El don epistolar
LAS cartas de Julio Cortázar lo representan conmovedoramente. No del todo, quizá, no por entero, pero siempre con esa cálida, fervorosa y pródiga humanidad que era calidad entrañable de su persona. Pocos escritores conozco que tengan, como tuvo Julio, tanta disposición epistolar. Incorporó el carteo de modo tan incitante y asiduo a su costumbre, conectó la carta de manera tan activa, reactiva y creativa con su escritura que su correspondencia cobra un valor fundamental. Sumamente importante como diario de vida, es complemento indispensable de sus libros. Así como va dando cuenta de su motivación y modo de existencia, Julio muestra en ellas su encaminamiento literario: estas cartas son su verdadera autobiografía.
La correspondencia despliega sucesivamente, insertas en su propia temporalidad personal, las circunstancias que entraman ese algo perseverante que reconocemos como destino, destino de escritor. Revela las razones y sinrazones, las carencias y apetencias, las vicisitudes y ambiciones, las búsquedas, las quimeras de este intrépido, anhelante ser que todo absorbe y proyecta, configura y transfigura en prosa o verso, en cuento, poema o novela. La correspondencia es como el laboratorio central, el lugar de las síntesis alquímicas entre acontecimientos y figuraciones, entre el acaecer y la fábula. Es el registro de lo real que sobreviene, de la historia subjetiva en tren de concatenarse. Es el lugar donde ese transcurso íntimo va en busca de su propia trascendencia, de su transmutación en palabra literaria, en objeto de arte verbal.
El pacto postal (carta recibida, carta contestada) era sagrado para Julio. Y siempre procuró respetarlo, hasta que el volumen de correspondencia rebasó su capacidad de respuesta. A esta observancia de la reciprocidad se añadía una excepcional disposición epistolar. Mientras no fue famoso (cuando lo conocí, antes de Rajuela, recién comenzaba a cobrar renombre) el número de sus corresponsales le permitía cumplir con el pacto. Aunque detestase las cartas cablegráficas, aunque le gustara explayarse, podía mantener con todos un carteo equivalente a la demanda. Su tendencia a la carta larga hace que cada una contenga una cantidad impresionante de información. Todas eran mecanografiadas, y atiborraba cada hoja de signos a espacio simple y con los mínimos márgenes. El pacto epistolar está reforzado por el vínculo amistoso, en muchos casos precedente, y en otros (como con Graciela de Sola, que emprende los primeros estudios sobre la obra de Julio, o Gregory Rabassa, su mejor y más conspicuo traductor al inglés) es generado por el carteo mismo. Las cartas entonces son como tanteos de reconocimiento o como sondas en busca de las zonas de consonancia.
En situación de complicidad amistosa, de suficiente afinidad, la correspondencia de Cortázar cobra una importancia suprema porque es el vivido sustituto, es el representante más directo, es la encarnación de su persona. Julio instala en la escritura epistolar (que tiene sus marcas y sus fórmulas específicas, que más o menos libremente sigue sujeta a un protocolo genérico) la plenitud de su personalidad manifiesta y toda su potencia verbal.
Más que a un gusto o a una propensión expresiva, sus cartas responden a un efectivo Eros epistolar. Julio vive, como yo todavía vivo, las postrimerías de la era epistolar (sucedida por la era telefónica o la informática del e-mail). La carta, para él, no es mero medio comunicativo, es un acto de plena implicación personal, es la personalísima reveladora del ser, del querer y del hacer. Es la transmisión íntima, transubjetiva de pasajes (como es propio de la vida y de la escritura) o transcursos que son instancias y estancias (porque se asientan en palabras) del existente que se mira vivir. Las cartas libran los pedazos de vida que van componiendo ese entuerto, ese enredo, ese rompecabezas de ajuste variable, de integración dispar, con claros o partes confusas, que permite entrever la figura en la historia contingente y que esboza esa órbita que acostumbramos denominar destino.
Ya en junio de 1942, desde Chivilcoy, donde Julio ejerce como profesor del secundario, en una extensísima carta a su amigo Luis Gagliardi —a quien conoció en Bolívar durante su primera etapa de docencia—, Cortázar define su concepción del acto epistolar. (Luis Gagliardi es uno de los primeros corresponsales con saber y sensibilidad aptos para un diálogo saturado de referencias culturales que satisfaga al apetente escritor en formación.) La carta no es mera misiva circunstancial, sino "un rito, una consagración tan atenta como la labor esencialmente creativa". Tiene algo de ceremonial sagrado, confía un mensaje trascendente porque el mensajero pone mucho de sí, pone lo mejor y lo peor, se entrega por entero en esta ofrenda epistolar donde hace el don de su persona.
La carta —según lo anticipa en la antecitada —posee un doble y antitético carácter: "Si me consagro tan enteramente a ellas —bien sé que las sé perdidas para el futuro—¿será porque, al escribirlas espontáneamente, sin preparación ni borradores de ninguna especie, las convierto en las más auténticas expresiones de mi ser?". Cortázar se vuelca en la carta a vuelamáquina para acoger en libre flujo la corriente de su conciencia. Las cartas se legitiman por esa entrega del ser, se afincan en el presente de su emisión, son flashes o fragmentos de vida y a la vez, como toda escritura de escritor, son actos literarios que montan sobre la escena de la página el teatro del sujeto escribiente. En ellas la subjetividad empírica se transporta o traduce a términos literarios porque no hay escritor que no pueda, en relación con la lengua, dejar de percibir su pulsación rítmica, dejar de oír su disposición sonora, dejar de organizaría estéticamente. Su sexto sentido configurador interviene aun en la escritura más inmediata. La evolución, que en la sucesión de cartas de esta voluminosa correspondencia se vuelve notoria —de la carta moderada, ponderada, protocolar, parsimoniosa a la carta con swing, ocurrente, vibrátil, versátil, relampagueante, divertida—, será la misma que se opera en la escritura de intención literaria. Las cartas de los años pampeanos (de 1939 a 1944) a las damas de Chivilcoy, a Marcela y Lucienne Duprat o a María de las Mercedes Arias, aunque llenas de afecto, son cartas de un joven serio, circunspecto, pundonoroso; abundan en fórmulas de cortesía y no están exentas de estereotipos. Cartas convencionales en las que prima una delicada urbanidad plagada de lugares comunes. Hacen la crónica de una vida socialmente monótona, de abrumadores horarios de enseñanza insulsa, vida animada sólo por la brega de la escritura y por el vasto y variado acopio de lecturas de un voracísimo consumidor, un autodidacta que aprende por su cuenta inglés para traducir a Keats y a Wordsworth, y alemán para traducir a Hólderlin y a Rilke. Historian un período opaco, penitenciario, de aislamiento que frustra y gasta, de ensimismamiento forzado.
El salto epistolar, la apertura desbordante, sobreviene a partir de la corta estancia en Mendoza donde Julio es nombrado profesor universitario. Por fin puede allí poner en juego todo su acervo literario, citar a Baudelaire y dictar cursos sobre D. H. Lawrence, Virginia Woolf y Aldous Huxley (sin duda, la estructura disonante de Counterpoint condicionará la composición de las novelas cortazarianas; sin duda, estos tres escritores ingleses influirán en la narrativa de Julio). De la enseñanza mendocina proviene Teoría del túnel, premonitoria propuesta de una narrativa renovadora. Allí comienza Julio su existencia gozosa. Allí encuentra un medio cultural y humano más propicio, allí traba una relación tan sustancial como entretenida con un artista talentoso y jovial, partidario del "vive como quieras": Sergio Sergi, considerado por Julio uno de los mejores grabadores argentinos. Visitante asiduo de los Sergi (Sergio, el Oso; Gladys, su esposa, que cultiva alcauciles y toca el ukelele, y sus dos hijos, los runruneantes cachorros), puede con ellos en confraternidad lúdico-humorística dar rienda suelta tanto a su yo sesudo como a su duende travieso. En enero del '45 inicia con Sergio Sergi un carteo que inaugura una extraordinaria mutación de estilo. Comienza la etapa más atractiva, marcada por una versatilidad mimética y paródica, propulsada por una pulsión rítmica, como la de los takes o arranques de los músicos de jazz, de impronta jocosa, efervescente, libérrima, que abunda en chispazos y chistes, en fulguraciones poéticas, en subidas y bajadas súbitas de bromista a lo cursi y a lo reo, al exabrupto y al cliché.
En Julio, ese volcarse directo en el escrito, esa instalación generadora en un ritmo que lo escande y que propicia el empuje o revuelo, compulsa la sucesión discursiva a seguir el compás, a incorporarlo como principio desencadenante del texto. Esa vibración o balanceo anima, basamenta y cohesiona los pujos verbales. Como se dice de un conjunto de jazz, la formación rítmica en las prosas de Cortázar pauta la distribución de alturas, frecuencias, tempo, tonos, registros, motivos dominantes, dirige los entrelazados entre acentos de intensidad y dibujo melódico, —esas alternancias entre fox troty blues que Julio denodadamente persigue—. Esta prosa proteiforme, polirrítmica comienza a la par en la obra literaria y en la correspondencia, que es el terreno de prueba.
Devoto del jazz, música que el fuego central afoga, colmo vital y súmmum de inventiva inspirada, Julio pulsa y modula la prosa como un solo de Lester Young, con esa maestría del súbito, con esa potencia que improvisa para dar paso a las prefiguraciones apremiantes o que juega para salir de las casillas y concitar extraños encuentros en planos extraordinarios. Ese don del vértigo verbal, de captar velozmente el mandato impulsivo, de resolver arrebatadamente y sobre la marcha toda dificultad técnica, esa maestría que debe —como en el arquero zen —volverse instintiva, se adquiere progresivamente, merced a una práctica denodada que empieza conjunta y complementariamente en las cartas, en las primeras novelas (Divertimento y El examen) y en las lúdicas prosas de Historias de cronopios y de famas.
Esa presteza de la escritura espontánea, de inspirada inmediatez, necesita de una prontitud mecanográfica que Cortázar adquiere a tal punto que prescinde de escribir a mano. Ya en la primera carta a Luis Gagliardi de enero del '39 le advierte de su preferencia por la máquina: "Ante todo: perdón por escribirle a máquina, pero se trata en mí de una costumbre que, a la larga mis amigos me agradecen; mi letra es casi ininteligible, y tiene el inconveniente que termina por desmoralizarme... por eso vuelvo a mi fiel Royal, que conoce mis gustos y se presta dócilmente al tren acelerado de mis dedos...". En la carta a Gagliardi del 2 de junio de 1942, Cortázar acota: "Odio las cartas 'literarias', cuidadosamente preparadas, copiadas y vueltas a copiar; yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos". También el efecto contrario es posible. En una carta a Sergio Sergi fechada en Buenos Aires el 21 de mayo de 1946, justifica su tardanza en contestarle porque el trabajo en la Cámara del Libro le absorbe demasiado tiempo y lo desanima a tal punto que "la sola contemplación de la máquina de escribir me causa horror, y le huyo como si estuviera viva y dispuesta a morderme. (¿Ha pensado usted en el mordisco de una máquina de escribir?...)". De noche, extenuado, más que escribir a máquina, prefiere escuchar discos o leer a Keats. "Tal motivo rastrero —aclara Julio —ha venido demorando mi respuesta, pues bien sabe usted que soy incapaz de escribir a mano y que las lapiceras me parecen objetos aborrecibles y altamente detestables." La máquina cobra alma, se personifica, resulta un dócil auxiliar o se rebela, obra por su cuenta, intimida y agrede, hace de las suyas. La máquina para Julio es más que imprescindible transcriptora, es como el teclado de Thelonius Monk, el medio de expresión que conecta directamente con el centro emisor del mensaje; contribuye a modelarlo y modularlo. Su velocidad debe corresponder con el impromptu que demanda, sin dilación, ser mecanografiado tal como se vuelca, así como cae, incontinente y plasmático. Lo he visto digitar a toda carrera sobre su máquina, saturando la hoja de apretujados signos para no tener que cambiarla, para no perturbar la urgente urgencia que procuraba librar tal cual afloraba. La máquina es sumisa extensión de la mano pero, separada del cuerpo, impone la pareja y legible tipografía manufacturada, una distancia que desprende el escrito del escritor y lo objetiva. En sus frecuentes viajes, Julio, el osado bucanero de la Remington, llevaba siempre consigo su pequeña máquina portátil y era capaz de escribir en cualquier lugar —donde trabajaba o donde se alojaba, en los ministerios de Europa o en los innúmeros cuartos de ocasionales hoteles—, urgido siempre por un cuento que le caía sobre la cabeza como una pera madura o por una carta que lo ponía en escritura: cualquier situación lo hacía ingresar en el batimiento rítmico de la percusión somática. Muchísima literatura de Cortázar fue escrita en lugares de pasaje.
Sus cartas, según opinión del remitente, no son premeditadas, no están hechas para perdurar. Son transferencias inmediatas de la persona misma, de su mismidad. Julio se da en ellas como cree ser, como entresacando pedazos vividos de su existir para manifestarse a partir de un ahora sin intención ulterior. No tienen finalidad literaria, en el sentido canónico de esta categoría. No pretenden ser memorables aunque la memoria actúe en ellas, como en todo diálogo a distancia, actualizando la imagen del interlocutor. La carta, según Cortázar, es soliloquio, pantalla blanca donde el que la escribe se autorrefleja. La carta personalísima es espejo de tinta, permite al redactor mirarse a sí mismo, autorreferirse y autoexpresarse, es decir autorretratarse. Pero, en tanto historia intermitente, fragmentaria, de la vida diaria, mezcla de lo circunstancial con lo confidencial (aunque en las cartas de Julio escasee lo confidencial), estaría destinada a la caducidad. Tal fue la predicción precoz de Cortázar, desautorizada por estos gruesos volúmenes de su correspondencia. Julio no contaba con la indiscreta curiosidad de sus admirativos lectores que hurgan en busca de su persona entera, la refleja y la reflejante. Sin embargo, acierta cuando devalúa lo epistolar. La carta tiene algo de género tránsfuga, algo de equívoco con respecto a lo propiamente literario. Cortázar no se propuso en sus cartas hacer literatura, a la que consideraba como algo autárquico, autosuficiente y que no necesita de cordón umbilical que la ligue al autor. (Mientras la literatura personifica, la carta individualiza.) La carta es, con respecto a lo literario, un dominio de sustitución, tal como Julio lo dice en enero del '57 a Jean Barnabé para justificar su poca productividad literaria: "...uno acaba por no escribir porque cada vez que siente que debe hacerlo, tiene ganas de escribir una carta larga y detallada". ¿La carta es una escritura supletoria o es un entrenamiento preparativo de lo propiamente literario?
El género epistolar concierne al misterio del ser. Es una zona enigmática entre la vida del escritor y su obra. Intermediaria entre lo que él es y lo que escribe, da cuenta de cómo la vida pasa a la obra. Cortázar, hasta 62. Modelo para armar, vive por escrito. Sobre una base autobiográfica, fabula, amplificando e intensificando, propulsado por la imaginación deseante, la existencia de Oliveira o de Juan, potenciándola con toda carga experiencial atesorada y por toda la carga fantasmática que su imaginación genera. Sus personajes de ficción conllevan la personalidad del novelista a punto tal que la identidad del autor se fusiona con la identificación de sus representantes en la novela. El vivir en la ficción se confunde con el vivir "real". Más tarde, por una especial conjunción de circunstancias, decide que lo escribible sea en él lo vivible y cambia notablemente su modo de existencia y su mundo de relación. Este propósito nace de un equívoco contranatura, el del autor en busca de sus personajes. Pero en las cartas no hay otro personaje que ese yo locuaz que monopoliza la palabra y que la focaliza en aquel que habla de sí mismo y por sí mismo. La correspondencia es inevitablemente un universo egocéntrico y es ese persistente sujeto elocutivo quien la sustenta y autentifica.
La personalidad epistolar, introspectiva y exteriorizada, se basa en la autoconsideración y autoevaluación, en otra y más acendrada ficción psicológica, en otra recreación fantasiosa del propio ser y propio mundo. Esta autorrepresentación epistolar no difiere mucho de la representación literaria. El yo epistolar es consanguíneo de los otros yoes de ficción, sobre todo de los novelescos. Varían en parte las contingencias y el acontecer que viven los protagonistas masculinos en ese teatro del como si, del simulacro narrativo, pero no la personalidad y sus modos de manifestarse. El yo epistolar que lleva la firma de Julio se complementa con los yoes multifacéticos puestos en escena narrativa por el mismo firmante, para transmitir por la palabra de similar provenencia, procedente de igual epicentro verbal y vivencial, una visión de sí, una figuración de su persona sólo aprehensible a través de todos sus escritos.
La carta tiene algo de confesionario, incita a la introspección y al autoanálisis. En lo lúcido y en lo lúdico, lo atribulado y lo burlesco, Julio se ausculta y diagnostica. Cuenta sus andanzas, va relatando su vida en episodios. La correspondencia tiene algo de novela por entregas, pero es intermitente. Abunda en señas de identidad y en signos de vida, pero relativos a ciertos períodos. Comienza en 1939, cuando Cortázar tenía veinticinco años. Parece excepcionalmente prolífica del '64 al '67, luego merma la frecuencia y las cartas se vuelven cortas, parcas. Tiene que vencer su aversión a las cartas-telegrama y resignarse a escribirlas, porque no puede ya responder al aluvión cotidiano de correspondencia. Para el cartero, Monsieur Cortázar es un cliente privilegiado.
La correspondencia de Julio permite entrar en confianza, ingresar en su recinto privado. Ese diario dialógico al que a menudo se confía, donde se sincera, se devela, nos otorga el privilegio de entrar en contacto directo, intimar con la persona. A pesar de lo caudaloso de su correspondencia (por lo menos la recogida en estos tres tomos), Julio es siempre espontáneo y reservado, como lo fue en el trato amistoso (quizá también en el amoroso). Locuaz pero púdico en sus cartas, se sitúa y nos sitúa con respecto a sus estados y circunstancias, discurre sobre sus trabajos, hace el balance del día, se narra, cuenta cómo anda y por dónde anda, qué lee, qué ve, qué escucha, da cuenta de su actividad literaria, del propósito, del proceso de gestación, de edición, habla de sus desplazamientos como traductor para organismos internacionales, como militante revolucionario o como defensor de los derechos humanos, se explaya acerca de sus viajes por placer, comunica sus intereses, sus sueños, sus afanes, sus utopías. Muestra las otras caras del ser y cómo ese ser múltiple, polimorfo, atraviesa anhelosa, apasionadamente el mundo. Lo muestra palpitar con muchas cosas al unísono, inmerso en el curso de la vida, la suya y la de los otros, comprometido con todo lo que magnifica y dignifica al hombre.
Saúl Yurkievic