Capítulo 26
Miranda
El error
Al día siguiente de llegar a San Francisco, comencé a sentirme mal. Tenía el estómago revuelto y pasé un par de días en la cama. El curso estaba a punto de comenzar y volvería a ver de nuevo a Ryan, que había empezado a llamarme por las noches, aunque yo no le cogía el teléfono. El episodio con su padre y cómo se portó aquella noche hizo que no quisiese saber nada de él. Ay, Miranda, si hubieses sido tan valiente entonces como ahora. Mi hermano pequeño, Morris, se acercó en varias ocasiones a preguntarme cómo me encontraba, y Zack, el mayor, me contó en secreto que nuestro padre estaba comenzando a comportarse de manera extraña. Esa misma tarde conseguí convencerlo de que fuésemos a que lo viese un médico. No fue hasta el 12 de septiembre, unos días antes del inicio del curso, cuando un neurólogo con tono frío nos confirmó que padecía alzhéimer. Siempre recordaré las palabras de mi padre tras salir de la consulta:
—Al menos así algún día se me olvidará lo que le pasó a tu madre.
Durante el resto del camino a casa, mi padre se mantuvo en silencio, mientras mis hermanos discutían en el coche sobre qué haríamos a partir de entonces.
—No pienso ser una carga para nadie. Llegado el momento, me meteréis en una residencia.
Yo me opuse, pero mis hermanos no. Mi padre estaba empeñado en seguir durante un tiempo en nuestra casa en San Francisco, y nos hizo prometer que en cuanto se perdiese algún día por el vecindario pediríamos su ingreso en Ally Hills, una residencia encantadora y modesta a las afueras de la ciudad. Fue durante aquellos días anteriores al inicio del curso cuando contesté a una de las llamadas de Ryan, a quien hasta entonces había ignorado. Estaba afectada por lo que había pasado y necesitaba a alguien ajeno a mi familia con quien hablar. Él había sido tan insistente, que sin duda debía ser porque realmente le preocupaba cómo me encontraba.
—¿Qué quieres? —dije, nada más levantar el auricular.
—Verte —me respondió.
—Eso no puede ser.
—Estoy fuera.
—¿Qué estás diciendo?
—Mira por la ventana.
—¿En serio? —dije, sorprendida.
Corrí hacia la cocina y me asomé por la ventana. No podía creerlo. Estaba allí. Me alegré de verdad. Había recorrido cientos de kilómetros para verme, y aquello me hizo sentir realmente feliz. ¿Sabes esos momentos en una película en que ves a alguien cometiendo un error, o acercándose adonde se esconde el asesino, bajando al sótano en mitad de la noche, y gritas a la pantalla que no lo haga, que será un error que marcará el resto de su vida? Aquel fue uno de esos. Si me viese ahora mismo desde fuera, con aquella sonrisa de cría, con esa alegría que sentí al verlo, me gritaría que estaba cometiendo el error más grande de mi vida.
Salí rápidamente de casa, me lancé a sus brazos y me besó.
Y yo me dejé querer.
Ojalá lo hubiese visto venir, pero tengo que admitir que yo era demasiado ciega para aquellas cosas. Los únicos hombres que habían estado en mi vida eran mi padre y mis hermanos que, a pesar de ser demasiado masculinos y demasiado orgullosos de serlo, tenían buen corazón. El resto de tipos que habían pasado por mi vida me habían pisoteado tanto, habían sido tan mezquinos y distantes, que encontrar a alguien que se preocupaba por mí era... revitalizante. Sí, esa era la palabra.
Ryan se quedó en un hostal en San Francisco durante varios días y antes de marcharse hacia Los Ángeles para el inicio del curso me lo dijo, mientras mirábamos el atardecer desde la orilla del Golden Gate.
—¿Nos vamos a vivir juntos?
—¿Hablas en serio?
—Claro. ¿Por qué no? He encontrado un estudio en las afueras, pequeño y barato. Suficiente para los dos.
—Pero ¿de qué estás hablando? Estamos en la universidad.
—A eso me refiero. ¿Por qué compartir habitación con alguien en la residencia, cuando podemos vivir juntos en un estudio?
—Pero... ¿con qué vamos a pagarlo?
—Tengo algo de dinero después del corto que he vendido. Nos dará para un tiempo. Y puedo seguir escribiendo durante el curso.
—¿Me lo dices en serio? —respondí, ilusionada de verdad.
—¡Por supuesto!
Lo besé. Una y otra vez. Riéndome y gritando de felicidad.
Me río ahora solo de acordarme de lo ilusos que éramos juntos, pero más de lo ilusa que era yo por separado. Nos mudamos y comenzamos el curso desde un nuevo flamante estudio en las afueras de Los Ángeles, junto a una vía de ferrocarril frecuentada cada quince minutos por un ruidoso tren. A los pocos días de asentarnos en el estudio, y de empezar las clases de segundo, me comencé a encontrar cada vez peor. Me sentía cansada, apática y lloraba sin ningún motivo. Lo peor sucedió cuando, en mitad de la clase de Diálogo avanzado, noté cómo mi estómago se daba la vuelta. Fue como un puñetazo en la barriga desde dentro, como si alguien me hubiese amarrado los intestinos. Vomité encima de mis apuntes. Ryan me acompañó esa misma tarde al médico, quien soltó la bomba sin pensar en las víctimas colaterales:
—Enhorabuena, está usted embarazada.
No lo podía creer. No era posible. Aquello no entraba en los planes de ninguno de los dos, pero como descubrí nada más salir de la consulta, mucho menos en los de Ryan. Permanecimos en silencio, agarrados de la mano, y no hablamos hasta que salimos a la calle. Una parte de mí estaba eufórica de felicidad y quería poder gritar. ¿Un hijo? ¿En serio que sería madre?
—No puedes tenerlo —me dijo Ryan, interrumpiendo nuestro silencio y mis pensamientos.
—¿Qué?
—No puedes. Nos rompería la vida en pedazos. Estamos empezando en esto. Tendré que buscar un trabajo, dejar la universidad. Y tú también. Tendrás que dejarlo todo, ¿por qué? ¿Por un niño? ¿Ahora?
—Pero... es nuestro hijo, Ryan... Nuestro hijo. Un hijo de los dos.
Me toqué el vientre, preocupada. Me di cuenta de que yo ya había comenzado a asimilar la noticia tan rápido como Ryan a descartarla.
—Ya tendremos tiempo de tener hijos, Miranda. Por el amor de Dios. Nos destrozará la vida. ¿Acaso quieres acabar trabajando de camarera en Los Ángeles como una fracasada? Yo tengo mejores planes para mi vida. Y tú también los tienes. Seremos guionistas. Es lo que queremos ser. Es lo que siempre hemos querido ser. Nada va a cambiar nuestros planes. No, Miranda. Te lo pido por favor.
Me callé. En realidad, entendí que quizá podía tener razón. Que aquello no era más que una mala noticia que se interponía entre nosotros y nuestro futuro, y que era precipitado seguir adelante con el embarazo.
—Miranda, te diré lo que vamos a hacer —me dijo Ryan con una determinación que nunca antes había mostrado—. Aún estás de pocas semanas. Mañana iremos a una clínica para interrumpirlo. Yo lo pagaré. Tengo dinero. De verdad. No tienes nada de qué preocuparte. Esto solo será una anécdota en nuestras vidas. Y más adelante, en el mejor momento, tendremos a nuestro hijo.
Agaché la cabeza y, sin saber por qué, sin saber qué pensó mi mente en aquel instante, suspiré:
—Tienes razón.
No sé por qué cedí. No entiendo por qué acepté. A partir de ese momento, empecé a tocarme el vientre con tristeza cuando recordaba aquella sensación que tuve al salir de la consulta.
Al día siguiente sucedió. Visitamos una clínica, donde me dieron una píldora para tomar allí y otra para tomar en casa pasadas unas horas. Recuerdo las caricias en la cara que me daban mis propias lágrimas, mientras lo debatíamos una última vez. «Todo irá bien, yo te quiero», dijo.
Recuerdo la sangre. La sangre y el dolor. Y, lo peor de todo: la mirada indiferente de Ryan marchándose del estudio en cuanto me tragué la segunda pastilla.