Capítulo 20
Ryan
Miedo

 

25 de septiembre de 2015

 

—¿Está seguro de que no es ella? —repitió una vez más la inspectora Sallinger, sorprendida.

Se lo había repetido ya diez veces. La mujer que habían encontrado en Hidden Springs no era Miranda. Se parecía, no lo podía negar, pero no era mi esposa.

—Fíjese bien. Es importante. La descripción encaja. Tiene el pelo como ella, tiene más o menos su edad. Sé que la inflamación del rostro puede inducir a error.

—Le digo que esa mujer no es Miranda. No sé quién es.

—¿Seguro?

—Segurísimo —mentí.

La conocía en realidad. La conocía más de lo que debería conocer a una mujer ajena a nuestro matrimonio, pero no podía admitirlo.

La inspectora se lamentó. En realidad, comprendí su frustración: si aquella mujer no era Miranda, ¿dónde estaba mi mujer? ¿Quién era? El caso estaba creciendo por momentos, a la desaparición había que añadir un cadáver desconocido.

—Como usted entenderá, señor Huff, debemos asegurarnos.

—Por supuesto. Claro —respondí, derrotado.

En realidad, estaba en shock. No es que quisiese ver a mi mujer muerta, pero sí se me pasó por la mente la idea de que todo hubiese sido más fácil si finalmente hubiera fallecido.

La mujer se llamaba Jennifer y la conocí una noche que salí a beber a un antro de Los Ángeles. Era uno de esos días en los que el fracaso se había apoderado de mí. Había recibido una llamada de mi productor diciéndome que tiraban la toalla conmigo y que dejaban de intentar mover mis guiones. Según me contó, acababan de fichar a otro guionista más joven con una idea fantástica sobre un matrimonio en declive y una extraña desaparición. Le pagaron una auténtica fortuna por el proyecto. De la noche a la mañana mi productor había convertido a un guionista debutante en millonario y a mí en un auténtico cero a la izquierda. Le faltó decirme que también era más guapo y con la polla más grande para que hubiese decidido tirarme desde un puente. Qué irónico resulta ahora que lo pienso. Bebí. Bebí mucho sobre la barra y Jennifer, que estaba en una de las esquinas del bar, me saludó con una sonrisa. Su nombre, su cara, su cintura entre mis manos en el lavabo de mujeres es lo único que recuerdo de aquella noche. Cuando llegué a casa, Miranda me reprendió por salir y volver borracho. Me miraba con aquella mirada de superioridad, con aquellos ojos oscuros clavándose en mi cabeza.

—¿Acaso no crees que sea lo suficientemente hombre como para salir a beber unas cervezas? —le grité.

—Apestas a alcohol y a... —No terminó la frase, pero supe a qué se refería.

—Déjame en paz, amargada. —Cerré la puerta del dormitorio de un portazo y pasé la noche tratando de olvidar lo que había sucedido.

Al día siguiente, me había dejado una nota sobre la encimera de la cocina:

 

Te espero a las 17.40 en el 5757 de Wilshere Boulevard, Los Ángeles. Doctor Morgan. Terapeuta matrimonial y familiar.

 

La inspectora me ofreció que los acompañase de nuevo a comisaría para contarles otra vez la historia de mis horas previas antes de llegar a la cabaña. Era aún por la mañana, y la comisaría estaba hasta arriba de agentes moviéndose en todas direcciones. El inspector Sachs me guio por las instalaciones y me condujo hasta una sala vacía con una mesa y un par de sillas, iluminada con una ventana translúcida por la mugre. Por un momento pensé que me habían detenido sin decírmelo.

—¿Tengo que preocuparme de conseguir un abogado? —fue lo primero que dije nada más sentarme tras el escritorio.

—Oh, Dios santo, por supuesto que no —respondió la inspectora Sallinger, que traía un par de vasos de plástico con agua y se sentaba frente a mí con el entrecejo fruncido, mientras el inspector Sachs cerraba la puerta detrás de ella.

—¿Seguro? No me han leído mis derechos.

—Usted es un ciudadano libre que está intentando encontrar a su esposa. Nosotros somos los únicos que la estamos buscando. ¿Acaso cree que estamos en el bando contrario?

—Verán..., quiero... encontrar a mi esposa. Esto es demasiado abrumador para mí.

—La encontraremos, se lo aseguro. ¿Cuántos casos hemos fallado? —dijo, desviando la mirada hacia el inspector Sachs.

—Solo dos de ciento cuarenta en los últimos seis años.

—¿Y qué pasó con esos dos?

—No recuerdo. Pero quédese tranquilo. La encontraremos. Su mujer no será el tercero —contestó el inspector Sachs.

Durante un par de horas reconstruí con todo detalle mi recorrido, las horas a las que salí de casa, nuestra conversación antes de marcharme, su actitud extraña por la mañana. Le conté a la inspectora que había ido a ver a James Black antes de partir hacia la cabaña, y el resto de recados que hice de camino. Intenté ser lo más cuidadoso posible, recordando con exactitud dónde estuve y a qué hora. De verdad que quería ser de ayuda.

—Una pregunta, señor Huff —interrumpió el inspector Sachs—. Hemos revisado los informes de la denuncia de desaparición, hemos mandado a analizar los restos de ADN encontrados en la casa y también hemos comprobado sus antecedentes. ¿Está seguro de que nos lo está contando todo?

—¿Mis antecedentes?

La inspectora Sallinger asintió, seria. Parecía que aprobaba que su compañero hubiese soltado aquella bomba como quien no quiere la cosa. El corazón me iba a estallar.

—¿Para esto me han traído? ¿Para acusarme de haber hecho daño a mi mujer?

—Estamos tratando de descubrir qué ha pasado para encontrarla. Es necesario revolver todo cuanto podamos para ver si hay algo que la haya hecho desaparecer así —aseveró la inspectora.

—Aquello... fue hace mucho y ya quedó claro que fue un accidente. Eso no tiene nada que ver con lo que ha ocurrido ahora. No hacen más que perder el tiempo.

—Pero entenderá que nosotros nos dedicamos a ir atando cabos. Y ese es uno de los gordos. Explíquenoslo. Creo que hasta ahora estamos siendo muy comprensivos con usted.

—¡Fue un accidente! Ambos estábamos borrachos tras una fiesta y se cayó al suelo junto al coche. La llevé al hospital porque se había abierto la ceja para que se la cosiesen, y fue cuando el hospital alertó a la policía. La policía archivó la denuncia.

—Varios testigos dicen que usted la golpeó con la puerta del coche.

—Pero eso no fue así. Se cayó junto al coche. La versión que presentó el hospital por los daños que posiblemente yo había hecho a mi mujer fue desmontada por Miranda. Por eso la policía archivó la denuncia.

Ambos se miraron. Parecían no creerse nada.

—Ya sabemos que la policía archivó la denuncia porque su mujer lo pidió. ¿Acaso eso le exime de haberla golpeado?

—Nunca le he puesto un dedo encima a mi mujer. ¡NUNCA! —Comencé a hiperventilar. Sin duda, me sentía el principal sospechoso de su desaparición—. Quiero hablar con un abogado.

—Si hace eso, ¿no cree que sospecharemos de usted?

—¿Acaso no lo están haciendo ya?

—Señor Huff..., nuestro trabajo consiste en sospechar de todo el mundo. Incluido usted. En cuanto descartemos que usted no ha sido, seguiremos adelante. Pero tiene que ayudarnos.

—No pienso contarles nada más. Si no tienen nada contra mí, me marcho.

—Señor Huff..., creo que se está equivocando de actitud —dijo la inspectora Sallinger—. Queremos ayudarle.

—¿Quién es la muerta? ¿Acaso eso no le dice que hay alguien más por ahí?

—Estamos esperando la autopsia y estamos localizando los informes de otras mujeres de la zona desaparecidas en los últimos días. En cuanto lo tengamos, quizá consigamos algo sobre lo que ir tirando. Mientras tanto tenemos que descubrir dos cosas.

—¿El qué?

—Quién podría haberle hecho algo a su esposa y cómo era su relación con sus seres queridos.

—Y por lo que se ve, ambas preguntas necesitan de sus respuestas —añadió el inspector Sachs.

Me sentí sobrepasado. En unas horas mi vida había dado un vuelco demasiado intenso: mi mujer había desaparecido, había descubierto que esperaba un hijo con otra, mi mejor amigo estaba empezando a sufrir los efectos de la demencia senil, y durante este tiempo mi mujer había aparecido muerta para volver a desaparecer. Sentirme bajo el ojo acusador de la policía tampoco ayudaba a relajar la tensión que sufría. Cuando pensaba que nada más podía empeorar, de pronto se empezó a formar un revuelo en la comisaría, fuera de la sala.

—¿Qué pasa ahí fuera? —dijo la inspectora.

—¿Voy a mirar? —preguntó el inspector Sachs.

Se empezaron a escuchar gritos y a los pocos segundos fui capaz de entender lo que decían las voces:

—¿Dónde está? ¿Dónde está ese hijo de puta?

Me lamenté, cerrando los ojos, al reconocer las voces de fuera.

De pronto, la puerta se abrió de un golpe, estampándose contra la pared, y reconocí la figura de Zack, uno de los hermanos de Miranda, mirándome colérico.

—Esto es una comisaría y no puede estar aquí —gritó la inspectora.

De pronto, sin tener tiempo siquiera de reaccionar, Zack saltó sobre la mesa, propinándome un puñetazo que hizo que cayese noqueado.

Cuando desperté, me encontraba tirado contra la pared de la sala, con Zack de pie, mirándome con ojos incriminatorios. Levantó uno de sus monumentales brazos y señaló en mi dirección.

—Se ha despertado —dijo, dirigiéndose a los agentes.

Yo estaba hecho un trapo. Me dolía la cara como si me la hubiese aplastado un martillo y notaba los latidos del corazón en el mentón. Al verme de reojo, dijo:

—Joder, Ryan, no te he dado tan fuerte.

Aún no podía responder.

La inspectora Sallinger estaba delante de nosotros, mirándonos:

—Si quiere poner una denuncia a su cuñado por agresión lo entenderemos.

—No..., no hace falta —dije con dificultad—. Pero no tenían que haberle dejado que lo hiciese.

—Perdona, Ryan. Ya me ha contado la inspectora que la chica muerta no es mi hermana. Entiéndelo. Pensaba que la habías matado.

El hermano de Miranda era uno de esos matones que pasaba más tiempo en el gimnasio levantando pesas que en el trabajo. Es más, juraría que trabajaba de algo relacionado con los batidos de proteínas, vendiéndolos o fabricándolos y seguramente que tomándoselos a todas horas, y de ahí su aspecto sobredimensionado y musculoso. A su lado, y mira que no estaba en mala forma, yo no era más que un tipo escuálido. Miranda me había contado en alguna ocasión que su hermano había pasado un cáncer de testículo por culpa de los anabolizantes que tomaba cuando era más joven. Más que amedrentar sus ganas de ganar musculatura, aquello le sirvió de lección para sustituir los anabolizantes por batidos que ahora atacaban su hígado, como las inyecciones anteriores habían destrozado sus pelotas. A pesar de considerarlo un auténtico cazurro de manual, movido principalmente por impulsos, se notaba el amor que le tenía a su hermana. Por mí no sentía lo mismo.

Suspiré al ver que la tensión volvía a la carga, ahora con una apisonadora frente a mí a punto de aplastarme si respondía algo que no debía.

—¿Por qué nos había dicho que su hermano no se hablaba con su esposa? —preguntó el inspector Sachs—. No entiendo por qué nos tiene que mentir en algo así.

—¿Habías dicho eso, Ryan? —inquirió Zack, realmente molesto—. ¿En serio eres capaz de mentir con algo así?

—¿Mentir? ¡No! He dicho la verdad. No tenéis muy buena relación. No seas hipócrita. ¿Hace cuánto que no la ves?

—A ver..., Ryan..., cómo te lo explico. Mi hermana no te aguantaba a ti. Hablaba conmigo todos los días para desahogarse. Soy su hermano, ¿entiendes? Nos queremos. Tú siempre serás el capullo que consiguió engañarla para que se casase contigo.

—¿Todos los días? ¿De qué estás hablando?

—Por eso he venido, agentes. En cuanto me he enterado de lo que ha pasado con ella. Tienen que saber la verdad.

—¿De qué habla?

Zack dudó unos instantes sobre si responder delante de mí, pero luego se lanzó.

—Mi hermana Miranda y yo hablábamos todas las noches.

—¿Hablar? Eso es mentira. No puede ser. No os llevabais bien.

La inspectora Sallinger desvió la mirada a su compañero y asintieron, algo confusos. El inspector Sachs se apoyó sobre la mesa y susurró:

—¿Prefiere hablar con nosotros sin que esté su cuñado delante?

—Ni hablar. No soy yo quien tiene algo que ocultar aquí.

—¿De qué estás hablando?

Zack sacó su móvil y lo dejó sobre la mesa, dejando ver sus gruesos dedos que podrían matarme si él quisiera.

—Mire mi historial de llamadas. Está todo ahí.

No podía ser. Mi mujer llevaba años que no dirigía la palabra a sus hermanos. Ella no estaba muy conforme con que ellos hubiesen querido meter a su padre en una residencia, y desde entonces la relación se había ido enfriando, hasta el punto de no hablarse. Miranda se limitaba a mantener el contacto con su padre, pero no quería saber nada de sus hermanos. Al menos, eso era lo que yo creía, hasta que en ese instante cogí el teléfono, incrédulo. Al entrar en el historial de llamadas, me quedé petrificado. El nombre de Miranda se repetía una y otra vez, decenas de veces, entre las llamadas de los últimos meses. ¿Qué más no sabía de ti, Miranda?

—¿Y de qué hablaba con su hermana? —inquirió el inspector Sachs.

—De que tenía miedo de Ryan —respondió, impasible.