Capítulo 44
Ryan
Culpable
26 de septiembre de 2015
Dos días desaparecida
Era la segunda vez que me montaba en el coche de la policía y esta vez sí que me sentí culpable. Me metieron dentro del vehículo, y estuve durante más de una hora esperando a que la inspectora terminase de recoger todas las evidencias posibles de la consulta de Jeremie Morgan. Un furgón de la policía científica aparcó junto al vehículo en el que yo estaba, y vi que entraban al edificio con un par de maletas metálicas, justo en el instante en que la inspectora salía de él. Los saludó y se despidió de ellos. Durante todo el tiempo que estuve en el coche, pensé en llamar a Black, pero me habían quitado el teléfono móvil. No querían que intoxicase su declaración, o algo de eso dijo la inspectora. «¿Qué diablos hiciste, James?». ¿Era real esa imagen de Paula Hicks? ¿Era ella en realidad? No parecían efectos especiales. No conseguía quitarme la mirada de terror de Paula Hicks, jadeando, con el rostro cubierto de sangre.
Estaba sentado en el asiento de atrás y, durante todo el camino a comisaría, no me atreví a hablar. No me habían leído los derechos, así que supuse que una vez más no estaba detenido. Al llegar a la comisaría, me quedé en shock. Más de treinta periodistas estaban en la puerta, con sus cámaras y micrófonos cargados.
—¿Qué está pasando? —dije.
—Será por James Black —dijo la inspectora Sallinger—. Se habrán enterado de que lo hemos detenido.
—¿Ya?
—Están siempre al tanto con la radio, o con alguno del cuerpo, que los llama en cuanto se entera de que hay algo gordo. Es casi imparable. Algunos se ganan un extra así. Todos tenemos facturas que pagar, ¿sabe?
—¿Y no es ilegal?
—Bueno, yo no voy a ser quien abra una investigación para descubrir quién ha sido.
Nos bajamos del coche y, para mi sorpresa, lo que ocurrió fue mucho peor de lo que me imaginaba.
—¡Está allí! ¡Es él! —gritó uno de los periodistas al verme llegar.
Un instante después, una lluvia de flashes cayó sobre mí, mientras los periodistas corrían en mi dirección.
—¿Qué ocurre? —pregunté a la inspectora, realmente aturdido.
Algunos llegaron adonde yo estaba y comenzaron a preguntar antes de que tuviese tiempo de comprender la situación.
—¿Es usted el marido de Miranda Huff? ¿Dónde cree que está su esposa? ¿Cuándo fue la última vez que la vio con vida? ¿Tiene familia? ¿Cuánto tiempo llevan casados?
Ante tanta pregunta, lograron que no supiese ni quién me estaba hablando.
—Yo..., no..., no sé.
De pronto, me vi rodeado de micrófonos y sin escapatoria.
—¿Ha matado a su esposa? —dijo uno—. ¿Han tenido problemas últimamente?
—No responda y entre de una vez —me ordenó la inspectora, alzando la voz para que la pudiese oír entre el ruido de las cámaras y el barullo, a la vez que tiraba de mí hacia la puerta.
Estaba realmente afectado. Me temblaban las manos y apenas podía hablar. Una vez dentro, respiré aliviado. No habían venido por Black, sino por Miranda. La alerta de búsqueda había llamado la atención de la prensa, que hasta ese instante había estado especulando acerca del cadáver encontrado en el lago y sobre el de la chica, del que yo conocía perfectamente la identidad, aunque no había dicho nada todavía. Pero pronto esa tranquilidad se esfumó, como lo había hecho desde que desapareció Miranda.
El inspector Sachs vino a nuestro encuentro con el rostro serio y preocupado.
—¿Nos acompaña, por favor? —dijo, señalando la misma habitación en la que ya había declarado la última vez.
Era reconfortante estar al menos en un entorno que ya conocía, aunque fuese una comisaría.
—Por supuesto —respondí—. ¿Saben algo más de Miranda? ¿Hay nuevas pistas? —le pregunté al mismo tiempo que caminaba tras él.
Ignoró mis preguntas, y no habló hasta que por fin cerró la puerta detrás de mí.
—¿Por qué esas caras? ¿Qué ha pasado? —dije, intentando romper el hielo—. ¿No aparecerá de nuevo mi cuñado a pegarme un puñetazo, no?
Estaban realmente serios. En especial el inspector Sachs. Ambos habían tenido una actitud realmente cordial conmigo desde el principio, pero en ese momento tuve la sensación de que todo se iba a torcer.
—Verá señor Huff —dijo Sachs—. Tiene que explicarnos esto.
Señaló hacia una de las paredes, en la que había un monitor con la pantalla encendida, en la que se veía una cámara de seguridad con la imagen congelada.
—¿El qué?
—Atento, por favor.
Cogió el mando a distancia y lo apuntó a la pantalla. La imagen comenzó a moverse, varias personas empezaron a deambular de un lado a otro, y yo seguía sin comprender nada.
—¿Qué es eso?
—Son imágenes de la cámara de seguridad de un bar del centro que frecuentaba Jennifer Straus, la chica que en un principio pensamos que era su mujer. La que tuvo que identificar.
Un escalofrío me recorrió la nuca. Reconocí el bar, la disposición de las mesas, los cuadros, la mesa de billar del fondo, y lo peor, me reconocí a mí apoyado en la barra, tomándome una copa.
—¿Ve a esa chica de ahí? ¿La que se está tomando la cerveza? Es Jennifer Straus.
Asentí y tragué saliva. Esperé a que él mismo lo dijese.
—¿Y ve a ese hombre de ahí? ¿Reconoce quién es?
—Sí, claro. Soy yo. —No sabía dónde meterme.
—Bien. Eso está bien. Es un progreso —replicó el inspector Sachs—. ¿Me puede decir qué más ocurre?
—Me acerco a ella y comenzamos a hablar. ¿Es necesario todo esto? Verán, yo... estaba...
—Señor Huff. No sé si se da cuenta de la gravedad de esta situación. Tengo la sensación de que nos ha tomado el pelo. Nos dijo que no conocía a esa chica. Que no sabía quién era.
—Yo..., ¿qué podía decir?
—Espere. Por favor —me interrumpió. Aceleró la cinta y la paró unos instantes después—. ¿Y me puede decir qué hace ahora con Jennifer Straus?
Agaché la cabeza. No podía mirar.
—Nos besamos —respondí.
—¿Solo?
—Nos besamos y nos marchamos juntos al cuarto de baño.
No me hacía falta mirar para saber lo que pasaba.
—Bien. ¿Sabe qué, señor Huff? Tenemos otras tres grabaciones como esta. En el mismo bar. En distintos días de los últimos dos meses. Dos meses viendo a esa chica en un bar, manteniendo relaciones con ella, y nos dice que no la conoce.
—¿Me están acusando de algo?
—¿Deberíamos? —interrumpió la inspectora Sallinger, que hasta entonces se había mantenido al margen.
—Mi mujer ha desaparecido. Entiendan que esté nervioso por todo esto. ¿Quieren que diga que soy infiel a Miranda? ¿Es eso lo que quieren que diga?
—A nosotros nos da igual lo que haga con su vida privada. Pero lo que no nos da igual es que nos mienta en una investigación criminal. Esto es muy grave, señor Huff.
—¿Le digo lo que pienso tras haber visto estas imágenes, señor Huff? —saltó la inspectora, en tono molesto—. Creo que usted opina que somos idiotas. Y no hay nada en el mundo que me moleste más que la gente confunda la simpatía con la idiotez. Creo que hemos sido buenos con usted. Todo el departamento se ha volcado con la investigación de su mujer. ¿Y cómo nos lo devuelve? Con una mentira tras otra.
—Lo..., lo siento. De verdad que lo siento.
—Vale. Y ahora que hemos aclarado cómo nos vamos a llevar a partir de ahora, cuénteme una cosa.
—Lo que..., lo que quieran —respondí.
El inspector Sachs le hizo un gesto con la mano para interrumpirla, se acercó y le susurró algo al oído mientras ella asentía varias veces, mirando en mi dirección. No me gustó en absoluto aquel secretismo de repente y tuve la sensación de que todo se iba a descontrolar aún más.
—Bien, señor Huff. Le cuento cómo estamos y usted me responde de manera franca. ¿Está claro?
—Está bien.
—Según el informe de la autopsia de Jennifer Straus, ella murió exactamente hace tres días, la noche del jueves. La desaparición de su mujer la denunció la madrugada del viernes al sábado, un día después.
—¿Qué hizo aquella noche?
—Es..., estuve en casa. Con Miranda —respondí, nervioso.
—Obviamente, eso ella no lo puede corroborar.
—Supongo que no, claro.
—Bien. Le cuento lo que ocurre y usted intenta explicarse lo mejor que pueda.
—Sí, dígame.
—Hemos revisado el contrato de alquiler de la cabaña para el fin de semana. Según usted, solo pensaban quedarse el viernes y el sábado y volverían hoy, domingo, ¿no es así?
—Eso es. Ese era el plan, sí.
—La reserva para la cabaña era desde el jueves.
—Bueno..., puede ser un error, ¿no? Además, esa reserva la hizo Miranda.
—Está pagada con su tarjeta, señor Huff. Desde el jueves al domingo.
—Ella tiene las claves. Lo tiene todo. Quedamos en que ella se encargaba de hacer la reserva. Yo no...
Ambos se miraron, para después volver a mí con gesto de indiferencia. Fue como un paso de coreografía que parecían haber ensayado.
—¿Sabe que después de esas burdas mentiras es difícil que le creamos en algo así, verdad?
Asentí con la cabeza y suspiré. Tenía la sensación de estar entrando en un callejón sin salida.
—Bien. Mire estas hojas, señor Huff.
El inspector Sachs sacó unos folios con una lista interminable de códigos y números que parecían coordenadas. En uno de ellos había un mapa con algunos puntos marcados en rojo.
—¿Qué es esto?
—El registro de conexiones de su móvil a las torres de comunicación. El mapa muestra las torres de comunicación cercanas a Hidden Springs.
—¿Y qué quiere decir con esto?
—¿Ve estos tres puntos de aquí? Están entre tres y cinco kilómetros de distancia de la cabaña. Con esta señal, que registran las tres torres, es relativamente fácil ubicar una zona en la que ha estado.
—Ahá.
—Pues bien. Según la operadora, el jueves por la noche, usted estaba —cogió un bolígrafo e hizo un círculo entre las distintas torres— en algún punto de esta zona, justo donde se encuentra la cabaña en Hidden Springs.
—¡Eso es imposible! ¡Estuve en casa! ¿Qué es esto, una encerrona? Tiene que ser un error.
—¿Se lo digo yo o se lo dices tú? —preguntó el inspector Sachs.
—Tú mismo. Adelante.
—Bueno. ¿Sabe lo que son las pruebas de ADN? Conoce su fiabilidad, ¿verdad?
No respondí. Estaba a punto de vomitar.
—Altísima. Es más fácil que le parta un rayo en mitad de una tormenta a que se equivoquen.
—¿Adónde quieren ir a parar?
—Bien. Hace unas horas recibimos el informe de ADN de la sangre de la cabaña. Pensaba que tardarían bastante más.
—¿Y bien?
—Lo hemos comprobado con su ropa y con las muestras de cabello que hallamos en su coche. Según el informe, la sangre de la cabaña no es de Miranda.
—¿Cómo?
—Lo que oye. Es más. No se han hallado restos de ADN de Miranda en ninguna zona de la cabaña. Ella no estuvo allí. Podríamos asegurar que ella nunca estuvo allí. Sí su coche. Tal vez fue y no entró.
El corazón me iba a explotar y sentí la adrenalina, la acusación y el miedo a pasar toda una vida en la cárcel, en el momento en que lo dijo:
—La sangre es de Jennifer Straus.
Un instante después, el inspector Sachs me leyó mis derechos.