículos.
—No a todos, mi señor.
El califa hizo una señal al muchacho pintado con henna que salió corriendo de la habitación. Después, el califa le entregó el libro a Leonardo.
—Esto es tuyo, maestro. —Y dicho esto se marchó en compañía de los eunucos.
Leonardo pasó las hojas del libro. Cada página contenía un dibujo meticulosamente detallado. Observó con interés la máquina que servía para fabricar tubos de cañones que eran demasiado largos para ser forjados de manera tradicional: todas las piezas del mecanismo estaban cuidadosamente dibujadas. Otra página: detalles de un tanque de combate de forma cónica que recibía el nombre de «tortuga»; escaleras con garfios en los extremos para asaltar fortalezas; plataformas construidas sobre pilares con ruedas que eran mucho más altas que las almenas de las ciudades; una ballesta gigante de disparo rápido sobre un carro con ruedas inclinadas. Cada página era una revelación: bombardas que se cargaban por la tarde trasera, cañones de vapor, mecanismos para elevar cañones, catapultas gigantes con contrapesos que servían también para cargarlas, catapultas de doble acción, balistas de varios tipos, abrojos, carros con guadañas, máquinas que arrojaban misiles, mosquetes y soportes, varios proyectiles explosivos, varios proyectiles con aletas como peces, detalles de bombas incendiarias, bombas de metralla y cañones sobre diferentes soportes; artilugios para defender murallas almenadas y casamatas, artilugios para derribar las escaleras del asaltante, varios puentes provisionales, diseños arquitectónicos para fortificaciones y armas de defensa; y por fin, y era quizá el diseño más hermoso: el diseño de una máquina voladora. El invento tenía un aspecto tan frágil como una libélula, aquellos insectos que parecían palos y que planeaban sobre la superficie del agua. Era un monoplano, con un ala única hecha de tripa, como si una araña hubiera pasado su hilo de lado a lado. Estaba ligeramente arqueada, y su cola era fija. El piloto colgaría del planeador, como si lo llevara puesto: las piernas colgando debajo, y la cabeza y el torso arriba.
La siguiente página estaba llena de instrucciones para controlar el aparato.
—Kuan, esto es mucho mejor que cualquier cosa que yo haya concebido —dijo Leonardo maravillado mientras no dejaba de mirar el dibujo del planeador. Hizo una pausa y pasó varias páginas, como si pudiera leerlas a la misma velocidad a la que estas caían—. Rediseñó completamente mis dibujos originales, y algunos son creación suya por completo. No tenía ni idea de que tuviera tanto talento. Parecía un simple... imitador, nada más.
—Incluso yo le subestimé —dijo Kuan—. Y no me habría atrevido a apostar que sería capaz de intentar comerciar con los turcos mientras estuviera en la casa del califa. Después de todo, se las había arreglado para ser considerado como inventor y fabricante de bombardas y cañones.
—Pero quería ser capitán de ingenieros.
—Ya lo era, de todas las maneras menos de nombre.
—¿Entonces por qué recibí yo el título? —preguntó Leonardo sintiéndose súbitamente humillado.
—El califa quería los frutos de tu imaginación, maestro, pero también quería tenerte vigilado. Tienes fama de no terminar tus encargos.
—Esto no era un encargo.
—Creo que Zoroastro tuvo el favor del califa... durante un tiempo —dijo Kuan—, y te definió a ti como el hombre de las ideas, sí, pero poco práctico.
—Y él era... —A Leonardo no le hizo falta completar aquella frase. Kuan asintió para mostrar su acuerdo.
—Pero estos diseños son maravillosos —dijo Leonardo—. Y había conseguido situarse en una posición de poder. ¿Por qué querría arriesgarlo todo por trabajar para los turcos?
—Quizá por la misma razón por la que mejoró tus diseños.
—¿Sí?
—¿Su sentimiento de culpa? —dijo Kuan, aunque su tono de voz era más el de una pregunta.
Leonardo echó de menos su hogar y deseó estar de vuelta en Florencia en aquel preciso instante; deseó volver a la brillantez de la juventud de hacía apenas unos meses. Y en aquel instante vio la expresión de Zoroastro cuando él, Leonardo, lo había humillado delante de Benedetto Dei. Sintió el remordimiento como una oleada de agua caliente y deseó hablar con Benedetto una vez más.
—O quizá fuera por celos —continuó Kuan.
—¿Celos?
—Si trabajaba para Mehmed podía medirse contigo, probar que era mejor hombre que tú.
Leonardo no se dio cuenta de que había asentido, pero, desde luego, Kuan tenía razón. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? Zoroastro no le habría traicionado de nuevo por dinero. Sino para demostrar que era mejor que él, para saciar su corazón ardiente.
—¿Y Benedetto? —preguntó Leonardo.
Kuan sonrió.
—Si el califa pensara que Benedetto estaba implicado en la estratagema de Zoroastro, ahora estaría... en el Paraíso con Zoroastro. Y tú le habrías enterrado hoy.
—Sandro está enfermo de preocupación por él, igual que yo.
—Bien, no necesitais preocuparos por él —dijo Kuan—. Está a salvo.
—¿En Damasco?
—No, Leonardo. Está aquí. Pero creo que el califa desea sorprenderte... Así que no debes dejar traslucir que ya lo sabes.
—¿Está aquí? —Tras una pausa, Leonardo dijo—: Lo han torturado igual que a Zoroastro, ¿verdad?
—No, no ha sido torturado. No ha sido necesario. Zoroastro confesó. Créeme, el potro es un instrumento de la verdad.
—Un hombre diría lo que fuera para poner fin a la tortura.
—Creía que confiabas un poco más en nosotros —dijo Kuan—. Zoroastro fue interrogado sobre Benedetto después de que confesara lo que hizo él. Puedes estar seguro de que dijo la verdad. —Kuan tomó a Leonardo del brazo—. No debemos entretenernos ni hacer esperar al califa.
Mientras subían las escaleras para llegar al baluarte de la torre más alta del castillo, Kuan dijo:
—Obtuvimos el libro de Zoroastro que te ha entregado el califa de manos de un espía turco.
—Pobre Zoroastro —murmuró Leonardo.
—¿Qué has dicho? —preguntó Kuan. Enseguida llegaron donde se encontraban el califa y sus emires, sus ropas ondeando al viento.
—Nada —dijo Leonardo.
El muchacho, Mithqãl, estaba peligrosamente asomado al vacío en la muralla sur, que no era más que una extensión de un escarpado acantilado. Se había colocado la versión de Zoroastro de la máquina voladora de Leonardo, como si fuera un fantástico disfraz diseñado para uno de los fabulosos torneos o festivales de Lorenzo de Medici. No parecía ser más que una construcción de alas transparentes, y el muchacho asemejaba un ángel con alas pegadas sobre un armazón de madera y bramante. De hecho, el planeador era tan blanco como el cielo, y Mithqãl iba vestido con una túnica blanca inmaculada. Incapaz de seguir inmóvil en su sitio porque las ráfagas de viento eran muy fuertes, el muchacho corrió por el terraplén y aprovechó una corriente de aire para saltar desde las almenas hacia el vacío. Leonardo oyó el chasquido de las alas cuando entraron en contacto con el viento, tensando el armazón y las cuerdas.
Mithqãl cayó, y Leonardo recordó a Tista.
Los emires se arremolinaron en las almenas y gritaron espantados al ver caer a Mithqãl; que planeó a la deriva durante un instante, pero enseguida cayó en picado como una hoja que cae de un árbol. Leonardo no quería mirar, y de ese modo se perdió el instante en el que una ráfaga de aire atrapó al muchacho y lo elevó por los aires. Cuando los emires gritaron dando las gracias a Dios, Leonardo se dio la vuelta para ver a Mithqãl planear en el cielo. El muchacho pasó por encima del castillo como un pájaro abatiéndose sobre una chimenea. Era como si las alas y su cuerpo se hubieran fusionado para dar lugar a un ángel cuyo rostro y manos pintadas de henna tan solo eran conocidos para aquellos que se arremolinaban alrededor del califa, aquellos que, al no tener las agallas suficientes para volar, se contentaban con estar cerca de los ángeles.
Leonardo siguió al califa y a su séquito que corrieron por la muralla para seguir a Mithqãl, pero el muchacho planeó y se alejó del castillo, voló sobre las colinas y los campos, voló más allá de las fortificaciones y de las posiciones defensivas como si se dirigiera hacia el sol. Y Leonardo observó fascinado mientras los soldados que lo veían pasar se tiraban al suelo asustados o asombrados, y rezaban. Un ejército de veinte mil soldados acampaba en los prados y todos, como un solo hombre, se acobardaron y se transformaron en niños asombrados y asustados. El muchacho disfrutaba cayendo en picado sobre ellos mientras recitaba pasajes del Kur-án.
Aquello provocó que las tropas mamelucas creyeran que estaban presenciando un milagro.
Los cielos se habían abierto para darles una señal, como había sucedido con los hebreos en el Sinaí.
Pero aún había más, algo que sorprendió incluso al califa, porque Mithqãl voló hasta un campamento bordeado de afiladas rocas y dejó caer una delicada bomba que explotó al impactar y quemó la hierba y los arbustos al arrojar metralla por el aire. Los soldados corrieron presos del pánico, los caballos se lanzaron en una estampida, y el califa maldijo.
—No os preocupéis, mi señor —dijo Hilãl que estaba peligrosamente asomado al vacío. Leonardo temía que alguna piedra se desprendiera bajo su peso—. Nadie parece estar herido.
—¿Sabíais que había planeado esto? —quiso saber el califa.
Los emires negaron con la cabeza y juraron no saber nada. Finalmente, Hilãl dijo:
—He de confesar que yo sí lo sabía, gobernador de los mundos.
Mithqãl volaba ahora hacia el castillo, henchido de orgullo; pero subestimó la voluntad caprichosa del viento y de pronto cayó, como si le hubieran soltado desde una gran altura, hacia una garganta en el lado sur de las fortificaciones. Mithqãl cambió la posición del peso de su cuerpo y movió las caderas en un intento desesperado por recuperar altura; pero los ojos de Dios estaban puestos sobre él aquel día porque una ráfaga de viento lo recogió como a un remolino de polvo, y lo elevó hacia el cielo sobre una cálida corriente de aire.
Navegó de nuevo hacia la seguridad de tierra firme en el oeste, esta vez con mucho más cuidado.
—Envía algunos hombres al lugar de aterrizaje y tráemelo —ordenó Ka’it Bay a Hilãl—. Aleja a los soldados con fuego de cañón si es necesario. —Miró a los hombres que llenaban el campo como hormigas y añadió—: Querrán destrozar al muchacho.
Hilãl eligió a unos cuantos emires y desapareció escaleras abajo. Kuan se quedó con el califa, que se mantenía a distancia de los otros emires. Caminó por el baluarte hasta el lado oeste del castillo. Después, gritó a sus hombres. Captó la atención de un joven soldado, y en cuestión de segundos, miles de soldados le miraron en medio de un silencio asombrado, esperando a que hablara.
—Si el ángel desciende, cosa que hará, tenéis que alejaros de él, no sea que os mate —gritó Ka’it Bay. Hizo una pausa para permitir que sus palabras calaran en sus hombres—. Formad... allí —y señaló un prado al otro lado del castillo.
Hubo un parloteo y una superposición de voces, y entonces los emires mamelucos, no la élite castrada, sino los generales al mando, se hicieron con el control de la situación y ordenaron a sus hombres marchar hasta aquel lejano campo. Las prostitutas también se alejaron de aquel potencial peligro.
Leonardo, Kuan y el califa observaron como los hombres de Hilãl se reunían con el muchacho allí donde había aterrizado. Rápidamente le quitaron el arnés de las alas y lo escoltaron hasta una entrada secreta del castillo.
—Bajaré y hablaré con los soldados —dijo Ka’it Bay—. Como Moisés. Después de todo, acaban de presenciar un milagro. —Se volvió hacia Kuan—. Te he desairado al utilizar la máquina del maestro.
—Mi señor, yo...
Pero el califa le interrumpió.
—Aunque Hilãl haya intentado hacer una demostración arrojando bolas de fuego sobre mi ejército, todavía tengo tu invento en muy alta consideración. Tus máquinas que flotan pueden llevar una carga de muerte mucho más pesada y potente para arrojar sobre nuestros enemigos.
Leonardo estuvo a punto de explicarle al califa que se podían alargar las alas del planeador para que pudiera cargar con más peso, pero decidió retener su lengua.
—Pero es difícil pilotar mis máquinas, mi señor —dijo Kuan—. Uno está a merced de los vientos. No ocurre lo mismo con el invento de Leonardo.
—El invento de Zoroastro —dijo Leonardo.
—Ah, así que otorgas los méritos al traidor —dijo Ka’it Bay—. Resulta tranquilizador saber que respetas a los muertos.
Leonardo ignoró el comentario del califa.
—Las máquinas de Kuan se amarran a tierra con gran facilidad. Así podremos observar los movimientos de las tropas del Gran Turco desde el cielo. La navegación no es importante.
—Buena idea —dijo el califa.
—No ha sido idea mía, mi señor. El mérito es de Kuan.
Kuan miró a Leonardo como si estuviera enfadado, porque estaba claro que había sido idea de Leonardo; pero aceptó los cumplidos del califa.
—Así que, maestro —preguntó el califa tomando a Leonardo del brazo— ¿me amas o me odias por quitarle la vida a tu amigo el traidor?
Kuan no dijo nada, pero Leonardo pudo sentir la tensión en el ambiente
—Y bien, ¿me amas o me odias? —insistió el califa.
—Las dos cosas —dijo Leonardo tras un segundo de duda. Y el califa pareció satisfecho con aquella respuesta, porque no soltó el brazo de Leonardo.
Y Leonardo habría jurado que había oído a Kuan suspirar aliviado.
Aquella noche Ka’it Bay fue despertado por un mensajero enviado por Ussun Cassano en persona. Los persas habían sufrido una terrible derrota cerca del Éufrates, al sur de Erzincan, pero se habían reagrupado y todavía seguían luchando contra el ejército de Mehmed. Según el mensajero era como «luchar contra el mismo océano».
En apenas unas horas se terminaron los preparativos para una marcha forzada que llevaría al ejército mameluco más allá de la frontera norte de Egipto, más allá de Cilicia y la Gran Armenia, hasta llegar a Persia.