21 Reflejos en el desierto

«Primero estudié las fortificaciones que le permiten a uno resistir el ataque de enemigos poderosos, y después lo apliqué a las esferas aéreas.»—Francesco Zambeccari«Y les dije a los campesinos: “Amigos míos, en cuanto dé la señal alejaos de la cesta todos a la vez, y yo echaré a volar.” Y a mi señal, todos dieron un paso atrás, y yo volé como un pájaro. En cuestión de diez minutos había llegado a una altura de mil quinientas brazas, y ya no podía distinguir los objetos que se encontraban en el suelo. Tan solo veía las inmensas formas de la naturaleza.»—Jacques Alexandre Charles«Y allí le mostraron un camello que volaba.»—Petachia de Ratisbona«Ahora el gallo se eleva hacia el cielo.»—Lema aerostáticoIncluso después del milagro de hundir los barcos turcos en el Nilo, Leonardo seguía estando prisionero en sus habitaciones y en su taller abarrotados de máquinas y armas construidas siguiendo sus especificaciones. Pero ahora era un prisionero de verdad, porque se habían llevado a sus amigos. Kuan solo había venido a visitarle una vez para decirle que debía construir más artilugios. El califa quería un invento nuevo cada día. Estaba muy satisfecho con Leonardo, y esa era su recompensa. Leonardo enfadado gritó a Kuan que le habían engañado y le habían tomado por la Sheherazade de los mil y un inventos.

—La vida es una prueba —había dicho Kuan, tras felicitarlo por su buen gusto eligiendo libros para leer—. Recuerda, Leonardo, que tus amigos dependen de ti... y te esperan.

—¿Dónde están? —había preguntado Leonardo.

Pero Kuan le había dicho tan solo lo necesario, para mantenerlo en vilo: que el califa había abandonado secretamente El Cairo para ir a cabalgar con sus beduinos, y que se había llevado a Amerigo Vespucci con él; Vespucci, el tímido, el que temía tanto a las multitudes como a las mujeres. Ahora estaba con el Jinn Rojo, el califa, que no dudaría en matarlo por simple capricho. De Zoroastro y Benedetto no había dicho nada.

Leonardo no vio a nadie más salvo a sus guardias y a las prostitutas que, como en un sueño, lo visitaban por las noches. Incluso aquellas prostitutas le eran extrañas: cada día aparecía una mujer diferente. Las dejaba quedarse porque necesitaba compañía desesperadamente, y soñaba que eran Ginevra, o Simonetta, o A’isheh. Algunas noches hacía el amor con ellas, dejándose llevar por el olor de sus cuerpos y su aroma a almizcle. Se imaginaba inhalando el humo del fuego que había consumido a Ginevra en su dormitorio.

Ginevra, desposada con la muerte.

A’isheh. Aparecía en sus pensamientos, sus sueños, sus fantasías, una y otra vez. Y Leonardo pensó en el tiempo que había pasado con ella: recordó los momentos mundanos, el sexo violento, y se preguntó cómo y cuándo A’isheh había conseguido hacerse un hueco en sus pensamientos. No había estado interesado en ella, y mucho menos se había propuesto amarla. Sin embargo, A’isheh había secuestrado a Niccolò empujada por los celos. Leonardo recordaba cómo gritaba cuando él la penetraba... lleno de ira. Como si ella no fuera el objeto de su deseo, ni siquiera un dulce bálsamo, sino simplemente una hermosa y carnal herramienta.

Y siempre recordaba a Niccolò, su aprendiz, su responsabilidad y su fracaso.

Una noche, después de que una prostituta delgada y con la cara llena de granos abandonara su lecho, Leonardo escribió una carta a la luz de su lámpara de agua. El muecín pronto llamaría a los fieles al rezo, y el amanecer colorearía los minaretes de rosa y dorado. Escribió despacio en latín:

Querido maestro pagholo,Os escribo esta carta con gran pena y dolor, pero ya he dudado, no, procrastrinado suficiente. Tengo razones poderosas para creer que Niccolò Machiavelli ha muerto. Las circunstancias que...Leonardo arrancó la hoja de su cuaderno y la arrugó en sus manos derramando la tinta sobre la mesa. Mojó su pluma en el charco de tinta y se disponía a comenzar otra carta cuando Kuan, que había entrado en su habitación tan silencioso como un espíritu y estaba a tan solo unos pies de distancia, dijo:

—Veo, Leonardo, que por fin estás dispuesto a dejar ir a tu amigo. —Kuan iba vestido lujosamente con las ropas del califa.

—Bienvenido, Kuan —dijo Leonardo con frialdad y miró hacia la puerta para ver si estaban solos—. Es tarde, ¿o debo decir temprano? ¿A qué se debe esta visita?

—¿No es suficiente la excusa de la amistad? —preguntó Kuan.

—La verdad es que eres un guardián muy eficaz.

—Muy bien —dijo Kuan sonriendo ante el juego de palabras—. Has aprendido muy bien el árabe. Supongo que pronto estarás escribiendo poesía en esta lengua sagrada.

—Quizá ya lo he hecho —dijo Leonardo. Indicó a Kuan el diván y añadió—: ¿Te apetece una pipa?

—Ah, ¿así que has desarrollado cierta adicción por el hachís? —preguntó Kuan.

—Resulta que vuestro tabaco estimula mi mente. ¿Acaso no lo llaman «el amigo de los prisioneros»?

—Pero yo tenía la impresión de que eras muy estricto respecto a tus hábitos. De hecho, creía que carecías de vicios.

—¿Este es el propósito de tu visita? ¿Interrogarme sobre mis hábitos?

—No, Leonardo, he venido a sacarte de aquí.

—¿Y qué ocurre con...?

—¿Con tus amigos?

—Sí, mis amigos.

—Están a salvo, bien lejos de aquí.

—¿Dónde?

—Aquel a quien salvé la vida y Zoroastro, el prestidigitador, están con el devatdar.

—Sí, y entonces, ¿dónde está el devatdar?

—Te llevaré allí, Leonardo. Es menos peligroso que decírtelo. —Señaló las paredes, como si hileras de espías se alinearan ante ellas—. ¿Te causaron alguna impresión mis trucos de memoria en la fiesta de maese Neri?

—Sí, supongo que sí, pero...

—Bien, hay una cosa más que quizá te impresione, Leonardo, porque no eres el único hombre que puede volar. Juguemos a los disfraces, como hicimos en Florencia.

—Creo que no sé de qué estás hablando —replicó Leonardo, impaciente.

—¿Estás cansado, amigo? —preguntó Kuan.

—No.

—Entonces salgamos de aquí.

—¿Ahora?

—Sí, y no tenemos mucho tiempo.

—Debo hacer el equipaje, mis inventos están en la bottega, y mis notas.

Kuan abrió un saquito.

—Aquí están las notas que había en el taller. Coge las que tengas por aquí y vámonos.

—Necesito ropa.

—Sigues siendo un caballero presumido, Leonardo. Pero a donde vamos no vas a necesitar tus ropas. Y no te preocupes por tus máquinas. Te las enviarán.

Dicho esto, Kuan salió de la habitación, y los guardias que vigilaban la puerta de Leonardo lo siguieron.

—Una vez me preguntaste qué era lo que me complacía —dijo Kuan a Leonardo mientras estaban de pie en el tejado de una de las murallas orientales de la ciudadela. No hubo necesidad de que señalara el enorme e hinchado globo de lino y papel que se sacudía por encima de un horno de ladrillo construido con forma de pirámide. Incluso a aquella distancia, más de seis metros, Leonardo podía oler el denso y penetrante humo que entraba directamente en aquel envoltorio de lino y papel. Una red hecha de cuerdas rodeaba el hemisferio superior, y una base de mimbre iba sujeta al globo mediante cabos.

—¿Qué es eso? —preguntó Leonardo. Para fabricar aquella esfera habían tenido que necesitar más de trescientos codos de lino, que ahora estaban hinchados y tensos en su totalidad. Doce esclavos tiraban de las cuerdas para evitar que el globo echara a volar. El amanecer coloreó la masa gris de la ciudadela con toques rosados, como si largos dedos de luz tocaran todas y cada una de las piedras. Y Leonardo miró fijamente aquella esfera, que ahora podía ver con absoluta claridad: estaba decorada con un camello rojo y dorado, hecho con cinta de colores cosida al lino creando ilusiones visuales..

Kuan corrió hacia el globo y gritó a los hombres.

—Apagad el fuego. El camello ya está lo suficientemente hinchado. Se incendiará. —Las llamas saltaban y crepitaban en el horno. Los esclavos cubrieron el horno con una tapa de hierro, y obedeciendo las órdenes de Kuan arrojaron tres cubos de agua al lino y a la base de mimbre—. Vamos, Leonardo —gritó Kuan—. ¡Es el momento! ¡Ahora!

Fascinado, Leonardo subió a la base de mimbre detrás de Kuan, y el globo se bamboleó y se tensó. La base en la que se encontraban tenía unos seis metros de diámetro en el exterior y unos cinco en el interior. Un brasero colgaba sobre sus cabezas, al alcance de los brazos.

—¿Cómo funciona? —preguntó Leonardo excitado. Estaba claro que era una máquina para volar y que no se parecía nada a lo que Leonardo pudiera haber imaginado nunca. Aunque en cierto sentido no era tan diferente a su idea de paracaídas, una carpa de lino con todas las costuras cosidas. Pudo ver a multitud de personas que gritaban y clamaba en el exterior de las murallas.

Kuan ordenó a los esclavos que soltaran las cuerdas y liberaran el globo, y lo hicieron.

—Recoge los cabos —dijo Kuan a Leonardo.

—¿Por qué no cortarlos? —preguntó Leonardo.

—Porque nos serán útiles más tarde —respondió Kuan impaciente. Y después, como si hablara consigo mismo añadió—: El viento es el adecuado.

De pronto se elevaron en el aire. Durante un instante, Leonardo imaginó que los edificios y la gente que abarrotaba las calles habían encogido de forma milagrosa, porque apenas había sentido que se movieran; tan solo el balanceo de la cesta hacia delante y hacia atrás, como una hamaca colgada entre postes en la bodega de un barco. Era como si el globo no se moviera y fuera el mundo el que se alejaba de ellos, como si El Cairo retrocediera, alejándose. Y durante un vertiginoso instante, Leonardo creyó que él mismo sería impulsado hacia arriba, hacia el cielo. Pero aquel miedo desapareció enseguida, y la fascinación ocupó su lugar, porque Leonardo podía ver y oír, a todos los que se habían quedado abajo, como si alguien hubiera amplificado sus conversaciones. Pudo oír ladrar a los perros, gritar a los niños con sus voces agudas y discutir a los hombres; pudo oír peleas, y podía distinguir cada palabra, cada bofetada, cada golpe, como si fuera omnisciente y estuviera en todas partes a la vez: al lado de los mercaderes, los vendedores ambulantes, las mujeres cubiertas con velos negros, los niños, los mendigos, los derviches, los dignatarios, los esclavos y los encantadores de serpientes. Parecía haberse fundido con aquel océano de gente, y fuera también los ojos y oídos y la mente de El Cairo. Mientras el globo se elevaba más y más, la muchedumbre se arrodilló y empezó a rezar.

Satisfecho de que todo marchara bien, Kuan se asomó por el borde de la cesta y le gritó a la muchedumbre:

—Mun shan ayoon A’isheh. —Y aunque tenía el rostro cubierto, sus ropas les decían a todo el mundo quién era él. Y la gente miró hacia arriba aterrorizada y consternada, porque lo que ellos veían era al califa de túnica roja que flotaba en el aire, el Jinn Rojo, el demonio en carne y hueso cuya mirada podía matar y que destrozaba a voluntad todo lo que se interponía en su camino; y sin embargo, protegía la verdadera fe y defendía a los fieles. Era la manifestación del alma del guerrero.

Los miles de esclavos y ciudadanos cayeron de rodillas y gritaron al unísono, obedeciendo, atrapados por aquel milagro que sucedía en el aire. Allí, en aquel instante, estaban viendo con sus propios ojos la promesa del Paraíso, porque ¿acaso el rey, el califa, el comandante de los fieles y defensor de la fe no estaba ascendiendo al cielo con su propio poder mágico? ¿Quién más podía conseguirlo en carne y hueso y volver para contarlo?

—Así que una vez más, nos hacemos pasar por quien no somos —dijo Leonardo.

—Te prometí un juego de disfraces. —De pronto, la cesta empezó a balancearse peligrosamente, y Kuan gritó—: Leonardo, corre al otro lado. Rápido.

La multitud gritó consternada, pero la cesta recuperó el equilibrio y la ciudadela quedó abajo, muy lejos. Se convirtió en el castillo de arena de un niño, con sus cúpulas y torres, y sus bastiones y casamatas, y parapetos y minaretes en miniatura. El mundo siguió empequeñeciendo: las calles se convirtieron en delgadas líneas sobre un mapa; los bazares y los zocos en hormigueros del tamaño de un pulgar. El Cairo, la ciudad más importante del mundo, la más grande, la más poblada y la más civilizada, se convirtió en una franja de ladrillos y mortero que podía abarcarse entre el pulgar y el dedo índice. Una forma geométrica gris que se alzaba en la tierra, que se extendía hasta el infinito, convirtiendo en miniaturas todos los logros del hombre, incluso las azuladas pirámides de Giza en el oeste. En el Nilo, la gran arteria azul de Egipto, las falúas de velas anchas eran como puntitos, al igual que las tierras fértiles, franjas marrones de tierra cultivada que se extendían desde la orilla. Leonardo vio bosques de palmeras y sicomoros, y rocas afiladas, islas, templos pintados, aldeas y cadenas de montañas. El globo siguió elevándose, hasta que el horizonte se convirtió en un círculo perfecto, y el desierto pareció más grande que el cielo, un desierto que se encontraba hacia el norte con el Mediterráneo.

Hacia el este había colinas, montañas y desierto: la geometría de la arena.

Aquella era la dirección hacia donde los empujaba el viento.

Kuan añadió más combustible al brasero, que ya brillaba con un rojo intenso. El combustible hedía al arder.

Leonardo estaba impresionado, porque estaba volando, flotando en el algodón húmedo de las mismas nubes; se encontró con que el aire era frío en vez de la región de fuego que siempre había imaginado que habría allí.

—Es tan rápido —dijo maravillado.

—¿Qué es tan rápido? —preguntó Kuan mientras amarraba velas con cuidado; velas que eran como grandes remos colocados a un lado de la cesta y de la red de cuerda que rodeaba el globo.

—Es como si de pronto hubiéramos abandonado la tierra y hubiéramos aparecido en las nubes. Sin movernos. Tan solo... —Pero Leonardo recuperó la compostura inmediatamente—. ¿Así que puedes manejar esta máquina como un barco?

—No —dijo Kuan—, la vela y el remo en realidad no sirven para nada. Pero es mejor que nada. La máquina está a merced de los vientos, que es la razón por que hemos partido en el momento en el que lo hemos hecho.

Leonardo le miró, como haciéndole una pregunta.

—Tenemos que viajar hacia el este —respondió Kuan—. Los vientos eran los adecuados.

—¿A dónde vamos?

—A encontrarnos con el califa, ya te lo he dicho.

—No —dijo Leonardo—, no me lo habías dicho. Dijiste que íbamos a reunirnos con el devatdar.

—Y te he dicho la verdad, Leonardo. Te reunirás con ambos.

—¿Y por qué esta máquina?

—Para impresionar a la muchedumbre... para que luchen. Creedme, la historia de que el califa ha navegado por los cielos viajará mucho más rápido que nosotros. —Rió suavemente,

—Pero la verdad es que el califa sigue en la ciudadela.

—No, Leonardo, no te he mentido. Está esperándonos.

—¿Dónde?

—Allí, en el desierto —respondió Kuan.

—¿Y cómo le encontraremos si, como dices, estamos a merced de los vientos?

—Tendremos ayuda, os lo aseguro. ¿Habrías preferido viajar en una caravana? —Debajo de ellos, a lo lejos, una larga caravana de beduinos se abría paso por los guijarros y las rocas hacia el océano de arena esculpida.

—No —susurró Leonardo—. ¿Por qué tienes que hacerte pasar por el califa?

Kuan rió.

—Porque, maestro, el califa tiene miedo. Se pone nervioso incluso cuando está en las torres de su propio palacio. No podría venir con nosotros al igual que no podría volar batiendo sus alas. —Tras una pausa, Kuan siguió—: Pareces sorprendido, maestro. No lo estés. Estamos en los cielos. ¿Por qué las reglas y las conductas de la tierra deberían aplicarse aquí? Esta es la región de la verdad. Aquí no existen las formalidades. Aquí somos hermanos de verdad; y quizá más que eso. Aquí somos iguales. Uno y el mismo. —Su expresión cambió—. Pero cuando volvamos al mundo, maestro, todo volverá a ser como antes. Y te mataré tan fácilmente como alimento este fuego.

Leonardo no dijo nada. Simplemente miró hacia delante, hacia el éter azul cobalto, y Kuan dijo:

—He pensado que quizá tengas algunas ideas para mejorar mi invento.

—¿Tu invento?

—Bueno, en mis tierras hace tiempo que conocemos artilugios como este, pero no son más que juguetes para niños, para que jueguen al calor del fuego. Como puedes ver, lo he perfeccionado un poco.

—No lo suficiente —dijo Leonardo.

Kuan alzó las cejas.

—Como has dicho antes, estamos a merced de los vientos —explicó Leonardo.

—Sin embargo, ¿puedes imaginar el arma en el que podría convertirse?

Desde luego, Leonardo podía imaginarlo. Pero aquella no era una máquina voladora como las que él había imaginado. No había alas en sus brazos. Era la máquina la que tenía el control en vez del hombre... O quizá tanto máquina como hombre quedaban a merced de los elementos. Quizá si Leonardo fundía su máquina con aquella, entonces las alas batientes y el timón direccional podrían ayudar a controlarla.

Cuando el globo empezó a descender, Kuan alimentó el brasero. El humo se alzó y entró en el envoltorio de tela y papel. Después, cuando alcanzaron la altura suficiente, Kuan dijo a Leonardo:

—Tira los cabos.

—¿Por qué?

—Como lastre. Cuando hemos subido a la cesta te he pedido que los recogieras, no fuera que alguien se agarrara a uno de ellos y nos desequilibrara. Cuando estemos cerca de tierra, nos ayudarán a reducir la cantidad de lastre para evitar que choquemos contra el suelo. Y por la noche, cuando no se ve nada, basta con palpar las cuerdas para saber cuándo la tierra vuelve a elevarse.

—Ingenioso —dijo Leonardo, y arrojó los cabos por el borde de la cesta. Se preguntó cuánto tiempo llevarían en el aire. No parecían haber pasado más que unos minutos, sin embargo sabía que había transcurrido más tiempo porque El Cairo había desaparecido, tragado por el desierto; y porque por mucho que mirara, no podía ver la larga línea del Nilo por ningún lado. La bruma nubló su visión; el mundo estaba envuelto en niebla.

—¿Cómo funciona este globo volador? —preguntó.

—Creo que se eleva por la acción del humo negro —dijo Kuan—. Por eso utilizamos lana y paja en el horno que ha llenado el globo.

—¿Y no puede ser por la acción del aire caliente?

Kuan se encogió de hombros.

—La lógica dice que es más probable que sea por el humo más que por el calor.

Leonardo escribió en su cuaderno de notas. Él estaba seguro de que era por el aire caliente. Pero ya tendría tiempo de investigarlo más tarde... si es que vivía para tocar tierra de nuevo. A su alrededor todo era humedad, como si una niebla mucho más densa los hubiera envuelto a ellos y a la máquina.

Kuan extendió los brazos y cerró los puños, como si quisiera agarrar la niebla.

—Es bastante decepcionante descubrir —se encogió de hombros—, que las nubes no están hechas de nada. Cuando era un niño pensaba que si de alguna manera pudiera elevarme hasta su altura, podría caminar sobre su suave superficie. Imaginaba que eran países enteros, y lo único que deseaba era explorarlos.

Leonardo no sabía qué decirle a Kuan. Siempre se sentía incómodo cuando los demás se abrían a él. Nunca había imaginado que Kuan pudiera albergar ideas tan románticas, pero habían dejado atrás el mundo de las reglas y los remordimientos. No había viento, y Leonardo imaginó que aquello era más un sueño que una experiencia real. Tenía la sensación de que las horas pasaban por debajo de ellos, como si el tiempo fuera geológico y arquitectónico. Para Leonardo, aquello no era más que un sueño y tenía la sensación de que no pasaba el tiempo; tan solo aquel desierto infinito, que era tan blanco que dolía mirarlo durante mucho tiempo... Y el cielo, un mundo en sí mismo, transparente en un momento dado o una hora, brumoso y nublado la siguiente. Pero entre la niebla vio una aparición, tan clara como el reflejo en un espejo.

Había otro globo que flotaba en la lejanía.

—Mira —dijo Leonardo a Kuan—. Allí.

Kuan miró donde Leonardo le indicaba y asintió.

—Parece ser que hay otras personas que han inventado tu máquina. Creo que será mejor que nos alejemos de ellos —y Leonardo estaba a punto de ajustar los remos cuando Kuan dijo:

—No, maestro. No temas. No es más que un espejismo.

—¿Qué?

—Una ilusión óptica. También encontrarás ese fenómeno en el desierto. Si fuera un hombre supersticioso, diría que es un mal presagio.

Leonardo miró el otro globo.

—Adelante, saluda a la figura que ves en la otra máquina —dijo Kuan—. Hará lo mismo que tú, porque, de hecho, ¡eres tú!

Leonardo saludó y la otra figura imitó todos sus gestos.

—Lo ves —dijo Kuan. Pero entonces una ráfaga de viento que procedía del oeste sacudió el globo. La aparición desapareció como si literalmente la hubiera borrado el viento. La cesta se balanceó peligrosamente y Kuan gritó a Leonardo que corriera al otro extremo para facilitar el equilibrio. Pero el viento siguió azotando el globo con violencia y la tela del hemisferio superior se rasgó, partiendo en dos la cabeza pintada del camello. El globo empezó a caer inmediatamente. Kuan y Leonardo alimentaron el brasero de llamas rojas que intentaban escapar del recipiente. Se vieron sacudidos y lanzados de un lado a otro por súbitas rachas de viento, y cayeron con mucha rapidez. Sin embargo, incluso en esas circunstancias, Leonardo tenía la sensación de que no era la cesta la que se movía; era el desierto el que se acercaba, elevándose para encontrarse con ellos en un enorme y delicado golpe mortal.

—Arroja por la borda todo menos el agua —gritó Kuan; sin embargo, ya era demasiado tarde, porque las cuerdas que unían la cesta al globo empezaron a arder. Kuan intentó sofocar las llamas, y mientras lo hacía, Leonardo trepó por las cuerdas, como si fueran las jarcias de un barco, con la intención de apagar el fuego. Sus movimientos hicieron que el globo perdiera el equilibrio peligrosamente y tuvo que volver a bajar.

El globo, coronado de llamas, cayó; y Leonardo percibió el olor a hierro caliente y a incienso, el olor del brasero y de la tela. Sin embargo, era como si cayeran en un sueño, porque todo sucedía muy lentamente. Y Leonardo recordó la habitación de Ginevra, recordó las llamas y el calor, y justo entonces creyó oír el fantasma de Tista que lo llamaba a través del fuego y del humo. ¿Leonardo? Leonardo... ¿Es que quieres arder?

Y mientras el desierto con su blancura cegadora se acercaba a ellos a una velocidad vertiginosa, Leonardo vio un movimiento al este... unas sombras oscuras que se deslizaban en el resplandor. Acercándose hacia donde aterrizaría el globo... o más bien, se estrellaría.

El viento dejó su rastro en la arena, levantó blancos remolinos, y la dejó caer como si fuera lluvia. El globo, dañado y en llamas, tocó el suelo; y el hinchado envoltorio de tela se vio arrastrado por la cambiante arena que cubría las crestas de las rocas. Kuan salió despedido de la cesta, Leonardo se estrelló contra las cuerdas. Una pierna se le enredó en la red cuando el globo se elevó de nuevo, llevándose con él el brasero y la cesta. El brasero dejó un rastro de chispas y fuego antes de soltarse definitivamente, y la cesta golpeó el suelo varias veces para acabar estrellándose contra el suelo de roca. Por fin, el globo se detuvo. La tela se deshinchó y cayó sobre Leonardo que frenéticamente consiguió liberarse de las cuerdas y se abrió paso por la montaña de tela como si estuviera en un túnel; inmediatamente se dio cuenta de lo que estaba haciendo y decidió cortar la tela con su cuchillo. Había fuego por todas partes; el hermoso y colorido camello de formas geométricas estaba carbonizado.

Se alejó de la tela y lo que quedaba del globo a la vez que los beduinos a caballo, aquellos que había vislumbrado cuando caía el globo, cabalgaban hacia él. Había diez o doce jinetes, y todos vestían telas enrolladas en la cabeza y negras capas de pelo de camello. Sus rostros eran oscuros, sus ropas estaban sucias y hechas jirones, como si fueran parias de una de las tribus del desierto como los beni sakhr, los sirdieh o los howeitat. No había ningún sitio al que poder huir y Leonardo temió por su vida, pero empuñó su daga y esperó como un árabe para morir peleando. ¿Qué más le aguardaba? ¿Que lo descuartizaran como a Ginevra? Los recuerdos le inundaron como si fuera un hombre que se ahogaba, y sintió que sus glándulas se abrían a la ira. Era como si aquellos jinetes fueran los asesinos de Ginevra, asesinos y violadores de muchachos; y Leonardo tenía pensado llevárselos con él a la muerte, los cortaría en pedazos antes de que la oscuridad cayera sobre él. Leonardo temblaba, pero no de miedo, al menos no por un terror conocido, temblaba anticipándose ansioso a lo que iba a suceder; como si aquel lugar perdido de Dios, en las entrañas del mundo, en aquel día, con un aire limpio y brillante como nunca podría haberlo en tierras cristianas... fuera el mejor lugar del mundo para morir.

Después de todo, ¿no había muerto ya con Ginevra, en aquella casa en llamas?

¿No había una cámara funeraria preparada para él en su catedral de la memoria... no podía acaso caso recordar el motivo y el momento de su muerte?

Los beduinos gritaban «Thibhahum bism er rassoul!» mientras cabalgaban alrededor de Leonardo, blandiendo sus cimitarras en el aire. Sin embargo, no recortaban el espacio que los separaba de Leonardo. Leonardo entendió lo que estaban diciendo; era un grito de guerra, de la Guerra Santa: «¡Muerte en nombre del Profeta!».

Pero ellos parecían tan asustados de Leonardo, como Leonardo lo estaba de ellos. Se acercaban hasta el borde de la tela humeante del globo, se dejaban caer desde sus sillas de altos borrenes para clavar sus espadas en el envoltorio de lino que se agitaba y se hinchaba por el viento, como si el globo estuviera vivo y fuera un monstruo y hubiera que matarlo antes de que los matara a ellos.

Entonces, ¿qué era Leonardo? ¿Un mero sirviente del monstruo de humo?

Cuando el viento se detuvo y la tela cayó al suelo, los hombres se volvieron más amenazadores. Aunque no descabalgaron, se acercaron más, hasta que las pezuñas de los caballos pisaron la tela. Al ver que no les ocurría nada, empezaron a cabalgar sobre el globo desinflado en círculos, alrededor de Leonardo, dirigiéndose a él.

—¿Eres un jinn que puede transformar a musulmanes ordinarios en monstruos que vuelan por el aire? —preguntó el beduino más alto, a todas luces, el líder. Al contrario que los otros, llevaba la barba peinada de modo que acababa en punta al estilo árabe, y se sentaba muy erguido sobre su silla. Una larga cicatriz le cruzaba la mejilla hasta la mandíbula.

Leonardo no sabía qué hacer. Si contestaba que no a aquella pregunta, ¿qué harían los beduinos? ¿Matarle?

Y si decía que sí, ¿le matarían también...?

Pues que lo intentaran.

—No, soy un hombre —contestó.

—No vas vestido como un hombre —dijo el líder.

—¿Y serías capaz de matar a un jinn? —gritó Kuan. Estaba al otro lado del círculo de jinetes, con las manos apoyadas en las caderas como si no tuviera miedo.

El líder miró a Kuan, claramente impresionado por la riqueza de sus ropas, y dijo:

—Ningún hombre puede matar a un jinn, así que si le mato —y señaló a Leonardo—, entonces sabré que no es un jinn.

—Pero si es un jinn, harás que la muerte y el deshonor caigan sobre todos vosotros, sobre vuestras familias y vuestras tribus. —Kuan se acercó más—. Si es que tenéis familia... y honor.

Al oír aquello todos los jinetes volvieron grupas y se dirigieron hacia Kuan con las cimitarras prestas para matar. Pero Kuan dijo:

—Estoy bajo la protección de Ka’it Bay al-Mahmudi al-Zahiri, califa entre los califas. Y también lo está este... jinn. Es un invitado del califa y está bajo su protección, y la de la ley. Si le tocáis, os convertiréis en sus enemigos mortales.

El líder dudó.

—Podéis quedaros con vuestros pellejos de agua y con ropa suficiente para cubrir vuestra desnudez, pero todo lo demás nos pertenece, incluyendo el monstruo que vuela.

—Pero tú mismo has dicho que no era más que un trozo de tela —dijo Kuan.

—Y nos lo llevaremos —replicó el líder, e indicó a sus hombres que empezaran a enrollar la tela. Los beduinos eran gente romántica, pero tan práctica como el hacha de un carpintero.

—¿No quieres saber nada sobre el monstruo que vuela? —preguntó Kuan.

—Quítate la ropa y las joyas y déjalas en el suelo. Mis hombres se alejarán de vosotros. —El líder estaba nervioso y se daba perfecta cuenta de que Kuan intentaba jugar con él para conseguir más tiempo. Gritó a sus hombres que recogieran la tela, pero ellos se negaron a descabalgar—. ¿Es que sois mujeres? —les gritó, y bajó de su montura y empezó a enrollar la tela él mismo. Al ver que no le ocurría nada, sus hombres descabalgaron y empezaron a trabajar. Claramente se sentían humillados. Leonardo decidió arriesgarse y caminó por la tela hasta llegar al lado de Kuan, quitándose de en medio.

Una vez vio que sus hombres se habían puesto a trabajar, el líder dijo:

—Ahora quitaos la ropa u os mataré yo mismo.

Kuan se encogió de hombros y buscó entre sus ropas de musulmán una carta que llevaba el sello del califa.

—¿Violarás a aquellos que transportan esto? —Mantuvo la carta en alto para que la viera el líder, que la cogió con desconfianza—. ¿Puedes leerla? —le preguntó Kuan.

El hombre se ruborizó. Leyó la carta y se la devolvió a Kuan. Se miraron brevemente, como si alguna vez hubieran sido camaradas, y después asintió y ordenó a sus hombres que volvieran a montar los caballos. Se marchó al galope sin mirar atrás, y los demás le siguieron hasta que desaparecieron sobre una colina.

Kuan guardó de nuevo la carta y sonrió.

—¿Nos habrían matado? —preguntó Leonardo.

—Depende de si se trataba de ghrazzu o eran parias.

¿Ghrazzu?

—Es un juego en el que se roba las propiedades de otra tribu —dijo Kuan—. Pero es un juego en el que los hombres mueren con tanta facilidad como en una batalla. —Se detuvo y luego continuó como si estuviera hablando consigo mismo—. Bueno, quizá...

—¿Kuan?

—Si fueran parias, lo más seguro es que hubieran jugado con nosotros y luego nos hubieran asesinado. ¿Qué tendrían que perder? Si estuvieran jugando a ghrazzu, entonces obedecerían la ley beduina.

—Está claro que han obedecido la ley de alguien, porque seguimos vivos.

Kuan sonrió de nuevo.

—Creo que estamos vivos porque su líder se ha dado cuenta de que pronto llegará más gente. O... —Se detuvo, miró en la dirección en la que se habían marchado los beduinos, y luego asintió mirando hacia el este, donde el sol parecía estar suspendido del cielo.

A lo lejos, Leonardo vio jinetes.

—No, Leonardo, no debemos temerlos. Son las tropas del califa. Será mejor que nos llevemos de aquí todo lo que podamos. —Señaló en dirección al globo—. Esta tela haría muy rica a una tribu del desierto.

—Pero no podemos llevárnosla con nosotros —dijo Leonardo.

—No te preocupes, maestro. No creo que tengamos que hacerlo. Pero será mejor que la sujetemos para que no se la lleve el viento.

Cuando hubieron terminado, Kuan preguntó:

—¿Has visto la cicatriz en la cara del líder?

—Sí —respondió Leonardo.

—Una vez en Akaba, cerca del mar Rojo, conocí a un hombre con una cicatriz como esa. Estaba sentado a la mesa con uno de los jefes del califa. En el desierto, no en la ciudad. —Kuan lo dijo como si fuera una desgracia tener que comer en la ciudad, como si se hubiera convertido en un beduino de verdad. Sin embargo, aquel era un hombre que se había sentido totalmente cómodo en Florencia, en compañía de hombres civilizados—. El hombre se atragantó con un trozo de cordero, y antes que insultar a su anfitrión debido a su incapacidad para entablar una conversación, prefirió abrirse una mejilla para demostrar que la carne se había quedado atrapada entre sus dientes.

—¿Y era este hombre? —preguntó Leonardo.

—El hombre que conocí sufrió una terrible tragedia. Abandonó a su propia gente y ninguna otra tribu quiso darle refugio. O eso es lo que dice la historia —añadió Kuan, como si quisiera dejar claro que sabía más de lo que contaba.

—¿Y qué fue esa tragedia?

—Amor prohibido.

—¿Otro hombre? —preguntó Kuan,

—Su hermana. Eran primos del califa... y de A’isheh.

—¿Eran?

Hizo un gesto despectivo con la mano.

—Lo más seguro es que estén muertos.

Mientras hablaban, el califa Ka’it Bay cabalgaba hacia ellos a lomos de un enorme camello blanco. Iba vestido con un abba y un gumbaz blancos, la túnica y el manto de algodón típico de los beduinos, como si fuera un miembro cualquiera de una tribu. Con él cabalgaban unos veinte jinetes beduinos, todos a lomos de camellos blancos, las posesiones más preciadas del califa. Aquellos hombres de aspecto rudo eran los guardaespaldas del califa. Una vez Kuan le había contado a Leonardo que aquellos hombres podían cabalgar y luchar durante más tiempo y con más fiereza que cualquier otro, excepto, claro está, el propio califa. Leonardo también había sabido que Kuan el señor de los guardaespaldas del califa era, de hecho, un esclavo. Pero en aquel mundo aquello no suponía un deshonor, porque el mismo Ka’it Bay había sido esclavo una vez. Los esclavos llevaban generaciones gobernando el reino mameluco.

Ka’it Bay iba al frente, y Leonardo se sorprendió de que el califa estuviera mucho más delgado de lo que recordaba, como si el sol, el desierto y la batalla le hubieran puesto en forma. A Leonardo le dio la impresión de que aquella manifestación del califa era la auténtica. De hecho, el califa había estado formando un ejército y enfrentándose a los turcos de Mehmed en pequeñas escaramuzas. Sus ojos azul pálido eran como reflejos en una cueva, porque su turbante arrojaba sombra sobre su rostro. Pero Leonardo se quedó mucho más sorprendido al ver a su amigo de toda la vida, Amerigo Vespucci. Su delgado y delicado rostro estaba moreno y agrietado; el sol había blanqueado sus cejas y su pelo se había aclarado. Iba vestido como un árabe, y le sentaba muy bien. Tenía un aspecto robusto, enjuto y nervudo. Desde luego no tenía nada que ver con el fino caballero que había conocido en Florencia.

Al igual que tampoco tenía nada que ver el beduino que montaba un gran camello y que galopaba a su lado.

Sandro Botticelli había perdido toda la grasa y había dejado que le creciera la barba. Estaba tan negro como un nubio.

Leonardo le reconoció de inmediato.

—¡Tonelete! —gritó, y corrió hacia él.

Sandro golpeó a su camello con una vara de bambú y gritó «Ikh», que significaba «arrodíllate». Mientras el camello doblaba sus patas anteriores y se inclinaba hacia delante, Sandro saltó de su silla sin prestar atención a las formalidades referentes al rey que lo observaba divertido; le dio a Leonardo un abrazo de oso mientras decía:

—Tengo noticias.