7 La cueva de Dédalo

«Ahora, destruido por el tiempo, yaces pacientemente en este recinto cerrado, tus huesos desnudos y desprovistos de piel y de carne...»—Leonardo da VinciEra como si las negras miasmas del exorcismo de Sandro se hubieran filtrado al mundo, envenenándolo. Al día siguiente, un jueves, una de las campanas pequeñas de Santa Maria dei Fiore se desprendió y cayó sobre un cantero que pasaba por debajo, rompiéndole la cabeza. Milagrosamente, el hombre vivió, aunque tuvieron que operarle para quitarle un hueso del cráneo.

Y el viernes, un niño de doce años se cayó de la gran campana del Palagio y aterrizó en la galería. Murió horas después.

Durante el fin de semana, cuatro familias de la ciudad y ocho del Borgo di Ricorboli sufrieron fiebre y les salieron bubas, las hinchazones características de lo que se conocía como la «plaga honesta». Después de aquellos días hubo más informes de fiebre y muertes, porque la peste negra había vuelto a las calles, abriéndose camino por casas y hospitales, catedrales y tabernas, por burdeles y conventos por igual. Se decía que tenía una compañera, la bruja Lachesis, que lo seguía mientras ella se dedicaba a hilar un tapiz de muerte que no se acababa nunca; era el recuento de la «deuda que todos debemos pagar», creada de su interminable madeja de hilo negro.

Al llegar la nella quintadecima, la luna llena, ciento veinte personas habían muerto en iglesias y hospitales. Solo en Santa Maria Nuova los muertos eran ya veinticinco. Los «Ocho» de la Signoria promulgaron las debidas precauciones de sanidad que debían acatar todos los florentinos, y el precio de los alimentos se elevó drásticamente.

Lorenzo y su corte, que incluía a su mujer, Clarise, y a sus hijos; su hermana Bianca, que se había casado con un miembro de la familia Pazzi; Giuliano; Angelo Poliziano; Pico della Mirandola; el humanista Bartolomeo Scala; y Sandro Botticelli huyeron a Villa Careggi y sus alrededores. En vez de seguirlos y abandonar la ciudad cambiándola por la seguridad del campo, Verrocchio decidió quedarse en su bottega. Dio permiso a sus aprendices para irse de la ciudad, si es que tenían recursos para hacerlo, hasta que la plaga hubiera desaparecido; pero la mayoría de ellos se quedaron con él.

La bottega estaba inmersa en una frenética actividad.

Uno podía llegar a pensar que la fecha de entrega de todos los encargos era al día siguiente. El capataz de Verrocchio, Francesco, mantenía las riendas del taller y gobernaba a los aprendices, obligándolos a trabajar doce y catorce horas seguidas. Y todos trabajaban tanto como cuando se construyó la palla de bronce que coronaba la cúpula de Santa Maria dei Fiore; como si manos y mentes rápidas fueran las únicas armas para combatir el hastío en el que se creía que se cebaba la peste negra. Francesco se había convertido en imprescindible para Leonardo, porque era mejor que Verrocchio en asuntos mecánicos, Francesco le había ayudado a diseñar el ingenioso plan mediante el cual se podía desmontar y camuflar el Gran Pájaro de Leonardo para ser fácilmente transportado hasta Vinci. Por fin, la máquina voladora estaba terminada de nuevo gracias a Francesco, que se había encargado de que Leonardo contara siempre con la ayuda de aprendices de fuertes espaldas y material suficiente para construir su artilugio.

El taller de Leonardo era un desastre, un laberinto de senderos que rodeaban montones de tela, maquinaria, pilas de madera y cuero, cubos de pintura, caballetes de serrar, y engranajes y aparejos de diversos tipos. La máquina voladora estaba colocada en el centro de la estancia. A su alrededor había dibujos, insectos disecados colocados en tablas, una mesa cubierta de pájaros y murciélagos en varias fases de vivisección, y maquetas de varias partes de la máquina voladora rediseñada: alas artificiales, timones, y válvulas de tapa.

Los nocivos olores de la trementina, mezclados con la peste de la putrefacción en distintas fases, impregnaban en el aire. A Leonardo no le molestaban esos olores, porque le recordaban a su infancia, cuando solía guardar todo tipo de animales muertos en su habitación para estudiarlos y pintarlos. Todos los demás trabajos, los cuadros y las esculturas de terracota, estaban apilados en un rincón. Leonardo y Niccolò ya no podían dormir en aquella estancia abarrotada y que apestaba, así que habían llevado sus camastros a la habitación del joven Tista. El sueño de Leonardo era intermitente, y solo descansaba unas pocas horas por la noche. Estaba obsesionado con Ginevra, que había abandonado la ciudad con su padre y Nicolini sin decir una palabra. Leonardo había encontrado la casa vacía el día que debía dibujar su retrato. Tan solo quedaba una criada vieja. Así que al igual que Verrocchio, Leonardo se había entregado al trabajo. La peste negra le había proporcionado un aplazamiento, porque Il Magnifico no solo había accedido a reunirse con él en Vinci en vez de en Pistoia, sino que había retrasado la cita una quincena más.

Hacía un calor insoportable en el taller mientras Niccolò ayudaba a Leonardo a desmontar el mecanismo del cabestrante y los «remos» gemelos de la máquina para empaquetarlos en una caja de madera numerada.

—Se está acercando —dijo Niccolò después de que las piezas estuvieran bien empaquetadas—. Tista me ha dicho que una familia que vive cerca de la Porta alla Croce ha enfermado de fiebre.

—Bueno, nos pondremos en marcha al amanecer —dijo Leonardo—. Tú serás el responsable de que todo sea cargado de forma adecuada y colocado en su lugar.

Niccolò parecía muy satisfecho de que le hubieran asignado ese trabajo, de hecho, ya había demostrado que era un trabajador muy capaz.

—Sigo creyendo que sería mejor esperar a que los efluvios de la noche se disipen del aire. Por lo menos hasta después de que los becchini se hayan llevado los cuerpos a sus tumbas.

—Entonces saldremos después de que amanezca —corrigió Leonardo.

—Bien.

—Quizá tengas razón en cuanto al posible contagio de los cuerpos y los becchini. Pero en cuanto a esos efluvios tuyos...

—Mejor no correr riesgos —intervino Verrocchio. Había estado espiando la habitación desde la puerta, como un niño que se hubiera colado en la casa sin ser descubierto. Mantenía la puerta ligeramente cerrada, de modo que él quedaba enmarcado como si estuviera posando para su propio retrato; y el brillo particular del sol de la tarde parecía transformar y suavizar sus fuertes rasgos.

—Creo que es como suelen decir los astrólogos: una conjunción de los planetas —continuó Verrocchio—. Sucedió lo mismo en la gran plaga de 1345. Pero aquello fue una conjunción de tres planetas. Muy poco usual. Ahora no será tan duro como entonces, porque la conjunción no es perfecta.

—Os irá mejor si venís con nosotros al campo en vez de escuchar a los astrólogos —dijo Leonardo.

—No puedo abandonar a mi familia. Ya te lo he dicho.

—Entonces llevadlos con vos. Mi padre está en Vinci preparando la casa para Lorenzo y su corte. Podéis imaginar que son unas vacaciones de trabajo. Pensad en los encargos que pueden surgir por el camino.

—Creo que ya tengo muchos ahora mismo —dijo Andrea.

—Eso no suena como algo que diría Andrea del Verrocchio —bromeó Leonardo.

—Mis hermanas y mis primos se niegan a marcharse —dijo Andrea—. ¿Y quién daría de comer a los gatos? —sonrió, y luego suspiró. Parecía resignado, y casi aliviado—. Mi destino está en el regazo de los dioses... donde siempre ha estado. Al igual que el tuyo, mi joven amigo. Pero prometo rezar por tu seguridad, y en tu honor pintaré un retrato de san Nicolás de Tolentino para el monasterio de la Badia. Ese santo es venerado por sus muchos milagros, y según dicen ayuda especialmente a los marinos, y tú eres algo parecido a un marino.

—Os agradezco vuestro amor, amable Andrea. —Entones Leonardo preguntó—: Ahora, ¿querrá mi noble maestro entrar en la habitación, o teme ser contaminado por la presencia de estos humildes aprendices?

—Como desees —dijo Andrea. Se quitó su gorra negra cubierta de polvo de roca, y de pronto, con aire travieso, abrió la puerta de par en par para descubrir a Sandro Botticelli. Le dejó entrar primero.

—Tonelete, pensaba que estabas en Careggi —dijo Leonardo sorprendido de ver a su amigo. Sandro había recuperado algo del peso que había perdido y sus mejillas rosadas habituales habían vuelto a su redondo y sensual rostro; su cabello castaño y rizado estaba más largo de lo normal, y lo llevaba despeinado; pero sus ojos parecían pesados, como si todavía siguieran bajo la influencia de las drogas o de la magia. Iba vestido con una larga túnica con los colores de los Medici en vez de los cortos vestini que normalmente solían llevar los hombres jóvenes. Leonardo se sintió extraño en su presencia, pero Sandro enseguida dio un paso adelante y lo abrazó.

—Y allí estaba —dijo Sandro mientras se secaba el sudor de la frente con una manga de seda—. Tenía miedo de que te hubieras ido ya. No tenemos mucho tiempo porque Lorenzo también va de camino. Pero he salido pronto para estar contigo, amigo mío. ¿Tan difícil te resulta de creer?

—Por supuesto que no —mintió Leonardo.

—Te lo explicaré todo más tarde —dijo Sandro—. No puedo evitar preocuparme por tu seguridad cuando te montes en tu invento, puedes romperte el cuello intentando emular a los ángeles.

—Me alegro mucho de que estés aquí Sandro. El Gran Pájaro ya está listo para volar, y no es necesario que te preocupes por nada... después de todo, lo he construido yo.

Sandro rió y meneó la cabeza, Andrea hizo un gesto de fastidio. Leonardo les sonrió, aunque era todo pura fachada, porque todavía seguía teniendo el sueño de caer al abismo. Luego, añadió:

—Si todo va bien, saldremos para Vinci mañana por la mañana. Puedes unirte a nosotros.

—Esa era mi intención. Pensé que te vendría bien otra espalda fuerte.

Niccolò estaba al lado de Sandro, claramente contento de verle.

—Yo he sido una gran ayuda para el maestro Leonardo —dijo.

—Ya lo imagino.

—Ha aprendido mucho, Tonelete —dijo Leonardo—. Me temo que ahora dependo totalmente de él.

—¿Y ya se ha curado de lo de las prostitutas?

—No creo que fuera una enfermedad —dijo Niccolò sonriendo nerviosamente cuando todo el mundo se echó a reír—. ¿Y vos, maestro? ¿Ya os habéis curado de vuestra melancolía?

—Sí, mi joven amigo. Tanto como uno puede curarse de eso.

—¿Y qué hay de madonna Simonetta? ¿Ella también está bien?

—¡Nicco! —dijo Leonardo dirigiendo una mirada de reproche al muchacho.

—Está bien, Leonardo —dijo Sandro—. Es una pregunta perfectamente legítima. —Se volvió hacia Niccolò y añadió—: Sí, ella está bien.

Pero cuando Sandro volvió a mirar a Leonardo, se podía leer la angustia en sus ojos, como si realmente fueran el reflejo de su alma.

Partieron de la ciudad con la primera luz, manteniéndose bien alejados de los pocos y sucios becchini que volvían de las fosas comunes donde arrojaban a las últimas víctimas de la peste de forma muy poco ceremoniosa. Aunque una niebla pesada cubría las calles, se anunciaba un día claro y transparente, perfecto para un viaje. Un grupo de veinte trompeteros y plañideras, que volvían del cementerio, caminaba junto a las picadas y oleosas aguas del Arno a la altura de Lungarno Acciaituoli. Solo un hombre muy valioso, o muy rico, recibiría honores semejantes en aquellos tiempos en los que la muerte campaba a sus anchas.

Niccolò y Sandro se santiguaron al ver pasar el cortejo, igual que hicieron Zoroastro da Peretola y Lorenzo di Credi, con su rostro tan hermoso e inocente como el de un ángel de un retablo de Verrocchio. Además de Sandro, Niccolò y Atalante Miglioretti, acompañaban a Leonardo algunos de los aprendices de Andrea. Todos iban dentro de los carros tirados por dos caballos que también transportaban, cubiertas con una loneta, las piezas desmontadas del Gran Pájaro de Leonardo. Leonardo y Sandro caminaban al lado del primer carro, y Niccolò y Tista estaban muy contentos de tenerlo entero para ellos solos. Se iban turnando para llevar las riendas.

—Normalmente hago el viaje hasta Vinci en un solo día —dijo Leonardo a Sandro, que se había vuelto incómodamente distante—. Conozco un atajo por Vitolini, Carmignano y Poggio a Caiano. Es una antigua y solitaria carretera de montaña que sube hasta el monte Albano, pero claro, hay que subir bastante, y es mejor no arriesgarse con estos carros. Así que nos veremos obligados a seguir el Arno y soportar que los soldados de Il Magnifico nos hagan preguntas en cada pequeño pueblo por el que pasemos. Sin embargo, nos tendrán que dejar pasar porque llevamos el salvoconducto con el sello de Lorenzo.

Sandro parecía perdido en sus pensamientos, pero Leonardo siguió hablando igualmente.

—Cada vez que mi padre cerraba un negocio importante en Florencia, me mandaba a casa con un mensaje importantísimo para Francesco, que todavía administra sus fincas. Creo que si tuviera que hacerlo ahora me quedaría sin aliento enseguida. —Y tras un segundo añadió—: Sandro, estoy preocupado por ti.

—No lo estés, amigo mío —dijo Sandro volviendo a la vida de forma repentina—. Todo el mundo me dice que le desconcierto cuando me pongo pensativo. Creo que los vapores de mi alma no se han purificado del todo.

—¿Todavía temes por...?

—Sí, todavía temo por madonna Simonetta —dijo Sandro—. Y por mí mismo. Después de que los médicos hubieran terminado conmigo, y cuando empecé a sentirme más fuerte, insistí en acompañar a Lorenzo y a Pico della Mirandola a la villa Vespucci para verla. Sabía que algo iba mal, podía sentirlo. Lorenzo, por supuesto, prefería no llevarme, pero le supliqué, y el joven conde Mirándola dijo que él se ocuparía de vigilarnos a los dos, a la dama y a mí.

—¿Sí...? —dijo Leonardo al ver que Sandro no continuaba.

—Les dije que la pasión había desaparecido, que solo quedaba la culpa.

—¿Y es cierto?

—Sí, Leonardo, me temo que sí.

—Deberías estar agradecido por estar sano y entero de nuevo.

—Es eso mismo, Leonardo. No estoy entero. Más bien todo lo contrario. Temo que cuando el conde purificó mi alma, sin darse cuenta también eliminó su capacidad para el amor natural y el éxtasis.

—Es normal que te sientas vacío de toda emoción natural —dijo Leonardo—. Pero tienes que descansar y darte tiempo. Todavía no te has recuperado del todo.

—Sin embargo, tenía que probarme a mí mismo que estaba vacío, que era... un eunuco.

—No seas tan duro contigo, Sandro —le regañó Leonardo.

—Sentí una gran tristeza cuando la vi —dijo Sandro, perdido en sus pensamientos—. Estaba muy enferma. Por mi culpa, de eso estoy convencido.

—¿El conde Mirandola no pudo ayudarla? —preguntó Leonardo.

—Ahí está el problema. Él no cree que pase nada malo.

—Entonces quizá eres tú quien...

—Sé que ella estaba enferma, debes creerme —insistió Sandro.

—¿Tosía?

—No, no tosía —dijo Sandro—. Tenía aspecto frágil, pero eso es parte de su belleza. Es como un ángel; su carne parece ser el auténtico espíritu. Me quedé un rato a solas con ella, porque todo el mundo pudo ver que no éramos un peligro el uno para el otro. Entonces lo supe, lo supe...

—¿Qué supiste, Tonelete?

—Que Simonetta había absorbido mi ilusión venenosa y no la ha rechazado. Mirandola la exorcizó, pero no fue más que una farsa. Ella engañó a los médicos y se quedó con la ilusión.

Aunque Leonardo no se tomaba en serio eso del exorcismo, los espíritus, ni las ilusiones, intentó ayudar a su amigo y le siguió la corriente, porque estaba claro que Sandro no se había recuperado de su peligroso encaprichamiento de Simonetta.

—¿Cómo sabes que ella no rechazó la ilusión?

—Porque no lo negó. Sonrió, me besó y me rogó que no hablara del tema con Lorenzo.

—No creo que...

—Me dijo que iba a morir. Después dijo que mi amor era un tesoro perfecto y exquisito, un bálsamo que calmaba el dolor de su corazón. Pero por «amor» se refería a la ilusión de ella que yo había creado. Lo llamó...«una puerta a un mundo más elevado». —Y tras una pausa, añadió—: Y pude verlo. Pude ver la ilusión directamente en sus ojos.

—Creo que has pasado por momentos muy difíciles, amigo mío —dijo Leonardo... Y de pronto recordó cómo Simonetta había sonreído después de que Mirandola afirmara haber exorcizado la ilusión de su cuerpo. Sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

—En la agonía de mi lujuria y mi deseo por Simonetta lo pensé, pensé que no podría soportarlo, que sería preferible ser una calabaza vacía desprovista de cualquier emoción.

Leonardo sonrió tristemente.

—Creo que todos los amantes piensan lo mismo.

—Pero ahora que estoy vacío, solo deseo estar lleno de nuevo.

Leonardo dio una palmada en la espalda a su amigo y lo rodeó con un brazo mientras caminaban.

—Pronto estarás bien, te lo prometo. Ninguna muchacha del campo estará a salvo de ti.

—No me mientas otras vez, Leonardo —dijo Sandro sin malicia aparente—. Porque ya me has mentido antes.

Leonardo soltó a su amigo.

—Sé que tu amistad con Simonetta no es inocente. No te asustes, nunca os haría daño a ninguno de los dos. —Cuando Leonardo intentó hablar, Sandro le interrumpió y dijo—: Por favor, no hace falta que me des explicaciones ni que pidas perdón. Ahora nada de eso es necesario. He notado que últimamente entre nosotros crecía la distancia, y me he estado preocupando... por ti, amigo mío. No permitamos que nuestra amistad se vuelva fría. —Entonces Sandro sonrió, era tanto una expresión de intimidad como de afirmación, porque después asintió y dijo—: Si no nos tuviéramos el uno al otro, ¿a quién buscaríamos en caso de necesitar ayuda?

Leonardo estuvo de acuerdo. Se sentía raro y humillado, y enfadado consigo mismo, porque Sandro había sido su único confidente; y Leonardo, a quien se le daban mejor las máquinas y los lienzos que las personas, había estado demasiado cerca de perder el cariño de su amigo.

Caminaron en silencio un rato hasta que Leonardo dijo:

—No voy a negártelo, Tonelete, tengo miedo. Otra vez he tenido sueños en los que me caía.

—Quizá deberías preguntar a Lorenzo si...

—No, mi Gran Pájaro volará —dijo Leonardo—. Seguro.

—Es culpa de Lorenzo. Te retó. A veces se le olvida que no es un emperador, y cuando eso ocurre puede ser tan severo como esos tiranos a los que odia. Pero no merece la pena que arriesgues tu vida por eso, querido amigo.

—No tenía que haberte dicho nada, Tonelete. Por favor, no te preocupes. Mi invento funciona, no me ocurrirá nada. Tan solo estoy experimentando un pequeño terremoto, igual que le ocurre a todo orador antes de enfrentarse a la multitud.

—Por supuesto —dijo Sandro suavemente, como para calmar a su amigo.

Leonardo recuperó su compostura, y su humor.

—Pronto será un tema sobre el que se compondrán poemas. —Se giró y gritó—: Eh, Atalante. Tienes que componer una canción para tocarla cuando me eleve por encima de las nubes. —Atalante Miglioretti, que iba sentado al lado de Zoroastro da Peretola en el último carro, saludó con la mano para indicar que lo había oído y empezó a tocar con su lira una melodía tranquila pero inquietante. Entonces Leonardo cayó en un silencio pensativo. Y tras un tiempo dijo—: Tendré éxito, porque todavía no estoy listo para ser el hazmerreír de Florencia. Y perder a Ginevra.

—Entonces tengo un mensaje para ti —dijo Sandro.

—¿Sí?

—Simonetta me pidió que te dijera que hablará con Il Magnifico.

Ahora fue Leonardo el que no respondió.

—Creo que se refiere a Ginevra —dijo Sandro—. Audaces fortuna juvat. Tú eres la prueba que confirma el refrán.

La fortuna favorece a los valientes.

La ciudad de Vinci era un recinto fortificado dominado por un castillo medieval y su campanile, rodeado por cincuenta casas de ladrillos marrones y rosáceos. Los tejados de tejas rojas estaban cubiertos de follaje de castaño, pino y ciprés, y las parras de vid y los matorrales de caña ofrecían las delicias de la tierra, y sombra a todos y cada uno de los muros y ventanas. Aquella ciudad de muros desmoronados y una única calle porticada, estaba situada en lo alto de la ladera de una montaña, y tenía vistas a todo el valle cubierto de olivos que adquirían un color plateado cuando el viento agitaba sus ramas. Más allá estaba el valle de Lucca, con sus sombras verdes y púrpuras, y sus montañas atravesadas por arroyos; y Leonardo recordaba que cuando la lluvia limpiaba el aire, se podían ver claramente los peñascos y los picos de los Alpes Apuanos, cerca de Massa y Cozzile.

Ahora que estaba allí, Leonardo se daba cuenta de cuánto había echado de menos su casa. El cielo estaba limpio y el aire era transparente y puro. La intensidad de sus recuerdos nubló su visión cuando se sintió transportado a los días de su infancia, y se vio cabalgando de nuevo junto a su tío Francesco, a quien llamaban lazzarone porque se negaba a limitar sus tremendas ganas de vivir con una profesión al uso. Pero Leonardo y Francesco, mucho mayor qué él, eran muchachos privilegiados, príncipes que cabalgaban de la granja al molino y seguían más allá para recoger las rentas del abuelo de Leonardo, el patriarca de la familia: el amable y puntilloso Antonio da Vinci.

Y con la emoción de los recuerdos de miedo y felicidad, Leonardo pensó en el monstruo que había encontrado en la cueva oscura y fría de techos altos, en la resbaladiza ladera del monte Albano. Por aquel entonces tenía trece años, el mismo año en el que se convirtió en aprendiz de Verrocchio.

Leonardo guió a su pequeña corte de amigos y aprendices por una carretera adoquinada, pasaron por delante de un palomar encaramado en lo alto de un poste giratorio, para llegar a un grupo de casas rodeadas de jardines, establos, cabañas de campesinos, campos labrados y a los sotos uniformes de moreras plantadas por su tío Francesco. Francesco, «el vago», había estado experimentando con la sericultura, que había demostrado ser de lo más lucrativa, puesto que el gremio más rico y poderoso de Florencia era el de Arte della Seta: los tejedores de seda.

—¡Eh, Leonardo! —gritó Francesco desde el patio de la gran casa de aspecto impecable que había pertenecido al señor Antonio. Era de piedra con un tejado de tejas rojas, y tenía el aspecto de las antiguas casas comunales francesas. Pero desde luego en la casa de Piero da Vinci, el padre de Leonardo, no había animales.

Como su hermano, Francesco tenía el pelo rizado, y empezaba a volvérsele gris en las sienes y a escasear en la coronilla. Su rostro era intenso, quizá por sus labios inclinados hacia abajo y su nariz grande y aquilina; las profundas arrugas le habían provocado líneas arbitrarias debajo de los ojos y en sus gordas mejillas. Francesco abrazó a Leonardo hasta casi dejarle sin aire, y dijo:

—Has creado mucho revuelo en esta casa, mi buen sobrino. Felicidades. No me lo pasaba tan bien desde que me lo monté con aquella campesina que...

—¡Francesco! Ya está bien de tu... tauri execretio —dijo la mujer de Francesco, Alessandra, que apareció por la puerta. Su orgullo era su pelo, largo y dorado.

—¿No puedes decir simplemente «mierda», orgullo mío?

—No, desde luego que no, aunque al parecer tenga que soportar estar casada con un oso que solo sabe dormir, comer y...

—Cagar —añadió Francesco.

—Y defecar —corrigió Alessandra—... siempre seguiré siendo una dama —y, dicho esto, besó a Leonardo e invitó a sus amigos a entrar en la casa.

—Tu padre está muy ansioso por verte —dijo Francesco.

—Me lo imagino —dijo Leonardo mientras caminaba por la entrada de la casa—. Es maravilloso volver a verte, tío.

Además de aquella enorme estancia con altillo, había varios dormitorios, dos chimeneas, una cocina y una despensa, y algunos talleres que a veces alojaban a los campesinos que trabajaban en las granjas de los da Vinci. Había un piso superior con tres habitaciones más y una chimenea; y diez pasos por debajo estaba el sótano donde Leonardo solía esconder los animales muertos que había encontrado. La casa estaba inmaculada: el padre de Leonardo había tenido que presionar mucho a Francesco y Alessandra, que no eran tan limpios ni ordenados, para que la casa estuviera lista para acoger a Lorenzo y sus invitados.

Aquella habitación contenía camas, baúles y bancos, y un armario cerrado, para acomodar a los miembros menos importantes del séquito de Lorenzo. Sin duda alguna el padre de Leonardo cedería su propio dormitorio al primer ciudadano.

—Antes de que te pongas cómodo, sobrino, tienes que darle algunas explicaciones a tu padre —dijo Francesco haciendo una mueca.

Leonardo suspiró; siempre se ponía nervioso en presencia de su padre, como si fuera su aprendiz en vez de su hijo.

Piero bajó las escaleras de su habitación para encontrarse con Leonardo. Lucía su toga magisterial e iba tocado con una berreta de seda, como si estuviera esperando que Lorenzo y su séquito llegaran de un momento a otro.

—Saludos, hijo mío, y también para ti, Sandro Botticelli.

—Saludos, señor Piero —dijo Sandro con una reverencia.

Leonardo y su padre se abrazaron.

—Francesco, ¿serías tan amable de atender a los amigos de mi hijo? —preguntó Piero, y después, cogiendo a Leonardo por el brazo con fuerza, añadió—: ¿Podría alejarte de tus compañeros durante unos breves instantes?

—Por supuesto, padre —dijo Leonardo educadamente, dejándose llevar por su padre hacia el piso superior.

Entraron en el despacho, que estaba decorado con un escritorio largo y estrecho de estilo clerical, una silla señorial, y un banco ornamentado con dos cojines de forma octogonal. Las baldosas del suelo parecían un tablero de ajedrez. Un empleado estaba sentado en un taburete detrás del escritorio y se afanaba en mostrarse muy ocupado escribiendo en un enorme libro de contabilidad de tapas de piel. A pesar de que la estancia era de lo más austera, se notaba el gusto por la comodidad de nuevo rico, porque Piero estaba deseando dejar de ser «señor» para pasar a ser «maese», y así poder llevar una espada, que era la prerrogativa de todo caballero.

—¿Nos disculpas un momento, Vittore? —dijo Piero al empleado. El joven se levantó, hizo una reverencia y salió de la habitación.

—¿Sí, padre? —preguntó Leonardo temiéndose lo peor.

—No sé si regañarte o felicitarte.

—Lo segundo sería preferible.

Piero sonrió y dijo:

—Andrea me ha informado de que Il Magnifico quiere que trabajes en sus jardines.

—Sí.

—Estoy muy orgulloso.

—Gracias, padre.

—Lo ves, yo tenía razón al obligarte a trabajar como una mula.

Leonardo sintió que le ardían el cuello y la cara.

—¿Os referís a quitarme todo el dinero que he ganado para que no pueda ahorrar lo suficiente para pagar la tasa de mi inscripción como maestro en el Gremio de Pintores?

—El dinero ha ayudado a mantener a la familia... tu familia.

—Y ahora vos, o mejor dicho, la familia, perderéis esos ingresos.

—Mi preocupación no es, ni ha sido nunca el dinero —dijo Piero—. Estaba intentando forjar tu carácter, aunque todavía tengo ciertas dudas sobre el mismo.

—Gracias.

—Lo siento, pero soy tu padre y es mi deber... —Hizo una pausa. Después, como si intentara mostrarse más conciliador, dijo—: Has logrado algo muy importante al conseguir tener a Lorenzo como patrón. Pero él no se habría fijado en ti si yo no hubiera hecho todo lo posible para que permanecieras con Andrea.

—Nunca nos habéis dejado otra opción, ni a Andrea, ni a mí.

—Sea como sea, el maestro Andrea se ha ocupado de que produjeras y terminaras los proyectos que te eran asignados. Por lo menos ha impedido que fueras por ahí retozando con tus degenerados amigos.

—¿Entonces consideráis que Sandro Botticelli es un degenerado? —preguntó Leonardo sin poder ocultar la ira que mostraba su voz.

Piero sacudió la cabeza impaciente.

—Sandro es aceptable. Pero veo que también has traído a mi casa al joven Miglioretti. Circulan rumores que hablan muy mal de él. No es mejor que ese amigo tuyo, Onorevoli, ese al que llaman Il Neri.

—Ah, te refieres a los que no son amigos de Il Magnifico.

—No seas insolente conmigo.

—Os pido disculpas, padre —dijo Leonardo, molesto.

—Los Onorevoli no son amigos de los Medici: están entregados a los Pazzi. Deberías tener el juicio de mantenerte alejado de ellos y los de su calaña. Recuerda mis palabras, los Pazzi terminarán mal.

—Sí, padre —dijo Leonardo hosco.

—Has vuelto a hacer esa mueca.

—Lo siento si os he ofendido.

—No me has ofendido, tú... —Hizo una pausa y añadió—: Has puesto a la familia en una posición muy difícil.

—¿Qué queréis decir?

—El asunto que te trae aquí con los Medici.

—¿No os satisface alojar al primer ciudadano en vuestra casa? —preguntó Leonardo.

—Has hecho una apuesta estúpida con él, y el que quedará en ridículo soy yo. Nuestro nombre...

—Ah, sí, claro, eso es todo lo que os preocupa. Pero no fallaré, padre. Podéis apropiaros de todo el mérito y el honor que recaerá sobre nuestro buen nombre,

—Solo los insectos y los pájaros pueden volar.

—Y aquellos que llevan el nombre da Vinci. —Sin embargo Piero era imposible de ablandar. Leonardo suspiró—. Padre, intentaré no decepcionaros. —Hizo una reverencia y se dirigió a la puerta.

—¡Leonardo! —dijo su padre, como si estuviera hablando con un niño—. No te he dado permiso para que te vayas.

—¿Puedo irme, entonces?

—Sí, puedes. —Pero Piero volvió a llamarlo.

—¿Sí, padre? —preguntó Leonardo desde la puerta.

—Te prohíbo que intentes ese... experimento.

—Lo siento, padre, pero no puedo acobardarme ahora.

—Le explicaré a Il Magnifico que eres mi primogénito.

—Gracias, pero...

—Tu seguridad es mi responsabilidad —dijo Piero, y luego añadió—: ¡Me preocupo por ti!

Tras unos segundos de silencio, Leonardo dijo:

—¿Me haréis el honor de ir a ver como vuelo en el viento? —Aventuró una sonrisa—. Será un da Vinci y no un Medici o un Pazzi el que esté volando entre las nubes, cerca de Dios.

—Supongo que tendré que mantener las apariencias —dijo Piero, y después alzó una ceja, como si se preguntara qué papel jugaba él en aquella cadena de acontecimientos. Miró a su hijo y sonrió tristemente.

Una vez más Leonardo percibió la inabarcable distancia que lo separaba de su padre, aunque sintió que la tensión que había entre ellos desaparecía.

—Eres bienvenido en esta casa, puedes quedarte —dijo Piero.

—Apenas tendréis sitio cuando Lorenzo y su congregación lleguen aquí —dijo Leonardo—. Y yo necesitaré tranquilidad y silencio para trabajar y prepararme. Lo he arreglado todo para que podamos quedarnos en casa de Achattabrigha di Piero del Vacca.

—¿Cuándo os espera?

—Deberíamos irnos ya. Tío Francesco dice que nos acompañará.

Piero asintió.

—Por favor, dale mi más cálido saludo a tu madre.

—Me hará muy feliz hacerlo.

—¿Sientes curiosidad por conocer a tu nuevo hermano? —preguntó Piero, como si la pregunta se le hubiera ocurrido de repente.

—Por supuesto que sí, padre.

Piero tomó su brazo y caminaron hasta el dormitorio de Margherita.

Leonardo pudo sentir que su padre temblaba.

Y durante aquellos breves segundos, sintió que de verdad era el hijo de su padre.

A pesar de que su sueño recurrente en el que caía al abismo casi no le dejaba dormir, Leonardo se sintió reconfortado en la casita de suelo de tierra y tejado de paja de su madre, donde él había pasado su infancia más temprana. Caterina lo adoraba. Leonardo había heredado de ella su dedo torcido; y por ella había convertido aquella deformidad compartida en sus «pequeñas Madonnas». Caterina tenía un rostro hermoso, fuerte y franco; una nariz larga con una pequeña joroba en el puente; y unos labios tristes y pensativos. Era alta, rolliza, de piel cetrina, y era muy hogareña; tan diferente a las otras tres mujeres jóvenes con las que se había casado el padre de Leonardo. Pero aparte del dedo torcido, uno apenas podría encontrar otro parecido entre madre e hijo.

Al contrario que el padre de Leonardo, ella era muy generosa al demostrar su amor.

—¡Leonardo! —gritó Caterina mientras agitaba los brazos desde la entrada de la casita. Su marido Achattabrigha, con constitución de tonel, era un fornaciaio, un constructor de hornos; estaba en el patio rodeado de los carros que transportaban las partes de la máquina voladora de Leonardo. Todo estaba listo para subir a la colina, desde donde volaría. Achattabrigha también gritaba y llamaba a Leonardo.

Leonardo había pasado aquellos pocos días en soledad deshaciéndose incluso de la compañía de Sandro y Niccolò. Ellos parecían comprenderlo, porque Leonardo muchas veces actuaba así cuando estaba trabajando. Echaba breves siestas durante el día y dormía muy poco por la noche. Dibujaba y escribía en su cuaderno a la luz de una lámpara de agua de su propia invención, y pasaba interminables horas ocupado en su máquina voladora, que se apoyaba en una robusta estructura de madera construida con los árboles del bosque cercano. El Gran Pájaro era una quimera de colores brillantes. Sus alas gemelas, como las de una libélula, se habían construido con la forma de las alas de un murciélago, y estaban hechas de fustán curtido sobre finas tiras de madera de abeto. Debajo de las enormes alas doradas y azules estaba situado el arnés del piloto, los «remos» gemelos, las poleas manuales y el timón que se conectaba al cuello, que era como la cola de un pájaro. También había un cabestrante y pedales para los pies.

Leonardo tenía que volar con su Gran Pájaro al día siguiente en presencia de Il Magnifico. Sabía que estaba listo, pero de repente sintió la necesidad de verse rodeado de ruido y compañía. Todavía había una última cosa que quería hacer, y deseaba llevarse a Niccolò con él.

Dejó a Sandro a cargo de los aprendices.

—Volveremos en unas horas, madre —gritó Leonardo, mientras él y Niccolò ya se alejaban de la casa.

Caterina agitó los brazos y gritó:

—¡Tienes que volver ahora mismo! Tú...

Antes de que Leonardo pudiera responder nada, vio a Lorenzo de Medici aparecer por un costado de la casa, donde había atado a su enorme caballo. Por deferencia, Leonardo y Niccolò, inmediatamente, caminaron colina abajo hacia él; Lorenzo se apresuró a reunirse con ellos. Vestía un jubón corto de última moda, calzas y un gorro de caza de seda negra. Su cara cuadrada y sonriente estaba sonrojada por el esfuerzo y libre de eczemas; sus ojos oscuros, que daban a su rostro aquel aire intenso, estaban entrecerrados a causa del sol; y mechones de su espeso pelo castaño se pegaban a su frente.

—Ah, Leonardo, debo disculparme por entrometerme en tu excursión, pero deseaba hablar contigo..., a solas, antes de mañana.

Niccolò hizo una reverencia a Lorenzo, que lo saludó con cordialidad, y dijo:

—Te esperaré allí. —Y señaló una pequeña colina rodeada de olivos.

—Gracias, Nicco —dijo Leonardo. Mientras Niccolò se alejaba, Leonardo se sintió extraño en presencia de Lorenzo. Permanecieron un rato en silencio, escuchando a las cigarras.

—He hablado con Sandro hace un momento —dijo Lorenzo—. Parece estar mucho mejor que cuando salió de nuestra casa.

—El campo le sienta bien.

—Desde luego. Pero creo que eres tú el que se merece todo el mérito. Tu amistad le ha ayudado a recuperarse. Me ha dicho que ibas a llevar a Niccolò a conocer los lugares de tu infancia.

Leonardo sonrió un poco cohibido.

—Le he pedido a Sandro que se una a nosotros, pero no le apetecía mucho,

—Eso me ha dicho.

—Magnificencia, si lo deseáis, por supuesto que podéis acompañarnos.

Lorenzo sonrió y dijo:

—Si no crees que pueda ser una presencia incómoda, me gustaría mucho. Es un buen momento para que nos conozcamos mejor, porque pronto serás parte de mi familia. —Pasó un brazo por los hombros de Leonardo y dijo—: Cuando estemos a solas, como lo estamos ahora, no debemos someternos a las formalidades. Hace mucho tiempo que tengo celos de la amistad de Sandro contigo. Pero ahora tenemos la ocasión de forjar la nuestra propia.

Leonardo sintió que le ardía la cara.

—Y ahora que hemos acordado ser amigos, debo pedirte disculpas.

—¿Disculpas? ¿Por qué?

—No fui justo contigo cuando cerramos la apuesta en la fiesta en casa de Andrea del Verrocchio. Te presioné para que te jugaras la vida para salvar tu honor. Los dos actuamos sin pensar. —Y tras un segundo, Lorenzo continuó—: No puedo permitir que arriesgues tu vida.

—Magnificencia...

—Eres demasiado valioso...

—¿Mi padre os ha pedido que habléis conmigo?

—No, Leonardo —dijo Lorenzo—. El señor Piero ha sido muy cortés y apenas hemos intercambiado una palabra. Fue Simonetta la que me abrió los ojos. Se preocupa por nosotros.

—Sandro teme que ella no esté bien —dijo Leonardo intentando cambiar de tema.

Lorenzo asintió.

—Ella es muy frágil. Es como si en su interior tuviera un fuego que la consume. —Y añadió—: He decidido encargarle a otro que vuele en tu máquina... aunque el honor será todo tuyo.

—Agradezco vuestra preocupación, pero solo yo puedo hacer volar el Gran Pájaro —insistió Leonardo—. A no ser que el piloto sea alguien que haya estudiado el funcionamiento de los vientos, y esté versado en la ciencia del vuelo, una empresa como esta puede ser extremadamente peligrosa.

—No hay prisa, Leonardo; no hace falta que sea mañana. Estoy seguro de que con un poco más de tiempo podrás entrenar a alguien para que vuele con tu máquina.

—Magnificencia, si vos fuerais yo, ¿permitirías que otro ocupara vuestro lugar?

—Pero yo no soy tú, Leonardo. Yo soy...

—El primer ciudadano.

Lorenzo meneó la cabeza y rió. Pero enseguida se volvió pensativo y dijo:

—Leonardo, temo por tu vida. Y si yo permitiera que arriesgues el cuello por mi culpa, también temería por el estado de mi alma.

—No debéis temer por ninguno de los dos, Lorenzo. Pero debéis dejarme probar mi invención ante vos. Si alguien me sustituyera, revelaría ante toda Florencia que no confiáis en mí y que yo soy un cobarde. Por favor...

Tras una larga pausa, Lorenzo dijo:

—Muy bien, Leonardo, tendrás el honor. Madonna Simonetta me ha hablado de tu... situación con el caballero Nicolini. No sé qué se puede hacer exactamente; sin embargo, me ocuparé de ello. Aunque será un esfuerzo vano si mañana te caes del cielo. Sería de sabios reconsiderar... —Y empezó a caminar colina arriba, hacia donde esperaba Niccolò. Leonardo caminó a su lado.

Lorenzo parecía apesadumbrado, como si el peligro inminente que corría Leonardo fuera síntoma de las otras preocupaciones del primer ciudadano.

O tempora! O mores! —recitó Lorenzo empleando las palabras de Cicerón para describir aquellos tiempos inciertos—. Mi amigo Pico della Mirandola me asegura que la plaga está disminuyendo en Florencia. Aunque cuando me marché, no lo parecía. Como si la plaga no fuera un mal suficiente, además tengo que lidiar con su santidad, que continúa sus campañas en la Romagna y Umbría.

Leonardo se sorprendió de que Lorenzo condenara al papa de forma tan abierta. Aunque, desde luego, Lorenzo tenía razón en sus estimaciones: Francesco della Rovere, que había asumido el título de Sixto IV, era un hombre erudito y capaz, pero estaba consumido por la ambición de ofrecer puestos de riqueza y poder a su familia, y para ello amenazaba los intereses y la seguridad de Florencia.

—Pero ya es suficiente —dijo Lorenzo mientras se acercaban a Niccolò. El muchacho cogió el saco que había dejado en el suelo para descansar—. Como dice el inmortal Boccacio: «Seamos felices porque, después de todo, fue la infelicidad la que nos expulsó de nuestra amada ciudad». Bueno, digamos que es una traducción libre.

—¿Venís con nosotros? —preguntó Niccolò a Lorenzo. El muchacho estaba claramente exaltado.

—Desde luego que sí, joven señor. ¿Qué llevas en ese saco?

—Comida... y antorchas.

—¿Antorchas? —preguntó Lorenzo.

Niccolò se encogió de hombros y dijo:

—El maestro Leonardo me ha pedido que las traiga, y pedernales también.

—¿Tienes planeado quedarte a pasar la noche en los bosques? —preguntó Lorenzo a Leonardo.

—No, magnificencia.

—¿Entonces? —preguntó Lorenzo.

Leonardo sonrió y dijo:

—¿Queréis estropearle la sorpresa al muchacho?

Lorenzo rió de buena gana, y después echaron a andar a buen paso por los bosques de pinos, cedros y enebros; cruzaron los rápidos torrentes de montaña que arrastraban las rocas que poco a poco se convertirían en el lecho de los ríos.

—Casi puedo sentir a los antiguos dioses, y a sus ninfas y dríadas observándonos desde el bosque —dijo Lorenzo, y compuso una canción que cantó de la forma más desafinada posible:

Ven a mi dulce nido, te espero.Vulcano se ha ido; nada puede perturbar nuestro amor.Ven, porque estoy deliciosamente desnuda en mi suave lecho.No te retrases, porque es hora de volar.Mis pechos están coronados de flores rojas.Así que ven, ven a mí, Marte, ven porque estoy sola.Cuando llegaron a las escarpadas cuestas del monte Albano, la brillante luz del mediodía arrojaba sombras de formas grotescas en las piedras y en los acantilados. Entonces, con Leonardo abriendo el camino, subieron por la montaña.

—No esperaba una caminata tan agotadora —dijo Lorenzo mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo, y descansaba sentado en una roca. Justo encima de ellos, un saliente de roca les ofrecía algo de sombra. Era una calurosa tarde de verano con el cielo limpio y azul.

—Casi hemos llegado —dijo Leonardo, y guió a Lorenzo y a Niccolò hasta un agujero en la roca que se alzaba ante ellos como una garganta. Leonardo cogió el saco de Niccolò, que protestó como era su obligación, tan solo porque Lorenzo estaba presente. Después, Leonardo caminó con cuidado por una estrecha cornisa, utilizando los mismos agarres y puntos de apoyo para manos y pies que había utilizado cuando era un niño.

Allí encontró la entrada de su cueva secreta.

El vapor salía al exterior en una débil exhalación, como el humo de una pipa; y las paredes estaban bastante húmedas. Fuertes corrientes de aire se arremolinaban en la entrada, y la roca estaba húmeda y resbaladiza. Leonardo volvió para ayudar a Niccolò a cruzar la cornisa, y Lorenzo les siguió.

—Y bien, Nicco —dijo Leonardo cuando estuvieron delante del oscuro agujero y se detuvieron para descansar—. ¿Quieres ser la segunda persona en entrar en mi lugar secreto?

—¿Quién será el primero? —preguntó Niccolò.

Leonardo rió.

—¡Yo fui el primero!

—No puedo creer que exista un lugar así —dijo Niccolò mientras se arrodillaba y miraba hacia el interior de la cueva. Se agarró con fuerza a las rocas del exterior, temeroso de que la caverna se lo tragara—. Está completamente oscuro y es tan estrecho. Uno tendría que arrastrarse como un animal. Y está húmedo. Nunca había visto nada parecido.

—¿Tienes miedo de entrar, Nicco?

—¡Desde luego que no! Cuando hayas encendido las antorchas, seré el primero en entrar.

—¿Entonces tienes miedo de la oscuridad? —Leonardo sonrió al muchacho, que no tuvo más remedio que entrar en la cueva a tientas.

—No hay espacio —se quejó Niccolò.

—Luego se hace más amplio. Sigue adelante y ten paciencia.

—¿Vienes? —preguntó Niccolò con la voz apagada—. ¿Con la antorcha?

—Dime lo que ves.

—Solo sombras —dijo Niccolò—. Y estoy empapado.

—Ahí dentro hay mucha humedad —dijo Leonardo—, porque el fuego que se genera en las profundidades de la tierra calienta las aguas que están atrapadas en esta cueva. El calor hace que hierva el agua, que se convierte en vapor.

—¿Todavía no has encendido las antorchas? —preguntó Niccolò, y su voz sonaba ansiosa.

—Era mucho más joven de lo que tú eres ahora cuando encontré este lugar. Recuerdo haber sentido dos emociones: miedo y deseo. ¿Qué es lo que sientes?

—¿Qué era lo que deseabas? —preguntó Niccolò.

—Ver las cosas maravillosas que encontraría en su interior.

—¿Y de qué tenías miedo?

Leonardo golpeó los pedernales para encender las antorchas.

—Tenía miedo de la oscuridad, como tú.

—Yo no tengo miedo de la oscuridad.

Leonardo sonrió y le guiñó un ojo a Lorenzo. Le entregó una antorcha y los dos se agacharon para arrastrarse por la cueva. Niccolò parecía muy aliviado cuando los vio llegar.

—No has llegado muy lejos —dijo Leonardo—. Venga, sigue adelante o nos asfixiaremos por culpa de nuestras propias antorchas.

Niccolò se arrastró hacia delante hasta que el estrecho corredor se abrió a una enorme caverna. Leonardo se levantó y mantuvo en alto su antorcha para iluminar la vasta estancia y sus grotescas y cristalinas formaciones rocosas: cornisas, cortinas, columnas, electitas, huecos, estalactitas goteando y estalagmitas. Las sombras danzantes daban la sensación de que aquel lugar tenía vida propia; las antorchas arrojaban una luz nerviosa, y la sala parecía incluso más grande y más cavernosa de lo que era en realidad. Lorenzo y Niccolò se quedaron en silencio, asombrados. Todo lo que se podía oír eran las respiraciones sibilantes y el eco de las gotas de agua que caían en los estanques y creaban ondas concéntricas. De forma bastante incongruente, aquel lugar tenía el olor de las calles, el olor de la piedra mojada tras la lluvia: un olor denso, húmedo y calcáreo.

—¿Te gustaría ir a explorar? —preguntó Leonardo a Niccolò, y le ofreció al muchacho su antorcha. Su voz resonó en las paredes de la caverna.

—Si... permanecemos juntos —dijo Niccolò.

—No dejaremos que te pase nada malo. Quizá descubras una nueva sala.

—Tengo miedo a perderme.

—Para ser un joven que no tiene miedo de la calles, ni de los rufianes ni de los bagnios, de pronto tienes muchas dudas —dijo Leonardo, y echó a andar por la caverna, pasó por debajo de un puente de caliza solidificada y al lado de un estanque de agua cristalina, hasta llegar a las pilas de sedimentos de roca y a las cortinas de piedra del otro extremo de la caverna. Allí el techo se curvaba y se encontraba con la pared formando un ángulo agudo. Leonardo iluminó el saliente y Niccolò gritó asustado antes de volver a recomponerse. Incluso Lorenzo dio un paso hacia atrás.

Una criatura tan grande como una casa apareció imponente ante ellos.

Una serpiente... una bestia gigante atrapada en la roca.

Era el mismo Leviatán que los observaba a través de los velos de piedra de la eternidad: una criatura del mar con una cabeza larga y ósea, y unos colmillos enormes como los de un tiburón. Sus huesos blanquecinos sobresalían de la roca como un relieve.

—Leonardo, ¿es otra de tus conjuraciones? —preguntó Lorenzo. Parecía enfadado, como si lo hubieran embaucado.

—No es ningún truco mío, os lo juro. Descubrí esta criatura siendo niño, magnificencia. Pero imaginad cuántos reyes y personas y eventos han sucedido desde que esta fantástica criatura encontró su final en esta oscura caverna. —Miró a la criatura y continuó en lo que apenas era un susurro—: Fuiste destruido por el tiempo, sin embargo, todos y cada uno de tus huesos forman parte de la estructura de esta montaña, y son su sustento. —Una vez más sintió el asombro, la excitación y el miedo que había sentido cuando de niño había descubierto aquel monstruo sin ojos cuyos huesos eran tan antiguos como las estalactitas que colgaban del techo. Tocó el hombro de Niccolò; y el muchacho, como respuesta, tocó el brazo de Leonardo, como si entendiera por qué su maestro le había traído a aquel lugar, como si en efecto hubiera entendido aquella lección no expresada.

Allí estaba la muerte envuelta en asombro, misterio y eternidad.

Y allí estaban las oscuras fuentes de la curiosidad, la creatividad y la genialidad de Leonardo.

Su primer descubrimiento.

En la familiar frescura de aquel útero de piedra, Leonardo se despojó de sus miedos. Miró aquellos restos óseos y supo que nunca más volvería a aquel lugar.

Mientras tanto, antorcha en mano, Lorenzo examinó los huesos; y así encontró los restos fósiles de una concha marina.

—Mira esto, Leonardo —dijo—. ¿Cómo puede existir esto tan lejos del mar? Es imposible.

—Es obvio, magnificencia —respondió Leonardo sacudiéndose el sentimiento de tristeza que lo había apresado... como si sintiera que había perdido algo en aquel lugar—. En algún momento antes de la misma historia, esta montaña y la cueva estuvieron bajo el mar.

—Claro —dijo Lorenzo súbitamente excitado—. ¡El diluvio universal!

—¿Puedo hablar libremente, magnificencia?

—No debería ser de otra manera.

—Tengo mis dudas de que la inundación que sucedió en tiempos de Noé fuera universal. —Leonardo hizo una pausa, y luego añadió—: Si no teméis que cometa blasfemia, continuaré hablando, si no...

—Sigue, Leonardo. Estamos en privado.

—Bien, magnificencia, como sabéis, la Biblia registra cuarenta días y cuarenta noches de lluvia continua, y esa lluvia hizo que el agua subiera y subiera y superara por diez codos la montaña más alta de la tierra. Pero si ese hubiera sido el caso, que la lluvia hubiera sido universal, habría formado una cubierta de forma esférica alrededor de la Tierra, porque ¿acaso no es cierto que cada parte de la circunferencia de una esfera es equidistante de su centro?

—¿Sí...? —dijo Lorenzo.

—Por lo tanto —continuó Lorenzo—, sería imposible que el agua de la superficie se moviera, porque el agua no puede moverse por su propia voluntad, a no ser que sea para bajar. Entonces, si las aguas de aquella gran inundación no tenían capacidad para moverse, ¿cómo desaparecieron de la tierra? Y si desaparecieron, si se fueron, ¿hacia dónde se movieron? No tenían a dónde ir salvo hacia arriba. Por lo tanto, las causas naturales no pueden darnos una explicación. Tan solo podemos creer que fue un milagro, o que el agua se evaporó gracias al calor del sol.

Lorenzo observó la concha que tenía en la mano.

—¿Magnificencia? —preguntó Leonardo.

—Lo que dices tiene sentido aquí, pero solo aquí, en la oscuridad. Espero que una vez salgamos a la luz, la verdadera razón sea revelada de nuevo.

—Sandro a menudo me regaña por hablar tan libremente —dijo Leonardo a modo de disculpa.

—Lo que dices es fascinante —dijo Lorenzo—. Y puedes estar seguro de que tus palabras están seguras conmigo. —Lorenzo rió, pero su rostro, iluminado por la antorcha, tenía aspecto cansando y lucía una mueca cínica—. A su beatitud no le importaría nada tener otra razón para crear más disturbios en nuestra querida Florencia. Te aconsejo que tengas cuidado de con quién hablas, Leonardo... y tú también, señor Niccolò, porque muy pronto la gente os considerará Medici, aunque sin sus privilegios ni responsabilidades. Quizá no sea tan buen negocio para vosotros. —Lorenzo estrechó el hombro de Leonardo y añadió—: Pronto tendrás legiones de enemigos, y a muchos de ellos ni siquiera los conocerás ni sabrás quiénes son. —Lorenzo rió de nuevo—. Quizá sería mejor que reconsideraras la amistad que te une a gente como Il Neri, que tiene lazos con familias que no guardan en su corazón nada bueno hacia nosotros. Y tú también, Niccolò. Presta atención.

Leonardo tan solo asintió; pero Niccolò, al parecer encandilado por los misterios de las rocas y los fósiles, dijo:

—Magnificencia, a mí me enseñaron que conchas como esa fueron creadas bajo la influencia de las estrellas.

—Esa es la creencia que la Iglesia se afana en pregonar —dijo Lorenzo, mirando esperanzadamente a Leonardo—. Pero ahora, continúa, Leonardo. Ilústranos con tus, sin duda peligrosos, pensamientos al respecto.

Leonardo examinó su antorcha, que parecía a punto de apagarse, y luego añadió, con ciertas dudas al principio:

—Si la Santa Iglesia tiene razón y las eternas estrellas del cielo son capaces de producir estas conchas, de alguna manera, en las profundidades de las cuevas de la tierra, ¿entonces cómo explicáis que la conchas varíen de tamaño, edad y tipo? Creo que la Iglesia estaba más cerca de la verdad con su explicación del Diluvio. Pero los efectos de la naturaleza normalmente se producen de forma gradual, no por medio de un cataclismo. La violencia en la naturaleza es algo que sucede muy pocas veces. No, estas conchas fueron una vez criaturas vivientes que fueron cubiertas por sucesivas capas de barro, y su carne y sus órganos desaparecieron lentamente y dejaron esos... rastros. Y cada capa, cada inundación de barro o tierra, encierra los restos de otra generación de criaturas de Dios.

—Será mejor que nos marchemos —dijo Lorenzo—, no sea que nosotros también quedemos sepultados aquí por nuestra impiedad —y emprendió el camino hacia la salida. Niccolò hizo una señal a Leonardo para que salieran también, y esperó a su maestro. Pero Leonardo le dijo que siguiera adelante y se quedó solo en la caverna durante unos segundos, mientras la luz de su antorcha hacía brillar las resbaladizas paredes de hueso y piedra. Dejó caer la antorcha, miró una última vez más aquella antigua criatura, la fabulosa criatura de su juventud, y dejó atrás el frío de la caverna.

Delante, Lorenzo iba hablando con Niccolò, y Leonardo le oyó decir «lusus naturae»: fenómeno de la naturaleza.

Y mientras Leonardo se arrastraba por aquel lugar oscuro y brumoso que formaba parte de la caverna hacia el sol cegador de la tarde, se sintió completamente solo: como si estuviera aislado de su propio conocimiento, tal y como había sucedido con el monstruo que había dejado atrás.

En el exterior, se puso de pie sobre la cornisa y miró hacia Vinci, que quedaba a sus pies.

Estaba listo para lanzarse al cielo.