8 El milano

«Se pueden construir maquinas para volar, y que el hombre se siente en medio del instrumento y mueva un aparato mediante el cual azote el aire, a la manera de las aves voladoras, con unas alas artificialmente compuestas.»—Sir Roger Bacon«Y como una liebre a la cual persiguen los cuervos y los perros, señala aquel lugar desde el que voló por primera vez.»—Monje anónimo«...entre los recuerdos más tempranos de mi infancia, de cuando aún estaba en la cuna, está el del milano que llegó hasta mí, me abrió la boca con su cola y me golpeó con ella los labios varias veces».—Leonardo da VinciEl Gran Pájaro estaba posado en el borde de una cornisa, en la cima de una colina cerca de Vinci que Leonardo había seleccionado personalmente. Parecía una libélula gigante, con su piel de fustán y seda, que suspiraba mientras las enormes alas dobles se mecían ligeramente por el viento. Niccolò, Tista y el padrastro de Leonardo, Achattabrigha, se arrodillaron bajo las alas y sujetaron el arnés del piloto. Zoroastro da Peretola y Lorenzo di Credi se mantenían a unos quince metros de distancia y sujetaban los extremos de las alas. Parecía que sus brazos eran enormes lanzas de justa con pendones azules y dorados. Los dos parecían caricaturas del propio Il Magnifico y de su hermano Giuliano, porque Zoroastro era moreno, tenía la piel áspera y era bastante feo en comparación con el dulce y hermoso Lorenzo di Credi. Tal era el contraste entre Lorenzo y Giuliano de Medici, que al lado de Leonardo y Sandro, a unos pocos metros del Gran Pájaro bajo el sol de la mañana, Giuliano tenía el mismo aspecto radiante que hubiera tenido Simonetta, mientras que Lorenzo parecía estar ceñudo.

Zoroastro, impaciente como siempre, miró a Leonardo y gritó:

—Estamos listos, maestro.

Leonardo asintió, pero Lorenzo se acercó a él y le dijo:

—Esto no es necesario. Te amaré igual que amo a Giuliano tanto si decides volar... como si decides hacer caso a tu sentido común.

Leonardo sonrió.

—Volaré fide et amore.

Por la fe y el amor.

—Tendrás ambas cosas —dijo Lorenzo. Caminó al lado de Leonardo hasta el borde del risco y saludó a los que se congregaban abajo, en el claro donde se suponía que Leonardo iba a aterrizar triunfalmente. El claro estaba rodeado por un bosque de pinos y cipreses que desde aquella altura tenían el aspecto de una multitud de lanzas y alabardas talladas en la roca. Un griterío llegó hasta ellos, era el saludo al primer ciudadano: el pueblo entero estaba presente, desde campesinos a caballeros, invitados para la ocasión por Il Magnifico en persona, que había mandado levantar una gran carpa multicolor. Sus ayudantes y criados habían estado cocinando y preparando un gran festín desde el amanecer. Y su hermana Bianca, Angelo Poliziano, Pico della Mirandola y Bartolomeo Scala habían venido también y eran los anfitriones de las celebraciones.

Leonardo esperó hasta que todo el mundo hubiera mostrado sus respetos a Lorenzo, y después él también hizo una reverencia y saludó muy teatralmente; al fin y al cabo, él era el protagonista de la jornada. La multitud lanzó gritos para animar a su hijo favorito, y Leonardo les dio la espalda para colocarse en el arnés de su máquina voladora. No había visto a su madre, Caterina, una diminuta figura que miraba nerviosamente hacia arriba, murmurando oraciones y haciéndose sombra en los ojos con una mano para poder mirar en contra del sol. Su padre, Piero, estaba al lado de Giuliano de Medici; los dos iban vestidos como si fueran a ir de caza. Piero no había hablado con Leonardo. Su formidable rostro estaba serio y tenso, como si estuviera en presencia de un magistrado a la espera de que este dictara sentencia en un caso.

Tendido boca abajo en la corta tabla justo debajo de las alas y del mecanismo del cabestrante, Leonardo ajustó el aro que controlaba el timón alrededor de su cabeza y comprobó que las poleas y los pedales que movían las alas funcionaban correctamente.

—Ten cuidado —gritó Zoroastro que había soltado las alas y se había retirado unos pasos—. ¿Estás intentando matarnos?

Hubo una risa nerviosa, pero Leonardo permaneció en silencio. Achattabrigha ajustó las correas que sujetaban a Leonardo a la máquina y dijo:

—Rezaré para que tengas éxito, Leonardo, hijo mío. Te quiero.

Leonardo se volvió hacia su padrastro, percibió en su aliento y en su ropa los agradables olores de las hierbas de Caterina, ajo y cebolla dulce, y miró a los pálidos ojos azules del anciano que se entrecerraban por la luz. Descubrió que amaba a aquel hombre que se había pasado la vida sudando cerca de los hornos y trabajando con sus enormes manos de uñas amarillentas.

—Yo también te quiero... padre. Y gracias a tus plegarias me siento a salvo.

Aquello pareció tranquilizar a Achattabrigha, porque comprobó las bridas una vez más, le dio unas palmaditas en el hombro y se alejó caminando hacia atrás, casi de forma reverencial, como si estuviera alejándose de un icono en una catedral.

—Buena suerte, Leonardo —dijo Lorenzo.

Los demás también le desearon suerte. Su padre asintió y sonrió; y Leonardo, con todo el peso del Gran Pájaro descansando sobre su espalda, se levantó. Niccolò, Zoroastro y Lorenzo di Credi le ayudaron a caminar hasta el borde del risco.

Una oleada de gritos de ánimo llegó hasta él.

—Maestro, desearía estar en tu lugar —dijo Niccolò.

—Esta vez simplemente observa, Nicco —dijo Leonardo—. Imagina que eres tú el que se eleva en el cielo, porque esta máquina también es tuya. Y tú estarás conmigo.

—Gracias, Leonardo.

—Ahora, retiraos un poco... tengo que volar —dijo Leonardo, y miró hacia abajo como si fuera la primera vez, como si cada árbol y cada vuelta hacia arriba hubieran sido aumentados con una lupa, cada olor, cada sonido, cada movimiento, claro y distinto de los demás. De alguna manera, el mundo se había dividido en sus componentes más elementales, todo en un instante; y en la distancia los altibajos de la tierra creaban un océano verde y los caminos eran como largas sombras marrones. Y sobre aquellas aguas inmóviles se alzaban varias construcciones humanas: iglesia y campanario, cabañas y graneros, y casitas y campos arados.

El corazón de Leonardo latía fuerte contra su pecho, y deseó estar en la seguridad de su catedral de la memoria, donde el pasado era tangible, y ni la causa ni el efecto estaban abiertos a debate. La brisa comenzó a soplar del noroeste y Leonardo la sintió a su alrededor como un aliento cálido. Las copas de los árboles se agitaron y susurraron mientras el aire caliente se elevaba hacia el cielo. Las alas temblaron al sentir las ráfagas, y Leonardo supo que era el momento; no quería que el viento lo arrastrara hacia el borde sin estar preparado.

Se lanzó, saltando desde el precipicio como si se estuviera tirando desde un acantilado hacia el mar. Por un instante, mientras caía en picado, sintió una sensación de mareo seguido por los fuertes latidos de su corazón y un miedo que le provocaba náuseas. Aunque tiró del cabo del cabestrante, que hizo que las alas de fustán se batieran, no pudo sostenerse en el aire. Sus movimientos y patadas se habían convertido casi en algo reflexivo tras interminables horas de práctica: una patada hacia atrás provocaba que un par de alas descendiera mientras tiraba furiosamente del cabestrante con una mano para elevar el otro par, moviendo sus manos primero a la izquierda y luego a la derecha. Siguió manejando el mecanismo con toda la fuerza, milimétricamente calculada, de sus noventa kilos de peso, y los músculos empezaban a dolerle por el esfuerzo. Aunque el Gran Pájaro pudiera funcionar como planeador, se producía demasiada fricción en los engranajes como para generar energía propulsora suficiente, y la resistencia del viento era demasiado fuerte. Apenas podía elevar las alas.

Cayó.

Sintió el frío y el cortante viento que silbaba en sus oídos. Sus ropas se pegaban a su piel como la tela que cubría sus fallidas alas, mientras las colinas, el cielo, el bosque y los acantilados giraban en espiral a su alrededor. Siguió cayendo. Sintió el húmedo asombro igual que en su sueño recurrente, su pesadilla en la que caía al vacío.

Pero él estaba cayendo en un aire cálido y ligero, tan tangible como la mantequilla. Justo debajo estaba la familiar tierra de su infancia, elevándose contra toda lógica, alzándose hacia el cielo para reclamarlo. Pudo ver la casa de su padre y allí, a lo lejos, los Alpes Apuanos y la vieja carretera adoquinada construida antes incluso de que Roma fuera un imperio. Sus sensaciones adquirieron la textura de un sueño; y mientras veía las sombras violáceas de los imponentes árboles que tenía debajo, rezó, algo que le sorprendió incluso a él mismo. A pesar de todo siguió pedaleando obstinadamente y tirando del cabo del cabestrante.

Entonces sintió que lo que le rodeaba era aire sutilmente cálido, y de pronto, de forma imposible y vertiginosa descubrió que estaba ascendiendo.

Sus alas estaban bien rectas. No se agitaban. Y sin embargo, él seguía subiendo. Era como si la mano de Dios lo elevara hacia el cielo. Y entonces Leonardo recordó cómo al liberar a los milanos de la jaula había observado que aquellas aves buscaban las corrientes de aire con cuya ayuda planeaban y se elevaban hasta lo más alto, todo sin mover las alas.

Así era como Leonardo estaba subiendo, gracias a aquella corriente de aire cálido, con la boca abierta para aliviar la presión que poco a poco se hacía más intensa en sus oídos. Y siguió subiendo hasta ver que la cima de la montaña quedaba a unos treinta metros por debajo de él. El paisaje de colinas, arroyos, granjas y bosques empequeñeció y se convirtió en una tabla con ordenados dibujos de espirales y rectángulos: la prueba del trabajo del hombre sobre la tierra. Desde allí arriba el sol parecía más luminoso, como si el aire mismo fuera menos denso en aquellas regiones recónditas. Leonardo temió que se estuviera acercando demasiado a las regiones donde el aire se convertía en fuego.

Giró la cabeza y tiró del aro que iba conectado al timón, y pudo comprobar que, dentro de unos límites, podía controlar la dirección hacia la que volaba. Pero entonces dejó de planear, como si hubiera explotado la burbuja de aire caliente que lo había sostenido hasta entonces. Y sintió frío.

El aire se volvió frío... Y se quedó quieto.

Tiró furiosamente del cabo del cabestrante, pensando que quizá podría utilizar las alas como hacían los pájaros para alcanzar otra corriente de aire, pero no consiguió empuje suficiente.

Una vez más, cayó como una flecha.

A pesar de que la resistencia del viento era tan fuerte que no podía bajar las alas más allá de la posición horizontal, había conseguido velocidad suficiente como para intentar elevarse un poco. Y lo consiguió durante unos breves instantes, pero luego, de nuevo, no pudo imprimir al mecanismo la fuerza suficiente como para sostenerse, y otra ráfaga de aire golpeó el Gran Pájaro haciendo que se sacudiera de forma incontrolable.

Leonardo creyó que el tiempo se ralentizaba, y en un segundo que pareció interminable, vislumbró el claro rodeado por el bosque como si se tratara de un ojo de buey. Vio las carpas y los habitantes de su pueblo que giraban el cuello para seguir su vuelo. Y en aquel momento en el que el viento lo tenía a su merced, consiguió una perspectiva nueva y poco convencional. Como si no fuera él el que caía hacia una muerte segura.

¿Acaso sus vecinos gritaban animados?, se preguntó. ¿O estaban sorprendidos y estupefactos al ver cómo uno de ellos caía desde el cielo? Lo más probable es que secretamente estuvieran deseando que él fallara, unos deseos profundos no muy diferentes de aquella multitud que recientemente había animado a un pobre campesino enfermo de amor a que se tirara desde un tejado al suelo de piedra de la Via Calimala.

A su derecha, Leonardo vio a un milano en pleno vuelo. Se preguntó si era una visión y recordó su sueño del gran pájaro: el milano que había volado hasta él cuando era niño y había golpeado su rostro con las suaves y resbaladizas plumas de su cola.

Ahora el suelo estaba a tan solo noventa metros de distancia.

El milano estaba atrapado en la misma corriente de aire que Leonardo, y mientras él observaba, el pájaro viró, maniobró y voló contra el viento. Leonardo cambió su peso de lugar, manipuló el timón y cambió el ángulo de las alas. Al hacerlo se las arregló para seguir al pájaro. Sentía que sus brazos y piernas pesaban como el plomo, pero consiguió mantener el control del aparato.

Siguió cayendo.

Pudo oír a la multitud que gritaba abajo, un sonido apagado a causa del rugido del viento. Pronto se convirtió en un grito diseminado mientras la gente corría para quitarse de en medio. Pensó en su madre, Caterina.

Y después siguió al milano como si se tratara de su propia inspiración, su Beatrice.

Caterina.

Ginevra.

Y el suelo seguía acercándose.

Entonces Leonardo se sintió como si hubiera quedado suspendido sobre el verde dosel del bosque, pero solo durante un instante. Sintió una cálida ráfaga de viento, y el Gran Pájaro se elevó aprovechando la corriente termal. Leonardo buscó al milano, pero había desaparecido, como un espíritu que se eleva sin peso a través de las diferentes esferas hacia el Primum Mobile. Intentó controlar su vuelo, dispuesto a aterrizar en los campos que había más allá de los árboles.

La corriente de aire caliente lo elevó aún más; y luego tan rápido como había llegado, y como si hubiera estado tomándole el pelo, desapareció de nuevo. Leonardo intentó mantener fijas las alas y planeó durante unos segundos. Pero una ráfaga lo sacudió y una vez más lo empujó hacia el suelo. Y cayó...

Y chocó contra la tierra.

Vanidad.

He venido a casa para morir. Imaginó que estaba de pie delante de la estatua de bronce que guardaba la entrada a su catedral de la memoria. Un demiurgo de tres cabezas. Los rostros de su padre, Toscanelli y Ginevra lo observaban. Pero fue Ginevra la que pronunció las palabras que lo harían desaparecer del mundo, las palabras de Lucas: «Nunc dimittis servum tuum, Domine».

Señor, permite partir a tu humilde servidor.

No, Ginevra, no puedo dejarte. Te amo. Todavía no he terminado mi trabajo...

Su padre le miró con el rostro serio y ceñudo.

Leonardo había fallado.

Los árboles giraban a su alrededor, como una espiral, como si los hubieran arrancado de sus raíces. Y una vez más falló la secuencia natural del tiempo. Vio rostros conocidos; rocas incrustadas como joyas en la tosca y oscura tierra; brillantes volutas de cirros que volaban sobre él y cruzaban delante del sol; la ladera de la montaña que se desmoronaba; plantas de hojas alargadas con pequeñas y perfectas venas como las de una tela de araña.

El tiempo se había alargado... y comprimido.

Mientras, la oscuridad de detrás de sus párpados se convertía en un anochecer.

Quizá ya esté muerto.

Nunc dimittis...

Sin embargo, en aquella confortable oscuridad, Leonardo pudo deslizarse en su propia catedral de la memoria, su iglesia cuyas muchas cúpulas y estancias todavía estaban por llenar. Estaba seguro dentro de los confines de su alma; y así voló desde la entrada hasta la torre, desde la nave hasta el capitel, a través de la perfecta y recuperada memoria, persiguiendo al milano.

El mismo que se le había aparecido a Leonardo.

Hace tanto tiempo.

Como en un sueño.