Capítulo 4
Ryan
La cabaña

 

24 de septiembre de 2015

 

Me despedí de Black y me dirigí hacia la puerta, evitando a un par de japoneses que entraban entusiasmados para pedirle una foto.

—Diviértete —me gritó cuando me alejaba, sin siquiera darse la vuelta.

«Diviértete», como si eso fuese posible a solas con Miranda. Ya no recordaba los momentos en los que me había divertido con ella. Se habían convertido en flashes, en imágenes fijas, y creo incluso que había olvidado el sonido de su risa. Sé que me encantaba cómo sonaba, que me hacía sentir vivo y que me alegraba de ser yo el motivo de ella, pero tengo serias dificultades para recordar el timbre exacto que solía tener.

No me refiero a que no la hubiese escuchado reír en los últimos meses; es que, simplemente, su risa ya no era igual que antes. En ese periodo estaba como apagada. Si hacía un chiste, la risa duraba lo justo y necesario, y cuando terminaba, lo hacía de golpe, como si hubiese cumplido su cometido y ya no fuese necesaria. Parecía que ya solo se reía por compromiso. Uno se daba cuenta de esas cosas. Las risas son como los orgasmos. O salen de dentro, de las entrañas, o te das cuenta al instante de que algo no encaja.

Hacía tiempo que Miranda simulaba también los orgasmos. Eso sí que no se me ha olvidado, cómo eran cuando los disfrutábamos de verdad. Solía temblarle el abdomen, contorsionaba su cintura en movimientos intensos, apretando con sus dedos mis omóplatos, mientras ambos jadeábamos. Y un día, de repente, solo gemía y me apretaba contra ella, como si uno fuese estúpido y no se diese cuenta de que quería que el calvario acabase lo antes posible. Tengo que admitir que habíamos pasado rachas en las que no me apetecía acostarme con Miranda por miedo a si fingiría o no. Me agobiaba pensar que estaríamos desnudos, tumbados uno sobre o junto al otro, y mintiéndonos incluso en nuestras entrañas. La desnudez hace que te vuelvas vulnerable. No se debería mentir cuando no se tiene la ropa puesta. Es contraproducente. Desnudarse frente a alguien debería ser en cuerpo y alma y, nosotros llevábamos un tiempo que solo desnudábamos nuestro cuerpo. Creo que a ningún hombre le gusta creer que no es capaz de hacer disfrutar a su mujer. No es que lo haga siempre. Por ejemplo, en la ducha había estado más eufórica que en los últimos meses, más juguetona, por así decirlo, y tengo que admitir que había sido perfecto. Incluso tuve la sensación de que todo era como antes. Me agarraba con intensidad, mientras el agua caía sobre nosotros, me mordía el labio y sus piernas me envolvían como si me hubiese atrapado en una trampa de la que no me fuese a librar.

Mientras lo hacíamos, pensé que tal vez nuestra futura aventura rural avivaría la chispa que nos faltaba, pero luego, al terminar, siguió duchándose, salió de la ducha en silencio y se vistió con rapidez. Su indiferencia me dejó helado. Fue como si no hubiese ocurrido; abandonó el cuarto de baño y no me dijo nada. Fue, en realidad, como si viviese con una extraña. Y solo me vino un pensamiento: «¿Dónde te has escondido, Miranda?».

Un rato después, me monté en el coche y me dirigí hacia el este. Miranda me había dicho que ya nos veríamos en la cabaña y que llegaría antes del anochecer, así que no tenía prisa. Paré un par de veces para hacer algunos recados y cerrar algunos asuntos. Me pasé por el Nicks y compré una botella de vino, fui a una librería y me compré un par de thrillers para leer ese fin de semana. Si el plan con Miranda fallaba, podría evadirme de las discusiones de dos maneras distintas. El doctor Morgan había sido bien claro: «Si discutís, desconectad un rato, haciendo cualquier cosa, y luego, cuando el sofoco del primer momento se haya disipado, hablad de nuevo las cosas. La única regla para este fin de semana es que no podéis abandonar el plan». Pasar el fin de semana bebiendo y leyendo, aunque fuese con Miranda entre las mismas cuatro paredes, no me parecía mal plan.

Miré el reloj. Eran ya las seis de la tarde, el día se había esfumado y yo ya andaba buscando excusas, alargando el momento de salir hacia Hidden Springs, un pueblo de montaña al este de Big Pines, para encontrarme con Miranda. Allí habíamos alquilado la cabaña. Todo el mundo conoce Big Pines porque es donde se encuentra el Mountain High Resort, una estación de esquí en las montañas San Gabriel, en pleno Angeles National Park, pero no tan concurrido. En realidad, es un poblado de paso. Según la web del municipio, con apenas cuatro secciones y todas de texto plano sobre un fondo blanco, Hidden Springs tiene un censo de tres mil habitantes y la friolera cantidad de cien puntos de interés. Exactamente cien. Ni uno más ni uno menos. Me llamó la atención ese dato en la web, especialmente cuando consideraban puntos de interés la gasolinera, el supermercado o la estación de bomberos.

Como ya he dicho, elegimos Hidden Springs por recomendación del doctor Morgan. No era un lugar muy caro, especialmente en esta época del año, todavía sin nieve, con un relativo clima de montaña no demasiado agresivo. Estaba a unos dos mil quinientos metros de altitud, así que la temperatura, a pesar de estar en septiembre y esto ser Los Ángeles, era muy cambiante. En verano puedes, literalmente, asarte de calor y en invierno, con toda la montaña nevada, puedes helarte las pelotas. Es un sitio perfecto para pasarlo mal.

Conduje durante una hora y, pronto, me incorporé a la autovía 2, que pasaba directamente por Big Pines y Hidden Springs. La cabaña estaba, según las indicaciones de Miranda, al sur de Hidden Springs, circulando durante unos quince minutos por un camino de tierra al final del poblado, justo avanzando por la calle en la que se encontraba el mercado.

Cuando llegué a Hidden Springs, antes del anochecer, lo primero que vi fue el Merry Café, una cafetería con forma de casa de madera pintada de verde, con tejado inclinado y decorada de Navidad durante todo el año, pues así llamaba la atención de los que pasaban por la autovía 2 que conectaba también con Los Ángeles. Me apetecía tomarme un café. Justo en el momento en que me acercaba, encendió las luces que decoraban el tejado y, la verdad, su maldita táctica atrayente de mosquitos funcionaba. Pero miré la hora. Aún me quedaba encontrar la cabaña, en alguna parte al sur de Hidden Springs, y las indicaciones de Miranda habían sido algo escasas. Subí una cuesta y pronto encontré el camino de tierra que había comentado mi esposa, al terminar Crest Street. Me adentré por él temiendo que una rueda se quedase atrapada en el barro. Pasé por algunas casas de campo, salpicadas de vez en cuando entre los pinos de la zona, y tardé un tiempo en encontrar el complejo de casitas de madera donde estaba situada la cabaña. De repente, recibí un mensaje de Miranda en el móvil, que leí con una mano en el volante: «Te veo».

No decía nada más. Bajé la velocidad y miré a ambos lados entre los árboles, intentando divisar la silueta o el coche de Miranda frente a alguna de las cabañas que había por allí, pero no conseguía encontrarla. Me pareció extraño el mensaje: dos simples palabras que tenían demasiado significado. La noche ya había caído sobre la zona, y no había luz ni coches en ninguna de las cabañas salvo una luz lejana que provenía de una del final del camino. Cada casita estaba separada de la siguiente por unos cien metros, así que, a ojo, me quedaban unos trescientos metros para llegar. Paré frente a la casa número once, y me sorprendió que estuviesen todas las luces encendidas. El coche de Miranda, un Chrysler todocamino rojo con matrícula de Nevada, estaba aparcado frente a la casa, así que intuí que ya me estaría esperando con la cara larga por haber llegado más tarde que ella. No había farolas en esa área, la única luz que existía era la del interior de la cabaña, iluminando el pequeño porche de madera y el frontal de mi vehículo.

Cogí las bolsas con lo que había traído de comida del asiento del copiloto y, antes de salir, suspiré. No sabía por qué, tenía un nudo en la garganta. No me gustaba tener que forzar nuestra relación, tener que llegar al punto de planificar una escapada así porque no éramos capaces de ponernos de acuerdo. ¿Qué nos había pasado? ¿Cómo habíamos llegado a ese punto?

Me asomé por la ventana, con una sonrisa apaciguadora por si Miranda me veía desde el otro lado, pero no conseguí verla en el interior. Me acerqué a la puerta y estuve a punto de toquetear la madera con el ritmo de «La cucaracha», pero tras el primer golpe, esta se deslizó hacia dentro movida por mi llamada. Miranda la habría dejado abierta para que yo entrase, pero la visión del interior de la cabaña, sin rastro de ella, me dejó aturdido.

Estaba todo en marcha; un grifo de la cocina abierto, mi maleta y la de ella junto al chéster marrón del salón, un par de copas de vino servidas sobre la encimera de la cocina, un tocadiscos crepitando sobre el final de un elepé.

—¿Miranda? —grité, dirigiendo mi voz hacia el pasillo del fondo, donde suponía que estaban el baño y el dormitorio, pero no obtuve respuesta.

Aceleré el ritmo y me sumergí en el pasillo con pasos firmes. Tenía la extraña sensación de que algo no encajaba, que había un silencio tan abrumador en la zona hacia la que me dirigía, que conforme me acercaba, más crecía en mí la certeza de que no la encontraría. La madera crujía a mis pies y el olor a barniz recién pintado me invadía las fosas nasales cuanto más me adentraba en la cabaña.

—¿Miranda? —repetí—, ¿esconderte es uno de los juegos que te ha propuesto el doctor Morgan?

No me respondió y me hizo gracia. Me imaginaba a Miranda dentro de un armario o entre los árboles de fuera, silenciosa, con esa mirada juguetona que solía tener antes, y tengo que admitir que recordar su picardía me hizo contemplar el fin de semana de otro modo. Tal vez lográsemos pasarlo bien comportándonos como dos universitarios, con la casa para nosotros solos porque nuestros padres se habían ido a pasar el fin de semana a Dios sabe dónde para evitar descubrir qué hacían sus hijos cuando ellos no estaban.

—Está bien. Si quieres jugar, jugamos —grité, queriendo que se me oyese por todas las estancias.

Comencé a caminar despacio, tratando de evitar hacer ruido para sorprender a Miranda y encontrarla de pronto cuando menos se lo esperase. Recuerdo sus gritos de sorpresa al principio de nuestra relación y cómo nos reíamos cuando la levantaba abrazándola y le hacía cosquillas. Ese tipo de juegos siempre nos llevaba a hacer el amor. Me quité los zapatos y pisé descalzo cerca de las paredes para que la madera bajo mis pies no crujiese. Llegué al final del pasillo, empujé la puerta del baño y me quedé sin saber qué pensar con lo que vi: la cortina de la ducha estaba tirada en el suelo, con manchas de sangre salpicadas por todas partes.

—¡Miranda! —grité asustado—. ¡Miranda!

Volví sobre mis pasos, y corrí hacia el dormitorio, esperando toparme con ella allí, pero solo estaba la cama deshecha y la luz de una lamparita encendida sobre la mesilla de noche. Salí rápido hacia la sala de estar, mirando en todas direcciones, deseando que ella apareciese por delante de mi campo de visión riendo y diciéndome que era todo una broma, pero conforme pasaban los segundos y mis gritos eran ignorados, mi corazón me decía que algo grave le había pasado. Corrí hacia la mesilla de la sala de estar, cogí mi teléfono y la llamé con la esperanza de que lo cogiese, pero un relámpago me sacudió el pecho cuando escuché que su móvil estaba apagado.