A Lucienne C. de Duprat
MENDOZA, 24 de septiembre de 1944
Chére Madame Duprat:.
Las páginas que agrego a esta carta son el producto de la dura tarea de estos últimos ocho o diez días, en el curso de. los cuales recibí su carta que tanto le agradezco. Tenía yo que pronunciar la conferencia que va usted a leer, y a pocos días de la fecha no había empezado todavía a prepararla, absorbido por mis cursos en la Facultad. Fue así que, con todo pesar, me vi precisado a no contestarle enseguida como era mi deseo; hoy, dicha mi conferencia y algo más aliviado de tareas pues que recién mañana por la tarde tengo clase, me apresuro a responder a una carta que, como las suyas, reclama una inmediata contestación. Espero que estas páginas sobre Paul Verlaine, escritas un poco presurosamente pero con el gran cariño que siento yo por el "pauvre Lélian", le resulten gratas y me encuentre usted en ellas. Las malas traducciones de poemas que hay en ellas las sustituirá usted mentalmente por los maravillosos originales. ¿Qué podía yo hacer? No tengo aquí versiones mejores, y estas mías intentan por lo menos guardar una correspondencia con la delicadeza y las músicas del francés.
Amiga mía, apenas alcanzará usted a comprender la impresión que sentía la tarde en que una carta de Marcela, saludándome en mi cumpleaños, me trajo la noticia totalmente inesperada de su enfermedad, su internación en Buenos Aires, y las horas terribles vividas por usted (y por ella y su hermano) luego de la intervención quirúrgica. Sentí —esa primera impresión irresistible que nos asalta —un sentimiento de rebeldía contra mí mismo, contra estos muros espesos que hay más allá de nuestros cortos y torpes sentidos. ¿Cómo no presentí que algo le ocurría a usted? ¿Por qué me ha sido negado a mí ese don que tantos otros tienen para alcanzar a distancia los acontecimientos que inciden sobre seres queridos? (Mi madre, por ejemplo, que presiente prodigiosamente las enfermedades de las que me cido de hablarle cuando estoy lejos.) ¡Pensar que en esos días yo iba a casa todos los fines de semana, que habré pasado a corta distancia de donde estaba usted sufriendo! Me dolió como una falta, como un incumplimiento de deber. Y sentí, a través de las palabras gentiles y emocionadas de Marcela, cuán penoso había sido todo para ustedes, aunque felizmente el final de su carta me traía el alivio y la alegría de saberla mejorada y próxima a retornar a Bolívar. Por lo que usted me escribe, imagino que ya estará en compañía de su hija, y que podrá terminar su convalecencia en la tranquilidad de Bolívar. Florida, sin embargo, ha de ser un sitio bellísimo para reposar, ¿no es cierto? El verano pasado estuve toda una tarde en casa de un amigo, escritor, que vive en Florida —en la calle Warnes—, con muchos árboles, flores y pájaros—. Me pareció aquello muy sereno y recogido, pensé que ustedes habían vivido allí tantos años, las recordé enseguida.
En fin, lo importante y definitivo es que usted se reponga —y el firme pulso de su carta, que yo miré ansiosamente antes de leer —parece probar su restablecimiento. Comprendo profundamente lo que me dice usted sobre su unión con Marcelle. ¡Cómo no comprenderlo, yo que las he visto a ustedes mirarse, sentirse próximas y hermanas! Así habrá de ser por muchos años, amiga mía, acepte usted esta profecía amistosa que le hago de todo corazón y de cuyo cumplimiento tengo la más entera seguridad.
[...] En una breve carta que le envié a Marcela, creo haberle apresado mi intención de visitarlas durante las vacaciones. No sé si Ias pasarán ustedes en Bolívar o si vendrán a Florida. Sea como sea, ya nos pondremos en contacto durante el verano, pues siento el deseo de charlar por lo menos toda una tarde —y mejor si son varias tardes —con ustedes. Quiero ver sus acuarelas (que ahora estarán un poco olvidadas ¿verdad? No tendrá ánimos para pintar) y conversar de mil cosas. La distancia (¡esto está tan lejos!) ha renovado en mí el deseo de acercarme a los amigos, y habré de hacerlo si usted me lo permite. De modo que antes de mucho habremos de estrecharnos la mano—y recordar al Bolívar de 1938, donde en casa de ustedes pasé horas que no he olvidado.
Quizá le agrade saber algo de mi vida en Mendoza. Vine escapando a una situación penosa que se me planteaba en Chivilcoy, donde mi conducta de siempre resultó ofensiva para aquellos que van cambiando de conducta según soplen los vientos oficiales. Por no haber mostrado "fervor" en unas clases alusivas a la Revolución —según dieron en decir los jóvenes nacionalistas chivilcoyanos —y por haberme ausentado de la escuela el día en que se inauguraron los cursos de enseñanza religiosa (pues, de acuerdo a simples e invariables convicciones, no podía yo auspiciar con mi presencia una implantación que creo equivocada) fui naturalmente blanco de críticas que empezaron a tornarme la vida un tanto desagradable. (Es lo de siempre, y lo que yo le habré dicho a usted tantas veces: si yo no tuviese obligaciones que me atan a un sueldo mensual. Pero tener que cuidar un puesto y a la vez mantener una línea de conducta, he ahí la dura batalla en estos tiempos.) En fin, justamente cuando empezaba a temer una denuncia ante el Ministerio, un amigo a quien no veía desde hace mucho me llamó una tarde para ofrecerme estas cátedras en Cuyo. Como la oferta fue hecha dentro de la más absoluta libertad —pues ese amigo me sabe democrático y alejado de todo sectarismo —pude aceptarlas sin torcer mis principios; en realidad era como un milagro, un salvavidas que me tiraban cuando me sentía ya hundir en el fango chivilcoyano. Lo curioso es que cuando me marché del pueblo (en dos días, casi sin despedirme de nadie salvo de los amigos más próximos) la reacción igualó casi a los ataques anteriores; grandes llantos en los diarios, histerismo entre los colegas de la Escuela... algo así como si comprendieran oscuramente (y ya tarde) que yo me marchaba muy satisfecho de una atmósfera que se me había tornado irrespirable en grado sumo. Me queda allá la amistad de algunos colegas, y sobre todo de mis alumnos, que me escriben a cada momento y cuya simple, infantil ternura es mi alegría más grande; a ellos, por lo menos, no habían alcanzado aún a corromperlos...
Esta Universidad es muy grande, tiene un montón de institutos con nombres complicados, da la impresión de algo solemne y sorbonesco. Pero es provinciana hasta la médula, el nivel estudiantil deja que desear, hay espantosas rencillas políticas entre profesores y autoridades, y la vida intelectual no tiene la hondura que podría esperarse. (A la conferencia sobre Verlaine que va usted a leer, la juzgaron "difícil". ¿Cree usted sinceramente que en un medio universitario, puede haber dificultades para alcanzar las simples, hasta vulgares ideas que allí se expresan?)
Dicto tres cursos, dos de Literatura Francesa y uno de Literatura de la Europa septentrional. Me ocupo preferentemente de poesía, acerca de la cual tengo más bibliografía y algo más de conocimiento. Si me quedo aquí (pues de la cuestión concursos nada se sabe, y todos los interinos estamos como en el cráter de un volcán; en cualquier momento pueden terminarse nuestras tareas y vernos obligados a retornar, hélas!, a nuestras antiguas faenas...) si me quedo aquí veré el año próximo de hacer un buen curso de literatura medieval francesa, con Villon y Le román de la Rose; en el segundo curso iría Racine —a quien quiero deliberadamente —y tal vez el La Fontaine de los poemas líricos. En fin, para qué hacer planes... Mis alumnos parecen muy satisfechos de su profesor; tal es al menos la impresión que recojo de sus rostros, su asiduidad a mis clases, y aparte por algunas confidencias hechas a colegas que no han perdido tiempo en comunicármelas. He sido designado director de Seminario (fatigoso honor, pues me obliga a un nuevo despliegue de energía y a sacrificar hasta los pequeños paseos) y comenzaré esa tarea el viernes próximo; afortunadamente ya se vislumbra el fin de cursos, y estaré entonces más descansado.
Mi cuento "Bruja" apareció en Correo Literario del 15 de agosto; si le digo esto es porque en su carta hay un párrafo donde se menciona "la nouvelle promise", y es sin duda a ese cuento de ambiente provinciano al que se refiere usted; tengo idea de haberle anunciado en mi primera carta desde Mendoza que habrá de publicarse, ahora bien, no tengo aquí ejemplares del Correo, pues apenas obtuve uno en donde leer el cuento, casi de inmediato lo regalé. Ciertamente no encontraré otro en Mendoza, de modo que si ustedes lo dejaron escapar, quizá dos líneas a la redacción les procuren el número. (Mi pobre cuento salió atrozmente mal impreso, mal puntuado, con faltas de ortografía [!!!], en fin, cubierto de todas las desdichas tipográficas habituales. Sigo creyendo, sin embargo, que es un buen cuento, aunque el Correo ha hecho todo lo posible porque los lectores piensen lo contrario...)
Chére Madame Duprat, gracias por sus gentiles palabras de aliento. Me ha dado una gran alegría con su carta, pues que me prueba su mejoría; a continuarla, entonces, a estar muy bien para que todos sus amigos que la queremos tengamos alegría al saberla repuesta. Dígale a Marcela que recibí su carta y el poema, y que le contestaré. A cuidarse mucho y a estar pronto perfectamente; verá usted cómo la primavera irá a tomarla del brazo y llevarla hacia la plena salud. Yo estoy también allí, le ofrezco mi brazo como siempre para que se apoye en sus primeros paseos. Pero no será necesario, ¿verdad’
Su siempre amigo
Julio Cortázar