Capítulo 33
Ryan
Pequeñas mentiras
26 de septiembre de 2015
Dos días desaparecida
—¿Cómo que estuvo aquí anoche? —grité a Black.
El corazón me iba a estallar. Necesitaba respuestas. Si era verdad lo que James decía, todo estaba a punto de acabar. Miranda estaba bien, y aparecería en cualquier momento por casa. Pero... ¿acaso me podía fiar de lo que decía Black? Su mente estaba fallando. Desde la última noche, cuando perdió el norte por no encontrar su película, tenía la sensación de que el gran James Black se estaba marchando al abismo de la indiferencia.
—Anoche, sí. Estuvo ahí sentada, donde estás tú. Estaba... —se paró para pensar—, estaba distinta.
—¿Qué diablos estás diciendo, James?
No sabía si creerle, pero la verdad es que sonaba demasiado convincente. Y, además, ¿para qué me mentiría en algo así? No tendría sentido.
—Decía que lo iba a contar todo. Sabe todo lo que pasó con Paula. No me preguntes cómo, pero lo sabe. Su muerte..., mi relación con ella..., estoy... acabado.
—¿Ayer? ¿Eso fue anoche?
En realidad me importaba poco lo que creyese Black que le pasaría a su imagen. Si su relación con la fallecida Paula Hicks trascendía a la prensa, yo no estaba muy seguro de lo que ocurriría. Un pasado oscuro, o una muerte traumática, había sido un patrón común en las mentes más creativas del planeta.
—No..., no sé. Creo que sí.
—James, amigo, escúchame. Esto es importante. ¿Cuándo viste a Miranda por última vez?
—Vino ayer. Sí, ayer. Estaba muy enfadada, diciendo que yo ocultaba cosas y que te protegía a ti con las tuyas. Yo no te protejo de nada. Tú eres trigo limpio. Yo veo esas cosas en los ojos. Eres buena gente, Ryan. ¿Qué tendría que ocultar de ti?
No sabía por qué, pero algo no me terminaba de encajar en cómo estaba hablando.
—James, amigo, ¿estás seguro de lo que estás diciendo?
—Segurísimo. Llevaba ese vestido amarillo de la fiesta de hace un par de meses. Qué guapa iba. Guapísima.
—¿Cómo? ¿El vestido amarillo?
—Sabes que siempre he pensado que Miranda es la mujer perfecta, ¿verdad? Inteligente, independiente y atractiva. Tiene las tres cualidades que siempre he buscado en una mujer.
Aquello me dejó helado, e hizo que me diese de bruces con la realidad. Reconocí esa frase al instante. Inteligente, independiente y atractiva. Las palabras de Black parecieron transportarme al Steak, dos días atrás, cuando fui a verlo antes de partir hacia Hidden Springs. Fue ese pequeño gesto, unido a que mencionase que Miranda llevaba el vestido amarillo, lo que me abrió los ojos y me hizo darme cuenta, sin duda, de que la mente de Black estaba fallando y había comenzado a mezclar recuerdos. ¿Desde cuándo le ocurría esto?
De pronto me vino a la mente todas las veces en las que pensaba que James Black se estaba volviendo un excéntrico, un genio alternativo, cuando en realidad estaba perdiendo la cabeza. Recordé cómo el año anterior James Black había salido a dar un paseo desnudo por el vecindario, y Mandy me había llamado para avisarme. Cuando recogí a Black, y le pregunté que qué diablos estaba haciendo, me respondió un escueto:
—¡Tomar el aire, Ryan! Tienes que probarlo de vez en cuando.
En otra ocasión Black decidió deshacerse de todos los muebles de casa, porque decía que le estorbaban para andar, para al cabo de dos días hacer que Mandy los recomprase de nuevo. Me tomé aquellos desvaríos como un juego, como una muestra de la personalidad arrolladora y carismática que se escondía tras las gafas de pasta, pero en realidad lo que ocurría es que la mente de Black se estaba desconectando, poco a poco, de la cordura.
Era imposible que Black viese a Miranda con el vestido amarillo. Yo recordaba muy bien aquel vestido y lo que sucedió con él.
Ocurrió la noche de la fiesta con los productores, aquella en la que me acosté con Mandy. Estuvimos todo el trayecto en coche a casa en silencio, escuchando una emisora de jazz, de esas que llenan el vacío de una conversación incómoda. Yo no sabía cómo iniciar una conversación sin que los destellos grisáceos de la piel de Mandy me golpeasen la memoria.
—Ha estado bien —dije, al dejar las llaves sobre la bandejita metálica que había en la entrada.
Miranda no me respondió. Pasó por mi lado como un fantasma. Mientras andaba, tiró los zapatos a un lado y caminó descalza en dirección al sofá.
—¿Te pasa algo? —insistí.
Una parte de mí deseaba que no dijese nada en relación con Mandy, que no se hubiese enterado. Pero otra parte, mi parte asquerosa, como la llamaba ella cuando discutíamos: «Ya sale tu parte asquerosa», seguía enfadado con ella por hacerme sentir que no valía nada.
Volvió a ignorarme. Se fue a la cocina, abrió la vinoteca y, para mi sorpresa, comenzó a descorchar el Château Latour de 1984. Me quedé helado. Llevábamos años guardando aquella botella con la esperanza de brindar con ella cuando consiguiésemos firmar un gran proyecto. Llevábamos años mirándola con ilusión, y siempre que enviábamos algún guion a un productor, nos acercábamos al cristal que mantenía la botella a la temperatura perfecta y lo chasqueábamos un par de veces con nuestras alianzas de casados. Era un gesto que nos debía dar suerte y que parecía unirnos a un objetivo común. Al verla agarrar la botella sin cuidado, y clavar en su corcho el abridor, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
—¡¿Qué haces!? —grité, corriendo en su dirección—. ¿Estás loca?
Cuando llegué a su lado, e intenté arrebatársela, sentí cómo la agarraba con fuerza con su mano izquierda. Ni siquiera levantó la vista hacia mí. Su pelo rojizo cubría su cara y no podía verla bien, pero detrás de aquella ligera cortina sentí que estaba llorando.
—Ya es hora de celebrar que las cosas van a cambiar —dijo, en un susurro casi imperceptible.
Estaba enfadada, pero dudaba que se hubiese dado cuenta de lo que había pasado con Mandy.
—¿Qué te pasa? ¿Acaso se te ha ido la cabeza? Dame esa botella.
De pronto, se giró hacia mí y vi sus ojos oscuros tristes cubiertos de lágrimas. La sombra de ojos se le había corrido hacia los bordes, tenía los labios apretados de impotencia.
—¿También me vas a quitar esto? ¿No has tenido suficiente con quitármelo todo?
—Creo que en la fiesta has bebido demasiado, Miranda —le dije—. Dame esa botella. Vale varios miles.
Se giró y clavó en ella el sacacorchos.
—¡Quita! —le grité.
No sé cómo ocurrió.
No sé qué me hizo hacerlo.
Un instante después, para mi sorpresa, descubrí a Miranda mirándome asustada desde el suelo, con el labio lleno de sangre y el vestido amarillo rasgado a la altura del pecho, dejando al descubierto la copa de su sujetador negro.
—No..., yo..., Miranda...
Aquella mirada. Aquellos ojos temblorosos. Si cierro los ojos los puedo ver delante de mí, diciéndome lo asqueroso que fui.
Se levantó sin decir ni una palabra y apartó mi mano de un guantazo en cuanto fui a tocarla para pedirle perdón.
—Ni se te ocurra.
Se fue en dirección al cuarto y a la mañana siguiente vi que en el cubo de basura estaba el vestido amarillo que yo le había destrozado la noche anterior. Yo mismo tiré la basura con el vestido dentro del contenedor por la noche.
James Black seguía delante de mí, afectado, esperando que le dijese por qué se estaba equivocando y por qué era imposible que Miranda tuviese el vestido amarillo. Iba a decirle a mi amigo que quizá era hora de buscar ayuda profesional para frenar el avance implacable de la demencia senil, pero no pude. Me sentía incapaz de lanzarle aquel dardo en ese momento en que estaba tan afectado. Mi teléfono comenzó a sonar y Black me hizo un gesto para que no me preocupase y atendiera la llamada. Al ver quién era, me levanté y me fui hacia la cocina para que Black no escuchase la conversación:
—¿Señor Huff? Soy la inspectora Sallinger.
—¿Inspectora? ¿Está todo bien? ¿Alguna novedad?
—Todo sigue su curso, señor Huff. No puedo decirle mucho más. Le llamaba para informarle de que acabamos de publicar la orden de búsqueda de Miranda en otros estados.
—¿Eso es bueno?
—Eso son más recursos.
—Entonces ¿es bueno, no?
—Sí, claro. Aunque más recursos implican más cobertura mediática. Lo que es bueno. Mucha gente ayudará a encontrar a su mujer. Eso siempre ayuda. Lo quieras o no, hay mucha gente con mucho tiempo libre y muy buen corazón. Vivimos en un país que se vuelca con estas cosas, señor Huff. Encontraremos a Miranda, se lo aseguro.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo al pensar que la foto de Miranda saldría en todos los informativos. Me la imaginaba también pegada en los postes telefónicos, en los cartones de leche. En un instante, la mirada de Miranda me vigilaría desde todas partes, y fuese adonde fuese sus ojos expectantes me dirían: «Fuiste tú».
—Gracias, inspectora.
—Una cosa más, señor Huff.
—Lo que necesite.
—Hemos hablado con Jeremie Morgan, su amigo.
Me quedé en shock. No le había contado la verdad. Pensaba que tardaría más en hablar con él y en descubrir que se trataba de nuestro consejero matrimonial. No sé por qué, en ese instante ya me vi como sospechoso de la desaparición de mi mujer. Un matrimonio en ruinas, una infidelidad manifiesta, una deuda monstruosa impagable sobre nuestro hogar... Solo faltaba que hubiese sacado a Miranda un seguro de vida el día antes de su desaparición y yo fuese el único beneficiario para acabar de completar el perfil.
—Verá..., inspectora..., yo... —intenté anticipar su ataque—. Él nos ayudaba a Miranda y a mí a que todo funcionase.
—Fue muy simpático. ¿Sabe? Después de hablar con él me quedé pensando un buen rato en que lo conocía de algo, pero no sabía de qué.
Me quedé algo aturdido. ¿La inspectora lo conocía?
—Pero al fin caí. Pequeñas mentiras.
—¿Pequeñas mentiras?
—La serie. Pequeñas mentiras. Al final caí dónde había visto a su amigo. ¡El barman!
—¿De qué me está hablando?
—¡Vamos! ¡No se haga el loco! Su amigo es el barman de Pequeñas mentiras. Me encanta esa serie. Todos ahí, ocultando algo. Sí es verdad que es un personaje secundario, pero su amigo tiene talento. Llegará lejos. Seguro.
—No..., no puede ser.
—Sé que no es la serie más popular del mundo, pero yo nunca me la pierdo. Lo dicho. Que todo bien con él. Ha confirmado que se hablaban mucho y que sus llamadas se debían a que eran amigos.
Me estaba empezando a encontrar mal. ¿El doctor Morgan actor? Tenía que ser un error. No me lo creía. Miré al sillón en el que Black estaba sentado y seguía allí, trasteando un mando a distancia, hablándole en voz baja a la pantalla. Lo que contaba la inspectora Sallinger sobre el doctor Morgan no tenía sentido. Miranda y yo habíamos estado un par de meses acudiendo a su consulta, y con el tiempo llegué incluso a memorizar todos los títulos que había colgados sobre la pared. La idea de que fuese un actor en su tiempo libre, entre consulta y consulta, me sobrevoló la cabeza, pero tampoco terminaba de encajarme. ¿Por qué una persona que cobraba a trescientos dólares la hora, con estudios en Harvard, Cambridge y Nueva York, se prestaría a hacer de secundario en una serie de bajo presupuesto? Algo no encajaba, pero no sabía ver el qué.
Y entonces lo comprendí: ¿Y si tuviese algo que ver con su desaparición? ¡Sí! ¡De eso se trataba! El doctor Morgan era quien nos había propuesto el fin de semana en la cabaña, y era el único que sabía dónde estaríamos. Ahora que lo recuerdo, creo incluso que fue él quien nos había propuesto ir a Hidden Springs. Que era una buena zona, relativamente cerca y relativamente incomunicada. «Es el lugar relativo por excelencia», recuerdo que dijo. Se me quedó grabada aquella frase.
—Inspectora —la interrumpí, en un tono más serio del que estaba acostumbrado.
Me iba a lanzar al vacío sin paracaídas.
—Dígame.
Dudé durante un momento, con el corazón latiéndome con fuerza.
—¿Señor Huff?
Me di cuenta de que en cuanto lo dijera todo cambiaría, pero había llegado un punto en que ya nada me importaba más que encontrar a Miranda.
—No le he contado toda la verdad.