Capítulo 52
Cine y muerte

 

Unos meses después

Prisión Estatal de California, Los Ángeles

 

Era la primera vez que nos veíamos en la prisión. Desde nuestra detención y encarcelamiento preventivo, no habíamos podido comunicarnos. No se habían permitido las visitas, y el contacto entre nosotros había estado prohibido, puesto que nuestros juicios aún estaban en marcha y nuestras historias conectadas. Los dos éramos residentes de aquella cárcel, pero nos habían separado tanto que nunca coincidíamos en los paseos por el patio. Mi abogado me pasaba algún mensaje escueto, resumiéndome la situación fuera, pero no me contaba nada de lo que ocurría con Black. Lo único que me dijo es que Black tenía, palabras textuales, la mierda hasta el cuello. Según me contó, el estado de California no disponía de un plazo de prescripción de los delitos de asesinato, así que, a pesar de haber ocurrido en verano de 1976, a escasos meses de que se cumpliesen cuarenta años de la muerte de Paula Hicks, afrontaría un juicio por asesinato y una potencial condena a muerte o a cadena perpetua. Se encontraba, de un modo u otro, en mi misma situación.

Al fin, el director de la prisión había admitido aquel encuentro bajo sus condiciones: tendríamos que estar separados por un cristal, y la conversación podría ser grabada. Nos comunicaríamos por teléfono, aunque estuviésemos a unos centímetros el uno del otro.

Cuando llegué, lo vi sentado, tranquilo, y en cuanto levantó la vista, James Black me saludó con una sonrisa. Vestía el mismo mono marrón que yo y, a pesar de todo, parecía que se encontraba mejor, que estaba recuperado, no como la última vez que lo vi. Agarró el auricular, feliz, y yo hice lo mismo, inseguro. Podríamos habernos saludado y preguntado que qué tal todo, pero él tan solo dijo:

—¿Te has enterado que van a hacer un remake de Trainspotting?

Sonreí. No había cambiado lo más mínimo, a pesar de donde nos encontrábamos.

—Ojalá estuviese Cariño por aquí —respondí—. Seguro que echas de menos los filetes del Steaks.

—No le deseo esto. Ella se merece algo mejor. Y, bueno, la comida no es tan mala como me la imaginaba. —Se detuvo un segundo—. ¿Sabes algo de Miranda?

Negué con la cabeza.

—Bueno, sabes lo que siempre he pensado de ella, que es una mujer perfecta. Y tú..., bueno, tú eres Ryan Huff. Demasiado que habéis estado juntos.

Asentí, en parte algo molesto, para luego lanzarle la pregunta para la que necesitaba una respuesta. Tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo con él, así que fui al grano.

—¿Por qué nunca me contaste la verdad sobre La gran vida de ayer?

Llevaba meses pensando una y otra vez en aquello, justo desde el instante en que había visto la proyección en la consulta falsa del doctor Morgan.

—¿Habría cambiado algo?

—Tal vez nos hubiésemos alejado de ti, James. Tal vez todo se hubiese arreglado distanciándome un poco, y acercándome más a mi mujer.

—Puede que tengas razón —dijo, finalmente.

—Y... —Quería decirlo. Necesitaba decirlo—. Tal vez nada de esto hubiese pasado si no hubieses provocado la muerte de Paula Hicks para tu película.

—Así que es eso. Me culpas a mí de que Miranda no fuese feliz a tu lado.

—Quiero decir... que si Miranda no se hubiese empeñado en destapar lo que ocurrió con Paula, tal vez todo hubiese seguido como siempre.

—¿Sabes, Ryan? En realidad, todo esto tenía que pasar. Mi historia con el cine siempre ha estado ligada a la muerte. Eso es inalterable. Yo empecé en el cine por la muerte y, ahora que es el fin, termino también con ella. Es lo más justo, ¿no crees? Un inicio y un final conectados, como en La gran vida de ayer.

—¿A qué te refieres?

—¿Sabes por qué quise ser director, Ryan? ¿Alguna vez te lo he contado?

—Nunca has hablado de tu pasado. En realidad, ahora que lo pienso, tengo la sensación de que nunca llegué a conocerte del todo.

—Esto viene de mucho antes de conocernos. Nadie sabe esta historia. Pero creo, ahora que todo acaba, que es bueno que sepas por qué actué así con Paula. Por qué la dejé morir delante de la cámara.

Me aterrorizó escucharlo tan tranquilo. Pareció recordar una imagen y, dejando la vista perdida, comenzó a hablar como si estuviese en paz.

—Mi amor por las imágenes —continuó—, por el cine, viene de cuando era niño. Tendría ocho o nueve años. Por entonces, salía con varios chicos del barrio a matar el tiempo: patear latas, tirar piedras contra algún árbol o buscar algún cadáver de animal en la orilla del Otter Creek, el río que recorre el oeste de Rutland, la ciudad en la que crecí. En invierno, cuando el río se congelaba, cambiaba el tiempo que tenía que emplear en hacer los deberes del colegio por salir con los chicos del barrio y tirar piedras al río para ver quién rompía la fina capa de hielo que lo cubría. Uno de esos días, salí de casa por la puerta de atrás, como siempre hacía tras las clases mientras mi padre entraba por la delantera después del trabajo, y me estaban esperando Dan Trevino, Tim Bush y Martin Scott con las bicicletas, mi pandilla de amigos del colegio. Aquella imagen siempre me acompañará, Ryan. Nunca ha dejado de estar conmigo. Lo recuerdo como si fuese ayer:

»—Ya se ha congelado —me gritó Dan.

»—¿Ya? ¿No es muy pronto? —respondí.

»—Llevo casi un año esperando mi revancha —dijo—. Esta mañana he pasado con mis padres de camino al colegio por allí y estaba congelado.

»—Yo siempre gano —añadió Tim—. He traído una revista de mi hermano. Quien consiga ganarme esta vez, se la queda hasta que gane otro.

»—Yo no la quiero —dijo Martin, molesto—. La última vez que tuve una de esas revistas mis padres me castigaron un mes.

»—Solo a ti se te ocurriría ver la revista sin cerrar la puerta del cuarto.

»—No tengo puerta en mi dormitorio. Mis padres las quitaron cuando pillaron a mi hermana con Zack.

»—Tu hermana sí que es una mujer. ¿Crees que saldrá algún día en una de las revistas del hermano de Tim?

»—¡Dejad a mi hermana en paz!

»Mientras escuchaba a mis amigos discutir, agarré mi bicicleta que estaba apoyada sobre la madera blanca de casa, y pedaleé hacia ellos. Dan arrancó el primero y lo seguimos por el camino de tierra en dirección a Otter Creek. Llegamos al puente de madera que lo cruzaba y aparcamos las bicicletas a un lado, justo en el instante en que una ranchera destartalada tocó el claxon para advertirnos de que nos apartásemos del camino.

»Tim abrió su mochila y sacó un ejemplar de la revista Men Only, cuya portada consistía en un dibujo hecho en acuarela de una mujer con el pecho descubierto. Recuerdo aquella portada. Sigo teniendo esa revista en casa, plastificada.

»—¡Ostras, ostras! —chilló Dan—. Se le ven las tetas.

»—¿Cómo consigue tu hermano estas cosas? —pregunté.

»—Las pide por correo. No se pueden comprar casi en ningún lado.

»—Esta vez será mía —aseveró Dan.

»Se alejó caminando hacia la entrada del puente y trajo en su camiseta, que usó a modo de bolsa de transporte, varias piedras redondas de distintos tamaños. Cuando volvió, permitió que cada uno escogiese una piedra, y dejó caer el resto sobre los tableros de madera del puente, haciéndolo vibrar bajo nuestros pies.

—James, no sé adónde pretendes llegar con esto —le dije, sacándolo de su historia.

Fue en vano. Pareció no escucharme. Su lucidez me dejó helado. Recordaba los detalles más insignificantes de aquel momento de su infancia, pero era incapaz de llevar un orden lógico de los acontecimientos de los días recientes. Al escucharlo, incluso, dudé sobre su posible demencia senil. Quizá sí que fuese un genio excéntrico.

—Martin —prosiguió Black, mientras yo asentía desde el otro lado del cristal—, que no quería ganar esta vez a pesar de la curiosidad de ver el interior de aquella revista, había cogido la piedra más pequeña de todas, y se dispuso a ser el primero en arrojarla hacia el río congelado. Se aproximó al borde del puente y dejó caer la piedra con suavidad. Todos corrimos para asomarnos a ver si la piedra de Martin había conseguido romper la capa de hielo.

»No lo hizo. Cayó con suavidad, rebotó un par de veces, y se deslizó sobre el hielo hasta detenerse. Martin suspiró aliviado.

»—Dejadme a mí —dijo Tim.

»Agarró una de las piedras que había dejado caer al suelo, y se asomó sobre el puente. Cogió impulso y la tiró con todas sus fuerzas hacia abajo. La piedra de Tim impactó con fuerza contra el suelo, levantando incluso un trozo de hielo y rebotando hasta alejarse hacia la orilla, pero no fue suficiente para romper la capa superior y perderse en el agua.

»Y entonces me lancé yo:

»—Esta vez será mía —dije—. Para romper el hielo no hace falta ser el más fuerte ni tener la piedra más grande. Tan solo hace falta encontrar la parte del hielo más fina.

»Trepé y me puse en pie sobre la barandilla de madera del puente.

»—Pero ¿qué haces, James? Bájate de ahí ahora mismo —me gritó Martin, que vi cómo se tapaba los ojos.

»—Ostras —susurró Dan, con una sonrisa en la cara.

»De todos nosotros, Dan era el que siempre hacía ese tipo de cosas. Era el chico imprevisible, el que siempre acababa metido en líos. Al contrario que Martin, a Dan le daban igual las consecuencias siempre y cuando se hubiese divertido por el camino. Nuestro grupo mantenía un equilibrio perfecto, entre el pedante Tim, el temeroso Martin, el macarra Dan y yo, que era el introvertido. Aquello hizo que Dan se riese a carcajadas.

»—¡Salta, James! —me gritó Dan.

»—¿Qué estás hablando, Dan? Joder, bájate de ahí. Como te caigas no quiero saber nada —chilló Martin—. ¿Se te ha ido la olla o qué?

»Recuerdo cómo ignoré a Martin e hice como si no los escuchara. Me fijé con atención en el río, busqué durante unos instantes y tiré la piedra con más puntería que fuerza. Los demás corrieron al borde para fijarse en el recorrido que hacía la piedra en el aire durante unos segundos, para después, justo al tocar el hielo, ver cómo desaparecía bajo el agua por el agujero que acababa de hacer.

»—¡Lo ha hecho! ¡Ha ganado James! —dijo Martin.

»Me bajé con cuidado de la barandilla, y miré en la dirección en la que estaba Dan. Dan permaneció unos segundos mirando el agujero sobre el hielo que había hecho mi piedra, hasta que dijo:

»—Pero ¡ese agujero es diminuto! No vale.

»—¿Cómo que no vale? La regla es atravesar el hielo y lo he hecho —repliqué.

»—Sí, pero gana el agujero más grande y yo aún no he tirado.

»—¿Desde cuándo?

»—Desde ahora —añadió Dan.

»Tim sonrió, porque sabía que Dan estaba a punto de hacer una de las suyas, y los demás asumimos aquella regla improvisada porque significaba seguir con el juego. Cuando se salía con Dan, sabíamos que podía ocurrir cualquier cosa, como cuando acabamos echando carreras dentro de un bidón de metal cuesta abajo, o cuando Dan consiguió una pistola de perdigones y estuvimos toda la tarde disparando a los cristales de una casa abandonada al final del pueblo.

»De pronto, Dan cogió la bicicleta de Martin y, antes de que pudiésemos hacer nada, la elevó por encima de la barandilla del puente.

»—¿Qué agujero creéis que hará ahora? —nos preguntó Tim.

»—Dan, no tiene gracia —dije, molesto—. Deja la bicicleta.

»—¡Dan! ¡Ni se te ocurra! —chilló Martin, que se acercó a intentar agarrarla.

»—¡Seguro que es gigante! —exclamó Tim.

»Tim se quedó inmóvil, porque era el único que quería ver qué ocurriría si la bicicleta caía al río.

»—¡Dan! ¡Devuélveme la bicicleta!

»Martin forcejeó con Dan y consiguió agarrar el manillar, pero en el último instante, Dan le pegó un empujón con el cuerpo, haciéndolo caer a un lado. Todos nos quedamos en silencio, mirando estupefactos a Dan.

»—Sois todos unos cagados —dijo Dan, justo antes de lanzar la bicicleta por el otro lado de la barandilla.

»Unos instantes después, oímos un estruendo bajo el puente, y corrimos al borde para ver cómo la bicicleta se perdía bajo las aguas heladas del Otter Creek. Para nuestra sorpresa, la bicicleta había caído sobre una capa más gruesa de hielo, justo cerca de la orilla, y Dan dijo indiferente:

»—¡Qué puta mierda!

»—Tío, a veces te pasas —le dije a Dan—. Vamos abajo a recoger la bicicleta.

»—¿Yo? Yo paso. Yo me tengo que ir —respondió, como si la cosa no fuese con él.

»Miré a Tim y vi en sus ojos que también iba a marcharse.

»—¿Tampoco vas a ayudarlo?

»Me miró, dudando, pero pronto agarró su bicicleta y se marchó, siguiendo a Dan, que ya le sacaba un buen trozo.

»Martin y yo bajamos a la orilla del Otter Creek, él completamente decidido a recuperarla. La bicicleta estaba a unos tres metros del borde y la superficie de hielo no parecía muy firme. Martin no dudó y caminó sobre el hielo resbaladizo en dirección a la bicicleta.

»—Ten cuidado, Martin —le dije, desde el borde—. No me parece muy seguro.

»Al llegar a ella, la puso sobre sus dos ruedas y me sonrió. Aquel instante de felicidad no se me borra de la mente.

»—Operación rescate completada —dijo, con una sonrisa de oreja a oreja—. Que le jodan a Dan.

»Y entonces sucedió.

»Un leve crujido sonó bajo sus pies y, en un instante, su cara de felicidad cambió a la de terror. El hielo se rompió bajo sus pies, y desapareció de mi vista, al mismo tiempo que la bicicleta caía en el agujero por el que se había sumergido Martin.

»Y ¿sabes lo que pasó, Ryan? ¿Sabes lo que hice para ayudarlo? —dijo, dirigiéndose a mí de nuevo.

Pareció volver a nuestra conversación con el cristal de por medio.

—No —respondí, afectado por aquella historia.

—No hice nada, Ryan. Absolutamente nada. Me quedé mirando, fascinado, cómo su cuerpo se perdía bajo el hielo y cómo la bicicleta lo seguía.

—¿No lo ayudaste? ¿No intentaste salvarlo? ¿Pedir ayuda?

Negó con la cabeza, serio. Se quitó las gafas y continuó. Pocas veces lo había visto sin ellas.

—En un principio me impresionó ver a Martin desaparecer bajo el agua, pero luego..., luego me quedé mirando, en silencio, un remolino que se formó en el agua. Me fascinó cómo el agua giraba y giraba en el mismo punto por el que había desaparecido mi amigo. Era atrayente. Era cine, Ryan. Aquello era cine. ¿Entiendes? Encontraron su cuerpo al día siguiente, a un kilómetro de Rutland. El agua lo había llevado corriente abajo, bajo el hielo, hasta acabar en un cañaveral.

No supe qué decirle. Estaba en shock escuchándolo hablar de aquello.

—Ese fue el motivo que me hizo dejar morir a Paula. Era cine. Paula era cine. Aquel momento era cine. No podía dejarlo escapar. La vi allí, en el coche, cubierta de sangre y sentí exactamente lo mismo que cuando murió Martin bajo el agua. Sentí... admiración por ese momento. Necesitaba filmarlo y nada más. ¿Sabes qué lamento?

Esperé a que continuase.

—Lamento no haber tenido una cámara a mano para filmar la cara de terror de Martin.

Aquella frase me revolvió el estómago. No podía creer que alguna vez hubiese sido mi amigo.

—¿Siempre has sido un monstruo y no lo he sabido?

—Ryan, por favor. Tú estás por encima de esto. Tú tienes el mismo brillo en los ojos que tengo yo. Por eso hemos sido amigos todos estos años. Tienes esa indiferencia con las historias grotescas que hace que puedas ser alguien en este mundo. Tienes talento, Ryan. Somos iguales. Tú escribiendo, yo tras la cámara. ¿Tu mujer desaparece y qué haces? Nada. Te importa una mierda, siempre y cuando no te salpique demasiado. Eres igual que yo, Ryan. Piensas, al fin y al cabo, igual que yo: el arte está por encima de la muerte.

Me tembló el pulso y dejé caer el teléfono que nos comunicaba. No supe qué responder. Miré hacia atrás, y vi al celador haciendo gestos con la mano, avisándome de que la conversación tenía que terminar pronto. Me levanté evitando los ojos de Black y me dirigí hacia la puerta, sin poder evitar emocionarme. Estaba desolado.

Volví la vista hacia James, sabía que aquella sería la última vez que lo vería, no podía estar cerca de alguien como él y, para mi sorpresa, su mente excéntrica, o loca, o vieja, me regaló un último recuerdo. Black, a través del cristal, hizo como que me filmaba con una cámara de cine. Un segundo después, se despidió con la mano y me lanzó una última sonrisa.

Al día siguiente encontraron su cuerpo en su celda, se había ahorcado con las sábanas. El mundo se hizo eco de la noticia de la muerte del gran James Black, y sus películas, que habían sido repudiadas durante los meses posteriores a su detención, volvieron a copar las emisiones de todo el país. La muerte del monstruo había hecho que el mundo perdonase sus atrocidades. Por mi mente pasaron todas las ocasiones en que humillé, golpeé o ninguneé a Miranda. Y me hice una última pregunta para la que no quería encontrar una respuesta: ¿acaso mi muerte haría olvidar las mías?