18 Fuego griego
«El clima era como el de Andalucía en abril... lo único que faltaba era el canto de los ruiseñores.»—Cristóbal Colón«Tanto los vivos como los muertos estarán contentos esta noche.»—Don Juan de Austria«Aléjate, tú que caminas con el viento...»—Homero, IlíadaLos barcos navegaron hacia el sur por el mar Adriático, rodeados por los estados papales y el reino de las Italias por un lado, y las costas otomanas y mamelucas por el otro. Era un viaje bastante sencillo ya que se trataba de una ruta marítima muy utilizada y frecuentada que iba a parar al Mediterráneo: al oeste, la Costa Bárbara; al este, Chipre y su cobre; al sur estaba Babilonia o El Cairo, el Gran Bazar. Se decía que en una sola calle de El Cairo se podía encontrar más gente que en toda Florencia. Se decía que era el lugar adonde iba a parar todo el conocimiento, porque allí había vivido Hermes Trismegistos, también llamado Idris antes del diluvio universal.
El sur era su destino, y hacia el sur navegaron, como si los días en el mar fueran plegarias, fórmulas determinadas por los constantes rituales del sol y las estrellas. En un día claro, las horas se determinaban y se puntuaban dando la vuelta a los relojes de arena: ocho relojes hacían una guardia. El tiempo también se contaba como en la iglesia, con las misas de tercia, vísperas y completas. El capitán y sus marineros eran muy religiosos; y siempre podía oírse alguna plegaria, si no de los soldados musulmanes, de los marineros cristianos o de los jóvenes grumetes que daban la vuelta a los relojes y entonaban el tradicional paternoster o el Avemaría.
Era medianoche, y Leonardo y Benedetto Dei ya estaban en su puesto cuando los grumetes dieron la vuelta a los relojes para anunciar la nueva guardia y entonaron «Qui habitat in adiutorio Altissimi, in protectione Dei caeli commorabitur», con sus dulces y agudas voces.
Todo el mundo tenía la obligación de hacer una guardia, incluido el capitán, y a Leonardo y a Benedetto les permitieron hacerla juntos ya que preferían encargarse de la impopular guardia del perro (de medianoche hasta las cuatro). Dei tenía experiencia como piloto, y Leonardo, por supuesto, se ocupó de la navegación. A aquellas horas de la noche la navegación implicaba tan solo no dejar de observar a los Guardianes de la estrella Polar con el nocturnal, un instrumento que tenía una mira y un brazo móvil; y seguir el brillo del brasero que colgaba en la popa del buque insignia del devatdar, el Apollonia.
La noche era clara, sin luna, y estaba llena de estrellas, como si el millón de luces de Babilonia estuviera brillando sobre sus cabezas. Y como reflejándolas, el mar estaba luminiscente.
—¿Leonardo? —preguntó Benedetto.
—¿Sí?
—Dependo de tu conversación para mantenerme despierto, pero ya han dado la vuelta al reloj una vez y todavía no has dicho nada. ¿Te has quedado dormido?
Leonardo rió.
—No, amigo mío.
—¿Entonces?
—Simplemente estaba observando el mar y el brasero del Apollonia a la espera de órdenes. —El buque insignia no era más que un carbón ardiente en la lejanía.
—No hemos recibido ninguna en los últimos cuatro días —dijo Benedetto, y después llamó al timonel, que no podía ver las velas y manejaba el timón guiándose por la brújula, sus instintos y las órdenes del piloto—. Mantenga el rumbo.
—De acuerdo —dijo una voz desde abajo.
—¿Echas de menos a Niccolò? —preguntó Benedetto—. ¿Es eso? ¿O quizá es por esa mujer del devatdar...?
Leonardo sintió un súbito y momentáneo deseo de estar con A’isheh, deseo que pronto se convirtió en una sensación de vacío porque también pensó en Ginevra. Ginevra, tal y como él la veía cuando hacían el amor; y Ginevra, asesinada en su habitación. Sus recuerdos se habían visto reducidos a esas imágenes que permanecían en el ojo de su mente, como superposiciones, la una sangrando sobre la otra. Y pasaron sobre él como un gran ola, dejándolo solo y vulnerable en el tranquilo espacio entre el mar y las estrellas, en aquel barco que se mecía suavemente.
—Echo de menos a Nicco —dijo tras unos instantes—. Pero él es mi responsabilidad.
—¿Entonces estás contento de haberte librado de esa responsabilidad?
—Él está conmigo, tanto si está en este barco como si está en otro —y Leonardo se golpeó el pecho con dos dedos.
—¿Por qué accediste a la petición del maestro pagholo? —preguntó Benedetto—. Podías haberle dejado con el viejo. Allí habría estado a salvo. De hecho, Niccolò podría haber vuelto a casa con sus padres.
—Me temo que actué por puro egoísmo —respondió Leonardo. Le dio la espalda a Benedetto y se quedó mirando fijamente la fluorescente estela del barco. Aquellas aguas profundas, oscuras y eternas, lo asustaban y lo fascinaban; y en cierta manera, le ofrecían cierto consuelo. Era como si se tragaran el dolor y los recuerdos, y a aquellos a quienes se quedaban observándolas durante demasiado tiempo.
Un muchacho dio la vuelta al reloj y dijo:
—Deo Patri sit gloria —y luego apareció en la popa con un pequeño saco para Leonardo y Benedetto. El saco contenía algunas galletas, unos dientes de ajo, queso y unas pocas sardinas en escabeche que olían a rancio. Leonardo dio las gracias al muchacho, que hizo una reverencia y volvió a sus quehaceres.
Cuando terminaron de comer, Benedetto preguntó:
—¿Qué quieres decir con que actuaste por puro egoísmo? —Muchas veces, durante las guardias, las conversaciones se detenían y se retomaban, como si el tiempo se estirara y luego se comprimiera. El barco crujía y cabeceaba, las velas hinchadas por el escaso viento eran como enormes sacos, nunca llegaban a ponerse tensas del todo. Los marineros, los grumetes y los soldados roncaban y gruñían. Cuando hacía buen tiempo dormían en cubierta; lo preferían al hedor de los camarotes del castillo de proa o de la bodega de carga. Todos se echaban a dormir exhaustos, nadie dormía más de cuatro horas seguidas.
—Necesito la responsabilidad —respondió Leonardo—. De alguna manera, Niccolò es el único hilo que no se ha roto.
Cuando quedó claro que Leonardo no iba a decir nada más, Benedetto añadió:
—Niccolò está en el barco del devatdar por culpa de la mujer.
—¿Qué quieres decir?
—Uno de los marineros es duro de oído y ha aprendido a leer los labios. Vio que la mujer hablaba con el devatdar y solicitaba quedarse con el muchacho.
—¿Por qué haría eso? —preguntó Leonardo pensativo.
—Quizá porque lo quiere para ella.
—Eres un cerdo, Benedetto. Igual que Zoroastro.
Benedetto rió y dijo:
—Leonardo, ¿sabes cómo llaman a este barco? Lo llaman «El cerdo volador». Así que estoy en buena compañía, ¿no crees? —Rió de nuevo, fue una gran carcajada, y alguien en la oscuridad gritó:
—¡Silencio!
Pero Leonardo, que había estado apoyado en el pasamanos, de pronto se incorporó y se quedó mirando hacia el este en medio de la oscuridad.
—Benedetto, mira, allí a lo lejos, ¿lo ves? Luces.
Benedetto se dio la vuelta para mirar, pero las débiles luces habían desaparecido.
—Leonardo, quizá fuera un reflejo.
—He visto algo —dijo Leonardo. Y tras un segundo, añadió—: Mira, ahí. —Señaló hacia el buque insignia del devatdar, que hacía señales con el brasero y con una antorcha de brea para recalcar la importancia del mensaje. Encendido, apagado, encendido, encendido...
—Todos arriba —gritó Benedetto; y cuando los enfadados marineros llegaron corriendo a popa, mandó a uno a la cofa del vigía—. Y no dejes de mirar en esa dirección por si ocurre algo extraño... especialmente con luces que parpadeen. —Después, al contramaestre—: Llamad al capitán. Y al patrón.
—Por la mañana sabremos si hay barcos ahí delante —dijo Leonardo—. Si son enemigos...
—El mar a menudo produce imágenes extrañas —insistió Benedetto. Sacudió ligeramente la cabeza; Leonardo supo que estaba inquieto.
—Mañana sabremos si son los turcos —dijo Leonardo, y luego maldijo a A’isheh por llevarse a Niccolò.
Pasó las siguientes horas preparándose para la batalla. El amanecer estaba tan solo a unas pocas vueltas de reloj, sin embargo, estaba contento porque podía perderse en el placer familiar del trabajo.
Un falso amanecer, seguido de una luz gris y sucia borró las estrellas. Entonces las nubes se tiñeron de rojo como si ardieran, y el alba fue una transformación total. Era como si cada mañana el mundo siguiera al pie de la letra el texto del Génesis, como si las tempranas plegarias y las dulces canciones de los jóvenes grumetes tuvieran la capacidad de poner en marcha el mundo y crear uno completamente nuevo cada mañana. Las velas chasqueaban por el viento y el aire olía a madera, a hierba, a un bosque fragante a medida que se evaporaba el rocío de las cubiertas.
Pero no, aquella mañana no iba a haber calma, ni ninguna satisfacción por saber que Dios estaba en el Cielo.
Los hombres trabajaban enfebrecidos, sin hablar y casi sin hacer ruido. Era algo inquietante de contemplar, como si el barco estuviera siendo manejado por fantasmas, por muertos que ya no necesitaban de la amistad, o de las conversaciones, o de los placeres de la carne. Los hombres parecían agotados y el telón de fondo azul brillante del mar y el cielo los hacía parecer muy pequeños; además, sudaban y se daban prisa por preparar el barco antes de que los piratas turcos se acercaran lo suficiente como para disparar. Tan solo los hombres de armas permanecían quietos. Habían limpiado y comprobado sus armas. Se quitaban de en medio para no estorbar, movían los labios elevando plegarias silenciosas, y observaban al enemigo como si pudieran quemar los barcos turcos con las emanaciones de sus ojos entrecerrados.
Cinco barcos, todos ondeaban la bandera roja de la estrella y la media luna, y los cinco se acercaban en diagonal hacia ellos, lentamente, inexorablemente. Una enorme carraca turca, erizada por las múltiples baterías de cañones, parecía un castillo flotante en el agua ondulada. Estaba claro que era su buque insignia y avanzaba en vanguardia, como si tirara de las galeras más pequeñas impulsadas por remos, que se abrían en abanico y se acercaban a los barcos del devatdar.
Leonardo estaba de pie en la popa con su amigo Benedetto, el capitán, el patrón del barco y varios oficiales, uno de los cuales era el capitán de los soldados mamelucos del devatdar. Lucía turbante verde y portaba una enorme cimitarra en su fajín. Como Leonardo, parecía agitado, nervioso como una leona. Miró a los soldados que esperaban en el centro del barco, un ejército vestido de blanco, las armaduras y arcabuces brillantes bajo los rayos del sol. Algunos tenían prestas las lanzas y las alabardas, otros mecían sus ballestas y sostenía mazas cubiertas de pinchos y hachas de doble filo, mientras que el resto aprestaron cuchillos y cimitarras.
—Maestro Leonardo, debéis estaros quieto —dijo el capitán del barco. Era un hombre bajo y de fuerte constitución que, a pesar de su tamaño, emanaba un aire de autoridad absoluta. En su juventud debía haber sido bien parecido, pero sus ojos adormilados y su boca llena le daban ahora un aspecto hinchado y decadente.
—Todavía hay mucho que hacer —dijo Leonardo.
El capitán sonrió.
—Está hecho, joven señor. El tiempo para todo ha pasado ya, salvo para la sangre y la victoria.
—Habla de sangre y victoria solo porque no podemos correr más que ellos —intervino Benedetto.
—Chss —dijo Leonardo, porque el capitán podía escuchar perfectamente.
El capitán se volvió hacia el oficial de artillería.
—¿Agostin, tú también estás nervioso?
El oficial, que era más joven que Leonardo, se ruborizó y dijo:
—Estamos listos, capitán. El maestro Leonardo ha sido de gran ayuda. Ha comprobado todas y cada una de las bombardas y ha encontrado...
—Muy bien. —El capitán se volvió hacia Leonardo para dirigirse a él; pero mientras hablaba, no perdió de vista la pequeña armada que los acechaba en la distancia—. Debo entender que habéis creído que nuestra provisión de fuego griego era insuficiente... e inferior. Así que habéis fabricado vuestro propio fuego griego. No puedo soportar el alcanfor.
—Mis disculpas, señor. También he utilizado otras sustancias.
—Pero no vais a utilizar ningún humo mortal sin que yo dé la orden. He visto morir a muchos hombres buenos a causa de su propio veneno... virtualmente por una simple ráfaga de aire.
Leonardo asintió.
El capitán miró a sus oficiales y luego a sus marineros y artilleros, y a los soldados de las cubiertas. Hizo una señal a uno de los marineros de primera, que tocó el silbato. Después, el capitán arengó a sus hombres, y cuando hubo terminado, el capitán del devatdar habló a los mamelucos en árabe. Los mamelucos gritaron y levantaron sus armas.
Cuando el capitán hubo enviado a sus oficiales a sus puestos, Agostin, el oficial de artillería, agarró el brazo de Leonardo y dijo:
—Vos iréis abajo y coordinaréis a los remeros. Os daré la señal para prender la mecha de las bombardas. —Los cañones y los remos tenían que coordinarse para que las bombardas, que estaban colocadas bajo cubierta, no destrozaran los largos mástiles de los remos.
—Puedo encargarme de eso —dijo Benedetto.
—Yo debo estar en cubierta —insistió Leonardo.
—Y yo no puedo permitirme perder a mi maestro de artillería —dijo el capitán—. Así que se os concede vuestro deseo, maestro Leonardo.
El sol se movió lentamente hacia el mediodía, y el devatdar dio a conocer sus órdenes a través del sistema de señales de banderas y velas mediante un código privado y especial. Los turcos ondearon y recogieron varias banderas con el mismo motivo.
Estaban empatados.
Pero el viento... si tan solo apareciera para hinchar las velas. Entonces podrían escapar, porque las galeras no podían seguir el ritmo de unos veleros que navegaran a todo trapo. Sin embargo, los vientos mediterráneos eran caprichosos, y durante largas horas el mar fue como un enorme lago acariciado tan solo por algunas débiles brisas. Los nervios estaban a flor de piel, y todos los hombres se inquietaron y se pusieron nerviosos al ver que el galeón turco ya estaba muy cerca. Con los remos trabajando sin parar, el galeón se acercó y disparó sus cañones sobre el barco del devatdar, que devolvió la andanada.
Lo mismo hicieron los demás barcos.
Un oficial de artillería gritó las órdenes al capitán Agostin, quien las pasó a gritos también. Era una especie de cántico, porque las órdenes se cantaban y enseguida iban seguidas de una explosión de bombardas.
Nubes de humo se alzaron en el aire liberando el penetrante olor a pólvora y el hedor a hierro caliente. El océano explotó y siseó mientras las bolas de piedra hechas a mano describían un arco y caían sin acertar en sus objetivos. Los barcos del devatdar maniobraron hasta colocarse en posición de ataque, con el buque insignia en el centro.
—Recoged las velas y arriad las vergas —ordenó el capitán del barco de Leonardo.
Pero Leonardo apenas tenía nada que hacer. Los hombres que manejaban las pocas bombardas y falconetes que había en el alcázar, en la popa y en el castillo de proa sabían lo que estaban haciendo; y él solo les entorpecería si decidía ponerse a ayudar. Uno acercaba una cerilla encendida al agujero del cañón que estaba lleno de pólvora; y el otro apuntaba y rezaba para que la recámara y el tubo no explotaran al soltar la descarga.
Todo estaba listo. Había cestos de bolas de fuego llenas de clavos que apestaban a trementina, el fuego griego de Leonardo. El mismo tipo de bombas iban sujetas a las lanzas, e incluso podían ser disparadas con unos tubos cortos de madera llamados trombes. Ollas de barro llenas de brea se mecían sobre hogueras por todas las cubiertas, y todo soldado y marinero tenía a mano montones de piedras y jarras llenas de cal viva para cegar al enemigo turco. También había frascos de aceite y jabón líquido para convertir en resbaladizas las cubiertas del enemigo; bajo los rayos del sol, pilas de abrojos de forma estrellada y bordes afilados brillaban como el mercurio. Leonardo también había visto que había cubos de agua suficientes para apagar cualquier fuego.
Un oficial de artillería estaba de pie en el centro del barco, al lado de Leonardo, y gritó. Los remos se alzaron y ocho cañones dispararon. Como si se tratara de un eco, los dos buques insignia intercambiaron descarga tras descarga. Al principio parecía que tan solo estuvieran jugando a provocar humo y desconcierto. Pero eso estaba a punto de cambiar.
Dos galeras turcas se acercaban remando con fuerza hacia las dos carabelas que flanqueaban el buque insignia del devatdar. Iban en línea recta, los remos cortando el agua. Eran barcos grandes, relucientes y limpios de líneas, con treinta filas de remos en cada costado. Construidos para correr, su finalidad era transportar soldados hasta el enemigo para un combate cuerpo a cuerpo; y como ese era su objetivo, no iban muy armados.
—Apuntad a los remos —gritó uno de los oficiales de artillería que permanecía en cubierta, pero las galeras eran un objetivo difícil de alcanzar.
Los cañones dispararon, los arcabuces dispararon, el agua hirvió alrededor de las galeras, y mientras estas se acercaban, Leonardo vio a los soldados enemigos que lucían túnicas bicolores y turbantes, oyó sus gritos de ánimo y el retumbar de los tambores que anunciaban la llegaba de la muerte. Aquellos hombres, justo al otro lado del agua, estaban poseídos por el delirio asesino, por el ansia de saltar a la batalla, y el mar transportaba sus gritos y los aumentaba.
—¿Puedes oler ese hedor? —preguntó Benedetto a Leonardo—. Sí, lo olerás en un minuto, percibirás el olor de los remeros. Esclavos, eso es lo que son, probablemente italianos, pobres bastardos. Están encadenados a los remos y cagan donde están sentados. —Benedetto hablaba como si estuviera quedándose sin aliento—. Pongámonos a cubierto, Leonardo, casi es la hora. —Sonrió, y Leonardo trató de imaginar qué era lo que estaba pensando su amigo, pero Benedetto parecía tan asustado como eufórico.
Siguieron en el centro del barco, en el borde, protegidos por la alta baranda, y Leonardo pudo oler a los esclavos; pudo oler el sudor y los excrementos, y de alguna manera se imaginó que también podía oler ya la sangre.
Bajo cubierta, Agostin dio la orden de disparar, y Leonardo gritó a sus hombres que levantaran los remos.
Un instante después, los cañones del Devota dispararon.
Uno de los proyectiles de piedra agujereó el casco de la galera. Otro golpeó en un costado y los remos saltaron por los aires como si estuvieran propulsados por un cohete. Hubo un alarido cuando la sangre y los huesos explotaron, y los miembros fueron arrancados de los cuerpos y arrojados al mar, que los tragó, como si aquella superficie turquesa no fuera más que la manifestación de un dios hambriento. Leonardo sintió la arcada en su garganta, tan amarga como la bilis. De pronto vio que iba a suceder algo, como si una cosa no fuera más que el reflejo de otra; y se volvió hacia el barco del devatdar justo a tiempo para ver cómo una descarga explotaba en la galería prendiendo fuego a todo el costado de babor. El buque insignia respondió con una descarga que destrozó el mástil del barco turco, que cayó hacia delante y partió el palo del trinquete. Dos galeras más abrieron fuego sobre el Apollonia, pero su misión era abordar y tomar la galleassa de tres mástiles cuando llegara el momento oportuno, si es que llegaba.
Leonardo estaba muy preocupado por Niccolò y A’isheh. Imaginaba que A’isheh estaría en su camarote, que seguramente estaba situado justo donde la bombarda había impactado de lleno. Y Niccolò estaría en cubierta, dispuesto a luchar, pensando que ya era todo un hombre.
Las flechas llovieron del cielo.
—Agáchate, Leonardo —le gritó Benedetto.
Las bombardas rugieron y acertaron de pleno en la galera; y esta respondió al fuego con sus propios cañones. Por todas partes los soldados gritaban y chillaban. Muchos estaban heridos; muchos otros contraatacaban con sus ballestas, pero no tenían nada que hacer porque los turcos iban armados con arcos largos, que alcanzaban un rango mayor. La galera se acercó, aunque recibiera en la popa todo el fuego de las bombardas del barco de Leonardo, el Devota. Pronto conseguirían hundir aquella galera.
Y los arcabuces rugieron, pero, de pronto, las bombardas del Devota se callaron: las certeras flechas turcas habían atravesado los ojos de los artilleros, sus cabezas y sus corazones.
Los turcos arrojaron bolas de fuego sobre la cubierta y el fuego griego salió despedido por los tubos de madera. Las llamas corrieron y lamieron las planchas de madera; el humo era tan espeso que parecía de noche. Y fue imposible ver llegar la lluvia de flechas. Lo único que se oía eran los gritos de los heridos y de los moribundos, y el chasquido de las flechas al ser disparadas con arcos y ballestas.
Los arqueros caían alrededor de Leonardo. Un marinero cayó justo encima de él, una flecha le había atravesado el pecho por encima del pezón y sangraba y silbaba, y la sangre se acumulaba en su boca. No era más que un muchacho. De pronto, Leonardo sintió movimiento a su alrededor, rápido, aunque a él le pareció lento, como si estuviera atrapado en un sueño sin haberse dormido. Y lo olvidó todo salvo el latir del tiempo, que era como el redoble de un tambor, pero sus brazos y piernas sabían lo que tenían que hacer. Apagó los fuegos que se habían desatado en cubierta, y tras encender una bola de fuego puntiaguda que iba unida a un poste, se la hincó en el pecho a un turco que había conseguido clavar un arpeo en la cubierta del Devota. El hombre gritó y al momento se vio envuelto en llamas que se extendían; inmediatamente Leonardo y los demás se afanaron en arrojar bolas de fuego, extendiendo el fuego griego por la cubierta de la galera enemiga. En algún lugar tranquilo y seguro Leonardo se oyó a sí mismo, y estaba gritando y arrojando vasijas de cristal llenas de brea que ardían en cuanto entraban en contacto con la cubierta en llamas de la galera.
Muchos hombres cayeron a su alrededor, pero Leonardo era rápido y Dios le vigilaba de cerca, porque ninguna flecha, ni el fuego pudieron con él.
La cubierta ardía, como el mar, pero el mar ardía de hombres. Los turcos subían al abordaje por todas partes, y todavía se oía el silbido de las flechas susurrando sobre sus cabezas, como si no tuvieran fin, hasta que cada milímetro de las tablas de madera estuvo cubierto de flechas. Leonardo vio brevemente al capitán mameluco que luchaba en lo más crudo de la batalla al lado de sus hombres, cortando miembros y aullando como un animal, mientras el capitán del barco se mantenía a salvo en la popa, rodeado de guardias que rechazaban todas las flechas con enormes escudos superpuestos unos sobre otros.
Y Leonardo oyó gritar al capitán, pero era una voz lejana, una intromisión en su sueño de sangre y desmembramientos, porque, de hecho, Leonardo había desenfundado su espada, y cuchillo en mano, giró y giró, y le cortó el brazo a un turco de ojos grises: otro muchacho al que ni siquiera le había crecido la barba... y al que ya nunca le crecería. Se dio la vuelta, mirando, como si él fuera el ojo de una tormenta, hechizado, protegido. Se lanzó a por otro turco, y a por otro. Y allí, en el centro de los gritos y el chocar de armaduras, y el chasquido del fuego; en medio de aquella cubierta resbaladiza por las entrañas, y de los bufidos, resoplidos y gruñidos de la batalla, Leonardo recordó...
Recordó lo que les había hecho a los asesinos de Ginevra. Se vio a sí mismo, como si hubiera atravesado el tiempo, porque en el calor de la batalla el tiempo había perdido su sentido, y se comprimía y expandía con cada movimiento de su espada. Se vio a sí mismo en el dormitorio de Ginevra, una vez más, sacándoles las entrañas a sus asesinos, como si fueran cerdos y él estuviera estudiando su estructura muscular, el diseño de sus arterias, las capas de su carne. Sacándoles los ojos, aplastándolos hasta convertirlos en una pasta, cerrando las ventanas de sus almas y atormentado sus cuerpos muertos.
Leonardo se sintió mareado, asqueado consigo mismo, y deseó cerrar de una vez y para siempre las puertas de su catedral de la memoria; deseó enterrar aquel edificio de dolor en el río del oscuro olvido. Allí estaba de nuevo, cubierto de sangre, pegajoso, como si una peste lo cubriera.
Tan solo salió de su terrible ensueño cuando Benedetto Dei fue herido en el pecho con una flecha.
—¡No! ¡Benedetto! —gritó, y corrió hacia su amigo. El rostro de Benedetto sangraba de un tajo que le había hecho una espada, la piel desagarrada de su mejilla se agitaba mientras hablaba.
—Sácame la flecha, Leonardo —dijo Benedetto mientras su rostro perdía color—. Por favor...
—No te ha perforado el pulmón —dijo Leonardo con intención de reconfortarlo, y sacó la flecha haciendo el menor daño posible, dadas las circunstancias. Benedetto empezó a gritar, pero tan solo consiguió emitir un sonido ahogado antes de desmayarse, su rostro tan pálido como el de un cadáver. Leonardo curó y vendó la herida con habilidad, porque estaba acostumbrado a trabajar con carne, huesos y sangre. Durante unos segundos se hizo el silencio y Leonardo oyó el silbar de las flechas que volaban por el aire. Muchas se clavaron en la cubierta, a su lado, pero ninguna le acertó. Los turcos seguían disparando con sus arcos largos desde lo más alto de su palo mayor, hasta donde habían subido una plataforma con forma de cuenco forrada con un colchón para evitar que fuera dañada por las bombas. Desde aquella posición de ventaja, en las alturas, los arqueros turcos eran invulnerables. Leonardo puso a Benedetto a cubierto, y mientras lo hacía se le ocurrió una idea.
Se abrió paso de proa a popa para hablar con el capitán, y por el camino resbaló en aquella cubierta empapada de sangre y cayó sobre una pieza de metal de bordes afilados que le hizo una herida en la pierna. No sintió dolor, pero tomó un trozo de tela y lo ató alrededor de la pierna por encima de la herida para detener la hemorragia.
El capitán escuchó su plan, y desesperado, lo acompañó gritando órdenes a sus hombres. El capitán mameluco también se unió a ellos, y por el camino recogieron soldados y marineros suficientes como para dar cierta sensación de orden. El capitán del barco ordenó a sus hombres que se movieran todos al lado de estribor en cuanto él diera la orden. Leonardo se preguntó si alguien podría escuchar lo que decía el capitán en medio del fragor de la batalla; mientras Leonardo trabajaba intentado convertir el lino y las sogas en una hamaca improvisada, los marineros se movieron siguiendo las órdenes del capitán.
El barco estaba en llamas y el humo negro se alzaba por doquier. El combate cuerpo a cuerpo era feroz, pero estaban consiguiendo que los turcos se replegaran poco a poco. Sus gritos eran agudos, extraños, heladores; y como estaban luchando en nombre de su dios, preferían ensartar a un grumete cristiano de doce años antes que atacar a un compañero árabe. Atacaban igualmente.
Las flechas volaban y los hombres se pusieron a cubierto.
Tenía que ser ahora.
—Esto podría volcar el barco —avisó Leonardo al capitán, que asintió y dio la orden para comenzar.
Dos hombres protegidos con grandes escudos treparon por las jarcias hasta lo más alto del mástil de popa. Uno llevaba una ballesta y la hamaca que había construido Leonardo; y el otro cargaba con un tubo especial para arrojar el mortal fuego griego.
—Esperemos que los turcos no los abatan antes de tiempo —dijo Leonardo. Se arrodilló al lado del robusto torno de la soga del cabestrante. Cinco marineros sujetaban varios cabos y estaban listos. Los soldados mamelucos que habían trepado por el mástil ataron la hamaca en el extremo del brazo de una verga que se proyectaba hacia la galera turca.
Los arqueros turcos los vieron desde la plataforma y empezaron a disparar.
—Ahora —gritó Leonardo, y los marineros tiraron de las cuerdas para hacer bajar uno de los extremos del brazo de la verga. Así, el otro extremo del palo, el que miraba hacia la galera enemiga, subió, elevando a los hombres que estaban en la hamaca por encima de los arqueros que disparaban desde la plataforma enemiga. Pero entonces, el barco de Leonardo cabeceó, y el brazo de la verga empezó a caer peligrosamente sobre la galera turca.
—Todos a estribor —gritó el capitán, y los marineros y los soldados corrieron al costado de estribor, enderezando el barco y elevando el brazo de la verga por encima de los mástiles del enemigo.
Ahora los arqueros turcos eran vulnerables, porque estaban por debajo de los dos soldados mamelucos apostados en la hamaca. Sin embargo, una flecha le atravesó un ojo a uno de los mamelucos, que cayó y se partió la columna al chocar contra la cubierta de la galera.
Un instante después hubo un estallido en la hamaca, y una bola envuelta en llamas chocó contra el mástil del barco turco. Los arqueros turcos gritaron cuando el fuego griego engulló su plataforma y siguió descendiendo por el mástil. El fuego llovía sobre las cubiertas de ambos barcos.
Los arqueros cayeron al agua con el cabello y las ropas en llamas.
Los turcos emprendieron un nuevo ataque feroz contra el Devota, y la cubierta se inclinó peligrosamente cuando los marineros cristianos y los soldados mamelucos corrieron a su encuentro. Muchos cayeron al agua, cristianos, mamelucos y turcos por igual. El agua parecía arder también. Mientras los marineros manejaban furiosamente el torno del cabestrante para equilibrar el barco, el capitán hizo una señal a Leonardo y se unió a su homólogo mameluco en un ataque conjunto de marineros y soldados.
La batalla dio un vuelco. Era la hora de vengarse y destrozar a los turcos. Ya que el viento era muy fuerte y habría resultado muy peligroso acercar los barcos mediante cabos, en vez de lanzar los arpeos los hombres del Devota cayeron en la galera como un enjambre. Aquello iba a ser una carnicería.
Pero el Apollonia, el buque insignia, tenía problemas y hacía señales.
El capitán intentó inútilmente llamar a sus hombres, porque todos estaban dominados por la sed de sangre, sordos y ciegos ante cualquier llamamiento de la razón. Y solo después de que la galera empezara a hundirse, los hombres volvieron a su barco y cortaron todos los cabos que los unían al barco turco. Los turcos intentaron desesperadamente abrirse paso hasta el Devota, luchando sin descanso, pero enseguida fueron empujados al mar. El aire caliente e impregnado de humo asfixiante se llenó de gritos y súplicas en árabe e italiano, porque los esclavos de la galera seguían atados a sus remos, encadenados a sus bancos, e iban a hundirse con el barco.
Leonardo había visto los estragos que las continuas descargas de bombardas habían causado en los dos barcos, y estaba enfermo de preocupación por Niccolò y A’isheh. Aunque el galeón turco estaba bastante maltrecho, el buque insignia del devatdar estaba completamente inutilizado, y los soldados de una de las galeras turcas los estaban abordando con rapidez. Los cañones del Apollonia habían destrozado el corsier del costado de babor de la galera, matando a todos los remeros. Sin embargo, los soldados turcos se las habían arreglado para lanzar sus ganchos de hierro sobre el Apollonia y abordarlo.
Antes de que Leonardo pudiera arriar la pesada yola de su barco en el mar, el capitán ya estaba dando órdenes para que reorientaran velas, y los remeros ya estaban trabajando con todas sus fuerzas para tomar posición para disparar sobre la galera enemiga. Las bombardas del costado de estribor eran las únicas que aún podían disparar. Pero fue el buque insignia turco el que respondió, disparando sobre el Devota y dándole de lleno. El buque insignia disparó de nuevo, y los proyectiles acertaron en su objetivo: no podía tratarse más que de suerte ciega.
Las descargas sacudieron el Devota y silenciaron sus cañones.
Leonardo bajó a las cubiertas inferiores para comprobar los daños. Un enorme agujero dejaba entrar el sol y el agua en la húmeda bodega. Las cucarachas, gordas como gusanos, se arrastraban por todas partes, sobre los cadáveres y los miembros amputados. Como un enjambre se movieron alrededor de Leonardo que súbitamente se sintió aterrorizado. Cuando se dio la vuelta para huir, reconoció a Agostin, el oficial de artillería. Un proyectil le había arrancado limpiamente la cabeza, y Leonardo creyó ver que la boca aún se movía.
Leonardo gritó al capitán, que ordenó a su piloto que se acercara al buque insignia del devatdar por el costado de babor, quitándose así de la trayectoria de los cañones turcos.
Aunque los cañones del barco estuvieran fuera de juego, los hombres todavía podían luchar.
Cuando el Devota estuvo lo suficientemente cerca del barco del devatdar, los mamelucos lanzaron sus garfios de cinco puntas sobre su cubierta. La respuesta de los turcos llegó en forma de una nube de flechas y brea ardiente y mortal; pero Leonardo fue uno de los primeros en cruzar, corriendo y dando estocadas, resbalándose en la cubierta empapada de sangre y jabón, y llena de cadáveres, armas y abrojos de bordes afilados. Los mamelucos del devatdar gritaron de alegría cuando vieron llegar a los refuerzos, arrastrándose por la cubierta; y como si aquello les hubiera dado nuevos ánimos, atacaron a los turcos con renovado ímpetu. El aire era imposible de respirar por el humo que también hacía arder los ojos. Leonardo tropezó, como una sombra entre las sombras, blandiendo su espada de forma salvaje, como si quisiera cortar la garganta y los miembros del aire mismo. Y así, luchó hasta no sentir nada y quedar empapado en su propia sangre.
—Nicco —gritó, su voz ahogada por los gritos, los gemidos y los chillidos de la batalla que seguía a su alrededor. Se abrió paso hasta la proa, donde estaban los camarotes, y una vez dentro, buscó a A’isheh y a Niccolò. Pero Niccolò estaría luchando en cubierta, si es que estaba vivo.
Dentro, en la oscura y húmeda penumbra, siguió buscando. En las cubiertas inferiores encontró turcos, dos muchachos con turbante violando a una mujer a la que habían seccionado los miembros como si fuera un cerdo en el matadero. Leonardo los mató rápidamente y sintió que lo invadía un entumecimiento familiar, como si hubiera bebido un licor fuerte. No sentía ira ni repulsión, solo fatiga y una pena insondable.
Terminó su tarea: siguió buscando por los camarotes y luego salió al exterior, porque se estaba ahogando. Las cubiertas estaban en llamas y tuvo que atravesar el fuego para llegar al exterior. Una vez sobre la cubierta principal, corrió para escapar de las llamas. El calor era como cientos de agujas arañándole la cara y los brazos. El viento había empezado a soplar, los dioses de los elementos eran muy caprichosos.
Y su barco, el Devota, se alejaba lentamente.
Hubo un gran crujido y luego un chasquido por encima de su cabeza, y un mástil con su vela hinchada cayó sobre él, cubriéndolo por completo como la mortaja ardiente de un Titán. Consiguió liberarse cortando la lona mientras el agua del mar caía sobre él apagando las llamas. Algo crujió y se partió debajo de él y el barco comenzó a hundirse. Todos los hombres a su alrededor corrían, y gritaban y lloraban; cristianos, mamelucos y turcos por igual. El buque insignia escoró y Leonardo se deslizó por la cubierta. Se agarró a una jarcia, pero los cabos se rompieron y un instante después sintió el frío impacto del agua.
Cuando por fin lo subieron a bordo del Devota ya era de noche y parecía que el mar se estaba tragando el sol y el cielo. Su insondable superficie ondulada tenía el color púrpura de la sangre y la luz del sol, cuyos dedos rosados atravesaban la densas nubes de algodón. Los restos y escombros flotaban por todas partes, elevándose con la cresta cubierta de espuma de las olas, y cayendo después a las oscuras profundidades. Y por encima del sangrante horizonte se alzaban las tres naves turcas como sombras recortadas en la oscuridad. Su enorme buque insignia viviría para luchar un día más.
Leonardo había visto aquellos barcos, los había visto por encima de las crestas de las olas al caer al agua; y ahora, agotado y a salvo, envuelto en mantas, seguía soñando con ellos.
Y soñó que Niccolò y A’isheh estaban a su lado.
Y Simonetta.
Y, por supuesto, Ginevra...