Capítulo 2
Ryan
Viejos amigos
24 de septiembre de 2015
Salí de casa tras la ducha, con el pelo aún mojado y sin desayunar. Miranda se había quedado preparando los últimos detalles para nuestra escapada, y me pidió que fuese al supermercado a por algo de comida para el fin de semana. Ella se encargaría de terminar de hacer las maletas para que nos pudiésemos marchar tranquilos, sin que la casa se viniese abajo, y revisaría que no nos dejábamos nada imprescindible que pudiésemos echar en falta durante las cuarenta y ocho horas más largas de nuestro matrimonio. Estábamos en uno de esos baches en los que cada paso era dado sobre un puente colgante en el que la madera estaba comida por las termitas, y ambos temíamos que durante nuestra escapada nos diésemos cuenta de que nuestro matrimonio tenía fecha de caducidad.
Estaba bajo el marco de la puerta de casa, agarrando las llaves del Buick de la entrada y a punto de salir, cuando oí que Miranda llamaba por teléfono:
—¿Hannah? ¿Puedes encargarte de echar un ojo a la casa durante el fin de semana?
Estaba llamando a Hannah Parks, nuestra vecina de al lado, con quien compartíamos un protocolo oculto: echarle un ojo a la casa significaba, en otras palabras, encender las luces por la noche y apagarlas por la mañana, una táctica inaudita frente a los ladrones. Si lo piensas bien, es la peor señal que puedes lanzar al mundo. Es algo así como: «¡Eh! ¡Mirad! ¡Aquí! ¡Esta casa brillante y resplandeciente durante toda la noche! ¡Entrad! ¡Además de encontrar productos valiosos sin vigilancia, no os tropezaréis con los muebles en la oscuridad!». Cuando ella y su marido Tom salían de viaje, en teoría era yo quien debía adentrarme en su casa cada atardecer y amanecer para seguir el protocolo, pero créeme cuando digo que nunca lo llegué a hacer. «Hoy por ti y mañana por mí», respondía yo cuando me agradecían el esfuerzo.
—Sí, Ryan y yo vamos a pasar el fin de semana a solas en una cabaña en el bosque. ¡Lo sé! Es tan...
Miranda desvió la mirada hacia mí, seria, como si no acabásemos de acostarnos. Me guiñó un ojo, inexpresiva, y yo le devolví el gesto. Me miraba con indiferencia, igual que lo había hecho durante los últimos meses; una mirada casi animal. No me refiero a intensa, salvaje, sino todo lo contrario. Mirada de ciervo. Prácticamente inexpresiva, con sus grandes pupilas clavadas en mí sin gesticular lo más mínimo, como esperando algún movimiento por mi parte, expectante si acaso, buscando cualquier excusa para salir en estampida. Cuando tu mujer te mira como un ciervo, sabes que estás en la cuerda floja. Me di la vuelta al instante y cerré la puerta detrás de mí.
Me monté en el Buick y dejé atrás la casa. La miré de reojo por el retrovisor, observando lo desmedida que era para solo nosotros dos. Allí podría vivir una familia de cinco o seis miembros. En realidad, ese era el plan. Tras casarnos, decidimos dejar pasar un tiempo para nosotros, para poder viajar y disfrutar antes de la llegada de un bebé. Había conseguido ganar algo de dinero con la venta del guion de mi primer largometraje, y fue cuando decidimos invertir en nuestra actual casa. «Preparando el nido» sería la expresión que mejor define nuestra compra. Nominaron aquel guion a los BAFTA, y aquello significó el inicio de la debacle.
Nos invitaban a Miranda y a mí a festivales, a fiestas privadas, a premieres. Llegamos incluso a codearnos con Scorsese y con Fincher en una fiesta organizada por Aaron Sorkin en su casa, a quien yo había conocido de rebote en un festival, y fue cuando pensamos que un golpe de fortuna y de talento nos había colocado en el camino correcto. Pero entonces todo se torció. La presión del éxito destrozó mi creatividad. La arrinconó en algún lugar oscuro de mi mente, y me hizo incapaz de escribir nada decente. Cada nuevo guion era peor que el anterior, y conforme los meses pasaban y el dinero se iba evaporando entre nuestros dedos, la tensión entre Miranda y yo fue en aumento. Yo quería estar a la altura del guion nominado, y no hacía más que alejarme de lo que un día había llegado a escribir.
—Olvida los premios y céntrate en escribir —me aconsejó—. Los premios no nos dan de comer.
Pero no le hice caso. Ella me conocía más que nadie en el mundo, comprendía mi mente y cada uno de sus recovecos, y cometí el error de no seguir su consejo. Una de las cosas que no he mencionado es que aquel guion nominado fue idea de Miranda y nunca se lo agradecí expresamente. No me refiero al grueso del guion, sino al punto de partida. Una chispa creativa de Miranda había dado lugar a mi mejor trabajo y nunca me atreví ni tan siquiera a reconocerlo en los créditos.
Poco a poco, los flashes desaparecieron, las invitaciones a las premieres cada vez fueron más escasas, y las llamadas de mi productor cada día menos frecuentes.
Creo que aquello fue la cerilla que prendió fuego a nuestra relación. Ignorar su consejo no hizo más que añadir gasolina a un matrimonio que se estaba consumiendo en el rencor y en la falta de agradecimiento. A partir de ahí, los rechazos a mis guiones fueron en aumento, y me encontré de bruces con que teníamos una enorme casa que pagar y con que todas mis historias eran rechazadas. Miranda comenzó a escribir ideas para anuncios de televisión, y se convirtió en la única fuente de ingresos que permitía que pagásemos a duras penas las letras de la hipoteca, que caían como enormes yunques sobre nuestro buzón.
En realidad, Miranda nunca me echó nada en cara. Ese rencor se basaba en conjeturas mías, una teoría que reconstruí con pedazos de miradas, de silencios incómodos y de respuestas rápidas y cortas cuando hablábamos sobre trabajo. Ella era muy práctica y no le gustaban los enfrentamientos directos. Creía que las discusiones no servían para nada y, en cambio, cuando teníamos algún desencuentro, se callaba, escuchaba toda la conversación atenta y, al final, soltaba sonriente un:
—De acuerdo —asentía, para después marcharse de la habitación.
Nunca hubo nada que me sacase tanto de mis casillas y ella se enorgullecía de ello. Siempre supo cómo enervar a un hombre. Se crio siendo la hermana mayor de una familia donde solo había varones (su madre, Liza, murió de cáncer cuando ella tenía once años) y asumió el rol de su progenitora mientras sus hermanos, Zack y Morris, apenas admitieron las responsabilidades de aquel hogar repleto de testosterona, en el que su padre, el viejo Tim, trabajaba durante el día y se emborrachaba por la noche. Incluso en ese ambiente, su mente privilegiada le enseñó aquella lección que le serviría durante todo nuestro matrimonio: «Si quieres joder a un hombre, dale la razón». Me la sé tan bien porque me propuso aquella misma frase para la mujer de uno de mis personajes. Créeme cuando digo que capté la indirecta enseguida.
Después de pasar por el supermercado, me desvié hacia las afueras de Los Ángeles para visitar a Black. Vivía en una de esas casas bajas que se podría permitir cualquiera. Es más, a pesar de haber ganado ingentes cantidades de dinero con sus películas, apenas había cambiado su estilo de vida. Aquella era la misma casa que se compró cuando apenas estaba comenzando, tenía un vehículo usado que no paraba de arreglar en el taller y almorzaba todos los días en el Steak York, un bar de esos en los que en la carta encuentras fotografías de la comida y te dicen «cariño» al servirte el café. Si querías ver a Black, una eminente figura del cine norteamericano de los últimos treinta años, no tenías más que ir a mediodía al Steak York y allí estaría él, comiéndose un filete con patatas y huevo. Había incluso un autobús turístico en Hollywood que pasaba por delante del Steak York para señalar dónde se comía sus filetes el gran Black. «Y aquí, amigos y amigas, preparen sus cámaras porque es el lugar en el que almuerza todos los días James Black», seguido de un espectáculo de flashes apuntando hacia el bar.
Llegué a su casa y no vi el coche aparcado frente al garaje. Un vecino vio que detuve el vehículo frente a su acera y se me quedó mirando, como si fuese culpable de algo. Miré la hora: eran las doce treinta y cuatro, 12.34. Uno, dos, tres, cuatro. La hora parecía marcarme el ritmo de un baile que estaba a punto de comenzar. ¿Quizá con mi mujer durante el fin de semana? Uno, dos, tres, cuatro. El vecino aporreó dos veces mi ventanilla y me gritó desde el otro lado:
—A esta hora Black ya está en el Steak —dijo con la mano sobre sus ojos, tapándose la luz, intentando distinguirme.
Asentí y le sonreí falsamente. Tengo que admitir que me jodió su maldito interés en observar el interior del vehículo.
Di marcha atrás y conduje algunos minutos hacia el Steak York. Aparqué en el parking del complejo y me fijé en la pinta que tenía el lugar. Tenía aspecto de casa prefabricada de aluminio, con los cristales amarillentos y las cortinas marrones. Dos señoras con falda de tela gruesa entraron en el bar al mismo tiempo que yo apagaba el motor; el autobús de las 12.45 paró al otro lado de la calle. Me bajé del coche y saludé a la multitud que lanzaba los flashes hacia donde yo estaba. «Debería haberme vestido algo mejor».
Entré al Steak, haciendo sonar las campanas de viento que estaban al otro lado de la puerta. Miré al fondo, lejos de la barra, y allí estaba Black, sentado, leyendo Los Angeles Times, con una camisa azul y unas diminutas gafas redondas como las de Harry Potter. Eran su seña de identidad. Llevaba toda la vida con ese modelo de gafas, y gracias a ellas nos convertimos en amigos.
—¿Ha leído los libros de J. K. Rowling? —le lancé el primer día de clase en primero de carrera, en cuanto lo vi entrar por la puerta y se presentó.
Intentaba hacerme el gracioso delante de los demás alumnos, pero sin resultar hiriente. Sabía que una persona como él, con tanto a la espalda, no podía haber leído Harry Potter y que no comprendería la malicia (absurda, ahora que lo pienso) de mi comentario.
—¿Ha visto usted Ciudadano Kane? ¿Ha analizado la fotografía de Wes Anderson? ¿Ha leído el guion final de El apartamento? —me respondió, mientras anotaba, uno tras otro, aquellos nombres en la pizarra—. Nunca será nadie en el cine si se presta a divertir al resto de la clase en lugar de aprovechar el tiempo en aprender de los más grandes.
Yo no supe qué responder. La clase se quedó en silencio y yo permanecí callado durante unos instantes sabiendo que había tocado alguna herida innecesaria.
—Además, joven —añadió Black—, nunca respondería nada sobre mi vida privada a un muggle. —Sonrió, mientras lanzaba la tiza a otro alumno y le preguntaba que qué esperaba del curso.
Así era la personalidad de Black, una auténtica caja de sorpresas, enérgico y desafiante. Era de esas personas que en cada conversación te daban ganas de coger apuntes. Sabía tanto sobre tantas cosas que yo siempre acudía a él en busca de consejo. No solo para temas relacionados con el cine, las tramas o los diálogos de algunas de mis historias, sino también sobre asuntos personales. Se había convertido en el consejero más importante durante mis inicios en Hollywood y, por otro lado, tenía una visión de conjunto de mis problemas con Miranda, de tal manera que me daba una solución en apenas unos minutos cuando yo todavía no había conseguido desentrañar a qué diablos se refería mi amada esposa cuando discutíamos.
—Van a hacer un remake de Blade Runner —dijo, sin apenas levantar la vista del periódico a modo de saludo.
Había desarrollado un sexto sentido para saber cuándo me aproximaba. Llevábamos tantos años siendo realmente amigos, que ya nunca nos saludábamos.
—¿Qué le pasa a la antigua? —respondí, mientras me sentaba en el sillón frente a él.
—Pues no sé. Supongo que les faltan ideas o les sobra dinero. O ambas cosas. O que quieren más dinero. Sí. Eso. Quieren más dinero.
—Esa siempre suele ser la respuesta. Más dinero.
Levanté la vista hacia Cariño, como yo llamaba a la camarera, una señora de cincuenta años que se maquillaba como una chica de dieciséis, y le hice un gesto para que me pusiese una copa. «Un whisky», vocalicé sin pronunciar palabra.
Black ya tenía un plato de huevos fritos con beicon en la mesa, y aún no había levantado la vista hacia mí. Tenía el pelo gris y la frente arrugada. Vestía un jersey marrón y, según la Wikipedia, ya había cumplido los sesenta años, pero cuando le preguntabas por su edad siempre respondía lo mismo: «Cincuenta». Desde que lo conocía contestaba lo mismo.
—¿No comes filetes hoy? Defraudarás a tu audiencia —dije, señalando hacia la ventana donde había un grupo de turistas asiáticos apuntando sus cámaras hacia nosotros.
—Según mi médico, tengo el colesterol alto —respondió, mientras se llevaba un trozo de beicon a la boca—. Quiero que siga siendo así. No me gustaría llegar a la consulta la próxima vez y haberle dado una alegría a ese tipo.
Le sonreí.
—Y tú... ¿Ya necesitas una copa?
—Tal vez necesite dos.
—No me lo digas. —Soltó los cubiertos y se tocó la sien con dos dedos de cada mano, como si estuviese delante de una pitonisa—. ¿Miranda de nuevo?
—Ni te lo imaginas.
—Creía que ya estabais mejor. ¿No vais a ver todas las semanas a ese tipo? ¿Cómo se llama?
—El doctor Morgan.
—Siempre olvido su nombre. Creo que lo llamaré Comecocos Uno.
—No es un comecocos..., es más bien... un consejero matrimonial. De los malos, en realidad. No podemos permitirnos otro.
Black levantó la vista hacia mí, compasivo. Él había seguido un camino radicalmente opuesto al mío desde joven y había amasado una fortuna difícil de calcular. Sus películas habían recaudado más de mil millones de dólares. Había tomado decisión acertada tras decisión acertada en su carrera, todo lo contrario que yo. Por su aspecto, no parecía que Black fuese millonario, pero las revistas y las noticias que siempre analizaban su vida no paraban de destacar cifras cada vez más abultadas sobre lo que había llegado a cobrar durante su carrera.
—Ryan, te lo dije ya una vez y no creo que haga falta que te lo diga ninguna más.
Ya sabía lo que me quería decir. «Si necesitas dinero, solo tienes que pedírmelo». Cuando le conté que Miranda y yo no estábamos atravesando un buen momento económico, se ofreció a solucionar nuestros problemas financieros en un solo día. Sacó un talonario y firmó un cheque que me tiró directamente en la mesa. Me negué en redondo. Ni siquiera lo miré, sino que lo rompí en cuatro trozos y me levanté molesto. Tengo que admitir que no pude ver si había puesto cantidad alguna. James se había ofrecido a solucionarnos la vida, literalmente. Un cheque en blanco que nos hubiese permitido pagar la hipoteca que nos asfixiaba y que estaba lanzando nuestro matrimonio al abismo del rencor. Pero yo no era amigo de Black por su dinero, ni podía permitir que lo que él no gastaba en sus cosas, lo utilizase para solucionar nuestras malas decisiones. Mi padre siempre me dijo que tenía que asumir la responsabilidad de mis actos. De crío, yo era de los que rompía algo en casa y me desentendía completamente. Actuaba como si no hubiese ocurrido y seguía con mis cosas. Negando incluso, ante la evidencia, que yo fuese el culpable.
—No necesitamos dinero, James —mentí—. De verdad que no. Te agradezco el gesto, pero de verdad que en estos momentos vamos bien.
Black me dedicó una ligera sonrisa y siguió:
—Pues pasa de ese tipo. De verdad, no creo que os haga ningún bien. Alguien ahí, metiéndose en vuestra vida, en vuestras cabezas; metiendo ideas en ellas como si de verdad os conociese.
La camarera se acercó y dejó la copa en la mesa.
—Aquí tienes, cariño —dijo ella—. ¿Cuándo pasarás a recogerme?
—¿Se ha muerto Peter y no me he enterado? —pregunté, levantando la mirada hacia ella.
—Qué más quisiera. Allí sigue en casa, tirado en el sofá, viendo las noticias.
—Seguro que sigue siendo un galán y estás empeñada en no verlo.
Cariño en realidad se llamaba Ashley Hills, estaba felizmente casada y tenía una táctica de flirteo extraña con todos los clientes, como si fuese a ganar más propinas así. De ahí que la llamase Cariño.
—Antes era tan apuesto como tú. Así, alto y atlético. Tu cara me recuerda mucho a la suya cuando era más joven, con la mandíbula marcada y mirada de buen chico, pero no sabes cómo te jode la vida el paso del tiempo.
James agarró mi copa, la levantó, brindando por lo que Ashley acababa de decir, y dio un trago.
—Otra copa más, cariño —añadió—. Ryan acaba de perder la suya.
—Marchando, cielo —respondió, alejándose hacia la barra, caminando como si siguiese teniendo veintiuno.
—Un día tienes que probar otro restaurante —le dije a Black, tratando de eliminar de mi mente el culo de Ashley.
—Oh, créeme. Lo hice. Una vez.
—¿Y?
—Se formó incluso un mayor revuelo.
—¿Por?
—No me esperaban allí.
Reí. En parte tenía razón. Black se había convertido en un estandarte de Hollywood, una atracción turística a la hora del almuerzo, y que se presentase en otro lugar era como si la Estatua de la Libertad apareciese de repente en pleno Times Square.
—Bueno, ¿y cuál es el plan? ¿Qué os ha propuesto ahora el Comecocos Uno? ¿Que visitéis algún bar de esos de intercambio de parejas? He leído en el Variety que van a hacer una película sobre eso. Ni se te ocurra, Ryan. Ni se te ocurra.
—¿Intercambio de parejas? Lo que me faltaba. Que Miranda pudiese comparar. No tengo la autoestima tan alta como para aguantar algo así. No, no. Nos ha pedido algo mucho más simple.
—¿Que habléis entre vosotros como una pareja normal?
—He dicho mucho más simple, no algo imposible.
—¿Tan mal va la cosa?
—Bueno..., digamos que hemos tenido semanas mejores.
A Miranda le habría fastidiado que me refiriese a nuestra situación actual con esa frase: «Hemos tenido semanas mejores». Como si lo que nos ocurría solo fuese cosa de unas semanas. La cosa ya llevaba meses así y cada día que pasaba, estábamos más distanciados el uno del otro. Nos habíamos desincronizado, como dos relojes desacompasados que ya nunca coincidían a la misma hora. En los momentos en los que yo recuperaba algo de ilusión por nuestra relación, ella se encontraba marchita, sin ganas de hablar las cosas y con su agenda ajetreada. Y en los que ella tenía algo más de tiempo para dedicarnos a nosotros mismos, a mí me venía la inspiración y me encerraba en mi estudio a escribir sin querer saber nada de nadie. No nos habíamos dado cuenta de lo que ocurría, nuestras vidas se alejaban poco a poco; vivíamos bajo el mismo techo, pero a distintas horas. Cuando a mí me apetecía que almorzásemos juntos, ella tenía una reunión; cuando ella reservaba por sorpresa en un restaurante para celebrar un nuevo contrato con una agencia de publicidad, yo ya había cenado solo en casa y no me apetecía en absoluto salir. Si seguíamos por ese camino, estábamos destinados a alejarnos para siempre. Fue idea de ella lo del asesor matrimonial. Sonaba genial, un juez imparcial que dictase sentencia cuando una de las partes cometía una tropelía hacia la otra, pero en la práctica no era así.
El doctor Morgan apenas era capaz de hacer que nos sentásemos a la vez a contar lo que nos ocurría. En la primera consulta discutimos delante de él por haber tenido que recurrir a un consejero matrimonial. Desde ese día, nuestras visitas al doctor Morgan siempre fueron individuales: ella entraba, contaba su película; yo entraba, contaba la mía. Nos esperábamos el uno al otro en un Starbucks que había al otro lado de la calle. Tengo que admitir que aquellos ratos en la cafetería después de la consulta fueron lo más cerca que estuvo el doctor Morgan de conseguir que nos aproximáramos el uno al otro.
—Sabes que siempre he pensado que Miranda es la mujer perfecta, ¿verdad? Inteligente, independiente y atractiva. Tiene las tres cualidades que he buscado toda la vida en una mujer —dijo Black antes de darle un sorbo a mi copa.
—Yo también lo llegué a pensar. Si no, no me hubiese casado con ella. Simplemente que ahora no..., no sé cómo decirlo. No nos soportamos.
—Bueno, ¿y qué va a ser entonces?
—Pasar un fin de semana juntos en una cabaña rural. Sin móviles. Sin nada que nos distraiga el uno del otro.
—Joder. Pues suena hasta bien.
—Sí, porque tú no estás casado con ella y, encima, no tienes móvil.
Black siempre había presumido de no haber incorporado a su vida los teléfonos móviles. Era un antisistema tecnológico. Renegaba de las redes sociales, de los smartphones, incluso de los efectos especiales para sus películas. Si querías contactar con él o preguntarle algo rápido, tenías dos opciones: ir a su oficina y decirle a Mandy, su ayudante, que le dejara el recado, o ir al Steak, por si daba la casualidad de que estuviese comiéndose uno de sus filetes. Black admiraba la pureza de los contactos cara a cara.
—Si alguien me quiere encontrar, ya sabe dónde estoy. Mis rutinas son fáciles. Si quiere contarme algo, que venga aquí. Si quiere enviarme alguna foto, que me la mande impresa. Me encanta una buena foto impresa. ¿Dónde han quedado los álbumes impresos?
—Creo que ya no hay ni tiendas de fotografía para imprimirlas.
—Deberías montar una. El papel siempre es mejor. Huele bien y el brillo influye mucho en una buena foto.
—No sabría ni por dónde empezar.
El móvil comenzó a sonar en mi bolsillo. Lo saqué y miré la pantalla.
—Es Miranda. ¿Qué querrá ahora?
Cuando Miranda me llamaba al poco de salir de casa, significaba que algo iba mal. No me apetecían malas noticias.
—Se supone que estáis intentando salvar vuestro matrimonio. Cógelo. El doctor Morgan te diría que lo cogieses.
—¿Y qué me diría mi amigo?
—Que lo cojas de una puta vez —respondió—. Un matrimonio es como un guion. Cada diálogo cuenta.
Black siempre conseguía sacarme una sonrisa. Sabía que me diría algo así.
—Dime, cariño —contesté, observando cómo Black se llevaba a la boca un trozo de pan mojado en la yema del huevo—. Qué faena. No me digas. Claro. Sí. Por supuesto. Nos vemos allí. Yo también.
Y colgué. Black levantó la vista y me miró extrañado.
—¿Ves? No ha sido para tanto. ¿Qué quería?
—Ha habido un lío con uno de los anuncios y tiene que pasar por el estudio.
—Entonces ¿te libras de tu fin de semana romántico?
—¡Ja! Ya quisiera. Nos vemos directamente en la cabaña.
Black me miró en silencio unos instantes y continuó:
—Me suena a que no va a aparecer por allí. Sí que tiene mala pinta lo vuestro, sí.
—Lo sé, joder, lo sé. Demasiada mala pinta.
Lo que no sabía era cómo se complicarían las cosas aquel día, y cómo los siguientes acontecimientos se iban a precipitar sobre mí como un huracán destrozándolo todo a su paso.