31 El plan
«La noche hablará, la noche dará su consejo,la noche nos traerá la victoria.»—Plutarco«Aguarda, oh pájaro de la oscuridad;allí encontrarás carne humana en abundancia.»—PlutarcoFinalmente Ka’it Bay convocó a Leonardo a su tienda. Para levantarla habían necesitado a treinta soldados. Un esclavo entregó a Leonardo una pipa y una taza de café; los intensos aromas del café y el tabaco eran deliciosos, y fue entonces cuando Leonardo se dio cuenta de lo cansado y hambriento que estaba.
—¿Sabes interpretar sueños? —le preguntó el califa.
—No, mi señor.
—¿No...? Mi devatdar sí sabe.
Leonardo inclinó la cabeza hacia el devatdar, que parecía muy incómodo sentado donde estaba, en aquel sofá, justo enfrente del califa y al lado de Kuan.
—He tenido un sueño terrible justo antes del amanecer —continuó el califa—. He llamado a mi imán y a mi devatdar. Pero al parecer, uno no sabe darme una respuesta y el otro me da una que yo no puedo aceptar. —Miró al devatdar y a su imán. El hombre santo tendría unos ochenta años y estaba encorvado y encogido, y sus ropas lo envolvían como si estuviera escondiéndose en ellas. Pero su mirada era directa y amenazadora.
El califa se volvió hacia Leonardo.
—He soñado que una gran serpiente se enroscaba en mi cuerpo. Al llegar al cuello, empezaba a ahogarme. Pero el animal me miraba con unos ojos que parecían joyas, y de pronto se ha transformado en un águila. Ha extendido sus alas y he volado por el aire, me ha llevado colgando de sus garras durante mucho tiempo hasta que he visto un cayado que brillaba como un ascua abajo en el desierto. Era el báculo de un heraldo. Después, el águila me ha depositado en el suelo con gran suavidad, al lado del báculo. Y cuando lo he tocado, me he sentido liberado del terror y de la duda. —Tras una pausa, dijo—: ¿Qué interpretas de este sueño, maestro Leonardo?
—No creo en la nigromancia —dijo Leonardo a la vez que intentaba disimular su excitación. De hecho, si Leonardo hubiera creído en supersticiones, el sueño del califa habría sido un regalo de Dios.
—Eso no importa. Kuan tampoco cree.
Kuan bajó la mirada.
—Mi esclavo y hermano coincide con la interpretación de mi devatdar —dijo Ka’it Bay. Después, señaló al devatdar—: Cuéntaselo.
—La serpiente significa derrota —dijo el devatdar—. Pero no hemos sido derrotados. Somos los vencedores.
—Uno siempre sabe cuándo es el vencedor —dijo Ka’it Bay—. Puedo decirle a mis tropas que hemos vencido; pero la victoria es decisiva. Estoy seguro de que Mehmed les está diciendo a sus tropas que ellos son los vencedores.
—Entonces, incluso aunque nosotros seamos los derrotados —continuó el devatdar—, tan solo nos destruirán completamente si nos quedamos. Porque la serpiente es el Turco, y él nos estrangulará.
—Él me estrangulará a mí —dijo Ka’it Bay—. Así es como era en mi sueño.
—Un sueño no suele ser literal, mi señor.
—Quizá sí, quizá no. Pero continúa.
—Si os retiráis ahora, con honor, y con esto me refiero al honor del más grande de los generales, vuestro país estará a salvo. Si obedecéis los dictados de vuestro sueño, entonces la derrota se convertirá en victoria, el águila, y os llevará de vuelta a casa, a Egipto. Si hacéis esto, ya no tendréis miedo ni dudas. Ese es el obsequio del heraldo.
—¿Y quién es ese heraldo?
—Sois vos, gran rey —dijo el devatdar.
—¿Lo ves? —dijo el califa a Leonardo.
—Estoy seguro de que no dudáis de las intenciones ni del valor de estos hombres —dijo Leonardo.
—Quizá no se tengan más que odio, pero lucharían a mi lado hasta la muerte.
—Gran rey, somos hermanos —dijo el devatdar—. Entre nosotros no hay enemistad.
—Mi señor, aunque su interpretación encaja perfectamente, me temo que no estoy de acuerdo —dijo Leonardo.
—¿Por qué? —preguntó el califa.
—Porque no creo que debáis dejar esta tierra sin conquistarla, y porque tengo un plan.
Ka’it Bay rió y asintió.
—Por lo menos eres honesto. Pero antes de que escuche tu plan, quiero oír tu interpretación de mi sueño.
—Son lo mismo, califa. Habéis soñado mi plan. —Leonardo hizo una pausa para crear cierto efecto dramático, y luego continuó—: Vuestros sabios consejeros tienen razón al decir que la serpiente del sueño representa la derrota. Pero vuestro sueño os dice que podéis transformar esa derrota en una victoria.
—¿Cómo?
—Tenéis águilas, señor de los mundos. Tenéis máquinas voladoras a vuestra disposición. Pueden abriros el castillo... esta noche.
—¿Esta noche?
—¿Preferiríais esperar a que ataque el enemigo? —preguntó Leonardo.
—Preferiría que mis hombres descansaran unas pocas horas —dijo el califa—. ¿Has perdido la confianza en tus máquinas y tus cañones?
—Mi señor, estamos preparados... para un largo asedio. ¿Eso es lo que deseáis? Mehmed nunca esperará que ataquemos de noche, pero nos estamos quedando sin tiempo.
—¿Y el báculo, Leonardo? —preguntó Ka’it Bay.
—¿Mi señor?
—El de mi sueño...
—Teníais razón al decir que yo era el heraldo —dijo Leonardo—. Yo voy a entregaros ese báculo. —Y alargó la mano al califa, que asintió pero no hizo ningún movimiento para cogerla.
—¿Por qué deberíamos utilizar los ángeles y tus máquinas voladoras, maestro? —preguntó Ka’it Bay—. Kuan, ¿por qué no podemos volar en tus barcos que flotan por encima del enemigo y dejar caer las bombas sobre ellos? ¿Acaso no quemarían su carne y destrozarían sus líneas igual que hicieron las máquinas de Leonardo cuando los niños volaron por encima de su ejército y arrojaron fuego y hierro?
Antes de que Kuan pudiera hablar, Leonardo intervino:
—No podemos estar seguros de que eso funcione de nuevo, mi señor. Sin duda Mustafà ha avisado a su padre, y él a sus ejércitos...
—Hemos perdido todos los barcos que flotan menos uno —dijo Kuan—. Los carros que transportaban la tela de los globos fueron alcanzados por los cañones y ardieron.
—Además de eso, señor de los mundos, los barcos que flotan dependen terriblemente de los vientos —dijo Leonardo—. Incluso aunque los cañones turcos no los hubieran destruido, no podríamos controlar...
—Maestro, no necesitas proteger a Kuan de mí —dijo el califa—. Sería mejor que fueras tú el que tuviera cuidado, tú y tu amigo Sandro, a quien el turco acusó de espía.
—Si queréis seguir vuestro sueño al pie de la letra, mi señor —dijo Leonardo ignorando la amenaza del califa—, podréis seguir la batalla desde el barco que flota de Kuan, que estará amarrado a tierra. Podréis observar...
—¿Qué preparaciones has hecho por tu cuenta?
—Las máquinas voladoras y los ángeles están a salvo en los acantilados.
—¿Con las mujeres? —preguntó el califa.
Leonardo no podía hacer otra cosa salvo ser honesto.
—Sí. —Y luego dijo—: Y bajo mi responsabilidad hemos llevado una parte de los cañones hasta una posición desde la cual podrán disparar sobre el castillo de forma efectiva.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó el devatdar.
—Hemos concebido un sistema de aparejos y poleas para subir los cañones a los acantilados.
—¿Hemos? —preguntó el califa.
—Yo lo hice, mi señor.
—¿Hilãl estaba al tanto de esto?
—No.
—¿Has retirado artefactos de asedio del campo de batalla?
—Sí, gobernador de los mundos, porque entonces no servían para nada, pero ahora sí pueden ser de utilidad. —Leonardo estaba preparado para la furia del califa.
—Has tenido que tener ayuda en una empresa de tal calibre —dijo Ka’it Bay—. ¿Quién he tomado esa iniciativa sin mi permiso?
Leonardo bajó la cabeza, pero no respondió.
—¿Cuál es tu plan? —susurró el califa.
—Los ángeles aterrizarán en la muralla norte del castillo, porque apenas estará vigilada.
—¿Enviarás a unos niños a hacer el trabajo de un hombre? —preguntó el devatdar.
—Una vez se despojen de las alas, pasarán desapercibidos entre los turcos —dijo Leonardo—. Al fin y al cabo... no son más que niños.
—Pero esos niños luchan como hombres —dijo Kuan—. Lo he visto con mis propios ojos: son rápidos y mortales..., como las mujeres persas que luchan al lado de sus hombres.
—Nos abriremos paso hasta la entrada y la abriremos para que entren vuestros soldados —dijo Leonardo al califa.
—¿Nos?
—Sí, yo también iré a...
—No, no irás —dijo el califa. Y tras un segundo, dijo—: Ahora, continúa.
Leonardo recuperó la compostura.
—Una vez las puertas estén abiertas, nuestras tropas tomarán el castillo. Cuando disparemos los cañones de los turcos contra el campamento de Mehmed, esa será la señal para que ataque vuestro ejército.
—Es noche cerrada, oscura —dijo Ka’it Bay—. No hay luna que pueda guiarnos. ¿Crees que los seguidores de Alá son gatos?
—He preparado lámparas —dijo Leonardo—. Los carros con guadañas avanzarán en primer lugar mientras mis cañones y mis armas crean una cortina de fuego delante de ellos. Las explosiones de mis misiles arrojarán luz suficiente para guiar a los carros y a los hombres. Cuando estéis sobre los turcos, entonces podréis encender las lámparas, porque aunque nosotros no tengamos el control de los cañones del castillo, los turcos no dispararán contra su propio rey. Pero sea como sea, las tropas de Mehmed se encontrarán inmersas en un fuego cruzado de cañones, señor de los mundos. El Gran Turco saboreará la misma sorpresa que nos ha dado esta mañana.
—¿Qué quieres decir con... sea como sea? —preguntó Ka’it Bay—. Si no tienes éxito en la conquista del castillo, no habrá señal, y no tendremos razón alguna para cargar contra el fuego de los cañones.
—Si los niños no tienen éxito, crearemos una cortina de fuego en sus fortificaciones para destruir sus cañones —dijo Leonardo—. Desde nuestra nueva posición, creo que podremos destruir la mayor parte de los cañones, porque mis máquinas son bastante precisas. También tenemos artillería en posición para disparar contra el campamento de los turcos en el valle. No llegaremos muy lejos, pero seremos mortales, os lo aseguro.
—Si no consigues hacerte con sus fortificaciones mediante la infiltración y el sigilo, no pienso arriesgar mi ejército.
—¿No lo arriesgaríais ahora que podrían atacar al enemigo por sorpresa y eliminarlo? —preguntó Leonardo—. Os honrarán como a Alejandro; seréis el rey que conquistó al Turco.
—Kuan, ¿tenías conocimiento del plan de Leonardo? —preguntó el califa.
—No, mi señor, no me pidió consejo. —Sin embargo, mientras hablaba, miró tranquilamente a Leonardo, como si hubiera estado al tanto de verdad.
—¿Y tú? —preguntó a su devatdar.
—Desde luego que no, gran rey.
—¿Y qué piensas al respecto?
—Imprudente —dijo el devatdar—. ¿Os jugaréis todo vuestro ejército al éxito de un puñado de niños que vuelan en sus ingenios? Y si los niños fallan, que es lo más probable, Leonardo inmediatamente asediaría el castillo y nos permitiría invadir su terreno. Según mi experiencia, un asedio puede durar meses, sin embargo nuestro brillante e ilustre florentino os dice que puede tomar ese castillo fuertemente fortificado en una sola noche.
Leonardo iba a responder cuando el califa se volvió hacia Kuan.
—¿Y tú, mi consejero, estás de acuerdo con el devatdar?
—Sí —dijo Kuan—. Mi cabeza me dice que esté de acuerdo con nuestro astuto consejero, pero mi corazón me dice que sigamos adelante con el plan de Leonardo. Es tan atrevido que quizá termine con esta guerra en un solo día. Si este plan sale bien, cantarán vuestras hazañas durante mil años. Demostrará vuestro poder, porque, ¿qué país se atreverá a luchar contra vos? Un rey que vuela por el cielo y derrota a sus enemigos en un solo día.
—¿Dudas de que canten mis hazañas si no hago caso del plan de Leonardo?
Kuan inclinó la cabeza y dijo:
—Por supuesto que no, mi señor.
El califa sonrió.
—Si el plan falla, Kuan, ¿estás dispuesto a morir junto con tus guardias?
—Yo siempre estoy dispuesto a morir... por vos, mi señor.
—No has contestado a mi pregunta.
—No, Gobernador de los Mundos.
—¿Estás dispuesto a hacer que Leonardo tenga el mismo destino que mis soldados si su plan falla?
Kuan miró a Leonardo y luego dijo al califa:
—Si es lo que deseáis, mi señor.
—¿Y bien? ¿Ya has encontrado las palabras? —preguntó el califa al hombre santo.
—Alá plantó el sueño mientras dormíais. Seguidlo.
—Eso no es una respuesta —dijo Ka’it Bay enfadado.
—Es todo lo que Alá nos da. —El imán regaló a Leonardo una sonrisa desdentada.
Un regimiento de mil de los mejores soldados de Kuan abandonó el campamento de la forma más discreta posible: se movieron en unidades de cuarenta hombres antes del atardecer. Kuan había enseñado a sus hombres a moverse como si fueran invisibles, como si no pesaran nada. Iban vestidos de negro para camuflarse en la noche que estaba a punto de llegar y se habían manchado la cara con barro. Y Leonardo percibió en aquellos soldados el olor a tierra ensangrentada del campo de batalla, como si estuvieran presintiendo la muerte misma.
El cielo había adquirido un color gris y el aire tenía un tono azulado, especialmente a lo lejos. Pronto se convertiría en el azul oscuro de la noche, y luego en el negro de las sombras. Tenían que trepar los peligrosos peñascos rocosos y los acantilados, y llegar a sus posiciones mientras todavía pudieran ver. Aprovecharon una empinada escalera excavada en la roca en el extremo oeste, pero los escalones no estaban en buenas condiciones. Antiguamente aquellas escaleras se extendían por los peñascos y los aldeanos podían usarlas para llegar al castillo, pero la mayor parte de los senderos y los salientes habían sido demolidos por los turcos, que no necesitaban facilitarle el acceso a los aldeanos.
El ejército de Kuan acampó cerca del lado sur de la fortaleza, y allí esperaron.
Por encima de ellos había rocas y el castillo. Una luz transparente se filtraba por las troneras y por las almenas de la fortaleza, y el cielo estrellado era tan nítido que uno podía imaginar que era una noche de invierno. Hacia el oeste había barrancos, ríos y colinas arboladas, aunque no era más que una tierra oscura, desprovista de contraste o forma. Abajo, en el campamento turco, ardían diez mil hogueras.
Las oscuridad no era total. Había luz suficiente; suficiente para ver, y así pasaron las horas.
La tierra misma estaba dormida. Incluso los furiosos temblores lejanos habían cesado.
—No deberías estar aquí —dijo Leonardo a Sandro. Estaba sentado en una roca que más tarde serviría de proyectil y que estaba situada entre dos cañones, y miraba hacia abajo, hacia el campamento turco, con su telescopio. Sus cañones tenían una línea de disparo clara y limpia sobre una parte de las tropas de Mehmed. Si los acantilados no fueran tan escarpados, los cañones de Leonardo podrían haberse posicionado de modo que hubieran podido arrasar el campamento turco por entero. Sus bombas explosivas habrían podido reducirlo a una simple fogata. También había muchos cañones que apuntaban hacia la fortaleza, que estaba un poco más elevada que el lugar de emplazamiento de los cañones de Leonardo. Aquel castillo ardería. Por favor, Dios, que Niccolò no resulte herido.
Por favor, Dios, que esté vivo...
—¿Quieres que me quede con las mujeres todo el tiempo? —preguntó Sandro.
—Están demasiado lejos como para que llegues a ellas con facilidad.
—Están muy bien protegidas, incluso más que eso, te lo aseguro. De todas formas, ¿qué te importa?
Leonardo se encogió de hombros.
—No estás con las tropas. ¿Te vas a poner al frente de los cañones?
—No, vamos a entrar en el castillo con Kuan —respondió Leonardo.
—¿Y Amerigo?
—Está con la guardia del califa.
Sandro pareció sorprendido.
—Creía que estaría con Kuan.
—Supongo que Kuan quiere asegurarse de que Amerigo esté a salvo —dijo Leonardo—. Los guardias protegerán a Amerigo.
—Amerigo una vez fanfarroneó de que dos amantes que luchan juntos son los mejores guerreros que se pueden encontrar —dijo Sandro pensativo—. Algo no va bien.
—Creo que estás demasiado nervioso —dijo Leonardo.
—Quizá —dijo Sandro—. ¿Nuestro acuerdo sigue en pie?
—Solo si encuentro a Niccolò.
—Si estuviera muerto, Leonardo, ¿te quedarías en esta tierra de paganos?
—No hace mucho tú mismo parecías muy atraído por las enseñanzas de Alá, Tonelete.
—Era un error. La Madonna me ha pedido que vuelva a casa.
—Claro —dijo Leonardo—. ¿La Madonna?
—En un sueño que era tan real como esto —con un gesto de la mano abarcó todo lo que le rodeaba—. Se sentó a mi lado mientras dormía hasta que desperté... en mi sueño. Ella es tan diferente a como nos la hemos imaginado, Leonardo. Ella... —Sandro hizo una pausa, como si ya hubiera dicho demasiado sobre la apariencia de la Madonna—. Ella me preguntó si yo tenía intención de seguir siendo un apóstata y me dijo que mi destino estaba en Florencia. Me dijo que un fraile enviado por ella me encontraría y me enseñaría a hacer su voluntad.
—Tengo poca fe en los sueños —dijo Leonardo—. Al parecer el califa y tú tenéis algo en común. Él también permite que sus sueños le guíen en la vida.
—¿Y tú no has soñado, Leonardo? ¿Acaso no viste a Tista, no oíste cómo te llamaba desde las llamas del dormitorio de la pobre Ginevra?
Leonardo no contestó. Pero Kuan, que había estado escuchando, salió de la oscuridad y dijo:
—Todos los florentinos sois soñadores. Incluso mi Amerigo.
Leonardo, sorprendido y un poco desconfiado, preguntó por Amerigo.
—Está triste porque no ha podido darte un abrazo, Leonardo —dijo Kuan.
—Yo también lo estoy —dijo Leonardo—. Le he buscado... —Leonardo se encogió de hombros para indicar que no había tenido tiempo y que no había podido encontrarlo.
—Me ha pedido que te entregue esto —dijo Kuan con una sonrisa, cosa que hacía raras veces, y besó a Leonardo en los labios, con fuerza—. Amerigo me ha contado vuestro plan. —Al ver que ni Leonardo ni Sandro respondían, Kuan continuó—: Sé lo de vuestro plan para escapar.
—Me dio su palabra más solemne —susurró Sandro, angustiado como si él mismo hubiera revelado el secreto.
Leonardo sintió un escalofrío de terror, como si una fría gota de sudor le hubiera recorrido la espina dorsal. Así que Amerigo sería su perdición. Pero no tenía sentido que Kuan les contara eso ahora, a no ser...
—Ah, ¿creéis que os traicionaría? —preguntó Kuan.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Leonardo—. No habrías esperado tanto, ni nos habrías dejado vivir tanto, a no ser que tengas algo que ganar.
—Tienes razón, Leonardo —dijo Kuan—, pero eres demasiado cínico. —Entregó a Leonardo una carta. Leonardo palpó el suave sello de cera—. Esta carta lleva el sello del califa. Os permitirá atravesar cualquiera de nuestras líneas, y podréis cruzar de forma segura cualquiera de nuestras tierras.
—¿El califa ha firmado esto? —preguntó Leonardo estupefacto.
—Yo lo he firmado por él —dijo Kuan—. También deberíais estar seguros en los territorios del Turco. —Miró a Sandro—. ¿No es cierto?
Sandro no contestó.
—Tiene en su poder una carta de Mehmed —dijo Kuan—. Ya ves, Leonardo, que no es tan estúpido como quiere que todos creamos.
—Yo nunca he creído que fuera un estúpido —dijo Leonardo y recuperó la compostura—. ¿Por qué nos ayudas?
—¿Tan seguro estás de que os estoy ayudando?
Leonardo pudo adivinar la sonrisa de Kuan.
—Mi barco que flota está escondido abajo, en un prado. El acantilado que tiene la forma de una herradura apunta directamente hacia él. Lo único que tenéis que hacer es caminar en línea recta, aunque es una distancia considerable —dijo Kuan. Leonardo sabía a qué acantilado se refería Kuan—. Cuando estéis listos, también lo estará el globo.
—Creo que será más seguro si nos alejamos a pie o a caballo —dijo Sandro, claramente asustado con la mera idea de flotar sobre la tierra.
—Estoy de acuerdo con Sandro —dijo Leonardo, divertido de que Kuan hubiera sugerido la idea siquiera—. Como le he dicho al califa, estaríamos a merced de los vientos y seríamos todo un espectáculo. No es la forma más efectiva de escapar.
—Al parecer, estas últimas noches los sueños han adquirido un gran peso —dijo Kuan—. Incluso el imán del califa le reveló un sueño. Le dijo que si el califa salía victorioso, Dios se aparecería en forma de fuego en el cielo, al igual que hace que la tierra tiemble y gruña. Pero que si nosotros vencíamos y no aparecía ninguna señal, sería el presagio de la muerte del califa y de Egipto.
—¿Y el califa le ha creído? —preguntó Leonardo.
—Por supuesto, Leonardo, pero también ha comprendido que el presagio podía cumplirse lanzando el barco que flota. Incluso ha considerado superar su miedo. —Kuan rió—. Pero tu podrías fabricar una amarra de hierro y conectar el barco al suelo, y el califa no se sentaría en esa máquina. Ni siquiera aunque Mahoma en persona se apareciera y se lo ordenara, algo que quizá ya haya hecho en el sueño del imán. —Hizo una pausa—. Así que el califa espera ver la señal.
—¿Y quién espera que pilote el barco? —preguntó Leonardo.
Kuan sonrió.
—Uno de nosotros, o los dos, maestro. Pero destrozar a los turcos es la prioridad absoluta. El califa no es tan supersticioso como para alejarme de mis deberes para hacer que se cumpla un presagio. Así que delego mi trabajo en ti.
—¿El califa me permite volar en tu máquina, pero me impide que me suba a mi propio invento?
—Incluso a pesar de que ni se acercaría a él, considera que mi invento es perfectamente seguro —dijo Kuan.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Sandro.
—¿No es obvio?
—¿Es por la misma razón por la que Amerigo no está contigo? —preguntó Leonardo.
—Me ha suplicado que os ayude, a pesar de que corro un gran riesgo —dijo Kuan—. Es normal, porque uno tiene más amor para los amigos que son más antiguos. Pero no quiero tentarle... Echa de menos su hogar.
—Así que ha cambiado su libertad por la nuestra —dijo Leonardo.
—No, es libre de marcharse —dijo Kuan—. Ha decidido quedarse conmigo. Pero no os entristezcáis, amigos míos, porque esta no será la última vez que nos veáis. Volveremos a vuestras tierras, y entonces, ¿quién sabe?, quizá sea yo el que se quede a vivir allí.
Leonardo y Sandro guardaron silencio. El viento silbó y rugió entre las rocas como un ejército de hombres jadeantes, con sus lenguas mezclándose en el lenguaje de Babel, y se podía oír el débil susurro de miles de voces, un sonido como de una tormenta lejana. Era algo que se agitaba levemente, como si la guerra y los gritos no fueran apropiados para la noche.
—Es la hora —dijo Kuan—. Enviaré el mensaje a los ángeles.
—Yo lo haré —dijo Leonardo.
—Puedes observarlos con tu tubo que aumenta la imagen, así nosotros sabremos cuándo despegarán.
Leonardo le dio el telescopio a Kuan.
—El califa te ha dicho que tienes que quedarte conmigo —dijo Kuan—. No vas a volar en tu aparato.
Leonardo captó ironía en su voz, sin duda.
—¿Y el califa también te ha dicho que escribas la carta y la cierres con su sello? —preguntó Leonardo.
Leonardo encontró a Mithqãl y a otros cinco jóvenes eunucos esperando nerviosos al mensajero. Iban vestidos al estilo turco de modo que no llamarían la atención cuando estuvieran dentro de la fortaleza. Unos pocos guardias esperaban indiferentes; volverían al ejército de Kuan una vez se lanzaran los aparatos. Seis planeadores estaban escondidos y amarrados a las rocas para evitar que se los llevara el viento.
—¿Qué hacéis aquí, Leonardo? —preguntó Mithqãl.
Contento de ver al muchacho, Leonardo hizo una reverencia y dijo:
—Soy tu mensajero. Es la hora. —Al oír aquello, los guardias y los ángeles comenzaron a descubrir los planeadores, que habían sido oscurecidos con kohl o una sustancia similar hasta quedar negros como el cielo. Leonardo ayudó a los eunucos a preparar los planeadores y le dijo a uno de ellos que él volaría en la máquina en su lugar. El muchacho tenía trece o catorce años, era robusto y desgarbado, y tenía el rostro terso y delicado como una mujer hermosa. Miró a Mithqãl y dijo:
—Volaré yo.
Mithqãl todavía estaba discutiendo con el muchacho, cuando este desenfundó su cuchillo y se abalanzó sobre Leonardo. Leonardo ya se había colocado en el arnés y estaba luchando contra las ráfagas de viento que empujaban sus alas, porque quería ser el primero en saltar desde las rocas. Uno de los guardas cogió impulso e interceptó al muchacho, lanzándolo por el borde del acantilado. Otros dos guardias sujetaron el planeador de Leonardo para que no se lo llevara el viento. Los jóvenes eunucos elegidos para aquella misión presenciaron con horror la muerte de su camarada, y uno de los ángeles soltó su máquina, que no estaba amarrada, y desenfundó su cuchillo como si pudiera enfrentarse en igualdad de condiciones al tosco guardia curtido en mil batallas. Leonardo estaba a punto de intervenir cuando Mithqãl dijo:
—Déjalo. —Miró al guardia mientras hablaba—. Lo mataremos después. ¿Acaso lo dudas? —El guardia sonreía cínico—. ¿Dudas de que somos tus iguales?
—El viento es el adecuado —dijo Leonardo—. Mithqãl, ¿quieres asumir el mando o me ocupo yo? —Leonardo se aseguraría más tarde de que aquel guardia recibiera lo que se merecía.
Mithqãl hizo una señal con la cabeza al ángel más lejano del acantilado. Con la ayuda de dos guardias el muchacho se colocó en su planeador, como si acabara de entrar en un caparazón, aunque en el aire más bien colgaría de él. Saltó al vacío, descendió rápidamente y, después, dibujó un arco alejándose, como si una hoja que se caía se hubiera convertido en un pájaro. Los demás muchachos saltaron a largos intervalos. Cada uno de ellos debía volar a diferentes puntos de la muralla de aquella fortaleza que asomaba como una sombra vacía detrás de ellos.
Cuando solo quedaban Mithqãl y Leonardo, Mithqãl le dio la señal a Leonardo. Ahora le tocaba saltar a él. Los guardias se retiraron para dejarle espacio, pero Leonardo dijo:
—No, yo seré el último. —No quería dejar a los guardias solos con Mithqãl, que los había humillado.
Mithqãl saltó.
Leonardo lo siguió, sin perderlo de vista.
Saltó hacia la oscuridad con el corazón golpeando en su pecho, como un puño que apretaba su garganta. Sintió el viento húmedo en su rostro y oyó cómo silbaba en sus oídos, y cayó, como había caído cuando Lorenzo el Magnífico y su padre, y toda la gente de Vinci lo habían estado observando. Si pudiera estar allí ahora, en brazos de su madre; si pudiera sentir el recio abrazo de Achattabrigha; si pudiera ver las familiares torres y calles y puentes de Florencia una vez más... Y entonces, atrapó una ráfaga de viento y se elevó detrás de Mithqãl, cerca de la peligrosa pared de acantilado. Se elevaba hacia las estrellas como por gracia del aliento de Dios, y planeó alrededor de las rocas dibujando un gran arco más alto de lo necesario. Pero cuando miró hacia abajo, a las hogueras y a las sombras sobre las sombras, se sintió totalmente libre y deseó pararse en seco en medio del aire y caer más rápido que el pensamiento.
Debajo de él estaba Mithqãl, un murciélago que volaba por el techo de una cueva cuajada de estrellas.
Y allí estaba la libertad, la bendita libertad que antecede brevemente a la muerte, que los aguardaba dentro de las murallas de aquella fortaleza. Voló en círculos siguiendo a Mithqãl en su espiral hacia el bastión noroeste del castillo. El plan era que los muchachos aterrizaran en la barbacana del sur. Leonardo sospechaba que allí habría dos rastrillos accionados con cadenas y poleas justo detrás del puente levadizo de madera que había visto extendido para que pasaran las tropas turcas. Los muchachos tendrían que estar a la altura de su reputación en infiltración y manejo de armas blancas, ya que habían sido entrenados por Kuan, que a su vez había sido entrenado por Hilãl.
El aire negro parecía estar lleno de fantasmas.
Las murallas de piedra parecían alargarse para atrapar a Leonardo cuando este intentó aterrizar. Tuvo grandes dificultades, al igual que Mithqãl, porque el viento era como olas que rompían contra el castillo, empujando y tirando como una resaca, como aguas revueltas, y se deslizó por la piedra raspándose la piel de los brazos y las piernas; hasta que consiguió soltarse del planeador, quitárselo y empujarlo por el borde de la muralla exterior: como un gran pájaro, el planeador cayó en picado, y se estrelló en silencio en las profundas grietas del acantilado.
—¿Estáis herido? —preguntó Mithqãl en un susurro. Desde luego, a él se le daba mejor aterrizar que a Leonardo. Él también se había deshecho de las alas arrojándolas por el borde de la muralla, porque no podían permitir que cayeran en manos de los turcos, que entonces darían la voz de alarma.
—No, estoy bien —dijo Leonardo, a pesar de que estaba envolviéndose la pierna con un trozo de tela. Sangraba profusamente—. Vamos, podemos tomar esas escaleras. —Que eran parte de la muralla. Las secciones del muro eran independientes unas de otras y estaban conectadas mediante puentes de madera, que podían retirarse. Así el enemigo se veía obligado a tomar las escaleras, de ese modo se situaba en una posición vulnerable—. ¿Y los demás? —susurró Leonardo.
Mithqãl se encogió de hombros.
—Probablemente ya estén en las puertas.
Leonardo no los había visto, ni a ellos ni a sus planeadores. En el interior de las murallas se veían campamentos y hogueras; aquel lugar era más grande de lo que había imaginado Leonardo. Le escocían los ojos del humo de las hogueras y de las antorchas, porque había muchísimas abajo, y bastantes en los parapetos de piedra. La luz se colaba por las ventanas y las troneras, y las sombras se arrastraban como animales. Los emplazamientos de los cañones estaban muy bien vigilados, y a pesar de que sentía una gran curiosidad, Leonardo no se detuvo en las escaleras cerca de ellos, sino que siguió bajando y se deslizó cerca de ellos sin hacer ruido. Un turco ocupaba las escaleras. No parecía estar haciendo otra cosa más que observar los cielos, y así que en vez de matarlo optaron por esperar a que se moviera. Debajo de ellos, los soldados estaban reunidos en grupos; bebían, reían y contaban historias sucias. Aquella era la vida del soldado en cualquier parte del mundo.
Leonardo y Mithqãl siguieron avanzando hacia la barbacana suroeste, ciñéndose a las sombras y con Mithqãl caminando por el exterior, porque vestido como estaba nadie se fijaría en él. Pasaron por delante de las paredes de piedra cubiertas de cal del salón principal, que estaba cerca de los apartamentos: situados en el lado opuesto a los barracones de los soldados. Leonardo quiso detenerse cuando pasaron delante de una vieja torre que no había sido reconstruida. Era la torre de la capilla, y si Niccolò estaba vivo, si Niccolò estaba allí, lo más probable era que estuviera en aquella torre, en las mazmorras que había bajo el nivel del suelo. Delante de ellos estaba la caseta del guarda y el mecanismo del rastrillo de la entrada, sus arcos oscuros se perdían en la sombra. Pero el rastrillo de hierro estaba elevado y las puertas de madera reforzadas con hierro estaban abiertas de par en par; y los soldados de Kuan estaban entrando como el humo negro. Aunque no podía ver ningún cadáver en medio de aquella oscuridad, Leonardo captó el hedor de los muertos recientes. Lo habían conseguido. Los niños, aquellos eunucos asesinos, aquellos bebés, se habían infiltrado y se habían abierto paso por el castillo; y ahora los guardias de Kuan irrumpían entre aquellas paredes prendiendo fuego a los barracones, matando a cada turco que pudieran encontrar en un silencioso festín de sangre que Leonardo creyó que era más terrible que cualquier asesinato, matanza o carnicería que hubiera presenciado hasta entonces.
Leonardo vio a Kuan, que lo invitó a que se uniera a sus artilleros que ya se habían desplegado por las murallas. Cuando Leonardo se negó, Kuan ordenó a sus propios guardias que lo protegieran mientras buscaba a Niccolò; y Mithqãl insistió en quedarse con él. Se abrieron paso hasta la torre y los guardias tomaron posiciones en vanguardia, blandiendo sus espadas en cada sombra, cortando en dos a cualquiera que se interpusiera en su camino, a hombres y mujeres por igual.
El castillo tembló con la primera ráfaga disparada contra el campamento de los turcos, e incluso en aquella profunda oscuridad, interrumpida tan solo por la luz de las antorchas, Leonardo pudo imaginar a sus carros con guadañas avanzando por el campo... con el ejército de Ka’it Bay avanzando justo detrás como una gran sombra. En el ojo de su mente los vio encendiendo las lámparas y rodeando el campamento de Mehmed, que explotaría como si el mismo suelo se hubiera abierto para tragarse a los turcos. Cada vez que disparaban un cañón turco, Leonardo lo sentía a la vez que lo oía, como si los turcos explotaran también con cada descarga.
Bajaron las escaleras hasta el sótano, donde encontraron una trampilla en el suelo. Por ella bajaron hasta las mazmorras, que estaban iluminadas por la luz que entraba por unas estrechas rendijas abiertas en las gruesas paredes, cerca del techo. Espadas de luz grisáceas cortaban la oscuridad a medida que recorrían las estancias vacías y sucias del tamaño de un estrecho pasillo. Curiosamente, todas las puertas estaban abiertas. Y mientras se adentraban más y más en las mazmorras, con los guardias apostados delante con sus antorchas que chisporroteaban y crujían como si las llamas estuvieran enfadadas, Leonardo captó el hedor de la carne en putrefacción. Sintió arcadas cuando llegaron a la última celda, un agujero donde arrojaban los cadáveres en varios estados de descomposición. El acre hedor a cal que, como si fuera tierra había sido arrojada por encima de los cadáveres, le quemó la nariz.
Los guardias murmuraron invocaciones y se dieron la vuelta asustados.
—Dejadnos una antorcha —dijo Leonardo. Su voz apenas fue un susurro, porque había perdido toda esperanza. Estaba seguro de que allí era donde había terminado la vida de Niccolò, en un basurero de carne putrefacta.
Los guardias entregaron sus antorchas a Leonardo y a Mithqãl y desaparecieron.
—Uff, ¿por qué los turcos no han quemado los cuerpos? —preguntó Mithqãl mientras sostenía en alto su antorcha para ver bien los cadáveres.
—Sospecho que son los presentes para el califa —dijo Leonardo—. ¿Reconoces a alguno de ellos?
Mithqãl negó con la cabeza.
Leonardo se obligó a buscar a Niccolò en aquella montaña de cadáveres.
—Maestro, si los tocáis, moriréis —dijo Mithqãl—. Enfermedad... peste...
—Entonces moriré, pequeño soldado —dijo Leonardo.
Para gran alivio de Leonardo, no encontró a Niccolò en aquellas ruinas de carne y huesos.
Ni tampoco lo encontró en ninguna otra parte del castillo...