30 La montaña negra
«Está tan por encima de la tierra y es tan poderoso, que ese pequeño castillo es inexpugnable para todos, salvo para los ojos de Dios...»—Meister Eckhart«Y todos los objetos que volaban por el aire cayeron sobre nosotros; y finalmente se desató un incendio. Pero no lo había avivado el viento, sino que lo que habían traído, al parecer, cien mil pequeños diablos...»—Leonardo da VinciA medida que el ejército avanzaba, las mismas montañas parecían moverse a causa de las vibraciones de lejanos terremotos que apenas se podían percibir. Sin embargo, era como si la tierra hubiera perdido su equilibrio y pudiera romperse y caer hacia las ardientes y heladas llanuras del infierno. Como si la tierra gimiera dolorida; y así, las rocas se desprendían de los acantilados y se estrellaban contra el suelo como las bombas de Leonardo. Por las noches hacía mucho más calor y estaba más oscuro, ya que las nubes ocultaban las estrellas y los planetas. Incluso Gutne, que hasta ahora no había mostrado miedo ni preocupación, rezó al único Dios, mientras Sandro rezaba a la Virgen y a los santos y les pedía que intercedieron por ellos ante el Dios de sus padres. Gutne pertenecía ahora a Sandro... Quizá fuera su mujer, eso era todo. Dormía en la tienda de Sandro. Sandro se mantenía cerca de Leonardo, como si hubiera comprendido que la hora definitiva, la de separarse, estaba a punto de llegar. Incluso Amerigo se había separado de su amante Kuan para estar con Leonardo, como si no estuviera seguro de si su sueño desgarrador todavía pudiera convertirse en realidad.
El mundo ardía en llamas... y el califa estuvo espléndido.
Explicó a sus tropas todas las terribles señales y los horrible augurios como si se trataran de mandamientos escritos en el cielo gris y nublado que amenazaba con tormenta, hasta que sus soldados creyeron que el suelo y las montañas temblaban de impaciencia, ansiosos por que los árabes y los mamelucos alcanzaran a los turcos y los masacraran. El califa prometió que aquellos que cayeran irían directos al Paraíso, un paraíso carnal, pero sin dolor; un jardín de éxtasis físico y placer espiritual; donde los aguardaban las exquisitas huríes, un millar de A’ishehs esperando a mil almas valientes súbitamente cercenadas del hilo carnal de su vida. Agotados, sucios y esforzándose por colocar una pierna delante de otra en aquella marcha forzada, todos pensaban que la muerte era mejor que aquello. El paraíso les trajo un instante de agonía, una súbita visión pneumática. Incluso Leonardo pudo visualizarlo, y aquella imagen divina, iluminada desde el interior y desde el exterior, se transformaría en una estancia en su catedral de la memoria.
Ka’it Bay izó la cabeza de A’isheh sobre el mástil de un estandarte para que todos pudieran verla.
Ella les guió, y ellos la siguieron.
La tierra tembló y rugió, y la lluvia cayó como una cortina cuando por fin acamparon a la vista de los ejércitos turcos.
Ante ellos, en el extremo oeste de la llanura se alzaba el castillo fortificado que coronaba un escarpado peñasco de piedra caliza que medía lo menos ciento cincuenta metros de alto: la montaña negra. La fortaleza era un punto estratégico para controlar los accesos al valle y los bosques que había a sus pies.
Pero todo estaba tranquilo, como si ambos bandos se hubieran dado cuenta de que pronto la muerte ocuparía el lugar de la sombra de la montaña.
Los turcos les habían preparado una trampa.
Leonardo lo descubrió cuando subió a los acantilados del oeste con Hilãl y Mithqãl para tener una mejor vista del castillo. Habían empezado a subir al amanecer, y aunque había cierto frescor en el ambiente, llegaron sudorosos a la cima del peñasco que vigilaba el único acceso al castillo: un istmo de rocas con forma de silla de montar. Más allá, un estrecho sendero llevaba hasta una aldea saqueada por los turcos que terminaba desapareciendo detrás de una colina. Hilãl intentaba recuperar el aliento, pero Mithqãl no parecía haber sufrido con la subida. Fuertes ráfagas de viento los golpearon, y Leonardo miró por el telescopio bellamente grabado en plata que le había regalado el califa. De hecho, era un invento de Leonardo.
Leonardo ajustó la lente hasta que pareció que el castillo estaba al alcance de su mano. Lo que vio le desesperó, porque aquel no era como los castillos que había conocido. Parecía que habían reconstruido recientemente sus fortificaciones. Las torres altas y rectangulares habían sido sustituidas por gigantescos y achaparrados bastiones de roca que no eran más altos que los lienzos de la muralla y que proporcionaban a los cañones una clara línea de fuego. Los acantilados y los montículos inclinados servían de fosos para proteger la muralla del castillo. Aunque tenía un aspecto tan natural como la misma montaña, la fortaleza era de una perfección geométrica. Círculos de fortificaciones dentro de círculos; y los acantilados formaban laderas escarpadas, zanjas y terraplenes.
—Leonardo, ¿qué ves? —preguntó Mithqãl.
—Veo más que suficiente, y no veo lo suficiente.
—Déjame mirar —dijo Hilãl, y Leonardo le pasó el telescopio.
—Nunca había visto cañones tan grandes.
—Ni yo —dijo Leonardo. Así como podía detectar los sutiles movimientos en las alas de las aves en vuelo, también podía ver los detalles en las fortificaciones sin necesidad de lentes de aumento—. Debemos decirle al califa que hay que trasladar el campamento. Estamos a tiro de los cañones turcos, de eso estoy seguro.
—Pero no nos han disparado todavía —dijo Mithqãl.
—Es mejor dejar que las gallinas se construyan el gallinero y que luego se queden dormidas para pasar la noche —dijo Leonardo.
—No podemos retirarnos —dijo Hilãl—. El califa ni siquiera querrá oír hablar de ello. Tenemos que hacer algo... aquí.
Leonardo miró el camino que llevaba al castillo. Sería imposible llevar la artillería por allí, porque estarían completamente expuestos. Quizá sería posible llevar los cañones al otro lado de la montaña, pero eso llevaría semanas... a no ser... Hizo un rápido esbozo de un nuevo sistema de aparejos y poleas que podrían levantar los cañones poco a poco hasta las mayores alturas de los acantilados.
—¿En qué piensas, Leonardo? —preguntó Hilãl.
—Tenemos que darnos prisa... Tenemos que quitar nuestros cañones de en medio o no tendremos ninguna oportunidad —dijo Leonardo—. Si nos retiramos, Mehmed tendrá que venir a por nosotros. El castillo tan solo le asegura la retirada. Con tiempo, podremos asaltar el castillo.
—Sé lo que hay que hacer —dijo Mithqãl.
Su intensidad era tal que Leonardo no pudo evitar ablandarse un poco.
—Sí, estoy seguro de que lo sabes. Y quizá tengas razón.
—Pero todavía no os lo he contado.
—No hace falta —dijo Leonardo mirando a Mithqãl y luego al castillo, como si pudiera penetrar las murallas con el fuego de su mirada y encontrar a Niccolò.
Pero quizá solo encontraría otro de los obsequios de Mehmed: la cabeza de Niccolò dentro de un frasco de cristal que magnificaría sus proporciones.
Su piel morena tan blanca como la tiza.
Sus labios tan oscuros y veteados como los peñascos de aquel lugar desolado.
Antes de que llegaran al campamento, los turcos empezaron a disparar los cañones del castillo y del valle, acompañados por los silenciosos pero mortales trabuquetes y mangoneles, armas de asedio que arrojaban rocas de ciento cuarenta kilos al centro del campamento de Ka’it Bay. Leonardo sintió los golpes como sacudidas. Un proyectil alcanzó una tienda donde se guardaban los barriles de pólvora, explotó y arrojó a los soldados por los aires como si fueran jirones de tela. Al principio no fue más que una carnicería, porque la sorpresa en el ejército de Ka’it Bay era tan grande que los hombres no sabían hacia dónde huir. Era como si la tierra hirviera y una cortina de ardientes rocas y metal cayeran del cielo. Hilãl observó horrorizado y Leonardo le oyó rezar, entonando las palabras como si no se diera cuenta de que estaba rezando.
Desde la posición ventajosa donde se encontraban, en los acantilados, los tres pudieron verlo todo como si estuvieran observando desde el aire. La lejanía, mezclada con el horror de lo que presenciaban, hacía que sintieran que todos aquellos hombres que caían y morían no eran reales. Era como asistir a un festival: las bombas y los disparos podían ser los fuegos artificiales, inofensivas lluvias de chispas.
Vieron cómo saltaban por los aires las estructuras de madera, los carros de los pertrechos y las tiendas; vieron al califa que galopaba en medio de aquel caos, ordenando a sus hombres que se retiraran hasta un lugar seguro.
Pero entonces los turcos llegaron al valle.
Leonardo los vio antes que Ka’it Bay. En cuestión de instantes el califa vería sus plumas y yelmos, como si aparecieran de las entrañas de la tierra, porque la caballería de Mehmed se aproximaba desde detrás de un pequeño arroyo y no podían ser vistos. Galoparon en formación de batalla. Los jinetes, espahis, de Asia Menor y la caballería europea, todos jinetes de élite, flanqueaban las falanges de los soldados jenízaros de Mehmed. Cincuenta mil jenízaros más marchaban dentro de una formación cuadrada de carros, y en el centro avanzaban cuatro líneas de soldados y jinetes; una enorme falange que se extendía por todo el campo. Ciento cincuenta mil hombres marchaban, avanzando como una sombra que invadía el valle vacío. Y con la ayuda de su telescopio, Leonardo vio a Mehmed y a Mustafà ataviados como pájaros de colorido plumaje, seguros y a salvo en el corazón de sus tropas.
No tenían necesidad de mostrarse heroicos. Aquel ejército masivo era su fuerza, y el Gran Turco claramente había planeado un largo y aburrido día de masacre.
—Los cañones —dijo Hilãl—. Y mis hombres. Mira, ahí abajo, los turcos los destrozarán a todos. —Y como si corriera para salvar a sus propios hijos, Hilãl trotó acantilado abajo. El obeso eunuco era mucho más ágil de lo que Leonardo habría imaginado. Pero la bajada parecía que no se acababa nunca, y mientras Leonardo y Mithqãl seguían a Hilãl, cada vez pudieron ver menos y menos de lo que estaba pasando porque el polvo impregnaba el aire como una nube, y lo cubría todo. Lo cierto era que pronto atacaría la caballería turca, porque Mehmed no querría retener a la flor y nata de su ejército, los akindjis y los kurdos, que intentarían capturar la artillería del califa, como si tuvieran que arrancar los dientes de la boca del mismo Ka’it Bay.
Hilãl tenía razón sobre eso.
Leonardo deseó estar con Sandro y Amerigo. Se concentró para tomar las riendas de sus pensamientos, porque los que asomaban le aterrorizaban: imaginó que sus amigos sufrían la más terrible de las muertes, los imaginó saltando por los aires, siendo desgarrados por el enemigo, empalados en una espada o una pica; los imaginó suplicando por sus vidas mientras él miraba, incapaz de salvarlos. Una vez llegaron a la base del peñasco, los tres corrieron juntos hacia su propia artillería. Pero entonces, como si la imaginación de Leonardo hubiera coloreado la realidad, al igual que pintaba y coloreaba los lienzos, el proyectil de un cañón explotó justo delante de ellos, y la metralla mató a un soldado que corría directo hacia la batalla. En cuestión de segundos quedó reducido a pedacitos, a trocitos, y su alma también explotó y se convirtió en una nube rojiza que entró a formar parte de los miasmas de la batalla.
Podría haber sido Sandro o Amerigo o Mithqãl.
Una vez a salvo, parapetado detrás de un carromato de pertrechos volcado, Leonardo dejó escapar el aire que había estado reteniendo y estrechó el brazo de Mithqãl como si fuera el de Niccolò.
Los tenientes de Hilãl tuvieron la iniciativa de trasladar los cañones y después rodearon a la caballería mameluca y persa, y a las falanges de infantería. De hecho, se colocaron en los flancos de modo que pudieran disparar hacia el centro de los turcos, hacia sus campamentos, y así destrozarlos. La táctica tuvo éxito tan solo en parte, porque los turcos habían dispersado su artillería y la habían situado entre sus filas de infantería, y estaban masacrando persas y árabes. Pero su artillería no era rival para los cañones de Leonardo y sus armas de repetición, que mataron turcos en grandes cantidades hasta que la llanura estuvo empapada de sangre y cubierta de cadáveres y miembros cercenados: un gran tapiz tejido sin diseño ni marco en el perímetro. Los turcos intentaron tomar los cañones con una carga de artillería, pero la caballería de Ka’it Bay los rechazó. Leonardo permaneció al lado de Hilãl, al mando de sus propios cañones. Y mientras observaba las explosiones de metal, madera y carne, mientras los hombres se lanzaban unos contra otros al alcance de la mano de Leonardo, chocando espadas y picas contra el metal, destrozándose los unos a los otros como si se hubieran vuelto locos, Leonardo no pudo refugiarse en la entumecedora euforia cargada de adrenalina que suponía el combate cuerpo a cuerpo. Estaba solo, aislado, y completamente consciente, casi de forma sobrenatural, de la carnicería que estaba desarrollándose a su alrededor. Y con cada muerte, cada carne desgarrada que se transformaba en el material de las almas, Leonardo se sentía más pesado, como si cada muerte fuera una terrible ganancia, hasta que sintió que él también estaba cayendo. Pero el ojo de la culpa no podía cerrarse, y se vio a sí mismo, fascinado y aterrorizado, mientras corría de cañón en cañón, ayudando donde era necesario, dirigiendo el ruido y la muerte como si él fuera el Jinn Rojo, tan pesado como Hilãl, castrado, e implacable como los dioses de piedra de los ancestros de Ka’it Bay. Pero aquella batalla no podía ganarse con cañones y armas de repetición, porque los persas y los árabes se enfrentaron a los turcos pica a pica, espada a espada; y como los amantes, se convirtieron en uno solo. Disparar a los turcos habría significado matar la misma cantidad de persas y árabes, así que tras disparar una última carga a la retaguardia de los turcos, Hilãl ordenó a sus eunucos mamelucos que se retiraran para poner a salvo la artillería. Las pisadas de las polvorientas pezuñas de las yeguas de caballería surgieron alrededor de Leonardo y de los cañones, una muralla de sudorosa carne de caballo.
Más allá, delante de ellos, la caballería se encontró frente a la caballería enemiga, y chocaron; y como si todos los gritos y los gemidos se hubieran convertido en el rugido de una cascada, las tropas de Ka’it Bay siguieron avanzando hacia las líneas árabes, porque aunque aquellos hombres luchaban con valor, como los persas, todavía estaban en retirada. Los ejércitos cubrieron la llanura, como si fuera una sola falange gigantesca, o alguna bestia marina erizada de picas. Y mientras se retiraban, Leonardo le gritó a Hilãl por encima del rugido de la batalla.
—¿Dónde están las mujeres?
Hilãl se encogió de hombros.
Leonardo estaba preocupado por Sandro y se preguntó si estaría donde debía estar, con las mujeres, fuera donde fuera. Lo normal era que estuvieran escondidas en las colinas. Quizá Leonardo, Hilãl y Mithqãl habían pasado justo a su lado al bajar de los acantilados y no se habían percatado.
—¿Y Mithqãl? —preguntó Leonardo—. Estaba aquí hace un instante,
Hilãl miró alrededor, preocupado.
—No puedo imaginar...
—Yo sí puedo —dijo Leonardo—. ¿Dónde están los demás ángeles?
—Estarán en las montañas.
—¿Serían capaces de lanzarse a la batalla por propia iniciativa? —preguntó Leonardo.
—No sin recibir órdenes.
—¿Obedecerían a Mithqãl?
—Por supuesto, él es el capitán —respondió Hilãl.
Tras oír aquello, Leonardo abandonó la protección de Hilãl. Nada más dar unos pasos se vio envuelto en lo más crudo de la batalla. Se encontró una espada y la arrancó de la mano de un mameluco muerto, también tomó su caballo, una yegua con manchas que permanecía obedientemente de pie al lado de su dueño, como si el hombre simplemente hubiera decidido echar un sueño y hubiera esperado que aquella pequeña e inteligente criatura esperara allí por él.
Los ángeles estarían acampados en los acantilados, Leonardo sabía eso. Pero, ¿dónde?
Galopó a través de la batalla. Tan solo una vez un piquero intentó derribarlo de su silla, y Leonardo le dejó marchar porque su objetivo era encontrar a Mithqãl. Cosa que hizo.
El muchacho iba a pie, huyendo de un turco que tenía la ventaja del tamaño y de su arma. Mithqãl había perdido la suya y miraba en la dirección de Leonardo, aterrorizado, convertido en lo que era, un niño. Debajo de él solo había hierba empapada de sangre y barro, y a su alrededor luchaban los hombres, gruñían y mataban, ignorando al muchacho que buscaba un arma, estaban demasiado distraídos con sus oponentes como para correr hacia él y ponerlo a salvo.
Leonardo decapitó al turco de un solo golpe, y al mirar a Mithqãl se sintió repugnado por lo que había hecho, aunque lo hubiera hecho para salvar la vida del muchacho. Era como si le hubieran descubierto, le hubieran expuesto. Durante un instante, recordó al juez parapetado en su alto estrado juzgándolo por sodomía.
Alargó la mano a Mithqãl, que saltó al caballo y se agarró a Leonardo como si fuera un niño, jadeando. Y Leonardo intentó llegar al perímetro sur de la batalla, allí donde estaban sus propias líneas, para ponerse a salvo. Pero enseguida volvería a la refriega, porque si quería ver a Niccolò de nuevo, tenía que encontrar a Ka’it Bay, tenía que mantener su confianza, tenía que contarle su plan.
—Leonardo.
—Todavía no —dijo Leonardo—. Todavía no estamos a salvo.
—Pero eso no me importa —dijo Mithqãl.
—¿Quieres que te deje aquí mismo entonces?
Mithqãl no respondió, pero se agarró a Leonardo con más fuerza. Incluso allí, cerca de las líneas amigas, donde los soldados persas de Calul y los mamelucos luchaban contra los turcos, el entrechocar de espadas, los gritos de los hombres y las mujeres, los silbidos de las flechas y las descargas de los arcabuces eran tan ruidosos e inmediatos que casi podían percibirse. Sin embargo, las nubes de polvo otorgaban a la batalla un aire irreal. De hecho, era posible que la descripción del infierno de Dante procediera de experiencias como aquella. Leonardo aspiró el humo y se ahogó por el amargo y acre hedor a carne quemada... y vio a Ginevra cabalgando como un hombre sobre una yegua persa, blandiendo una espada como si la hubieran entrenado para ello, despedazando y matando con la misma decisión que los hombres y las mujeres que la rodeaban. Las mujeres persas luchaban como los hombres, quizá mejor, porque ellas habían llevado en su vientre a los niños que ahora estaban luchando por proteger.
Pero claro, era Gutne la que parecía ser Ginevra, la que había sido esclava de Leonardo durante un suspiro hasta que había conocido a Sandro.
Gutne vio a Leonardo y galopó hacia él. Una vez juntos abandonaron el palpitante corazón de la batalla y, como si atravesaran un velo, cruzaron la nube de polvo hasta llegar a un claro. Aliviado por estar alejado del peligro inmediato, aunque solo fuera durante unos instantes, Leonardo los llevó hasta un sitio seguro, tras una agrupación de árboles. Allí estaban los acantilados estriados. Mithqãl desmontó inmediatamente, como si permanecer durante mucho más tiempo en el caballo de Leonardo supusiera una humillación. Gutne observó a Leonardo, su rostro surcado por líneas de polvo como si fueran lágrimas, sus brazos y ropas sucios y cubiertos de sangre. No llevaba velo, ni adornos en el pelo. Su cabello rojo brillante, al igual que cuando la había conocido, estaba recogido hacia atrás. Era como Medusa, con su pelo tirante como serpientes de coral, y emanaba un odio pasivo de forma tan natural como el calor.
—¿Por qué no estás con las demás mujeres? —preguntó Leonardo—. Y, ¿por qué...?
Ella le interrumpió con una carcajada, y preguntó:
—¿Acaso crees que solo las mujeres persas saben luchar? No hemos pasado toda nuestra vida en los hareems.
Leonardo se quedó sorprendido por su agresividad y dijo:
—No quería faltarte el respeto.
—Pero yo sí te lo he faltado. —Gutne bajó la mirada, y como si de pronto se hubiera dado cuenta de que no llevaba cubierta la cabeza, se colocó su pañuelo estampado. Sonrió a Leonardo, como si hubiera adoptado otro papel y añadió—: Así es como me has reconocido. —Hizo una pausa—. Pero yo te he reconocido, maestro, como si Dios en persona te estuviera señalando.
—¿Sandro te ha pedido que te tiñas el pelo como...?
—¿Cómo Ginevra? —preguntó Gutne—. No, pero ha sido ella la que me ha dado la idea para teñirme de nuevo.
—¿Qué quieres decir?
—Quería a Calul.
—¿El hijo de Ussun Cassano?
Gutne asintió.
—Me teñí el pelo y lo encontré. Él me vio, y se vio a sí mismo. Ahora soy suya. —Hizo una pausa, con aire sorprendido—. ¿No lo apruebas? Ya que me entregaste a Sandro, yo... —Su voz fue a la deriva durante unos instantes, pero miró a Leonardo detenidamente, como intentando descifrar si él quería que ella volviera a su lado.
—¿Y qué hay de Sandro? —preguntó Leonardo.
—Me dijo que no podía quedarse en estas tierras.
Esta vez fue Leonardo el que se sorprendió.
—Me dijo que me amaba —continuó Gutne—, pero que no podía hacerme el amor. Me dijo que llevaría mi imagen en su corazón. ¿Sabes qué quería decir con eso?
Leonardo lo sabía muy bien, pero no dijo nada.
—Me dijo que se ha consagrado a Dios. Intentó asegurar mi situación y mi supervivencia, pero me negué. Cuando descubrió lo de Calul se enfadó mucho.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Leonardo, preocupado.
—No lo sé. No quiso decírmelo.
—¿Dónde están las mujeres?
—¿Él está con ellas? —preguntó Gutne.
—Eso creo —respondió Leonardo.
—No lo sé. Nadie lo sabe salvo aquellos que las protegen —dicho esto, Gutne montó su caballo y se dispuso a partir—. ¿De verdad te importa tanto tu amigo?
Leonardo tan solo la miró.
—Yo creo que solo te importa Niccolò. Y probablemente esté muerto. —Salió al galope hacia la batalla, de vuelta con los soldados de Calul. Desapareció en una nube de polvo como si hubiera estado hecha de humo.
—Ella os odia, ¿verdad, maestro? —preguntó Mithqãl. Pero era más una afirmación que una pregunta. Tras una pausa, añadió—: Yo sé donde están las mujeres, maestro.
Leonardo encontró al califa montado a caballo reunido con Kuan, el devatdar, y otros altos oficiales, todos Emires de los Mil. Estaban apiñados, y los guardias mamelucos los rodeaban, al borde de la refriega. Cuando el califa vio a Leonardo, le saludó con la cabeza y ordenó a sus soldados que lo dejaran pasar.
—Veo que por lo menos estás vivo —dijo Ka’it Bay—, cuando el resto de mis hombres han sido masacrados.
—Han muertos más turcos que árabes o persas, Gobernador de los Mundos —dijo Leonardo.
—Gracias a tus máquinas, maestro. Pero, ¿de qué nos sirven ahora?
—Quizá tu ejército está demasiado ansioso por entrar en combate.
Kuan estaba preocupado, porque el califa estaba agotado, física y psicológicamente. Pero Ka’it Bay dijo a Leonardo:
—Los soldados no pueden esperar inmóviles a que les llegue la muerte. ¿Crees que podrías haber mantenido nuestras líneas durante más tiempo?
—No, mi señor, claro que no.
—Entonces, ¿qué es lo que piensas? ¿Hemos vencido nosotros, o los turcos? —Sonrió, porque estaban allí en medio de un matadero; el olor a muerte era más intenso que el perfume—. ¿Y bien...? —Su voz sonaba peligrosa.
—No ganaremos hasta que conquistemos el castillo —dijo Leonardo—. Las tropas de Mustafà están a salvo bajo su protección.
—Podemos dejar que se mueran de hambre —dijo el califa.
Leonardo miró a su alrededor, a los otros hombres. Nadie se atrevía a hablar.,
—¿Queréis permanecer aquí durante todo el invierno? —preguntó—. ¿Y probablemente moriros de hambre al igual que el enemigo?
—Los aplastaremos, aunque perdamos hasta el último hombre.
—Tengo un plan, Señor de los Mundos —dijo Leonardo—. Querríais...
—Quizá tú seas mi heraldo, maestro. —El califa ignoró lo que Leonardo acababa de decir.
—Me temo que no entiendo lo que queréis decir.
—Si no estamos todos muertos, te llamaré más tarde, maestro —dijo el califa despidiéndolo—. Tu deber es permanecer al lado de tus máquinas, si es que los cañones turcos no las han destruido todas. Enterraremos a Hilãl más tarde. Con honor.
¿Hilãl había muerto?
Leonardo hizo una reverencia y se marchó seguro de que el califa había captado su sorpresa y desconcierto.
—Mithqãl, ¿sabes guardar un secreto? —preguntó Leonardo.
—Claro que sí, maestro. ¿Acaso no os lo he probado ya?
—Si pudieras destruir a los turcos y cubrirte de gloria mediante trucos y prestidigitación, ¿lo harías?
Mithqãl no parecía muy seguro.
—Dependería, maestro.
—¿De qué? —preguntó Leonardo tendiéndole el cebo.
—No lo sé, pero yo nunca traicionaría a mi califa —dijo Mithqãl muy serio.
—Nunca te pediría que traicionaras a tu rey. Pero, ¿mentirías a tus superiores para ayudarme?
—Sí.
—¿Por qué? —preguntó Leonardo sorprendido de que el muchacho no hubiera dudado ni un instante.
—Porque me habéis salvado la vida.
Y así, Leonardo le contó su plan a aquel precoz ángel de la muerte.