19 El sultán rojo
«¡Son muchos los que vagan afligidos por la tierra, desposeídos de sus bienes! ¡Son muchos los que pasan las noches en el mar, lamentándose por la cautividad o la perdición!»—Abu Abdallah Muhammad ibn Abi Tamin«Rojo rey de reyes, tú, rey de los jinns,llama a tus espíritus, y que acudan todos.»—SúplicaEn medio de la noche, envuelto en un insoportable hedor a muerte y sudor, y tan abarrotado como un barco de esclavos, el Devota puso rumbo hacia el protector puerto en forma de media luna de la ciudad de Alejandría. Buscó refugio como un animal herido. Entraba tanta agua en el casco del barco que las bombas no podían dejar de funcionar; incluso estuvieron a punto de irse a pique por el impacto de una simple borrasca. Los oficiales del Devota cedieron su alojamiento al devatdar. Tan solo el capitán conservó un camarote, pero ni siquiera era el suyo.
Había llovido con insistencia durante todo el viaje, y sin embargo Leonardo había preferido dormir en cubierta antes que soportar la estrechez, el hedor y las cucarachas de los pisos inferiores.
Ahora, Leonardo estaba de pie apoyado en el pasamanos, al lado del devatdar, y observaba la luz rojiza que brillaba en la lejanía. Era como una bola de fuego que colgara de forma casi increíble sobre la ciudad. Y la ciudad era como si hubiera encendidas miles de hogueras y fuera el campamento de un vasto ejército. Cuando Leonardo miraba hacia el sur, hacia la ciudad, todo era luz, incluso en aquella noche sin luna. Una noche agradable y húmeda en la que los soldados y marineros, durmiendo o descansando, ocupaban cada palmo de la cubierta. En el aire fragante flotaban las notas de las canciones y los instrumentos que las acompañaban, así como el continuo matraqueo de las conversaciones en voz baja, como el zumbido de una mosca. Sin embargo, Leonardo se sentía solo, sentía que él y su amo oriental ocuparan algún espacio privado; y de hecho, así era porque nadie se atrevía a molestar al devatdar.
Este tenía el poder de la vida y la muerte sobre aquellos hombres, igual que sobre Leonardo. Según Benedetto, el devatdar había llegado a cortarle la mano a un hombre por no saludar apropiadamente, y se decía que periódicamente castigaba a uno de sus soldados para que sirviera de aviso. Benedetto estaba en las cubiertas inferiores, todavía demasiado débil a causa de su herida como para salir al exterior. Pero Leonardo podía oír los susurros de Amerigo Vespucci y Zoroastro da Peretola detrás de ellos. Sus amigos se habían salvado, y también Columbus. Pero ¿por qué había sobrevivido el comandante Columbus mientras Niccolò y A’isheh se habían perdido para siempre?
Pensamientos necios. Ilusiones.
Pasaron largos minutos sin conversación, intimidados por el iluminado cielo estrellado y el susurrante mar como para pronunciar palabra alguna. Porque las devorarían... como a A’isheh y a Niccolò.
Kuan Yin-hsi estaba bastante alejado de ellos, observando, siempre vigilante. Estaba continuamente pendiente del devatdar, como si fuera su guardaespaldas, cosa que no sería muy disparatada.
—¿Qué es esa luz de ahí? —preguntó Leonardo.
—Pensé que os intrigaría, maestro Leonardo —dijo el devatdar—. Habréis oído hablar del faro de la isla de Pharos, ¿no? Se la consideraba una de las siete maravillas del mundo.
—Entonces, ¿es eso lo que es?
—El faro fue destruido, primero por la intriga y luego por un terremoto. Contaba con trescientas habitaciones tan solo en su planta baja, y en lo más alto se alzaba la estatua de un falso dios. Y gracias a aquel faro, Alejandría era casi inexpugnable por mar. Se dice que el secreto del faro se perdió con su ruina.
Leonardo esperó a que el devatdar continuara. Todas las conversaciones a su alrededor se apagaron.
—Pero no es cierto —continuó el devatdar—. Alejandría sigue siendo virtualmente inexpugnable, gracias a Alá y a mi señor. Y el secreto no se ha perdido.
—¿El secreto?
—Los ancianos afirmaban que podían ver los barcos antes de que aparecieran.
—¿Y cómo lo hacían? —preguntó Leonardo curioso.
El devatdar no contestó, pero se quedó observando la costa. Tras unos instantes se volvió e indicó a sus guardias que vaciaran la cubierta para tener un poco más de intimidad. Los marineros y soldados tuvieron que moverse, y Zoroastro y Amerigo Vespucci también. Entonces el devatdar comentó, como si fuera lo más normal del mundo:
—Si el califa no os hace ejecutar, estoy seguro de que os revelerá el secreto él mismo.
—¿Por qué querría ejecutarme? —preguntó Leonardo.
—Si no conseguís cumplir vuestras promesas. Tiene en sus manos la carta que le enviasteis a Il Magnifico. ¿Recordáis lo que escribisteis?
Leonardo asintió.
—Espero que no fuera braggadocio y que de verdad podáis construir esos milagros que pueden volar y nadar debajo del mar.
—Sí que puedo —dijo Leonardo.
—Los campesinos le llaman Rojo Rey de Reyes. ¿Sabéis lo que significa eso?
De nuevo, Leonardo esperó a que el devatdar continuara. ¿Acaso aquel hombre estaba provocándole? Y, ¿por qué? Leonardo deseó que se terminara aquella conversación, deseó estar solo, para pensar, para dibujar en su cuaderno que todavía colgaba de su cinturón dentro de un bolso de piel que protegía de los elementos la tinta y el papel.
—Creen que es un jinn, el Jinn Rojo, el más violento y poderoso de los espíritus. Cuando mata o castiga, lo convierte en un espectáculo, en una fiesta. Los pobres lo aman, desde luego, porque él los alimenta.
—¿Por qué me contáis todo esto?
—Solo para que estéis preparado, maestro Leonardo. El califa es un hombre misericordioso, generoso y encantador. Os concederá todo tipo de honores.
—¿Sí? —preguntó Leonardo.
—No os dejéis engañar. —El devatdar miró la orilla durante un momento y luego añadió—: A’isheh os ama.
Aquella confesión cogió a Leonardo por sorpresa.
—No creo que debamos... —dijo.
—Os la di, ¿acaso no lo hice?
—Pero no tenía ni idea de que la amabais.
Pero el devatdar rió levemente.
—Y yo no tenía ni idea de que ella podía amaros a vos.
Leonardo no respondió. Sintió que estaba en peligro.
—Y a vuestro joven aprendiz, ¿a él también lo amáis? —preguntó el devatdar.
—Soy responsable de él. Si está muerto o es un esclavo, es por mi culpa.
—No es eso lo que os he preguntado.
—Si me preguntáis si amo a Niccolò como un hombre ama a una mujer, la respuesta es no —dijo Leonardo con la voz tensa—. ¿Por qué A’isheh quiso quedarse con él?
—Ah, así que lo sabéis. ¿Leéis las mentes tan bien como los labios?
Leonardo no respondió.
—Si leéis las mentes, joven taumaturgo, entonces sabréis que quería heriros. Ella sabía que amabais al muchacho y no a ella. Eso es cierto, ¿no?
—Ilustrísimo señor, no sé cómo responder a estas preguntas —dijo Leonardo. Ten cuidado, se dijo a sí mismo.
—Ya lo habéis hecho.
—¿Sí?
Pero el devatdar realizó un gesto, haciendo que se tocaran el pulgar y la punta de sus dedos; un gesto que Leonardo entendió: ve despacio, paciencia. A’isheh le había enseñado bien, los árabes hablan con las manos tanto como con los labios.
—Vos y vuestros amigos partiréis mañana para El Cairo —dijo el devatdar.
—Creía que vos nos acompañaríais.
El devatdar dirigió a Leonardo una mirada de enfado, pero enseguida se relajó.
—Eso era antes de que nos viéramos superados por esos piratas.
—¿Y el comandante Columbus? —preguntó Leonardo.
—Se encargará de que reparen este barco, y zarpará de vuelta a Venecia. Yo también tengo que atender algunos asuntos. Después, quizá me una a vosotros. —Y dicho esto, el devatdar se marchó.
Leonardo se quedó junto al pasamanos y miró nerviosamente el anillo del dedo índice de su mano derecha. Estaba hecho de fino oro y el escudo de los Medici estaba trabajado con gemas verdes y amarillas: uno de los obsequios de Lorenzo al «mejor artista de Florencia». Si pudiera volver a Florencia en aquel preciso momento. Cómo deseaba estar allí ahora...
Alejandría no era más que luces y sombras cambiantes. Tan maligna e insustancial como un jinn.
Cuando Zoroastro y Amerigo Vespucci se acercaron a él para hacerle preguntas sobre su conversación con el devatdar, Leonardo sintió que le faltaba algo. Miró la superficie reflectante del mar, hasta sus más infinitas profundidades; y allí se encontró a sí mismo y su catedral de la memoria.
Una vez más caminó por aquellas estancias familiares, por los amplios pasillos, pasando junto a recuerdos y momentos importantes de su vida. Y allí, perfecta como una regla recta que se perdía en la distancia, estaba el futuro. Aquellas habitaciones vacías... O quizá ya estaban llenas y Leonardo tan solo tenía que descubrirlas.
Pero aunque lo intentara, no podía llegar a ellas. No encontró respuestas para sus preguntas, tan solo el pasado, las múltiples estancias y corredores organizados con exquisito detalle mnemotécnico. Y allí escribió su carta. La carta al duque de Milán. La carta que ahora pertenecía a Ka’it Bay, al-Malik al-Ashraf Abu ‘l-Nasr Sauf al-din al-Mahmudi al-Zahiri, califa de Egipto y de Siria.
Al Mio Illustrissimo Signore Ludovico, duque de Bari,Ilustrísimo señor, tras haberme informado y haber visto los logros de aquellos que se cuentan entre los señores y los inventores de los instrumentos de guerra, y tras haber descubierto que sus inventos y el uso que le dan no difiere en absoluto de los instrumentos y sus usos más comunes, me atrevo a ponerme en contacto con vos, Excelencia, sin ánimo de perjudicar a ninguno de mis colegas, para comunicaros mis secretos y, por lo tanto, para ofrecerme para probar y demostrar los puntos que a continuación se explican cuando vos lo consideréis oportuno:1. Tengo planos para construir puentes que son más ligeros y resistentes, y más adecuados para su transporte, con los cuales se podrá perseguir y, llegado el momento, derrotar al enemigo. También he ideado puentes sólidos e indestructibles aunque sean atacados con fuego o se tomen por asalto, fáciles de transportar y colocar en la posición elegida. Y por supuesto, tengo planes sobre cómo quemar y destruir los puentes del enemigo.2. Cuando un lugar está bajo sitio, sé cómo cortar el suministro de agua desde las trincheras y cómo construir un número infinito de puentes, escudos protectores, escaleras y otro tipo de instrumentos que sirven para el mismo propósito.3. Si un lugar no puede ser tomado mediante bombardeo, bien porque se encuentre en un sitio elevado o por la fortaleza de su posición, tengo ideas sobre cómo destruir cualquier fuerte o bastión, a no ser que haya sido construido sobre una roca.4. También he ideado métodos para fabricar bombardas que sean fáciles de transportar y capaces de realizar descargas de puñados de rocas pequeñas, como en una lluvia, provocando su humo gran terror en el enemigo, y muchas pérdidas y confusión.5. Sé cómo llegar a determinados lugares a través de cuevas y pasadizos secretos que se pueden excavar sin ruido alguno incluso aunque haya que pasar por debajo de trincheras o de un río.6. También puedo construir carros blindados, seguros e imposibles de tomar por asalto, que pueden entrar de lleno en las filas del enemigo con su artillería, y no existe ningún ejército de hombres lo suficientemente grande como para derribarlos. Detrás de esos carros, la infantería podrá avanzar sin bajas, sin encontrar apenas resistencia.7. También, si la necesidad apremia, puedo construir bombardas, morteros y catapultas de formas hermosas y útiles, diferentes a las que se utilizan normalmente.8. Allí donde no sea posible emplear bombardas, puedo aportar catapultas, ballestas, trabuquetes, y otro tipo de ingenios de maravillosa eficacia, desconocidos por la práctica común. En resumen, según la variedad de circunstancias que se presenten, puedo aportar un infinito número de máquinas para el ataque y la defensa.9. Si resultara que el combate tiene lugar en el mar, tengo ideas para construir muchas máquinas apropiadas para el ataque y la defensa; y para construir barcos que pueden resistir la descarga del más poderoso de los cañones, y su humo y la pólvora. También tengo ideas para construir barcos que naveguen debajo de la superficie del mar para asegurar la sorpresa y el acceso a cualquier sitio.10. Tengo planos para construir bombas explosivas que contengan proyectiles en su interior, que pueden salir disparadas y explotar tras un período de tiempo no más largo que un avemaría; y esas bombas pueden arrojarse tanto desde barcos que flotan en el aire como desde barcos que flotan en el mar.También puedo esculpir en mármol, bronce o arcilla; y soy pintor, y mi obra soportará la comparación con la obra de cualquier otro, sea quien sea.Es más, me comprometo a levantar un caballo de bronce que dará gloria inmortal y honrará eternamente el grandioso recuerdo del príncipe, vuestro padre, y de la ilustrísima casa Sforza.Si algunas de las ideas que menciono anteriormente resultan imposibles o impracticables a alguien, me ofrezco a ponerlas en marcha en vuestro castillo o donde sea que lo considere vuestra Excelencia, a quien me encomiendo con la más absoluta humildad.S.tor Humil.Leonardus VinciusFiorentinoIgual que un jinn de los que había estado hablando, el devatdar desapareció en cuanto el Devota atracó en Alejandría.
Pero Kuan Yin-hsi ordenó a Leonardo, Zoroastro y Amerigo Vespucci que desembarcaran con las primeras luces junto con varios oficiales mamelucos y unos quince soldados veteranos del devatdar. Sorprendentemente, Kuan iba vestido como un árabe, uno de alto rango, con la misma túnica y el mismo turbante que había lucido el devatdar. Dos soldados transportaron a Benedetto Dei en una camilla, que gemía enfebrecido. Leonardo temía que su amigo no sobreviviera a la noche.
—¿A dónde vamos? —preguntó Leonardo a Kuan.
—¿No te lo ha explicado el devatdar?
—Sí, ha dicho que íbamos a ser presentados al califa. Pero hacernos salir así al amanecer, como si...
Kuan sonrió y dijo:
—¿Acaso te quejas de la falta de sueño?
Leonardo sintió que se ruborizaba, pero Kuan continuó:
—Es necesario. Te lo explicaré todo en el momento oportuno.
—Mi amigo necesita medicinas.
—Le he aplicado ungüentos, pero hay que darles tiempo para actuar.
Zoroastro hizo un gesto de disgusto.
—Tiene el aspecto del moho y huele como la entrepierna de una mujer —dijo.
—De hecho, es moho —replicó Kuan—. Pero sus efectos curativos son milagrosos. Ya lo veréis.
Leonardo estaba interesado, pero no hizo más preguntas a Kuan. Su atención se vio súbitamente atraída hacia otro lugar. Aunque no era capaz de identificar qué es lo que era, tuvo la sensación de que había algo que no marchaba bien en el muelle y en las calles. Los almacenes formaban un muro gris hacia el este, y eran parte de un sistema de calles cubiertas: un caravasar gigantesco que se extendía como una tela de araña por el corazón de la ciudad. La ciudad era un gran laberinto, y era tan extraña como el interior de una colmena. Sin embargo, las calles que rodeaban los muelles bullían con la actividad comercial: los esclavos cargaban y descargaban los barcos bajo la atenta vigilancia de los mercaderes y los capataces. Mendigos y mendicantes santos, vestidos con harapos, alargaban la mano en busca de limosna; mientras que los tenderos, con sus turbantes y sus túnicas de algodón tosco, vigilaban sus mercancías como halcones. Pero la ciudad parecía hecha de sombras, tan solo la luz del día podría convertir en carne los fantasmas de aquellos hombres, perros, camellos, burros; y de golfillos jugando al escondite en las estrechas calles cubiertas.
El fuerte olor a ajo, comino y cúrcuma, mezclado con el de las heces y la orina, humanas y animales, impregnaba el aire; y Leonardo no pudo deshacerse de la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo terrible.
Aquella tranquilidad...
Los sonidos de las calles se apagaron cuando la columna de soldados de Kuan avanzó, como si los problemas estuvieran a punto de llegar. Cada sombra era el presentimiento de un peligro, palpable, inmediato y vivo. Incluso Kuan miró alrededor, nervioso, aunque después se encogió de hombros de forma visible y dijo:
—No te preocupes por tu amigo, Leonardo. —Había esperado tanto tiempo que las palabras parecían estar fuera de contexto.
Caminaron por las calles estrechas, entre los bazares matutinos; el olor a tabaco, nueces tostadas y café era intenso, y estaba encerrado en los callejones angostos.
—¿A dónde vamos? —preguntó Leonardo.
—Al castillo del califa —respondió Kuan.
—¿Nos reuniremos allí con el devatdar?
—No, maestro. Cuando veas a vuestro amigo Niccolò y a la mujer A’isheh, entonces verás al devatdar.
—¿Qué quieres decir?
—Antes de que pueda presentarse ante el califa, el devatdar está obligado a rescatar a aquellos que han sido tomados como esclavos por los piratas turcos. Estos seguidores del islam se parecen a mi propia gente en muchos sentidos. —Kuan sonrió, como si estuviera satisfecho consigo mismo.
—Entonces, ¿dónde está ahora? —preguntó Leonardo excitado. ¿Se atrevería a albergar esperanzas de volver a ver a Niccolò y a A’isheh? Como una ilusión, ella flotó en sus recuerdos y Leonardo sintió un súbito e intenso deseo de estar con ella, como si A’isheh fuera la personificación de Ginevra o de Simonetta; su pneuma, sus almas.
—Lo más probable es que esté zarpando del puerto, ahora mismo, mientras hablamos.
—¿Con maese Columbus?
—Comandante Columbus —corrigió Kuan—. No, Columbus vuelve a casa, gracias a Dios, porque el califa le culpará por perder la batalla y a los soldados musulmanes. No tiene ningún futuro aquí.
La ancha calle romana adoquinada por la que caminaban ahora estaba vacía. De pronto, Kuan indicó a los soldados que se acercaran a las paredes, como protección, pero fue demasiado tarde.
Leonardo oyó el silbido de una flecha.
La flecha alcanzó a Kuan en el pecho. Tuvo que retroceder debido al impacto, pero salió ileso. Llevaba una armadura debajo de la ropa.
Siguió una descarga de flechas. Los soldados se pusieron a cubierto, pero estaban preparándose para lo inevitable, que apareció en forma de una ruidosa masa de hombres con turbante y blandiendo cimitarras. Leonardo desenfundó su espada y la clavó en la carne. No podía decir si aquellos a los que mataba o mutilaba eran soldados enemigos, porque para él, era como si estuviera luchando contra sombras, sombras de carne y hueso y sangre. Luchó por su vida, lanzando golpes a cualquiera que se acercara a él, y en la sangrienta bruma de la batalla, Leonardo imaginó que el choque de las espadas y el repiqueteo de las armaduras como las campanas de una catedral llamando a maitines y completas, campanas de las que brotaba sangre.
Tras unos segundos, o minutos, Leonardo se acordó de Benedetto. ¿Dónde estaba? Leonardo buscó a su amigo que iba en la camilla, pero en aquel chocar de cuerpos y piernas no pudo encontrarlo.
Blandió la espada, sintió como se clavaba en carne y en hueso; delante de él, un muchacho que no podía tener más de catorce años gritó mientras sus entrañas caían, llenando y manchando su túnica de lino virginal. Un instante antes el muchacho no había sido más que un borrón, una sombra que amenazaba a Leonardo con una cimitarra empapada de sangre.
Leonardo se oyó a sí mismo elevar una plegaria, incluso aunque no creyera en Dios o en los dioses. Tan solo ahora, en ese instante, mientras el muchacho, casi hombre, caía al suelo delante de él, creyó. Pero no había tiempo, porque de nuevo tenía que blandir su espada, y entonces...
Se acabó, como si el enemigo se hubiera evaporado, desaparecieron como cucarachas a través de las pequeñas grietas de las paredes y las calles. Silencio, salvo por las respiraciones, un coro estertóreo de hombres que intentaban recuperar el aliento mientras sus corazones latían salvajemente, como si quisieran abrirse camino por la garganta. Los cadáveres yacían en la calle por todas partes. La sangre derramada aportaba algo de color a la casi monocromática escena; porque aquellas calles con paredes y techo, hacían que fuera de noche en los zocos de Alejandría, aunque en el exterior fuera de día.
Leonardo encontró a Benedetto, que estaba despierto y lúcido. Los soldados que lo transportaban lo habían protegido. Aunque no era más que un extraño, se trataba de una cuestión de honor. Zoroastro y Amerigo tenían algunos arañazos, pero estaban ilesos.
Leonardo se volvió hacia Kuan, la ira palpable en su voz.
—Nos has puesto en peligro intencionadamente.
Kuan le miró directamente a los ojos.
—El devatdar siempre está en peligro —dijo en un susurro—. Si hubiera estado con nosotros, nada habría sido diferente.
—Pero no está con nosotros —dijo Leonardo—. Aunque sus enemigos no podían saberlo porque tú llevas sus ropas.
—No, Leonardo. Llevo mis propias ropas.
—Y ahora me dirás que eres un seguidor de Mahoma.
Kuan asintió.
—Éramos un cebo —dijo Leonardo—. Sabías que nos atacarían, ¿no es cierto?
—Siempre hay rumores al respecto. Pero la seguridad del devatdar es mucho más importante que nuestra vida.
—Nuestras vidas no son tuyas, no puedes jugar con ellas.
Kuan se encogió de hombros.
—Ahora tenemos que curar tu herida. Estás sangrando.
Leonardo se preguntó si no sería más que un efecto del amanecer, porque todo parecía bañado en una melancólica bruma roja. No podía ser por el sol, porque había un techo por encima de sus cabezas. Entonces, de pronto, como obedeciendo a la sugerencia de Kuan, Leonardo sintió una dolorosa palpitación en la parte izquierda de su cabeza... y solo entonces recordó que, aunque había desviado la hoja del hacha del sarraceno, había recibido un fuerte golpe con el mango.
Y como si estuviera en un sueño, vio el rostro de Kuan cerniéndose sobre él, tan grande y terso como el mismo cielo.
Navegaron unos ciento sesenta kilómetros por el Nilo hasta llegar a El Cairo en una caravana de falúas de velas anchas. El Nilo era como un océano de color marrón, y no había necesidad de proveerse de víveres, porque todas las orillas desde Alejandría hasta el El Cairo eran una continua sucesión de bazares. Los barcos anclados permitían a los hombres rezar en sus bancos, comprar provisiones y pasar el tiempo con prostitutas.
Pasaron por delante de pirámides rodeadas de niebla; de Al-Rawda, los jardines y paseos del placer; hasta que llegaron a El Cairo, la ciudad de miles de minaretes y mezquitas, y mausoleos y monasterios. El Cairo, conocida por sus habitantes como Misr, la madre de todas las ciudades, la hija del Nilo. Cientos de miles de personas acampaban cada noche en las afueras de la ciudad porque no había casas suficientes para acomodarlos a todos. Era una ciudad que hacía que Florencia no fuera más que una aldea; parecía que se extendía hasta el infinito. En un extremo estaba la ciudadela, la gran fortaleza construida por Salah ad-Din como defensa contra los infieles.
La ciudadela en sí era como una ciudad, y Leonardo, Zoroastro, Benedetto Dei y Amerigo Vespucci fueron instalados en unos apartamentos amplios y lujosos. Grandes ventanas con celosías y cristales de colores filtraban la intensa luz hasta convertirla en sombras coloreadas. Las paredes estaban pintadas con tramas y colores geométricos, los pavos reales campaban a sus anchas, las flores perfumaban el aire, las fuentes emitían una música sutil, y de vez en cuando se podían oír los chapoteos del agua.
Y todas las puertas estaban cerradas con llave y vigiladas por soldados silenciosos y siniestros que lucían anchos fajines rojos y sujetaban enormes cimitarras.
Estaban prisioneros.
Las semanas pasaron para Leonardo y sus amigos, semanas en las que hablaron, comieron y bebieron. Por las noches, bellezas con velo los visitaban en sus respectivas habitaciones, mujeres que solo hablaban árabe y que desaparecían al amanecer como el humo. Leonardo las utilizaba como vehículo para sus fantasías. Gritaba una y otra vez el nombre de Ginevra y soñaba con Simonetta; pero A’isheh estaba siempre presente, era como si Leonardo estuviera envenenado con su ilusión, como una vez la ilusión de Simonetta había envenenado a Sandro.
También practicó el árabe con ellas, al igual que con los guardias y los criados. Y volvió a su hábito de trabajar por las noches y dormir apenas unas pocas horas durante el día. Estudió. Dibujó y escribió en sus cuadernos. Allí estaban, página tras página todos sus nuevos inventos: un aparato para respirar bajo el agua; un traje de inmersión; proyectiles con narices puntiagudas y aletas que llamó cuernos; un cañón de arma que podía disparar a larga distancia y se enfriaba con agua; y esbozó trayectorias de proyectiles de cañón y dibujó varias piezas de artillería con múltiples cañones de modo que los artilleros podían cargar uno de los cañones mientras disparaban con el otro. Dibujó un mortero enorme y debajo escribió: «La máquina más mortal que existe»; aunque solo existiera en su mente... y sobre el papel.
Un día, sus notas desaparecieron.
—¿Crees que nos matarán, Leonardo? —preguntó Zoroastro mientras miraba por la ventana hacia la llamada Ciudad de los Muertos, que era un mausoleo y que se veía borroso por las distancia. Los muecines llamaron al rezo de los fieles mientras el cielo adquiría tonos turquesa y el sol poniente se convertía en un disco anaranjado y llameante. La puesta de sol convertía la ciudad de magníficas torres y cúpulas en algo fantasmal, un sueño que quizá desaparecería al despertar.
—Le preguntas eso todos los días —dijo Benedetto meneando la cabeza. Se había recuperado totalmente de su herida, el ungüento de Kuan era milagroso.
—Es un pensamiento que todos tenemos en nuestras mentes —dijo Leonardo—. El califa tiene fama de violento.
—Entonces ¿por qué mantenernos con vida? —preguntó Benedetto—. ¿Y alimentarnos y ofrecernos mujeres?
—Porque es generoso con sus invitados —contestó Kuan Yin-hsi mientras hacía una reverencia nada más entrar en la habitación. Iba vestido con seda y turbante verdes, y flanqueado por guardias mamelucos—. Salaam aleikum —dijo a modo de saludo. Y miró Leonardo.
—Aleikum salaam —respondió Leonardo—. ¿Dónde está mi cuaderno?
Kuan sonrió.
—Tu cuaderno está bien seguro. Está en manos del califa. Quizá seas tan descortés con él como lo eres conmigo... y le pidas que te lo devuelva.
—¿Por qué nos tenéis prisioneros?
—En esta tierra a los prisioneros se les considera invitados dignos de grandes honores.
—Entonces, como invitados, ¿cuándo se nos permitirá marcharnos? —preguntó Benedetto.
—Nos iremos ahora mismo —dijo Kuan—. Y tendréis vuestra audiencia con el califa.
Zoroastro parecía nervioso, como si estuviera de camino a su propia ejecución. Leonardo caminaba al lado de Kuan, rodeado de guardias. Le dio la sensación de que tendrían que caminar kilómetros y kilómetros por aquel laberinto de salas abovedadas, pasillos y departamentos.
—¿Dónde has estado estas semanas? —preguntó Leonardo.
Pero Kuan ignoró educadamente la pregunta y les explicó con todo detalle las cortesías y las ceremonias de la corte.
Las habitaciones del califa estaban fuertemente vigiladas. Kuan los guió hasta una estancia de techos altos pavimentada con mármol blanco y negro. En el centro se alzaba una fuente enorme y una pileta poco profunda con incrustaciones de piedras preciosas. Pasaron por una serie de arcos, y, por fin vieron, en una parte elevada de la estancia, al califa y su corte en alfombras y cojines. Algunas lamparillas arrojaban una luz cálida.
El califa vestía lujosamente con seda bordada con hilo de plata, porque el Profeta desaprobaba el oro. Era delgado, en la cuarentena, de aspecto curtido y, en cierto sentido, parecía fuera de lugar, como si fuera un jefe de una tribu beduina que deseara volver a su vida nómada rodeado de camellos blancos y caballos. Su mirada era firme y directa, y Leonardo supo que no debía subestimar a aquel hombre. Sentado al lado del califa estaba el devatdar. ¿Quizá aquello significaba que Niccolò y A’isheh estaban a salvo? Leonardo no se atrevió a preguntar... al menos no por el momento.
Se hicieron las presentaciones, y aunque el devatdar y los demás se sentaban alrededor del califa, Kuan permaneció de pie, igual que Leonardo, Benedetto, Amerigo y Zoroastro. El califa asintió y habló en árabe con el devatdar. Habló rápidamente y Leonardo no pudo entender mucho de lo que se decía. Sin embargo, sí que captó que el califa estaba preguntando por él, y también estaba siendo sarcástico.
—Así que estos son mis ingenieros cristianos —dijo el califa—. ¿Cuál de ellos es el ingeniero y cuál el ingenioso impostor?
—El impostor puede hacer casi tantos trucos como el artista —respondió el devatdar al califa. Su mirada se detuvo en Zoroastro y después en Leonardo—. El califa me pide que os dé la bienvenida.
El califa les indicó que tomaran asiento cerca de él, y un criado, cuyos brazos eran del tamaño de las piernas de Leonardo, trajo una bandeja con teteras de latón, un cucharón, un mortero, y diminutas tazas de plata con asa. El criado procedió a hacer café mientras todos los demás observaban. Arrodillado sobre una pierna, ofreció la primera taza de café al califa, que señaló a Leonardo. El criado obedeció y ofreció la taza a Leonardo. Pero Leonardo la rechazó, y el califa quedó satisfecho. La etiqueta exigía que el califa tuviera precedencia en todo. Después, el califa sirvió a Leonardo con sus propias manos, y dijo en árabe:
—He robado tus cuadernos.
—Así me lo han dicho.
El califa corrigió el árabe de Leonardo, pero de buen humor. Después, se inclinó hacia Leonardo y su humor cambió radicalmente. Su rostro estaba tenso y parecía enfadado; y Leonardo no pudo evitar pensar que el califa no era más que un buen actor, o que quizá estaba loco.
—Mi devatdar me ha informado de que fuisteis atacados —dijo el califa—. Y mi prima fue hecha esclava.
—¿Vuestra prima? —preguntó Leonardo.
—A’isheh, la puta —dijo el califa, pero al decirlo se inclinó hacia Leonardo, para que solo él pudiera escucharlo. Leonardo se quedó perplejo, porque ¿cómo podía ser que una mujer de sangre real se convirtiera en la esclava de un funcionario, por muy alto rango que este tuviera? Quizá no debería haberle sorprendido tanto. El califa también había sido esclavo una vez.
El rostro del devatdar estaba ruborizado. Estaba sentado al lado del califa y miraba al frente como si estuviera concentrado en algún punto lejano.
—También he sabido que tu amigo fue asesinado —continuó el califa; observaba a Leonardo como si quisiera provocar una respuesta.
Leonardo se sintió como si le hubieran propinado un puñetazo.
—¿Estáis seguro de que Niccolò está muerto?
El devatdar se sorprendió de que Leonardo se atreviera siquiera a preguntar.
—Fui hasta los Dominios Inexpugnables y me presenté ante el gran visir con una carta de mi califa para demandar su libertad. —No le miró a los ojos y Leonardo comenzó a sentir el familiar entumecimiento del dolor y de la pena, como si fuera un escudo, una droga.
Niccolò...
Benedetto entendía suficiente árabe, y al saber que Niccolò había muerto, alargó su mano para animar a Leonardo, pero este la rechazó pensativo.
—¿Acaso dudas de mi palabra? —preguntó el califa a Leonardo. Era una amenaza, porque sus guardias mamelucos se pusieron en guardia, listos para ejecutar a Leonardo al recibir la orden.
Leonardo recuperó la cordura y dijo:
—No, mi señor, nunca dudaría de vos, perdonadme. —Y luego se levantó e hizo una reverencia antes de arrodillarse ante el califa.
El califa asintió, claramente satisfecho, y le indicó que volviera a sentarse al lado de Benedetto.
Un sirviente entró en la estancia, se inclinó ante el califa, le entregó un mensaje y se marchó rápidamente.
—Ha llegado una delegación del emperador turco —dijo el califa a Leonardo en árabe, dejando que todos vieran su inclinación por él—. Te concederé el honor de conocerlos.
—Ya los he conocido —dijo Leonardo con una amarga ironía.
—Así que los dos estamos de acuerdo en que todos los turcos son piratas —dijo el califa—. Pero estos son piratas a los que ahogarás dentro de poco, o por lo menos a algunos de ellos.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Leonardo.
—Y ahí están —dijo el califa cuando los tres embajadores otomanos, flanqueados por jenízaros, soldados esclavos, fueron traídos ante él. Los embajadores iban vestidos con ricas ropas de colores vivos, y lucían turbantes blancos tocados con lo que parecían cuernos rojos. Los jenízaros de largas túnicas traían obsequios en cofres incrustados de piedras preciosas y transportaban a una esclava en una litera dorada. Iba cubierta de seda blanca salvo por un velo negro casi transparente que revelaba su hermosísimo rostro. Los embajadores se inclinaron y tocaron el suelo con la frente delante del califa. Y el líder, un hombre bajo pero musculoso que debía rondar los cincuenta, dijo:
—Saludos comandante de los fieles y defensor de la fe, guerrero de la causa del señor de los mundos, que Dios prolongue vuestra vida.
Se presentaron los regalos y la esclava se arrodilló ante al califa, y este la aceptó. El califa y el embajador, a quien no se pidió que se sentara, hablaron. Pero Leonardo no pudo entender nada de lo que decían, porque hablaban en árabe demasiado deprisa para él. Miró a Kuan, que le ignoró, al igual que hizo el devatdar.
Todo lo que Leonardo pudo deducir fue que el embajador se ofrecía a reparar los conductos de agua del camino de los peregrinos que iban hacia La Meca. El califa rechazó su oferta de forma poco educada. Parecía iracundo, pero antes de darles la espalda a los turcos, preguntó amablemente por la salud de su monarca, Mehmed el Conquistador, gobernador de los turcos, que había aplastado Constantinopla y se la había ofrecido a Alá. El califa lo llamó Padishah, príncipe de la libertad y comandante del Estado Mayor, aunque en cuanto ellos y sus soldados se marcharon, los esclavos pasaron a su lado con enormes bandejas de bronce rebosantes de alimentos para el califa.
Así, los turcos fueron humillados al no ser invitados a compartir el pan, algo que se consideraba una cortesía primordial en aquellas tierras.
Una bandeja contenía dos corderos asados sobre una montaña de arroz y salsa rodeada de tortas de pan. Dos cabezas de cabra cortadas descansaban encima de la carne como para probar que era fresca, y así, simular que una fantástica bestia de dos cabezas llenaba el plato. Comieron todos juntos después de que comenzara el califa, hundiendo las manos hasta los codos en el arroz, la salsa y la carne. Leonardo deseaba hacer preguntas al califa y hablar con el devatdar, pero ninguna de las dos cosas era posible. Tenía que medir lo que decía... y cuándo lo decía.
Cuando el califa hubo terminado, le dijo a Leonardo:
—Tus dibujos son muy hermosos.
—Gracias, mi señor, a quien todos los hombres obedecen.
Un esclavo trajo al califa agua y una toalla, mientras otro le trajo el cuaderno de Leonardo.
—Sí, y ¿qué son estos dibujos? —Señaló los esbozos del aparato para nadar debajo del agua: una bolsa que debía colocarse en la boca del buceador como entrada de aire, y varios tubos de escape de gases que subían hasta una torreta flotante. Leonardo también había concebido varios mecanismos para arrancar tablas, y así hundir barcos por debajo de la superficie del agua.
Leonardo explicó sus inventos al califa, que dijo:
—Sí, maestro Leonardo, es lo que me había imaginado. ¿Cuánto tiempo necesitarás para construir todos estos artilugios?
—No lo sé, ilustre señor. Necesitaré herramientas, acceso a una fundición, herreros, y...
El califa hizo un gesto dramático con la mano.
—¿Cuánto tiempo?
—Y también tendré que probar la máquina.
El califa sonrió.
—Tendrás la oportunidad de hacerlo, maestro, porque la probarás con los barcos de los embajadores. Son cuatro. ¿Tendrás suficiente con una semana?
—Mi señor... —dijo Leonardo.
—Tienes que hundir sus barcos y que parezca que ha sido cosa de magia. Tan solo uno deberá quedar a flote para que sus hombres vuelvan a contarle a su rey lo que han visto. —El califa indicó a su séquito que les dejaran solos, y todos se levantaron. Luego, siguió hablando en italiano—. Y si fallas, maestro, entonces será mejor que tú y tus amigos os quedéis... debajo del mar. ¿No crees que es justo?
—¿Puedes construir esos artilugios en una semana? —preguntó Kuan en cuando salieron de las habitaciones del califa.
—Es posible con la ayuda y las herramientas apropiadas.
—Tendrás todo lo que necesites.
—Entonces empezaremos ahora mismo —dijo Leonardo—. Pero dime...
—Sí —dijo Kuan indicando a Zoroastro y a los demás que se quedaran atrás. Los guardias mamelucos dudaron, pero hicieron lo que se les ordenaba.
—¿Niccolò está realmente muerto?
—Si el califa dice que está muerto, entonces es que está muerto. Si no fuera cierto, haría que lo fuera. Nunca le cuestiones, ni siquiera en tus pensamientos.
—Creía que eras un pensador independiente —dijo Leonardo enfadado.
Kuan sonrió y asintió.
—Ah, sí, Leonardo, eso es muy importante para ti.
—¿Y A’isheh? ¿Está bien? ¿Ya la han rescatado...?
Kuan negó con la cabeza.
—Eso son asuntos de Estado, maestro. No creo que el califa te tenga ya tanta confianza.
—Pero ¿cómo puede ser que una sirvienta del devatdar sea...?
—Ella es lo que tú llamas una pensadora independiente —dijo Kuan. La ironía no le pasó desapercibida a Leonardo—. La hermosa A’isheh siempre ha hecho lo que le ha venido en gana, pero en este mundo, al igual que en el tuyo, eso es muy difícil para una mujer. Así que utilizó al devatdar para obtener acceso a... ciertas experiencias.
—¿Y el devatdar? —preguntó Leonardo hablando en voz baja al igual que Kuan.
—Está enamorado de ella.
—Todos los hombres la desean —dijo Kuan—. Tan solo tú pareces inmune a sus encantos.
—¿Y el califa?
Kuan ignoró la pregunta de Leonardo y se detuvo ante las enormes puertas con incrustaciones que daban a las habitaciones de Leonardo. Esperó a que los demás se reunieran con ellos.
—Dile a los guardias lo que necesitas, y tendrás todo a tu disposición de forma inmediata. No te faltará de nada.
—Por favor, quédate un momento más, todavía tengo preguntas.
—Estoy seguro de que sí, maestro, y puede que obtengas alguna respuesta, en el momento adecuado. Pero ahora mismo, te aconsejaría que empezaras a trabajar en el proyecto del califa.
—Necesito un estudio, y herramientas...
—Díselo a los guardias, hablan perfecto latín. —Kuan hizo una reverencia y desapareció al doblar una esquina. Leonardo y sus compañeros fueron empujados hacia sus habitaciones. Inmediatamente Leonardo presentó una lista de necesidades a su guardia mameluco de pelo gris que, ciertamente, hablaba latín con fluidez, con mucha más fluidez que el propio Leonardo.
Cuando hubo terminado, Leonardo se encerró en su habitación, lejos de los demás, y se sentó en su camastro. Con la cabeza apoyada en sus manos y lágrimas tan gruesas como gotas de sudor, intentó perderse en pensamientos vacíos, mecánicos y matemáticos. Aquellos pensamientos fríos le ofrecían cierto alivio, una especie de alegría sobrenatural, la alegría del espíritu liberado, la alegría de los muertos y los malditos.
No habría venganza para Niccolò.
Tan solo perfectos mecanismos y vacío eterno.