9 Memento mori

«Muero cada día.»—Petrarca, carta a Philippe de Cabassoles«Lo mismo que hace el sol en el espejo, la doble fiera brillaba en el profundo reflejo de sus ojos, con una o con otra de sus formas».—Dante AlighieriLos dolores de cabeza seguían incluso tres semanas después.

Leonardo había caído en picado sobre el bosque de densos cipreses violáceos, árboles que habían rasgado el fustán y la madera de las alas del Gran Pájaro como si se tratara de un pañuelo de seda. Él se había roto varias costillas y había sufrido una conmoción. Cuando los criados de Lorenzo habían conseguido llegar hasta él, su cara ya estaba ennegreciéndose. Había estado recuperándose en casa de su padre, pero Lorenzo había insistido en llevarlo a Villa Careggi, donde Pico della Mirandola podía hacer que sus médicos se ocuparan de Leonardo. Con la excepción del dentista personal de Lorenzo, que había empapado una esponja con opio, zumo de colmenilla y beleño, y había extraído los dientes rotos de Leonardo mientras este dormía y soñaba que se caía; los demás médicos se habían limitado a cambiarle los vendajes, sangrarle con sanguijuelas y consultar su horóscopo.

Pero Leonardo y Lorenzo estrecharon su relación en Careggi. Sandro, Lorenzo y él juraron ser como hermanos: un leve engaño, del primer ciudadano ya que él tan solo podía ser lo que el notario Lapo Mazzei solía llamar «un amigo, pero sin ser un amigo». No podía ser de otra forma, porque Lorenzo no podía abandonar su papel de padrone. El primer ciudadano no confinaba en nadie salvo en Giuliano y en su madre, Lucrecia Tornabuoni. Aunque se decía que también confiaba en Simonetta.

Mientras Leonardo estuvo en la corte, forjó otras amistades valiosas, como por ejemplo con el mismo Mirandola, que tenía mucha influencia en la familia Medici. Leonardo había descubierto, con gran sorpresa, que tenía mucho en común con el hijo del médico de Cosimo de Medici. Los dos habían diseccionado cuerpos humanos en secreto en los talleres de Antonio Pollaiuolo y Luca Signorelli, que tenían reputación de robar tumbas para poder progresar con sus actividades artísticas y pedagógicas. Y Leonardo se quedó asombrado al descubrir que Mirandola también había sido aprendiz, en cierto sentido, de Toscanelli.

Sin embargo, Leonardo quedó muy aliviado cuando la plaga cedió lo suficiente como para que pudieran volver a Florencia. Lo recibieron como a un héroe, porque Lorenzo había anunciado desde la ringhiera del Palazzo Vecchio que el artista de Vinci había conseguido volar como un pájaro. Aunque los cotilleos entre la gente culta apuntaban más a que Leonardo había caído como Ícaro, a quien decían que se parecía en vanidad y orgullo. Leonardo recibió una nota anónima que tan solo decía: «Victus honor».

Honor a los vencidos.

Leonardo no aceptó ninguna de las innumerables invitaciones a varios bailes de disfraces, cenas y fiestas. Estaba atrapado en el frenesí de su trabajo. Llenó tres folios con sus dibujos y con sus notas escritas con la escritura de espejo. Niccolò le traía la comida, y Andrea Verrocchio acudía de vez en cuando al taller del piso de arriba para observar a su famoso aprendiz.

—¿No has tenido bastante de máquinas voladoras? —preguntó a Leonardo, impaciente. Se había hecho de noche y la cena ya había sido servida a los aprendices en el comedor del piso de abajo. Niccolò se apresuró a hacer sitio en la mesa para que Andrea pudiera dejar los dos platos de carne estofada que había traído con él. El estudio de Leonardo estaba desordenado como siempre, pero habían desaparecido la antigua máquina voladora, los insectos montados en tablas, los pájaros y murciélagos en plena vivisección, la variedad de diseños de alas, los timones y las válvulas para el Gran Pájaro. Todo había sido sustituido por nuevos dibujos, nuevos mecanismos destinados a probar el nuevo diseño de las alas (porque ahora las alas sería inmóviles), y varias maquetas, a escala, de rotores de juguete para niños que llevaban en uso desde el año 1300. Estaba experimentando con conos invertidos, que seguían el modelo de los tornillos de Arquímedes, para vencer la gravedad; y había estudiado la geometría de las peonzas de los niños para calcular el principio mediante el cual funcionaban los rotores. Así como una regla que gira rápidamente en el aire tiende a moverse hacia los bordes de una superficie plana, Leonardo visualizaba la máquina propulsada por una hélice. Sin embargo, no podía evitar pensar que un mecanismo así iba en contra de la naturaleza, porque el aire era un fluido, como el agua. Y la naturaleza, la base de toda creación humana, no había inventado el movimiento rotatorio.

Leonardo tiró de la cuerda del rotor de juguete, y las cuatro palas de la diminuta hélice lo impulsaron hacia arriba, como desafío a todas las leyes de la naturaleza.

—No, Andrea, no he perdido el interés en estos sublimes inventos. Il Magnifico ha escuchado mis ideas y está convencido de que mi próxima máquina volará.

Verrocchio observó como el rojo rotor de juguete se deslizaba hacia un lado para ir a parar a una pila de libros.

—¿Y Lorenzo te ha ofrecido alguna recompensa por estos... experimentos?

—Un invento de estas características revolucionaría el arte de la guerra —insistió Leonardo—. También he estado experimentado mejoras para los mosquetes, y he diseñado una ballista gigante, una ballesta como nadie ha imaginado antes. Y también he desarrollado un cañón compuesto por varios tubos de cañón que...

—Ya veo —dijo Verrocchio—. Pero ya te he avisado de que no es de sabios confiar tanto en los momentáneos entusiasmos de Lorenzo.

—Yo creo que está claro que el primer ciudadano tiene un interés más que pasajero por cuestiones de armamento.

—¿Ah sí? ¿Y por eso ignoró tus informes previos donde le proponías esas mismas ideas?

—Eso era antes, y esto es ahora —dijo Leonardo—. Si Florencia va a la guerra, Lorenzo necesitará mis inventos. Él me lo ha dicho.

—Desde luego —dijo Andrea asintiendo con la cabeza. Después, tras una pausa, añadió—: Pon fin a esta estupidez, Leonardo. Eres pintor, y un pintor debe pintar. ¿Por qué no has querido trabajar en ninguno de los encargos que tenía para ti? Y has rechazado muy buenas ofertas. No tienes dinero y te has labrado una muy mala reputación. Ni siquiera has terminado tu caritas para madonna Simonetta.

—Tendré mucho dinero después de que el mundo entero vea cómo mi máquina surca los cielos.

—Tienes suerte de estar vivo, Leonardo. ¿No te has mirado en un espejo? Casi te rompes la columna. ¿Y vas a intentarlo de nuevo? ¿O es que te basta con matarte? —Meneó la cabeza, como si estuviera enfadado consigo mismo, y susurró—: Quizá sí que necesitas una mano severa que te guíe. Es culpa mía. Nunca debí permitirte que te dedicaras a estas cosas. —Señaló las máquinas de Leonardo—. Pero tu honor estaba en juego y Lorenzo me prometió que no te dejaría seguir adelante. Sin duda, estaba encandilado contigo.

—¿Quieres decir que ya no lo está? —preguntó Leonardo.

—Estoy describiendo su naturaleza, Leonardo.

—Si ha cambiado de idea es culpa mía. Pero quizá deba ponerle a prueba... Fuisteis vos el que me hablasteis del ofrecimiento de Lorenzo para que me alojara en sus jardines.

—No te rechazará —dijo Andrea—. Pero tampoco tendrá paciencia contigo, ni con ninguno de nosotros.

—¿Qué queréis decir?

—Han asesinado a Galeazzo Sforza. Lo han apuñalado a la entrada de la iglesia de Santo Stefano. En una iglesia... —Verrocchio meneó la cabeza—. Acabo de enterarme.

—Eso son malas noticias para Florencia —dijo Niccolò. Estaba tan hambriento que furtivamente se había sentado a comer la carne estofada que había traído Verrocchio.

—Desde luego que sí, muchacho —dijo Andrea—. Con Milán sumida en la revuelta, la liga está muerta. A Florencia solo le queda Venecia, y resulta que es nuestro aliado más caprichoso. Lorenzo ha enviado emisarios a ver a la viuda de Galeazzo en Milán, pero ella no será capaz de controlar a sus cuñados. Y una vez que Milán caiga bajo la influencia del Papa...

—La paz de Italia estará aniquilada —dijo Leonardo.

—Quizá esa sea una afirmación un poco fuerte —dijo Andrea—. Pero serán tiempos difíciles para Florencia.

—Il Magnifico es un negociador muy hábil —dijo Niccolò.

Andrea asintió.

—El niño tiene razón.

El joven Machiavelli frunció el ceño ante el comentario de Andrea, pero no dijo nada.

—Me temo que tengo razón en cuando a lo de la paz de Italia —insistió Leonardo—. Pronto estará aniquilada. ¿Acaso no es cierto que nuestro mejor condottiere, Federigo de Urbino, se ha pasado ya al bando de la Santa Sede? Ahora más que nunca Lorenzo necesitará un ingeniero militar que esté a su lado.

Andrea se encogió de hombros.

—Yo no soy más que un pintor —dijo. El sarcasmo patente en su voz revelaba su frustración con Leonardo—. Pero sé, igual que tú, que Lorenzo ya tiene un ingeniero militar. Giuliano da Sangallo está a sus órdenes.

—Sangallo es un artista muy pobre y un ingeniero terrible —comentó Leonardo.

—Se ha distinguido en muchas campañas, y es la elección de Lorenzo.

—Estáis equivocado. Lorenzo no se olvidará de mis inventos.

Andrea hizo un sonido parecido a un pst, chasqueando la lengua contra el paladar.

—Os deseo buenas noches. Leonardo, cómete el estofado antes de que se enfríe. —Después, caminó hasta la puerta—. ¡Oh, sí! —dijo tras hacer una pausa—. Madonna Vespucci ha solicitado una audiencia contigo.

—¿Cuándo? —preguntó Leonardo ignorando el sarcasmo de su maestro.

—Mañana, a la una de la tarde.

—¿Andrea?

—¿Sí?

—¿Qué ha provocado que os volváis contra mí?

—Mi amor por ti... Olvídate de los inventos, las armas y los juguetes voladores. Eres un pintor. Pinta.

Leonardo siguió el consejo de su maestro y pasó la noche pintando. Pero había estado demasiado tiempo alejado de los efluvios del ácido acético, el barniz, el aceite de linaza y la trementina. Le ardían y le lloraban los ojos, y le dolía la cabeza. Sin embargo, pintaba tan bien como siempre. Seguía sufriendo un molesto hormigueo en las sienes y encima de sus ojos, y tenía problemas para respirar por la nariz. Pero los cirujanos de Pico della Mirandola le habían asegurado que aquellas secuelas desaparecerían cuando la sangre purificara los «humores internos». Mientras trabajaba, Niccolò aplicó sobre su frente uno de los remedios de Pico: un pañuelo empapado en aceite de rosas y raíz de peonía.

Atalante Miglioretti vino a visitar a Leonardo con la intención de animarlo, acompañado de un amigo: Francesco de Nápoles, que tenía la reputación de ser uno de los mejores intérpretes de laúd. Leonardo les pidió que se quedaran para hacerle compañía mientras pintaba, y les dijo que deseaba escuchar nuevos cotilleos porque tenía que estar preparado para la visita que iba a hacer a Simonetta al día siguiente. Francesco, que era pequeño y de constitución débil y llevaba el rostro afeitado, hizo una demostración de su habilidad con el laúd. Leonardo le pidió a Niccolò que le diera a Atalante una lira con forma de cabra que era muy parecida al instrumento que había regalado a Il Magnifico.

—Mi intención era terminarla en plata, como hice con la otra —dijo Leonardo a Atalante—. Pero no tenía plata suficiente.

—El metal cambia la sonoridad de los instrumentos —dijo Atalante.

—¿Para mejor? —preguntó Leonardo.

Tras una pausa, Atalante respondió:

—Debo confesar que prefiero los instrumentos de madera... Como este.

Leonardo se quedó pensativo.

—Quizá a Lorenzo le gustaría comprar la cabra para que haga juego con su caballo de plata. Si él me suministrara la plata, el sobrante sería mi pago.

—Quizá lo haría —dijo Atalante—. Y tú seguirías teniendo el original. —Hizo una pausa—. Pero si estalla la guerra, nadie tendrá plata para estas cosas...

—¿Sabes que han asesinado a Galeazzo Maria Sforza? Ya se habla de ello en las calles.

—Sí —respondió Leonardo.

—Su viuda ya ha rogado al papa que le dé al duque la absolución póstuma por sus pecados.

—¿También se habla de eso en las calles? —preguntó Leonardo.

—Ni siquiera sabemos si ella será capaz de mantener las riendas del poder —dijo Niccolò—. Quizá Milán se convierta en una república... como Florencia.

Los hombres sonrieron, porque Florencia era una república solo de nombre. Pero Atalante no estaba dispuesto a ser condescendiente con Niccolò y dijo:

—Desde luego, los conspiradores eran republicanos, mi joven amigo. Pero los milaneses amaban a su tirano y lamentan su muerte. El líder de los asesinos, Lampugnani, fue asesinado allí mismo, y luego arrastrado fuera de la ciudad. Y enseguida encontraron a los demás, que fueron torturados horriblemente. No, allí nunca habrá una república. E incluso aunque Milán se convirtiera en una república, ¿quién nos dice que seguirían siendo aliados nuestros?

»¿Tú qué piensas, Francesco? —preguntó Atalante.

El intérprete de laúd se encogió de hombros, como si no le importara nada la política y solo estuviera interesado en tocar su música.

—Creo que vosotros, los florentinos, veis presagios de guerras y escándalos debajo de las piedras. Os pasáis la vida preocupándoos por los planes de vuestros enemigos... Y sin daros cuenta os morís a edad avanzada.

Leonardo rió. No pudo evitar sentir cierta afinidad con aquel sarcástico músico que apenas parecía mayor que Niccolò.

—Venga, hombre —dijo Atalante.

—Nadie, ni siquiera Sixto, desea una guerra —afirmó Francesco.

—Es ambicioso —dijo Atalante.

—Ten cuidado —replicó Francesco—. El asesinato es un mal presagio. Establece un terrible precedente, ya que ahora ni los sagrados santuarios serán lugares seguros. Y ahora, ¿tocaremos para el maestro Leonardo?

—Desde luego —dijo Atalante—. Me temo que no hemos cumplido con nuestra tarea, sino todo lo contrario.

—¿Y qué tarea era esa? —preguntó Niccolò.

—Alegrar el espíritu de tu maestro.

—Una tarea casi imposible —dijo Sandro Botticelli nada más entrar en la estancia—. Pero quizá hasta podamos vencer al «Señor Supremo» Leonardo.

—¿Es que Andrea deja entrar a cualquiera en su bottega? —preguntó Leonardo de buen humor—. ¿Ninguno de vosotros teme a los soldados de Il Magnifico que andáis por las calles después del toque de queda?

—Que yo sepa eso es algo que no te ha preocupado nunca, Leonardo —dijo Atalante.

—Desgraciadamente, yo también he sido conocido por actuar como un joven estúpido —respondió Leonardo. Y luego se dirigió a Sandro—. ¿Qué querías decir?

—¿Con qué, Leonardo?

—Con eso de que quizá me podáis vencer.

Victus honor.

—Entonces fuiste tú quien me envió la nota.

—¿Qué nota? —preguntó Sandro con una expresión divertida en el rostro.

—Bueno, ya veo que te encuentras mucho mejor —dijo Leonardo.

—Por lo menos ya no soy una botella vacía —dijo. Y sin embargo, tras lo que decía había un poso de tristeza, como si se sintiera como afirmaba no sentirse: vacío, solo y angustiado—. Atalante, deja que os escuchemos tocar a ti y a tu amigo; y quizá Leonardo y yo cantemos.

—Creo que es una amenaza —dijo Leonardo.

—¡Por los clavos de Cristo! Entonces no cantaré.

—He creado una melodía para un poema de Catulo —dijo Atalante—, porque sé que es tu favorito, Leonardo. ¿No es cierto?

—Desde luego que sí —respondió Leonardo—. Quizá lo que vaya a decir ahora suene a blasfemia: tengo cierta debilidad por parte de la obra de Marco Tulio Cicerón y Tito Lucrecio Caro; pero debo confesar que me pone nervioso la obra de nuestros muy honorables Virgilio, Horacio y Livio. No aguanto la poesía que trata sobre poesía. Dejemos que nuestros amigos de los tribunales citen a Cicerón. Pero Catulo... Ese sí que es un hombre cuyas palabras resonarán durante toda la eternidad. Dime qué poema es y te acompañaré.

Lesbia me dicit —dijo Atalante. Hizo una señal con la cabeza a Francesco, y todos empezaron a tocar y a cantar. Atalante tejía su voz suave y aguda en torno a la de Leonardo, que era más resonante y no tenía tanto rango.

Lesbia me critica siempre y no deja de hablar nunca de mípara demostrarme que no me ama.Pero he conseguido ignorarsus engaños y sus artes,porque sé que ella sí me ama.Tocaron y cantaron la canción lentamente, aunque las palabras no eran para tomárselas muy en serio. Y así pasaron de una canción a otra, y a otras invenciones catulianas de Atalante:

Odi et amo...Yo amo y odio.Me preguntas, ¿cómo?No tengo respuestas.Me tienes atormentado.Odi et amo...Sandro sirvió más vino y Leonardo se permitió emborracharse un poco. Dejó que Niccolò se tomara unas copas también. Cuando Atalante y su amigo veneciano se marcharon, Niccolò ya estaba profundamente dormido en su camastro con un gran pliego de poemas romanos entre los brazos. Tenía aspecto de un Baco durmiente tal y como lo habría imaginado Praxíteles con el cabello despeinado cayéndole sobre la frente.

—Debería irme yo también, es tarde —dijo Sandro a Leonardo. Susurró para no despertar a Niccolò, y levantó la tela que cubría el retrato de Simonetta. Sonrió y dijo—: Retratas la carne y desvelas el espíritu. Yo pinto el espíritu y desvelo la carne.

—Estás borracho —dijo Leonardo.

—Ya lo creo que sí. Y tú también, amigo mío. Veo que has situado a Simonetta en Vinci. —Se refería al cuadro de la Madonna con el gato—. No importa qué es lo que dibujes ni cuál sea el tema que trates, siempre aparecen las montañas y los ríos de Vinci, porque es lo que son, ¿no? Sin embargo, sigues influenciado por la técnica flamenca. Creo que te has vuelto más hábil que tu competidor Van der Goes.

—¿Eso es todo lo que ves en mi cuadro, Tonelete? ¿Habilidad?

—No, Leonardo, veo a Simonetta en carne y hueso. Casi puedo leer sus pensamientos, porque la has dotado de vida. No puedo negar eso.

—Gracias —dijo Leonardo—. Tenemos nuestras diferencias, pero...

—Quizá no sean tantas.

—Me refiero como pintores.

—Ah... —dijo Sandro y se quedó mirando el cuadro, como embrujado por él. Con los mismos ojos que habían atrapado a Leonardo durante el exorcismo.

—Tonelete, ¿hay algo que no quieres contarme?

Sandro sonrió y volvió a tapar el cuadro con mucho cuidado.

—Tienes que tener cuidado cuando lo transportes. Todavía estará húmedo.

—¿Sandro? —dijo Leonardo, empezando a preocuparse.

—Mañana —dijo Sandro sin dejar de mirar fijamente el lienzo, como si pudiera ver el retrato que se escondía debajo de la tela.

Leonardo llegó a casa de Simonetta por la tarde, inusualmente puntual. Al contrario que la mayoría de los artistas, los comerciantes, los médicos, u otras profesiones cuyo medio de vida dependía de la puntualidad, Leonardo no podía amoldarse a aquel rasgo fundamental de la burguesía. Llegar tarde se había convertido en su desafortunado sello personal. Pero aquel día nada distraía sus pensamientos, ni máquinas voladoras ni guerra; ni tampoco estaba distraído por la ciencia natural, ni siquiera por la pintura o los juegos de luces y sombras. Llevaba el retrato de Simonetta con mucho cuidado para que el pañuelo de seda no se quedara pegado en el aceite de linaza ni en el barniz, aún frescos.

Sus pensamientos iban dirigidos a Simonetta, y pensaba en qué es lo que ella desearía pedirle. Sintió un escalofrío de culpabilidad al recordar su encuentro en la perversa fiesta de Il Neri. Sin embargo, él pensaba en ella como en una amiga, una verdadera amiga, tan absoluta y sincera como ella había asegurado que era. Leonardo sentía una confusa mezcla de culpabilidad y atracción, y preocupación también; porque Sandro había insistido en que Simonetta había absorbido su ilusión venenosa a pesar de los cuidados de Pico della Mirandola.

Además, había algo más que Sandro se había guardado para él.

Y, Dios no lo quisiera, pero, ¿podría ser que Sandro todavía siguiera sufriendo las secuelas de la bilis negra?: melaina cholos... ¿La melancolía mortal?

Atravesó una puerta de hierro forjado y siguió andando por una calle estrecha, que no era más que un callejón, pero que estaba guardada por grifos de mármol, sátiros, náyades, guerreros de físico perfecto y la Diana cazadora. Así llegó hasta un patio con una loggia abierta que era la casa de dos plantas de los Vespucci. Llamó a la pesada puerta vidriada, y un criado lo guió a través de habitaciones espaciosas y aireadas cubiertas de frescos, estancias decoradas de forma grotesca, estudios y salas de paredes de color ocre, hasta llegar a un jardín trasero donde los pavos reales campaban a sus anchas. Allí estaba sentada Simonetta, con una ligera sonrisa en su pálido y pecoso rostro, mientras observaba las calles y callejuelas del exterior a través de una celosía. Sus cejas eran dos finas líneas y tenía la boca fruncida, con el labio inferior ligeramente protuberante. Parecía estar sumida en la más profunda de las meditaciones. La brisa era muy ligera, pero aún así, agitaba sus rizos de niña en su largo, rubio y trenzado cabello. Vestía una gamurra de satén rojo, con hinchadas mangas de seda, un corpiño corto y un colgante alrededor del cuello. Justo en el centro de aquel medallón dorado y esmaltado, había un pedazo de cuerno de unicornio: el antídoto universal contra el veneno.

Simonetta era una figura etérea, y durante un instante, Leonardo creyó estar admirando uno de los cuadros alegóricos de Sandro. Simonetta era la Venus-Humanitas de Sandro hecha realidad.

—Leonardo, te has quedado mirándome. ¿Acaso me ha salido una verruga en la barbilla?

—No, madonna, estás muy hermosa.

—Y yo estoy muy contenta de que apenas se te note el golpe en el rostro, querido Leonardo —dijo Simonetta—. Sandro exageró la gravedad de tus heridas. Pero debes prometerme que nunca más te expondrás a un peligro semejante.

Leonardo hizo una inclinación, aceptando la amabilidad de Simonetta.

—Debo decirte que Sandro ha capturado la esencia de tu belleza en el cuadro que me ha enseñado.

Un ligero rubor tocó las mejillas de Simonetta.

—¿Qué cuadro?

—Él lo llama Alegoría de la primavera y dice que está inspirado en parte en un pasaje que encontró en la obra de Marsilio Ficino.

—¿Conoces su obra?

—Estoy avergonzado de decir que no —dijo Leonardo.

—¿Tan poco consideras que vale su academia?

—Al parecer sus búsquedas intelectuales me sobrepasan —dijo Leonardo, irónico—. Pero tú eres la idea fija que modela cada figura de sus cuadros. Su representación de las Tres Gracias no es otra cosa que tu rostro en diferentes expresiones. Ningún hombre podría mirar ese cuadro y no caer completamente rendido a tus pies.

—Entonces me temo que es un cuadro peligroso.

Leonardo rió.

—Sandro solo me ha hablado del cuadro a mí, aunque es demasiado tímido para dejármelo ver —añadió Simonetta.

—Tan solo porque aún no lo ha terminado, madonna. Ya sabes que se entretiene mucho con sus cuadros y tarda mucho en acabarlos. Más que yo. Y, sin embargo, soy yo el que tiene la mala reputación

Esta vez fue Simonetta la que se rió. Leonardo sintió que ella le estaba tratando como a un bufón, amablemente y quizá con cariño, pero lo hacía. Tras una pausa, Simonetta dijo:

—¿Tienes miedo de acercarte a mí? ¿Y qué es lo que escondes debajo de esa tela? ¿Puede ser el cuadro que estaba esperando?

Leonardo se inclinó y respondió:

—En comparación con la luminosa representación de ti que ha hecho Sandro, mi regalo es un poco sombrío.

De nuevo, ella rió y abrió los brazos.

—Bueno, tráemelo. Yo seré quien lo juzgue.

Leonardo apoyó el lienzo contra la pared justo delante de Simonetta y luego quitó la tela que lo cubría.

Ella se inclinó hacia el cuadro, como si fuera corta de vista, y dijo:

—Leonardo, es muy hermoso. Lo has cambiado todo desde la última vez que lo vi. ¿Es posible que yo tenga ese aspecto frágil y virginal? Me siento como si estuviera mirando a la mujer que me gustaría ser. Es como el espejo de dos caras de Sinesio, ese que refleja el mundo elevado y el nuestro. Y ahí —dijo Simonetta, y señaló la casi geométrica representación de árboles y colinas del cuadro—, puedo ver el paisaje del cielo. Y está iluminado por la luz del cielo.

Simonetta sonrió, y Leonardo se vio atrapado por aquella sonrisa melancólica, consciente de sí misma y enigmática en igual medida. La memorizó mientras sentía que la estaba violando, porque un día pintaría aquella sonrisa en vez de a Simonetta.

—No es más que el paisaje de mi infancia, madonna.

Simonetta miró a Leonardo y dijo:

—Gracias, Leonardo.

—Todavía no está seco del todo.

—Tendré cuidado. Pero no puedo evitar temer que tan solo ahora me sea posible verme así, como si estuviera en el cielo; espero que tu espejo mágico no se vuelva negro como dice la canción infantil.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Leonardo.

Simonetta ignoró la pregunta y agitó la campanilla para llamar a su criado, un muchacho que no tenía más de doce años.

—Lleva este cuadro al interior de la casa y ten muchísimo cuidado con él —le dijo al muchacho mientras cubría el cuadro con la tela. Y después a Leonardo le dijo—: No quiero que el polvo del aire se quede pegado en tu perfecto cuadro.

Cuando el muchacho se hubo marchado, Leonardo le hizo la misma pregunta de nuevo, pero ella sacudió la cabeza y dijo:

—Siéntate a mi lado y abrázame.

Leonardo miró hacia las calles de abajo.

—No te preocupes —dijo Simonetta—. No pueden vernos.

Simonetta abrazó a Leonardo con fuerza, y apoyó la cabeza de él en su pecho. Él sintió su suave y ligeramente húmeda piel, y la pesada textura de los brocados de terciopelo de su vestido; percibió su olor mezclado con un perfume de violetas. La respiración de Simonetta era superficial y trabajosa, y su sonido llegaba amplificado, como las olas que chocan contra las rocas, al circular de la carne de Simonetta al oído de Leonardo. Después, Simonetta cogió el rostro de Leonardo entre sus manos y lo alzó hasta ponerlo a la altura del suyo. Leonardo de nuevo sintió encenderse su pasión por ella; pero de pronto, Simonetta se vio sacudida por un ataque de tos. Se alejó de él, como si quisiera huir de la mortificación, pero Leonardo la sujetó y la abrazó. Simonetta tosía y respiraba con dificultad, y después, casi ahogándose, luchaba por conseguir aire para respirar. Con cada tos su cuerpo torturado temblaba y se agotaba, y se tensaba como una cuerda de arco. Leonardo imaginó que algo delicado se estaba rompiendo en el interior de Simonetta, y notó que su saliva le manchaba la camisa.

Después descubrió que estaba mezclada con sangre.

Cuando el espasmo pasó, Simonetta se separó de él. Tenía los ojos cerrados con fuerza, como si estuviera concentrada, como si a base de voluntad pudiera transformarse en una ilusión de buena salud; y eso, pensó Leonardo, era exactamente lo que ella estaba haciendo. Simonetta se limpió la cara, que estaba tan blanca como la carne muerta y se frotó la boca con un pañuelo carmesí que no revelaría las manchas de sangre.

Miró directamente a Leonardo. Sus ojos estaban brillantes, como si estuvieran al borde de las lágrimas. Y Leonardo supo que Sandro tenía razón. Los ojos de Simonetta, aunque claros y del azul del mar, estaban acongojados. Leonardo imaginó que estaba mirando a través de un velo transparentes, que él ya la había perdido, el mundo ya la había perdido.

Un instante después, Simonetta se había recuperado y se sentó con mucho aplomo, aunque un poco avergonzada. Sostuvo las manos de Leonardo con fuerza: las palmas de Simonetta estaban secas mientras que las de él estaban húmedas.

—Por favor, Leonardo, no me preguntes nada. Ahora no.

Madonna, yo...

—He echado a perder tu gonnellino, aunque al menos es oscuro, como mi pañuelo, y apenas se verá la sangre.

—Eso no importa —dijo Leonardo—. ¿Puedo traerte algo para beber?

—¿Sandro te lo ha contado todo? —afirmó Simonetta, aunque lo expresó más como una pregunta—. No, quizá todo no, mi dulce Leonardo.

—No quiero jugar a esto —respondió Leonardo.

—Pero esa es la naturaleza de todas las relaciones, ¿no? —dijo Simonetta mientras sonreía y el color volvía a su rostro que, a pesar de todo, seguía pálido. Sus ojos, sin embargo, parecían arder con un fuego interno de color azul pálido, una ilusión que se desbordaba: un miracolo gentil.

—Entonces, ¿qué te ha contado Sandro?

—Nada, madonna, excepto que se preocupa por ti.

—Pronto ya no estaré —dijo, y rió. Leonardo sintió un escalofrío—. De hecho, amigo mío, en cierto sentido ya me he marchado.

—Necesitas descansar y quizá cambiar de aires. —Leonardo se sintió incómodo, fuera de su elemento—. Deberías volver al campo y así no respirarías el aire nocivo de la ciudad.

—¿Y te ha dicho Sandro que no me he desecho de su perfecta ilusión de mí? Me la he quedado, como consuelo.

—No entiendo —dijo Leonardo.

—Claro que sí —dijo Simonetta mientras apoyaba su cabeza en el hombro de Leonardo—. ¿Qué importa que el amor me ahogue si voy a morir igual de todas formas? ¿Acaso mi alma no es inmortal? Pronto estaré en morte di bacio. Y en mi éxtasis celestial, rezaré por ti, Leonardo. Y por Sandro. Pero Leonardo, ¿no tienes miedo de que te robe algo igual que hice con Sandro?

—Simonetta...

—¿No puedes sonreír, amigo mío? —preguntó Simonetta mirándole a los ojos—. Tu alma y tus ideas están perfectamente a salvo de mí.

—No me hace gracia —dijo Leonardo alejándose de ella.

—Pobre Leonardo —dijo ella suavemente—. Te he disgustado bastante. Tengo miedo a morir. Tengo miedo a estar sola.

—No morirás, al menos, no hasta que llegues a una edad avanzada. Y no tienes por qué estar sola.

—Estás equivocado en ambos extremos, Leonardo.

—¿Cómo lo sabes?

Simonetta sonrió tristemente.

—Quizá haya tenido una visión.

—¿Y qué hay de Il Magnifico?

—No sabe nada, ni siquiera sabe que toso. Por eso no he podido verle mucho últimamente, y me temo que él y Giuliano están disgustados conmigo.

—Entonces deberías dejar que cuiden de ti.

—No lo haré. Me recordarán como una mujer hermosa, que es lo que soy ahora, y no como en lo que me convertiré. Yo amo, y tengo amor, de ellos dos, al igual que amo a Sandro. —Después de una pausa, añadió—: Le he dado acceso a mi cama.

Leonardo estaba sorprendido.

—Entonces... lo sabe todo.

—Sobre nosotros, y sobre mi salud, sí, desde luego. Pero le he hecho prometer que no sufrirá por mi enfermedad ni por mi muerte inminente. —Rió—. Le he dicho que tengo espías por todas partes, que no puede confiar en nadie... Ni siquiera en ti, querido Leonardo. Y que si oigo que ha vuelto a caer bajo la influencia de Saturno, le cerraré las puertas.

—¿No temes que esto le haga enfermar de nuevo? —preguntó Leonardo.

—No dejaré que sufra daño alguno. Me ama como ningún otro hombre; al menos puedo darle el poco tiempo que me queda. De todas maneras, él llorará por mí. Y tú, dulce Leonardo, te quedarás con él... para cuidar de él. Tú harás eso.

—Desde luego.

—No creas que es perverso querer poner mi vida en orden, pagar las deudas, y quizá hacer un poco de penitencia antes de morir. Es algo natural.

—¿Por eso me has mandado llamar? —preguntó Leonardo.

—Quizá —respondió Simonetta—. Pero pareces enfadado, Leonardo. ¿Estás enfadado conmigo?

—No —dijo Leonardo—, por supuesto que no. Solo estoy...

—¿Horrorizado? —interrumpió Simonetta.

—No lo sé —respondió Leonardo, avergonzado—. Me siento indefenso... e impotente.

—Normalmente no afecto a los hombres de esa manera.

Simonetta sonrió a Leonardo, divertida, y él también sonrió. La tensión desapareció y se abrazaron, y se quedaron observando las calles de abajo. Ninguno de los dos habló durante un rato. Leonardo se maravilló ante el exuberante cabello dorado de Simonetta. Ella estaba muy cerca de él, y, de hecho, él podría enamorarse de ella como le había sucedido a muchos de los hombres que habían tenido el privilegio de conocerla. Sin embargo, no pudo evitar pensar en Ginevra, incluso en ese momento; y no importaba cuánto deseara a Simonetta, él sentía la necesidad de estar con Ginevra.

—Ahora, Leonardo —dijo Simonetta casi en un susurro— tienes que hablarme de tu vuelo por los cielos, porque solo sé lo que me han contado otros...

Pero el relato se vio interrumpido por alguien que llamaba a la puerta como a lo lejos

—Debe ser importante, o Luca no nos interrumpiría —dijo Simonetta. Indicó a su criado que entrara: el mismo muchacho que se había llevado el cuadro de Leonardo.

—¿Deseáis que susurre, madonna? —preguntó el muchacho, mientras miraba a Leonardo, un intruso, y después bajaba la mirada. Sostenía en sus manos un pequeño paquete envuelto en terciopelo de brocado de oro, y estaba claramente nervioso.

—Desde luego que no. Eso no es muy educado y yo te he enseñado buenos modales, Luca. ¿Qué tienes ahí?

El muchacho entregó el paquete a Simonetta y dijo:

—Me dijisteis que os avisara inmediatamente si Il Magnifico...

—¿Está aquí?

Leonardo sintió una oleada de pánico, porque si al primer ciudadano no le estaba permitido entrar en aquella estancia privada, ¿qué excusa podría tener él, Leonardo, para estar allí?

—No, madonna, su criado ha traído este paquete. ¿He hecho mal en interrumpiros?

—No, Luca, estoy muy contenta contigo. ¿Y ha llegado ya?

—Sí, madonna.

Simonetta asintió y dijo:

—Ahora, déjanos. —Y se dispuso a leer la nota que venía con el paquete.

Madonna, ¿hay algún problema? —preguntó Leonardo. No era adecuado que preguntara por el invitado de Simonetta. Se imaginó que un Sandro impaciente y henchido de amor la aguardaba en el dormitorio.

—Sí, por supuesto —dijo Simonetta, y abrió el paquete, que contenía tres anillos de oro entrelazados con diamantes engastados: la marca heráldica personal de Lorenzo; significaba fuerza y eternidad.

—Son muy hermosos —dijo Leonardo.

—Sí —susurró Simonetta—, y son los que Lorenzo llevaba en el dedo. Su mujer se dará cuenta de su desaparición.

Madonna, me temo que has puesto a Sandro en gran peligro.

—Y a ti también —dijo Simonetta.

—No era lo que estaba pensando.

—Lo sé, pero tienes razón, Leonardo. Lorenzo tiene ojos y oídos en todas partes, y me temo que muchos están dirigidos a esta casa. —Rió suavemente—. Pero no puedo mantenerlo a raya; según esta nota, no serviría de nada, porque ha planeando sitiar mi fortaleza mañana por la tarde. En realidad, le echo de menos. Le amo por encima de todos los hombres. Y así se lo diré, no sea que muera antes de que pueda explicarme.

—Vivirás —insistió Leonardo.

—Eso sería un milagro. —Pero Simonetta miró a Leonardo y añadió—: No es que no crea en ellos, porque he realizado uno para ti.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Leonardo, pero Simonetta se llevó un dedo a los labios en señal de silencio.

—Un milagro debe saborearse, no devorarse como devoran la carne los hombres hambrientos. —Acercó su rostro al de él y dijo—: ¿Qué es lo que más deseas en el mundo?

Leonardo se sonrojó.

—Es Ginevra, ¿me equivoco?

—Sí —respondió él.

—Está aquí, Leonardo.