4 El secreto de la flor dorada

«Tenemos tres almas, de las cuales la más cercana a Dios es llamada mens por Mercurio Trismegisto y Platón; es «el espíritu de la vida» según Moisés; «la parte más elevada» según San Agustín; y «la luz» según David, en su verso “En la luz veremos la luz”. Y Mercurio dice que si nos unimos a esa mens quizá lleguemos a entender, a través del rayo de Dios, que es en sí mismo todas las cosas, el presente, el pasado y el futuro; entenderemos todas las cosas, digo, que están en el cielo y en la tierra.»—Giulio Camillo«A quien quiera que lo desee, dejémosle ser feliz, porque no hay ninguna certeza en el mañana.»—Lorenzo de MediciLeonardo miraba fijamente el techo alto, imaginando todo tipo de rostros, criaturas y escenas en sus grietas, sombras e imperfecciones. La variedad de paisajes y personajes que Leonardo llegaba a ver con gran detalle cambiaban constantemente, como nubes que vagaran en un cielo gris y apagado. Ahí, la perfecta línea curvada de un hombro que llevaba, con exactitud matemática, a la delicada ladera de un pecho; allí, el detalle de una fortificación completa, con almenas, baluarte, foso, pasaje cubierto y terraplén: un plano. Un escorpión se había convertido en el cabello rizado de un querubín, cuyo rostro se transformó en un Cupido borracho y macabro. Vio Madonnas apenas esbozadas, como si hubieran salido de sus cuadernos de notas; una caritas se parecía a Albiera, su primera madrastra, que había muerto cuando él tenía doce años. Otra era como Francesca di Ser Giuliano Lanfredini, su segunda madrastra, que había muerto hacía cinco años. Esas esposas de su padre no eran más que niñas... y cuando era un muchacho, había suspirado por ellas, sintiéndose muy culpable por ello.

El dormitorio estaba tranquilo a excepción de la respiración trabajosa, pero regular de Simonetta. Estaba tumbada a su lado, con un brazo descansando sobre sus ojos, como si así quisiera evitar ver, incluso dormida, el hipnótico paisaje onírico del techo. Una fusión de olores rancios impregnaba el aire: vino, perfume, sudor, sexo y aceite de lámpara. Leonardo consideró levantarse para abrir una ventana, pero no quería despertar a Simonetta y temía que el fresco de la noche dañara sus pulmones.

Simonetta lo buscó, incluso dormida. Quizá había sentido que él estaba despierto y que podía marcharse, porque se volvió hacia él, cubrió sus piernas con las de ella, y se apoyó sobre su brazo y su pecho. Mientras Leonardo la observaba, tan rubia y pálida, como un fantasma hecho carne, Leonardo pudo imaginar que la realidad efectivamente se había detenido durante unas pocas horas.

Ahora Leonardo estaba despierto. Tenía mal sabor de boca, le dolía la cabeza y se sentía completamente solo. Se había roto el encantamiento.

De pronto Simonetta empezó a toser, una y otra vez, lo que la agitaba de un lado a otro. Se despertó inmediatamente, con los ojos abiertos de par en par, mientras miraba hacia adelante y buscaba una brizna de aire para respirar, y se agarraba el pecho con los brazos. Leonardo la sujetó y le dio un poco de vino. Ella tuvo otro ataque de tos, que cesó al poco tiempo.

—Siento haberte despertado de esta forma, bello Leonardo —dijo Simonetta mientras se secaba la boca con las sábanas de damasco que la envolvían.

—Estaba despierto.

—¿Desde hace mucho? —preguntó Simonetta.

—No, no mucho.

—Estoy segura de que la fiesta todavía sigue. ¿Quieres que volvamos? —Simonetta tosió de nuevo, se levantó de la cama, y se peinó su abundante cabello, que le llegaba hasta las nalgas. Después abrió un baúl situado en la plataforma de madera que rodeaba la cama, y sacó un vestido azul índigo, ceñido por la cintura y sin blusa por debajo. Dejaba sus hombros desnudos, pálidos como un rayo de luz de luna bajo la malla de seda, adornados con cuentas de oro y joyas preciosas.

Tan solo Ginevra podía superar en belleza a Simonetta.

—¿No tienes preguntas para mí? —inquirió con un sonrisa.

—Ibas a decirme quién es mi doble —dijo Leonardo. Sintiéndose todavía un poco incómodo por la situación, siguió su ejemplo y se vistió.

—¿Leonardo? —preguntó Simonetta.

—¿Sí?

—Estás tan... distante.

—Lo siento.

Simonetta se acercó a él.

—Puedes confiar en mí. Tu corazón está a salvo conmigo. Y quizá, pueda ayudarte.

Leonardo pudo sentir que sus glándulas se abrían en su interior para segregar adrenalina helada. Quizá pudiera superar a Nicolini y recuperar a Ginevra.

—¿Y cómo podía yo devolverte el favor? —preguntó.

—No puedes.

—Entonces, ¿por qué...?

—Porque me muero y deseo ser generosa. Porque tengo miedo, pero no puedo descubrirme ante los poderosos. Y, desde luego, no puedo confiar en otras mujeres. Pero puedo confiar en ti, querido Leonardo.

—¿Cómo puedes estar segura? —pregunto Leonardo con cierta indecisión.

—Porque confío en Sandro, y él te quiere como a un hermano.

—Entonces ¿no habría sido Sandro una elección mejor? Él vive por y para ti.

—Exactamente. Y me ama. Lo único que podría hacer es darle esperanzas y luego hacerle añicos. No puedo permitir que se acerque a mí demasiado. Cuando yo muera tendrás que ocuparte de él.

—Simonetta, no debes... —Pero Leonardo se detuvo. No había nada que él pudiera decir. Ella estaba preparada para lo que Virgilio había llamado «el día supremo y la hora inevitable». Tras un instante, añadió—: Supongo que tienes razón sobre Sandro.

Simonetta se acercó a Leonardo. Él era alto y ella tuvo que levantar la cabeza para mirarle.

—No se trata tan solo de hacer el amor —dijo—. Eso es lo de menos. Ya he tenido mi ración suficiente. Pero estoy completamente sola.

—Toda Florencia te adora —dijo Leonardo.

—Sin embargo...

Él la abrazó, deseando que fuera Ginevra, pero agradecido por su calidez, su cercanía y su perfume mezclado con el sudor...y quizá, solo quizá, existiera de verdad un bálsamo en Galaad después de todo.

Quizá ella pudiera ayudarle...

Leonardo sintió que se excitaba de nuevo, pero Simonetta dio un paso atrás riendo.

—Quizá no pueda estar tan segura de ti después de todo.

—Dime quién era el que estaba abajo haciéndose pasar por mí.

Simonetta se sentó en la cama, dio un sorbo a su copa de vino, y dijo:

—Era Neri, por supuesto.

—Lo había imaginado —dijo Leonardo sentándose a su lado—. Debo decir en su honor que es un trabajo de imitación bastante bueno.

Simonetta rió de nuevo.

—Bueno, querido Leonardo. Si es cierto que toda Florencia me adora, como dices, es justo decir que Neri te adora a ti.

—No creo que yo pueda serle de gran utilidad, salvo para animar sus fiestas.

—Es un pintor frustrado. Pero tiene buen ojo y es un excelente coleccionista. Posee algunas obras tuyas.

—¿Qué?

—Solo bocetos, Leonardo. Eres un hombre difícil de coleccionar. Los rumores dicen que ni siquiera la marquesa Isabella d’Este pudo conseguir alguno de tus pequeños cuadros de la Madonna.

—Pinto muy despacio, madonna Simonetta. Pero estoy trabajando duro en varias pequeñas Madonnas.

—Yo no presumiría de tener más suerte que la marquesa —dijo Simonetta.

—No es que los patrones ricos se agolpen en la puerta de Verrocchio para encomendarme encargos.

—Nunca terminas tus encargos y te has ganado una mala reputación. Pero Lorenzo tiene interés en ti. Veré lo que puedo hacer.

—Debo decir que tanto Neri como tú me habéis engañado —dijo Leonardo.

—¿Sí?

—Si ha sido él el que te ha maquillado y luego se ha arreglado él, es que es muy bueno. Quizá debería convertirme en su aprendiz.

Simonetta rió suavemente.

—Has asumido automáticamente que Neri es el pintor.

—Si no es Neri, ¿quién?

—¿No se te ocurre quién puede ser? —preguntó Simonetta.

—Estoy asombrado.

—Porque eres un hombre, Leonardo. También le enseñé a Neri cómo imitar tu voz, porque la suya se asemeja a la de una rana. —Hizo una imitación bastante buena de Neri, y continuó—: ¿Has oído hablar de un artista llamado Gaddiano?

—Por supuesto —dijo Leonardo—. Se rumorea que es de Siena. Sus mecenas tienen que contactar con él por medio de un notario... un hombre que se llama Mazzei. Gaddiano esculpió una magnífica Cibeles de terracota que se encuentra al lado de las fuentes en los jardines de los Medici en Careggi. ¿No es cierto?

—Eres muy observador —dijo Simonetta—. Esa estatua es obra de Gaddiano, es cierto. —Entonces se levantó e hizo una reverencia exagerada—. Yo soy Gaddiano.

—¿Tú?

—No debería serle difícil de creer a alguien que hasta hace unas horas creía que yo era su amigo Neri.

—Te pido disculpas por mi sorpresa, madonna, pero la mayoría de los mortales tenemos suficientes problemas para vivir una vida; y sin embargo, tú vives dos —dijo Leonardo intrigado—. Es como... estar en dos lugares a la vez.

Simonetta rió y dijo citando al poeta Horacio:

—«Nadie vive contento con su condición.»

—Bajo la personalidad de Gaddiano te has forjado una reputación envidiable como escultor y pintor —dijo Leonardo—. Pero la mayoría de nosotros no tenemos tales habilidades para transformarnos. Quizá seas la encarnación del pájaro de fuego de Paracelso. Convertirte en Neri, y transformar a Neri en mí, ha tenido que ser un simple juego de niños.

—¿Qué habrías hecho en mi lugar? —preguntó Simonetta.

—¿Qué quieres decir?

—¿Podrías vivir sin pintar, sin esculpir la piedra? —preguntó Simonetta—. Ah, quizá podrías, siempre y cuando te quedara la ciencia y pudieras obtener satisfacción por medio de tus inventos.

—Siempre y cuando pueda ver, supongo que podré obtener satisfacción observando la variedad que nos ofrece la naturaleza, igual que con el arte —dijo Leonardo.

—Pero yo no podría, querido Leonardo. Y no podía pintar y darme a conocer por mí misma... como Simonetta.

—Una obra tan hermosa, esos cuadros y esas esculturas, te honrarían para siempre.

—Al ser una mujer se consideraría como algo insignificante —dijo Simonetta—. Ni me tomarían en serio, ni podría obtener ni el más humilde encargo. Pero como un hombre... como un hombre podía competir en igualdad de condiciones. Puedo dirigir los corazones y las mentes de otros hombres. Pero como mujer, solo puedo controlar temporalmente sus corazones y sus miembros endurecidos.

—Quizá subestimas el control que una mujer puede ejercer sobre un hombre.

—De entre todas las mujeres de Florencia, nunca pensé que se me podría acusar de eso —dijo Simonetta—. Pero pienses lo que pienses, una mujer, sin importar lo bien posicionada que esté, no es más que una criada. Quería la oportunidad de encontrar la inmortalidad... Carpe diem. Al contrario que todos vosotros, mi tiempo era muy limitado.

—Pero Gaddiano lleva pintando desde...

—En Florencia, desde hace tres años exactamente —dijo Simonetta—. Hace tres años descubrí que me estaba muriendo. Creé el pasado de Gaddiano a base de rumores, cuadros fechados a posteriori, y unos pocos documentos falsificados. Oh, pensé en utilizar mis conexiones con mis amigos poderosos, pero como en el caso de la madre de tu amigo Machiavelli, Bartolomea, nunca me tomarían en serio.

—Pero ella es una poetisa muy respetada.

—Sí, una poetisa religiosa. Y sin embargo, ¿se lee su poesía en las iglesias? ¿En las calles? Le iría mejor como comadrona. —Simonetta empezó a pasear por la estancia como uno de los leones enjaulados de los Medici.

Leonardo se levantó y cogió las manos de Simonetta. Ella miró al suelo, como si Leonardo fuera su padre en vez de uno de sus múltiples amantes.

—No tenía ni idea de que tuvieras tanta ira encerrada en tu cuerpo —dijo Leonardo.

Simonetta apretó con fuerza las manos de Leonardo.

—Ahora conoces todos mis secretos... al igual que yo conozco los tuyos. Mejor de lo que crees, Leonardo.

—Que así sea —dijo Leonardo maldiciendo a Sandro en su interior—, pero no tienes necesidad de dejar que la ira te envenene. Como Gaddiano, te has ganado un lugar en Florencia para la eternidad. Te prometo que eso es cierto. —Eso pareció gustarle a Simonetta—. Y como Simonetta —continuó—, serás recordada como el rostro de Venus y de muchas Madonnas.

—Gracias a Sandro —dijo sonriendo ligeramente. Entonces se separó de él y cruzó la habitación para llegar hasta la puerta—. Te dejaré un criado para que te guíe de vuelta a la fiesta. No nos haría ningún bien volver juntos, y menos dejar que los invitados imaginen que mantenemos una relación inapropiada. —De nuevo, sonrió tímidamente, y se marchó.

Leonardo esperó unos segundos y después siguió al criado a través de la oscuridad, por los pasillos retorcidos y susurrantes, hasta unos escalones de frío mármol que, en medio de la negrura, imaginó como parte de una escalera secreta. Habían pasado horas desde que Leonardo y Simonetta se habían reunido en el dormitorio, y ahora el resto de habitaciones de la mansión estaban siendo utilizadas por el resto de invitados. Cada rellano y pasillo estaba lleno de sonidos nocturnos, como si el criado estuviera guiando a Leonardo a través de un bosque mágico. Luces tan pálidas y extrañas como el aliento de un dragón, el fuego de San Telmo o un fuego fatuo brillaban y centelleaban en las grietas entre las baldosas y las jambas de las puertas.

Leonardo se detuvo al lado de la puerta en lo que dedujo que sería el tercer rellano. Creyó oír una voz que le sonó familiar. Le dijo al criado que sabría encontrar el camino y pegó la oreja a la puerta. Escuchó que alguien entonaba un poema con una voz aguda y clara, acompañado por una lira, y de fondo un parloteo discordante y el susurro de varias conversaciones bulliciosas.

Alguien gimió, como en éxtasis, y la canción continuó:

...y las flores mezclansus alegres colores, deseando compartir sus primeros pasos:con sonrisas elegantes, son como formas divinas.Tres obedientes ninfas reciben la bendición más extraña,Y se cubren las piernas con túnicas de brillantes lentejuelas...Era la voz de Atalante Miglioretti.

Leonardo abrió la puerta y estaba a punto de unirse a Atalante en aquella canción popular, cuando vio a Il Neri, todavía vestido y maquillado como si fuera Leonardo.

Leonardo cerró la puerta tras él.

—Neri, deberías quitarte mi cara.

Neri estaba sentado en una de las sillas cubiertas de terciopelo verde y dorado, y el joven Jacopo Saltarelli estaba arrodillado entre sus piernas abiertas haciéndole una felación. Saltarelli estaba completamente desnudo y pintado de rojo como si fuera alguna criatura de piel moteada. Muchas de las personas que quedaban en la estancia estaban desnudas. Una joven vestida con una túnica negra y una cinta roja en su cabello yacía en el suelo al lado de Neri mientras era penetrada, simultáneamente por delante y por detrás, por dos hombres de mediana edad a los que Leonardo no reconoció. Las velas ardían de forma irregular en los apliques de pared situados en la parte más alta de las paredes, arrojando una luz resbaladiza y creando sombras alargadas. El mobiliario era suntuoso, porfídico y reluciente. Tallas, y delicados tapices representaban las escenas más voluptuosas de la mitología clásica: la transformación de Io en una vaquilla, Europa y el toro, Dánae y la lluvia dorada. Aquello no era más que una orgía normal y corriente. Tan solo la dulce voz de Atalante y su habilidad para tocar música distinguía a aquel puñado de juerguistas de cualquier otra reunión de decadentes.

Leonardo no pudo evitar reparar en tres parejas atareadas en diversas posturas de penetración que ocupaban la única, pero decorada cama, ubicada bajo la ventana emplomada. No le sorprendió que una de las mujeres, una muchacha en realidad, fuera la criada a quien Niccolò había estado mirando antes como si se hubiera enamorado.

¿Dónde estaban Sandro y Niccolò...?, se preguntó. Sería bueno que los encontrara cuanto antes.

Atalante le sonrió y le ofreció el laúd. Leonardo lo rechazó. Un joven que traía un frasco de vino le preguntó si deseaba un trago; Leonardo también lo rechazó educadamente y se dio la vuelta. Allí había muy poca gente que él pudiera reconocer: Bartholomeo de Pasquino, un orfebre bastante decente; Baccino, que era el sastre de Neri; Giordano Bracciolini, un miembro prominente de la Academia Platónica y autor de un comentario al Triunfo de la fama de Petrarca; el aventurero cargado de deudas Bernardo de Bandini Baroncelli, quien dedicaba atenciones exageradas a una de las criadas desnudas, como si se tratara de Simonetta en persona; y Giovanni, el hermano de rostro duro y rugoso de Jacopo, que estaba sentado a solas mientras se masturbaba. Haciendo caso omiso a la orgía que se desarrollaba a su alrededor, algunos jóvenes patricios impecablemente vestidos de las familias Bardi y Peruzzi, charlaban animadamente sobre la corrupción reinante en la Signoria gobernada por los Medici y en elección de los comités de la Balia, y sobre la impotencia del Parlamento, todos ellos temas que un joven definió pomposamente como «contra bonos mores».

Atalante comenzó a cantar de nuevo; eligió uno de los poemas de Lorenzo Toscana.

—¿Y bien? ¿El gato se ha llevado tu lengua? —preguntó Leonardo a Neri.

—No es mi lengua la que se ha llevado el gato —dijo Neri sonriente. Después, procedió a quitarse las capas de aquella piel que parecía real y que cubrían su rostro. Ordenó a Jacopo que le consiguiera una toalla, y con ella se quitó el resto del maquillaje. Sin ningún tipo de preocupación o vergüenza aparente, Jacopo se arrodilló de nuevo para terminar la felación en el, ahora, semiflácido miembro de Neri—. Mi querido invitado —dijo Neri—. Tus deseos más pequeños son mi mayor deseo. Ahora tú eres Leonardo, y yo soy... —Miró a Jacopo, que seguía de rodillas, y preguntó—: ¿Quién soy? Ajá —dijo dirigiéndose a Leonardo—. Yo soy mala in se... inherentemente malo. ¿Y qué es lo que he hecho al convertirme en tu reencarnación, Leonardo? Citando a Quinto Horatio Flacco: «Exegi monumentum aere perennius».

Neri rió, pero Leonardo se sonrojó a causa de la humillación, porque no había podido entender aquel latín hablado tan deprisa. Ahora por lo menos Leonardo podía leer latín bastante bien, pero un hombre «educado» podía citar a todos los antiguos poetas y hablar aquella lengua muerta tan bien como Lucano o Quintiliano o Claudiano. Y Leonardo no podía hacer nada de eso.

—Leonardo, es una broma. Tan solo he dicho «He levantado un monumento más duradero que el bronce». Eso es todo. Por favor, perdóname si...

Pero Leonardo rogó que le disculpara y se marchó. Pronto se perdió en la oscuridad de la casa mientras buscaba su camino a través de los acolchados pasillos, guiado por los rastros de luz en los bordes de las puertas. Mantuvo las manos extendidas y avanzó en contacto permanente con las paredes, como si fuera un hombre ciego que tiene que abrirse paso a través de unas calles desconocidas para él. Los recuerdos volvieron a él, como si estuvieran hechos de la misma materia que aquella oscuridad: Ginevra, Nicolini, el muchacho linchado. Había perdido a Ginevra para siempre, pero era imposible... simplemente era algo que no podía haber sucedido. Tampoco podía ser verdad que acabara de abandonar el cálido lecho de la bella y amada Simonetta. Ella no podía ser Gaddiano... ni Neri podía ser Leonardo. Sin embargo, aquella noche las cosas más terribles y exquisitas parecían ser posibles. Y él no pudo evitar pensar que eran grandes augurios, y que era el destino el que lo guiaba.

Cuando llegó a la escalera, vio la luz de las velas que colgaban de sus apliques en las paredes. Después oyó un aplauso, seguido por gritos de bravissimo! evviva! y valete ac plaudite! Corrió en línea recta y llegó a la gran estancia abovedada donde había dejado a Sandro y a Niccolò. En comparación con el pasillo iluminado por velas y habitado por sombras, aquel salón parecía la esencia misma de la luz, su concentración. Y Leonardo se sintió como si hubiera escapado de los oscuros laberintos del infierno para ir a parar a la esfera más brillante del paraíso.

Cuando entró en la sala, Simonetta se alejó de los invitados que parecían estar encandilados por el espectáculo que sucedía en aquel instante: un chino vestido de seda color ciruela permanecía de pie detrás de una larga mesa con el brazo extendido de forma teatral delante de sus ojos. Mientras Simonetta caminaba hacia Leonardo, algunos de los que la pretendían se volvieron para observarla. Tenía un aspecto regio, con su cuerpo espectacular, sus suaves facciones y su espalda recta; y caminaba como si se deslizara por encima del suelo, para evitar tocar la miserable madera de la que estaba hecho.

Después de que Leonardo le besara la mano, Simonetta le cogió del brazo y dijo:

—Ahora, Leonardo, te presentaré a ese invitado del que te he hablado antes... —Le sonrió, como para recordarle que ahora él era su amante—. Estoy segura de que descubriréis que tenéis mucho en común.

Leonardo se sentía extraño, y de pronto, Niccolò corrió hacia él.

—No te he visto llegar —dijo Niccolò mientras tomaba a Leonardo de la mano. Su rostro sonrojado indicaba que estaba claramente excitado.

Sandro llegó detrás de Niccolò. Y aunque saludó a Leonardo de forma cariñosa, parecía agitado. Era como si se sintiera inseguro y dubitativo en presencia de Simonetta. Quizá temía que ella lo viera como a otro pretendiente ansioso.

Sin embargo, Leonardo captó algo más: celos... ira.

Si Sandro supiera que aquella noche Simonetta había sido de Leonardo, se pondría furioso. Leonardo sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal; quizá Sandro podía descifrar el sentimiento de culpa en el rostro de Leonardo.

—Tienes que ver lo que puede hacer ese hombre de aspecto extraño —dijo Niccolò. Estaba claramente ansioso por volver a reunirse con la multitud al otro lado de la estancia, ya que miraba hacia allí como si se estuviera perdiendo las palabras de truenos y rayos que Dios había pronunciado en el Sinaí—. Se llama: «Él lo ve todo».

Simonetta rió, revolvió el pelo de Niccolò y dijo:

—No, joven Nicco, su nombre es Kuan Yin-hsi, que según me ha dicho significa: «El amo del paso».

—Parece demasiado teatral —dijo Leonardo sin dejar de observar los exagerados gestos del asiático—. No creo que muchos de los de su raza actúen de esa forma.

—Pero le gustas, Leonardo —dijo Simonetta. Y enseguida le dio la espalda porque Niccolò le había cogido de la mano y tiraba de ella hacia el espectáculo—. Es un mago, un genio, un encantador, un actor, un brujo... un astrólogo.

—Yo no soy astrólogo —dijo Leonardo.

Simonetta levantó la mano de Niccolò y rió.

—Ves, joven Nicco, tu maestro me regaña por llamarle astrólogo, pero lo admite sin problemas ante todos los demás.

Leonardo y Sandro se quedaron atrás.

—¿Estás bien, Tonelete? —preguntó Leonardo a Sandro con un susurro. Leonardo formaba parte del reducido círculo de amigos que podían llamar a Sandro por su apodo. En su infancia, Sandro había sido un niño bastante obeso, y su padre le había puesto aquel apodo burlón.

—¿Por qué no debería estarlo? Salvo por el hecho de que me has hecho cargar con este adolescente salido.

—¿Niccolò?

—¿Quién si no?

—¿Qué ha hecho? —preguntó Leonardo, aunque enseguida lo dedujo—. Ah, ¿la criada? La he visto en el piso de arriba, abierta de piernas como si deseara que la sometieran a un trentuno reale.

—No creo que esa pobre niña pudiera sobrevivir a setenta hombres —dijo Sandro—, pero está claro que ha devorado a nuestro pequeño Niccolò...

—O al revés.

—He tenido que abrirme camino palpando en la oscuridad exterior hasta que he dado con él —continuó Sandro—. Es de las ruidosas.

—¿Y...?

—Bueno, se notaba que Niccolò había comenzado ya, así que, he creído que lo mejor era que le dejara terminar.

Leonardo rió.

—Bueno, Nicco tenía muchas ganas de andar con prostitutas. Según él, Toscanelli le ha dicho que debe ser parte de su educación.

—¡No puedo creerlo!

—De hecho, yo tampoco me lo creí al principio, pero uno nunca puede estar seguro del todo con el viejo.

—¿Leonardo? —preguntó Sandro.

—Sí, amigo mío.

—¿Dónde has estado todo este tiempo?

—Ya has visto que me iba con Neri —dijo Leonardo, incómodo—. Me ha dado el gran tour a la luz de las velas, que ha terminado en una orgía en el piso de arriba, en la cual no he querido participar.

—No soy ningún puritano —dijo Sandro—. Tu vida personal es cosa tuya. No hace falta que me des explicaciones.

—Sandro, ¿qué ocurre?

—Entonces, ¿quién era tu doble?

Leonardo se dio cuenta de que Sandro pronto descubriría que era Neri el que lo había encarnado, así que dijo:

—Bien, Tonelete, has dado en el clavo. Neri era mi doble, y ha hecho que otro actuara como si fuera él. Me he reunido con él más tarde.

—Me he pasado toda la noche buscando a Simonetta —dijo Sandro deliberadamente.

—Y a juzgar por tu rostro sonrojado, amigo mío, has acompañado tu búsqueda con una copa aquí y allí.

—No me he tomado más que una copa de vino —dijo Sandro.

Leonardo no insistió en el tema.

—He visto a madonna en el piso de arriba —dijo Leonardo rompiendo el silencio repentino—. Simonetta es como un gato. No sabe estarse quieta. —Sandro frunció el ceño y Leonardo añadió—: No tenía intención de ofender. De hecho, hemos hablado sobre ti.

—¿Sí? —preguntó Sandro iluminándose.

—Ella cree que tus cuadros le han dado la inmortalidad. ¿Acaso otro hombre podría hacerle un regalo mayor?

—Entiendo —dijo Sandro—. ¿Te ha dicho algo más?

—Solo que no desea hacerte daño.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Sandro, y se sonrojó.

—Que se preocupa por ti.

—Si eso fuera cierto, ella...

—Ella pertenece al primer ciudadano de Florencia, amigo mío —dijo Leonardo. Aunque intentó dar falsas esperanzas a su amigo no serviría de nada, porque Sandro seguiría, contra toda lógica, anhelando estar junto a ella.

—¿La... la acompañaba alguien?

—¿Has visto a Il Magnifico o a cualquier otro Medici en esta velada? —preguntó Leonardo con intención de dar por zanjado el tema cuanto antes.

—No.

—Pues ahí tienes tu respuesta.

Niccolò corrió de vuelta hacia Leonardo y les interrumpió.

—Vamos, ven, vas a perdértelo todo. —Simonetta se volvió hacia ellos, saludó sutilmente a Sandro con la cabeza, y luego centró toda su atención en el hombre llamado Kuan Yin-hsi. Sandro, Leonardo y Niccolò cruzaron el salón para situarse al lado de Simonetta.

Kuan Yin-hsi era alto y estaba bien proporcionado; pero su boca fina y delicada, y sus ojos rasgados muy separados, le daban un aire frío y altanero. Una cicatriz rojiza le recorría el rostro desde su ojo izquierdo hasta perderse en el comienzo de su barba cuidada e inmaculada.

—¿Podría tomar prestado algún alfiler o alguna aguja de las adoradas y honorables damas? —preguntó. Aunque su ejecución del dialecto toscano era más que correcta, su entonación era plana y sin emoción.

Simonetta se abrió paso entre la multitud con gran elegancia y entregó al oriental un broche dorado con el que tenía sujeto su mantello de terciopelo.

—Toma, Kuan, ¿vale con esto?

—Estupendamente, madonna Vespucci —dijo el chino mientras hacía una reverencia y cogía el broche. Después retiró un saco rojo que cubría una pila de libros encuadernados en piel, entre ellos: De Arithmetica de Boetio, Res Rustica de Varrón, Sobre las ocho partes del discurso de Donato, De Ponderibus de Euclides, uno de los Siete libros de historias contra los paganos de Orosio, un delgado volumen de autor anónimo misteriosamente titulado, El secreto de la flor dorada; y una Biblia enjoyada recientemente traducida del latín a la lengua vernácula.

Leonardo observó al hombre con mucho más interés ahora. Había leído todos aquellos libros a excepción del Orosio y el título anónimo, que lo tenía fascinado. Deseaba examinar aquel pequeño volumen y obtener su epónimo «secreto», pero tendría que esperar a que aquel hombre terminara con su truco de salón.

Kuan Yin-hsi empujó la Biblia hacia Simonetta.

—Por favor, madonna, ¿me haríais el honor de elegir una página?

—¿Deseas alguna en particular? —pregunto ella.

—No, madonna, cualquier página servirá. Cerrad los ojos y elegid una página, una línea... pero primero, yo debo ser cegado. —Cogió el pesado saco que cubría la pila de libros, metió la cabeza en él, y luego le dio la espalda a Simonetta—. Por favor, no os ofendáis señora... Y ahora, elegid una página.

Simonetta abrió el libro, cerró los ojos y pasó las pesadas páginas viteladas.

—Aquí —dijo, abrió los ojos, y todos aplaudieron como si acabara de resolver un enigma muy difícil.

—Por favor, ¿seréis tan amable de decidme qué página y qué línea habéis elegido? —dijo Kuan Yin-hsi. Y después, al estilo de cualquier prestidigitador occidental, añadió—: Debo deciros a todos los que me habéis demostrado tanta paciencia, que estos libros han sido amablemente cedidos por el gran maestro Toscanelli, que es conocido y apreciado muy lejos de su tierra, en lugares que son desconocidos incluso para vosotros.

Mientras Kuan hablaba, Simonetta contó las líneas de la página.

—Página trescientos dieciséis. Línea... veinticinco.

—Una buena elección, mi señora —dijo Kuan—. Dice así: «¿No lo has oído? Hace mucho tiempo que lo he preparado: lo he planeado desde los tiempos antiguos y ahora lo llevo a cabo. Así, tú has reducido a un montón de ruinas las ciudades fortificadas. Sus habitantes, con las manos caídas, están aterrorizados, avergonzados...». ¿Debo continuar? —preguntó—. Puedo seguir citando las Escrituras mientras me aguante la voz. —Dicho esto, el oriental se volvió, con el saco puesto a modo de capucha, dejando entrever la forma de su cabeza. Y todos empezaron a aplaudir, y a gritar y a alabarlo—. Aún no, queridos amigos —dijo—. Todavía no hemos terminado. —Entonces entregó a Simonetta su broche, y le pidió que eligiera una palabra y la atravesara con el broche.

—Me temo que eso quizá constituya un pequeño sacrilegio, Kuan —dijo Simonetta. Se volvió hacia los cardenales de la Santa Sede y preguntó—: ¿No es cierto, eminencias?

—Podría serlo... o podría no serlo —dijo uno de los cardenales, un joven de aspecto robusto con los rasgos rústicos de la Campagna aunque su piel y su pelo eran pálidos, y sus ojos eran de un asombroso color azul.

Su compañero, un hombre mayor de ojos adormilados y mentón fuerte y prominente, preguntó:

—¿Sois cristiano, buen señor?

—Creo en Cristo —dijo Kuan Yin-hsi, dirigiéndose a los cardenales.

—Quizá eso sea cierto, pero ¿acaso no es cierto que alguien que lee el Corán también puede creer en Cristo? —preguntó el joven cardenal.

—¿Permitiríais ser cristiano a alguien que aprendió a amar a Cristo de los pobres seguidores de Nestorio, patriarca de Constantinopla?

—El patriarca fue condenado por herejía —contestó el joven cardenal.

—Y, sin embargo, en la tierra donde está mi hogar, así es como conocí a Cristo.

—Sabiendo que fuisteis convertido por una secta herética, no deberíais desechar la idea de volver a convertiros, esta vez adecuadamente, a la verdadera fe romana —continuó el cardenal de forma empalagosa.

—Entonces, ¿cómo podría rechazar la conversión, eminencia? La recibiré con los brazos abiertos.

El cardenal se sorprendió.

—¿Y estaríais dispuesto a dejar de lado esas creencias heréticas?

—Si la Santa Sede las considera incorrectas, estoy dispuesto a renunciar a ellas.

El joven cardenal miró a su compañero, que dijo gravemente:

—Nos ocuparemos de los preparativos.

—Os lo agradezco —dijo Kuan Yin-hsi—. Entonces, quizá podamos seguir con este pequeño experimento más adelante.

Un rumor de desilusión recorrió las filas de invitados. Los cardenales se reunieron para parlamentar.

—Hemos decidido daros permiso para terminar vuestro experimento —dijo finalmente el cardenal anciano.

Los invitados vitorearon a los cardenales, y cuando el ruido cesó, Kuan dijo:

—Mi agradecimiento, eminencias. Entonces, madonna Simonetta, por favor, pinchad vuestro broche en la vitela sagrada.

—Ya está —dijo ella.

—Ahora, atravesad con el broche todas las hojas que podáis, o que queráis. ¿Habéis terminado, madonna?

—Sí, ya está hecho.

—Sed tan amable de decirme qué palabra habéis atravesado con vuestro broche.

Antico.

—Y, ahora, madonna, por favor, contad cuántas páginas habéis atravesado.

—Cuatro páginas.

—Si miráis la palabra correspondiente al lugar donde habéis pinchado en la cuarta página, descubriréis que se trata de «Gerusalemme».

—Es correcto —dijo Simonetta con un aplauso.

Kuan se quitó el sacó de la cabeza, y sin mirar el libro, recitó:

—«Eliminó los altares paganos que había al este de Jerusalén, en el lado sur de la Colina de la Corrupción, los cuales Salomón, rey de Israel, había construido para Astarté, la despreciable diosa de los sidonios, para...» —Los ojos de Kuan Yin-hsi parecían tan duros y oscuros como la porcelana mientras miraban fijos hacia la multitud, como si mirara a través de ella.

La gente se arremolinó alrededor de Simonetta para comprobar qué palabras había atravesado el broche, enseguida tuvieron que abrir paso a los cardenales, que examinaron las páginas exhaustivamente y asintieron, dando así su bendición al fantástico truco de Kuan, y al propio Kuan.

Kuan hizo una reverencia generosa.

Los espectadores parecían atemorizados, como si se encontraran en presencia de un talismán vivo y sagrado. Cortesanas, miembros de los gremios y mujeres nobles por igual mostraron su respeto juntando las manos, haciendo la señal de la cruz ocho veces y murmurando paternosters.

Desde luego, habían sucedido dos milagros: el de la memoria, y el de la inminente conversión.

Después, todos se arremolinaron alrededor de Kuan, haciéndole preguntas y alabándole, hasta que Simonetta lo rescató de sus admiradores; no antes de que Kuan guardara los apreciados libros en el saco rojo.

Hubo un movimiento en el salón cuando los músicos aparecieron con cornetas, violas, laúdes e, incluso, con una gaita; mientras, los criados andaban de acá para allá con bandejas repletas de delicados pasteles y dulces que iban a parar a la mesa, junto con los utensilios de comer hechos de azúcar hilado que parecían de cristal. Aunque los músicos eran «jóvenes imberbes», tocaron y cantaron con sutileza y humor. Dos de los cantantes no eran muchachos, sino castrati, y sus voces eran tan puras como el tañido de una campana. Gritaron «Danzare», y los invitados enseguida empezaron a bailar mientras la música subía de volumen y se volvía más animada, sus letras eran de lo más sugerentes, porque eran las canciones de las prostitutas y de las cortesanas.

Cosi dolce e gustevole divento,quando mi trovo in letto,da cui amata e gradita me sentoche quel mio placer vince ogni diletto...(Me vuelvo tan dulce y complaciente,cuando estoy en la camacon alguien que me ama y me recibede modo que mi gozo supera todos los placeres).Y el ambiente pareció cambiar con la música, como si el aire se hubiera vuelto cálido, por el calor de los cuerpos.

Leonardo, Simonetta, Niccolò y Kuan Yin-hsi permanecían de pie en la penumbra, entre dos lámparas titilantes colgadas de los apliques de la pared. Sandro se mantenía a una distancia incómoda, como si estuviera inmiscuyéndose en una conversación ajena.

—Ven, Sandro —dijo Leonardo—. ¿Resulta que ahora eres tan famoso que no quieres mostrarte codo con codo con tu humilde aprendiz?

—Niccolò no es mi aprendiz —dijo Sandro acercándose al círculo.

—Me refiero a mí mismo —replicó Leonardo.

—Leonardo, ¿acaso crees que no tengo capacidad alguna para la ironía? —dijo Sandro con una sonrisa. Simonetta le cogió del brazo, y Sandro pareció relajarse.

—Estoy más que impresionado por vuestras habilidades mnemotécnicas, señor —dijo Leonardo a Kuan, que hizo una reverencia y sonrió como toda respuesta—. ¿Tenéis algún sistema similar al descrito en Ad Herennium?

—Desde luego que sí, señor —respondió Kuan—. Al igual que vuestro venerado Cicerón, nosotros colocamos nuestros primeros pensamientos en un patio imaginario, y después, imaginamos una estancia, que con el tiempo se va llenando de imágenes de la memoria. Pero mientras vosotros construís grandes catedrales de la memoria, nosotros construimos templos, mezquitas... ciudades enteras. ¿Utilizáis vuestra catedral de la memoria para aumentar vuestro entendimiento de los tres tiempos?

—No estoy seguro de comprender lo que me preguntáis.

—San Agustín escribió que existen tres tiempos: el presente de las cosas pasadas, el presente de las cosas presentes, y el presente de las cosas futuras. Mi sistema de aprendizaje permite al adepto recordar antes de su tiempo, recordar un pasado que no ha vivido... y un futuro que todavía no ha vivido.

Leonardo sintió que se impacientaba, como le sucedía siempre que se tropezaba con alguna superstición religiosa.

—¿Y ese sistema se explica en ese libro que habéis mostrado?

El secreto de la flor dorada —dijo Kuan—. No es más que un bosquejo. —Rebuscó en el saco y mostró el libro a Leonardo—. ¿Queréis tomarlo prestado? Trata sobre la memoria y la circulación de la luz y, según el maestro Toscanelli, ambos temas os interesan.

—Tengo cierto interés en la óptica —dijo Leonardo mientras examinaba el libro—. Pero es demasiado valioso...

—Si para cuando hayáis leído el libro yo ya me he marchado de Florencia, podéis devolvérselo al maestro Toscanelli. Estos últimos días he sido el beneficiario de su generosa hospitalidad.

—Como deseéis —dijo Leonardo—. Y gracias. Me aseguraré de que vuelva a su dueño.

Kuan sonrió, como si percibiera la incredulidad de Leonardo.

—Mediante este mismo sistema, Ludolfo de Sajonia determinó que las heridas de nuestro Salvador fueron, en cifras, cinco mil cuatrocientas noventa. ¿No habéis leído la Rethorica Divina?

—Debo confesar que no —dijo Leonardo.

—Parece ser que resulta muy complicado conseguir libros en la Cristiandad —dijo Kuan mientras miraba hacia Simonetta y sonreía—. He mencionado el libro porque explica un sistema muy similar al mío. La Rethorica Divina le ofrece a uno la oportunidad de estar presente en la Crucifixión y experimentarla.

—Pero hay que tener cuidado, porque esos textos están bajo la vigilancia de la Iglesia —interrumpió el joven cardenal, que se unió al círculo. Parecía estar especialmente interesado en Simonetta y se quedó a su lado. Educadamente, Sandro dio un paso atrás, pero sus mejillas se habían vuelto rojas—. Muchos de nuestros teólogos más sabios creen que ese entendimiento de las esferas divinas es falso, meras fantasías, y que esos ejercicios espirituales, como se les suele llamar, no son más que la mercantilización de los misterios. Si esos hermanos tienen razón, entonces tu entretenimiento sería pura herejía.

Kuan Yin-hsi hizo una reverencia ante el cardenal.

—Eso sería de lo más penoso, porque entonces también serían tomados por herejes todos los que me han precedido: el angelical Tomás de Aquino y Agustín, el doctor de la gracia. —El toque burlón y el ligero gesto de niño travieso que atravesó el rostro de piedra de Kuan no le pasó inadvertido a Leonardo... ni al cardenal.

—Es blasfemia hacer siquiera esas comparaciones —dijo el cardenal—. Tenéis un alma pecadora y degenerada, signore, y haré todo lo que pueda para que en el futuro no os sea tan fácil emponzoñar nuestras fuentes cristianas.

Simonetta cogió el brazo del cardenal.

—Su eminencia, estoy seguro de que habéis malinterpretado a Kuan. Es un buen hombre, un abogado de Cristo y se merece una oración. —Tiró del cardenal para llevárselo aparte y dijo—: Y ahora, ¿seréis tan amable de acompañarme un rato?

El cardenal palpó el libro que sostenía Leonardo.

—Temo por vuestra alma, signore artista, si seguís expuesto a semejantes influencias. —Y se marchó con Simonetta.

Al otro lado del salón, varios criados musculosos estaban colocando una serie de plataformas de baile decoradas con tapices, formas y bancos para que se sentaran los de alta alcurnia. Después, con un rugido de cornetas, una compañía de bailarines, hombres y mujeres, vestidos de forma sugerente con telas del color de la flor del melocotón, empezó a bailar.

Los invitados abrieron paso a Simonetta y al cardenal, que ocuparon sus asientos mientras la compañía al completo les hacía una reverencia.

—Vamos a ver el baile —dijo Niccolò a Sandro que, con aire entristecido, se excusó ante Leonardo y Kuan.

—Vuestro compañero parece muy enamorado de la hermosa dama —dijo Kuan a Leonardo.

—Es la cruz con la que le toca vivir —explicó Leonardo.

—Hablando de cruces... —dijo Kuan—. Quizá será mejor que devolváis el libro ahora, antes de provocar la ira del sacerdote.

—Ese es sacerdote a duras penas —dijo Leonardo sonriente a pesar de sí mismo—. Pero, ¿por qué le habéis hecho enfadar?

—Desde luego no era mi intención —respondió Kuan—. Ya iba bien cargado de ira y pomposidad antes de fijarse en mí.

—Puede convertirse en un poderoso enemigo —explicó Leonardo.

Kuan rió y dijo:

—No necesito enemigos.

—Pues parece ser que os habéis ganado uno.

—No creo que me quede mucho en vuestro hermoso país, maestro Leonardo. Pronto estaré en lugares en los que vuestro idioma nunca ha sido oído.

—¿Y dónde es eso?

—¿No habéis hablado con el maestro Toscanelli? —preguntó Kuan sorprendido.

—¿Sobre qué?

—Ah —dijo Kuan, como si eso fuera una respuesta.

—¿De qué conocéis al maestro? —preguntó Leonardo.

—El maestro Toscanelli y yo mantenemos correspondencia desde hace bastante tiempo. Intercambiamos libros e información útil. He visitado vuestro país con regularidad, y debo decir que he obtenido grandes recompensas comerciando con vuestros numerosos principados, aunque esa no es mi verdadera vocación.

—¿Y cuál es?

—Soy un viajero, un buscador de conocimientos, como vuestro famoso Marco Polo. Y como vos, maestro Leonardo, soy un ingeniero. El maestro pagholo Medicho me ha hablado de vos.

Leonardo estaba impresionado de que Kuan conociera a Toscanelli tan íntimamente, porque solo los íntimos le llamaban «pagholo Medicho».

—El destino quería que nos conociéramos —continuó Kuan.

—Ah... ¿Y habéis conocido ese destino «recordando» nuestro futuro? —preguntó Leonardo.

Kuan hizo una breve inclinación con la cabeza y sonrió.

—Entonces, ¿cuál es vuestro destino? ¿Volvéis a vuestra tierra?

—Eso depende del maestro y de cierto teniente del sultán de Babilonia. Es el devatdar de Siria. También está aquí, en esta fiesta —Kuan señaló a un hombre con turbante y ropas de estilo florentino. Leonardo ya lo había visto antes. De hecho, Simonetta estaba a punto de presentarlo a su joven cardenal. Kuan rió—. Su Eminencia y el devatdar hacen una pareja insólita.

—Desde luego —comentó Leonardo.

Kuan sonrió, hizo una reverencia, y se dirigió hacia el cardenal y Simonetta. Leonardo sentía curiosidad y querría haberlos seguido, pero no había sido invitado, así que se quedó atrás.

Cuando Kuan llegó a la plataforma donde estaban sentados Niccolò, Simonetta y el cardenal, Niccolò se levantó y cruzó el salón corriendo para reunirse con Leonardo.

—Ven, tienes que ver a los bailarines. Son tan ligeros y hermosos como si fueran sílfides capaces de flotar en el aire.

—Por lo que me ha contado Sandro, ya has tenido ración de hermosura suficiente para una noche.

Niccolò apartó la mirada.

—¿Quieres quedarte solo, maestro?

—Quizá durante un rato, Nicco.

—¿Todavía estás triste?

Leonardo sonrió al muchacho y apretó afectuosamente su hombro.

—Y tú... ¿Todavía tienes miedo?

—Tendré pesadillas con el muchacho que ha sido linchado esta noche —respondió Niccolò—. Pero ahora mismo no tengo necesidad de pensar en ello.

—Una filosofía muy práctica.

—Sí. Por eso mismo no deberías pensar en...

Pero Simonetta apareció de pronto y dijo:

—Ven, Leonardo, es hora de irse. ¿Tú y tu joven amigo me haríais el favor de escoltarme hasta mi casa?

—¿Y qué hay del baile? —preguntó Leonardo.

—Nuestro amigo oriental hará su propio baile con su eminencia y el teniente. —Simonetta rió—. Creo que su eminencia va a estar muy ocupado con todos nuestros dignatarios visitantes. Gracias a Nuestra Señora, por lo menos estará demasiado ocupado como para dirigir sus afectos muy poco eclesiásticos hacia mí.

—¿Dónde está Sandro? —preguntó Leonardo—. Estoy seguro de que...

—Creo que ha ido a aliviarse —dijo Simonetta—. Será mejor que nos vayamos antes de que vuelva.

—Quizá hiramos sus sentimientos —dijo Leonardo.

—Ya han sido heridos —replicó Simonetta. Entonces se volvió hacia Nicco y le pidió que le trajera un puñado de caramelos de una de las mesas. Una vez el muchacho se hubo marchado, Simonetta añadió—: Los celos de Sandro le han dejado en evidencia esta noche. Ha bebido demasiado vino y ha estado interrogándome como un marido. Mañana, supongo, se habrá recuperado y estará muy arrepentido. Pero esta noche no es él mismo.

—¿Cree que...?

Simonetta le miró.

—Sí, cree que tú y yo tenemos una relación.

—Pero, ¿cómo?

—Quizá Neri haya inventado una historia, le encanta hacerlo.

Niccolò volvió con los caramelos.

—¿Nos vamos? —preguntó Simonetta mientras abandonaban el salón. Unos criados con velas les guiaron por los pasillos hacia la salida, pero en la oscuridad pudieron oír gritar a Sandro.

—¡Simonetta! ¡Simonetta!...

Una voz tan débil como un dulce recuerdo.