1 Fantasia dei Vinci
«Lo que me hagas a mí, te lo haré a ti.»—Lema de Ludovico Sforza—Leonardo, espera —murmuró una voz en la oscuridad.
Hubo un susurro de seda y entonces los brazos de Ginevra de Benci rodearon el cuello de Leonardo. Era una muchacha alta y rolliza que acababa de cumplir los diecisiete años. Su rostro en forma de luna, que acababa de rozar el de Leonardo estaba resbaladizo por el sudor, y toda ella emanaba un delicioso aroma a almizcle.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Leonardo—. Hace tanto calor como en un horno. —La besó con fuerza, como si por la mera presión de sus labios pudieran convertirse en espíritus y fundirse así el uno con el otro. Después la empujó hasta que estuvieron los dos bajo el hueco de la escalera, lugar que se había convertido en su escondite secreto desde que Leonardo llegara a aquella casa como aprendiz a los doce años. El armario de cedro que quedaba a sus espaldas les parecía entonces tan grande como una pequeña casita de campo en la ciudad donde Vinci había nacido. Se preguntaba si las velas que había robado una vez del gremio de pintores seguirían escondidas en aquel armario, junto con sus primeros cuadernos.
Excitado y ansioso pero con gran habilidad, Leonardo levantó el blusón de Ginevra, se deshizo de la gamurra de seda que llevaba encima, y presionó su cuerpo contra el suyo. Habían practicado esta danza anteriormente, una vez en el dormitorio de Ginevra en el palacio de su padre, y nunca se cansaban de ella.
—Detente, Leonardo, me estás aplastando —dijo ella, pero permitió que él la acariciara—. No te estaba esperando para... esto. Y tu maestro, Andrea, acaba de llamarte. ¿No vas a hacer nada?
—Maestro Andrea —gritó Leonardo, elevando el mentón y mirando hacia arriba a pesar de que solo había oscuridad—. Enseguida subo.
—¿Qué haces ahí abajo, Leonardo? —preguntó Andrea desde lo alto de la escalera—. ¿Follándote a uno de los gatos? —Hubo una carcajada en el estudio, también sala de estar improvisada. Andrea siempre tenía seis o siete gatos deambulando por su bottega; afirmaba que eran mejor compañía, y mucho más inteligentes, que la de su hermana viuda o cualquiera de su corte de parientes pobres y aprendices.
Ginevra empujó a Leonardo y le golpeó en un ataque de ira.
—Estoy preparando algo interesante para vos y vuestros invitados, y necesito unos minutos para pensar. Sed paciente, anciano. —Leonardo tenía una gran reputación como bromista, malabarista y prestidigitador; y a pesar de que sólo podía hablar un latín pasable, era un invitado imprescindible en todas las fiestas.
—¡Anciano! —gritó Andrea—. Vete al lado de los Medici para que te den tu ración de pan esta noche. Quizá te dejen dormir en sus jardines, entre las estatuas que no me has ayudado a restaurar. —Leonardo pudo oír el crujido de los tablones de madera mientras Verrocchio se alejaba y hablaba a sus amigos—. ¿Habéis oído lo que me ha llamado ese joven soplagaitas...?
Leonardo abrazó a Ginevra, pero esta se escabulló y se alejó de él.
—Papá está arriba con maese Nicolini. Le he dicho a todo el mundo que iba a descansar un poco, y te he esperado porque hay algo que tengo que decirte... es importante.
Leonardo se retiró un poco al oír el nombre de Luigi di Bernardo Nicolini, un socio de negocios del padre de Ginevra, que era comerciante de seda. Nicolini era un hombre anciano, avinagrado, arrugado y calvo. Y muy, muy rico.
—¿Sí...?
Leonardo oyó a Ginevra tomar aire profundamente, nerviosa, y tras una pausa, ella dijo:
—Es sobre los problemas de mi... familia.
—Hablas de dinero.
—Sí, pero es mucho peor de lo que te conté. Papá no puede pagar todo lo que debe sin vender nuestras propiedades.
—Bueno, quizá sea una decisión acertada, porque entonces podría...
—No voy a dejarle que deshonre a nuestra familia —replicó Ginevra.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con maese Nicolini? —preguntó Leonardo, sintiendo un ardiente ataque de ansiedad. Parecía que sus glándulas se habían abierto, desatando una oleada de emoción que quemaba como el ácido o el cinc. Su corazón latía tan rápido que parecía que estuviera buscando una salida por su garganta.
—Maese Nicolini ha ofrecido mil florines de oro, como préstamo, para que papá pueda proporcionarme una buena dote.
—Ah, así que se trata de eso —dijo Leonardo con frialdad—. Un «préstamo» que nunca será devuelto.
Ginevra no dijo nada.
—¿Te van a prometer a su hijo? —probó a preguntar Leonardo.
—Sí, a él —susurró ella.
—Es lo que había pensado. Viejo cerdo asqueroso. ¿Y qué pasa con nosotros, o es que acaso no te importa?
—Tengo un plan, Leonardo —dijo Ginevra en voz muy baja.
Pero parecía que Leonardo no la había escuchado.
—Tu padre sabe lo que sentimos el uno por el otro.
—No, cree que somos muy buenos amigos, eso es todo.
—Pero tú ibas a contárselo, es en lo que quedamos...
—No pude.
—Porque soy bastardo.
—Porque eres pobre... ahora mismo. Y él está ahogado por las deudas.
—Estoy seguro de que podrá pedir prestado, es un hombre de gran reputación.
—Ha ido demasiado lejos. Por eso le dije que tan solo éramos amigos y que tendría en cuenta el ofrecimiento de maese Nicolini. Papá me quiere, y ya se está poniendo nervioso porque tengo diecisiete años y todavía no me he casado.
—Aquí se acaba todo entonces —dijo Leonardo, sintiéndose frío e insensible.
—No se acaba nada, Leonardo. ¿Acaso no lo entiendes? Es un truco, como cuando haces tus conjuros. Una vez papá reciba el dinero, y los acreedores se den por satisfechos, le diré que te amo. Le diré que no me había dado cuenta antes y que no puedo seguir adelante con el matrimonio.
—Para entonces será demasiado tarde —dijo Leonardo sintiéndose aliviado y humillado a la vez. En el vacío que había dejado la ansiedad al desaparecer, sintió que iba creciendo la ira; pero no podía marcharse y darla rienda suelta, aún no, porque si lo hacía, estaba seguro de que perdería a Ginevra para siempre—. Al final, tu padre tendrá que devolver el dinero de la dote a maese Nicolini. Habrá un escándalo.
—Para entonces los negocios de mi padre estarán en orden. Podrá devolver el dinero. Solo necesita tiempo. —Rió suavemente, pero sonó forzado—. No habrá escándalo, querido Leonardo, porque ¿qué hombre admitiría haber regalado una dote como «préstamo» para procurarse una esposa?
—No me gusta nada —dijo Leonardo tragando bilis.
—Sé cómo debes sentirte, pero es como tiene que ser —dijo Ginevra—. Puedes inventarte excusas para tus amigos, decir que te has cansado de mí. Con tu reputación no creo que les resulte difícil de creer. Pero no tengo otra elección. —Ginevra tenía sus sentimientos bajo control; Leonardo supo que sería imposible persuadirla—. Te amo, pero mi familia está primero... hasta que nos casemos, y entonces tú serás mi vida entera. Te lo prometo.
Leonardo pudo oír el roce de la seda cuando ella se quitó su blusón y se acercó a él. Ginevra amaba la excitación y el peligro, y por mucho que la amara, Leonardo sabía que, a pesar de todo, ella también le amaba a él; Leonardo sabía que era peligrosa. Ella siempre lo abrumaba. Era su primer amor, así como él lo era para ella.
—Te amo —dijo Ginevra—. Te deseo tanto que me desgarra por dentro. No me casaré con él, te lo prometo.
Leonardo quería creerla. Después de todo, ella siempre se había enorgullecido de su honestidad. En ese sentido, pensaba en sí misma como en un hombre, porque según sus ideas, la honestidad era la brida del honor. Emprender aquella treta debía ser difícil para ella. Y aún así, Leonardo sintió como si estuviera hundiéndose en la arena.
Ginevra se acercó a él, le acarició y se convirtió en el agresor; y él, por su parte, acarició todos aquellos lugares secretos que una vez ella le había contado que le producían más placer, masajeándola hasta que, por fin, ella se abrió a él mientras se arrodillaban en el suelo lleno de polvo y telas de araña; y él sentía que eran como agua moviéndose y fluyendo y cayendo y rompiendo contra la carne tan suave, dura y pura como la roca.
Leonardo dejó que Ginevra subiera por las escaleras al dormitorio del maestro Andrea, donde se suponía que estaba durmiendo, mientras, él hizo su gran entrada al interior del estudio. Aquella habitación estaba libre del polvo que cubría las estancias externas, donde se llenaban moldes y donde se daba yeso mate a los lienzos. Iba ataviado como si estuviera en llamas, con un jubón de heliotropo y carmesí sobre una camicia de color rojo sangre. Las telas eran ricos terciopelos y linos. Leonardo era alto y tenía buena planta; podía lucir los ropajes ideados para mostrar el ideal griego de un cuerpo en forma y musculado. Pero no iba por ahí dando a conocer sus sentimientos como cualquier campesino en un funeral. Pasó los dedos por sus enredados cabellos rojizos y entró en la estancia de una forma totalmente teatral.
Andrea había invitado a un nutrido y augusto grupo de caballeros al salón que se había convertido en uno de los más importantes de Florencia. Las múltiples conversaciones discurrían en voz bien alta, y el suelo estaba manchado de vino a causa de las botellas que se habían ido dejando allí, a falta de una mesa adecuada, y que alguien había volcado al dar un mal paso.
El anciano Paolo del Pozzo Toscanelli, que había enseñado a Leonardo matemáticas y geografía, estaba sentado cerca de un enorme recipiente de barro y una maqueta del lavabo que iban a instalar en la vieja sacristía de San Lorenzo. Un muchacho de intensos ojos oscuros, y boca estrecha y acusadora permanecía tras él como una sombra. Leonardo nunca había visto a aquel muchacho; quizá Toscanelli acababa de llevar a aquel huérfano a su hogar.
Al lado de Toscanelli estaban sentados sus estudiantes y protegidos Amerigo Vespucci y Benedetto Dei. Vespucci, un joven alto, desgarbado y de aspecto extraño, sonrió a Leonardo, ya que los dos habían estudiado juntos. Los colegas aprendices de Leonardo estaban cerca de las paredes, escuchando discretamente, introduciendo alguna palabra aquí y allá en las conversaciones. Normalmente, el maestro Andrea instaba a sus aprendices a trabajar sin descanso. Hacía mucho que había dado por perdido a Leonardo, el mejor de todos ellos, que trabajaba cuando le daba la gana. Pero aquella noche había cerrado la tienda, ya que pronto habría festival. Lorenzo di Credi, que siempre tenía aspecto de recién levantado, saludó con la cabeza, al igual que hizo Pietro Perugino. Perugino era un aprendiz veterano y estaba a punto de abandonar el taller para convertirse en un maestro y abrir su propia bottega.
—Ven Leonardo, tienes que ayudarnos —llamó Verrocchio—. Hemos estado esperándote para que nos asombres con uno de tus «milagros», pero primero nos tienes que ayudar a dilucidar un desacuerdo filosófico. —Verrocchio, que tenía treinta y tres años, era corpulento y podía hacerse pasar por un sacerdote por su redondo rostro totalmente afeitado y sus ropas oscuras; estaba de pie al lado de Amerigo de Benci, el padre de Ginevra, y su socio Nicolini.
En la parte externa de aquel círculo se encontraba Sandro Botticelli, un asiduo invitado del estudio de Verrocchio. Aunque Leonardo le veía tan a menudo como a los otros aprendices, consideraba que Botticelli era su mejor amigo... su único amigo. En algunos aspectos, Sandro parecía una versión más joven del maestro Andrea, porque tenía el mismo rostro ancho y carnoso; pero la mandíbula de Botticelli era más marcada, y mientras que los labios de Verrocchio eran delgados y finos, los de Sandro eran gruesos y sensuales. Botticelli se inclinaba por el ascetismo, a pesar de que su trabajo era exuberante y vibrante.
Sandro apretó el brazo de Leonardo; Leonardo le respondió con una sonrisa. Y aunque intentaba aparentar seguridad y alegría, le resultaba muy difícil concentrarse. Su respiración era tan entrecortada como siempre que sucedía algo que le disgustaba. Saludó al maestro Andrea y a Amerigo de Benci simulando la calidez que normalmente habría sentido, y saludó con la cabeza a Nicolini. El anciano tenía un rostro enérgico surcado por arrugas, y unas orejas que habrían enorgullecido a un elefante, o al menos es lo que pensó Leonardo. Aunque algunos quizá pudieran encontrar atractivo a aquel hombre, Leonardo descubrió que le resultaba repelente.
—No soy un filósofo —dijo Leonardo respondiendo a Verrocchio—. Soy un mero observador. Tendríais que haber invitado a maese Ficino o a cualquiera de los brillantes caballeros que acuden a su academia, y que tienen un conocimiento mucho más profundo de lo que han dicho hombres ya muertos.
La burla hacia los humanistas no le pasó desapercibida a Toscanelli, que tenía el hábito de fingir sordera para que no lo interrumpieran en sus estudios, pero podía oír muy bien. Al contrario que Leonardo, al que solían dar de lado porque no podía conversar en latín con fluidez, Toscanelli estaba muy unido a la academia platónica. Consideraba que la reciente y popular obra de Marsilio Ficino Theologia platonica, debía estar a la altura de las mismas obras de Platón. Leonardo había opinado que era frívolo y un desperdicio de tinta y de papel.
—Te divertirás, Leonardo —dijo Toscanelli—, porque es bastante «frívolo».
Benedetto Dei se rió ante el comentario de su maestro, y Amerigo Vespucci sonrió levemente, el muchacho que permanecía detrás de Toscanelli miró fijamente a Leonardo, como si buscara algo. Sandro, simplemente observaba, como si todo lo que sucedía a su alrededor no tuviera nada que ver con él, y sin embargo, parecía estar a la espera de algo... como si pronto le tocara subir a escena.
Nicolini, sin embargo, se volvió hacia Toscanelli, y le dijo:
—Yo no considero que una discusión sobre la materia misma del espíritu sea algo frívolo.
Toscanelli simplemente asintió ante el comentario.
El padre de Ginevra sonrió a Leonardo, y dijo:
—Tenemos entre manos una amistosa discusión teológica sobre los espíritus, que mi amigo Luigi di Bernardo Nicolini cree que no son más que almas escindidas. Pero Platón no dice nada en absoluto sobre la condición de las almas en estado de aislamiento, fuera del cuerpo.
—Pero sí dice que el alma en sí es el principio del movimiento —intervino Nicolini—. El alma siempre ha existido y es independiente de la materia de la que está hecho el mundo. Y esas almas aisladas, o espíritus, bien sean divinos o demoníacos, pueden, desde luego, manifestarse en nuestra esfera mortal. No dependen de la materia, como nosotros. ¿Acaso los ángeles necesitan beber o comer? No más que lo que un rayo de sol necesitara un cuenco de gachas para brillar.
»No somos más que instrumentos en su batalla del bien contra el mal. ¿Acaso creeríais que Satán no puede darse a conocer a nosotros en esta misma habitación solo porque no es mortal? ¿Acaso no querríais que Cristo colgara de la cruz porque...?
—Pero, amigo mío —intervino Amerigo de Benci—, Cristo tomó parte en la vida mortal y en la vida eterna.
—¡Exacto! Pero, entonces, ¿confinaríais al Espíritu Santo?
—Bueno, Leonardo —pregunto Verrocchio—. ¿Puedes resolver este asunto?
—Disculpadme todos —dijo Leonardo—, pero estoy de acuerdo con maese de Benci. El espíritu, por definición, tiene que ser invisible en esencia, porque entre los elementos no hay cosas inmateriales. Donde no hay cuerpo, debe haber vacío, y el vacío no puede existir porque se llenaría enseguida. Por lo tanto, un espíritu estaría continuamente generando vacío, e inevitable y constantemente volando hacia el cielo hasta que abandonara el mundo material, que es por lo que encontramos tan pocos espíritus por estos lares. —Esto generó una carcajada general y un breve aplauso; todo el mundo escuchaba ahora.
—¿Y por qué el espíritu debe ser invisible en esencia? —preguntó Nicolini que, obviamente, se tomaba muy en serio la discusión. Permanecía de pie totalmente recto, como si sus argumentos pudieran ganar meramente por la postura—. El espíritu es pura esencia. Puede adoptar cualquier forma.
—Entonces estará envuelto en carne mortal, como nosotros lo estamos —dijo Leonardo—. Nadie discutirá eso con vos. Pero a no ser que ese sea el caso, el espíritu estaría a merced de la más mínima brisa; y asumiendo que pudiera aparecerse ante vos, ¿cómo hablaría?
»La respuesta es que no puede hablar. Un espíritu no puede producir una voz sin el movimiento del aire. Pero dentro de él no hay aire, y no puede emitir lo que no hay. —Leonardo hizo una reverencia. Otra vez, arreciaron los aplausos.
Nicolini meneó la cabeza y miró a Leonardo de forma imperiosa.
—Creo que hay algo de blasfemia en eso que acabáis de decir, joven.
—Creo que la palabra que buscáis es «lógica», maese. No creo que ni Dios ni Platón la utilizaran para sus discusiones.
—¿Dónde está nuestra Ginevra? —preguntó Amerigo de Benci cambiando a un tema mucho más agradable.
—Lo más probable es que siga durmiendo —respondió Andrea—. Hace demasiado calor para Pascua. Haré que uno de mis aprendices vaya a despertarla. ¡Tista! —llamó a un joven de cabello rubio que estaba apoyado contra una pared—. Ve a mi habitación donde descansa madonna Ginevra, y llama a la puerta suave, muy suavemente. Dile a la bella Penélope que sus pretendientes están impacientes por poder estar ante su presencia.
El muchacho se sonrojó avergonzado y rápidamente abandonó la estancia.
Nicolini se ablandó y dijo:
—¿Y debo caer sobre ellos con mi arco y mi espada al igual que hizo Odiseo?
—Quizá más tarde, porque primero tendréis que poner un anillo en su dedo —dijo Amerigo de Benci de buen humor.
Leonardo sintió que le ardían las orejas, aunque, a pesar de estar enfadado y mortificado, rezó para que ningún atisbo de color asomara a su rostro y lo delatara. Una vez más, Sandro lo cogió del brazo afectuosamente. Lo sabe, pensó Leonardo.
No había transcurrido ni un minuto cuando Ginevra de Benci, ataviada con una gamurra de seda de color carmesí con un brocado de flores doradas y mangas de perlas, hizo su aparición. Lucía una estrecha capa color turquesa, que apenas era más que una bufanda, y llevaba el cabello largo y rojo recogido de modo que no cayera sobre su pálido y suave rostro. Los rizos bien sujetos enmarcaban unos ojos somnolientos y sus mejillas marcadas le daban un aire altanero. Sus labios no estaban pintados de carmín, y no había nada que distrajera la atención de sus ojos, que reflejaban los brillos de su cabello. Sonrió a todos los presentes, claramente complacida y acostumbrada a ser el centro de atención. Mientras adoptaba una pose adecuada, hizo un mohín con la boca, o eso creyó Leonardo. Todos los demás estaban encantados.
Los ojos de Ginevra se cruzaron con los de Leonardo, y por un instante hubo una conexión, una complicidad, y él pudo ver en su interior. Ella estaba cumpliendo su papel y si aspiraba a dominarla y poseerla algún día, debía hacer lo mismo.
—¿Puedo hacer un anuncio? —preguntó el padre de Ginevra a Verrocchio.
—Por supuesto —respondió Andrea, y pidió a todos los presentes que prestaran atención.
—Es un placer para mí, queridos amigos —dijo Amerigo de Benci—, anunciaros el compromiso de mi bella hija Ginevra con mi amigo y socio Luigi di Bernardo Nicolini. Todos estáis cordialmente invitados cuando demos la bienvenida a la novia en su nueva casa, que será, por supuesto el magnífico palacio familiar de nuestro más ilustre señor. ¡Y puedo garantizaros que será un asunto serio!
»También me gustaría anunciar —añadió cuando se extinguió el aplauso—, que vamos a encargar un retrato de mi hermosa hija para conmemorar el matrimonio inminente. —Se volvió hacia Leonardo—. He hecho los arreglos pertinentes con el maestro Andrea para que seas tú el que lo realice. ¿Aceptas?
Leonardo sintió que Sandro le tocaba suavemente en la espalda con dos dedos, y dijo:
—Sí, por supuesto, maese de Benci. Será un honor.
Otra vez un aplauso, puesto que Leonardo ya tenía cierta reputación en Florencia como uno de los pintores más prometedores. Se rumoreaba que pronto dejaría la bottega de Verrocchio y que abriría la suya propia.
—Nadie más puede pintar como Leonardo —dijo Ginevra—. Excepto, quizá Sandro. Un poco —se apresuró a decirle a Botticelli con una sonrisa.
—Desde luego que yo no pinto como Leonardo —dijo Sandro con cierta petulancia—. Él y Paolo Uccello... tan solo se preocupan de la perspectiva. En lo que a mí respecta, podría hacer esos paisajes arrojando una esponja empapada en pigmentos contra el lienzo, y luego seguir con lo que de verdad importa en la pintura.
Leonardo no mordió el cebo. En vez de eso, miró a Ginevra, pero ella evitó mirarlo a él; y en aquel instante estuvo seguro de que ella no lo amaba. Sin embargo, sabía que eso no era cierto. Eran tan solo sus emociones que se volvían contra él. ¿Cómo podía esperar Leonardo que ella le mirara a la cara?
—Leonardo, tienes que llamarme Amerigo, al igual que hace tu padre —dijo Amerigo de Benci mientras atraía a su hija hacia él—. Después de todo, acabas de convertirte en el pintor de la familia. —Entonces Ginevra sonrió a Leonardo con cierta indecisión, pero de pronto se puso pálida, como si fuera a desmayarse.
—Ginevra, ¿te encuentras bien? —preguntó Leonardo deseando abrazarla y poner fin a aquella pantomima.
—Sí —dijo ella, como una advertencia—. Estoy bien. —Miró a su padre y a su anciano prometido—. De verdad, ¡estoy bien!
Entonces Nicolini hizo que Ginevra se acercara a él, la sujetó de forma posesiva y le susurró al oído. Ella negó con la cabeza a la pregunta, pero él la mantuvo cerca de todas maneras. Nicolini miró fijamente a Leonardo durante unos segundos, como si estuviera dejando bien claro que él, y solo él, la poseía. Leonardo estaba enfadado y humillado, pero retiró la mirada.
La muchedumbre rodeó a Ginevra, a su padre y a Nicolini para ofrecer sus felicitaciones. Ginevra volvía a estar tan vivaz y animada como siempre. Amerigo de Benci estrechó las manos de sus amigos, aceptó sus felicitaciones y luego le dijo a Leonardo:
—Tu padre lamenta no haber podido acudir a esta pequeña fiesta, pero está fuera de la ciudad por asuntos de su señoría.
—¡Ah! —dijo Leonardo, asintiendo, mientras los que deseaban felicitar a la pareja se arremolinaban alrededor y daban codazos para abrirse paso. Últimamente ignoraba en qué andaba metido su padre, ya que el señor Piero da Vinci había contraído matrimonio con su tercera esposa, la joven Margherita di Guglielmo, de quien esperaba recibir un heredero legítimo. Aunque su padre siempre era cortés y se comportaba correctamente en las reuniones familiares, Leonardo sabía que no era bienvenido en su casa, especialmente ahora que Margherita esperaba un niño.
Con placer, Leonardo permitió que Sandro se lo llevara a una esquina menos abarrotada del taller. Tomó un trago del pesado vino con fuerte olor a tanino que tanto gustaba a Sandro.
—Al parecer has dejado ir a Ginevra —comentó Botticelli.
Leonardo asintió para no comprometerse demasiado en la respuesta.
—Es mejor ser libre —añadió Sandro con una sonrisa—. Después de todo, tienes una reputación que mantener.
—Desde luego que la tengo —dijo Leonardo mientras se servía más vino.
Entonces, Sandro se inclinó hacia él.
—No temas el ridículo, amigo mío. Aquellos que te aman, y otros conocidos, darán por sentado que la has dejado por otra, o que has preferido separarte de ella a la espera de una dote más sustanciosa.
—Aprecio tu apoyo, viejo amigo —dijo Leonardo—. Pero no hay que olvidar que Ginevra se va a casar con uno de los hombres más ricos de toda Florencia. Me temo que ni siquiera tú podrás convencer a nuestros amigos y conocidos de que he sido yo el que la ha dejado a ella. Al igual que no podrías convencerles de que un gallo pone huevos.
—Bueno, ha habido ciertos rumores —dijo Sandro—. ¿Cómo no iba a haberlos? Todos aman y respetan a Amerigo de Benci, pero ni siquiera sus amigos son sordos, ni mudos, ante los susurros... en el comercio.
Leonardo sonrió amargamente. Así que los rumores ya se habían abierto paso hasta las calles.
—Yo sé lo mucho que ella te importa —continuó Sandro—. Pero todos estaremos contigo, te lo puedo garantizar. Has sobrevivido a situaciones mucho más desafortunadas a base de bravuconadas... nunca te ha faltado eso. Y es lo que necesitas hacer ahora mismo.
—Sandro —preguntó Leonardo—, ¿qué crees que va a suceder?
—Creo que ella te ama, pero está atrapada. Es algo frecuente en estos días.
—Ella se casará conmigo —insistió Leonardo, pero se arrepintió de sus palabras nada más decirlas.
Sandro parecía impresionado. Y al recuperarse, dijo:
—Mientras tanto, será un cambio agradable tenerte de vuelta por aquí. Te habías vuelto un poco aburrido desde que caíste en manos de Cupido. Te irá bien salir de juerga con tus amigos otra vez... aunque sigas manteniendo la imagen de correcto Leonardo de cara al público, por supuesto. —La sonrisa de Sandro era contagiosa.
—Claro, tienes razón —dijo Leonardo—. Y gracias. —Ya llegaría la hora de la venganza cuando recuperara a Ginevra.
—Una actitud muy elegante —dijo Sandro—, pero te aconsejaría que dejaras de beber vino del maestro Andrea, o acabarás cagándote en las calzas.
Sandro se refería a su ropa interior, porque el jubón de Leonardo era bastante corto y revelador.
—No te preocupes —dijo Leonardo—. No llevo.
—Ah, ese es el motivo por el que no te inclinas demasiado en las reverencias —dijo Sandro rompiendo la tensión del ambiente. De cualquier forma, Leonardo sentía como si todo el mundo estuviera hablando y riéndose de él, como si fuera un cornudo. La mayor parte de la ira que le había provocado el comportamiento de Ginevra se había convertido en un trozo de hielo atrapado en su pecho.
Decidió que una vez pasara el festival, se refugiaría en su trabajo. Tenía un encargo muy importante que terminar para el retablo de la capilla de San Bernardo, dos cuadros de Nuestra Señora en varias fases de producción, y había diseñado su Gran Pájaro, que ya era hora de que echara a volar.
Tenía muchas cosas en las que ocuparse.
Hubo un tintineo de campanillas que resonó por todo el estudio, seguido por el sonido amortiguado de alguien que golpeaba con la aldaba de la gran puerta de hierro. El sistema de campanillas era un sistema inventado por Leonardo, ya que el maestro Andrea nunca oía cuándo llamaban a la puerta, y temía ofender a alguno de sus importantes mecenas al no abrirles.
—¿Quién podrá ser a estas horas? —preguntó Verrochio, y envió abajo a uno de sus aprendices para que investigara. Instantes después un muchacho, casi sin respiración, anunció que un grupo de muy ilustres caballeros y damas estaba esperando en el piso de abajo, entre ellos Lorenzo y Giuliano de Medici, que gobernaban Florencia. Pero incluso antes de que Verrochio pudiera apresurarse a bajar las escaleras, se pudo oír a Lorenzo entonar una desafinada canción de su propia invención, mientras subía las escaleras:
Ven con alegríamientras podamos en esta vida mía;la belleza es una flor que se desprecia cuando marchita;la juventud es la edad hecha para las alegrías,y es entonces cuando el amor es un deber...Él y su hermano Giuliano entraron los primeros en la estancia, resoplando y riéndose, y comenzando un verso nuevo. Lorenzo, que era el primer ciudadano de Florencia desde la muerte de su padre Piero el Gotoso, amaba la diversión, y allí donde iba lo acompañaba una corte de bufones, poetas y filósofos. Además, Lorenzo era un poeta genial: escribía ballate, canzoni di ballo, y canzoni carnasialesche. Influía en toda la vida artística de Florencia. Y también amaba los versos licenciosos, las obras de teatro, los bailes de máscaras y los banquetes; y los florentinos lo adoraban, porque a menudo convertía la ciudad en un carnaval para ellos.
—¡Ajá! —dijo Lorenzo nada más entrar en la estancia—. Mi pintor, Andrea, da una fiesta, pero no nos ha invitado. ¿Y a quién, te pregunto, puedes amar más que a los Medici? —Lorenzo gesticuló con sus brazos hacia Andrea y luego lo envolvió en un abrazo como si efectivamente el pintor fuera de la familia.
Lorenzo tenía una personalidad magnética, cautivadora y carismática, aunque era feo. Iba ataviado con estilo informal, pero ricamente, in zuppone... en mangas de camisa. Los campesinos y burgueses que abarrotaban las calles para ver el desfile de esa noche lo tomarían por uno de ellos. Su rostro era tosco, dominado por una nariz larga y plana. Además, estaba sufriendo uno de sus periódicos ataques de eczemas, y su mentón y sus mejillas estaban cubiertos por maquillaje de color carne. Tenía un cuello de toro, y su cabello era largo y de color castaño; pero se movía con tanta gracia y elegancia que parecía mucho más alto que los hombres que lo rodeaban. Sus ojos eran, quizá, su característica más llamativa, porque lo observaban todo con tanta intensidad, como si pudieran ver a través de los objetos y las personas. Su hermano Giuliano era, por el contrario, un joven extremadamente hermoso, con un rostro ligeramente femenino y rizado cabello castaño.
Junto con Lorenzo y Giuliano habían entrado Angelo Ambrogini Poliziano, poeta y filósofo y amigo muy cercano de los Medici, y el fabulista y poeta Luigi Pulci. Ludovico Sforza, hermano del duque de Milán e invitado de los Medici estaba al lado de la bella Simonetta Vespucci. Se rumoreaba que era la amante de Lorenzo, pero nadie podía estar seguro; desde luego Giuliano estaba enamorado de ella.
—Gracias a Dios que Simonetta no está con ese cerdo Sforza —dijo Sandro—. A su hermano le van los cadáveres. Se rumorea que se cepilló a su último peccadillo dentro de un ataúd mientras todavía estaba viva, y luego permaneció despierto a su lado hasta que oyó acercarse la muerte. ¿Acaso creerías que la sangre de su hermano es diferente?
Nada más decir esto, Sandro se alejó de Leonardo y acudió raudo al lado de Simonetta. No era ningún secreto que él también estaba enamorado de ella. Se había convertido en una obsesión para él, y Leonardo se preguntaba si Sandro sería capaz de pintar un rostro que no fuera el de ella, porque Simonetta aparecía, como una firma, en todos los cuadros que Sandro había realizado últimamente. Era una Venus florentina, la mujer más admirada de la ciudad. Las mujeres la admiraban tanto como los hombres, porque era dulce y etérea, la unión perfecta de la virtud terrenal con la belleza clásica. No se tintaba las cejas, que eran casi invisibles, y eso le daba a su rostro una expresión de constante sorpresa. Con su atrevido vestido de seda de mangas abiertas de estilo veneciano que hacía destacar su piel pálida y amplio busto, y un colgante de oro y zafiros conjuntado con una diadema sobre su exuberante cabello dorado, Simonetta era la viva imagen de la moda y el estilo.
Miró directamente a Leonardo y sonrió.
Sandro Botticelli, que era amigo íntimo de los Medici, abrazó a Giuliano y bailó brevemente con Lorenzo, luciéndose ante Simonetta, que permitió que Sandro la abrazara.
—Así que, Andrea —dijo Lorenzo a Verrocchio—, veo que tienes a un músico en tu casa.
—Ah, ¿os referís a mi aprendiz Leonardo? —Andrea se volvió hacia Leonardo y le hizo un gesto impaciente para que se uniera al grupo—. Está trabajando conmigo en vuestros jardines, reparando la estatuaria.
—Eso he oído —dijo Lorenzo con una sonrisa dirigida a Leonardo—. Tiene en su poder una gran abundancia de dones de Dios, pero según he sabido, su curiosidad hace que a menudo descuide sus encargos. Me han dicho que los buenos monjes de San Bernardo están empezando a impacientarse y desean que reanude su brillante trabajo en su retablo. Ya sabéis, Ludovico —dijo Lorenzo dando unas palmaditas amistosas en el hombro de su invitado—, que esto sucede cuando Dios derrocha sus dones. —Y entonces habló directamente con Leonardo—. Tengo entendido que habéis construido una lira que no se parece a ninguna otra. Por eso hemos venido... y también para ver a nuestros queridos amigos, por supuesto. Pero la hermosa Simonetta deseaba ver ese milagro y también oíros tocar. ¿Qué podemos hacer nosotros salvo cumplir su voluntad?
Leonardo hizo una reverencia a sus señores y le presentaron a Ludovico, de constitución cuadrada y pesada, con una tez aceitunada y el cabello oscuro peinado de tal manera que caía como un yelmo sobre su cabeza. Simonetta tomó la mano de Leonardo mientras los demás observaban celosos y dijo:
—Vamos, Leonardo. Muéstranos ese instrumento tuyo.
Justo entonces dos jóvenes aparecieron detrás de Leonardo; los dos eran de su edad. El más alto, que tenía el cabello negro ya en retirada, la piel chupada, y unos ojos azules profundamente incrustados en su cara y que parecían tan duros como guijarros, sostenía un paquete cubierto con una tela de terciopelo púrpura. Su nombre era Tomaso Masini, pero le gustaba hacerse llamar Zoroastro da Peretola y afirmaba de forma espuria que era hijo ilegítimo de Bernardo Ruccellai, un Medici de una rama lejana. Iba vestido como un dandi, aunque uno bastante incongruente; con un jubón con mangas a tiras anaranjadas y negras, mallas y coquilla. El otro muchacho, que era un poco mayor que Leonardo, era Atalante Miglioretti. Era tímido, y como Leonardo, bastardo, pero también era uno de los mejores y más reconocidos intérpretes de laúd de Florencia.
Con un gesto exagerado y teatral, Zoroastro entregó el paquete a Leonardo.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó Leonardo, sorprendido—. ¿Y cómo has sabido que tenías que traer mi...?
—Uno, que es omnisciente y omnipotente, no necesita responder a esas preguntas —dijo Zoroastro, pero esquivaba la mirada de Leonardo y parecía nervioso, avergonzado.
—Os ruego que excuséis a mi estúpido amigo —dijo Leonardo. Aunque Peretola era normalmente el objetivo de los chistes de Leonardo, también era una comadreja astuta. Tenía grandes habilidades para la mecánica y era un orfebre brillante, pero le gustaba darse a conocer como aventurero, prestidigitador y bromista. Había aprendido a hacer malabarismos y a timar, y aunque Leonardo era el maestro, Peretola le había enseñado el truco que empleaba habitualmente en los salones para crear mágicamente llamas iridiscentes vertiendo vino en una sartén de aceite hirviendo. Los mendigos y los campesinos posaban para él durante horas a cambio de que él les dejara ver tamaño milagro.
Seguro que Zoroastro estaba escondido en algún lugar del taller, pensó Leonardo. Quizá hubiera construido algún artilugio que sirviera para escuchar...
—No hace falta que excuséis a vuestro joven amigo —dijo Lorenzo sarcástico, aunque de buen humor—. Al fin y al cabo, es un Medici, ¿no?
Las mejillas y el cuello de Zoroastro se sonrojaron, pero hizo una reverencia con su habitual estilo exagerado.
Leonardo miró hacia Ginevra y la pilló mirándolo celosamente..., mientras Nicolini la observaba a ella. Rápidamente Ginevra se volvió hacia sus admiradores, pero Nicolini no perdió de vista a Leonardo. Este, sintiéndose vengado de alguna forma, sacó la lira de su envoltura de terciopelo. Estaba hecha de plata con la forma del cráneo de un caballo, y había sido perfectamente modelada, porque Leonardo había aprendido mucho de su maestro Verrocchio. Los dientes del caballo eran las clavijas, lo que deleitaba especialmente a Lorenzo y a Simonetta. El adusto Ludovico Sforza asintió apreciativo al ver el instrumento y dijo:
—Es muy hermoso. En nuestro ducado siempre estamos necesitados de tan excelentes artesanos.
La importancia de aquel comentario no escapó al entendimiento de Leonardo y, presumiblemente, tampoco al de Lorenzo, a quien iba dirigido, sin duda.
—Estoy seguro de que el sublime talento de Leonardo embellecería vuestra querida ciudad —dijo Lorenzo—. Pero me temo que ahora mismo tiene responsabilidades y obligaciones aquí en Florencia.
—Y Florencia es mi hogar —añadió Leonardo—. Es la fuente de mi inspiración. —Lo dijo en honor a Lorenzo, aunque la invitación de Sforza no haría ningún daño a la reputación del Medici en Florencia. Quizá en algún momento de su vida Leonardo se viera necesitado de solicitar un favor de aquel hombre, y le sonrió como si Ludovico fuera la misma Simonetta.
—Oh, por favor, toca tu lira para nosotros —pidió Simonetta.
Y así, Leonardo tocó y cantó a coro con Atalante Miglioretti, que tenía una voz que era profunda y sonora como una campana. Todo el mundo en aquella habitación prestó atención; y la canción, que el mismo Leonardo había compuesto caminando con deleite por las calles, de noche, sin preocupación alguna, parecía muy apropiada para aquella ocasión:
Dejad que aquel que no puede hacer las cosas que quiere,haga las que pueda. Porque es de tontos querercuando no se tiene poder para hacer. El hombre sabio es el que no quiere hacer,si para hacer no tiene poder.Simonetta aplaudió antes que ningún otro; y después, animándose a participar en el juego, Angelo Poliziano, el poeta más famoso de Florencia, compuso su propia letra para la misma melodía.
Blanca es la dama, y blanco el vestido que la envuelve,adornada con capullos, rosas y fina hierba;entremezclados mechones dorados la coronan,cubriendo su frente con modesto orgullo.Mientras cantaba, Ginevra se alejó de su grupo y se detuvo al lado de Leonardo, que pudo sentir su ira, como si hubiera sido él quien la hubiera humillado. Todos los hombres hicieron una reverencia y crearon cierto alboroto a su alrededor, al igual que lo hizo Simonetta, que alabó sus vestidos y hermoso cabello. Ginevra no se enfadó, porque Simonetta parecía realmente contenta de compartir su protagonismo con ella. Y, sin embargo, aunque Ginevra era claramente mucho más hermosa que ella, sin duda estaban en presencia de la corte de Simonetta, y era ella la que tenía el control, era ella quien tenía el dominio sobre el amor de los hombres más creativos y poderosos de Florencia.
Pero entonces, Leonardo miró a Simonetta, que era rubia y pálida, y cantó para ella; aunque se giró hacia Ginevra de tal manera que parecía que sus palabras y su mirada también la incluían a ella. Desde ese instante, Leonardo tuvo el control, como si se lo hubiera arrancado a Simonetta. Ahora ya no era el cornudo, el bastardo, el artista sin fortuna. Y cantó y tocó su lira de plata con forma de cráneo de caballo, no para Simonetta, sino para Ginevra:
Ella posa serena, con un gesto levemente regio,y su mirada domina los tempestuosos vientos.Cuando hubo terminado, Simonetta le besó en la mejilla; y Leonardo captó su aroma a almizcle, no muy diferente al de Ginevra, excepto por el hecho de que el de Simonetta también contenía una esencia salvaje, casi masculina, como si ella también hubiera estado haciendo el amor recientemente. Leonardo miró a Ginevra y supo que ella le deseaba, que no tenía nada que temer de aquella artimaña suya. El rostro de Ginevra estaba tenso, quizá expresaba una mezcla de ira y celos, y le tocó el brazo y lo felicitó por su talento. Su rostro se había sonrojado como cuando habían hecho el amor en casa de su padre, a pocos metros de los criados y de la familia.
Entonces apareció Nicolini para llevarse a su prometida. Leonardo pudo captar inmediatamente la tensión que existía entre Nicolini y la corte de los Medici, porque Nicolini estaba económica y políticamente unido a la aristocrática familia Pazzi. Los Pazzi eran los competidores más feroces del negocio de la banca de los Medici, y odiaban especialmente a Lorenzo, a quien culpaban de que se les hubieran cerrado todas las puertas para una posible carrera política.
Se hicieron presentaciones y se intercambiaron cortesías antes de que Nicolini consiguiera llevar a Ginevra de vuelta a su noble círculo de amigos. La empujó hacia delante, un gesto que enfureció a Leonardo, y susurró:
—Joven maestro, ¿podría hablar con vos en privado?
Leonardo simplemente asintió. Se excusó y se encogió de hombros cuando Sandro Botticelli le preguntó qué sucedía. Sandro les siguió hasta que Nicolini se volvió hacia él y le dijo:
—Maese Botticelli, ¿me haríais el favor de acompañar a mi bella dama hasta la ventana para que pueda respirar un poco de aire? Se queja de que se siente un poco mareada. Sin duda quedaré en deuda con vos, ya que el calor también me está afectando a mí, y me sentaré aquí un ratito con el maestro Leonardo, si es que desea hacerme compañía. —Nicolini indicó dos sillas acojinadas, y aunque Ginevra parecía nerviosa, se marchó con Sandro. No podía permitirse hacer una escena. Para encontrar una ventana, Sandro tendría que sacarla del estudio y llevarla a uno de los talleres del exterior. Estaba claro que Nicolini era perfectamente capaz de lidiar con Ginevra.
Nicolini no se sentó. Se quedó de pie, muy cerca de Leonardo, y este pudo aspirar su fétido hedor, uno que ni siquiera las más afamadas aguas perfumadas podían camuflar. Olía a sudor viejo y a comida en descomposición, porque sus dientes irregulares y distanciados se estaban pudriendo. Algo que solo podía apreciarse con un examen cercano. Y, sin embargo, no era tan diferente de la mayoría de los ciudadanos de Florencia, incluidos los nobles; era Leonardo el que estaba obsesionado con la limpieza, y se lavaba sumergiéndose completamente en un barreño, tres veces a la semana.
—Joven maestro —dijo Nicolini—, tan solo voy a hablaros esta vez. Después olvidaremos todo esto, como si nunca hubiera ocurrido.
—De acuerdo —dijo Leonardo en tono desafiante; y se alejó un poco de aquel hombre dominante.
—Si creéis que soy estúpido, os engañáis, hijo —dijo Nicolini—. Quizá sea anciano, pero no estoy sordo, ni mudo, ni ciego. ¿Creéis que desconozco lo que sentís por Ginevra, o lo que ella siente por vos? —Tras una breve pausa, añadió—: Pues bien, sé todo lo que hay que saber. —Estudió a Leonardo, y Leonardo, por su parte, le sostuvo la mirada sin pestañear—. Incluso sé que os la tirasteis en casa de su padre. —Su voz tenía un tono grave y vicioso—. Sé que la habéis poseído bajo las escaleras, no hace más de una hora, pequeño bastardo estúpido.
Leonardo sintió que le ardía la cara. Nicolini había hecho que le siguieran. Su mano izquierda se movió hacia la daga que llevaba en el cinturón.
—Sería muy indecoroso por vuestra parte que intentarais matarme aquí y ahora —y miró hacia su derecha, donde un hombre fornido e impecablemente vestido se acercaba a ellos, con una gran sonrisa. Nicolini estaba completamente tranquilo, como si estuviera acostumbrado a tener conversaciones en el filo de una espada—. Este es un juego que no tenéis posibilidad de ganar. Me casaré con ella, por mucho que ella piense que puede urdir alguna treta para ayudar a su padre y engañarme a mí. ¿Y sabéis por qué?
—¿Ya habéis terminado? —preguntó Leonardo, intentando controlarse a sí mismo. El matón de Nicolini se mantuvo muy cerca de su señor.
—Porque la amo, y tengo los medios para permitirme amarla. No debéis verla nunca más, y no lo haréis, excepto cuando ella pose para su retrato. Podéis estar seguro de que en esos casos estará apropiadamente acompañada. Si intentáis verla, arruinaré vuestra carrera. Y os eliminaré, si es necesario. Todo lo que conseguiréis con intentarlo es, quizá, hacer infeliz a Ginevra, una prisionera en su propia casa, que será la mía. ¿Lo habéis entendido?
—Si me excusáis, señor —dijo Leonardo en voz alta dando por terminada aquella humillación de la mejor manera posible—. Tengo algunos asuntos que atender para el maestro Andrea. —Leonardo se dio la vuelta, y se encontró a Zoroastro mirándolo y sonriendo ligeramente, como si se estuviera deleitando con algo. Aunque su expresión cambió a preocupación en un solo instante.
—Deberías tener más cuidado, Leonardo —dijo Zoroastro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Leonardo, e intentó que no asomaran las lágrimas fruto de la ira y de la frustración.
—No he podido evitar escuchar algunas palabras de tu conversación con maese Nicolini.
—Quieres decir que has estado escuchando deliberadamente —dijo Leonardo.
—Eres mi amigo. Estaba preocupado...
Toscanelli interrumpió la conversación cuando llamó a Leonardo, quien se excusó para ir a saludar a su viejo maestro y al joven moreno de labios finos que permanecía a su lado.
—Es bueno veros tan bien y tan activo —dijo Leonardo, pero su voz sonó hueca.
—Y tú tienes el aspecto de alguien que ha visto esos espíritus a los que maese Nicolini estaba tratando de defender con tan poca fortuna —dijo Toscanelli—. Tienes suerte de que la mayoría de los caballeros que acuden a la academia hayan estudiado mucha más retórica y lógica que tu anciano oponente.
Leonardo sonrió a pesar de él mismo. Deseaba desesperadamente estar solo, para recomponerse un poco, pero intentó concentrarse en la cháchara de Toscanelli y olvidar su humillación. Después de todo, Toscanelli era un gran hombre y se merecía el más absoluto respeto. Leonardo no sabría nada de geografía de los cielos ni del mundo más allá de Florencia, si no hubiera sido por él.
Necesitaba confiarse a alguien, pero ¿a quién?
Ginevra estaría tan vigilada que incluso bien podría estar encerrada en una de las torres de Nicolini. Quizá podría hablar con Sandro, pero más tarde. Y para entonces, con la ayuda de Dios, quizá ya se habría recompuesto lo suficiente como para solucionar el problema él mismo.
—Quiero presentarte a un joven con el que tienes mucho en común —continuó Toscanelli—. Su padre es notario, como el tuyo. Y ha puesto al joven Niccolò bajo mi tutela. Niccolò es hijo del amor, también igual que tú, y tiene un talento extraordinario para la poesía, el teatro y la retórica. Tiene interés por todo, ¡y parece incapaz de terminar nada! Pero al contrario que tú, Leonardo, habla muy poco. ¿No es cierto, Niccolò?
—Soy perfectamente capaz de hablar, señor Toscanelli —dijo el muchacho.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó Leonardo.
—Oh, perdonad mi descortesía —dijo Toscanelli—. Maestro Leonardo, este es Niccolò Machiavelli, hijo de Bernardo di Niccolò y Bartolomea Nelli. Quizá hayas oído hablar de Bartolomea, una poetisa religiosa de gran talento.
Leonardo saludó con una inclinación y dijo con un toque de sarcasmo:
—Es un honor conoceros, joven señor.
—Me gustaría ayudar a este joven caballero con su educación —explicó Toscanelli.
—Pero yo...
—Tú eres un lobo solitario, Leonardo. Debes aprender a compartir tus talentos. Enséñale a ver lo que tú ves, a tocar la lira, a pintar. Enséñale magia y perspectiva, enséñale a moverse por la calle, y a hablar con las mujeres, háblale de la naturaleza de la luz. Enséñale tu máquina voladora y tus dibujos de pájaros. Y te puedo asegurar que él te compensará.
—¡Pero es solo un muchacho!
—Maese Toscanelli —dijo Niccolò—, creo que causaré menos problemas si simplemente me quedo aquí y ayudo al maestro Verrocchio en lo que necesite.
—¿Qué? —preguntó Leonardo.
—He estado hablando con el maestro Andrea, y el muchacho se quedará aquí los próximos meses. Ya ha aprendido suficiente de mí. Pero sus talentos tienen la necesidad de ser alimentados con la vida social; mi casa es demasiado solitaria para él.
—Pero si todo el mundo os visita.
—Me lo llevaré de vuelta cuando le hayas enseñado algo de la vida. Necesita algo más que libros y mapas. ¿Lo harás?
—Quizá sea... peligroso para él.
Toscanelli se reclinó en la enorme vasija de terracota de Verrocchio.
—Bien —dijo con una sonrisa. Le faltaban dos dientes, pero solo podía apreciarse cuando sonreía—. Pero te aviso, joven maestro, de que puede manejar una espada tan bien como tú. Ahora, habla con él —y dicho esto, con un pie empujó suavemente a Machiavelli para que se acercara a Leonardo. Después se levantó y Amerigo Vespucci y Benedetto Dei, que estaban en el otro extremo de la estancia, se apresuraron a acercarse a él—. Aquí hay demasiado alboroto para mí —les dijo—. Sed amables y llevadme a casa antes de que las calles se llenen con el jaleo del festival.
—Quizá nos veamos luego —dijo Benedetto a Leonardo—. Después...
—Después de que haya depositado a este anciano en los brazos de Morfeo —interrumpió Toscanelli, sonriendo—. Ahora, ayúdame a acercarme hasta los Medici para que pueda expresar mis felicitaciones y después nos iremos.
—Nos vamos a reunir en el Ponte Vecchio para la procesión —dijo Benedetto—. Ven tú también. Todos tus amigos estarán allí. Será una gran juerga.
Leonardo asintió, y de nuevo se sintió ansioso y solitario, viéndose atrapado en medio de aquella corte con un muchacho a quien habían dejado a su cargo. Leonardo buscó a Ginevra en la multitud, pero no la encontró. Nicolini estaba al lado del padre de ella, Amerigo de Benci, recibiendo las felicitaciones de la gente como si la boda ya se hubiera celebrado y estuviera a punto de consumarse. Leonardo ni siquiera podía pensar en Nicolini entrando dentro de Ginevra y, sin embargo, no podía librarse de aquella imagen que aparecía en su mente como una luz brillante: Ginevra luchando para resistirse mientras Nicolini, con su calva y su piel de gallina, la dominaba.
En el estado en el que se encontraba, incluso podía visualizar la estancia en la que sucedería la violación, porque sería una violación: la cama descansaría sobre una plataforma de baúles de marquetería que servirían como asiento y para guardar las sábanas; la ropa de cama sería color carmesí, al igual que los cortinajes. La blanca piel de Ginevra destacaría sobre el rojo; sus ojos estarían cerrados con fuerza, como si la realidad humana pudiera desaparecer con el mero acto de cerrar los ojos. Y Nicolini, la aplastaría con su peso, al no poder hacerlo con sus débiles brazos. No tenía por qué preocuparse de que ella se sintiera cómoda. Tan solo tenía que culminar el acto, como si ella no fuera más que una prostituta con la que desahogarse.
Finalmente la cabeza de Leonardo se aclaró. En cierto modo se sentía aliviado por que Ginevra hubiera abandonado la habitación. Sin embargo, tenía que encontrarla. Lo más probable es que hubiera escapado hacia la privacidad de las habitaciones del maestro Andrea. Quizá ella estuviera tan asustada como él. Leonardo, por lo menos, conocía muy bien aquella casa. Pero la idea de salir a buscarla se evaporó en cuanto vio al matón de Nicolini vigilándolo.
Tendría que esperar al momento oportuno.
Niccolò Machiavelli permanecía de pie delante de Leonardo, observándolo con expectación, como si estuviera preocupado. Era un muchacho guapo, alto y desgarbado, pero su rostro era antinaturalmente severo para alguien tan joven. Sin embargo, parecía estar a gusto en su extraño espacio propio. Qué curioso, pensó Leonardo.
—¿Cómo te llaman? —preguntó Leonardo cobrando cierto interés en el muchacho.
—Niccolò —respondió él.
—¿No tienes ningún apodo?
—Me llamo Niccolò Machiavelli, ese es mi nombre.
—Bueno, te llamaré Nicco, joven señor. ¿Tienes alguna objeción?
Tras una breve pausa, el muchacho respondió:
—No, maestro. —La sombra de una sonrisa le atravesó los labios.
—Veo que tu nuevo nombre te satisface en cierta manera —apuntó Leonardo.
—Me resulta curioso que sintáis la necesidad de acortar mi nombre. ¿Hace que os sintáis superior?
Leonardo rió.
—¿Y cuántos años tienes?
—Casi quince.
—Pero en realidad tienes catorce, ¿cierto?
—Y vos no sois más que un aprendiz del maestro Andrea, pero os consideráis un maestro; y según lo que dice el maestro Toscanelli, en realidad lo sois. Ya que estáis tan cerca de ser un maestro, ¿preferís que los hombres piensen en vos como tal? ¿O preferís que os traten como a un aprendiz, como a ese de ahí cuyo trabajo es llenar las copas de vino? ¿Y bien, maestro Leonardo...?
Leonardo rió de nuevo, le empezaba a gustar aquel muchacho inteligente que actuaba como si tuviera el doble de edad, y dijo:
—Puedes llamarme Leonardo.
—Y, ¿dónde dormiré... Leonardo?
—Ya veremos —dijo Leonardo, y miró alrededor, una vez más buscando a Ginevra. ¿Dónde estaba Sandro?, se preguntó. Bueno, se estaba haciendo tarde.
Muchos se marcharían para reunirse ante el palacio Pazzi y seguir la procesión encabezada por Jacopo de Pazzi, hasta los Santos Apóstoles, la iglesia más antigua de Florencia. Fue un Pazzi el que trajo las piedras sagradas de la tumba de Cristo en 1099 durante las Cruzadas. Y sería un Pazzi el que las llevaría desde los Santos Apóstoles hasta el Duomo para la ceremonia del Scopio. Con toda seguridad los hermanos Medici no se darían ninguna prisa para acudir al evento, por lo menos hasta que los restos sagrados hubieran llegado a las inmediaciones del Duomo, la iglesia más magnífica de toda la cristiandad. La iglesia de los Medici.
La santidad de la ciudad dependía de antiguas y extrañas reliquias como aquellos trozos de piedra del Santo Sepulcro. Protegían a la ciudad de la enfermedad y de los desastres de la guerra. Aunque debería haber sido suficiente con que una iglesia alojara la Sagrada Forma, las reliquias y las imágenes ayudaban a manifestar la presencia del Espíritu Santo. Cose sacre, los objetos sagrados eran como imanes de santidad, y la iglesia florentina alojaba entre todas sus sedes, el cuerpo de Cristo, a sus ángeles guardianes y a todos los santos.
Leonardo llamó a Verrocchio, que se apresuró en llegar a su lado. Andrea estaba encantado de que los Medici hubieran honrado su bottega con su importante e impresionante compañía en aquella noche tan especial. Sus mejillas estaban coloradas, señal inequívoca de que estaba excitado. Leonardo sabía siempre cuándo Andrea se encontraba en medio de una transacción comercial, porque sus mejillas adquirían un color rojizo como si un apretón de manos y un contrato verbal causaran la misma embriaguez que el vino.
—Se suponía que debía darte un mensaje, pero con todo lo que está pasando, se me había olvidado completamente —dijo Andrea. Obviamente, no tenía ni idea de que Leonardo amaba a Ginevra—. Por favor, perdóname —añadió.
—¿Cuál era el mensaje? —preguntó Leonardo.
—Sandro ha escoltado a madonna Ginevra a su casa. No quería que te preocuparas, y desea que te reúnas con él a las nueve en la grada del palacio Pazzi. Dice que no te preocupes, que él se encarga de todo.
—Resulta muy tranquilizador —dijo Leonardo, no sin una gota de sarcasmo.
—Más tarde, quizá mañana, cuando estemos solos... —Y Andrea miró al joven Machiavelli cuando dijo esto—, hablaremos. Hay muchas cosas que debo saber, y muchas que debo contarte. Tenemos buenas noticias de Lorenzo.
—No sería muy difícil de adivinar —dijo Leonardo—. Pero tenéis razón, podemos hablarlo mañana. ¿Qué hacemos con este joven caballero?
—Ah, sí, el aprendiz de maese Toscanelli... ¿Y qué tal te encuentras, joven señor?
—Muy bien, maestro Andrea.
—Bueno, en primer lugar le presentaremos a Tista, nuestro joven aprendiz, con el que podrá compartir la habitación.
—¿El maestro Toscanelli no os ha dicho nada más sobre el chico? —preguntó Leonardo.
—Tan solo que es muy listo y que aprende rápido —dijo Verrocchio—. Debo enseñarle todo lo que pueda y luego devolverlo a maese Toscanelli. Tiene aptitudes para el dibujo, así que quizá su destino sea convertirse en artista.
—El maestro Toscanelli me ha pedido que... cuide del muchacho.
Verrocchio rió y dijo:
—¿Eso no es como verter veneno en su leche? —Miró a Leonardo, que no pudo evitar sonreír.
—Me aseguraré de que no frecuenta los bagnios —dijo Leonardo.
—Pero los prostíbulos deben formar parte de mi educación —intervino Niccolò con gran seriedad—. El maestro Toscanelli es demasiado mayor para llevarme, pero he ido alguna vez con maese Dei.
—Ah, así que has ido, ¿eh? —dijo Verrocchio.
—¿En qué otro lugar podría aprender sobre la política del Estado?
—¿Y quién te ha dicho eso? —preguntó Verrocchio.
—Yo sé quién —dijo Leonardo—. Suenan a palabras del maestro Toscanelli, pero las dice de broma.
—No, Leonardo, no las dice de broma —dijo Niccolò—. Dice que las calles y los bagnios son los mejores maestros, porque los hombres son viles y siempre puedes encontrarlos satisfaciendo sus deseos. Uno puede prestar atención a los hombres de importancia mientras están borrachos. Pero también puede escuchar las conversaciones de los campesinos, cosa que conviene si uno quiere estar al tanto de cómo funciona el mundo. Y si uno necesita protección...
—El muchacho puede quedarse en mi habitación —dijo Leonardo mientras sacudía la cabeza sonriente—. Pediré a Tista que prepare un jergón para él, en el suelo.
—Excelente —dijo Verrocchio—. Pero creo que ya es hora de que actúes un poco, porque se está haciendo tarde y los invitados querrán salir a la calle cuanto antes. —Miró a Machiavelli y sonrió irónicamente—. Has prometido hacer un conjuro —le dijo a Leonardo—. Y tenemos invitados muy distinguidos.
—Sí —dijo Leonardo—. Pero necesito unos instantes...
—Atención todos, escuchadme —gritó Verrocchio inmediatamente—. Tenemos entre nosotros al consumado conjurador y prestidigitador Leonardo da Vinci, que ha creado una máquina que puede llevar a un hombre por el aire como un pájaro, que puede verter el vino en cualquier otro líquido mucho más simple y crear el fenómeno de la combustión sin fricción ni asistencia de fuego alguno. —Entonces Verrocchio fue interrumpido por Lorenzo de Medici. Aunque muchos de los invitados se rieron ante la mera idea de una máquina voladora, Lorenzo no se rió. Abandonó su grupo y se plantó en el centro de la estancia, cerca de Andrea del Verrocchio y Leonardo.
—Mi querido amigo, Andrea me ha hablado a menudo de tu ingenio e inventiva, Leonardo da Vinci —dijo Lorenzo, con una nota de sarcasmo en su voz—. ¿Pero cómo presumes de que eres capaz de efectuar el milagro de volar? Seguramente no con la mera ayuda de tus poleas y tus manivelas. ¿Acaso conjurarás a la bestia voladora Gerión, al igual que sabemos que hizo Dante, y así bajar montado sobre su lomo hacia las regiones infernales? ¿O simplemente te dibujarás a ti mismo en el cielo?
Todo el mundo se rió, y Leonardo, que no se habría atrevido nunca a robarle protagonismo a Lorenzo, explicó:
—Mi más ilustre señor, vos habréis observado sin duda que el batir de las alas sostiene en el aire a una pesada águila incluso en la más alta y rara atmósfera, cerca de la esfera del fuego elemental. También habréis observado que el aire en movimiento sobre el mar hincha las velas y arrastra barcos pesados con las bodegas llenas. Al igual que un hombre podría, con alas suficientemente grandes y adecuadamente equipado, vencer la resistencia del aire, conquistándolo, y así someterlo y elevarse sobre él.
»Después de todo —continuó Leonardo—, un pájaro no es más que un instrumento que funciona según las leyes matemáticas, y está en poder del hombre reproducirlo con todos sus movimientos.
—Pero un hombre no es un pájaro —dijo Lorenzo—. Un pájaro tiene tendones y músculos que, en comparación, son mucho más poderosos que los del hombre. Si estuviéramos hechos para tener alas, el Todopoderoso nos las habría otorgado ya.
—¿Entonces creéis que somos demasiado débiles para volar?
—Desde luego, creo que las pruebas harían que cualquier hombre razonable llegara a esa conclusión —respondió Lorenzo.
—Pero no me cabe duda —añadió Leonardo—, que vos habéis visto halcones cargando con patos, o águilas con liebres entre sus garras; y hay muchas ocasiones en las que esas aves de presa deben doblar su velocidad para seguir a sus presas. Pero tan solo necesitan un poco de fuerza para sostenerse en el aire, mantenerse en equilibrio con sus alas, y moverlas de modo que se ajusten a la trayectoria del viento y así establecer el rumbo de su viaje. Un ligero movimiento de ala es suficiente, y cuando más grande es el ave, más lentos son sus movimientos. Lo mismo ocurre con los hombres, porque nosotros tenemos en las piernas mucha más fuerza de la que necesitamos para sostener nuestro peso. De hecho, tenemos el doble de fuerza de la que necesitamos para mantenernos de pie. Podéis comprobar esto al observar las huellas dejadas por uno de vuestros hombres al hundir su pie en la arena de la orilla del mar. Si hacéis que otro hombre se suba a la espalda de ese primer hombre, observaréis que esas huellas son mucho más profundas. Pero quitad al hombre encaramado y ordenad al primer hombre que salte tan alto como pueda, y observaréis que las marcas que deja son incluso más profundas que las que dejó cuando tenía al otro hombre sobre su espalda. Esa es una doble prueba que demuestra que un hombre tiene el doble de fuerza en sus piernas que la que necesita para sostener su peso... mucho más de la necesaria para volar como un pájaro.
Lorenzo rió.
—Muy bien, Leonardo. Pero debo ver con mis propios ojos esa máquina tuya que convierte a los hombres en pájaros. ¿Eso es en lo que has invertido tu precioso tiempo en vez de trabajar en mis bellas estatuas?
Leonardo bajó la mirada y la fijó en el suelo.
—No, no —interrumpió Verrocchio—, Leonardo ha estado conmigo en vuestros jardines, aplicando su talento a la reparación de...
—Enséñame esa máquina, pintor —dijo Lorenzo a Leonardo—. Podría emplear un artilugio semejante para confundir a mis enemigos, especialmente a aquellos que lucen los colores del sur. —Aquella referencia velada iba dirigida al papa Sixto IV y a la florentina familia Pazzi—. ¿Está lista para ser usada?
—Todavía no, magnificencia —dijo Leonardo—. Todavía estoy experimentando.
Todos se rieron, incluido Lorenzo.
—Ah, experimentando, ¿eh? Bien, entonces te ordeno que me lo comuniques cuando la hayas terminado. Pero por tus antecedentes, me imagino que ninguno de nosotros debe esperar gran cosa.
Humillado, Leonardo lo único que podía hacer era evitar la mirada de la gente.
—Dime, ¿cuánto tiempo crees que te llevarán tus... experimentos?
—Puedo decir con cierta seguridad que mi aparato podría estar listo para volar en dos semanas —dijo Leonardo aprovechando el momento, y para sorpresa de todos—. Tengo planeando lanzar mi gran pájaro desde la montaña del Cisne en Fiesole.
El estudio se vio inundado por un murmullo de sorpresa.
Leonardo no había tenido otra opción que aceptar el reto; si no lo hubiera hecho, Lorenzo bien podría haber arruinado su carrera. Su magnificencia obviamente consideraba a Leonardo un diletante, un genio polifacético del que no se podía confiar que llevara a buen término ninguno de sus encargos. Pero era más que eso, porque ahora que Leonardo pensaba que lo había perdido todo, podía permitirse ser temerario. Quizá pudiera, a base de bravuconadas, recuperar a Ginevra y alejarla de los brazos de Nicolini... y quizá hubiera alguna manera de perfeccionar su máquina voladora para Lorenzo.
—Disculpa mis sarcásticos reproches, Leonardo, todo el mundo en esta habitación respeta tu perfecto trabajo —dijo Lorenzo—.Voy a tomar en serio tu promesa: dentro de dos semanas viajaremos a Fiesole. Y ahora, ¿podemos ser testigos de tu conjuro o no?
—Por supuesto que podéis, magnificencia —dijo Leonardo, y con una reverencia dio un paso atrás—. Si sois paciente durante unos instantes, podré haceros partícipe de una discusión teológica en la que me he visto honrado en participar con el novio, maese Nicolini. —Alzó la voz para que todos pudieran oírle—. Señor Nicolini, si sois tan amable de dar un paso adelante, os mostraré... ¡un alma!
La multitud empujó a Nicolini hacia delante, al parecer en contra de su voluntad, y por unos instantes, Leonardo tuvo a todo el mundo absolutamente pendiente de él. Nadie se marcharía aún al festival, incluso aunque los sonidos de la calle ya se filtraran por entre las paredes y las ventanas, y se volvieran más y más ruidosos. Leonardo buscó entre la gente hasta que dio con Zoroastro de Peretola, que asintió y desapareció por otra puerta.
Necesitaría la ayuda de Zoroastro.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó Niccolò.
—Ven —dijo Leonardo y abandonaron el estudio para entrar en uno de los talleres. Aquella estancia se empleaba como almacén. Estaba llena de herramientas, estanterías y cajones de embalaje. Había sacos de arena desparramados por el suelo, y había que abrirse paso por entre trozos de piedra y mármol burdamente cortados, dejados por los aprendices al lado de la puerta por la holgazanería de no cargar con ellos mucho más de lo estrictamente necesario. Delante de la pared más lejana se alzaba una estatua de bronce de David, con la cabeza cortada de Goliat entre sus piernas. Era una figura impresionante y era lo que más destacaba en la sala. Aquella era, quizá, la mejor obra de Andrea.
—¿Eres tú? —preguntó Machiavelli, claramente impresionado.
Desde luego era un Leonardo idealizado.
—El maestro tenía dificultades para encontrar un modelo, así que se vio obligado a utilizar a Leonardo —explicó Zoroastro entrando en la estancia.
—No tenemos tiempo que perder —dijo Leonardo impaciente mientras buscaba entre las estanterías. Luego dijo—: Por lo menos, parece que has vuelto a ser el de siempre.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Zoroastro secamente.
—Cuando estabas delante de Il Magnifico parecías nervioso como un gato. ¿Qué has hecho? ¿Robar su anillo?
Zoroastro hizo un gesto con la mano, como si pudiera hacer aparecer el anillo del primer ciudadano por arte de magia.
—¿Qué es eso de un alma? —preguntó cambiando de tema.
—¿Dónde está la bomba que construimos tú y yo? Sé que la guardamos por aquí.
—Ah, vas a hacer el truco del cerdo.
—¿Tintaste y cosiste los intestinos como te pedí? —preguntó Leonardo.
Zoroastro explotó en una carcajada.
—¿Eso es lo que va a ser el alma que vas a conjurar? ¿No estamos siendo un poco sacrílegos? —Rió de nuevo y luego dijo—: Pero sí, amigo mío, hice lo que me pediste, aunque nunca imaginé que fueras a utilizar un truco así ante... tan distinguida compañía.
—Tú ayúdame a encontrar lo que necesito —replicó Leonardo.
—Está aquí, querido Leonardo —dijo Zoroastro—. Lo guardé todo junto. —Zoroastro indicó al joven Machiavelli que sostuviera la bomba mientras él levantaba la colorida caja que servía para guardarlo todo—. Espero que tengas brazos fuertes, muchacho. —Y luego a Leonardo—: ¿Cuál es la señal?
—Daré una palmada. —Y dicho esto, Leonardo salió de la estancia e hizo su gran entrada en el salón. El grupo estaba impaciente, y Nicolini seguía ligeramente separado de los demás, con un gesto de consternación en su rostro. Aquello estaba siendo claramente humillante para aquel hombre.
—Y ahora —dijo Leonardo a Nicolini—, he aquí la demostración de lo que inevitablemente le ocurriría a un espíritu que no estuviera protegido por carne mortal.
—¡Blasfemia! —dijo Nicolini.
Leonardo dio una palmada y abrió la puerta. Al instante una membrana de textura lechosa y en constante expansión entró flotando en la habitación. El suave susurro de la bomba trabajando en su interior apenas podía oírse en medio del barullo. La membrana ocupaba todo el umbral de la puerta, hinchándose y amenazando con hacerse más grande, hasta que llenara todos los rincones y recovecos de aquella habitación.
Leonardo se hizo hábilmente a un lado, dejando espacio a aquella alma que seguía hinchándose.
—Como podéis ver, genera un vacío, y se eleva y se eleva. Pero como ocurre con nosotros los mortales, no puede escapar de los límites del mundo físico... ¡esta habitación!
El grupo dio un paso atrás. Algunos gritaban de miedo, otros reían nerviosamente. El rostro de Nicolini perdía color a medida que se iba retirando, pero fue Lorenzo el que se quitó un alfiler de su manga e hizo explotar aquella desagradable alma. Una ligera peste a pintura, pegamento y grasa de animal quedó flotando en el aire.
Lorenzo sonrió y dijo:
—Y así enviamos a este buen espíritu al mundo al que pertenece.
Nicolini salió inmediatamente del salón; y detrás de él corrió Andrea del Verrocchio, siempre en su papel de buen anfitrión. Pero su magnificencia parecía complacido por lo sucedido, porque no le gustaban nada los simpatizantes de los Pazzi.
—Ardo en deseos de que llegue la fecha de nuestra cita —dijo a Leonardo—. Dentro de quince días, no lo olvides.
Simonetta, que había permanecido todo el rato al lado de Lorenzo y Giuliano, se alejó de ellos, abrazó a Leonardo y le dio un suave beso en la mejilla.
—Eres un mago —dijo. Después se volvió hacia los demás y dijo—: ¿No es hora del festival, su magnificencia? —dijo a Lorenzo indicando así que debía ser él el que debía guiar al grupo.
Y mientras la estancia se iba vaciando alrededor de Leonardo, este se sintió como si un oscuro telón hubiera caído sobre él, y notó un escalofrío, como si se acabara de despertar.