Capítulo 5
Ryan
Sangre

 

24 de septiembre de 2015

 

Estuve recorriendo la cabaña una y otra vez mientras llegaba la policía. En cada uno de esos paseos, confiaba en que encontraría a Miranda en el salón, sonriendo e inventándose cualquier excusa de por qué se había ido. Me senté en el chéster de cuero y me serví un vaso de la botella de vino que había comprado antes de venir. La situación me estaba superando. Mientras esperaba, comprobé una y otra vez el último mensaje que me había enviado justo antes de llegar a la cabaña. TE VEO. No recuerdo bien cuánto tiempo pasó, pero no quise moverme demasiado por la casa para no alterar las pruebas que hubiese. De repente, las luces de un todoterreno iluminaron la fachada de la cabaña, con dos focos cegadores que atravesaron la cortina de la ventana. Me incorporé a trompicones y salí fuera. Era el guardabosques. Se bajó del todoterreno, pasándose la mano por el bigote moreno para eliminar los restos de comida. Estaba vestido con un pantalón verde oscuro y una camisa de manga corta beis. Era un tipo fornido, de espalda ancha y más bajo que yo, y caminó hacia mí con cara de que le había molestado mientras veía la televisión.

—¿Señor Huff? —dijo al tiempo que sacudía la cabeza.

—Menos mal que ha venido.

—Mitch Mcmanan, del servicio de guardabosques. Ya he dado aviso a la oficina del sheriff. No tardarán en llegar.

—¿Por qué no ha acudido directamente la policía? Mi mujer ha desaparecido. Es un asunto grave.

Pronunciar aquellas palabras en voz alta me revolvió por dentro. Uno nunca piensa que vaya a tener que decir algo así en la vida real. Ese tipo de cosas solo le ocurría a la gente en los guiones o en los libros. Decirlas en primera persona fue un golpe duro en mi estómago.

—Ya le he dicho que están de camino. No se altere ni se preocupe. Todo saldrá bien, señor Muff.

—Huff.

—Usted no se preocupe, todo saldrá bien —repitió, en un tono más lento, casi mecánico, como si lo hubiese leído en el manual de la policía sobre qué decir en situaciones como esta.

Era una frase estándar que dudo que funcionase con alguien. A lo largo de mi vida, si alguien decía que no me preocupase, me acababa preocupando más. Me pareció cómica la actitud de Mitch. En el fondo, la situación en sí era demasiado esperpéntica. Miranda había desaparecido y habían enviado a un señor barrigón y bigotudo a que la encontrara. Si Miranda se hubiese podido enterar de cómo iba a ser el encargado de su búsqueda durante las horas más importantes para encontrarla, habría escrito un guion para alguna comedia. Pero esta no era una de nuestras historias. Esta era la vida real, y no tenía nada de cómico lo que estaba sucediendo. A Miranda le debía de haber pasado algo y yo estaba perdiendo el tiempo con un maldito pueblerino con delirios de grandeza.

—¿Puedo echar un vistazo? —dijo, señalando con la mirada hacia la puerta.

—¿No es mejor esperar a que llegue la policía?

—Las primeras horas son las más importantes —me respondió, en el mismo tono de antes—. ¿La ha llamado por teléfono?

Suspiré. ¿Acaso iba a llamar a la policía sin siquiera intentar contactar con ella? Su teléfono estaba apagado. Había llamado a su oficina, donde su compañera Denise me había dicho que había salido horas antes. Había hablado también con Hannah Parks, nuestra vecina, quien me respondió que había salido en su coche una hora después de irme, seguramente para ir a la oficina. Me preguntó si había pasado algo con ella y le colgué. Me enervaba que esa mujer tuviese que enterarse de todo.

—Por supuesto. Está apagado.

—Mmm...

Pareció molestarse. Como si el caso se le estuviese complicando.

—No..., no. Usted quédese ahí —me dijo, levantando una mano cuando me disponía a seguirlo.

Asentí, molesto. Me quedé en el arco de la puerta, mientras él entraba y caminaba dando pasos lentos por la casa. Lanzó una mirada hacia la copa de vino que me había servido y siguió echando un vistazo a la cocina.

—¿Dónde...?

—En el cuarto de baño —señalé hacia el pasillo del fondo.

Se perdió por él, andando tranquilo, mientras yo esperaba en el porche, mirando hacia el interior. Poco después volvió como si no le hubiese afectado ver la cortina así ni la sangre en el suelo, y siguió observando el salón.

—¿Qué le parece? —tuve que preguntar.

Me molestaba su silencio y estar perdiendo el tiempo. Si Miranda estaba en alguna parte sufriendo, cada minuto podría significar un mundo entero para ella.

—Pues... no tiene buena pinta —respondió, acercándose a la cocina y cerrando el grifo de agua que no dejaba de correr—. Pero usted no se preocupe, todo saldrá bien.

A lo lejos, surgieron de la oscuridad las luces de un coche de policía. Mitch vino hacia mí, y me dio un par de palmadas en la espalda. Sabía lo que estaba pensando sin siquiera pronunciar palabra. «No se preocupe, todo saldrá bien». El coche aparcó justo detrás del mío y dos agentes salieron del vehículo dejando las luces encendidas. Mitch asintió varias veces, como si estuviese aprobando la llegada de la caballería y los acontecimientos fuesen a dar un giro de ciento ochenta grados. Y no sabía hasta qué punto esto sería así. Eran dos agentes recién salidos de la academia de policía. Uno rubio y alto, el otro moreno de mi estatura. El rubio tenía el uniforme bien planchado y caminaba con elegancia, casi deslizándose por el suelo; el moreno tenía la barba descuidada, uno de los lados del cuello de la camisa sobresalía sobre la chaqueta y se intuían perfectamente, incluso en la oscuridad de la noche, las arrugas del pantalón.

—¿Es usted Ryan Huff? —preguntó el rubio.

—El mismo..., verán..., mi mujer...

—Ya, ya. Ya nos ha contado todo por teléfono —interrumpió el moreno—. ¿Cuándo la ha visto por última vez?

—Esta mañana, antes de salir de nuestra casa, a las afueras de Los Ángeles.

—Entonces ¿no la ha visto aquí?

—No..., bueno, me escribió un mensaje diciéndome que me estaba viendo llegar cuando me aproximaba con el coche.

—¿Es ese su coche? —inquirió el rubio, dirigiéndose hacia él.

Se asomó por la ventanilla para ver el interior.

—Sí. Y el rojo es el de mi mujer.

—Es un buen coche —dijo el moreno—. ¿Cuánto cuesta uno de estos? ¿Cincuenta mil?

—No lo sé. ¿Qué importa eso?

—¿No sabe cuánto se ha gastado su mujer en su coche? Yo con la mía comparto hasta cuánto me ha costado el café por la mañana.

—No me acuerdo. Se lo compró hace tiempo. ¿Piensan ayudarme a encontrar a mi mujer?

En realidad sí me acordaba, pero no me apetecía que un par de policías se pusiesen a hablar de lo que teníamos. Desde fuera, Miranda y yo podíamos aparentar una vida de lujos: nuestra maldita mansión en la zona nueva de Los Ángeles, nuestros dos coches de alta gama, nuestra ropa de marca, nuestros amigos famosos... Pero en realidad, aquellos lujos eran un espejismo que habíamos levantado cuando las cosas nos iban bien y estábamos en la cresta de la ola. En ese momento teníamos dinero y pensábamos que sería ilimitado, pero tanto la casa como los coches estaban al límite de los avisos por embargo.

—¿Ha salido usted a buscarla por aquí? ¿Ha visto algo? —inquirió Mitch, que hasta ese momento se había quedado al margen de la conversación, como memorizando la actitud que tenían los agentes para practicarla delante del espejo.

—Me he asomado desde el porche y he mirado hacia los alrededores, pero está todo demasiado oscuro. Les he llamado y he esperado a que viniesen. Ustedes se encargan de estas cosas.

—¿Y ha podido esperar aquí tranquilo? ¿Cuánto tiempo ha estado esperando? —inquirió el policía rubio.

—No..., no sabría decirle.

—¿Cuánto hemos tardado en venir desde que ha llamado? —preguntó el rubio al moreno.

—Hora y media diría yo —respondió.

—¿Cómo ha podido esperar hora y media sin hacer nada? Si sabía que estaba cerca, ¿por qué no ha salido a buscarla? ¿No cree que si alguien le hubiese hecho algo a su mujer desde que le envió ese mensaje, usted podría haber hecho algo? —insistió el rubio, que parecía haber encontrado un hilo hiriente del que tirar.

—Eh..., sí. Supongo que sí. Pero... no sé.

No podía admitir que eso fuese verdad. Estuve a punto de echarme a llorar. Tenían razón. ¿Por qué no salí a buscarla? ¿Acaso estábamos tan mal como para que, en el fondo, no me importase que le hubiera pasado algo?

—Bueno, tampoco es para alarmarnos —saltó el moreno—. Puede que haya salido a dar un paseo o incluso podría haberse marchado con alguien.

—¿Con alguien?

—Quiero decir. Que aunque su coche esté ahí, alguien podría haber venido a recogerla y haber ido a cualquier sitio.

El policía rubio se perdió por el interior de la cabaña. El moreno se quedó conmigo y con el guardabosques en el exterior, y permanecimos en silencio durante unos instantes como si acabase de pasar un ángel entre nosotros.

—Verán..., no lo entienden —dije, intentando continuar la conversación. No sabía por qué, pero aquel silencio me estaba matando por dentro. Era como si estuviese siendo escrutado por un par de pueblerinos que me echaban la culpa de todo lo que había ocurrido. Era una mezcla entre indiferencia, porque la cosa no iba con ellos, y enfado, por haberles hecho alargar el turno—. Ella no se iría nunca sin avisarme. Miranda y yo somos uña y carne. Tenemos nuestras discusiones como todas las parejas, pero estamos muy unidos.

—¿Tienen hijos? —preguntó el moreno.

—No, no tenemos hijos aún.

—¿No son de Hidden Springs, verdad? —continuó el interrogatorio.

—Es una cabaña alquilada. Vivimos en Los Ángeles.

—¿Y a qué se dedican?

—Guionistas en Hollywood.

—¿En serio? —saltó Mitch, como si acabase de encontrarse de bruces con una estrella.

Una de las grandes ventajas de ser guionista es el anonimato. Prácticamente nadie asocia tu cara a Hollywood, por lo que puedes hacer una vida tranquila en Los Ángeles, ir al supermercado, al cine o a tomarte un Big Mac en pleno Paseo de la Fama, que absolutamente nadie te reconoce. De cien personas que ven una película, noventa y cuatro reconocerían a los actores por la calle, doce se acordarían del nombre del director (aunque no le pondrían cara), y solo una sabría el apellido del guionista. Es una profesión que te permite disfrutar del dinero de la industria del cine, ganar un auténtico pastizal, y seguir siendo completamente anónimo. Una de las lecciones que aprendes al entrar en el mundillo del cine es que ser famoso cuesta caro: guardaespaldas, casa en urbanización privada, coches de alta gama blindados, ropa de firma, restaurantes con zona reservada. En cambio, ser guionista reconocido es relativamente barato, puedes vivir en cualquier parte, puedes vestir de Waltmart, o frecuentar restaurantes de comida rápida. Otra ventaja es la admiración automática que se genera en cuanto mencionas la palabra Hollywood. A decir verdad, yo estaba más fuera de Hollywood que cuando era estudiante en la UCLA, época en la que escribía con más ilusión y con mayor tino. Asentí a Mitch sin decir una palabra, y miré al policía moreno esperando su reacción. Me miró indiferente.

—¿Y qué películas ha escrito usted? —continuó Mitch, con una ilusión que no me esperaba.

—¿Conoce No estoy aquí? Es mía. Tuvo una nominación a los BAFTA.

—Ni idea —respondió decepcionado—. Pensaba que sería usted de los buenos.

Tengo que admitir que esa última frase me molestó. Permanecimos en silencio unos segundos, que se me hicieron eternos, cuando, de repente, se oyeron los pasos del policía rubio acercarse desde el interior:

—Está bien, señor Huff. Se lo tenemos que preguntar y tiene que decirnos la verdad —dijo saliendo de la cabaña—. No podremos ayudarle si no nos la cuenta.

—Por supuesto. Dígame.

—¿Se han peleado?

—¿Pelearnos?

—Hay signos de violencia en el baño. Hay sangre, la cortina de la ducha tiene varios rieles rotos y está descolgada tirada en el suelo. La cama del dormitorio está deshecha. Hay dos copas con vino casi vacías en la cocina y una llena hasta arriba en la mesilla del salón. Si no ha visto a su mujer, ¿por qué hay dos copas usadas? ¿De verdad que no ha estado con ella aquí?

—Yo me lo he encontrado todo así. Cuando les avisé, me serví una copa más, que es la que está en la mesilla. Las otras dos estaban ahí. Ya le he dicho que ni siquiera he visto a mi mujer. He llegado a la cabaña y me he encontrado lo mismo que ustedes.

El policía rubio y el moreno se miraron. Mitch miró a ambos, tratando de entrar en ese círculo, pero fue en vano.

—Está bien. Lo pregunto porque es muy común que una persona se marche sin decir nada después de una pelea.

—Nunca nos hemos puesto un dedo encima.

—Verá, señor Huff, entienda que lo tenemos que preguntar. Tal vez ha sido algo momentáneo. Un golpe o un empujón en un momento de tensión.

—¿Ha llamado a sus padres? —insistió Mitch—. Tal vez esté en casa de sus padres.

—¿Pelearnos? ¿Sus padres? No lo entienden. Tiene que estar por aquí cerca. —Me molesté. Habían llegado demasiado rápido a nuestros problemas conyugales—. Nos va bien. Somos un matrimonio feliz. Tenemos nuestras cosas, como todo el mundo, pero nunca pondría un dedo encima a mi mujer. —Noté la humedad de unas lágrimas en mis ojos, derrotado.

Estuvimos unos minutos más hablando, pero la verdad es que el resto de la conversación la viví como si no me estuviese ocurriendo a mí. Después, el moreno fue a dar una vuelta por los alrededores, con una linterna, y el rubio fue al coche y estuvo un rato hablando por la radio. Volvió sobre sus pasos y me informó, mientras se metía las manos en el bolsillo del pantalón:

—Para que se quede tranquilo, señor Huff, voy a derivar la búsqueda de su esposa a la UPD de la oficina del sheriff, la unidad de personas desaparecidas. Ellos sabrán qué hacer.

—No sabe cuánto se lo agradezco —respondí, aliviado.

Un largo rato después, no sabría decir cuánto —no presté atención al reloj ni a las conversaciones banales de Mitch y los otros dos—, las luces de un coche adicional aparecieron por la lejanía, entre los árboles, hasta que estuvieron lo suficientemente cerca como para dejar ver que se trataba de un Pontiac gris que aparcó detrás del resto de vehículos. De él salieron una mujer y un hombre que saludaron al mismo tiempo que enseñaban su identificación como detectives del cuerpo especial de desapariciones y homicidios de la oficina del sheriff de Los Ángeles. Justo en ese instante, mi móvil vibró de nuevo. Saludé a ambos, preocupado, al tiempo que sacaba el teléfono de mi bolsillo y comprobaba que me acababa de llegar un mensaje:

—¿Es ella? ¿Es su mujer? —dijo Mitch—. No me lo diga. Está en casa de sus padres.

No respondí. No pude. Era un mensaje de Mandy, la secretaria de Black. Nunca me había escrito a esas horas. Mandy era una persona demasiado correcta en las formas como para escribirme en un momento en el se suponía que yo estaría dormido. Al leer el mensaje, me quedé aturdido. Solo decía: «Ryan, tienes que venir. Ha pasado algo con Black».